El ambiente dentro del coche no pasó de la cordialidad durante lo que les quedó de visitas al resto de los corredores de apuestas que había en la lista de Logan. La agente Watson siguió llamándolo «señor» y respondió a sus preguntas, pero no se atrevió a hacer ningún comentario que no estuviera estrictamente relacionado con el caso.
Fue una tarde asquerosa, subiéndose y bajándose del coche y arrastrándose de establecimiento en establecimiento sin ninguna alegría.
—¿Ha visto a este hombre?
—No.
Algunas de las negativas venían con un «vete a la mierda» de regalo. En ocasiones el «vete a la mierda» era silencioso, pero en cada visita, era latente. Salvo en el caso de la dueña y los empleados de J. Stewart & Hijos: Corredores de Apuestas fundados en 1974, Mastrick. Ésos sí que los recibieron con una sorprendente calidez. Una calidez sospechosa y perturbadora.
—Madre mía, qué raro —dijo Logan cuando volvieron a subir al coche—. Mira, si todavía siguen sonriéndonos.
Señaló a través del parabrisas a una mujer voluminosa con el pelo cano y escaso recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Los saludó con la mano.
—Bueno, a mí me han parecido simpáticos —dijo Watson, haciendo las maniobras necesarias para sacar el coche del aparcamiento. Hacía media hora que no había dicho tantas palabras juntas.
—¿No conocías a Ma Stewart? —preguntó Logan mientras se dirigían de nuevo hacia la jefatura.
Cuando vio que la agente Watson no le respondía, interpretó su silencio como un no.
—La detuve una vez hace años —dijo cuando ya habían entrado en Lang Stracht, una carretera ancha dividida en carriles de autobús y extraños cruces, con cuadrículas de marcas amarillas dibujadas en el suelo, falsos, abundantes balizas y pasos de peatones por todas partes—. Pornografía. Se montó un chiringuito en el asiento de atrás de un viejo Ford Anglia donde vendía sus productos a los colegiales de la zona. Tampoco ofrecía nada del otro mundo: nada de animales ni nada por el estilo. No, el típico sexo duro, alemán, de toda la vida. Cintas de vídeo y revistas —bufó—. Bueno, el caso es que la mitad de los niños de Mastrick sabían más de sexo que su maestro de biología. Nos llamaron cuando una niña de ocho años preguntó en clase si las mujeres podían quedarse embarazadas con la práctica del fisting.
Watson permaneció callada pero esbozó una leve sonrisa.
La sede de Press and Journal apareció a la izquierda y Logan hizo una mueca. Con toda la emoción y el pánico de que lo pusieran a cargo del caso de la niña de la bolsa de basura, se había olvidado totalmente de la visita que había recibido de Colin Miller esa misma mañana. Todavía no había hablado con el inspector Insch de la petición del periodista de publicar una exclusiva. Y además, Miller le había dicho que tenía más información sobre el caso de Geordie. Logan sacó el teléfono para llamar al inspector, pero no consiguió marcar ni la tercera tecla.
Una voz chirriante salió como un trueno de la radio. Alguien le había pegado una paliza a Roadkill.
La cosa, sin querer, se les había ido un poco de las manos. Eso es lo que dijo uno de los cabecillas cuando lo interrogó la policía y la prensa. Solo querían asegurarse de que sus niños estuvieran seguros. ¿Y eso que tenía de malo? ¿Dónde se había visto a un hombre maduro merodeando por la puerta de una escuela? Y no era la primera vez que lo habían visto tampoco. No. Casi cada tarde estaba ahí, justo a la hora en que salían los críos. Y ese tipo no estaba bien de la cabeza. Todo el mundo sabía que no estaba bien de la cabeza. Olía muy raro. No podía ser.
¿Y qué si le habían pegado un par de galletas? La cosa se les había ido de las manos, sin querer, claro. ¡Pero había niños desaparecidos! O sea: niños. Niños como los que iban a la escuela primaria de Garthdee. Niños como los suyos. Si la policía hubiera llegado antes no se les hubiera ido tanto de las manos. Si hubiesen llegado cuando los llamaron, la cosa no hubiera ido a más.
Así que bien mirado, en el fondo, la culpa de todo la tenía la policía.
El hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa de entrevistas había visto mejores tiempos. Ayer mismo, por ejemplo. Ésa fue la última vez que Logan había visto a Bernard Duncan Philips, alias Roadkill. Ayer ya tenía un aspecto bastante desaliñado pero al menos llevaba la nariz intacta en lugar de parecer que le hubieran dado con una almádena. Los cardenales le estaban surgiendo por todo el rostro y tenía un ojo hinchado y cerrado, la piel de un color morado encendido. Los pelos de la barba estaban erizados, pero limpios, en el lado en que los enfermeros del hospital le habían limpiado la sangre seca. Tenía el labio hinchado como una salchicha y se estremecía cada vez que sonreía. Cosa que no sucedía muy a menudo.
