Capítulo 11

El agente Steve se tambaleó una vez, dos veces, y salió corriendo hacia los arbustos, donde vomitó ruidosa y copiosamente.

—¿Lo ve? —dijo el hombre nervioso del ayuntamiento—. Ya les dije que este trabajo era horroroso, ¿o no?

Logan asintió con la cabeza y le dio la razón, a pesar de no haber prestado ninguna atención a lo que había dicho por el camino.

—Los vecinos llevan quejándose del olor desde las Navidades pasadas. Hemos mandado carta tras carta al propietario pero nunca nos ha respondido —afirmó el hombre, estrechando la cartera de piel contra el pecho—. El cartero se niega a traer las cartas hasta la casa, ¿sabe?

—¿Ah, sí? —repuso Logan.

Hombre, pues eso explicaría la carencia de respuestas. Le dio la espalda a Steve, que seguía entre los arbustos con sus arcadas y se puso a vadear por la jungla de hierbajos.

—Vamos a ver si hay alguien en casa.

Como era de esperar, el hombre del ayuntamiento dejó que pasara primero.

En tiempos pasados, el edificio principal de la alquería había estado cuidado. Quedaban restos de pintura blanca en la piedra quebradiza, soportes torcidos y oxidados donde antaño había maceteros colgantes. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Los canalones estaban llenos de hierba que habían atascado los bajantes y el agua rebosaba por los bordes. La puerta no había visto una nueva capa de pintura desde hacía años. El tiempo y las avispas se habían encargado de llevarse la última, exponiendo la madera descolorida. En medio de la puerta colgaba un pequeño número ilegible a causa del óxido y la porquería que lo rodeaba. El pomo no presentaba mejor aspecto. Y encima de todo eso estaba el número seis, grande, blanco, pintado a mano.

Logan llamó a la puerta. Dio un paso hacia atrás y esperaron. Y esperaron. Y esperaron. Y…

—¡Por el amor de Dios! —espetó Logan, alejándose de la puerta y dando la vuelta al edificio entre las malas hierbas para ver si discernía algo a través de las ventanas.

La parte interior del edificio estaba a oscuras. Logró distinguir las siluetas de lo que parecían muebles en la penumbra: formas imprecisas indefinidas por la mugre que cubría las ventanas.

Finalmente volvió a la puerta de entrada. Un camino perfectamente marcado entre los hierbajos mostraba la ruta que había tomado. Logan cerró los ojos y reprimió una obscenidad.

—No hay nadie —declaró—. Hace meses que no hay nadie.

Si alguien viviera en esa casa, habría algún camino entre la carretera y la puerta.

El hombre del ayuntamiento miró la casa, miró a Logan, miró el reloj y entonces abrió la cartera y sacó una carpeta sujetapapeles.

—No —dijo, leyendo la información que aparecía en la hoja superior—. Esta propiedad es la residencia de un tal Bernard Philips.

Se calló, jugueteó con los botones de la chaqueta durante algunos segundos y volvió a comprobar la hora. Entonces añadió:

—Y esto… trabaja para el ayuntamiento.

Logan abrió la boca para soltar unas palabras muy, muy obscenas pero se contuvo.

—¿Qué quiere decir que trabaja para el ayuntamiento? —preguntó, deteniéndose en cada una de las palabras—. Si trabaja para el ayuntamiento, ¿por qué no le entregó el aviso cuando llegó al trabajo esta misma mañana?

El hombre examinó la carpeta, evitando a toda costa tener que mirar a Logan, con la boca bien cerrada.

—¡Por Dios! —gritó Logan, aunque al fin y al cabo, ya no importaba.

Ya estaban allí. Lo mejor sería zanjar el tema en el acto.

—¿El señor Philips ha ido a trabajar esta mañana? —preguntó, procurando no perder la calma.

El hombre nervioso negó con la cabeza.

—Hoy tiene el día libre.

Logan se masajeó las sienes para ahuyentar el dolor de cabeza que le estaba brotando detrás de los ojos. Bueno, las cosas podían ser peores.

—De acuerdo. Si el señor Philips vive en esta casa…

—¡Claro que vive aquí!

—Si vive en esta casa, lo que está claro es que no duerme en el edificio principal.

