El almuerzo gratuito de Logan se había convertido en una indigestión aguda. Le había mentido a Insch y Dios quisiera que no tuviera que arrepentirse. Después de que Colin Miller le contara lo que sabía acerca del hombre sin rodillas, Logan le había correspondido con todo lujo de detalles acera de las investigaciones sobre los niños desaparecidos. Estaba convencido de que estaba haciendo bien: solo pretendía entablar una buena relación con un informador, crear un vínculo con la prensa local. Sin embargo, Insch se lo había tomado como si estuviera vendiendo secretos al enemigo. Logan le había pedido permiso a Insch para contarle a Miller todo lo que ya le había contado y finalmente, Insch le había dado luz verde. Pero que Dios lo ayudara si el inspector en algún momento descubría que el intercambio de información se había producido antes de que lo aprobara él.
Otra persona que Logan prefería mantener a oscuras era el inspector de prácticas profesionales, que estaba sentado al otro lado de la mesa en la sala de interrogatorios, ataviado con un impecable traje negro con sus rayas paralelas y sus botones brillantes. El inspector Napier: cabellos pelirrojos finos y poco abundantes y la nariz como un sacacorchos, bombardeándole a preguntas acerca de su reincorporación al trabajo, su recuperación, su condición de héroe y su almuerzo con Colin Miller.
Con una sonrisa sincera, Logan se las contestó todas, mintiendo como un jabato.
Media hora después, entró de nuevo en su propio despacho y miró una vez más el plano que había clavado en la pared, frotándose la sensación de ardor que se le había instalado en medio del pecho e intentando no pensar en la posibilidad de que lo despidieran.
Había guardado la tarjeta de visita de color azul en el bolsillo del pecho de la chaqueta. Quizá tuviera razón el periodista. Quizá fuera verdad que se mereciera algo mejor que todo esto. Quizá fuera el momento de escribir un libro acerca de Angus Robertson: Mi enfrentamiento con el Monstruo de Mastrick. Hombre, pues no sonaba nada mal…
La agente Watson había vuelto mientras estaba almorzando y le había dejado una pila de informes recién impresos al lado de las declaraciones de los testigos. Los antecedentes criminales y civiles de todos los nombres que había incluido en su lista. Logan los examinó cuidadosamente, pero lo que descubrió no le gustó ni un pelo. Ninguno de ellos tenía antecedentes penales por secuestro ni asesinato, ni por haberse deshecho del cadáver de ninguna niña tirándola a la basura.
Watson se había esmerado. De cada persona, había proporcionado un desglose de la edad, el número de teléfono, el lugar de nacimiento, el número de la Seguridad Social, la profesión y el tiempo que llevaba viviendo en aquella dirección. No tenía ni idea de cómo había conseguido toda esa información. Lástima que no le sirviera de nada.
Rosemount siempre había sido una especie de crisol de culturas diversas y eso quedaba claramente reflejado en la lista de Watson: Edimburgo, Glasgow, Aberdeen, Inverness, Newcastle… Incluso había una pareja que procedía de la Isla de Man. ¡Vamos, eso sí que era exótico!
Suspiró y volvió a coger la pila de declaraciones, las que había apartado por estar lo bastante cerca del número diecisiete para compartir un contenedor. Cotejó los resúmenes que había obtenido la agente Watson con cada una de las declaraciones correspondientes, intentando crear una imagen de cada persona a través de sus palabras. No era fácil: cada vez que la policía tomaba declaración, escribían en un idioma policial que difería tanto de cómo hablaba la gente en realidad que era casi risible.
—Esa mañana me dirigí al lugar de trabajo —leyó en voz alta—, después de sacar la bolsa de basura de la cocina y de haberla depositado en el contenedor comunal que hay delante del edificio…
¿Quién hostias hablaba así? La gente normal se iba a trabajar: lo de dirigirse al lugar de trabajo era algo que solo hacía la policía.
Volvió a mirar la primera página de la declaración para comprobar quién había sido víctima de tan incorrecta cita. El nombre le sonaba: un tipo que vivía en el mismo edificio que Norman Chalmers. Anderson… Logan sonrió. Era el hombre al que habían molestado para poder entrar en el bloque de pisos sin que se enterara Chalmers. El menda que había levantado las sospechas de la agente Watson.
