Logan acudió directamente a ver a Insch. El inspector se sentó en el borde de la mesa como un buitre grande y abultado y escuchó tranquilamente mientras Logan se quejaba de que la inspectora Steel le hubiera encajado por la cara el caso del tipo sin rodillas. ¡Solo era un subinspector! ¡No podía llevar múltiples investigaciones de homicidio a la vez! Insch lo escuchó, chasqueó la lengua un par de veces, se compadeció y entonces le dijo que la vida era muy dura y que se dejara ya de tanto melodrama, hostia.
—¿Cómo lleva el caso de la niña de la basura? —le preguntó.
Logan se encogió de hombros.
—Se hizo un llamamiento anoche por la tele, así que habrá que hacer una criba de todos los posibles reconocimientos. Ha llamado una anciana para decirnos que ya no hacía falta que siguiéramos con la búsqueda porque la pequeña «Tiffany» estaba jugando felizmente en el cajón de arena al fondo del jardín —dijo, moviendo la cabeza con gesto incrédulo—. Menuda chalada… En fin, tengo media decena de uniformes tamizando la lista de llamadas.
—De modo que ahora mismo está aquí rascándose los huevos hasta que aparezca alguna novedad, ¿no?
Logan se sonrojó y tuvo que admitir que sí, que así era.
—¿Y qué le impide salir a escarbar un poco en el caso del tipo flotador?
—Pues supongo que nada, pero es que… —empezó, evitando mirar directamente los ojos del inspector—. Bueno, han abierto las líneas telefónicas para las…
—Búsquese un uniforme que atienda las llamadas —repuso Insch, acomodándose encima del escritorio con los brazos cruzados.
—Y… y…
Logan se calló y agitó varias veces las manos. No le salían las palabras: «Me da pánico cagarla».
—Y nada —lo cortó Insch—. Llévese a la agente Watson cuando salga del juicio —le ofreció, mirando el reloj—. No la tengo apuntada en ninguno de los equipos de búsqueda.
Logan se encorvó, pero solo un poco.
—¿A qué espera, subinspector?
Insch se bajó de la mesa haciendo un movimiento de palanca con las piernas y el trasero y sacó un tubo medio acabado de caramelos de menta. Sacó uno y enroscó el papel de aluminio en la parte superior como si fuera una mecha plateada.
—Tenga —dijo, tirando la pequeña barra de dinamita hacia Logan—. Considérelo un extra de Navidad. Y ahora mueva el culo y póngase a trabajar.
Cuando se enteraron de que Logan tenía un cadáver en el depósito que quizá perteneciera a Geordie Stephenson, los mandamases de Lothian and Borders se alegraron mucho, pero antes de hinchar los globos y encargar una tarta, quisieron asegurarse de que el fiambre en cuestión realmente fuera el ejecutor favorito de Malk el Cuchillo. Enviaron por correo electrónico la ficha entera que tenían en sus archivos: huellas dactilares, antecedentes penales y una preciosa foto que Logan imprimió en color. Doce copias. Geordie tenía el rostro amplio, rasgos toscos, el pelo cardado y un bigote más propio de una estrella del porno. Justo la cara que hacía falta para ir por el mundo exigiendo dinero a modo de amenaza. Ahora estaba un poco desmejorado y más pálido, pero se trataba, sin lugar a dudas, del mismo hombre sin rodillas que habían sacado del muelle. Y para acabar de dar completa fe de su identidad, las huellas eran idénticas.
Logan llamó a la policía de Lothian and Borders para darles la noticia. Geordie Stephenson ahora estaba persiguiendo a los morosos en el más allá. Prometieron a Logan que le harían llegar un trozo de tarta.
Ya había comprobado la identidad, pero todavía tenía que averiguar quién se lo había cargado. Logan se olía que tenía algo que ver con su debilidad por el juego y eso significaba que tendría que salir a hacer algunas visitas a los corredores de apuestas de la ciudad. Mostrarles una foto de Geordie y ver cuál de ellos se incomodaba más.
