Capítulo 8

Norman Chalmers vivía en Rosemount Place, en un bloque de tres plantas repleto de pisos pequeños y amontonados. La calle larga, de dirección única, se torcía hacia la derecha y los edificios grises y sucios se alzaban a cada lado de la calle claustrofóbica, reduciendo el cielo a poco más que una estrecha tira de nubes iracundas teñidas por la luz anaranjada de las farolas. Pegados a la acera, los coches estaban aparcados casi tocándose, separados exclusivamente por los inmensos contenedores de basura, encadenados de dos en dos, cada uno con la cabida suficiente para contener los residuos de una semana de seis casas.

La lluvia seguía cayendo, tamborileando contra el techo del coche del Departamento de Investigación Criminal. La agente Watson dio una vuelta más a la manzana buscando un espacio donde dejar el coche, jurando como un carretero.

Logan miró por la ventana y vio como el edificio se deslizaba por tercera vez por su lado, pasando por alto las palabrotas que profería Watson. El número diecisiete no tenía nada que lo diferenciara del resto de los bloques de pisos. Edificios de tres pisos de granito sin adorno, salvo las manchas de óxido que bajaban de las cañerías podridas. Detrás de las cortinas en las ventanas se filtraba una triste luz y se oía el murmullo de los típicos programas de la tarde por encima del martilleo de la lluvia.

A la cuarta vuelta a la manzana, Logan le dijo a Watson que ya estaba bien y que dejara el coche en doble fila delante del bloque de Chalmers.

Watson se bajó del coche y chapoteó entre dos coches aparcados hasta llegar a la acera, maldiciendo la lluvia que rebotaba contra su gorra de visera. Logan la siguió, maldiciendo el charco que le envolvió todo el zapato. Llegó con el pie empapado a la puerta, una tabla anodina enmarcada por un arquitrabe muy ornamentado, aunque la madera esculpida ya tenía tantas capas de pintura que apenas se distinguían los detalles. Justo a la izquierda de la puerta caía un chorro continuo de agua de una grieta en uno de los canalones del segundo piso del edificio.

Watson apretó el botón de transmisión de su radiotransmisor, que emitió un siseo de parásitos y un clic.

—¿Preparado? —preguntó en voz baja.

—Afirmativo. La salida desde la calle está cubierta.

Logan alzó la mirada y vio a Bravo Siete Uno parado con el motor al ralentí al otro extremo de la calle. Bravo Ocho Uno también confirmó que estaba en posición. Estaban vigilando el extremo que daba a Rosemount Place, asegurándose de que nadie fuera a salir por patas. La comisaría de Bucksburn había proporcionado dos coches patrulla a Logan, además de un puñado de maderos que conocían bien la zona. Los agentes que iban dentro de los coches estaban mucho más animados que los que iban a pie.

—¡Afirmativo!

La nueva voz parecía helada y abatida. Seguramente pertenecía al agente Milligan o al agente Barnett. Les había tocado la china. Por atrás, la calle daba a otra avenida de bloques de pisos y los jardines traseros estaban divididos por unos muros altos. Los pobres desgraciados habían tenido que trepar al muro desde la calle contigua. En la oscuridad y el barro. Bajo la lluvia torrencial.

—Estamos posicionados.

Watson miró a Logan con expectación.

El edificio carecía de interfono, pero había una fila de tres timbres a cada lado de la puerta, los botones atascados por los bordes de pintura marrón. Debajo de cada botón había unas láminas de plástico detrás de las cuales aparecían los nombres de los inquilinos. Escrito con bolígrafo azul en un trocito de cartón hinchado pegado con cinta encima del nombre del inquilino anterior se leía el nombre de «NORMAN CHALMERS». Último piso a la derecha. Logan dio un paso atrás y miró hacia arriba. Las luces estaban encendidas.

—De acuerdo —dijo, inclinándose hacia delante y apretando el timbre del medio, uno que decía «ANDERSON». Dos minutos después bajó un hombre de entre veinticinco y treinta años con abundante pelo y rasgos pesados. En la parte superior del pómulo lucía un cardenal impresionante. Todavía llevaba la ropa de trabajo: un traje gris barato, los pantalones gastados y relucientes a la altura de las rodillas, y una arrugada camisa amarilla. En realidad, todo él estaba arrugado. Palideció cuando vio el uniforme de la agente Watson.