Logan se volvió, dando la espalda a la casa oscura y descuidada. El resto de los edificios del caserío estaban repartidos con una dejadez despreocupada y todos tenían números pintados en las puertas.

—Probemos ese edificio de ahí —sugirió, señalando una estructura ruinosa que lucía el número uno.

Era un buen sitio para empezar.

Steve, pálido y tembloroso, se unió a ellos delante de la puerta, con un aspecto aún más lamentable que el que presentaba a primera hora de la mañana. Desde luego, había que reconocérselo a Insch: cuando decidía castigar a alguien, no se andaba con tonterías.

La puerta que daba al edificio número uno estaba embadurnada de pintura barata de color verde. La pintura cubría la madera, las paredes a cada lado y la hierba que estaban pisando. Logan hizo un gesto al agente Steve, que seguía temblando como una hoja, pero el joven se lo quedó mirando mudo y aterrorizado. El olor que venía de dentro era aún peor que antes.

—Abre la puerta, agente —dijo Logan, resuelto a no tener que hacerlo él mismo, y menos cuando disponía de un pobre desgraciado que lo hiciera por él.

Tardó un poco, pero finalmente el agente Steve dijo:

—Sí, señor.

Entonces agarró el pomo de la puerta con fuerza. Era una puerta corredera, muy pesada, y los rieles estaban oxidados y combados. El agente apretó los dientes y tiró con fuerza. Se abrió con un chirrido, soltando el hedor más nauseabundo que Logan hubiera olido en toda su vida.

Todos retrocedieron.

Una avalancha de moscardas muertas cayó de la parte superior de la puerta a la hierba mojada.

El agente Steve salió corriendo, buscando otro lugar donde echar las papas.

En algún momento de su historia, el edificio número uno había sido el establo. Era un edificio bajo, alargado, con las paredes de granito y el tejado de pizarra. Una pasarela atravesaba el centro del edificio con una baranda de madera a cada lado que solo llegaba hasta la rodilla. El resto del espacio estaba atestado por los cuerpos podridos de cientos de pequeños animales muertos.

Encima de los cuerpos rígidos y desfigurados había una capa blanca y movediza.

Logan dio tres pasos hacia atrás y se apresuró a buscar un rincón donde pudiera vomitar. Se sentía como si hubiera recibido otro puñetazo en las tripas, cada arcada clavándose como una nueva puñalada en su estómago recién cicatrizado.

Las edificaciones uno, dos y tres estaban abarrotadas de animales muertos. En realidad, la número tres no estaba llena del todo: todavía quedaban unos tres o cuatro metros cuadrados de cemento más o menos al descubierto: en lugar de animales muertos, el suelo estaba cubierto de una desconcertante sustancia amarilla y espesa. Los restos de las moscas muertas crujían bajo los pies de Logan.

Fue durante su visita a la edificación número dos que Logan cambió de parecer: el inspector Insch no era un hombre que no se anduviera con tonterías a la hora de castigar a los agentes resacosos. El inspector Insch era un auténtico cabrón.

Abrieron y comprobaron cada una de las edificaciones y cada vez que el agente Steve arrastraba una de las puertas hacia un lado, las tripas de Logan se resentían del nuevo impacto. Después de lo que se le antojó una semana de arcadas, vómitos y juramentos, los tres se sentaron al aire libre encima de un muro quebradizo, lejos de la peste de la granja. Con las manos agarradas a las rodillas y respirando a través de la boca.

Las edificaciones de la alquería estaban llenas de los cuerpos podridos de gatos, perros, erizos, gaviotas e incluso un par de ciervos rojos. Si alguna vez había caminado, volado o se había deslizado por el suelo, estaba entre la colección. Parecía el arca de algún nigromante loco. La única diferencia era que de cada animal, había más de dos ejemplares.

—¿Qué piensa hacer con todo esto? —preguntó Logan que, a pesar de haber consumido la mitad del paquete de caramelos extra fuertes de menta del agente Steve, no conseguía quitarse el regusto a bilis de la boca.

El hombre del ayuntamiento levantó la vista. Tenía los ojos enrojecidos después de vomitar repetidas veces.

—Pues tendremos que sacarlo e incinerarlo todo —repuso, pasándose la mano por el rostro—. Podría llevarnos días.

Se estremeció.

