A las seis de la mañana, los pitidos insistentes del despertador de Logan lo obligaron a arrastrarse a la cama y adentrarse en una devastadora resaca. Se desplomó en el borde del lecho, sosteniendo la cabeza entre las manos y notando como el contenido de su cerebro se hinchaba y palpitaba sin cesar. El estómago le estaba haciendo unos ruidos preocupantes y revolviéndose como una lavadora. Iba a vomitar. Con un gruñido, se tambaleó hasta la puerta de la habitación, se metió en el pasillo y se dirigió al cuarto de baño.
¿Por qué tuvo que beber tanto? El frasco de analgésicos indicaba claramente que no había que tomarlas con bebidas alcohólicas…
Cuando hubo terminado, se apoyó en el borde del lavabo y dejó que la cabeza se le cayera hacia delante hasta apoyarla en la superficie fresca de los azulejos para contrarrestar el escozor ácido de la bilis que todavía le llenaban los orificios nasales.
Abrió un ojo, justo lo suficiente para comprobar que había un vaso de cerveza casi vacío encima de la cisterna. Todavía le quedaba medio frasco de los analgésicos que le habían dado la primera vez que había salido del hospital, cuando las cicatrices eran recientes. Logan lo sacó del armario con la mano temblorosa, lidiando con la tapa de seguridad. Enjuagó el vaso y lo llenó de agua, se metió un par de pastillas del tamaño de un guisante en la boca, se las tragó y dio un par de pasos muy lentos hacia la ducha.
No se encontraba mucho mejor cuando salió, pero al menos ya no olía a aquella mezcla rancia de fábrica de cerveza y cenicero. Ya estaba a la mitad del pasillo, secándose el pelo con una toalla cuando oyó un educado carraspeo.
Logan se dio la vuelta rápidamente, el corazón se le aceleró descontrolado y apretó los puños.
En la puerta de la cocina estaba la agente Watson. Llevaba puesta una de sus viejas camisetas y en la mano blandía una espumadera de plástico. El cabello, liberado del apretado moño reglamentario, le caía en tirabuzones por encima de los hombros. Por debajo de la camiseta salían sus piernas desnudas, dos piernas estupendas, por cierto.
—Hace frío, ¿verdad? —dijo Watson con una sonrisa, y Logan se dio cuenta de que estaba en cueros, con todo a la vista.
Se tapó sus regiones bajas rápidamente con la toalla y empezó a ruborizarse, un calor incandescente que le subió desde la planta de los pies hasta la coronilla.
La sonrisa de la agente Watson menguó un poco y frunció ligeramente el entrecejo, formando una arruga entre sus cuidadas cejas castañas. Le estaba mirando fijamente el abdomen, donde las cicatrices le habían dejado unas marcas arrugadas en la piel.
—¿Dolió?
Logan carraspeó y asintió con la cabeza.
—Hombre, no se lo recomendaría a nadie. En fin, esto…
—¿Te apetece un bocadillo de beicon? No hay huevos. Bueno, en realidad, no hay casi nada en la nevera.
Logan permaneció donde estaba, de pie, tapándose las partes pudendas con la toalla, intentando pasar por alto el cosquilleo incómodo de una inminente erección.
—¿Y entonces? ¿Un bocadillo de beicon?
—Ah, sí. Perfecto, gracias.
Watson se volvió y se metió de nuevo en la cocina y Logan se fue corriendo hacia la puerta de la habitación y la cerró dando un portazo. ¡Dios! ¿Tanto se emborracharon anoche? ¡¡No tomar con bebidas alcohólicas!! No se acordaba de nada. Ni siquiera sabía su nombre. ¿Cómo pudo acostarse con una mujer cuando no sabía ni cómo se llamaba?
Se frotó con la toalla, la lanzó a un rincón y logró enfundarse los pies todavía húmedos en unos calcetines negros.
¿Cómo demonios había permitido que ocurriera algo así? Él era subinspector y ella era agente. Trabajaban juntos. ¡Él era su superior! Al inspector Insch le iba a dar un telele si empezaba a salir con una agente de su propio equipo.
