Capítulo 12

Logan e Insch volvieron a la jefatura Force en silencio. El cielo había oscurecido y unos nubarrones negros se extendían desde una punta del horizonte a la otra, enturbiando la luz del día y ensombreciendo la ciudad entera a pesar de ser poco más de las dos de la tarde. Mientras conducían, se encendieron las farolas de la calle, aunque la luz amarilla solo acentuaba todavía más la inminente oscuridad.

Insch tenía razón, por supuesto: no iban a encontrar a los niños con vida. No si los había secuestrado el mismo hombre. Según el informe de Isobel, los abusos sexuales habían ocurrido después de la muerte.

Logan entró en Anderson Drive como un autómata.

Por lo menos Peter Lumley había tenido la oportunidad de disfrutar de la vida. Pobre Richard Erskine solo había conocido a una madre sobreprotectora. Logan no se la imaginaba llevando a su hijo a Corfú, ni a Malta, ni a Florida. Demasiado peligroso para su angelito. Peter tenía la suerte de haber vivido con un padrastro cariñoso que lo había cuidado…

—¿Ya ha pasado por la inquisición española? —preguntó Insch cuando Logan entró en la última rotonda al final de Queen Street.

Dejaron atrás la enorme estatua de la reina Victoria, encaramada a lo alto de un elevado plinto de granito. Alguien le había puesto un cono de balizamiento encima de la cabeza.

—¿La comisión de prácticas profesionales? No, todavía no.

Aún le quedaba pasar por ese trago amargo.

Insch suspiró y dijo:

—A mí me ha tocado esta mañana. Un soplapollas presumido con su uniforme acabado de estrenar que no ha trabajado un día policial en su maldita vida diciéndome que es imprescindible descubrir quién filtró la noticia a la prensa. Como si no supiera figurármelo yo solito. Le juro que cuando me entere de quién…

De pronto, una furgoneta Ford sucia cruzó delante de ellos, obligando a Logan a frenar en seco.

—¡A por ellos! —gritó Insch con regocijo—. Igual nos sienta bien a los dos fastidiarle al día a otro.

Después de echarle una bronca monumental a la conductora, le ordenaron que se presentara en la jefatura a las nueve de la mañana siguiente con toda la documentación del coche. Tampoco era para reventar de satisfacción, pero al menos les sirvió para desahogarse un poco.

Cuando volvieron a Force, el centro de coordinación bullía de actividad. Los teléfonos sonaban sin parar tras el anuncio que había difundido tanto la emisora local como el telediario del mediodía. Todos los canales de televisión estaban cubriendo la noticia y Aberdeen se había convertido en el centro de atención de los medios de comunicación. El cuerpo de policía estaba bajo escrutinio del mundo entero. Si Insch no conseguía resolver el caso en breve, iba a tener que vigilarse mucho la cabeza. Pasaron algunos minutos repasando las declaraciones de las personas que afirmaban haber visto a los dos niños desaparecidos. Casi todas las pistas acabarían siendo una pérdida de tiempo pero no podían pasar por alto ni una, por si acaso. Uno de los expertos técnicos del cuerpo estaba enfrascado delante de un ordenador, recopilando todos los detalles recogidos: el lugar en que habían visto a los chavales, las entrevistas, las horas y fechas. Una vez introducidos dentro del programa HOLMES, el sistema de investigación a gran escala del Ministerio del Interior, se activaba el programa de referencia cruzada masiva y sacaban pliego tras pliego de acciones generadas de forma automática. Era un auténtico coñazo pero cuando menos te lo esperabas, escupía algún resultado clave.

Sin embargo, Logan estaba convencido de que estaban perdiendo el tiempo porque Peter Lumley ya estaba muerto. Daba igual la cantidad de viejecitas que lo vieran vagando por las calles de Peterhead o Stonehaven. El niño se encontraba en alguna zanja, abandonado, medio desnudo y violado.

La jefa de administración, una mujer demasiado inteligente para ser tan delgada, entregó una pila de documentos a Insch: las acciones que HOLMES había generado mientras Logan e Insch habían salido a visitar a los Lumley. El inspector la aceptó de buen talante y se puso a hojear el fardo.

—Mierda, mierda, mierda —dijo, lanzando los resultados descartados por encima del hombro.