—No les envidi…

Logan se calló de golpe. Algo se movía al final del largo camino.

Era un hombre vestido con unos pantalones vaqueros gastados y un anorak de color naranja chillón. Caminaba por la parte asfaltada del camino con la cabeza gacha, mirándose los pies.

—¡Shhhhhhhh! —les hizo callar Logan, agarrando al desgraciadito del ayuntamiento y al maltrecho Steve—. Usted escóndase aquí detrás.

Mandó a Steve a la parte posterior del edificio marcado con el número dos.

Observó al agente mientras se alejaba rápidamente entre los hierbajos empapados. Cuando estuvo posicionado, Logan cogió al otro tipo de la chaqueta y dijo:

—Ha llegado la hora de entregarle el aviso —dijo, dando un paso hacia la hierba aplastada.

El hombre del anorak naranja estaba a menos de dos metros cuando finalmente alzó la vista.

Logan no había reconocido su nombre, pero conocía muy bien su cara: era Roadkill.

Se sentaron en un banco improvisado justo al lado de la puerta en el interior de la edificación número cinco, donde el señor Bernard Duncan Philips, alias Roadkill, se había creado algo parecido a un hogar. En un rincón había una pila de mantas, abrigos gastados y sacos de plástico, que le servía de cama. En la pared encima del nido colgaba un crucifijo hecho a mano con un muñeco Action Man clavado en el lugar que normalmente ocuparía Cristo.

Al lado de la cama había otra montaña de latas vacías y hueveras junto con una cocina de camping. Era muy parecida a la que se llevaba el padre de Logan de vacaciones cada verano al camping de Lossiemouth. Ahora estaba silbando alegremente, calentando agua para preparar un taza de té.

Roadkill (Logan era incapaz de llamarlo Bernard) estaba sentado en una silla tambaleante de madera, apretando los botones de una pequeña estufa de dos barras eléctricas que estaba tan muerta como los animales que llenaban las edificaciones uno, dos y tres, aunque el hombre parecía divertirse con el aparato. Lo golpeó un par de veces con un atizador de hierro adornado, tarareando una melodía que Logan no acababa de identificar.

El tipo del ayuntamiento estaba sorprendentemente tranquilo ahora que había llegado Roadkill. Le expuso la situación con palabras sencillas y fáciles de comprender: las pilas de animales muertos tenían que desaparecer.

—Estoy seguro de que lo entiendes, Bernard —dijo, señalando la carpeta sujetapapeles con el dedo—. No puedes guardar animales muertos aquí. Presenta un riesgo considerable para la salud humana. ¿Cómo te sentirías si ahora la gente se pusiera enferma a causa de tus animales muertos?

Roadkill se encogió de hombros y atizó un poco más la estufa.

—Mi madre se puso enferma —dijo, y a Logan le llamó la atención la falta de acento regional.

Siempre había dado por sentado que alguien que trabajaba para el ayuntamiento raspando los animales muertos de las carreteras tendría un acento más local. Alguna gente que vivía por la zona era casi ininteligible. Pero Roadkill, no. Lo que estaba claro era que el hombre sentado en la silla desvencijada, dándole a una estufa rota con un atizador, había recibido una educación clásica.

—Se puso enferma y se fue —afirmó, alzando la vista por primera vez desde que se había sentado—. Ahora está con Dios.

Bajo todas las capas de suciedad y mugre y barba, Roadkill era un hombre atractivo: la nariz soberbia, los ojos grises e inteligentes y las mejillas enrojecidas por el frío. Seguro que con un buen baño y una visita al barbero, nadie lo miraría dos veces si entrara en el Royal Northern Club, donde la élite de la ciudad daba audiencia mientras se atracaba de almuerzos carísimos de cinco platos.

—Lo sé, Bernard, lo sé —le aseguró el hombre del ayuntamiento con una sonrisa tranquilizadora—. Mañana vamos a mandar a un equipo para que vacíe estos edificios, ¿de acuerdo?

Roadkill dejó caer el atizador, que chocó contra el cemento con un estrépito que rebotó contra las paredes de piedra desnuda.

—Son mis cosas —dijo con el rostro tembloroso, como si estuviera a punto de echarse a llorar—. ¡No puedes llevarte mis cosas! Son mías.