Dando saltitos con un pie, se puso los pantalones antes de darse cuenta de que se había olvidado de ponerse los calzoncillos. De modo que se quitó de nuevo el pantalón.
—¡Pero serás idiota! ¿Qué coño has hecho? —preguntó al reflejo perturbado que vio en el espejo—. ¡Trabaja para ti!
El reflejo también lo miró y la consternación se transformó en una sonrisa de complicidad.
—Sí, pero no está nada mal, la chica.
Logan tuvo que reconocer que el reflejo no andaba del todo equivocado. La agente Watson era lista, atractiva… y seguramente le iba a partir la cara a cualquiera que la utilizara para un polvete de una noche. No por nada la llamaban la «rompecojones». Eso se lo había advertido Insch.
—¡Dios!
Sacó una camisa blanca limpia del armario y estuvo a punto de estrangularse con una corbata con estampado de cachemira antes de irrumpir en el pasillo. Logan se paró antes de llegar a la cocina. ¿Y ahora qué diablos iba a hacer? No se acordaba de nada. Hizo una mueca. Sí, eso le iba a sentar de maravilla: «Hola, agente. Lo siento pero no me acuerdo si me acosté contigo. ¿Nos lo pasamos bien? Vale, y por cierto, ¿cómo te llamas?».
No tenía más remedio que cerrar la boca y dejar que ella diera el primer paso. Logan respiró hondo y entró por la puerta.
La cocina olía a beicon frito y cerveza rancia. La agente Watson y sus torneadas piernas estaban de pie delante de los fogones, con las manos encima de una sartén en la que chisporroteaban varias lonchas de beicon. Logan estuvo a punto de hacer un comentario elogioso para romper el hielo cuando de repente oyó una voz por encima del hombro, dándole un susto de muerte.
—Aaaayyyyy… Apártese un poco. No creo que aguante mucho rato de pie.
Logan se volvió y vio un joven desmejorado con cara de sueño y barba de un día vestido con ropa informal. Se quedó allí, rascándose el culo y esperando a que Logan lo dejara entrar en la cocina.
—Perdona —dijo Logan, apartándose para que el joven pasara y se desplomara en una silla.
—Buah. ¡La cabeza! —dijo el recién llegado, sujetando el objeto causante del conflicto en las manos y acompañándolo suavemente hacia abajo hasta apoyarlo encima la mesa.
Watson miró por encima del hombro y vio a Logan de pie en la puerta, ya vestido para ir a trabajar.
—Siéntate —dijo, cogiendo un par de rebanadas de pan blanco de una bolsa nueva y apilando medio paquete de beicon frito entre ellas. Lo dejó todo encima de la mesa y se puso a freír la siguiente ronda de beicon.
—Ah… gracias —dijo Logan.
El joven resacoso que estaba sentado al otro lado de la mesa le resultaba ligeramente familiar. ¿Era del equipo de búsqueda? ¿El que había tirado cerveza encima del menda barbudo del Departamento de Investigación Criminal? Watson dejó otro bocadillo en mesa, esta vez delante del agente maltrecho.
—No hacía falta que nos prepararas el desayuno —dijo Logan con una sonrisa, viendo que estaba metiendo otra ronda de beicon en la sartén.
De repente, la agente Watson desapareció dentro de la nube de humo que subió de la cocina. La despejó agitando la espumadera un par de veces y rociando la encimera con gotitas de grasa.
—¿Preferirías que lo preparara él? —repuso, señalando el agente cuyo aspecto indicaba que iba a tener serios problemas en llegar al cuarto de baño si el bocadillo de beicon le causaba algún problema—. No sé tú, pero a mí personalmente me gusta el desayuno sin grumos.
Entonces otro rostro que Logan solo reconocía parcialmente se asomó por la puerta de la cocina.
—Hostia, Steve —dijo—. ¿Te has visto, tío? Como Insch te vea así le va a dar un pasmo…
Se calló cuando vio a Logan sentado a la mesa, todo duchado y vestido.