Las acusaciones que habían hecho en su contra «los padres preocupados» que le habían propinado la paliza eran demasiado serias para pasarlas por alto. De modo que en cuanto salió de urgencias, se encontró otra vez en la jefatura. Además, encajaba con el perfil psicológico que les habían mandado sus colegas de Lothian and Borders: hombre blanco de veintitantos años con trastornos psicológicos, trabajo de baja categoría, que vive solo y no tiene novia. Lo que no cuadraba era la afirmación de que el asesino no tendría un buen expediente académico. Roadkill era licenciado en historia medieval. Sin embargo, como bien había señalado Insch, tampoco le había servido de una mierda.
La entrevista había sido larga, difícil y enrevesada. Cada vez que parecía que estaban a punto de sacarle alguna declaración coherente, Roadkill perdía el hilo y se salía por la tangente. Balanceándose hacia adelante y hacia atrás en la silla sin parar. Teniendo en cuenta que Roadkill era un «enfermo mental», habían tenido que llamar a un «adulto responsable» para asegurarse de que todo estuviera en regla. Finalmente había acudido un asistente social de la cárcel de Craiginches para que estuviera al lado de Roadkill mientras se balanceaba, desvariaba y apestaba.
La sala de entrevistas hedía a perro muerto. Eau de animal podrido y Parfum de sudor pour homme. A Roadkill le hacía mucha, mucha falta tomarse un baño. El inspector había aprovechado la primera oportunidad para largarse de ahí, dejando a Logan y al asistente social con el marrón mientras iba a comprobar la declaración inconexa de Roadkill.
Logan se removió en la silla y se preguntó por enésima vez dónde demonios se había metido el inspector.
—¿Te apetece otra taza de té, Bernard? —preguntó.
Pero Bernard no le contestó. Estaba demasiado ocupando doblando una hoja de papel por la mitad una y otra vez. Y cuando ya había conseguido formar un pedazo de papel tan comprimido que era imposible seguir doblándolo, se ponía a desdoblarlo cuidadosamente para empezar otra vez de nuevo.
—¿Té? ¿Bernard? ¿Quieres más té?
Un pliegue. Dos pliegues. Tres pliegues.
Logan se hundió en la silla, dejó caer la cabeza hacia atrás y se quedó mirando al techo. Planchas de color gris blanquecino, las de los hoyitos. Las que parecían la superficie de la luna. ¡Dios, qué aburrimiento! ¡Ya eran casi las seis! Se suponía que había quedado con la agente Jackie Watson para tomarse una copa íntima.
Un pliegue. Dos pliegues. Tres pliegues.
Logan y el asistente social llenaron algunos minutos lamentándose del último partido del Fútbol Club Aberdeen para luego sumirse de nuevo en la melancolía y el silencio.
Un pliegue. Dos pliegues. Tres pliegues.
A las seis y veintitrés minutos el inspector se asomó por la puerta de la sala de entrevistas y pidió a Logan que se reuniera con él en el pasillo.
—¿Ha conseguido sacarle algo más? —le preguntó Insch cuando estaban los dos solos.
—Sí, un olor muy desagradable.
Insch se metió una gominola en la boca y la masticó con aire pensativo.
—Bueno, la declaración de Roadkill cuadra. La furgoneta del ayuntamiento lo va a buscar después del trabajo y lo deja cada día en el mismo lugar justo antes de las cuatro. A las cuatro y veintidós minutos coge el autobús que va hasta Peterculter. Como un reloj. No me ha costado dar con un conductor que lo conozca. Ese olor es inolvidable.
—Y la parada de autobús está…
—Justo delante de la escuela primaria de Garthdee. Se ve que de pequeño iba a esa misma escuela, antes de chiflarse. Me imagino que debe sentirse más seguro con una rutina familiar.
—¿Y alguno de nuestros «padres preocupados» se molestó en preguntarle qué hacía allí cada tarde?
Insch resopló y sacó otra gominola de la bolsa.
—¡Qué coño le preguntaron nada! Vieron a un menda andrajoso que olía mal rondando por la escuela y decidieron forrarlo a hostias. No es nuestro asesino.
Había llegado la hora de volver a entrar en la sala de entrevistas.
—¿Está seguro de que no hay nada que quiera contarnos, señor Philips? —le preguntó Insch, recostándose en la silla.
No había nada.