Antes de echarse a la calle, Logan pasó por su pequeño centro de coordinación para comprobar que todo estuviera en su lugar. Cumpliendo con las órdenes de Insch, había reclutado a una agente de aspecto eficiente y con el cabello castaño y las cejas pobladas para que atendiera el teléfono y coordinara al equipo de agentes que seguían llamando a cada una de las puertas de la zona. Estaba sentada a un escritorio atestado de papeles con unos auriculares en la cabeza, apuntando otra posible identidad de la niña muerta. Colgó y le informó de las últimas novedades. Tardó exactamente tres segundos: no había ninguna. Prometió llamarlo en el caso de que hubiera alguna.
Ahora que estaba al corriente de todo, solo le quedaba ir a recoger a la agente Watson al tribunal del distrito y ponerse en marcha.
Watson todavía estaba dentro de la sala principal escuchando la declaración de un joven inmenso con el rostro picado de viruelas. Levantó la mirada cuando vio entrar a Logan y le sonrió cuando se sentó a su lado.
—¿Cómo va? —preguntó Logan.
—Ya falta menos.
El joven en el estrado apenas tenía veintiún años. Tenía el rostro colorado y sudoroso, haciendo resaltar los bultos que le sobresalían de la piel. Era gigantesco, pero no gordo, sino de huesos grandes: mandíbula grande, manos grandes, brazos largos y huesudos. El traje de color gris que la Fiscalía de la Corona le había prestado para dar más credibilidad a su testimonio le iba ridículamente pequeño y parecía que fuera a reventar las costuras cada vez que se movía. Su cabello rubio oscuro no parecía haber visto un cepillo desde hacía días y no paraba de sacudir y mover las manos mientras mascullaba su versión del encuentro que había tenido con Gerald Cleaver.
Un niño de once años que recibe una paliza tal de su padre borracho que tiene que pasar tres semanas en el Hospital de Niños de Aberdeen. Y ahí es donde las cosas le van de mal a peor. A Gerald Cleaver, el encargado nocturno de la sala de pediatría, le gusta tratarlo con mucho «tacto», aprovechando que el chaval está atado con correas a la cama. Obligándolo a hacer cosas que harían sonrojar a una estrella del porno.
Su abogado le sacó todos los detalles con delicadeza, hablándole en voz baja y tranquilizadora incluso después de que el chaval se deshiciera en lágrimas.
Logan dividió su atención entre el jurado y el acusado a medida que el joven exponía los hechos. Los quince miembros del jurado estaban horrorizados al escuchar sus palabras. Gerald Cleaver ni se inmutó: lo estaba mirando con la misma expresividad que un kilo de mantequilla.
El abogado dio las gracias al chico por su valentía y cedió el paso al abogado defensor.
—La que le espera —suspiró Watson con odio cuando vio levantarse a Sandy el Serpiente, que acto seguido fue a darle una palmada en la espalda de su cliente y se acercó tranquilamente al jurado. Se apoyó con aire despreocupado en la barra que lo separaba de la tribuna y sonrió a los hombres y mujeres sentados detrás.
—Martin —empezó, evitando mirar al chico tembloroso y centrándose en los miembros del jurado—, podríamos decir que le resulta familiar este tribunal, ¿verdad?
El abogado de la acusación se puso de pie de un brinco como si acabara de recibir una descarga de mil voltios en el culo.
—¡Protesto! Las circunstancias pasadas de mi cliente no tienen nada que ver con este caso.
—Su Señoría, solo pretendo establecer la veracidad de este testigo.
El juez lo miró a través de sus gafas por encima de la nariz y dijo:
—Proceda.
—Gracias, su Señoría —dijo el Serpiente—. Martin, ha comparecido treinta y ocho veces delante de este tribunal, ¿verdad? Allanamiento de morada, intento de violación, numerosos cargos de posesión de drogas, uno de posesión de drogas con el propósito de revenderlas, incendio premeditado, exhibicionismo…
Se calló durante unos segundos antes de seguir:
—A los catorce años intentó mantener relaciones sexuales con una menor y cuando ésta se negó, le dio tal paliza que necesitó cuarenta y tres puntos en el rostro para reconstruírselo otra vez. Nunca podrá tener hijos. Y ayer mismo fue detenido por masturbarse en un vestuario femenino…
—Su señoría, ¡protesto enérgicamente!