—Buenos días, señor —dijo—. Divertida fiesta anoche. Gracias por alojarnos.
—Ya. No hay de qué.
¿Fiesta?
El rostro sonrió.
—¡Ooooooh! ¡Bonitas piernas, Jackie! ¡Dios! ¡Un bocadillo de beicon! No habrá otro…
—¡Ni lo sueñes! —contestó Watson, sacando dos rebanadas de la bolsa y llenándolas de lo que quedaba de beicon—. MacNeil solo compró cuatro paquetes y no queda nada. Además, tengo que vestirme.
Cogió la botella de ketchup que había en la encimera y la apretó hasta bañar el beicon en una cantidad indecente de pringue rojo y dijo:
—Haberte despegado antes de la piltra.
El nuevo rostro se frunció con manifiesta envidia cuando vio el bocado inmenso que le pegaba la agente Jackie Watson al bocadillo. Se puso a masticar, satisfecha, con una sonrisa roja y grasienta que le cubría toda la cara.
No dispuesto a darse por vencido, el tipo que Logan todavía no conseguía identificar se sentó en la última silla que quedaba libre y apoyó los codos encima de la mesa.
—Joder, Steve —dijo con tono muy preocupado—, tienes muy mala pinta, macho. ¿Seguro que vas a poder con eso?
Señaló el bocadillo de beicon que seguía intacto delante del agente y pasó al ataque:
—¿No has visto cuánta grasa?
Watson tenía la boca llena de comida pero consiguió mascullar por los lados:
—Ni caso, Steve. Eso te va a sentar de maravilla.
—Sí —dijo el agente sin nombre—. Cómetelo todo, Steve. Unos buenos pedazos de cerdo muerto. Fritos en su propia grasa. Todo pringoso. Justo lo que necesitas para calmar esas náuseas.
Steve se había tornado en un extraño tono gris.
—Sí, señor. No hay nada como un pedazo de manteca para calmar…
El recién llegado no tuvo que seguir. Steve se levantó de un brinco de la mesa, se cubrió la boca con la mano y salió corriendo hacia el cuarto de baño. Cuando llegaron los ruidos de las arcadas y las salpicaduras desde el final del pasillo, el tipo sonrió, cogió el bocadillo abandonado de Steve y se lo metió en la boca.
—¡Esto está de muerte! —dijo, limpiándose el chorro de grasa que le caía por la barbilla.
—¡Eres un hijo de la gran puta, Simon Rennie!
El hijo de puta de Simon Rennie le guiñó el ojo a Watson.
—A eso se le llama la ley del más fuerte.
Logan se apartó un poco de la mesa, masticando su propio bocadillo e intentando recordar qué demonios había pasado la noche anterior. No recordaba ninguna fiesta. La verdad era que no tenía ni puñetera idea de lo que había sucedido después de que salieran del bar. Algunas de las cosas que habían pasado antes de marcharse le estaban volviendo de forma muy borrosa, pero por lo visto, había montado una fiesta y algunos miembros del equipo de búsqueda se habían quedado a dormir en su casa. Hombre, eso tenía cierto sentido: vivía en Marischal Street, a dos minutos a pie de Queen Street y la jefatura de policía. Pero todavía no conseguía acordarse de lo que había pasado después de que los echaran del bar. El agente que estaba vomitando en su cuarto de baño, Steve, había puesto A Kinda Magic de Queen en la máquina de discos y se había apresurado a desprenderse de toda la ropa que llevaba. El acto en sí no podía calificarse de striptease, dado que la seducción era un factor clave de un buen striptease y Steve estaba tan bolinga que había conseguido poco más que tambalearse por el bar como un poseso.
Los empleados del bar les habían pedido amablemente que se largaran.
Y eso explicaba por qué tenía la mitad del cuerpo de policía en su cocina devorando pedazos de beicon, o en su cuarto de baño echando las papas. El problema era que eso no dilucidaba el enigma de la agente Watson y sus hermosas piernas.
