Delante de la casa de Darren Caldwell había un coche patrulla con los faros apagados y el motor marchando al ralentí. En el interior de la casa, uno de los agentes que Logan había reclutado a la fuerza le estaba recitando sus derechos mientras su madre lloraba desconsolada en el sofá. El pequeño Richard Erskine dormía como un tronco.
Logan suspiró y salió a la llovizna neblinosa. El ambiente en el interior de la casa estaba demasiado cargado y Darren estaba empezando a darle lástima. No era más que un niño. Solo había querido ver a su hijo. Quizá tenerlo unos días en casa. Disfrutarlo mientras crecía. Pero ahora iba a acabar con antecedentes penales y de paso, una orden de alejamiento. El aliento de Logan salió formando volutas de niebla blanca. Hacía más frío. Aún no había decidido qué hacer con el dueño de Broadstane Garage. El hecho de proporcionar una coartada falsa equivalía a torcer el curso de la justicia. Tampoco importaba demasiado ahora que ya tenían al niño. Con o sin coartada, a Darren lo habían pillado con las manos en la masa. Sin embargo, torcer el curso de la justicia era un delito grave…
Metió las manos hasta el fondo de los bolsillos y se quedó mirando hacia la calle. Casas silenciosas, cortinas corridas, algún que otro movimiento de los vecinos más entrometidos que intentaban averiguar qué hacía la policía en casa de los Caldwell.
¿Una amonestación o cargos?
Tiritó y se giró para volver a entrar en la casa. Entonces se fijó en el jardín pequeño con sus rosales moribundos y el Volvo de color azul claro. Sacó el teléfono móvil y marcó el número de Broadstane Garage de memoria.
Cinco minutos después estaba de pie en la cocina minúscula con Darren Caldwell, habiendo enviado a los otros agentes a la sala con sendas tazas de té y la expresión perpleja. Darren se apoyó con los hombros encorvados en el fregadero, mirando fijamente a través de su reflejo hacia el jardín oscuro al otro lado de la ventana.
—Iré a la cárcel, ¿verdad?
La pregunta era poco más que un susurro.
—¿Está seguro de que no quiere cambiar su declaración, Darren?
El rostro en el vidrio se mordió los labios y negó con la cabeza.
—No, no. Fui yo —dijo, secándose los ojos con la manga y sorbiendo por la nariz—. Lo cogí yo.
Logan se acomodó en la encimera.
—No. No fue usted.
—¡Sí que fui yo!
—Usted estaba en el trabajo. El Volvo que estaban arreglando era de su madre. He llamado al taller y he comprobado la matrícula. Usted le prestó el coche. Fue ella quien se llevó a Richard, no usted.
—¡Que fui yo! ¡Ya le he dicho que fui yo!
Logan no respondió, dejando que creciera el silencio. En la sala, alguien había encendido el televisor: voces apagadas y risas enlatadas.
—¿Está seguro de que quiere seguir adelante con esto?
Darren estaba segurísimo.
Volvieron a la jefatura Force en silencio. Darren Caldwell se pasó todo el trayecto mirando por la ventanilla a las calles relucientes. Logan lo entregó al oficial de custodia y lo observó mientras depositaba el contenido de sus bolsillos en una bandeja azul, todo firmado y justificado, junto con sus cordones y el cinturón. Unas gotas de sudor nervioso le cubrían la frente y tenía los ojos rojos y llorosos. Logan procuró no sentirse culpable.
La jefatura estaba tranquila y Logan se acercó a la zona de recepción. El Gran Gary estaba detrás del mostrador con el teléfono pegado a la oreja y una sonrisa maliciosa en el rostro.
—No, señor. Claro, sí… Vaya susto que se habrá llevado… Por todo el pantalón… Sí, sí, estoy tomando nota.
Mentira. Gary estaba dibujando un hombre debajo de las ruedas de un coche patrulla dentro del cual iba un policía muy risueño. El hombre al volante se parecía mucho a Gary. El pelma aplastado era clavado al abogado predilecto de todos.
