Capítulo 14

El oficial que había arrastrado del vestuario iba al volante del coche del Departamento de Investigación Criminal, sobrepasando por mucho el límite de velocidad mientras se dirigían hacia el sur. Logan iba sentado en el asiento del pasajero, mirando por la ventanilla al paisaje oscuro que pasaba volando. En el asiento trasero iban dos oficiales más. El tránsito era fluido a esa hora de la tarde y al cabo de unos minutos pasaron lentamente por delante de la dirección que había apuntado Logan y en la que supuestamente vivía Darren Caldwell.

Era un bungalow nuevo al sur del pueblo de Portlethen, parte de una urbanización serpenteante de bungalows nuevos idénticos. El jardín de delante consistía en poco más que un metro cuadrado de césped rodeado de varios rosales marchitos. Unos cuantos pétalos rojos muertos todavía salían de los capullos. La lluvia había acabado con el resto, la mayoría de los cuales estaban amontonados en una pila mojada en el suelo. A la luz de las farolas, cualquier tono rojizo que hubieran ostentado se había tornado en un enfermizo color marrón.

Justo delante de la entrada había un Renault Clio descapotable de color granate.

Logan le pidió al conductor que aparcara a la vuelta de la esquina.

—Bien —dijo al conductor y a uno de los agentes que iban detrás, desabrochándose el cinturón—. Vamos a tomárnoslo con mucha tranquilidad. Encuentren la manera de entrar al jardín por la parte trasera. En cuanto estén posicionados comuníquenmelo y llamaré al timbre. Si intenta escaparse, cójanlo.

Entonces se dirigió a la agente que tenía detrás, haciendo una mueca cuando el gesto le hizo recordar las cicatrices que le revestían las paredes estomacales:

—Cuando lleguemos a la casa quiero que se aparte para que no la vean. Si Caldwell ve a dos agentes en la puerta de su casa, igual pierde los estribos. No quiero que esto se convierta en un cerco, ¿de acuerdo?

Los tres agentes asintieron con la cabeza.

Hacía un frío que pelaba en la calle. Las gotas que caían ya no eran espesas y pesadas sino una especie de llovizna fina y helada que le chupó todo el calor de las manos y del rostro antes incluso de que llegara a la puerta de la casa. Los otros dos agentes habían salido a buscar la forma de abordar el jardín de atrás.

En la casa había un par de luces encendidas y se distinguía el murmullo de un televisor desde la sala de estar. Se oyó el ruido de una cisterna y Logan alargó la mano para llamar al timbre.

Dentro del bolsillo de Logan sonó la melodía estridente de su teléfono móvil. Blasfemó en voz baja y pulsó el botón para coger la llamada.

—Logan —susurró.

—¿Qué ha pasado?

Era Insch.

—¿Le importa si vuelvo a llamarlo dentro de un rato, señor?

—¡Pues claro que me importa, hombre! ¡Acaban de llamarme de jefatura! Dicen que ha reclutado a tres uniformes y que ha salido a hacer una detención. ¿Qué diablos está pasando?

Logan oyó una voz apagada al otro lado del auricular y a continuación empezó a tocar una banda.

—Mierda —dijo Insch—. Me toca salir. Espero que tenga una muy buena explicación cuando acabe esta escena, subinspector, porque si no voy a…

De repente lo cortó la voz de una mujer, escueta e insistente, demasiado débil para que Logan pudiera distinguir las palabras exactas, y entonces la voz de Insch:

—Vale, vale. Ya voy.

Y se cortó la línea.

La agente que lo acompañaba seguía a su lado en la escalera, mirándolo con las cejas arqueadas.

—Está a punto de salir en escena —aclaró Logan, guardando el teléfono en el bolsillo—. Entremos y acabemos con esto de una vez por todas. Con un poco de suerte podremos quedar con él en el bar después del espectáculo y darle una buena noticia para variar.

Llamó al timbre.

Desde la ventana del cuarto de baño oyeron una sarta de insultos. Una voz masculina. Al menos sabían que había alguien en casa. Logan volvió a pulsar el timbre.

—¡Ya voy! ¡Un momento! ¡Ya voy!

Un minuto y medio después, una sombra llenó los vidrios de la puerta y oyeron el tintineo de las llaves en la cerradura. La puerta se abrió unos veinte centímetros y se asomó el rostro de un hombre.

—¿Qué quiere?