—¿Señor Anderson? —dijo Logan, dando un paso hacia delante y metiendo el pie por la puerta, por si acaso.

—¿Sí?

El hombre tenía un marcado acento de Edimburgo. Era como si cantara las vocales.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

Dio unos pasos hacia atrás, arrastrando los zapatos rayados contra las baldosas de color café con leche.

Logan sonrió para tranquilizarlo.

—Nada que tenga que preocuparle a usted, señor —le aseguró, siguiéndolo hasta el interior del edificio—. Nos urge hablar con uno de sus vecinos, pero no le funciona el timbre.

Que era mentira.

Anderson esbozó una leve sonrisa.

—Ah, vale. De acuerdo.

Logan se detuvo delante de él.

—Si no le importa que se lo diga, ese moratón tiene mala pinta.

Anderson levantó la mano y se tocó el cardenal verde y morado que tenía en la mejilla.

—Es que… es que me di contra la puerta —aclaró, sin poder mirar a Logan a los ojos.

Siguieron al señor Anderson al piso superior, donde le dieron las gracias antes de que se metiera rápidamente en su piso en la primera planta.

—Ese tipo está atacado de los nervios —dijo Watson después de oír que Anderson echaba la llave, el cerrojo de seguridad y la cadena—. ¿Cree que está metido en algo raro?

Logan asintió.

—Todo el mundo está metido en algo raro. ¿No se ha fijado en ese morado? Que se dio con una puerta… ¡Qué más quisiera! A ése le han metido una buena galleta, seguro.

Watson se quedó mirando fijamente la puerta.

—¿Demasiado asustado para denunciarlo?

—Me imagino que sí, pero no es nuestro problema.

La moqueta que cubría las escaleras solo llegaba hasta el segundo piso. A partir de ahí, todo eran tablas de madera que crujían y gemían con cada paso. En el último piso había tres puertas. Uno de ellos debía de dar al desván comunitario, otro daba a un piso y el tercero era la puerta de Norman Chalmers.

La puerta estaba pintada de color azul marino y tenía un seis de bronce colgado justo debajo de la mirilla. La agente Watson se aplastó contra la puerta para apartarse del campo visual del que miraba desde el otro lado de la mirilla.

Logan llamó suavemente, como haría cualquier vecino nervioso de una de las plantas inferiores que hubiera subido a pedir un poco de yogur griego o medio aguacate.

Oyeron un crujido, el rugido del televisor seguido del ruido seco del cerrojo. Una llave giró en la cerradura.

La puerta se abrió y apareció un hombre de veinte y pocos años con el pelo largo, la nariz torcida y la barba bien cuidada.

—Hola —fue lo único que consiguió articular antes de que la agente Watson se abalanzara sobre él, agarrándolo del brazo y torciéndolo de una forma que la naturaleza jamás hubiera considerado posible—. ¿Qué es…? ¡Eh!

Lo obligó a retroceder, empujándolo de nuevo hacia el interior del piso.

—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡Me vas a romper el brazo!

Watson sacó unas esposas.

—¿Norman Chalmers? —preguntó, colocando las frías pulseras metálicas alrededor de sus muñecas.

—¡No he hecho nada!

Logan entró en el pequeño vestíbulo y pasó rozando por el lado de la agente Watson y su cautivo escurridizo para que pudiera cerrar la puerta. La minúscula entrada de forma triangular daba a tres puertas con paneles de pino y una entrada que daba a una cocina larga y estrecha tipo galera, aunque seguramente hubiese cabido mejor en una lancha neumática.

Todo el piso estaba pintado de unos colores tan brillantes que hacían llorar los ojos.

—Vamos a ver, señor Chalmers —empezó Logan, abriendo una de las puertas al azar y descubriendo un cuarto de baño compacto de color verde esmeralda—. ¿Por qué no nos sentamos y charlamos tranquilamente?

Probó otra de las puertas, que daba a una sala grande y naranja en la que había un sofá de pana de color marrón, una lumbre falsa de gas, un sistema Home cinema y un ordenador. Las paredes estaban cubiertas de carteles de películas y una enorme estantería llena de DVDs.

—¡Qué casa tan bonita tiene, señor Chalmers! No le importa que nos dejemos de tanta formalidad y le llamemos Norman, ¿verdad?

Logan se sentó en el horrible sofá marrón antes de que pudiera darse cuenta de que estaba lleno de pelos de gato.