El problema de HOLMES era que cada vez que identificaba el nombre de alguien en alguna de las declaraciones, producía una acción exigiendo que se entrevistara a aquella persona. Aunque se tratara de una anciana que hubiera llamado para informarles de que en el momento de la desaparición del niño, había estado abriendo una lata de comida para su gato, el Señor Bigotes, HOLMES reclamaba una entrevista urgente con el señor Bigotes.

—Nada por allí, y por aquí, menos.

Un par de hojas cayeron revoloteando al suelo. Cuando hubo terminado, había conseguido reducir la pila entera a un puñado de hojas.

—Ponga en marcha los que faltan —dijo, devolviendo los resultados a la jefa de administración.

La mujer le hizo un saludo sufrido y se largó.

—¿Sabe? —dijo Insch, mirando a Logan con ojo crítico—. Su aspecto es todavía más lamentable que el asco que siento yo ahora mismo.

—Es que no pinto nada aquí, señor.

Insch se sentó en el borde de una mesa y hojeó otra pila de informes. Finalmente se los entregó todos a Logan.

—Vamos a ver, entonces. Si quiere echarme una mano, repase todo esto. Son las conclusiones de los uniformes que se han pasado la mañana llamando a los timbres de Rosemount. Norman Chalmers va a comparecer ante el tribunal esta misma tarde, el muy cabrón. A ver si conseguimos descubrir quién es esa niña antes de que lo pongan en libertad bajo fianza.

Logan se buscó un despacho vacío lo más lejos posible del barullo y el caos del centro de coordinación. Los oficiales habían sido muy rigurosos y las horas apuntadas en cada declaración indicaban que habían tenido que volver a algunas casas más de una vez para asegurarse de que hubieran hablado con todo el mundo.

Nadie sabía nada acerca la niña fallecida. Nadie reconocía el rostro de la fotografía que le habían hecho en el depósito de cadáveres. Era como si nunca hubiera existido antes de que descubrieran aquella piernecita entre las bolsas de basura del vertedero.

Logan se acercó a la sala de material de oficina, cogió un plano nuevo de la ciudad y lo puso en la pared del despacho que se había apropiado. Insch también había colgado un plano en el centro de coordinación, pero estaba lleno de chinchetas y líneas y papelitos de colores. Logan quería empezar de nuevo. Clavó una chincheta de color rojo en el vertedero de Nigg y otra Rosemount: el número diecisiete de Wallhill Crescent.

La bolsa de basura en la que habían encontrado a la niña había salido de la casa de Norman Chalmers y sin embargo, no tenían ni una sola prueba forense que lo vinculara con la víctima. Solo el contenido de la bolsa. Era una prueba más que suficiente para que tuviera que ir a juicio pero un buen abogado defensor iba a desmontar la acusación en cuestión de minutos, y en este caso, Sandy Moir-Farquharson no era bueno: ese capullo era un puto crack.

—Venga.

Se sentó en el escritorio con los brazos cruzados y miró fijamente las dos chinchetas que acababa de clavar en el plano.

El tema de la bolsa de basura lo tenía perplejo. Cuando habían acudido al piso de Chalmers para detenerlo, la casa estaba llena de pelos de gato. Logan había pasado una buena parte de la noche en el bar sacándose pelusilla de los pantalones. En la chaqueta todavía le quedaban algunas manchas grises de los pelos más resistentes. Si la niña hubiese estado en el piso, Isobel hubiese encontrado algún indicio del gato durante la autopsia.

De modo que la niña nunca había llegado a pisar la casa. Hasta ahí todo bien, todo claro. Ése era el motivo por el cual Insch había pedido que analizaran a fondo los antecedentes de Chalmers para ver si había otro sitio donde pudiera haberla llevado. No obstante, los equipos de investigación no habían encontrado nada. Si Norman Chalmers tenía otro lugar donde ocultar a una niña de cuatro años, no lo conocía nadie.

—¿Y qué pasa si él no lo hizo? —se preguntó Logan en voz alta.

—¿Qué pasa si quién no hizo qué?

Acababa de entrar la agente Wat… Jackie.

—¿Qué pasa si Norman Chalmers no mató a esa chavala?

A Watson se le endureció el rostro.

—La mató él.

Logan suspiró y se bajó del borde del escritorio. Debería haber intuido que Watson iba a mostrarse susceptible con este tema en particular. Todavía deseaba por encima de todo que el recibo que había encontrado fuera la clave para resolver el caso.

—A ver: si no la mató él, fue otro, ¿de acuerdo?