Según los datos de su compañera, el señor Cameron Anderson tenía unos veinticinco años y era de Edimburgo. Eso al menos explicaba por qué le habían puesto un nombre tan pijo. Trabajaba para una empresa de ingenieros submarinos que fabricaba vehículos teledirigidos para la industria petrolífera. Por alguna razón, Logan se imaginaba perfectamente al hombrecito nervioso con un mando a distancia en la mano jugando con submarinitos.
La siguiente persona en la lista tampoco le sirvió de gran ayuda, ni el siguiente, pero Logan los repasó detenidamente, de todos modos. Si el asesino estaba entre los nombres de la lista, no había nada que llamara la atención, nada que saltara a la vista.
Finalmente, Logan dejó la última declaración encima de la pila y se desperezó, notando como le chasqueaban y crujían las vértebras de la columna. Un bostezo amenazó con partirle la cabeza por la mitad de modo que lo soltó con ganas, acabándolo con un eructo pequeño, casi inaudible. Ya eran las siete menos cuarto y Logan llevaba casi todo el día estudiando esas malditas declaraciones. Ya era hora de irse a casa.
En el pasillo reinaba el silencio. La mayor parte del trabajo administrativo se hacía durante el día y cuando el personal de administración se marchaba a casa, el nivel del ruido del edificio bajaba considerablemente. Logan pasó por el centro de coordinación para averiguar si había pasado algo nuevo durante las horas que llevaba encerrado en el despacho mirando las declaraciones.
Dentro de la sala había un pequeño contingente de uniformes: dos agentes estaban atendiendo las llamadas que seguían entrando y otros dos estaban archivando los informes que se habían generado durante el último turno. No se sorprendió cuando le dijeron que tenían las mismas noticias que él. O sea, ni jota.
Todavía no se sabía nada de Richard Erskine, nada de Peter Lumley, y nadie se había presentado para identificar a la niña que seguía tendida en una placa de mármol en el depósito.
—¿Todavía estás por aquí, Lázaro?
Logan se volvió y vio al Gran Gary detrás de él con un par de tazas en la mano y un paquete de galletas de chocolate en la otra. Su amigo corpulento hizo un gesto con la cabeza en la dirección de los ascensores.
—Hay un tipo abajo que busca a quienquiera que esté al frente de la investigación sobre el crío secuestrado. Pensé que ya os habíais largado todos.
—¿Quién es? —preguntó Logan.
—Dice que es el padrastro del chavalín nuevo.
Logan gimió. No era que no quisiera ayudarlo, pero le apetecía más ir a buscar a la agente Watson para averiguar si se había acostado con ella la noche anterior. Y en caso afirmativo, para ver si quería tomar la revancha.
—De acuerdo. Ahora iré a hablar con él.
Encontró al padrastro de Peter Lumley yendo de un lado para otro del suelo rosa de linóleo de la zona de recepción. Se había cambiado y ahora, en lugar del mono, llevaba puestos unos tejanos sucios y una chaqueta tan ligera que Logan dudaba que lo protegiera de un estornudo, mucho menos de un vendaval huracanado.
—¿Señor Lumley?
El hombre se dio la vuelta.
—¿Por qué han dejado de buscarlo? —preguntó, con el rostro pálido y desmejorado y una barba incipiente azulada que acentuaba aún más el aspecto cetrino de su piel—. ¡Sigue ahí fuera! ¿Por qué han dejado de buscarlo?
Logan lo hizo pasar a una de las salitas contiguas a la recepción. El hombre no paraba de temblar y estaba calado hasta los huesos.
—¿Por qué han dejado de buscarlo?
—Llevamos todo el día buscándolo, señor Lumley. Con esta oscuridad no se ve nada allá fuera… Tiene que volver a casa.
Lumley negó con la cabeza, rociando la sala con gotitas de su pelo lacio.
—¡Tengo que encontrarlo! ¡Solo tiene cinco años!