—¿Darren? —dijo Logan.

El hombre frunció el ceño: unas cejas negras y pobladas que se hundían encima de unos ojos que no miraban exactamente en la misma dirección. Aunque hubieran pasado cinco años y medio desde que le hicieran la foto en el colegio, Darren Caldwell apenas había cambiado. Tenía la mandíbula más pronunciada y llevaba un peinado más arreglado, en lugar del esquileo que seguramente le hacía su madre, pero era, sin lugar a dudas, el mismo hombre.

—¿Sí? —dijo Darren y Logan empujó la puerta con fuerza.

El joven se tambaleó hacia atrás, tropezó con un juego de mesitas y se cayó largo en el suelo. Logan y la agente entraron en el vestíbulo y cerraron la puerta.

—Muy mal, señor Caldwell —dijo Logan, moviendo la cabeza—. Debería poner una cadena en la puerta. Así no entrará gente no deseada. Nunca se sabe quién puede llamar a su puerta cuando menos se lo espera.

El joven se levantó con dificultad y cerró los puños.

—¿Quiénes son?

—Tiene una casa preciosa, señor Caldwell —observó Logan, dejando que la agente se pusiera en medio de los dos para evitar cualquier posibilidad de violencia física—. ¿Le importa si le echamos un vistazo?

—¡No pueden hacer esto!

—Claro que podemos, hombre —replicó Logan, sacando la orden de registro y agitándola delante de sus narices—. ¿Por dónde empezamos?

Por dentro, la casa era mucho más pequeña de lo que parecía. Dos dormitorios, uno con una cama de matrimonio cubierto de una manta de ganchillo de color gris amarillento y una colección de cremas hidratantes amontonadas encima del lavabo empotrado. En el otro dormitorio había una cama individual pegada a la pared y una mesa de ordenador. Encima de la cama había un cartel en el que aparecía una joven muy ligerita de ropa y con los morros sacados. Muy picante. El cuarto de baño albergaba el juego de muebles de color aguacate más feo que Logan hubiera visto desde hacía mucho tiempo y la cocina era lo bastante grande para que cupieran los tres de pie, siempre y cuando no pretendieran moverse. En la sala de estar había un televisor de pantalla ancha y un enorme sofá de color verde lima.

No había ni rastro del niño desaparecido.

—¿Dónde está? —preguntó Logan, hurgando en los armarios y extrayendo latas de alubias, sopa y atún.

Darren miró hacia la derecha y hacia la izquierda, de forma casi simultánea.

—¿Dónde está quién? —preguntó finalmente.

Logan suspiró y cerró los armarios de un portazo.

—Sabe de sobra a quién me refiero, Darren. ¿Dónde está Richard Erskine? Su hijo. ¿Dónde lo ha metido?

—No lo he metido en ningún lado. Hace meses que no lo veo —repuso con la cabeza gacha—. Ella no me deja.

—Le han visto, Darren. Hay testigos que nos han descrito su coche.

Logan intentó mirar a través de la ventana de la cocina pero solo alcanzó a ver su propio reflejo en el cristal.

—Es que… —empezó Darren, sorbiéndose la nariz—. Antes iba por ahí con el coche. A ver si lo veía por la calle, jugando o lo que fuera. Pero ella nunca le deja salir a jugar, ¿sabe? Nunca ha dejado que fuera como los demás críos.

Logan apagó la luz, sumiendo la cocina en la oscuridad. Con la luz apagada, el cristal de la ventana ya no tenía el mismo efecto espejo y permitía que Logan viera qué había en el jardín trasero. Los dos policías que había mandado a vigilar la parte de detrás de la casa seguían ahí, tiritando bajo la llovizna helada. En un rincón había un cobertizo.

Logan sonrió y encendió de nuevo la luz, y los tres entrecerraron los ojos.

—¿Qué?

—Vamos —ordenó, agarrando a Darren del cuello de la camisa—. Vamos a echarle un vistazo al cobertizo ese.

Sin embargo, no encontró a Richard Erskine, sino un cortacésped, un par de desplantadores, una bolsa de abono y una podadera.

—Mierda.

Todos estaban de pie en la sala de estar con sendas tazas de té aguado. La habitación estaba abarrotada de los dos agentes empapados, la agente que había acompañado a Logan, el mismo Logan y Darren Caldwell. El amo de la casa estaba sentado en el sofá, cada vez más inquieto a medida que iban pasando los minutos.