—Tenemos que deshacernos de ellas, Bernard. Tenemos que velar por tu salud también, ¿verdad?

—Pero son mías…

El hombre del ayuntamiento se levantó e hizo un gesto a Logan y al agente Steve para que hicieran lo mismo.

—Lo siento mucho, Bernard, de verdad. A las ocho y media de la mañana vendrá el equipo. Si quieres, puedes ayudarlos.

—Mis cosas.

—¿Bernard? ¿Te gustaría echarles una mano?

—Mis cosas muertas especiales…

Volvieron a la ciudad en coche con las ventanillas bajadas, intentando desprenderse del olor de la alquería de Bernard Duncan Philips. Se les había impregnado en la ropa y en el pelo, rancio y repugnante. No les importaba que la llovizna se hubiera convertido en lluvia, ni que entrara a raudales por las ventanillas abiertas: mojarse era un sacrificio menor después de lo que habían pasado.

—Cualquiera que lo viera jamás se lo imaginaría —dijo el hombre del ayuntamiento cuando ya hubieron entrado en Holburn Street y se dirigían hacia la sede del ayuntamiento en St. Nicholas House—, pero fue un joven brillante. Es licenciado en historia medieval por la universidad de St. Andrew. O eso dicen.

Logan asintió con la cabeza. Justo lo que se había imaginado.

—¿Qué le pasó?

—Esquizofrenia —repuso el hombre, encogiéndose de hombros—. Está medicado.

—¿Sigue algún programa de aquéllos de la comunidad?

—Es inofensivo —dijo el tipo del ayuntamiento, aunque Logan percibió el temblor en su voz.

Por eso había insistido tanto en que le hacía falta una escolta policial. Programas de la comunidad o no, Roadkill le daba miedo.

—Y además —siguió el tipo—, lo hace muy bien. En serio.

—Se dedica a raspar los animales muertos de las calles con una pala.

—Bueno, tampoco vamos a permitir que se queden allí pudriéndose al lado de la carretera, ¿no? Bueno, los conejos y los erizos tampoco son gran cosa porque los coches los acaban aplastando contra el asfalto y los cuervos suelen encargarse del resto. Pero los gatos y los perros… eso ya es otra cosa. La gente se queja si tiene que pasar al lado de un perro labrador podrido cada mañana cuando se dirige hacia el trabajo —dijo, callándose durante un momento para colocarse detrás de un autobús que salía de una parada—. No sé qué haríamos sin Bernard. Antes de que lo soltaran de la institución no había nadie dispuesto a hacer lo que hace él, ni por todo el amor ni todo el dinero del mundo.

Ahora que lo pensaba, hacía muchísimo tiempo que Logan no veía un animal muerto en las calles de Aberdeen.

El hombre del ayuntamiento los dejó delante de Force, dándoles las gracias por la ayuda y disculpándose por el olor antes de arrancar y alejarse bajo la lluvia.

Logan y el agente Steve se echaron a correr hacia la puerta principal, salpicándose con cada paso. Los dos estaban completamente empapados cuando llegaron al área de recepción.

El agente de la cara puntiaguda del otro lado del mostrador levantó la vista cuando los oyó entrar chapoteando encima del linóleo en el que se desplegaba el emblema de la policía grampiana: un cardo con una corona encima y debajo, las palabras: «Semper Vigilo».

—¿Subinspector McRae? —dijo el agente, inclinándose hacia delante en la silla como una especie de loro extraño.

—¿Sí? —repuso Logan, esperando algún comentario lazarista. Por lo visto, esos cabrones de Gary y Eric habían propagado la maldita gracia por toda la jefatura.

—El inspector Insch dice que tiene que acudir directamente al centro de coordinación —dijo.

Logan miró hacia abajo a su chaqueta y pantalones empapados. Lo único que quería era meterse bajo la ducha y cambiarse de ropa.

—¿No puede esperar un cuarto de hora, veinte minutos? —preguntó.

El agente negó con la cabeza.

—No. El inspector ha sido muy explícito. Me ha dicho que en cuanto volviera, tenía que ir directamente al centro de coordinación.