Watson puso los ojos en blanco.

Logan siguió hablando:

—Vale. Entonces, si fue otro, tuvo que ser alguien que pudiera acceder a la basura de Norman Chalmers.

—¿Y quién iba a hacer algo así? ¿Quién se dedica a husmear en la basura de los demás?

Logan colocó el dedo encima del plano, haciendo crujir el papel.

—En Rosemount, esos contenedores comunitarios están en la calle. Cualquiera puede dejar su porquería en uno de ellos. Si no fue Chalmers, solo hay dos sitios en los que el asesino podría haber introducido el cuerpo de la niña dentro de la bolsa: aquí —dijo, señalando de nuevo el plano—, o aquí, en el caso de que la hubiera llevado directamente al vertedero de Nigg. Y si el asesino opta por ocultar el cadáver en el vertedero, lo que no va a hacer es dejarlo con un pie fuera. ¿De qué le iba a servir hacer algo así? Sería mucho más fácil enterrarlo entre las bolsas de basura.

Logan extrajo la chincheta del plano y se golpeó los dientes con la bola de plástico de color rojo.

—Entonces —siguió—, concluyamos que el asesino no abandonó el cadáver en el vertedero. Llegó hasta ahí en la parte trasera de un camión de basura que lo echó a la montaña de residuos con todas las demás bolsas. La niña fue introducida en la bolsa mientras todavía estaba en la calle.

La agente Watson no estaba tan convencida.

—Hombre, el piso de Chalmers es el lugar más lógico. Si no la mató ¿por qué estaba en una bolsa con toda su basura?

Logan se encogió de hombros. Ahí estaba el quid de la cuestión.

—¿Por qué la gente mete cosas en bolsas de plástico? —preguntó—. Para que sea más fácil de llevar. O para ocultarlo. O…

De repente se dio la vuelta y empezó a repasar las declaraciones que había tomado el equipo encargado de ir llamando a las puertas de la zona.

—Hombre, lo que no vas a hacer es ponerte a dar vueltas con el coche buscando un contenedor donde meter el cadáver de una niña muerta —concluyó, repartiendo en pilas diferentes las declaraciones recogidas según el número de la casa en Wallhill Crescent—. O sea, si tienes coche, lo que haces es llevarte el cadáver a Garlogoie o por la zona de New Deer, donde lo entierras en una tumba poco profunda. Un lugar apartado. Un lugar donde no lo vayan a encontrar en años. Si es que lo encuentran.

—¿Y si el tipo se dejó llevar por el pánico?

Logan asintió con la cabeza.

—Ahí está. Si te dejas llevar por el pánico, lo que haces es deshacerte del cadáver en el primer lugar que encuentras. Lo que no haces es ir dando vueltas con el coche buscando un contenedor de basura. El hecho de que solo estuviera envuelta en esa cinta también me parece de lo más insólito. ¿Una niña desnuda atada con cinta de embalar de color marrón? A nadie le va a apetecer ir muy lejos con un paquete así… Quienquiera que se deshizo del cadáver de la niña vive más cerca de este contenedor en particular que de cualquiera de los otros en toda la calle.

Dividió las pilas de declaraciones en dos grupos: los que vivían a dos puertas del número diecisiete y los que vivían más allá. Seguía habiendo treinta pisos individuales.

—¿Puedo pedirte un favor? —preguntó, apuntando los nombres de cada declaración en un papel en blanco—. Lleva esto a Antecedentes Penales y comprueba si hay alguien de todo este grupo que tenga un pasado oscuro. Avisos, detenciones, infracciones por aparcamiento. Lo que sea.

La agente Watson le dijo que estaba perdiendo el tiempo, que Norman Chalmers era más culpable que un pecado capital. Sin embargo, se llevó los nombres y le prometió que le informaría de los resultados en cuanto los tuviera.

Cuando se hubo marchado, Logan fue a buscar una tableta de chocolate y un café de la máquina expendedora y los consumió mientras leía una vez más las declaraciones. Entre toda la gente entrevistada, alguien sabía quién era la niña. Uno de ellos la había matado, había intentado descuartizarla y la había tirado a la basura.

El problema era quién.

Cada año desaparecían más de tres mil personas en el noreste de Escocia. Tres mil personas declaradas desaparecidas cada doce meses. Y sin embargo, tenían una niña de cuatro años que ya llevaba desaparecida por lo menos dos días, según la autopsia, y nadie había llamado a la policía para preguntarles qué pensaban hacer al respecto. ¿Por qué nadie había denunciado su desaparición? Quizá porque no había nadie que la echara en falta.