—¿Dónde está? —insistió Logan—. Tarde o temprano va a tener que decírnoslos. ¿Por qué no hacerlo ahora?

Darren lo miró con el entrecejo fruncido.

—Yo no lo he visto. No sé de qué me está hablando.

—Muy bien —dijo Logan, sentándose en el brazo del sofá de color verde lima—. ¿Dónde estuvo ayer sobre las diez de la mañana?

Darren soltó un suspiro afectado.

—¡En el trabajo!

—Y me imagino que puede demostrarlo, ¿verdad?

Darren de repente sonrió con maldad.

—Hombre, pues claro que puedo demostrarlo, joder. ¡Tenga!

Cogió el teléfono de la mesita de centro y se la pasó a Logan. Luego sacó unas Páginas Amarillas de debajo de una pila de revistas ¡Hola!

—Broadstane Garage —espetó, abriendo la guía gruesa y hojeándola con rabia—. Venga, llame. Pregunte por Ewan, mi jefe. Pregunte dónde estaba. ¡Vamos!

Mientras cogía el teléfono y la guía, a Logan se le ocurrió una idea horrible: ¿y si Darren estaba diciendo la verdad?

Broadstane Garage tenía un anuncio enmarcado en el que aparecía un logo de lo más cursi: una llave inglesa sonriente al lado de un tornillo y una tuerca de lo más alegres. El anuncio rezaba: «Abierto 24 horas», así que Logan marcó el número de teléfono. La señal de llamada le sonó una y otra vez al oído. Justo cuando iba a colgar, una voz ronca gritó:

—¡Broadstane Garage!

—¿Hola? —dijo Logan, haciendo una mueca tras quedarse momentáneamente sordo—. ¿Es usted Ewan?

—¿Y usted quién es?

—Soy el subinspector Logan McRae de la policía grampiana. ¿Es usted el jefe de Darren Caldwell?

La voz del otro lado del auricular contestó con recelo:

—¿Y qué pasa si lo soy? ¿Qué ha hecho?

—¿Podría decirme dónde estaba ayer el señor Caldwell entre las nueve y las once horas de la mañana?

Darren se recostó en el sofá con una sonrisa de satisfacción. A Logan le invadió la misma sensación de desazón de antes.

—Pues aquí, ayudándome a cambiarle los cables a un Volvo. ¿Por qué?

—¿Está seguro?

Después de una breve pausa, el hombre dijo:

—Hombre, pues claro que estoy seguro. Yo también estuve. Si hubiera estado en otro sitio seguramente me hubiera dado cuenta, hostia. ¿De qué coño se trata tanta pregunta?

Logan tardó cinco minutos más en deshacerse de él. Finalmente colgó y procuró ocultar la decepción que sentía.

—Parece ser que le debemos una disculpa, señor Caldwell.

—¡Ni que lo jure, joder! —soltó Darren, levantándose y señalando la puerta principal de la casa—. Y ahora, ¿por qué no se ponen las pilas de una puta vez y salen a buscar a mi hijo?

Tuvo la delicadeza de cerrar la puerta de un portazo cuando se marcharon.

Se alejaron de la casa, caminando bajo la llovizna hacia el Vauxhall oxidado que le habían asignado en la jefatura. Todo este camino para nada. Tampoco iba a poder darle una buena noticia al inspector Insch. Solo esperaba que le hubiera ido bien la función de esta noche. Quizás el inspector estuviera de buen humor y se ahorrara una buena patada en el culo.

El agente que iba al volante arrancó el motor y las ventanillas se empañaron en cuestión de segundos. Encendió el aire, pero apenas se notó la diferencia. Se quitó la corbata de quita y pon e intentó secar la humedad acumulada. Solo consiguió desplazar la niebla hacia un lado durante un par de segundos.

Con un suspiro colectivo, se pusieron cómodos, preparándose para esperar a que las manchas pequeñas de cristal seco se extendieran lentamente hacia la parte superior del parabrisas.

—¿Cree que la coartada es buena? —preguntó la agente que iba detrás.

Logan se encogió de hombros.

—El taller está abierto las veinticuatro horas. Podemos pasar por allí de camino a la ciudad.

Sin embargo, Logan ya sabía que la coartada era irrefutable. Darren Caldwell no pudo haber secuestrado a su propio hijo aprovechando que el chaval hubiera salido a comprar leche y galletas de chocolate.