—De acuerdo —dijo el inspector—, entonces le alegrará saber que hemos conseguido corroborar su versión de los hechos. Sé que usted fue la persona atacada pero nuestra obligación es asegurarnos de que las acusaciones que han presentado contra usted carecían de fundamento, ¿entiende?
Un pliegue. Dos pliegues. Tres pliegues.
—Muy bien, pues. He pedido al ayuntamiento que a partir de ahora lo dejen en otro sitio después del trabajo. Un poco más allá en la misma calle. Lejos de la escuela. Las personas que lo atacaron no son muy inteligentes. Quizá les dé por intentarlo de nuevo.
Silencio.
—Tenemos sus nombres.
Pan comido. ¡Los muy idiotas se habían identificado con orgullo! ¡Habían eliminado un pederasta de las calles de la ciudad! ¡Habían salvado a sus hijos de un destino cruel! Que hubieran cometido un delito de agresión ni siquiera se les había pasado por la cabeza.
—Me gustaría que prestara declaración para que podamos presentar cargos contra ellos.
Logan reconoció la entrada de Insch y sacó una libreta, dispuesto a apuntar la denuncia de Roadkill.
Un pliegue. Dos pliegues. Tres pliegues.
La hoja de papel se le estaba desmontando de tanto doblar y desdoblarla. Un cuadradito perfecto se deprendió de una de las esquinas de la hoja y Roadkill frunció el ceño.
—¿Señor Philips? ¿Puede contarme lo que sucedió?
Muy cuidadosamente, el hombre magullado acabó de arrancar el cuadradito de papel y lo dejó delante de él. Perfectamente alineado con los bordes de la mesa.
Y entonces empezó a doblar otra vez.
Insch suspiró.
—De acuerdo, pues. ¿Qué le parece si el subinspector escribe lo que le pasó y usted lo firma? ¿Sería más fácil así?
—Necesito mi medicamento.
—¿Cómo?
—El medicamento. Es la hora de tomar el medicamento.
El inspector Insch miró a Logan, que se encogió de hombros.
—Igual le dieron unos analgésicos en el hospital.
Roadkill dejó de doblar la hoja y puso las dos manos encima de la mesa.
—No. Analgésicos no. El medicamento. Tengo que tomar el medicamento. Me escribieron una carta. Tengo que tomar el medicamento porque si no, no me dejarán ir a trabajar.
—Solo será unos minutos, señor Philips. Quizá…
—Nada de declaraciones. Nada de minutos. El medicamento.
—Pero…
—Si no piensan detenerme, ni acusarme de nada, soy libre de marcharme cuando quiera. No pueden obligarme a presentar una denuncia.
Eran las palabras más lúcidas que hubiera dicho jamás, al menos delante de Logan.
Roadkill tiritó y se rodeó el pecho con los brazos.
—Por favor. Lo único que quiero es volver a casa y tomar el medicamento.
Logan miró al hombre harapiento y magullado y dejó el bolígrafo encima de la mesa. Roadkill tenía razón: no podían obligarlo a presentar una denuncia contra la gente que le había dejado el ojo morado, el labio partido, tres dientes flojos, una costilla fracturada además de proporcionarle repetidas patadas en las pelotas. Después de todo, las pelotas eran suyas. Y si no quería que la gente que le había pateado recibiera un castigo, pues allá él. Sin embargo, la policía grampiana tampoco podía soltarlo sin tomar algunas medidas. Esa gente estúpida seguía fuera esperándolo. Y ya habría llegado la prensa también. «¡Pandilla local apresa al asesino de niños!». No, lo de «pandilla» quedaba demasiado negativo. Al fin y al cabo, esa horda de idiotas violentos eran héroes. «¡Padres apresan al pederasta del ayuntamiento!». Sí, así les iba a quedar mucho mejor.
—¿Está seguro, señor Philips? —preguntó Insch.
Roadkill se limitó a asentir con la cabeza.
—De acuerdo. En ese caso, vamos a pedir que le devuelvan sus cosas y el subinspector McRae lo acompañará a casa en coche.
Logan soltó un par de palabrotas en voz muy baja. El asistente social sonrió de oreja a oreja, aliviado de que no le hubieran endilgado la tarea a él. Sin disimular su alegría, le dio la mano a Logan y se batió rápidamente en retirada.
Mientras Bernard Duncan Philips fue a recuperar los objetos que llevaba en los bolsillos, Insch intentó resarcir a Logan de la jugarreta ofreciéndole una gominola. No iba a llegar al bar hasta las siete y media, ocho. Tendría que decirle a Jackie que iba a llegar tarde. Con un poco de suerte, lo esperaría pero después de los acontecimientos de la tarde, no lo tenía nada claro.