Chalmers se erizó, las manos todavía detrás de la espalda. La agente Watson lo tenía firmemente agarrado, impidiendo que intentara salir por patas.

—¿Se puede saber a qué demonios se debe todo esto?

Logan sonrió como un tiburón.

—No hay ninguna prisa, Norman. Agente Watson, ¿le importaría informar a este caballero de sus derechos?

—¿Vais a detenerme? ¿Por qué? ¡Pero si no he hecho nada!

—No hace falta que grites. Agente, si le parece…

—Norman Chalmers —lo interrumpió Watson—, queda detenido bajo sospecha del asesinato de una niña de cuatro años todavía sin identificar.

—¿Cómo? —chilló, forcejeando con las esposas mientras Watson le endilgó lo que quedaba del discurso.

En realidad, no dejó de chillar una y otra vez que él no había hecho nada. Que no había matado a nadie. Que todo era un error.

Logan esperó a que se calmara antes de extenderle un fajo de documentos debidamente firmados y autenticados.

—He aquí una orden de registro para remover este piso. Has sido muy descuidado, Norman. Hemos encontrado el cadáver.

—¡No he hecho nada!

—Deberías haberla metido en una bolsa de basura nueva, al menos. La mataste y la tiraste con el resto de la basura, ¿verdad? El error fue que no comprobaste si había alguna prueba incriminatoria.

Levantó la bolsa de pruebas que contenía el recibo del supermercado.

—Aguacates, unas botellas de Cabernet Sauvignon, yogur griego y una docena de huevos de corral. ¿Tienes una tarjeta de cliente de este supermercado, Norman?

—¡Esto es de locos! ¡Os digo que no he matado a nadie!

La agente Watson miró hacia abajo y se fijó en el bulto que le salía del bolsillo de atrás. Era una cartera, dentro de la cual, escondida entre una tarjeta Visa y la tarjeta de socio del videoclub del barrio, encontró la tarjeta de puntos del supermercado. El número que aparecía en la tarjeta era idéntico al que había en el recibo.

—Ponte el abrigo, Norman. Nos vamos de paseo.

La sala de interrogatorios número tres era sofocantemente calurosa. La atmósfera de la sala se había caldeado demasiado y Logan no conseguía apagar el radiador. Ni siquiera podían abrir una ventana, de modo que se vieron obligados a aguantar el calor y el aire viciado.

Los presentes: el subinspector Logan McRae, la agente Watson, Norman Chalmers y el inspector Insch.

El inspector no había dicho nada desde que había llegado. Estaba apoyado en la pared al fondo de la sala puliéndose sin prisa pero sin pausa una bolsa familiar de regaliz. Y sudando.

El señor Chalmers había decidido que no tenía ninguna intención de colaborar con la investigación de la policía.

—Ya os he dicho que no pienso decir nada hasta que llaméis a mi abogado.

Logan suspiró. Habían insistido una y otra vez.

—No vendrá ningún abogado hasta que terminemos esta entrevista, Norman.

—¡Quiero que venga un puto abogado y quiero que venga ya!

Logan apretó los dientes, cerró los ojos y contó hasta diez.

—Norman —dijo finalmente, dando unos golpecitos en la mesa con la carpeta de la investigación—, ahora mismo hay un equipo forense poniendo su casa patas arriba. Van a encontrar rastros de la niña, y usted lo sabe. Si habla con nosotros ahora, le aseguro que lo va a tener mucho mejor el día del juicio.

Norman Chalmers siguió mirando hacia delante.

—Mire, Norman, ¡ayúdenos a ayudarle! Ha muerto una niña pequeña…

—¿Estáis sordos o qué? ¡Quiero que venga mi puto abogado! —reiteró, cruzando los brazos y recostándose en la silla—. Sé cuáles son mis derechos.

—¿Derechos?

—Tengo derecho a pedir un abogado. ¡No pueden interrogarme sin la presencia de un abogado!

Chalmers sonrió con fariseísmo.

El inspector Insch resopló y Logan estuvo a punto de echarse a reír.

—¡No podría estar más equivocado! Estamos en Escocia. Podrá ver a su abogado cuando hayamos acabado con usted. No antes.

—¡Quiero a mi abogado!

—¡Por el amor de Dios! —gritó Logan, arrojando la carpeta encima de la mesa y desparramando todo su contenido por la mesa de formica.

Una foto de la niña envuelta en cinta de embalar. Norman Chalmers ni siquiera la miró.