—Mmm —dijo, observando cómo Watson le arrancaba otro cacho a su bocadillo—. ¿Cómo es que has acabado haciendo de chef?
Era una pregunta completamente neutra. Nadie iba a apreciar el verdadero subtexto: ¿nos acostamos juntos anoche?
Watson se limpió la boca con el dorso de la mano y se encogió de hombros.
—Porque me tocaba. La primera vez que pasas la noche en casa de los amiguitos, tienes la obligación de preparar los bocadillos de beicon. Como es tu piso, la obligación pasa al siguiente de la fila.
Logan asintió con la cabeza como si se le antojara completamente lógico. Era demasiado temprano y el cerebro aún le marchaba al ralentí. Se limitó a sonreír de una forma que no delatara nada negativo de lo que hubiera pasado la noche anterior.
—Bueno —dijo levantándose y tirando las cortezas de pan a la basura—, tengo que irme. La reunión informativa empieza a las siete y media en punto y antes tengo que hacer un par de trabajos previos.
Así, escueto y formal. Nadie le contestó. Ni siquiera lo miraron.
—Vale, pues cerrad bien la puerta y nos vemos allí… —insistió, esperando alguna señal de la agente Watson.
¡Jackie, hostia! ¡No era la agente Watson! Pero Jackie ni se inmutó. Estaba demasiado concentrada en el bocadillo.
—Pues eso —dijo, retrocediendo hacia la puerta—. Hasta luego.
La calle todavía estaba oscura. A aquella hora de la mañana no iba a ver el sol en por lo menos cinco meses. La ciudad había empezado a despertarse cuando subió por Marischal Street hasta Castlegate. Las farolas estaban encendidas, igual que las luces de Navidad y los villancicos favoritos de la ciudad que sonaban desde aquí al otro extremo de Union Street.
Logan se detuvo durante unos instantes para aspirar el aire frío de la mañana. Se había marchado la lluvia torrencial del día anterior, dejando una llovizna brumosa que envolvía y difuminaba las luces de Navidad, luces de color marfil en forma de copos de nieve y regalos, esculpidas contra el cielo plomizo. Las calles se estaban llenando lentamente de coches. Los escaparates en Union Street ofrecían un derroche de alegría navideña y porquería barata. Encima de ellos, el granito gris se elevaba tres o cuatro plantas más, las ventanas oscuras de los despachos todavía desocupados, la gente todavía durmiendo. Toda la escena estaba bañada de una resplandeciente luz ámbar y blanca, reflejo de las luces festivas. Era casi hermoso. A veces la ciudad le recordaba por qué seguía viviendo allí.
Pasó por la tienda de periódicos más cercana, donde se compró medio litro de zumo de naranja y un par de cruasanes, antes de entrar por la puerta trasera de la jefatura y salir de la llovizna. El agente de recepción levantó la vista y saludó a Logan mientras se sacudía la chaqueta delante del ascensor:
—Buen día, Lázaro.
Logan fingió no oírlo.
La sala de reuniones olía a café cargado, a cerveza rancia y a resaca. La asistencia fue absoluta, cosa que sorprendió mucho a Logan. Hasta Steve, el agente del striptease y las nauseas, estaba sentado en la última fila, claramente indispuesto.
Logan, con una pila de carteles fotocopiados de la niña fallecida bajo el brazo, buscó un asiento lo más cerca posible de la primera fila y esperó a que el inspector Insch abriera la sesión. El inspector le había pedido que se pusiera de pie esta mañana y que informara a todo el mundo de lo poco que sabían acerca de la niña de cuatro años que había aparecido muerta el día anterior en el vertedero de Nigg.
Cuando alzó la vista de las fotocopias, vio que la agente Watson, Jackie, le estaba sonriendo. Le devolvió la sonrisa. Ahora que había tenido el tiempo necesario para mitigar el pánico que se había apoderado de él, estaba empezando a gustarle la idea. Habían pasado cuatro meses desde que se había separado definitivamente de Isobel. Tenía ganas de iniciar otra relación. En cuanto acabara la reunión, iba a pedirle a Insch que le asignara otro guardaespaldas. Nadie iba a oponerse a su relación, si ya no trabajaban juntos.