Y así continuaron durante los siguientes veinte minutos. Sandy el Serpiente hizo trizas al testigo con toda la parsimonia del mundo, dejándolo hecho un manojo colorado de nervios, insultos y sollozos. Justificó cada una de las humillaciones a las que le había sometido Gerald Cleaver pretexto de las fantasías de un niño perturbado desesperadamente necesitado de atención. Hasta que al final, Martin se abalanzó hacia el abogado, gritando:
—¡Te voy a matar, hijo de puta!
Tuvieron que reducirlo.
Sandy el Serpiente movió la cabeza con gesto de tristeza y disculpó al testigo.
Watson recorrió el camino de vuelta a las celdas jurando como un carretero, aunque se animó cuando Logan le explicó la siguiente misión que le habían asignado.
—La inspectora Steel quiere que investigue el caso de Geordie Stephenson: ese fiambre que sacaron del puerto —dijo mientras caminaban por el pasillo que comunicaba la sala de tribunal uno con las celdas de espera.
—Le dije que iba a necesitar ayuda e Insch te ha escogido a ti. Dijo que me llevarías por el buen camino.
Watson sonrió, satisfecha por el cumplido, sin saber que Logan acababa de inventárselo.
Habían llevado a Martin Strichen de la sala directamente a las celdas de espera. Cuando llegaron Logan y Watson, lo encontraron sentado en una cama gris y endeble con la cabeza apoyada en las manos, gimiendo suavemente bajo las luces parpadeantes del techo. La espalda de su chaqueta prestada estaba a punto de reventar por las costuras debido a la presión.
Mientras lo miraba, Logan no supo qué pensar. Era terrible que cualquier niño se viera sometido a la clase de abusos que Cleaver infligía a sus víctimas, pero tampoco podía pasar por alto las palabras del Serpiente. Esa lista de delitos. Martin Strichen era un desgraciado asqueroso, indudablemente, pero eso no quería decir que no hubiera sufrido a manos de Gerald Cleaver.
Watson firmó el traslado de Martin Strichen y lo acompañaron, esposado y lloriqueando, hasta la planta baja del edificio donde lo sacaron por la puerta trasera. El coche patrulla que le habían asignado estaba al lado. Cuando Watson empujó la cabeza de Strichen hacia abajo para que no se la golpeara contra el techo del coche, el chico dijo:
—Tenía catorce años.
—¿Cómo? —preguntó Watson, mirando hacia el interior del coche a los ojos hinchados y enrojecidos de Martin Strichen.
—La chica. Los dos teníamos catorce años. Ella quería pero yo no podía. No la forcé… Es que no podía.
Una gota grande en forma de lágrima le colgaba de la punta de la nariz y Watson observó cómo caía lentamente, resplandeciendo a la luz del mediodía.
—Levanta las manos.
Le abrochó el cinturón, asegurándose de que la policía grampiana no acabara en los tribunales defendiendo una denuncia de negligencia en el caso de que estrellaran el coche. Su cabello rozó el rostro del joven y lo oyó susurrar:
—No paraba de reírse…
Dejaron a su pasajero en la cárcel de Craiginches. Una vez hubieron terminado con los trámites necesarios para deshacerse de él, ya estaban listos para comenzar con la investigación de la inspectora Steel.
Logan y Watson recorrieron las casas de apuestas menos salubres de Aberdeen mostrando a los empleados la foto de Geordie Stephenson en la que parecía una estrella del porno, pero a cambio solo recibieron una mirada vacía detrás de otra. No tenía sentido ir a visitar las casas más grandes: era muy improbable que los corredores importantes fueran a cortarle las rótulas a machetazos a un tipo como Geordie si no saldaba las deudas.
Sin embargo, Turf ‘n Track en Sandilands era exactamente esa clase de establecimiento.