Al final, Insch abrió la boca, llenado la sala abarrotada del retumbo de su voz de bajo:

—Qué venga su abogado.

—¿Señor? —dijo Logan, con la voz tan sorprendida como su rostro.

—Ya me ha oído. Qué venga su abogado.

Cuarenta y cinco minutos después seguían esperando.

El inspector Insch se metió otro pedazo de regaliz cuadrado en la boca y masticó ruidosamente.

—Lo está haciendo adrede. Lo que pretende ese cretino de mierda es cabrearnos.

Se abrió la puerta, justo a tiempo para que el hombre que entraba oyera la queja del inspector.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó la voz con evidente desaprobación.

Había llegado el representante legal del señor Chalmers.

Logan levantó la vista y tuvo que reprimir un quejido. Era un hombre alto y delgado vestido con un lujoso abrigo, un traje negro carísimo, camisa blanca, corbata azul de seda y una expresión muy seria en el rostro. Tenía más canas que la última vez que lo había visto, era cierto, pero recordaba perfectamente esa sonrisa irritante que no había cambiado en absoluto. Igual que el día que lo había interrogado, intentando dar a entender que el caso había sido una invención de Logan, que Angus Robertson, alias el Monstruo de Mastrick, era la auténtica víctima.

—No se preocupe, señor Moir-Farquharson —dijo Insch, pronunciando su apellido tal y como se escribía, «Far-quar-son» en lugar de la forma correcta, «Faquerson», porque sabía lo mucho que le molestaba—, estaba hablando de otro cretino de mierda. ¡Cuánto me alegro de que haya podido acompañarnos!

El abogado suspiró y tendió el abrigo encima de la última silla que quedaba libre en la sala de interrogatorios.

—Por favor, no me diga que tenemos que volver a pasar por todo esto, inspector —dijo, sacando un ordenador portátil fino y plateado que, una vez encendido, emitió un suave ronroneo que apenas se oía en la sala atestada.

—¿Todo qué, exactamente, señor Far-quar-son?

El abogado le echó una mirada letal.

—Sabe de sobras a qué me refiero. He venido a representar a mi cliente, no a escuchar sus insultos. Espero no tener que presentar otra queja de su comportamiento al jefe de policía.

A Insch se le oscureció el semblante, pero permaneció callado.

—Y ahora —dijo el abogado, dándole a las teclas del ordenador—, necesito tomar nota de los cargos formulados contra mi cliente. Me gustaría consultar con él antes de prestar una declaración formal.

—¿Ah, sí? —dijo Insch, despegándose de la pared en la que había estado apoyado y colocando sus formidables puños encima de la mesa para alzarse imponente delante de Chalmers—. Pues a nosotros nos gustaría preguntarle a su… ¿Cómo lo ha dicho? ¡Ah, sí! A su cliente… por qué mató a una niña de cuatro años y la tiró a la basura.

Chalmers se levantó de la silla de un brinco.

—¡No es verdad! ¿Qué clase de cabrones sois que no queréis ni escucharme? ¡Yo no he hecho nada!

Sandy Moir-Farquharson lo cogió suavemente del brazo para tranquilizarlo.

—No pasa nada. No hace falta que diga nada. Siéntese y deje que hable yo, ¿de acuerdo?

Chalmers miró hacia abajo al abogado, asintió con la cabeza, y se arrellanó de nuevo en la silla.

Insch no se había movido.

—En fin, inspector —dijo Moir-Farquharson—, como le iba diciendo: quisiera hablar con mi cliente en privado. Entonces podremos ayudarles con su investigación.

—Esto no funciona así —dijo Insch, mirándolo con cara de muy pocos amigos—. No tiene ningún derecho legal a hablar con este desgraciado. Si está aquí, es por pura cortesía.

Se inclinó tanto hacia él que apenas quedaba espacio para un suspiro entre los dos.

—El que lleva la batuta aquí soy yo, no usted.

Moir-Farquharson le sonrió con parsimonia.

—Inspector —dijo, manteniendo un tono de voz de persona razonable—. Conozco muy bien los caprichos de las leyes escocesas. Sin embargo, como señal de buena fe, le ruego que me permita reunirme con mi cliente en privado.

—¿Y si le digo que no?

—Entonces permaneceremos exactamente donde estamos hasta que las ranas críen pelo. O hasta que se le acaben las seis horas de detención. Usted mismo.