—O sea que está convencido de que no se trata del hombre que buscamos —dijo Logan, aceptando la gominola a regañadientes.
—Sí. No es más que un pobre desgraciado apestoso y loco.
Los dos se quedaron mirando a Roadkill mientras se agachaba con mucho dolor para volver a acordonarse los zapatos.
—Bueno —dijo Insch—, yo me largo. Dentro de una hora y media se abre el telón.
Le dio una palmadita en el hombro y se alejó, silbando la música de la obertura.
—Mucha mierda —dijo Logan a la espalda de Insch.
—Gracias, subinspector —repuso Insch, despidiéndose con un saludo alegre, sin darse la vuelta.
—No, si se lo digo en serio, le deseo muchísima mierda, señor —insistió Logan—. Hasta el cuello, si puede ser.
Pero esperó hasta que se hubiera cerrado la puerta y el inspector ya no pudiera oírlo.
Cuando Roadkill había recogido todas sus pertenencias, Logan forzó una sonrisa y lo acompañó hasta el aparcamiento que había detrás del edificio. Una agente visiblemente aturdida lo abordó justo cuando estaba firmando el uso de otro coche.
—El sargento de recepción dice que tiene dos mensajes de un tal Lumley.
Logan refunfuñó. La persona que debía encargarse de esas llamadas era el oficial de enlace familiar. Él ya tenía demasiadas cosas entre manos. De repente le entró un sentimiento de culpabilidad. Ese pobre hombre había perdido a su hijo. Lo mínimo que podía hacer era devolverle la llamada. Se frotó la frente para apaciguar el dolor de cabeza que le estaba apareciendo detrás de los ojos.
—Dígale que me ocuparé de él en cuanto vuelva, ¿de acuerdo?
Salieron por la puerta de atrás. La parte de delante del edificio estaba iluminado por los focos de las cámaras de televisión que hacían que todo resaltase de forma dramática. La acera estaba abarrotada. La cara de Roadkill iba a ser conocida en todo el país antes de que se acabara el día. Y su inocencia era lo de menos. Antes de sentarse a desayunar a la mañana siguiente, la mitad de la nación iba a saber su nombre.
—Sabes, Bernard, quizá te convenga tomarte quince días de vacaciones. ¿Por qué no dejas que esos idiotas se olviden de todo esto?
Roadkill estaba firmemente agarrado al cinturón de seguridad e iba tirándolo cada seis segundos para comprobar que siguiera funcionando.
—Necesito trabajar. Un hombre no sirve de nada si no trabaja. Es lo que nos define. Sin definición no existimos.
Logan arqueó una ceja.
—De acuerdo…
El hombre no solo era esquizofrénico: estaba zumbado.
—Siempre dices «de acuerdo». Demasiadas veces.
Logan abrió la boca, se lo pensó dos veces y la volvió a cerrar. No valía la pena discutir con un loco. Si quisiera meterse en semejante berenjenal, más le valdría pasar por casa a discutir con su madre. Así que se calló y condujo bajo la lluvia cada vez menos intensa. Cuando llegaron a la pequeña alquería de Roadkill en las afueras de Cults, había parado por completo.
Lo acompañó por el camino que llevaba a su casa hasta que se quedó sin asfalto. El equipo del ayuntamiento había estado trabajando intensamente durante todo el día. Los faros del coche iluminaron la pintura amarilla desconchada y rayada de dos contenedores metálicos enormes, del tamaño de un microbús, que habían colocado entre las malas hierbas al lado de la edificación número uno. Habían asegurado las puertas de los contenedores con unos imponentes candados. Ni que alguien fuera a entrar a hacerse con los cadáveres putrefactos de los animales amontonados en el interior.
Logan oyó un pequeño sollozo a su lado y se dio cuenta de que los candados quizá fueran una buena idea, después de todo.
—Mis preciosas, preciosas cosas muertas…
Roadkill estaba llorando. Las lágrimas corrían por sus mejillas amoratadas, perdiéndose entre los pelos de la barba.
—¿No los has ayudado? —preguntó Logan, señalando los contenedores.
Roadkill negó con la cabeza, haciendo que sus cabellos largos se agitaran como una cortina fúnebre. Habló en voz grave y torturada:
—¿Cómo iba a ayudar a los visigodos a saquear Roma?
Se bajó del coche y caminó entre los hierbajos y el césped hasta la edificación. La puerta estaba abierta, el suelo de cemento iluminado por los faros del coche. Ya no quedaba rastro de las pilas de animales muertos. Uno menos. Ahora solo les quedaban dos.
Logan lo dejó sollozando suavemente delante del edificación vacía.