La tienda había sido una panadería en los años sesenta cuando el barrio era un poco más selecto. Nunca había gozado de una categoría superior, pero hubo una época en que uno podía volver a casa tranquilamente después del anochecer. La tienda formaba parte de cuatro establecimientos igualmente cutres y destartalados. Todos tenían las paredes llenas de grafitis y barrotes formidables en las ventanas, y todos habían sufridos atracos, algunos a punta de pistola. Salvo el Turf ‘n Track, que únicamente había sufrido un atraco del que se tuviera memoria. Y eso era porque los hermanos McLeod habían dado caza al menda que había irrumpido en la tienda de su padre blandiendo una escopeta de cañones recortados y lo habían torturado hasta la muerte con un encendedor de gas y unos alicates de punta fina. Presuntamente.
A cada lado de las tiendas se elevaba un grupo de viviendas de protección oficial, edificaciones de tres y cuatro plantas construidas a toda prisa y abandonadas a la putrefacción. Si alguien necesitaba una casa con urgencia, no tenía ni un céntimo y no era demasiado quisquilloso, aquí era donde acababa.
Un cartel colgado en la puerta del colmado al lado del Turf ‘n Track rezaba: «DESAPARECIDO: PETER LUMLEY», debajo de la foto en color del rostro pecoso y sonriente del chaval de cinco años. Algún gracioso le había dibujado unas gafas y bigote y había escrito: «A RAZ LO FOLLAN POR EL CULO».
No había ningún anuncio comunitario colgado delante del Turf ‘n Track: solo ofrecía ventanas pintadas de negro y un letrero de plástico de color verde y amarillo. Logan empujó la puerta y entró en la penumbra, donde el aire estaba cargado de un olor a tabaco de liar y perro mojado. Una vez dentro, el establecimiento se veía todavía más desvencijado que por fuera: sillas de plástico de color naranja sucio, linóleo pegajoso lleno de quemaduras de colillas y agujeros que llegaban hasta el suelo de hormigón. La carpintería estaba tan impregnada de generaciones de humo alquitranado que rezumaba una sustancia negra y viscosa. También había un mostrador que atravesaba la sala, impidiendo que los clientes pudieran acercarse al papeleo, a las cajas registradoras y a la puerta que daba a un cuartucho interior. Sentado en un rincón había un anciano con una lata de cerveza en la mano y un viejo pastor alemán tumbado a sus pies. Estaba mirando fijamente una pantalla en la que unos galgos corrían a toda leche alrededor de un canódromo. A Logan le sorprendió encontrarse con un hombre jubilado en un antro como ése. Creía que les daba miedo salir solos a la calle. Hasta que el hombre despegó los ojos del televisor para examinar a los recién llegados.
Un despliegue de tatuajes le subía por el cuello: llamas y calaveras. Además, tenía el ojo derecho blanco y caído.
Logan notó que alguien le tiraba de la manga y oyó la voz de la agente Watson en el oído:
—¿Ése no es…?
Sin embargo, el anciano se le adelantó, anunciando a gritos:
—¡Señor McLeod! ¡Hay unos cabrones hijos de puta maderos que han venido a verte!
—Vamos, Dougie, no hace falta ser tan desagradable —dijo Logan, dando un paso hacia el viejo.
El pastor alemán se levantó de un brinco, mostrando los dientes y gruñendo tan suavemente que a Logan se le erizaron todos los pelos de la nuca. Entre los dientes rotos del animal colgaba un hilo de saliva. A pesar de ser un perro viejo, era lo bastante agresivo para acojonar a cualquiera que se le pusiera delante.
No se movió nadie. El perro siguió gruñendo, el anciano siguió frunciendo el ceño con cara de muy pocos amigos y Logan siguió deseando no tener que salir por patas de ahí. Finalmente se asomó una cabeza por la puerta que daba al cuartucho.
—Dougie, ya te tengo dicho que controles al puto perro, joder.
El viejo esbozó una sonrisa, revelando una dentadura postiza de un color entre verde y marrón.
—Lo que me tienes dicho es que, si viene la pasma, deje que el perro les arranque el puto cuello.
El joven frunció el ceño y les brindó una sonrisa que le dividió el rostro por la mitad.
—Tienes razón, sí.
A pesar de tener treinta años menos que Dougie, el anciano insistía en llamarle «señor» McLeod.