Siguió sonriendo y mirando a la agente Jackie Watson, con sus preciosas piernas ocultas bajo aquellos pantalones negros reglamentarios. Y ella le siguió sonriendo a él. Todo iba bien en el mundo.
Hasta que Logan se dio cuenta de que le sonreía todo el mundo, no solo la agente Jackie Watson.
—Cuando quiera, subinspector.
Se volvió de repente y se dio cuenta de que el inspector Insch lo estaba mirando fijamente.
—Ah, sí. Gracias, señor —balbuceó, levantándose de la silla y dirigiéndose al escritorio en el que se había aparcado Insch, esperando no parecer tan incómodo como se sentía.
—Ayer a las cuatro de la tarde, Andrea Murray, jefa del departamento de Ciencias Sociales de Kincorth Academy, llamó a la policía para dar parte del descubrimiento de un pie humano que sobresalía de una bolsa de basura en el vertedero de Nigg. El pie pertenece a una niña de cuatro años todavía sin identificar: blanca, pelo rubio, largo y ojos azules.
Entregó la pila de fotocopias a un agente en la primera fila y le pidió que se quedara con una y fuera pasando el resto. Todas las hojas eran idénticas, con la foto que le habían hecho en el depósito: el rostro entero, ojos cerrados, las mejillas con marcas donde le habían atado con la cinta de embalar.
—Nuestro asesino tenía intención de despedazarla antes de deshacerse de ella pero no tuvo agallas para hacerlo.
Unos murmullos de indignación entre los hombres y mujeres que llenaban la sala.
—Eso significa… —dijo Logan, alzando la voz—, eso significa que seguramente fue la primera vez. Si hubiera matado antes, no le hubiera supuesto ningún problema.
Todos callaron e Insch hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
Logan repartió la segunda pila de fotocopias.
—Aquí tienen una copia de la declaración de Norman Chalmers. Lo detuvimos anoche bajo sospecha de homicidio gracias a una prueba que halló la agente Watson y que lo vinculaba a la bolsa de basura en la que encontramos el cuerpo de la niña.
Alguien le dio un espaldarazo y la agente Jackie Watson sonrió.
—Sin embargo —siguió Logan—, ha surgido un inconveniente. El equipo forense no ha encontrado ninguna huella de la niña en la casa de Chalmers. Nada. Si no la llevó allí, ¿entonces dónde la llevó? Quiero que un equipo examine a fondo todas las transacciones del señor Chalmers. ¿Alquila un garaje, por ejemplo? ¿Le ha estado cuidando la casa a un amigo? ¿Tiene algún pariente que se haya ido a vivir a una residencia y que lo hayan dejado al cargo de la casa familiar? ¿Hay alguna zona en su lugar de trabajo donde pudiera ocultar un cadáver sin levantar sospechas?
Hubo gestos de aprobación por toda la sala.
—El siguiente equipo: tienen que ir de puerta en puerta por todo el barrio de Rosemount. ¿Quién era esa niña? ¿Cómo consiguió llevársela?
Alguien levantó la mano y Logan señaló a su propietario.
—Diga.
—¿Cómo puede ser que nadie haya denunciado su desaparición?
Logan asintió.
—Es una muy buena pregunta. Desaparece una niña durante por lo menos veinticuatro horas ¿y nadie se molesta en llamar a la policía? Algo no cuadra. Aquí tienen la lista de los servicios sociales con todas las familias de Aberdeen que aparecen en registro con hijas de la misma edad de la víctima —dijo, repartiendo el último juego de fotocopias—. Equipo tres: de esto se encargarán ustedes. Quiero que interroguen a cada una de las familias de esta lista y quiero que vean a la niña en persona. No hay que confiar en nadie, ¿de acuerdo?
Silencio.
—Muy bien, pues. Formemos los equipos.
Logan organizó tres equipos de cuatro personas cada uno y los mandó a ponerse en marcha. El resto de los asistentes se removieron en sus asientos mientras los «voluntarios» salieron de la sala arrastrando los pies.
