Era demasiado tarde para volver a la cama, de modo que Logan se metió en la ducha rezongando y siguió rezongando tras salir por la puerta de su casa para dirigirse a la jefatura Force. La calle parecía una hoja de vidrio. El ayuntamiento se había encargado de efectuar la valiosa labor habitual de no echar grava en la calzada ni en las aceras. En fin, al menos había dejado de llover. Las nubes eran de color púrpura y gris oscuro y al sol todavía le faltaban un par de horas para hacer acto de presencia.
La jefatura parecía una tumba cuando entró por las puertas principales. No quedaba rastro del ejército de reporteros que había montado el campamento justo delante del edificio la noche anterior. Solo quedaban algunas colillas estrujadas y abandonadas en la alcantarilla como gusanos congelados.
El Gran Gary lo saludó efusivamente con un grito de: «¡Buenos días, Lázaro!», cuando vio que se dirigía derecho a los ascensores.
—Buenos días, Gary —contestó Logan, que no estaba para otro aluvión de afabilidad.
—¡Oye! —lo llamó Gary, asegurándose de que no hubiera nadie que pudiera escucharlo—. ¿Te has enterado? Se ve que Steel se lo ha montado con la esposa de no sé quién. ¡Otra vez!
Logan se volvió, a pesar de que no fuera para nada su intención.
—¿Ah, sí? ¿Y esta vez de quién es la esposa?
—De Andy Thompson, el de contabilidad.
Logan hizo una mueca.
—¡Ay! Eso duele. ¡Qué mala leche!
Gary lo miró asombrado.
—¿Tú crees? Yo siempre he pensado que esa tipa estaba bastante buena.
Una cabeza medio calva con un generoso bigote se asomó por detrás del tabique de vidrio espejado que separaba el mostrador de recepción de la pequeña zona administrativa de atrás y miró fijamente a Logan.
—Subinspector —dijo Eric, la otra mitad del dúo dinámico, sin asomo de simpatía—. ¿Le importaría pasar un momento a mi despacho, por favor?
Perplejo, Logan entró en la sala detrás de él. La zona de administración era un batiburrillo de archivadores, ordenadores y cajas llenas de porquería apiladas contra la pared. Al otro lado de la sala había un escritorio desportillado de formica lleno de bandejas de entrada y montañas de papeles. Logan tuvo el horrible presentimiento de que estaba a punto de ocurrir algo desagradable.
—¿Qué pasa, Eric? —preguntó, sentándose en el borde del escritorio: igual que el inspector Insch.
—Duncan Nicholson —dijo el agente de recepción, cruzando los brazos—. Eso es lo que pasa.
Logan lo miró sin comprender y Eric suspiró exasperado.
—¿Se acuerda que mandó a un par de agentes a buscarlo para que lo interrogaran?
Logan seguía sin reaccionar.
—¡Es el tipo que encontró el cadáver del niño al lado del Puente de Don!
—Ah —dijo Logan—. Ése.
—Sí, ése. Lleva desde el lunes por la tarde encerrado en una de nuestras celdas —le informó Eric, mirando el reloj—. ¡Cuarenta y tres horas! ¡Si no piensa acusarlo de algo, tendrá que soltarlo!
Logan cerró los ojos y blasfemó. Se había olvidado por completo.
—¿Cuarenta y tres horas?
¡Si el límite legal eran seis!
—Cuarenta y tres horas.
Eric permaneció con los brazos cruzados dejando que Logan le diera unas cuantas vueltas. Hoy iba a ser un día completamente cabrón.
—Lo solté el lunes por la noche —le tranquilizó Eric finalmente cuando creyó que Logan ya había sufrido bastante—. No podríamos haberlo retenido más tiempo. De todas maneras, se quedó un poco más de la cuenta.
—¿El lunes, dices? ¡Pero si hace dos días! ¿Por qué no me llamaste?
—¡Claro que te llamamos! ¡Unas doce veces! ¡Tenías el móvil apagado! Ayer por la noche también intenté localizarte. Si mandas a alguien a ir a buscar a un sospechoso, tienes que encargarte de él, tío. No puedes abandonarlo aquí sin más y esperar que nosotros te vayamos a sacar las castañas de fuego. ¡Ni que fuera tu madre, macho!