Se arrellanó en una silla de plástico de color naranja.
Empezó a sonar la melodía del teléfono móvil de Logan y lo sacó, lo apagó y se lo volvió a guardar sin siquiera mirar quién llamaba.
—Disculpe. ¿Cómo está la madre de Peter? —preguntó.
—¿Sheila? —dijo, esbozando algo que casi podía parecer una sonrisa—. Los médicos le han dado un sedante. Peter lo es todo para ella.
Logan asintió con la cabeza.
—Me imagino que no querrá ni pensar en lo que voy a preguntarle —le advirtió Logan, midiendo mucho sus palabras—, pero quería saber si el padre del niño está informado de lo que ha ocurrido.
A Lumley se le mudó el semblante.
—Que le den por el culo.
—Señor Lumley, el padre de Peter tiene derecho a saber…
—¡Que le den por el culo! —espetó, pasándose la mano por la cara—. ¡Ese cabrón se largó a Surrey con una zorra del despacho! Dejó a Sheila y a Peter sin un puto céntimo. ¿Sabe qué le manda a Peter para Navidad? ¿Para su cumpleaños? Una mierda. ¡Ni una puta tarjeta! Eso es lo que le manda a su hijo. Eso es lo que le importa su hijo. Hijo de la gran puta…
—De acuerdo. Olvidémonos del padre. Lo siento —dijo Logan, levantándose—. Mire, todos los coches patrulla están pendientes. No hay nada que pueda hacer esta noche. Vaya a casa. Procure descansar. En cuanto salga el sol mañana por la mañana, reemprenderemos la operación de búsqueda para encontrar a Peter.
Jim Lumley hundió el rostro entre las manos.
—Tranquilo —susurró Logan, poniéndole una mano en el hombro del señor Lumley, notando como los escalofríos se convertían en sollozos silenciosos—. Tranquilo. Vamos. Si quiere, lo acompaño a casa.
Logan pidió uno de los coches del Departamento de Investigación Criminal y le asignaron otro Vauxhall destartalado y muy necesitado de un buen lavado. El señor Lumley no abrió la boca desde que salieron de Queen Street hasta que llegaron a Hazlehead. Permaneció sentado en el asiento del pasajero mirando por la ventana, buscando a un niño de cinco años.
Hacía falta ser muy cínico para no ver el verdadero amor que sentía el hombre por su hijastro. Logan no pudo evitar preguntarse si el padre de Richard Erskine estaba en la calle, buscando a su hijo en la oscuridad, bajo la lluvia. Entonces recordó que el pobre desgraciado había muerto antes de que naciera.
Frunció el ceño y se metió en la rotonda que llevaba al centro de Hazlehead. Había algo que no le acababa de cuadrar. De hecho, ahora que lo pensaba, durante el rato que habían pasado en casa de la madre, nadie había mencionado al padre. Todas las fotos colgadas en las paredes eran del niño y su sobreprotectora madre. Lo más normal es que hubiera por lo menos una del pobre padre difunto. Ni siquiera sabía cómo se llamaba el tipo.
Logan dejó al señor Lumley delante de la puerta de entrada del bloque de pisos. No se sentía con fuerzas para decirle: «no se preocupe, señor Lumley, lo encontraremos y estará bien…» cuando estaba completamente convencido de que su hijo ya estaba muerto. De modo que se limitó a hacer unos comentarios tranquilizadores antes de alejarse en la noche.
En cuanto hubo perdido de vista la casa de los Lumley, Logan sacó el móvil, lo encendió y llamó el centro de coordinación. Una agente muy agobiada cogió el teléfono.
—¿Sí?
—Soy el subinspector McRae —dijo Logan, dirigiéndose de nuevo hacia el centro—. ¿Alguna novedad?
Hubo un silencio y entonces la voz dijo:
—Lo siento, señor, es que los cabrones de la prensa nos están acribillando. Me han llamado todos: la BBC, la ITV, Northsound, los diarios…
A Logan le dio muy mala espina.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque Sandy el puto Serpiente la ha vuelto a liar. Según parece, somos una pandilla de incompetentes y si insistimos en culpar a su cliente de todos los asesinatos es porque no tenemos ni puta idea de quién es el asesino. Dice que es una repetición del caso de Judith Corbert.