Lo interrumpió la melodía metálica de su móvil que sonaba en su bolsillo. Logan blasfemó.

—Logan —dijo, descolgando.

Lo llamaban de recepción para decirle que tenía visita.

Miró la pila de declaraciones encima de la mesa con el ceño fruncido.

—De acuerdo —repuso finalmente—. Ahora bajo.

Tiró el envoltorio de la tableta de chocolate y la taza de plástico vacía a la papelera y se dirigió al área de recepción. En la planta baja, alguien había subido la calefacción a tope y las ventanas estaban empañadas a causa de la gente mojada que iba entrando de la calle y se sentaba a esperar y a echar vapor.

—Allí —dijo el agente de la cara puntiaguda.

Colin Miller, el nuevo niño dorado de Glasgow contratado por Press and Journal, estaba de pie al lado de los carteles de las personas desaparecidas. Llevaba una gabardina larga, hecha a medida, de la que caían gotas de agua sin cesar al suelo embaldosado. El periodista estaba apuntando unos datos en un pequeño ordenador de mano.

Miller se volvió y sonrió cuando vio que se acercaba Logan.

—¡Lázaro! —dijo, extendiendo una mano—. ¡Cuánto me alegro de volver a verte! ¡Me encanta la decoración!

Hizo un amplio gesto indicando la zona estrecha y húmeda de la recepción con sus visitantes empapados y sus ventanas empañadas.

—Me llamo subinspector McRae, no Lázaro.

Colin Miller le guiñó el ojo.

—Ya lo sé, hombre. Lo que pasa es que he estado investigando un poco desde que nos conocimos ayer en el retrete. Y esa agente amiguita tuya no está nada mal, por cierto. A mí me puede enchironar cuando quiera, seguro que me entiendes.

Volvió a guiñarle el ojo a Logan.

—¿Qué quiere, señor Miller?

—¿Yo? Quiero invitar a mi subinspector predilecto a almorzar.

—Ya son las tres.

Logan se dio cuenta de que, salvo una tableta de chocolate y un par de cruasanes, no había comido nada desde el bocadillo de beicon que le había preparado la agente Watson esa mañana. Y la mayoría había acabado esparcido entre los hierbajos al lado de la casa de los horrores de Roadkill. Estaba hambriento.

Miller se encogió de hombros.

—Bueno, almorcemos tarde. Merendemos temprano…

Echó una mirada teatral por la recepción y bajó la voz a un susurro de complicidad:

—Creo que podríamos echarnos un cable mutuo. Es posible que yo sepa algo que a ti te interesa —le confió, dando un paso hacia atrás y sonriendo de oreja a oreja—. ¿Qué me dices? Invita el periódico.

Logan se lo pensó. Por norma, la policía nunca debía aceptar regalos. El cuerpo de policía moderno hacía todo lo posible por asegurarse de que nadie pudiera señalarle con el dedo de la corrupción. Colin Miller era la última persona del mundo con quien le apetecía pasar más tiempo. Pero por otro lado, si Miller tenía información… Y además, estaba hambriento.

—Trato hecho —dijo.

Encontraron un reservado en el rincón de un restaurante en el Green. Miller pidió una botella de Chardonnay y un plato de tallarines con abadejo ahumado y pimientos. Logan se contentó con un vaso de agua mineral y lasaña. Y una ración de pan con mantequilla y ajo. Y una ensalada.

—Hostia, Lázaro —dijo Miller, observándolo mientras devoraba un pedazo de pan con mantequilla—. ¿No os dan de comer, o qué?

—Logan —repuso Logan, obviando la bola de pan que tenía en la boca—. Lázaro, no. Logan.

Miller se reclinó en el asiento e hizo girar el vino dentro de la copa, mirando cómo centelleaban los colores.

—No sé qué decirte —dijo—. Ya te lo he dicho antes: he estado investigando. Lázaro me parece un apodo muy acertado para alguien que ha resucitado de entre los muertos.

—No he resucitado de entre los muertos.

—Claro que sí: he visto el informe médico. Dicen que estuviste muerto durante unos cinco minutos.

Logan frunció el ceño.

—¿Y desde cuándo mi informe médico es del dominio público?