Mientras el agente Steve fue a secarse, Logan se dirigió refunfuñando hacia los ascensores, donde pulsó el botón con un dedo muy enfadado. Cuando llegó al tercer piso, recorrió el pasillo dando pisotones. En las paredes ya había algunas tarjetas de Navidad, clavadas a los tablones de corcho entre carteles que gritaban: «¿HA VISTO A ESTA MUJER?», y «VIOLENCIA DOMÉSTICA… ¡NO TIENE EXCUSA!», entre otros anuncios de gente buscada y documentos informativos que distribuía el departamento de comunicación. Pequeñas explosiones de alegría entre tanto dolor y sufrimiento.

El centro de coordinación estaba alborotado y atestado de policías y oficiales que iban de un lado para otro con papeles en la mano, contestando los teléfonos que sonaban incesantemente. Y en medio de todo el barullo estaba el inspector Insch, sentado en el borde de una mesa, mirando por encima del hombro de un agente que tomaba nota mientras hablaba por un auricular que había incrustado entre la oreja y el hombro.

Había novedades.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Logan, una vez hubo logrado abrirse paso entre la multitud.

El inspector levantó una mano pidiéndole silencio y se inclinó hacia delante para poder leer lo que estaba escribiendo el agente. Finalmente suspiró decepcionado y se volvió hacia Logan. En cuanto vio el estado del subinspector, arqueó una ceja.

—¿Se ha tomado un baño, o qué?

—No, señor —repuso Logan, notando como el agua seguía cayéndole por la nuca hasta el interior del cuello de la camisa ya empapada—. Está lloviendo.

Insch se encogió de hombros.

—Típico de Aberdeen. ¿No podría haberse secado un poco antes de entrar aquí, chorreando agua por todo mi centro de coordinación limpio y seco?

Logan cerró los ojos y decidió no picar.

—El agente de recepción me ha dicho que era urgente, señor.

—Hemos perdido a otro niño.

El coche estaba empañándose demasiado deprisa para que el aire caliente pudiera secar la humedad. Logan había puesto el aire y la calefacción a tope pero seguía viendo el mundo exterior de forma borrosa a través del vaho. El inspector Insch estaba sentado en el asiento del pasajero, masticando con aire pensativo mientras Logan miraba con los ojos entrecerrados a través del parabrisas a las calles oscuras y mojadas. Tenían que atravesar toda la ciudad para llegar a Hazlehead, la zona en la que había desaparecido el último niño.

—¿Sabe? —musitó Insch—. Desde que ha vuelto al trabajo, hemos tenido dos secuestros, hemos encontrado una niña muerta, un niño asesinado y hemos sacado a un cadáver sin rótulas del puerto. Todo en el espacio de tres días. Un auténtico récord para Aberdeen.

Hurgó en su bolsa de caramelos efervescentes, extrajo algo que parecía una ameba y añadió:

—Estoy empezando a sospechar que es gafe.

—Gracias, señor.

—Está haciendo estragos con mi índice de criminalidad —dijo Insch—. Casi todos mis agentes están buscando a niños desaparecidos o intentando averiguar quién era la niña de la bolsa de basura. ¿Cómo demonios se supone que tengo que atender a los robos, las estafas y las denuncias por exhibicionismo si no me queda ni un maldito uniforme libre?

Suspiró y le ofreció la bolsa a Logan.

—No gracias, señor.

—Le aseguro que el rango ofrece menos privilegios de lo que la gente se imagina.

Logan se quedó mirando al inspector. Insch no era la clase de madero que se regodeara en la autocompasión. Ésa, al menos, era la impresión que tenía Logan.

—¿Como el de velar por los rangos inferiores, quiere decir?

Los rasgos generosos de Insch se torcieron hasta convertirse en una sonrisa.

—¡Ah! ¿Le ha gustado la colección privada de Roadkill?

De modo que ya sabía lo de la granja llena de animales muertos y podridos. Lo había hecho expresamente.

—Creo que hasta hoy, nunca había vomitado tantas veces en mi vida.

—¿Y qué tal el agente Jacobs?

Logan estuvo a punto de preguntarle quién era el agente Jacobs cuando se dio cuenta de que el inspector se refería al agente Steve: el stripper borracho.

—Creo que le costará olvidarse de lo que ha visto esta mañana.

Insch asintió con la cabeza y dijo:

—Me alegro.