Logan volvió a jurar. Había apagado el móvil durante la autopsia de la niña.
—Lo siento, Eric.
El agente de recepción asintió con la cabeza.
—Ya. Bueno, me he asegurado de que no aparezca nada raro en la libreta de entradas y salidas. Por lo que respecta a los demás, no pasó nada. Vino de forma voluntaria, lo tuvimos un ratito aquí y luego lo liberamos. Pero que no vuelva a pasar, ¿de acuerdo?
Logan asintió con la cabeza.
—Gracias, Eric.
Logan se arrastró por el pasillo hasta el pequeño despacho del que se había apropiado el día anterior, parándose por el camino delante de la máquina expendedora de café para recargarse de cafeína. El edificio estaba despertándose poco a poco con la llegada de los madrugadores. Cerró la puerta, se dejó caer en una silla al otro lado del escritorio y se quedó mirando el plano que había clavado en la pared, sin discernir las calles ni los ríos.
Duncan Nicholson. Se había olvidado completamente de él y lo había dejado sudando en una de las celdas. Dejó caer la cabeza hacia delante hasta apoyarla encima de la pila de declaraciones.
—¡Mierda! —dijo—. Mierda, mierda, mierda…
Alguien llamó a la puerta y se sentó muy erguido. La primera declaración de la pila cayó balanceándose al suelo. Estaba haciendo una mueca mientras se agachaba para recogerla cuando se abrió la puerta y se asomó la agente Watson.
—Buenos días, señor —dijo, fijándose en la expresión del rostro del Logan—. ¿Todo bien?
Logan forzó una sonrisa y volvió a sentarse.
—Nunca he estado mejor —mintió—. ¡Qué madrugadora!
La agente Watson asintió con la cabeza.
—Sí, esta mañana tengo juicio: ayer pillé a un tipo toqueteándose en los vestidores femeninos de la piscina en Hazlehead.
—Mmm. ¡Qué nivel!
Watson sonrió y Logan de repente se sintió mucho mejor.
—Sí. Me muero de ganas de presentárselo a mi madre —dijo Watson—. Bueno, tengo que irme: va a prestar declaración en el caso contra Gerald Cleaver por abusos sexuales y se supone que tengo que vigilarlo. Solo quería decirte que estamos todos admirados de que encontraras al chaval ayer.
Logan sonrió.
—Fue un trabajo de equipo —repuso.
—Y una mierda. Esta noche hemos quedado otra vez para salir. Nada espectacular. Una copa tranquila y ya está. Era por si te apetecía apuntarte…
A Logan no se le ocurría nada que le apeteciera más.
Ya se sentía otro hombre cuando bajó por el pasillo hacia el centro de coordinación donde Insch había convocado la reunión informativa de la mañana. La agente Watson quería que se vieran otra vez esa noche. O al menos quería que fuera con ella y sus amigos a tomar una copa después del trabajo, que venía a ser lo mismo. Más o menos… Aunque todavía no habían hablado de lo que había ocurrido hacía ya dos noches.
Y seguía llamándolo «señor». Bien pensado, él la llamaba «agente». Tampoco es que fueran unos apodos muy románticos.
Abrió la puerta del centro de coordinación y fue recibido con un aplauso atronador. Logan se ruborizó y buscó un asiento en la primera fila, notando como la cara se le iba poniendo como un tomate. Insch, alzó una mano para pedir silencio.
—Vale, vale —dijo, cuando casi todo el mundo había dejado de aplaudir—. Damas y caballeros, como bien saben, anoche el subinspector Logan McRae devolvió a Richard Erskine a su madre después de que lo descubriera en casa de su abuela.
Se calló y miró a Logan con una enorme sonrisa.
—Vamos, levántese.
Todavía más colorado, Logan se levantó de la silla y empezaron otra vez los aplausos.
—Ese hombre de ahí —dijo Insch, señalando al avergonzadísimo subinspector—, es la definición de un policía de verdad.
Tuvo que volver a pedir un poco de orden en la sala y Logan se sentó de nuevo con una sensación de exaltación, satisfacción y horror a la vez.