Logan logró contener una carcajada. Se sentó en el borde del mostrador y escuchó la parte de la conversación del Gran Gary.
—Sí, hombre. Estoy completamente de acuerdo, sí. Espantoso. Espantoso… No, señor. Lo dudo mucho.
Debajo del dibujo garabateó las palabras: «Engreído de mierda» y entonces lo remató con un montón de flechas que señalaban al hombre aplastado.
—Sí, señor. Ya me encargaré de decirles a todos los coche patrullas de la zona que busquen al autor. Tranquilo, será nuestra primera prioridad.
Dejó el auricular de nuevo en el soporte antes de acabar con:
—O mejor dicho, lo será cuando el alcalde de la ciudad entre aquí y empiece a hacernos mamadas gratis a todos.
Logan cogió el bloc de notas lleno de dibujitos y examinó la feliz escena.
—No sabía que tuvieras una vena artística, Gary —comentó.
Gary sonrió de oreja a oreja.
—Es que al Serpiente le han echado un cubo de sangre encima. Y el tipo que lo hizo lo llamó: «hijo de puta amante de los violadores» y salió por patas.
—¡Qué lástima me da!
—Por cierto, tienes varios mensajes de un tal Lumley. Ha llamado seis veces en las últimas dos horas para saber si hemos encontrado a su hijo. El pobre está desesperado.
Logan suspiró. Los equipos de búsqueda habían vuelto a casa. No había nada que pudieran hacer hasta que amaneciera.
—¿Sabes algo del inspector Insch?
Gary negó con la cabeza, haciendo temblar los mofletes.
—¡Claro que no! —exclamó, mirando el reloj—. Si el espectáculo no acaba hasta… de aquí a cinco minutos. Ya sabes cómo se pone cuando lo llaman y está ahí entregado a su papel. ¿Nunca te he contado la…?
La puerta al fondo de la zona de recepción se abrió de repente, golpeando la pared y rebotando contra la persona que acababa de llegar. Entró el inspector Insch como un huracán envuelto en un frenesí de color dorado y escarlata, las botas de bufón dejando una estela de agua sobre el suelo embaldosado.
—¡McRae! —rugió con el rostro furioso bajo una gruesa capa de maquillaje.
También llevaba una perilla falsa con bigote en forma de manillar. Se la arrancó, dejando una zona de piel de color rosa encendida alrededor de la boca. Además, se le veía un cerco blanco en la frente donde seguramente encajaba el turbante, y la piel de la calva le brillaba de forma alarmante bajo las luces del techo.
Logan se puso firme. Abrió la boca para preguntarle cómo había ido la función pero el inspector Insch se le adelantó.
—¿Se puede saber a qué coño del demonio se cree que está jugando, subinspector? —gritó, arrancándose los pendientes de pinza y dejándolos encima del mostrador—. No puede…
—Richard Erskine. Lo hemos encontrado.
Debajo de la capa de maquillaje, el inspector palideció visiblemente.
—¿Cómo?
—No está muerto. Lo hemos encontrado.
—¡Me está tomando el pelo!
—No. De aquí a veinte minutos empieza la rueda de prensa. La madre viene hacia aquí —dijo Logan, dando un paso hacia atrás y escrutando al inspector cada vez más deshinchado con todo su esplendor de malo de la pantomima—. Y eso va a quedar de maravilla en la tele.
El miércoles por la mañana empezó demasiado temprano. A las seis menos cuarto, sonó el teléfono. Y sonó. Y sonó.
Todavía dormido y confundido, Logan se asomó como pudo de debajo del edredón e intentó apagar el despertador, pero solo oyó un ruido sordo. Lo cogió, vio la hora que era, juró y volvió a taparse con el edredón, frotándose la cara con una mano para ver si así conseguía despejarse un poco.
El teléfono seguía sonando.
—¡Vete al carajo! —masculló.
Finalmente, Logan se arrastró hasta la sala y encontró el móvil.
—¿Qué? —gruñó.
—¡A eso sí que lo llamo diplomacia telefónica, sí señor! —dijo un acento de Glasgow que le resultó muy familiar—. Bueno, ¿piensas abrir la puerta, o qué? Se me están congelando los cojones aquí fuera.