—Escuchen —dijo Insch.
No tuvo que levantar la voz: en cuanto abría la boca, todo el mundo callaba.
—Alguien afirma haber visto un niño que encaja con la descripción de Richard. Se ve que se subió a un descapotable de color granate. Otros testigos también afirman haber visto un coche de las mismas características rondando por el barrio en los últimos meses. Lo más probable es que nuestro pederasta quisiera vigilar la zona —dijo Insch, callando durante unos segundos para asegurarse de que tuviera la atención de todos los presentes—. Richard Erskine lleva veintidós horas desaparecido. Aunque no se lo haya llevado ningún demente, no ha parado de llover en toda la noche y la temperatura rozaba los cero grados. Sus posibilidades son escasas. Eso significa que tenemos que buscarlo con más ganas y más rapidez. Si hace falta, pondremos patas arriba toda la ciudad, pero hay que encontrarlo.
Casi se olía la determinación en la sala, un olor que superaba incluso la peste a resaca rancia que desprendía más de uno de los presentes.
Insch leyó en voz alta la lista de equipos y se acomodó de nuevo encima del escritorio. Los agentes se levantaron para dirigirse a sus correspondientes tareas. Mientras Logan esperaba que Insch le diera más instrucciones, vio cómo el inspector llamaba a Steve, el borracho desnudo, reteniéndolo hasta que todo el mundo se hubiera marchado. Se pusieron a hablar en un tono tan bajo que Logan no consiguió captar ni una sola palabra de lo que decían, aunque se imaginaba perfectamente de qué iba la conversación. El rostro del joven agente pasó de ruborizarse a palidecer de forma alarmante.
—Muy bien —dijo Insch para acabar, inclinando la cabeza hacia el policía tembloroso—. Espérese fuera.
Steve salió de la sala, cabizbajo, como si acabara de recibir una bofetada.
Cuando cerró la puerta, Insch le hizo un gesto a Logan para que se acercara.
—Esta mañana le voy a asignar un trabajo para niños —empezó, sacando una bolsa familiar de pasas bañadas en chocolate del bolsillo de la chaqueta.
Forcejeó con la bolsa, intentando abrirla con las manos antes de abandonar el cometido y atacarla directamente con los dientes.
—No sé qué clase de pegamento emplean para estas malditas bolsas… —espetó, escupiendo un pedazo de plástico y metiendo un dedo en el agujero que había conseguido hacer—. Bien, el departamento de sanidad y medio ambiente del ayuntamiento ha pedido respaldo policial.
Logan procuró no gemir.
—Me lo dice en broma, ¿verdad?
—No. Se ve que tienen que ir a entregar un aviso y el desgraciadito encargado de las entregas padece de los nervios. Está convencido de que lo van a asesinar si no estamos allí para darle la manita. El comisario quiere que seamos más accesibles al ayuntamiento. Eso quiere decir que nos tenemos que mostrar dispuestos a ofrecerles todo el apoyo que nos pidan.
Extendió el agujero que había hecho en la bolsa de pasas hacia Logan.
—Pero señor —se opuso Logan, rechazando las pasas, que se le antojaban demasiado parecidas a excrementos de rata para su pobre estómago frágil—, ¿no podría encargarse algún oficial?
Insch asintió con la cabeza y Logan hubiese jurado que vislumbró un brillo malvado en los ojos de su superior.
—Sí, claro. En realidad, se va a encargar un oficial del tema. Usted tiene que ir a supervisarlo —le informó Insch, llenando la mano de un puñado de pasas y llevándoselas a la boca—. Es uno de los privilegios del rango: hay que velar por los agentes de los rangos inferiores.
Hubo una pausa cargada de implicaciones que Logan no captó a la primera.
—Muy bien —dijo Insch, señalando la puerta—. Póngase en marcha.
Todavía preguntándose qué acababa de pasar, Logan salió de la sala. El inspector Insch seguía sentado en la mesa, sonriendo como un poseso. Logan no iba a tardar en dar con la respuesta.