Logan gimió. Lo único que habían encontrado de esa mujer fue su dedo anular, que todavía conservaba la alianza. El señor Sandy Moir-Farquharson había hecho trizas la acusación. El marido fue puesto en libertad sin cargos aunque todo el mundo sabía que la había matado él. El repulsivo Sandy recibió un talón suculento y varias invitaciones a aparecer en todos los programas de entrevistas y otro programa especial de la BBC sobre casos criminales. Y tres agentes buenos de policía fueron arrojados a los lobos. Ya habían pasado siete años y Sandy seguía sacando el tema para humillarlos.
Logan entró en Anderson Drive y decidió coger la carretera secundaria que llevaba a Torry, donde había desaparecido el pequeño Richard Erskine.
—Sí. Es típico de Sandy. ¿Qué les ha dicho?
—Les he mandado a todos a cagar y les he dicho que hablen con los de prensa.
Logan asintió con la cabeza.
—Bien hecho. Escuche, necesito que me busque unos datos, ¿de acuerdo? ¿En algún momento hemos sabido cómo se llamaba el padre de Richard Erskine?
—Un segundo…
Lo puso en espera y sonó una versión masacrada de Come On Baby Light My Fire.
Cuando se paró la horrible interpretación y se puso de nuevo la voz de la agente, Logan ya estaba llegando a Riverside Drive.
—Lo siento, señor —dijo—. No tenemos el nombre del padre en el archivo, pero según las notas del caso, falleció antes de que naciera el niño. ¿Por qué?
—Lo más seguro es que no sea nada —repuso Logan—. Mire, ahora voy a llegar a la casa de la señora Erskine. Llame a la oficial de enlace familiar… ¿Todavía está con la madre?
A una mujer desconsolada cuyo hijo ha desaparecido: seguro que no le iban a asignar a un hombre para reconfortarla.
—Sí, señor.
—Bien. Entonces llámela y dígale que la espero en la puerta del edificio de aquí a… —dijo, mirando los edificios grises que flotaban por su lado con las ventanas iluminadas de una luz amarillenta—… dos minutos.
La oficial lo estaba esperando cuando llegó y lo observó detenidamente mientras Logan hacía el gilipollas intentando aparcar el coche del Departamento de Investigación.
Finalmente abandonó el cacharro tal y como estaba, medio subido a la acera, y se bajó del coche abrochándose el abrigo contra la lluvia y procurando no parecer todo lo aturullado que se sentía.
La oficial de enlace familiar venía mejor preparada: tenía paraguas.
—Buenas tardes, señor —le dijo cuando se le acercó y se metió como pudo bajo el paraguas—. ¿Qué ocurre?
—Necesito saber si a alguien se le ha ocurrido hablarle de…
Lo interrumpió un intenso destello blanco que iluminó la oscuridad mojada.
Al otro lado de la calle había un BMW destartalado con la ventanilla bajada a través de la cual salía una voluta de humo.
—¿Qué hostias…? —preguntó, dándose la vuelta.
—Me parece que son los del Daily Mail —le informó la oficial, sujetando el paraguas—. Si aparece usted en escena, se creen que pasa algo. Flas, pam, pum. Y si consiguen inventarse alguna mentira que la acompañe, mañana aparecerá usted en la primera plana.
Logan se volvió de nuevo para darles la espalda, asegurándose de que solo consiguieran un bonito retrato de su nuca en el caso de que hicieran más fotos.
—Escuche —insistió—. ¿Sabe algo del padre del niño?
La oficial se encogió de hombros.
—Solo que está muerto. Y que era un hijo de puta, según la vecina.
—¿Y eso? ¿Le pegaba? ¿Cuernos? ¿Qué?
—No tengo ni idea, pero la bruja esa lo pinta como si fuera Hitler, salvo que el padre carecía de la misma personalidad cautivadora.
—Un encanto.