—Hemos encontrado a Richard Erskine —siguió Insch, cogiendo una carpeta de papel manila de la mesa y sacando una foto de quince por veinte de un niño pelirrojo con pecas y una sonrisa detrás de la cual se veían los dientes separados—. Sin embargo, Peter Lumley sigue sin aparecer. Lo más probable es que no lo encontremos durmiendo en casa de su abuela. Al padre le importa un comino su hijo. De todos modos, quiero que lo investiguemos.
Insch sacó otra foto de la carpeta, una imagen mucho menos agradable: un rostro lleno de ampollas e hinchado, negro y moteado de moho, con la boca abierta en un grito torturado. Una de las fotos tomadas durante la autopsia de David Reid.
—Ésta va a ser la cara de Peter Lumley si no lo encontramos pronto. Quiero ampliar la zona de búsqueda. Tres equipos: el campo de golf, las cuadras y el parque en Hazlehead: cada arbusto, cada búnker, cada pila de estiércol. Hay que removerlo todo.
Empezó a recitar los nombres de los agentes asignados.
Cuando Insch hubo terminado y todo el mundo se marchó, Logan lo puso al corriente de la niña muerta que habían encontrado en la bolsa de basura. Acabó en un santiamén.
—¿Y qué sugiere? —preguntó Insch, apoyándose en la mesa y hurgando en los bolsillo en busca de algo dulce.
Logan tuvo que contenerse para no encogerse de hombros.
—No podemos montar una reconstrucción. No tenemos ni idea de la ropa que llevaba antes de que la metieran en la bolsa y no van a dejar que reconstruyamos el acto de abandonar un cadáver en la basura. La foto ha aparecido en todos los periódicos. Quizá nos llegue algo por ahí.
El único aspecto positivo de ser la capital escocesa de niños muertos era que todos los periódicos nacionales estaban encantados de publicar la foto de la niña muerta para sus lectores.
Insch dio con un caramelo de menta magullado y se lo metió en la boca.
—No tire la toalla. Tiene que haber alguien que conozca a esa pobre chavala. Norman Chalmers tuvo sus quince minutos de gloria ayer en el juicio: fue puesto en libertad sin fianza. Pero al fiscal no le hace ninguna gracia. Si no encontramos algo contundente, Chalmers saldrá sin cargos.
—Algo aparecerá, señor.
—Bien. Al jefe le preocupan todos estos niños desaparecidos. Nuestra imagen puede salir muy mal parada. Se ve que la policía de Edimburgo nos ha ofrecido «ayuda». Incluso nos ha mandado un perfil psicológico preliminar.
Levantó cuatro hojas de papel grapadas con el emblema de la policía de Lothian and Borders claramente visible en la primera hoja.
—Si nos despistamos un poco, los de Edimburgo subirán a tomar las riendas y entonces vamos a acabar pareciendo una pandilla de imbéciles pueblerinos que nos pasamos el día follándonos a las ovejas.
—Precioso —observó Logan—. ¿Qué dice el perfil?
—La misma mierda de siempre —dijo Insch, hojeando el documento—. Bla, bla, bla, indicadores de la escena del crimen, bla, bla, patología de la víctima, bla, bla.
De repente calló y con una risa sardónica, leyó en voz alta:
—«Lo más probable es que el delincuente sea un hombre blanco de entre veinte y treinta años que vive solo o con su madre. Aunque sea inteligente, seguramente no tenga un buen expediente académico. Por lo tanto, se habrá buscado un trabajo de baja categoría que le permita entrar en contacto con niños pequeños».
Logan asintió con la cabeza. Era el perfil habitual para casi todo.
—Esto sí que le va a gustar —dijo Insch, adoptando un tono intelectual—. «Al delincuente le cuesta mucho establecer relaciones con las mujeres y es posible que tenga un historial de trastornos mentales…». ¡Trastornos mentales! ¡Vaya novedad! ¡Claro que tiene trastornos mentales! ¡Asesina a niños!
Insch ya no sonreía. Estrujó el documento y lo lanzó, por encima de la cabeza, hacia la papelera que había al lado de la puerta. Rebotó contra la pared y rodó por encima de las losetas de moqueta de color azul, parándose finalmente debajo de una de las sillas en la segunda fila. Insch resopló indignado.