Insch frunció el ceño, guardó la bolsa de regaliz en el bolsillo y salió de la sala, con Logan y la agente Watson detrás. En el pasillo no hacía tanto calor, pero el aire se llenó rápidamente de toda clase de juramentos.

Cuando hubo terminado de imprecar contra el abogado, Insch pidió a Watson que vigilara la puerta. No quería que ninguno de los dos intentara huir.

A la chica no le hizo mucha gracia. No es que fuera precisamente una tarea sofisticada, pero en eso consistía ser una humilde agente de policía cualquiera. Un día iría a trabajar para el Departamento de Investigación Criminal y entonces sería ella quien ordenaría a los maderos que vigilaran las puertas.

—Y agente —susurró Insch, inclinándose hacia ella con complicidad—, ha hecho un trabajo de investigación fenomenal hoy, con eso del recibo. Que sepa que pienso hablar en su favor.

Watson sonrió.

—Gracias, señor.

Logan y el inspector la dejaron allí y volvieron al centro de coordinación.

—¿Por qué tuvo que ser él? —se lamentó Insch, apoyándose en el borde de una de las mesas—. Se supone que tengo que estar en el ensayo general de aquí a veinte minutos.

Suspiró. Ya no había ninguna posibilidad de llegar a tiempo.

—Ahora no le vamos a sacar una mierda a Chalmers —continuó—. ¡Dios nos libre de los abogados paladines!

Sandy Moir-Farquharson era muy conocido. No había ni un solo penalista que le llegara a la suela de los zapatos. Era el mejor abogado defensor de Aberdeen, el mejor cualificado para ponerse de pie y defender a cualquier culpable en pleno tribunal. Hacía años que el Servicio de Fiscalía de la Corona hacía todo lo posible por convencerlo para que se pasara al otro bando, que ejerciera de fiscal y de que se dedicara a meter a los criminales entre rejas en lugar de ayudarlos a salir impunes. Pero el muy cabrón escurridizo no quería saber nada. ¡Su misión era evitar las injusticias! ¡Proteger a los inocentes! Y aprovechar cada oportunidad posible para que se le viera el careto en la tele. Ese hombre era un peligro público.

No obstante, aunque jamás lo admitiera en voz alta, Logan sabía que si algún día se metía en un apuro, querría que lo representara el cabrón escurridizo de Sandy.

—¿Cómo es que ha permitido que Sandy el Serpiente aplazara el interrogatorio? —preguntó Logan.

Insch se encogió de hombros.

—Porque no íbamos a sacarle nada a Chalmers. Al menos sabemos que sea cual sea la estrategia del Serpiente, será divertido.

—Pensaba que estaba liado defendiendo a nuestro pederasta predilecto, Gerald Cleaver.

Insch volvió a encogerse de hombros y sacó la bolsa de chucherías del bolsillo.

—Ya conoce a Sandy el Serpiente. A ese caso le queda una semana, semana y media máximo. Después va a necesitar otra historia que le permita poner la jeta delante de las cámaras.

El inspector le ofreció la bolsa abierta a Logan, que cogió una regaliz cubierta de coco.

—Los forenses van a dar con algo, seguro —dijo Logan, masticando—. La niña tuvo que estar en su piso. Había restos de comida y botellas de vino vacías en esa bolsa de basura. Es imposible que la haya metido en la bolsa en otro sitio… a no ser que tenga otra propiedad donde también coma y beba.

Insch gruñó y hurgó de nuevo en la bolsa.

—Mañana por la mañana acérquese al ayuntamiento y compruebe si tiene alguna propiedad registrada en otro sitio. Por si acaso.

Insch encontró lo que estaba buscando: una gominola de anís cubierta de bolitas azules.

—Ahora que lo pienso, la autopsia tendrá lugar esta tarde a las ocho menos cuarto —dijo Insch, metiendo el caramelo en la boca y callando un momento para mirarse detenidamente los pies—. Me preguntaba si a usted le importaría…

—¿Quiere que vaya yo? —preguntó Logan.

—Teniendo en cuenta la naturaleza del caso y la superioridad de mi rango, debería ir yo pero… bueno…

El inspector tenía una hija pequeña de aproximadamente la misma edad que la víctima. Tener que presenciar cómo cortaban en filetes a una niña de cuatro años como si fuera media res iba a resultarle muy difícil. De todos modos, no era un trabajo que le hiciera ilusión alguna a Logan, y menos si la que iba a cortar los filetes era la doctora Isobel MacAlister.