—Me dedico a enterarme de las cosas, Lázaro. Igual que sé que ayer encontrasteis a una niña muerta en el vertedero. Igual que sé que ya tenéis a un tipo en una celda acusado de matarla. Igual que sé que tú y la patóloga jefe habíais sido algo más que amigos.

Logan se puso tenso.

Miller levantó una mano:

—No te pongas nervioso, fiera. Ya te lo he dicho antes: me dedico a saber qué pasa.

El camarero llegó con los dos platos de pasta y la atmósfera se disipó un poco. A Logan le costaba demasiado comer y estar furioso a la vez.

—¿No decías que tenías algo para mí? —preguntó, llenándose la boca de ensalada.

—Sí. Algunos de tus compañeros sacaron un cadáver del puerto ayer. Se ve que le faltaban las rodillas.

Logan miró la montañita de lasaña temblorosa que tenía en el tenedor. La salsa de carne brillaba, roja y jugosa, y los pedazos de pasta se asomaban como esquirlas de hueso. Pero Logan no iba a dejar su estómago por la conversación.

—¿Y? —preguntó, masticando.

—Y vosotros no sabéis quién es el señor Sin Rodillas.

—¿Y tú sí?

Miller cogió la copa de vino y volvió a hacer el mismo truco de darle vueltas al vino dentro de la copa.

—Pues sí. Ya te lo he dicho: a eso me dedico.

Logan esperó pero Miller aprovechó el silencio para tomar un sorbo de vino.

—¿Y quién es? —preguntó Logan por fin.

—¿Ves? Aquí es donde podríamos empezar a ayudarnos mutuamente —dijo Miller, sonriendo—. Yo tengo una información y tú tienes otra. Tú me cuentas la tuya y yo te cuento la mía. Y cuando acabemos, mejor informados estaremos los dos.

Logan dejó el tenedor. Sabía que eso era lo que iba a pasar desde el momento en que el periodista le había invitado a comer.

—No puedo decirte nada y lo sabes —respondió, apartando el plato.

—Sé que puedes decirme muchas cosas que no cuentas al resto de los medios de comunicación. Sé que podrías concederme una posición de ventaja. Eso es algo que sé que podrías hacer.

—Yo creía que ya tenías a alguien que te iba filtrando los últimos chismes.

Ahora que había acabado de comer, Logan podía centrarse mejor en la furia relegada.

Miller se encogió de hombros y enrolló una tira larga de pasta alrededor del tenedor.

—Sí, pero tú estás en una posición más óptima para ayudarme, Lázaro. O sea, tú eres el hombre que siempre aparece en escena. Y antes de ofenderte y largarte de aquí todo cabreado, déjame recordarte una cosa: esto es un intercambio. Tú me cuentas cosas a mí, yo te cuento cosas a ti. Esos cabrones deberían haberte ascendido a inspector después de lo que pasó con ese Angus Robertson. Ese tipo mató a quince mujeres y tú lo pillaste sin la ayuda de nadie. Joder, tío, es que deberían haberte dado una medalla.

Enrolló otra tira de tallarín con unos pedazos de pescado ahumado en el tenedor y siguió:

—Pero no. Se conformaron con darte una palmadita en la espalda. ¿Te dieron algún premio? ¡Y unos cojones! —espetó, inclinándose hacia delante y señalando a Logan con el tenedor—. ¿Nunca te has planteado la posibilidad de escribir un libro? Seguro que te darían un anticipo que te cagas por la historia: un violador asesino en serie anda suelto por las calles sin que nadie consiga ponerle la mano encima y ¡de repente aparece el subinspector McRae!

Miller, cada vez más entusiasmado, blandió el tenedor como si fuera una batuta, soltando pedazos de comida y pasta con cada palabra.

—¡El subinspector y la valiente patóloga localizan al asesino, pero el tipejo la agarra por sorpresa! ¡Enfrentamiento final en el tejado con sangre, una batalla feroz y una herida casi mortal! Al asesino lo condenan a una sentencia de entre treinta años a cadena perpetua. Aplausos. Se cierra el telón. —Sonrió, metiéndose lo que le quedaba de pasta en la boca—. ¡No me digas que no es una historia tremenda! Eso sí: deberías ponerte las pilas porque los ciudadanos de a pie tienen una memoria muy corta. Tengo contactos. Puedo ayudarte. ¡Joder, tío! ¡Te lo mereces!