—¿Qué?
Sonó el timbre de la puerta y Logan volvió a jurar.
—Un momento —le dijo al teléfono antes de dejarlo encima de la mesa de centro y bajar tambaleándose por la escalera comunal hasta la puerta de la calle. La calle todavía estaba completamente oscura pero en algún momento de la noche había dejado de llover. Ahora todo estaba cubierto de una capa de escarcha que reflejaba la luz amarillenta de las farolas. El periodista, Colin Miller, estaba de pie en la escalera de la entrada con el móvil en una mano y una bolsa de plástico blanca en la otra. Iba impecablemente vestido con un traje de color gris oscuro y un abrigo negro.
—¡Hostia! ¡Qué frío hace! —dijo Miller, sacando las palabras entre una nube de niebla—. ¿Piensas invitarme a subir, o qué? Te traigo el desayuno.
Levantó la bolsa de plástico hasta la altura de los ojos de Logan.
Logan miró con los ojos entrecerrados hacia la oscuridad.
—¿Tienes idea de la hora que es?
—Claro. ¡Va! ¡Abre ya antes de que se nos congele todo esto!
Se sentaron a la mesa de la cocina. Mientras Logan volvía poco a poco a la vida, Miller fue sacando productos varios de los armarios, esperando que se calentara el agua en el hervidor.
—¿No tienes café de verdad? —preguntó, cerrando las puertas de un armario y abriendo las del siguiente.
—No. Solo soluble.
Miller suspiró y movió la cabeza con gesto de disgusto.
—Este puto sitio parece un país tercermundista. Bueno, no pasa nada. Yo también sé vivir a lo pobre.
El periodista encontró dos tazas enormes y les echó un par de cucharadas de gránulos marrones seguido de un par más de azúcar. Examinó con desconfianza un tetra brik de leche semidesnatada que descubrió en la nevera y después de olerlo un par de veces, lo depositó en la mesa junto con una tarrina de mantequilla fácil de untar.
—Como no sabía qué clase de desayuno te gusta, te he traído cruasanes, salchichas envueltas en hojaldre, empanadas de carne y pan de mantequilla. Tú mismo.
Logan sacó un par de panes de la bolsa y untó más mantequilla en uno de ellos. Le pegó un buen mordisco y suspiró satisfecho.
—No sé cómo puedes comerte esa mierda —dijo Miller, entregándole una taza de café—. ¿Sabes qué lleva?
Logan asintió con la cabeza:
—Grasa, harina y sal.
—No, grasa no: manteca. Solo la gente de Aberdeen podría haberse inventado un pan que parece una boñiga. ¡Eso lleva media tonelada de grasa animal saturada y otra media tonelada de sal! No me extraña que os muráis todos de infartos.
Acercó la bolsa a su lado de la mesa y extrajo un cruasán, arrancando una punta y untándolo con mantequilla y mermelada y mojándolo en el café.
—¡Mira quién habla! —objetó Logan, señalando la película fina de grasa brillante que apareció en la superficie de la taza del periodista—. Si no me equivoco, en Glasgow se inventó la pizza frita.
—Sí. Tienes razón.
Logan lo observó mientras arrancaba otro pedazo de cruasán, lo untaba y lo mojaba, esperando a que Miller tuviera la boca bien llena de la pasta remojada antes de preguntarle por qué había venido a verle a aquella hora tan intempestiva.
—¿Desde cuándo un amigo no puede llevarle el desayuno a otro amigo? —repuso, masticando las palabras—. Ya sabes, una visita de cortesía, amable…
—¿Y?
Miller se encogió de hombros.
—Pues que anoche te luciste.
Metió la mano en la bolsa y sacó otro cruasán y el ejemplar de la mañana del Press and Journal. En la primera plana salía una foto hecha en la rueda de prensa. «HÉROE POLICIAL ENCUENTRA NIÑO DESAPARECIDO», rezaba el titular en letras grandes e imponentes.
—Tú solito encontraste al chaval. ¿Cómo lo hiciste?