Logan creyó que el inspector iba a añadir algún comentario más. Sin embargo, escogió otro caramelo, se lo llevó a la boca y siguió sonriendo como un demonio.

Hazlehead estaba en las afueras de la ciudad, a escasos minutos de lo que podía considerarse el campo. Al otro lado del Instituto de Hazlehead, lo único que separaba la civilización de las praderas era el crematorio. El instituto era conocido por sus alumnos violentos y las drogas que circulaban entre las aulas, aunque no era nada en comparación con Powis y Sandilands, así que las cosas podrían haber sido mucho peores.

Logan aparcó el coche delante de una de las torres de pisos cerca de la carretera principal. No era tan grande como las torres del centro de la ciudad. Sus meras siete plantas estaban rodeadas de árboles viejos y cadavéricos. Las hojas habían caído tarde este año y el suelo estaba cubierto de coágulos negros y viscosos que atascaban las alcantarillas, provocando inundaciones en la calzada.

—¿Tiene paraguas? —preguntó el inspector, mirando detenidamente el día de perros que hacía fuera.

Logan reconoció que sí, en el maletero, e Insch lo obligó a bajarse del coche para ir a buscarlo, negándose a salir afuera hasta que Logan hubiera abierto el paraguas y estuviera al lado de la puerta.

—A esto sí que lo llamo servicio —dijo Insch sonriendo—. Venga, vamos a ver a la familia.

Los señores Lumley tenían un piso que ocupaba una de las esquinas de la planta superior del edificio. Para sorpresa de Logan, el ascensor no apestaba a meados ni estaba lleno de grafitis mal escritos. Las puertas se abrieron en un pasillo bien iluminado. Más o menos a la mitad del pasillo, se toparon con un policía hurgándose la nariz.

—¡Señor! —exclamó el agente en cuanto vio al inspector, poniéndose derecho y abandonando rápidamente las excavaciones.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Insch, mirando por encima del hombro del agente a la puerta de los Lumley.

—Hace veinte minutos, señor.

A menos de cien metros del edificio había una pequeña comisaría de poco más de un par de salitas, aunque cumplía bien su función.

—¿Han mandado a alguien a llamar a las puertas?

El policía asintió.

—Sí, señor. Tres oficiales en total, señor. Y el coche patrulla está dando vueltas por el barrio transmitiendo la descripción del niño.

—¿A qué hora ha desaparecido?

El policía sacó una libreta del bolsillo y la hojeó hasta dar con la página que buscaba.

—La madre ha llamado esta mañana a las diez y media. Se ve que el niño estaba jugando en la calle…

Logan se quedó estupefacto.

—¿Con el tiempo que hace?

—La madre dice que le encanta la lluvia, que se divierte poniéndose todos los impermeables que encuentra en casa.

—Ya —dijo Insch, metiendo las manos hasta el fondo de los bolsillos—. Cada uno a lo suyo. ¿Tiene amigos?

—Todos están en la escuela.

—Menos mal que todavía los llevan. ¿Han hablando con la escuela? Es posible que nuestro amiguito haya decidido pasarse por ahí.

El policía asintió con la cabeza.

—Nos hemos puesto en contacto con la escuela justo después de llamar a los amigos. Parece ser que hace casi una semana y media que no aparece por ahí.

—Estupendo —suspiró Insch—. De acuerdo, pues, apártese. Mejor que vayamos a hablar con los padres.

El interior del piso estaba decorado con colores muy vivos, igual que la casa de Kingswells, la casa en la que había vivido David Reid antes de que el asesino lo secuestrara, lo estrangulara, abusara de él y lo mutilara. Por las paredes colgaban fotos del niño, igual que en la casa de Richard Erskine en Torry, pero el niño en cuestión tenía unos cinco años, una melena pelirroja, la cara pecosa, y se lo veía un poco más descuidado.

—Esa foto es de hace dos meses, en su fiesta de cumpleaños.

Logan apartó la vista de la pared y se volvió para mirar a la mujer que estaba de pie al lado de la puerta de la sala de estar. Era sencillamente despampanante: el cabello rizado y pelirrojo que le caía hasta el hombro, la nariz respingona y los ojos verdes y grandes. Había estado llorando. Logan procuró no fijarse demasiado en sus pechos imponentes cuando los invitó a pasar a la sala.