Dejó el tenedor en el plato y hurgó en el bolsillo del pantalón del que extrajo una pequeña cartera.

—Ten —dijo, sacando una tarjeta de visita de color azul marino—. Pégale un toque a Phil y dile que vienes de mi parte. Ya verás cómo te busca un trato que te cagas. Te lo digo muy en serio. A mí me trata a cuerpo de rey.

Dejó la tarjeta en medio de la mesa, girándola para que Logan pudiera leerla.

—Ah, y eso te lo regalo, para que lo sepas. Como muestra de buena voluntad.

Logan le dio las gracias, pero optó por dejar la tarjeta donde estaba.

—Lo que quiero de ti —dijo Miller, centrándose de nuevo en su plato de pasta—, es que me digas qué está pasando con todos estos críos muertos. Los del puto departamento de comunicación están divulgando la misma mierda de siempre: nada. Nada sustancioso.

Logan asintió con la cabeza. Era la norma: si proporcionabas demasiada información a los medios de comunicación, o salía publicada en todos los diarios o se montaban reconstrucciones de lo que podría haber pasado o la debatían acaloradamente en todos los programas en vivo. Entonces los teléfonos se colapsaban con llamadas de todos los chiflados habidos y por haber, insistiendo en que eran el nuevo Monstruo de Mastrick o cualquiera que fuera el apodo trillado que se buscara la prensa para denominar al hombre que no tenía nada mejor que hacer que secuestrar, matar y mutilar a unos niños pequeños para luego abusar de sus cadáveres. Si no mantenían en secreto algunos detalles, no tenían forma de saber si las llamadas iban en serio o no.

—Por ejemplo, sé que al pequeño David Reid lo estrangularon —siguió Miller, aunque eso lo sabía todo el mundo—. Y sé que se abusó de él —dijo, aunque eso tampoco era nada nuevo—. Y también sé que el hijo de puta retorcido le cortó el pito con unas tijeras.

Logan se irguió de golpe.

—¿Cómo hostias te has enterado de…?

—Sé que luego le metió algo por el culo. Me imagino que no era capaz de levantarla así que tuvo que emplear un objeto…

—¿Quién te ha dicho todo esto?

Miller repitió la misma rutina de encogerse de hombros y darle vueltas a la copa de vino.

—Ya te lo he dicho: a eso me…

—… dedico —dijo Logan, acabándole la frase—. Por lo visto, no necesitas mi ayuda.

—Lo que quiero saber, Lázaro, es cómo va la investigación. Quiero saber qué estáis haciendo para pillar al cabrón que lo hizo.

—Pues estamos siguiendo varias líneas de investigación.

—Un niño pequeño muerto el domingo, una niña pequeña asesinada el lunes, dos chavales secuestrados… Lo que tenéis es un asesino en serie que anda demasiado suelto.

—No hay ninguna prueba que vincule los casos.

Miller se recostó, suspiró y se sirvió otra copa de vino.

—Muy bien. Veo que todavía no confías en mí. Lo entiendo, y para que sepas que soy un hombre bueno, estoy dispuesto a hacerte un favor: el tipo que sacaron del puerto, el que no tenía rodillas, se llamaba George Stephenson. Geordie para los amigos.

—Sigue.

—Trabajaba de ejecutor para Malk el Cuchillo. ¿Te suena?

Claro que le sonaba. Malk el Cuchillo, alias Malcolm McLennan, de Edimburgo, era el principal importador de armas, drogas y prostitutas lituanas de la ciudad. Tres años atrás, había decidido llevar una vida casi honrada, si es que el adjetivo pudiera aplicarse a un promotor inmobiliario. Fincas McLennan había comprado unos terrenos considerables en las afueras de Edimburgo y los había llenado de casas pequeñas y apretujadas. Hacía poco había subido a darse una vuelta por Aberdeen, buscando la forma de meterse en el juego inmobiliario de la zona antes de que el mercado se fuera a pique, enfrentándose a los chavales locales. Sin embargo, Malk el Cuchillo no jugaba según las reglas de los promotores locales: jugaba duro y jugaba para quedárselo todo. Por el momento, nadie había conseguido ponerle la mano encima. Ni el Departamento de Investigación Criminal de Edimburgo, ni el cuerpo de Aberdeen, ni nadie.