—Va, iré yo, señor —dijo, reprimiendo un suspiro—. Usted tendrá que entrevistar a Chalmers… por la superioridad de su rango y todo eso.

—Gracias.

En señal de agradecimiento, el inspector Insch le dio el último caramelo de regaliz que quedaba en la bolsa.

Logan bajó al depósito en ascensor, esperando que fuera la noche libre de Isobel. Quizá tuviera suerte y le tocara uno de los suplentes. Aunque con la suerte que estaba teniendo últimamente, lo dudaba mucho.

El depósito estaba extrañamente iluminado y despejado para aquella hora de la tarde y las bombillas del techo se reflejaban con intensidad en las mesas de disección y los armarios frigoríficos. Hacía casi tanto frío en el sótano como en la calle. Un buen baño de desinfectante casi había conseguido disfrazar el hedor a corrupción de la autopsia de esa mañana. El olor a David Reid.

Llegó justo a tiempo para ver cómo sacaban a la niña de la enorme bolsa para restos humanos. Todavía seguía envuelta en la cinta de embalar, salvo que ahora las tiras marrones brillantes estaban cubiertas de los polvos blancos que empleaban para revelar las huellas dactilares.

A Logan se le cayó el alma a los pies. Al otro lado de la mesa de acero inoxidable, colocando al pequeño cadáver en la posición adecuada, estaba Isobel y no uno de los suplentes. Ya llevaba el uniforme de carnicera, el delantal rojo de goma limpio de sangre y restos. El fiscal y el patólogo adjunto ya habían llegado y estaban hablando acerca de la niña con Isobel, que les estaba describiendo el vertedero donde habían encontrado a la pequeña.

Alzó la vista cuando vio entrar a Logan, echándole una mirada de fastidio por debajo de las gafas de seguridad. Entonces se bajó la máscara quirúrgica.

—Tengo entendido que Insch es el agente de seguridad encargado de este caso —señaló—. ¿Dónde se ha metido esta vez?

—Está entrevistando al sospechoso.

Con un gesto brusco, volvió a colocar la máscara en su sitio y masculló unas palabras de contrariedad.

—Primero se salta la autopsia de David Reid y ahora se escaquea de asistir a esta… No sé ni por qué me molesto…

Sus quejas se perdieron en el silencio mientras preparó el micrófono y repasó los preámbulos. El fiscal echó una mirada de desaprobación a Logan. Era evidente que estaba de acuerdo con la interpretación de Isobel de la situación.

De repente, el móvil de Logan emitió unos pitidos estridentes que interrumpieron a Isobel mientras nombraba a los presentes. La doctora le lanzó una mirada furiosa.

—¡No permito que los teléfonos móviles estén encendidos mientras practico una autopsia!

Logan se deshizo en disculpas, sacó el aparato culpable del bolsillo y lo apagó. Si se trataba de algo importante, ya volverían a llamar.

Todavía furiosa, Isobel terminó el procedimiento introductorio, escogió unas brillantes tijeras de acero inoxidable de la bandeja de instrumentos y empezó a cortar la cinta, describiendo el estado del cuerpo a medida que lo iba liberando.

Debajo de toda la cinta, la niña estaba desnuda. Viendo que estaba a punto de perder una considerable cantidad de pelo, Isobel lo soltó con acetona. El olor acre a química traspasó el olor antiséptico de la sala y el hedor subyacente a putrefacción. Por lo menos el cuerpo de la niña no había pasado tres meses en el fondo de una zanja.

Isobel dejó las tijeras en la bandeja y su ayudante se puso a introducir los pedazos de la cinta de embalar en diversas bolsas de pruebas ya etiquetadas. El cadáver seguía acurrucado en posición fetal. Isobel lo fue trabajando con paciencia hasta quitarle la rigidez de las articulaciones, moviendo cada una de ellas hacia delante y hacia atrás hasta conseguir que estuviera tendida boca arriba encima de la superficie de la mesa. Parecía como si estuviera durmiendo.

Una niña rubia de cuatro años, rellenita y con los hombros y muslos llenos de cardenales, moratones oscuros en su cutis ceroso.

Un fotógrafo que Logan no conocía estaba dando vueltas, fotografiando cada paso de Isobel.

—Me va a hacer falta una foto donde se vea bien la cabeza y los hombros.