En el pasillo lo estaba esperando un Steve muy preocupado. Había recobrado un poco de color en el rostro que, en lugar del tono gris pálido de hacía diez minutos, ahora reflejaba un color rojo verdoso muy poco saludable. Tenía un aspecto deplorable, con los ojos enrojecidos y el aliento podrido, a pesar del fuerte olor a menta de un caramelo que no conseguía disfrazar la peste a alcohol que le rezumaba de cada uno de los poros.
—Señor —dijo, esbozando una sonrisa débil y nerviosa—, no creo que me convenga conducir, señor.
Agachó la cabeza y añadió:
—Lo siento, señor.
Logan arqueó una ceja y abrió la boca. Entonces la cerró de nuevo. Éste debía ser el oficial por el que iba a velar esta mañana.
Cuando bajaban en el ascensor hasta la planta baja, el agente Steve se desintegró:
—¿Cómo demonios se ha enterado? —se lamentó, desplomándose en un rincón con la cabeza entre las manos—. ¡Todo! ¡Es que lo sabía todo!
Logan notó un cosquilleo de horror que le subía por la columna.
—¿Todo?
¿También sabía que se había emborrachado y que se había acostado con la agente Watson?
El agente Steve gimió.
—Sabe que nos echaron del bar, sabe que me desnudé… —explicó, mirando a Logan con una mirada lastimera y enrojecida muy parecida a la de un conejo diseccionado—. ¡Dice que debería darme por contento de que conserve mi puesto de trabajo! ¡Dios!
Por un instante, Logan temió que Steve fuera a echarse a llorar. Entonces sonó la campana del ascensor y se abrieron las puertas. En el aparcamiento, un par de policías uniformados estaban luchando con un tipo barbudo vestido con tejanos que no quería bajarse del asiento de atrás de un coche patrulla. La camiseta del hombre presentaba una preciosa mancha de sangre en forma de árbol de Navidad invertido. Tenía la nariz aplastada y desplazada.
—¡Hijos de puta de mierda! —gritó, arremetiendo contra Logan.
Por suerte, el agente que lo sostenía no tenía ninguna intención de soltarlo.
—¡Esos hijos de puta se lo buscaron!
También le faltaban algunos dientes.
—Disculpe, señor —dijo el agente, agarrándolo con más fuerza.
Logan le aseguró que no pasaba nada y guió al agente Steve hasta el otro extremo del aparcamiento. Podrían haber salido por recepción pero Logan no tenía ningunas ganas de que los demás vieran al agente Steve en ese estado tan lamentable. Además, el ayuntamiento estaba a pocos minutos de la jefatura. Un paseo al aire libre le iba a sentar de maravilla.
Una vez en la calle, la llovizna les envolvió como un baño refrescante después del calor sofocante de la jefatura. Los dos hombres se pararon en la rampa que bajaba en espiral de la parte trasera del edificio hasta la calle. Se volvieron hacia la lluvia y permanecieron mirando hacia el cielo hasta que les sobresaltó una bocina.
El coche patrulla les hizo señales con los faros. Logan y el agente resacoso hicieron un gesto de disculpa y se dirigieron hacia el otro lado de la jefatura Force. Delante del tribunal de distrito ya se estaban congregando los manifestantes, agitando pancartas de índole diversa, ansiosos de ver, aunque fuera fugazmente, a Gerald Cleaver. Y de colgarlo de la farola más próxima.
El desgraciadito que padecía de los nervios los estaba esperando en la entrada del edificio principal, cambiando de un pie a otro y mirando el reloj cada dos segundos como si quizá fuera a huir si le quitaba el ojo de encima. Echó una mirada preocupada al agente Steve y extendió una mano hacia Logan para que se la estrechara.
—Siento hacerles esperar —dijo el hombre, a pesar de que fuera él quien ya llevaba un largo rato de pie delante de la puerta.
Se presentaron todos, pero al cabo de treinta segundos, Logan ya no recordaba el nombre del hombre nervioso.