—De todas formas —siguió—, todo apunta a que el inspector McPherson tenga que estar de baja otro mes, mínimo. Se ve que le han puesto treinta y siete puntos para mantenerle la cabeza en su sitio. Vaya vacaciones. ¿Qué mejor que cruzarte con un zumbado armado de un cuchillo de cocina para asegurarte unas cuantas semanas descansando delante de la tele?
Suspiró, sin fijarse en la mueca de dolor que se había asomado al rostro de Logan.
—En fin, eso significa que no solo tengo que cargar con lo mío sino con lo suyo también, o sea: cuatro atracos a varias oficinas de correos, tres robos a mano armada, dos violaciones violentas y un marrón que ni le cuento —gruñó, hincándole el dedo en el pecho de Logan—. También significa que le delego el caso de la niña de la bolsa de basura a usted.
—Pero…
Insch levantó las dos manos.
—Sí, sé que es un caso grande pero bastante tengo ya con David Reid y Peter Lumley. Es posible que no haya ninguna conexión entre los dos casos, pero lo que no quiere el jefe es que haya un pederasta asesino en serie suelto por aquí, secuestrando a niños pequeños cada vez que le entra el gusanillo. La mayoría de los inspectores ya están saturados, pero ya que usted solito encontró a Richard Erskine sin que lo supervisara un adulto y la prensa ahora mismo cree que es el rey del puto mambo, el caso es suyo.
—Sí, señor —dijo Logan, notando cómo se le revolvía el estómago.
—Estupendo —dijo Insch, bajándose de la mesa—. Póngase las pilas. Yo ahora voy a averiguar de qué están hechos los teleñecos que he heredado de McPherson.
El despachito de Logan llevaba rato esperándolo, con expectación, como si ya supiera que el pato corría a su cargo. Encima de la mesa le habían dejado una foto que habían distribuido a los medios de comunicación, la que habían sacado en el depósito, retocada para que pareciera menos muerta. Debía de ser guapa cuando vivía: una niña de cuatro años con los cabellos rubios rizados que le caían hasta los hombros, enmarcándole suavemente el rostro. La nariz chata y pequeña. Cara redonda. Mofletuda. Según el informe tenía los ojos de color azul verdoso pero en la foto los tenía cerrados. A nadie le gustaba mirar los ojos de un crío muerto. Cogió la foto y la colgó en la pared al lado del plano.
Hasta el momento, el llamamiento a través de los medios apenas había encontrado eco alguno. Nadie parecía saber quién era la niña. Lo más probable era que la situación cambiara en cuanto mostraran la foto de nuevo en las noticias. Entonces les llegaría una avalancha de llamadas de gente voluntariosa ansiosa de darles una retahíla de pistas inútiles.
Pasó las siguientes dos horas escudriñando las declaraciones de los vecinos. Ya las había leído todas pero Logan sabía que la clave estaba delante de sus narices. Quienquiera que se había deshecho del cadáver vivía a dos pasos del contenedor de basura.
Finalmente abandonó la taza de café frío que llevaba sujetando desde hacía una hora y se desperezó para deshacer los nudos que se le habían formado en la espalda. No estaba consiguiendo nada. Todavía no había hablado con nadie acerca del cadáver que había aparecido en el puerto. Quizás hubiera llegado la hora de tomarse un descanso.
El despacho de la inspectora Steel estaba en el piso superior. El suelo estaba recubierto de losetas de moqueta de color azul llenas de rozaduras. Muebles quebradizos. En la pared colgaba una señal que prohibía fumar con letras rojas enormes, pero no lo suficientemente grandes para disuadir a la inspectora. Estaba sentada delante del escritorio con la ventana abierta un par de centímetros para dejar que salieran flotando al día soleado que hacía en la calle las volutas de humo del cigarrillo que estaba fumando.