En el interior de la casa de la señora Erskine, lo único que había cambiado era la calidad atmosférica. Las paredes seguían llenas de aquellos retratos desconcertantes de la madre con su hijo, el papel pintado seguía siendo vomitivo, pero el aire estaba lleno de humo.
En la sala de estar, la señora Erskine apenas se aguantaba en el sofá, incapaz de sentarse quieta ni erguida. Entre las manos sostenía una copa de vidrio tallado medio llena de un licor transparente y entre los labios, un cigarrillo medio fumado. La botella de vodka que había encima de la mesa estaba casi vacía.
Su amiga, la vecina, la que se negaba a preparar una taza de té para la policía, estaba sentada en el brazo de un sillón con el cuello largo y arrugado completamente estirado para ver quién acababa de llegar. En cuanto reconoció a Logan, los ojos pequeños le brillaron de alegría. Seguramente deseaba que trajera malas noticias. Qué mejor que la desgracia ajena para sentirse uno mejor.
Logan se sentó en el sofá al lado de la señora Erskine. La mujer se volvió para mirarlo con los ojos nublados, dejando caer casi tres centímetros de ceniza del cigarrillo por la parte de delante de la rebeca que vestía.
—Está muerto, ¿verdad? ¿Ha muerto mi pequeño Richard?
Tenía el rostro colorado y arrugado, y los ojos enrojecidos de tanto llorar y de tanto vodka. Había envejecido unos diez años en las últimas diez horas.
La vecina se inclinó hacia delante, ansiosa de que llegara el momento de la verdad.
—No lo sabemos —dijo Logan—. Solo quería hacerle unas cuantas preguntas más, ¿de acuerdo?
La señora Erskine asintió con la cabeza y se llenó los pulmones de otra bocanada de nicotina y alquitrán.
—Se trata del padre de Richard.
La mujer se contrajo como si acabaran de enchufarle una descarga de mil voltios.
—¡No tiene padre!
—El muy cabrón no quiso casarse con ella —interrumpió la vecina con entusiasmo.
Quizá no fuera tan jugoso como saber que el niño había muerto, pero tampoco iba a dejar pasar la oportunidad de sacar a relucir un pasado claramente doloroso.
—Va y la deja preñada con quince años y entonces se niega a casarse con ella. ¡Es una mierda de tío!
—Sí —dijo la madre soltera, levantando la copa cada vez más vacía de vodka y haciendo un gesto de brindis—. ¡Es una mierda!
—Pero eso sí: el señor todavía quiere ver a su hijo —siguió la vecina, bajando el tono y empleando un susurro teatral—. ¿Se lo imaginan? ¡No quiere reconocerlo legalmente pero se lo quiere llevar al parque para jugar al fútbol!
Alargó el brazo y rellenó el vaso de su amiga de vodka.
—Debería haber una puta ley que lo prohibiera.
Logan alzó la vista y la miró fijamente.
—¿Cómo que todavía quiere ver a su hijo?
—Nunca he permitido que se acercara a mi pequeño soldadito —dijo la señorita Erskine, levantando la copa hasta los labios e ingiriendo la mitad del contenido de un trago—. Bueno, a veces le manda regalitos y tarjetas y cartas pero yo lo tiro todo directamente a la basura.
—Usted nos dijo que el padre estaba muerto.
La señorita Erskine lo miró perplejo.
—¿Yo? Yo, no.
—Pues ya podría estarlo —dijo la vecina con gesto triunfal.
De repente, Logan se dio perfecta cuenta de lo que había sucedido. La agente Watson le había dicho que el padre estaba muerto porque eso era lo que le había contado la bruja vieja y rancia de la vecina.
—Ya —dijo Logan tranquilamente, procurando mantener un tono neutro—. ¿Y alguien ha informado al padre de que ha desaparecido su hijo?
Era la segunda vez que hacía la misma pregunta en menos de una hora. Ya sabía la respuesta.
—¡Y a él qué coño le importa! —chilló la vecina, llenando la voz con todo el veneno que le corría por las venas—. Él renunció a sus derechos cuando se negó a reconocer legalmente a su hijo. ¡Imagínense el pobre niño teniendo que vivir toda la vida como un bastardo! Además, a estas alturas, ese cabrón ya debe saberlo.