—¿Nos vamos, pues? —dijo el tipo poco memorable.
Entonces se detuvo, hurgó en una cartera de piel repleta de documentos, miró de nuevo el reloj y los condujo hasta un Ford Fiesta que pedía a gritos que le administraran la extremaunción. Logan se sentó en el asiento del pasajero al lado del desgraciadito, obligando al agente Steve a sentarse en la parte posterior del coche, detrás del conductor. Uno: no quería que el empleado intrépido del departamento de sanidad y medio ambiente del ayuntamiento se diera cuenta del estado deplorable del agente, y dos: si al agente Steve le daba por vomitar otra vez, prefería que tuviera delante la nuca del desgraciadito del ayuntamiento.
Durante el tiempo que tardaron en cruzar la ciudad, el conductor les habló con pelos y señales de lo mal que lo pasaba trabajando para el ayuntamiento, pero que no podía dejar el trabajo porque entonces perdería todos los beneficios. Logan se desconectó de la diatriba, volviendo de vez en cuando para asegurarle que le parecía horroroso y que lo comprendía para que el hombre se sintiera acompañado. Sin embargo, estaba más pendiente de las calles grises que iban pasando lentamente por su lado al otro lado de la ventanilla.
Era el momento de la hora punta en que todos aquellos que deberían haber salido de casa media hora antes se estaban dando cuenta de que iban a llegar tarde. Detrás de algún que otro volante había el típico chiflado con un cigarrillo firmemente sujeto entre los dientes y la ventanilla bajada. La mejor forma de dejar que saliera el humo y de que entrara la lluvia. Logan los contempló con envidia.
Sospechaba que Insch le había querido transmitir un mensaje con ese discurso acerca de los privilegios de los rangos superiores. Un mensaje desagradable. Se pasó la mano lentamente encima de la frente, acariciando el bulto hinchado de su cerebro a través de la piel.
Tampoco era de extrañar que Insch le hubiera leído la cartilla al agente Steve. Podría haber puesto en una situación embarazosa a todo el cuerpo de policía con lo del striptease. Logan ya se imaginaba los titulares: «¡Madero desnudo que sacó la porra!». Si fuera el superior de Steve, seguramente le hubiera echado una buena bronca también.
En ese momento lo entendió todo. Además, Insch se lo había dicho sin rodeos: «Es uno de los privilegios del rango: hay que velar por los de los rangos inferiores». Logan era subinspector, Steve era oficial. Habían salido todos juntos, habían acabado mamados y Logan no había hecho nada para evitar que el agente pillara tal cogorza que le entraran ganas de quitarse toda la ropa.
Logan gimió.
Steve no era el único que había caído en desgracia: el castigo era para los dos.
Veinticinco minutos después, se bajaron del coche del desgraciadito nervioso. Habían llegado a una antigua granja ruinosa, una de las muchas alquerías remotas dispersadas por las afueras de los Cults, al oeste de Aberdeen. La poca carretera que existía había sido devorada por la maleza. Al final de camino se alzaba un caserío de piedra gris que goteaba sin parar bajo la lluvia incesante. A su alrededor, sobre un fondo de terrenos yermos y hierbajos de más de un metro de altura, había varias edificaciones abandonadas. Entre la vegetación abundaba la hierba cana y la acedera, los tallos y hojas de color herrumbre bajo el cielo invernal. Dos ventanas sobresalían del tejado de pizarra como una mirada vacía y hostil. En la planta baja, en la puerta que una vez había sido roja, alguien había pintado un seis enorme. Y cada una de las edificaciones colindantes también llevaba su propio número garabateado con pintura blanca. Todas las superficies brillaban bajo la lluvia neblinosa, reflejando la luz apagada y gris de la mañana.
—Acogedor —señaló Logan, intentando romper el hielo.
Y entonces le llegó el olor.
—¡Santo Dios! —gritó, tapándose la boca y la nariz con la mano.
Un hedor fétido y empalagoso a corrupción. El hedor a carne que ha pasado demasiadas horas al sol.
El hedor a muerte.