Si el inspector Insch era el Gordo, la inspectora Steel era la Flaca. Todo lo que él tenía de grasa, ella lo tenía de huesos. Donde él era calvo, ella parecía llevar un Pomerania pegado a la cabeza. Se rumoreaba que solo tenía cuarenta y dos años pero aparentaba muchos más. Tantos años de fumar como un carretero le habían transformado el rostro en una residencia para arrugas. Llevaba un traje pantalón de M&S de color gris marengo para disimular la constante nevada de ceniza que le caía de la punta del pitillo. La blusa burdeos que llevaba debajo había salido peor parada.
Costaba asimilar que fuera la mujeriega más temida de todo el cuerpo, pero así era.
Cuando entró en el despacho, vio que Steel tenía un teléfono móvil empotrado entre la oreja y el hombro. Estaba hablando por un extremo de la comisura de los labios para no tener que sacarse el cigarrillo que le salía del otro.
—No. No. No —dijo subrayando cada una de las negativas con aspereza—. A ver si te queda claro: si te pillo, te hago un ojete nuevo. No… no, me da igual a quién tengas que dar la trisca, joder. Como no cumplas con lo prometido antes del viernes me veré obligada a enfadarme contigo… No lo sabes bien…
Levantó la mirada, vio a Logan de pie en la puerta y le hizo un gesto para que se sentara en una silla estropeada.
—Sí, eso es. Sabía que llegaríamos a un acuerdo. Viernes, pues.
La inspectora Steel cerró el móvil de golpe y esbozó una sonrisa malvada.
—¡Cocina integral! ¡Y una mierda! A esa puta gente le das un dedo y te caga encima directamente.
Cogió un paquete de extra largos de encima de la mesa y lo blandió hacia Logan.
—¿Pitillo?
Logan rehusó la invitación y la inspectora le echó otra sonrisita.
—¿No? Bien hecho. Es un vicio asqueroso.
Extrajo otro cigarrillo del paquete, lo encendió con el que ya estaba fumando y apagó la colilla en el alféizar de la ventana.
—¿Y qué puedo hacer por ti, señor Héroe Policial? —preguntó arrellanándose en la silla envuelta en una nube de humo.
—El flotador. El menda sin rodillas.
Steel arqueó una ceja.
—Habla.
—Creo que se trata de George «Geordie» Stephenson. Trabajaba de ejecutor para Malcolm McLennan…
—¿Malk el Cuchillo? Joder. No sabía que anduviera trapicheando por aquí.
—Corre la voz de que mandó a Geordie a cerrar un trato con el departamento de urbanismo: trescientas casas en la zona verde. El urbanista dijo que no y Geordie lo empujó bajo las ruedas de un autobús.
—No te creo —dijo Steel, llegando incluso a sacarse el cigarrillo de la boca—. ¿Me estás diciendo que alguien de urbanismo no se dejó sobornar?
Logan se encogió de hombros.
—En fin, a Geordie se ve que le iban los caballos. Sin embargo, el tipo no nació con estrella. Debía mucha pasta a algunos de los corredores de la zona.
La inspectora Steel se lo quedó mirando y hurgó entre los dientes con una uña rota.
—Estoy admirada —reconoció finalmente—. ¿De dónde has sacado esta información?
—Colin Miller. Trabaja para el P&J.
Le dio una larga calada al cigarro, haciendo que la punta resplandeciera incandescente.
Le salió un hilito de humo de la nariz mientras escrutaba a Logan en silencio. El despacho se había encogido con el humo, las paredes ocultadas detrás de las capas remolinantes de niebla nicotínica a través de la cual Logan solo divisaba el ojo naranja candente.
—Inschy me ha dicho que a partir de ahora vas a llevar el caso de la niña del vertedero.
—Sí, señora.
—Y sostiene que no eres del todo mamarracho.
—Gracias, inspectora —dijo, dudando si tomárselo como un cumplido.
—A mí no me des las gracias. Si no eres un capullo, la gente acaba dándose cuenta. Y entonces te asignan tareas —dijo, sonriendo a través del humo y produciéndole un escalofrío que le recorrió el cuerpo entero—. Inschy y yo hemos estado hablando de ti, ¿sabes?
—¿Ah, sí?
Ahora venía algo desagradable: lo notaba en los huesos.
—Hoy es tu día de suerte, señor Héroe Policial. Te vamos a dar otra oportunidad de brillar.