Simon McLeod había heredado los rasgos toscos de su padre. A su oreja izquierda le faltaba un cacho, por gentileza de un Rottweiler llamado Killer cuya cabeza ahora adornaba el despacho de atrás.
—¿Y qué hacen dos cabrones como vosotros merodeando por aquí? —preguntó, apoyando sus enormes brazos encima del mostrador.
Logan sacó una foto en color de Geordie y la extendió hacia Simon.
—¿Reconoces a este hombre?
—Que te den —espetó sin molestarse a mirar la foto.
—Gracias por la invitación. Otro día quizá —repuso Logan, plantando la foto encima del mostrador—. Volvamos a empezar: ¿lo reconoces?
—La primera vez que lo veo en mi vida.
—Era un gilipollas bocazas de Edimburgo. Estuvo por aquí encargándose de un trabajillo para Malk el Cuchillo. Hizo algunas apuestas fuertes que luego no pudo liquidar.
Simon McLeod compuso el semblante y lo miró con frialdad.
—No tenemos muchos clientes que no salden sus cuentas. Va en contra de las normas de uso.
—Vuelva a echarle un vistazo, señor McLeod. ¿Está seguro de que no lo reconoce? Acabó flotando boca abajo en el puerto. Le faltaban las rótulas.
A Simón se le pusieron los ojos como platos y se tapó la boca con una mano.
—¡Ah! ¡El tipo aquel! ¡Hostia, ahora que lo mencionas, sí que me suena lo de haberle cortado las rótulas a machetazos antes de tirarlo al puerto! ¡Haberlo dicho antes, joder! Claro: lo maté yo y no soy lo bastante espabilado para mentir cuando viene la madera por aquí haciéndome preguntas idiotas.
Logan se mordió la lengua y contó hasta cinco.
—¿Lo reconoces?
—Vete al cuerno y llévate a la zorra contigo. El olor le molesta a Winchester —dijo, señalando el pastor alemán que no había dejado de gruñir—. Aunque lo reconociera, antes comería mierda del culo de una puta que decírtelo a ti, subnormal.
—¿Dónde está tu hermano Colin?
—¿Y a ti qué coño te importa? Ahí lo encontrarás. Y ahora, ¿piensas irte a la mierda de una vez, o no?
Logan tuvo que reconocer que la charla con Simon McLeod no lo estaba llevando a ninguna parte. Ya había llegado a la puerta cuando de repente se paró en seco y se volvió:
—Cortado a machetazos —dijo, frunciendo el entrecejo—. ¿Cómo sabías que a ese tipo le habían cortado las rótulas? Yo no te he dicho nada de eso. ¡Solo te he dicho que no las conservaba!
McLeod soltó una carcajada.
—Sí, muy bien, Sherlock. Cuando un pavo acaba así, flotando en el puerto sin rodillas, hay que tomárselo como un mensaje. Para que un mensaje sea bueno, todo el mundo tiene que entenderlo. Ahora todos los hijos de puta de la ciudad saben que nunca hay que hacer lo que hizo él. Y ahora vete al carajo.
Logan y Watson se detuvieron en el peldaño superior del Turf ‘n Track, observando las nubes que cruzaban raudas el cielo. El poco sol que hacía era suficiente para que el frío cortante no les llegara a los huesos. Logan se fijó en un par de bolsas de plástico que parecían perseguirse en la acera delante de las tiendas entabladas.
La agente Watson se apoyó en la barandilla de acero que habían colocado delante de los edificios fortificados.
Logan se encogió de hombros.
—Nunca vamos a sacarles nada a los McLeod. Quizá consigamos detener a un par de sus clientes pero ¿te imaginas a Dougie desplomándose delante de nosotros y echando las entrañas?
—No, y si las entrañas son suyas, todavía menos.
—O sea que ahora toca ir enseñando la foto a los otros tenderos de por aquí. Nunca se sabe. Si no decimos nada de los McLeod, quizá consigamos que nos cuenten algo y todo.