¡Pero había estado tan convencido!

Finalmente el aire empezó a surtir efecto y se despejó un pedazo de vidrio lo bastante grande para ver la calle. El agente encendió los faros y se puso en marcha. Cambió de sentido haciendo tres maniobras y volvieron por donde habían venido. Había estado tan convencido.

Mientras atravesaban Portlethen dirigiéndose hacia la autovía que los llevaría a Aberdeen, Logan vio las luces de las tiendas de bricolaje y un poco más adelante, un supermercado. El supermercado vendía alcohol y ahora mismo, a Logan se le antojaba muy buena idea volver a casa con una botella de vino. Le pidió al agente que hiciera un pequeño desvío.

Mientras los otros tres lo esperaban en el coche, Logan se paseó entre los estantes, llenando la cesta de bolsas de patatas fritas y cebollas en vinagre. Había salido creyendo que iba a encontrar al niño desaparecido sano y salvo para luego volver a la jefatura Force como un héroe. Pero ahora tenía que volver con las manos vacías, habiendo hecho el idiota.

Tiró una botella de Shiraz encima de una bolsa de patatas y blasfemó cuando se dio cuenta de que las había aplastado. Todo avergonzado, volvió al pasillo de los tentempiés y cambió la bolsa de migas de patata con sabor a vinagreta por otra nueva.

Se imaginó a Darren Caldwell viviendo en esa casa, sin poder visitar a su hijo, dando vueltas por Torry en el coche para ver si conseguía verlo. Pobre desgraciado. Logan no tenía hijos. Había vivido una situación difícil hacia tiempo cuando una de sus novias había tenido un retraso de quince días, pero gracias a Dios, todo había quedado en un susto. Solo podía imaginarse lo que significaba tener un hijo y no formar parte de su vida.

Solo dos de las cajas estaban abiertas. En una, había una chica que tenía más granos que piel en la cara y en la otra, un anciano con el rostro rugoso y las manos temblorosas. Las dos colas avanzaban a paso de tortuga y ninguno de los dos empleados parecía capaz de acelerarlo.

La mujer que tenía delante en la cola había escogido todas las comidas preparadas imaginables: curry con patatas fritas, pizza con patatas fritas, pollo agridulce con patatas fritas, hamburguesa con patatas fritas, lasaña con patatas fritas… No había ni una sola pieza de fruta ni una verdura en el carro, pero como llevaba seis botellas de dos litros de Coca-Cola light y un pastel de chocolate, todo quedaba compensado.

Logan paseó la mirada por el supermercado mientras el anciano lidiaba con el lector del código de barras y las comidas preempaquetadas. A través de las puertas de entrada, Logan vio que todas las tiendas del centro comercial estaban a oscuras y con la persiana bajada: el zapatero, el laboratorio de fotografía, la tintorería y la tienda que vendía unas grotescas figuras de porcelana y unos desconcertantes payasos de vidrio. Cualquiera que tuviera la necesidad imperativa de salir a comprar un terrier escocés decorativo tocando la gaita tendría que volver mañana.

Dio un paso hacia delante. La mujer de las comidas preparadas ya estaba metiendo sus cenas de microondas dentro de varias bolsas de plástico.

De repente resonó la melodía de un programa infantil que venía de algún lugar cerca de la salida. Logan levantó la mirada y vio a una señora mayor al lado de una pequeña atracción infantil: una locomotora de color azul que se balanceaba con serenidad hacia delante y hacia detrás, resoplando cada par de segundos. Contempló a la mujer que sonreía y se mecía al ritmo de la canción hasta que de repente se cortó y la locomotora paró. La abuela abrió el bolso, extrajo el monedero y buscó en vano las monedas necesarias para que el tren volviera a ponerse en marcha. Una niña cariacontecida salió del interior de la locomotora, cogió la mano de su abuela y se dirigió lentamente hacia la puerta sin dejar de mirar hacia atrás a la cara alegre de su amiguito el tren.

—¿… en una bolsa?

—¿Cómo? —soltó Logan, volviéndose de nuevo hacia el hombre de la caja.

—Que si quiere que le ayude a meterlo en una bolsa —repitió—. La compra. ¿Quiere que se la ponga en una bolsa?

—Ah, no. Gracias. Ya lo hago yo.