Logan removió en la bolsa y dio con una empanada de carne. Le sorprendió que todavía estuviera caliente del horno. Le dio un mordisco, llenando el periódico de migas mientras comía y leía a la vez. Tuvo que reconocerlo: la noticia era muy buena. No tenía nada que ver con la realidad, pero Miller había conseguido urdir una historia con lo poco que había, haciendo que pareciera mucho más interesante de lo que debería haber sido. No por nada lo llamaban el niño dorado. Incluso había incluido un resumen de la captura del Monstruo de Mastrick para que nadie dudara de que el subinspector Logan McRae mereciera el título de «Héroe policial».
—Estoy admirado —dijo Logan, y Miller sonrió—. No hay ni una falta de ortografía.
—Serás cabrón.
—Dime por qué estás aquí.
Miller se recostó en la silla y sostuvo la taza de café cerca del pecho, pero no lo bastante cerca para mancharse su bonito traje nuevo.
—Sabes perfectamente por qué he venido: quiero que me cuentes qué pasó, la historia secreta. Quiero la exclusiva. Esto de aquí —dijo, señalando la foto en la primera plana—, esto no va a durar nada. Hoy, mañana, y se acabó. Ha aparecido el crío sano y salvo y resulta que fue su padre. Un asunto doméstico. Nada de sangre ni violencia para que los clientes se escandalicen. Si el niño hubiera estado muerto, la historia duraría semanas. Tal y como está, pasado mañana a nadie le va a interesar.
—Un poco cínico.
Miller se encogió de hombros.
—Es así.
—Por eso caes tan mal a tus colegas.
Miller ni se inmutó. Se metió otro pedazo remojado de cruasán en la boca.
—Bueno, a nadie le gustan los listillos, y menos cuando hacen quedar mal a los demás… —se justificó.
Entonces, fingiendo un acento de Aberdeen más que aceptable, dijo:
—¡Eso no es trabajar en equipo! ¡Nosotros no hacemos las cosas así en el norte! ¡Como sigas así, vas a acabar de patitas en la calle! —dijo, antes de adoptar de nuevo su acento de Glasgow—. Sí, les caigo mal pero siguen publicando las cosas que escribo, ¿verdad? ¡He tenido más primeras planas desde que llegué que la mayoría de esa pandilla de rancios en toda su puta vida!
Logan sonrió. Un tema delicado, sin lugar a dudas.
—En fin —dijo Miller, acabándose lo que le quedaba de cruasán y chupándose las migas de los dedos—, ¿vas a decirme cómo encontraste al niño desaparecido, o qué?
—Ni hablar. Ya he pasado por la comisión de prácticas profesionales, que sigue a la caza de la persona que levantó la liebre después de que encontráramos el cadáver de David Reid. Si ahora me voy de la lengua sin una autorización oficial, me voy a encontrar con la soga al cuello.
—Como ayer, ¿no?
Logan se limitó a mirarlo fijamente.
—Vale, vale —dijo el periodista, recogiendo los despojos del desayuno—. Capto la indirecta. Tengo que darte algo a cambio, ¿verdad?
—Tienes que decirme quién es tu fuente de información.
Miller negó con la cabeza.
—Eso no va a pasar —objetó, guardando la leche y la mantequilla en la nevera—. ¿Sacaste algo de la información aquella que te di?
—Bueno, lo estamos investigando —mintió.
¡El maldito cadáver que había aparecido en el puerto! ¡El fiambre sin rótulas! Después de la bronca que había recibido de Insch por haber hablado con la prensa, no había ido a hablar con la inspectora encargada del caso. Había estado demasiado liado enfurruñándose.
—Muy bien, pues. Ve a hablar con tu inspector y yo te diré lo que he descubierto acerca del último paradero conocido de George Stephenson. ¿Te parece justo? —preguntó sacando una tarjeta de visita recién salida de la imprenta y dejándola encima de la mesa—. Tienes hasta las cuatro y media. «Héroe policial: Cómo encontré al niño desaparecido». Pasado mañana: no interesa a nadie. En cuanto tengas una respuesta me llamas.