El dueño de Liverpool del restaurante de comida china para llevar no reconoció el rostro de Geordie. Sus empleados, todos de Aberdeen, tampoco. El videoclub llevaba años cerrado aunque a través de las ventanas llenas de pintadas todavía se distinguían decenas de carteles anunciando exitazos olvidados y estrenos sacados directamente en vídeo. El último de la fila era una tienda que vendía prensa, verduras y alcohol a la vez. El dueño le echó un vistazo al uniforme de la agente Watson y de repente padeció un ataque de laringitis. Eso sí, accedió a venderle un paquete de caramelos de menta extra fuertes a Logan.
De nuevo en la calle, las nubes estaban oscureciendo el cielo y la luz del día agonizante estaba a punto de rendirse a las primeras gotas gordas que empezaban a caer. Chocaban contra el hormigón con un ruido sordo y apagado, una a una, dejando grandes círculos de color gris oscuro que se iban extendiendo, uniéndose, mientras las nubes se preparaban para descargar con fuerza. Logan se tapó la cabeza con la chaqueta del traje y se puso a correr hacia el Vauxhall oxidado. Watson llegó antes y encendió el aire. Los dos se quedaron sentados, echando vapor y compartiendo el paquete de caramelos de menta mientras el aire caliente hacía lo que podía por desempañar las ventanillas. A través de los vidrios, observaron las siluetas borrosas de gente que corría hacia las puertas de las tiendas para refugiarse del diluvio y de paso, comerse un plato de tallarines chinos de media tarde, o comprarse la última edición mensual de Cuero y cadenas.
Simon McLeod estaba tramando algo malo. En fin, los McLeod siempre estaban tramando algo malo. El problema era demostrarlo. Todos eran de la vieja escuela, la clase de escuela en la que las lecciones se aprendían con la ayuda de un martillo de orejas. Nadie veía nada. Nadie cantaba.
—¿Y ahora dónde?
Logan se encogió de hombros.
—Pues al siguiente corredor que aparezca en la lista, supongo.
La agente Watson dio marcha atrás al coche y salió del aparcamiento. Encendió los faros y con la luz, la lluvia, que hasta entonces había parecido varillas que caían del cielo, se convirtió en puñales plateados y brillantes. Justo antes de llegar a la carretera principal, un herrumbroso coche familiar verde apareció de la nada. Watson pisó el freno, soltó un taco y se caló el motor.
Viendo que el coche familiar se había parado bruscamente delante del Turf ‘n Track, Watson bajó la ventanilla y arrojó una sarta de insultos hacia la lluvia, algo que ver con el recto del conductor agraviante y la bota de la agente. Se calló en la mitad de la frase.
—¡Dios mío! ¡Lo siento, señor! —Logan arqueó una ceja. Watson se ruborizó—. Es que por un momento me he olvidado que estabas a mi lado. El tipo ni siquiera ha puesto el intermitente. Lo siento.
Logan respiró hondo y pensó en lo que el inspector Insch le había dicho de los privilegios del rango. No podía hacer caso omiso de lo que acababa de pasar. ¡Por el amor de Dios! ¡Watson iba con uniforme! ¿Y si se enteraba la prensa?
—¿Crees que cuando una agente vestida con el uniforme completo se asoma por la ventanilla y empieza a despotricar, está dando una buena imagen del Cuerpo?
—Me he despistado, señor.
—Jackie, cada vez que pasa algo así, los demás quedamos como una pandilla de cabrones. Solo consigues cabrear a la gente que te ve perder los nervios, y a los que se enteran por terceros. Y encima, te juegas el puesto de trabajo.
El tono del rostro de Watson pasó de color fresa a remolacha.
—Yo… lo siento.
Logan dejó que sufriera durante lo que tardó en contar hasta diez lentamente, blasfemando en su propia cabeza. Le hubiese encantado impresionarla con alguna réplica aguda o con su perspicacia deductiva. Quería demostrarle lo buen tío que era. La clase de tío con quien no le importaría acostarte dos veces. Lo de darle un jabón nunca había formado parte del plan. O quizá sí, lo del jabón, hombre, pues quizá…
Ocho. Nueve. Diez.
—Vamos —dijo finalmente, tratando de sonreírle con amabilidad—. Yo no se lo contaré a nadie, si tú tampoco dices nada.
Sin mirarle a los ojos, Watson repuso:
—Gracias, señor. —Y arrancó el coche.