—¿Lo han encontrado? —preguntó un hombre desaliñado que iba vestido con un mono azul y calcetines.

—Dales tiempo, Jim. Acaban de llegar —dijo la mujer, acariciándole el brazo.

—¿Es usted el padre? —preguntó Insch, sentándose en el brazo de un sofá de color azul eléctrico.

—Padrastro —dijo el hombre, volviendo a sentarse—. Su padre era un hijo de puta…

—¡Jim!

—Lo siento. Su padre y yo no nos entendemos.

Logan empezó a inspeccionar lentamente la sala alegre, mirando de forma muy evidente las fotos y los adornos, sin quitarle el ojo de encima al padrastro Jim. No sería la primera vez que un hijastro se las hubiera visto con el nuevo marido de mamá. Algunos trataban a los hijos de sus parejas como si fueran de su propia sangre; otros los consideraban un recordatorio permanente de que ellos no habían llegado primero, de que otro ya se había tirado a la persona que ellos amaban. Los celos eran obra del diablo, especialmente cuando la persona que los sufría se desahogaba con un crío de cinco años.

De acuerdo, en cada una de las fotos aparecían los tres con aspecto de estar pasándoselo en grande, pero la gente tampoco solía llenar la sala de estar de fotos en las que se vieran los hematomas, las quemaduras de cigarrillos y los huesos rotos.

Logan prestó especial atención a una escena en la que aparecían en una playa de un país caluroso, los tres en bañador y sonriendo para la cámara. La madre tenía un tipo espectacular, y más con el bikini de color verde botella que lucía. Incluso con la cicatriz donde debieron de hacerle una cesárea.

—Corfú —dijo la señora Lumley—. A Jim le gusta llevarnos a un sitio bonito cada año. El año pasado fuimos a Corfú y este año iba a ser Malta. El año que viene queremos llevar a Peter a Florida para que conozca a Mickey Mouse…

Se mordió el labio inferior.

—Peter está loco por Mickey Mouse… Le… ¡Oh, Dios! ¡Encuéntrenlo, por favor!

Entonces se desplomó en los brazos de su marido. Insch miró de reojo a Logan. Logan asintió con la cabeza y dijo:

—¿Por qué no preparo una taza de té para todos? Señor Lumley, ¿le importaría enseñarme dónde está la cocina?

Media hora después, Logan y el inspector Insch estaban al lado de la escalera en la planta baja de la torre de pisos, mirando a través de la puerta la lluvia.

—¿Qué le parece? —preguntó Insch, sacando la bolsa de caramelos efervescentes.

—¿El padrastro? —Insch asintió con la cabeza—. Cualquiera diría que quiere muchísimo al chaval. Tendría que haberlo oído cuando me explicaba que Peter va a jugar para el FC Aberdeen cuando sea mayor. No parece el típico padrastro malvado.

El inspector volvió a asentir con la cabeza. Mientras Logan había estado preparando el té e interrogando al padrastro, Insch había estado con la madre, sonsacándole discretamente toda la información que podía.

—No, para nada. El niño no tiene ningún historial de accidentes ni enfermedades raras ni visitas al médico.

—¿Cómo es que no ha ido a la escuela hoy? —preguntó Logan, cogiendo un caramelo de la bolsa de Insch.

—Un caso de intimidación. Se ve que hay un niño gordo al que le gusta pegarle palizas porque es pelirrojo. La madre piensa que lo mejor es que se quede en casa hasta que la escuela tome cartas en el asunto. Todavía no le ha dicho nada al padrastro porque cree que se volverá loco si se entera de que un niñato ha estado metiéndose con su Peter.

Insch se metió el último caramelo en la boca y suspiró:

—Dos críos desaparecidos en dos días —dijo, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar la tristeza que sentía—. ¡Dios! Espero que le haya dado por escaparse de casa. No tengo ningunas ganas de llevar a otro niño muerto al depósito de cadáveres.

Insch volvió a suspirar y su enorme cuerpo se deshinchó levemente.

—Los encontraremos —dijo Logan, con una convicción que no sentía.

—Sí, los encontraremos —repitió Insch, saliendo por la puerta y metiéndose bajo la lluvia sin esperar a que Logan abriera el paraguas—. Los encontraremos, pero estarán muertos.