Señaló la última edición de The Sun que yacía abierta en la alfombra. El titular rezaba: «¡PEDERASTA PSICÓPATA ATACA DE NUEVO!».
Logan cerró los ojos y respiró hondo. Esa arpía amargada lo estaba sacando de quicio.
—Tiene que decirme cómo se llama el padre de Richard, señora… señorita Erskine.
—¿Y por qué? —gritó la vecina, levantándose del brazo del sillón.
Ahora iba de noble defensora, protegiendo a la pobre estúpida borracha que no podía ni levantarse del sofá.
—¡Lo que le pase a ese niño no es asunto de ese cerdo!
Logan se volvió, incapaz de contenerse ni un segundo más:
—¡Siéntese y cállese de una vez!
La tipa se quedó donde estaba, boquiabierta.
—Usted no… ¡no puede hablarme de esa manera!
—Como no se siente con la boca bien calladita, voy a pedirle a esta oficial tan simpática que la acompañe a comisaría acusada de prestar una falsa declaración. ¿Me sigue?
Se sentó con la boca bien calladita.
—Señorita Erskine: necesito saberlo.
La madre de Richard apuró la copa y se levantó de modo vacilante. Dio un tumbo hacia la izquierda antes de tambalearse en el sentido contrario. Cuando llegó al aparador, se puso a remover en uno de los anaqueles inferiores, esparciendo pedazos de papel y cajas pequeñas por todo el suelo.
—¡Ya lo tengo! —dijo en tono triunfal, levantando una tarjeta grande de cartulina de barba con varios lazos dorados estampados a cada lado. La clase de tarjeta que daban antes en las escuelas cuando venían a hacer las fotos anuales. Se la pasó a Logan, casi tirándola al suelo.
En el interior había un chico de poco más de catorce años con las cejas ingentes y una ligera bizquera, aunque el parecido con el chaval desaparecido era inequívoco. En una de las esquinas de la foto, justo encima del fondo azul grisáceo jaspeado, aparecía una dedicatoria escrita con la típica pulcritud artificial de los niños: «Para mi querida Elisabeth. Te amaré toda la eternidad, Darren xxx». Unos sentimientos muy impetuosos para un chico que todavía no ha salvado la pubertad.
—¿Fue su amor de infancia? —preguntó Logan, dándole la vuelta a la tarjeta marrón.
En el dorso había dos pegatinas: una dorada con el nombre, la dirección y el número de teléfono del fotógrafo, y otra de color blanco en la que aparecía; «Darren Caldwell: tercero de ESO, Ferryhill Academy».
—¡Fue un cabrón! —insistió la amiga, saboreando cada sílaba.
—¿Sabe dónde vive?
—Lo último que supe, fue que lió el petate y se mudó a Dundee. ¡Será porque no hay más sitios adonde ir! ¡Dundee! —chilló la amiga, metiéndose otro cigarrillo en la boca.
Chupó todo el aire que pudo a través del filtro, haciendo brillar la punta de color rojo incandescente antes de echar el humo por la nariz.
—El muy cabrón estaba deseando largarse. ¡O sea, aquí tiene un crío que está creciendo sin padre y va y se larga a Dundee a las primeras de cambio! —se deslenguó, dándole una larga calada al cigarrillo—. ¡Debería haber una ley que lo prohibiera!
Logan se abstuvo de observar que, teniendo en cuenta que Darren Caldwell no tenía ni acceso a su hijo, no importaba dónde decidiera vivir. Lo que hizo fue preguntarle a la señorita Erskine si podía quedarse con la foto.
—Como si la quema —fue lo único que consiguió responder.
Logan se dirigió solo hasta la puerta de entrada y salió a la calle. Seguía lloviendo a cántaros y el BMW medio estropeado seguía aparcado en el mismo lugar, el más estratégico para controlar todo lo que entraba y salía de la casa. Logan se cubrió la cabeza y corrió hacia el coche del Departamento Criminal. Encendió el radiador y el aire a tope y puso rumbo de nuevo a la jefatura Force.