Logan metió el vino, las patatas y las cebollas en vinagre en una bolsa de plástico y caminó hasta el coche. Debería haber comprado unas cervezas para los oficiales congelados, mojados y decepcionados que había metido en todo el marrón, pero ya era demasiado tarde.

Oyó unas risas y Logan se volvió. La niña del supermercado estaba chapoteando en un charco mientras la abuela sonreía y aplaudía.

Se quedó paralizado mirando la escena y de repente se le mudó el semblante.

Si el padre de Richard Erskine no tenía acceso a su hijo, lo más probable es que los abuelos tampoco. Nadie salía ganando…

El dormitorio principal no le había parecido una habitación apropiada para un joven de veintidós años. Aquella manta y las cremas hidratantes no encajaban en absoluto. No, la habitación del póster y el ordenador le parecía infinitamente más adecuada.

Se subió de nuevo al coche y dejó la bolsa con la compra en el suelo entre los pies.

—¿Qué les parece si le hacemos otra visita a Darren Caldwell? —preguntó sonriendo.

El descapotable de color granate seguía en el mismo lugar pero ahora también había un Volvo familiar de color azul claro aparcado justo delante de la casa con dos ruedas subidas de la acera. Logan casi se echó a reír.

—Aparque en el mismo sitio que antes —ordenó al conductor—. Ustedes dos, por detrás. Nosotros iremos por delante.

Logan esperó un minuto para que tuvieran tiempo de posicionarse y entonces se acercó con aire resuelto a la puerta principal y pulsó el timbre con el dedo gordo.

Darren Caldwell abrió la puerta. En un abrir y cerrar de ojos, la expresión en su rostro pasó de fastidio a pánico y otra vez a un enfado aturdido.

—Hola Darren —dijo Logan, encajando el pie en el hueco entre la puerta y el marco antes de que Darren pudiera cerrársela en los morros—. ¿Le importaría si volviéramos a entrar?

—¿Qué coño queréis ahora?

—¿Darren? —dijo la voz aguda y temblorosa de una mujer—. Darren, hay dos agentes de policía en el jardín.

Darren se volvió hacia la puerta de la cocina, que estaba abierta, y entonces miró fijamente a Logan.

—¡Darren! —chilló la voz de la mujer—. ¿Qué vamos a hacer?

El joven agachó la cabeza y se encorvó.

—Tranquila, mamá —repuso—. Ve a preparar unas cuantas tazas de té, ¿quieres?

Dio un paso hacia atrás e invitó a pasar a Logan y a la agente.

En medio de la sala había varias bolsas de plástico. Logan abrió una de ellas y encontró varias prendas de ropa nuevas de la talla de un niño pequeño.

Una mujer que debía de rozar los cincuenta años salió de la cocina sujetando un paño, manoseándolo con los dedos como si se tratara de un rosario.

—¿Darren? —sollozó.

—No pasa nada, mamá. Es demasiado tarde —suspiró, desplomándose en el repugnante sofá de color lima—. Os lo vais a llevar, ¿verdad?

Logan hizo un gesto a su compañera para que bloqueara la puerta de la sala de estar.

—¿Dónde está? —preguntó Logan.

—¡No es justo! —gritó la madre de Darren, agitando el paño decorado de ovejitas bailarinas en la cara de Logan—. ¿Por qué no puedo ver a mi nieto? ¿Por qué no puede pasar unos días con su padre?

—Señora Caldwell —empezó Logan, pero la mujer aún no había terminado.

—¡Esa zorra se lo llevó y no deja que lo veamos! ¡Es mi nieto y no tengo derecho a verlo! ¿Qué clase de madre hace algo así? ¿Qué clase de madre no permite que un niño vea a su propio padre? ¡No merece tener un hijo para criarlo así!

—¿Dónde está?

—¡No le digas nada, Darren!

Darren señaló el más pequeño de los dos dormitorios, del que Logan solo veía un pedazo de la puerta por encima del hombro de la agente.

—Ahora mismo acaba de dormirse —dijo Darren tan suavemente que Logan apenas consiguió oírlo.

La agente hizo un gesto con la cabeza hacia el dormitorio y Logan asintió. Volvió a salir con un niño medio dormido vestido con un pijama a cuadros azules y amarillos. El pequeño bostezó y miró con cara de sueño a toda la gente que se había congregado en la sala.

—Venga, Richard —le dijo Logan—. Nos vamos a casa.