—Pues por lo visto, Geordie subió para asegurarse de que el Cuchillo consiguiera los permisos de obra que le hacían falta para su último proyecto: trescientas casas en la zona verde que hay entre aquí y Kingswell. Unos cuantos sobornos por aquí, un poco de corrupción por allá, ya sabes. El problema es que Geordie tuvo la mala suerte de toparse con un urbanista íntegro —dijo Miller, poniéndose cómodo y asintiendo con la cabeza—. Ya, a mí también me dejó pasmado. Pensaba que no quedaba ni uno. Bueno, el caso es que el urbanista va y le dice: «quítate de mi vista, Satanás» o algo así por el estilo y Geordie, muy bíblico, decide obedecer.

Miller se calló, levantó las manos e hizo el gesto de un empujón.

—Y el tío acaba bajo las ruedas del número doscientos catorce que va hasta Westhill. ¡Plaf!

Logan arqueó una ceja. Recordaba haber leído un artículo acerca de un tipo del ayuntamiento que había sido atropellado por un autobús, pero todo indicaba a que había sido un trágico accidente. El pobre desgraciado estaba en la unidad de cuidados intensivos. Los médicos dudaban que aguantara hasta Navidad.

Miller le guiñó el ojo.

—Pues ahora viene lo mejor. Se rumorea que el tal Geordie tenía afición a los caballos. Estuvo repartiéndose entre las casas de apuestas de toda la ciudad. Pasta gansa. Pero la suerte de Geordie no valía una mierda. Y aunque los corredores de Aberdeen no sean tan… emprendedores como los que trabajan más hacia el sur, tampoco es que sean una pandilla de Teletubbies. Así que cuando quiso darse cuenta, el pobre Geordie estaba flotando boca abajo en el puerto sin rótulas. Alguien se las había quitado con un machete.

Miller se tomó un sorbo de vino, sonrió y dijo:

—Ahora, dime que eso no te sirve de nada. —Logan tuvo que reconocer que le servía de mucho—. Muy bien, pues —concluyó, apoyando los codos en la mesa—. Ahora te toca a ti.

Logan entró en Force sonriendo como si acabaran de regalarle el boleto ganador de la lotería. Incluso la lluvia había aflojado y el subinspector había podido volver a pie desde el Green hasta la enorme jefatura sin mojarse.

Insch seguía en el centro de coordinación, dando órdenes y recibiendo informes. A juzgar por las apariencias, no habían encontrado nada que les ayudara a localizar ni a Richard Erskine ni a Peter Lumley. Con solo pensar en esos dos niños en paradero desconocido, probablemente muertos, a Logan se le pasó el buen humor. No era quién para ir por el mundo sonriendo como un idiota.

Abordó al inspector y le preguntó quién estaba al mando del caso del tipo sin rodillas.

—¿Por qué? —repuso Insch, con una expresión de recelo en su formidable rostro.

—Porque tengo un par de pistas.

—¿Ah, sí?

Logan asintió con la cabeza y de nuevo le asomó la misma sonrisa de satisfacción que cuando le contó todo lo que le había dicho Colin Miller mientras almorzaban. Cuando terminó, Insch lo miró impresionado.

—¿De dónde demonios ha sacado toda esta información? —preguntó.

—Colin Miller. El periodista del Press and Journal. El mismo que usted me dijo que procurara no cabrear.

La expresión en la cara de Insch era impenetrable.

—Le dije que procurara no fastidiarlo. No le dije nada de acostarse con él.

—¿Cómo? Pero si no…

—¿Es la primera charladita que tiene con el tal Colin Miller, subinspector?

—Pero si hasta ayer no sabía ni que existía.

Insch le frunció el entrecejo y no dijo nada, esperando que Logan interviniera y llenara el silencio incómodo, que le diera algún detalle incriminatorio.

—Mire, señor —dijo Logan, incapaz de contenerse—, me vino a buscar él. Pregúntelo en recepción si quiere. Me dijo que tenía una información que podría ayudarnos.

—¿Y usted qué tuvo que darle a cambio?

Otro silencio aún más incómodo que el anterior.

—Él me pidió que le diera detalles de la investigación sobre los secuestros y las muertes de los niños.

Insch lo miró fijamente.

—¿Y se los ha dado?

—Yo… le dije que antes tendría que consultarlo con usted, señor.

El inspector Insch sonrió.

—Buen chico —dijo, sacando una bolsa de gominolas del bolsillo y ofreciéndola a Logan—. Pero como me entere que me está mintiendo, le hago trizas.