Delante del edificio de hormigón y vidrio se había apiñado un corrillo de cámaras de televisión, casi todas con su correspondiente periodista adusto mirando con solemnidad a la cámara y haciendo declaraciones muy graves acerca de la calidad de la policía grampiana. La agente con la que había hablado antes no exageraba: Sandy el Serpiente la había armado, y bien.
Logan entró en el aparcamiento por la puerta de atrás y subió al centro de coordinación sin pasar por la zona de recepción.
En la sala, volvía a reinar un frenesí de actividad, aunque ahora el torbellino parecía girar en torno a una agente de prensa agobiada que estaba de pie en medio de la habitación con una carpeta sujetapapeles aplastada contra el pecho intentando sacar cualquier detalle posible de los cuatro oficiales de servicio mientras sonaban incesantemente todos los teléfonos de la sala. En cuanto vio entrar a Logan, se le iluminaron los ojos. Por fin había llegado alguien con quien podía compartir toda aquella tensión.
—Subinspector… —empezó a decir, pero tuvo que callarse de golpe cuando vio que Logan le había levantado la mano y estaba descolgando uno de los pocos teléfonos callados.
—Un segundo —le dijo, marcando el número de la oficina de archivos.
Alguien cogió el teléfono casi al instante.
—Necesito que me comprueben un vehículo a nombre de un tal Darren Caldwell —dijo, haciendo un cálculo mental veloz.
Si Darren había dejado preñada a la señorita Erskine cuando ella tenía quince años, más nueve meses de gestación, más cinco años que tenía el crío, y suponiendo que iban a la misma clase cuando su amor eterno se había vuelto más físico, Darren debía tener veintiuno, o como mucho veintidós años.
—Tiene veinte y pocos años y tengo entendido que vive en Dundee…
Esperó asintiendo con la cabeza mientras el oficial al otro lado del teléfono le repitió los datos que le había proporcionado.
—Sí, sí. Correcto. ¿Cuánto cree que va a tardar en darme una respuesta? Muy bien. Me espero.
La agente de prensa estaba delante de él con cara de tener un pez vivo metido en las bragas.
—¡La prensa se nos ha echado encima! —se quejó, viendo que Logan estaba esperando que le proporcionaran la información que necesitaba—. ¡Ese cabronazo de Sandy, el puto Serpiente, nos ha puesto a parir!
La pobre mujer estaba coloradísima, desde las raíces de su rubia cabellera hasta la base del cuello, como si hubiera pasado demasiadas horas al sol.
—¿No hay nada que podamos decirles? ¡Lo que sea, por Dios! ¡Algo que haga parecer que estamos avanzando hacia donde sea!
Logan tapó el auricular con la mano y le dijo que estaban siguiendo varias líneas de investigación.
—¡No me venga con esa mierda, por favor! —explotó—. ¡Eso es lo que les digo cuando no tenemos ni idea de lo que está pasando! ¡No puedo decirles eso!
—Mire, no puedo sacarme unas detenciones de la manga si… ¿Sí? Diga.
Había vuelto la voz al otro lado del teléfono:
—Bien. Tengo quince Darren Caldwell en la zona noreste del país. Eso sí, solo uno de ellos vive en Dundee y ya roza los cuarenta años.
Logan soltó una palabrota.
—Pero hay otro Darren Caldwell, de veintiún años que vive en Portlethen.
—¿Portlethen?
Era un pueblo a unos ocho kilómetros al sur de Aberdeen.
—Sí. Lleva un Renault Clio de color granate. ¿Le doy la matrícula?
Logan le dijo que sí, cerró los ojos y dio gracias a Dios de que por fin algo empezara a irle bien. Un testigo había visto a un niño que respondía a la descripción de Richard Erskine subirse al asiento trasero de un descapotable de color granate. Apuntó el número de la matrícula y la dirección, dio las gracias al oficial que estaba al otro lado del auricular y le lanzó una gran sonrisa a la agente de prensa estresada.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué tiene? —exigió.
—Esperamos que se produzca una detención de forma inminente.
—¿Qué detención? ¿A quién va a detener?
Pero Logan ya había salido por la puerta.