El hombre asintió y se inclinó sobre el rostro frío e inerte de la niña.

Destello, pitido, destello, pitido.

—Se presenta una profunda incisión entre el hombro izquierdo y la parte superior del brazo. Parece ser que… —empezó a decir Isobel, tirando ligeramente del brazo para abrir un poco más la herida—. Sí. Llega hasta el hueso.

Palpó la superficie cortada con los dedos enguantados.

—La herida fue causada después de la muerte de la víctima. Un solo golpe con una hoja afilada y plana, posiblemente una cuchilla de carnicero.

Se acercó tanto a la incisión que casi rozó la carne oscura con la nariz. Aspiró.

—Hay un olor inconfundible a vómito en la zona de la herida —siguió, extendiendo una mano—. Pásame esas pinzas.

El ayudante obedeció e Isobel hurgó un poco en la herida hasta que consiguió un pedazo de algo gris y sólido.

—Aparecen muestras de comida parcialmente digerida dentro de la incisión.

Logan intentó no imaginarse la escena. No lo consiguió. Dijo:

—Lo que pretendía era cortarla en pedazos. Quería deshacerse del cadáver.

—¿Y qué le hace pensar eso? —preguntó Isobel, apoyando una mano suavemente en el pecho de la niña.

—Dios sabe que la prensa está llena de artículos acerca de cadáveres desmembrados. El asesino quiere deshacerse de las pruebas y decide descuartizarla. El problema es que parece más fácil de lo que es. Con el primer corte, ya está vomitando —explicó Logan con la voz hueca—. De modo que la envuelve con cinta de embalar, la mete en una bolsa de basura y la deja en la calle para que se la lleven los basureros.

Quizás en Londres ahora los llamaran «operadores de eliminación de residuos» pero en Aberdeen seguían siendo los basureros de toda la vida.

El fiscal lo miró con una expresión que casi hubiera pasado por admiración.

—Muy bien —dijo—. Es muy posible que tenga razón.

Entonces miró al ayudante de Isobel, Brian, que estaba introduciendo los pedacitos de comida en un tubo de plástico.

—Asegúrese de mandarlo al laboratorio para que le hagan los análisis de ADN.

Isobel no hizo caso del comentario del fiscal. Abrió la boca de la niña, le apretó la lengua hacia abajo con un depresor y escrutó el interior. De repente retrocedió.

—La víctima parece haber ingerido alguna clase de producto de limpieza doméstica. Bastante, además, a juzgar por el estado de su boca. Los dientes y la piel presentan señales de decoloración corrosiva. Lo sabremos mejor cuando lleguemos al contenido del estómago.

Isobel cerró la boca de la niña con una mano mientras sujetaba la parte trasera de su cabeza con la otra.

—Vaya —dijo de repente, haciendo señas para que se acercara el fotógrafo—. Saque una de esto. La víctima recibió un golpe violento en la parte posterior de la cabeza.

Isobel movió los dedos entre el cabello de la niña, unos centímetros encima del cuello.

—No fue causado por un objeto contundente sino algo más bien ancho rematado en punta.

—¿Como la esquina de una mesa, por ejemplo? —sugirió, Logan, temiendo lo peor.

—No —repuso Isobel—. Yo diría que debió de ser algo más afilado, más pesado, como la esquina de una chimenea o un ladrillo.

—¿Fue lo que le causó la muerte?

—Si no la mató la lejía… No podré confirmarlo hasta que le haya abierto el cráneo.

En la mesa de ruedas al lado de la mesa había una sierra de hueso. A Logan no le apetecía nada presenciar lo que venía a continuación.

¡Maldito inspector Insch con su maldita hijita pequeña! El que tendría que haber estado ahí observando cómo cortaban en pedacitos a una niña de cuatro años era él, no Logan.

Isobel cogió el bisturí, lo introdujo justo detrás de una de las orejas de la niña e hizo un corte por encima de la cabeza hasta llegar a la otra oreja. Sin inmutarse lo más mínimo, metió los dedos en la herida y tiró hacia atrás, pelando el cuero cabelludo hacia delante como si se tratara de un calcetín. Logan cerró los ojos, intentando no escuchar el ruido de la piel al desprenderse de la estructura muscular, descubriendo el cráneo, un ruido similar al de una lechuga al quitarle las hojas.

El chirrido espeluznante de la sierra de hueso resonó por toda la sala embaldosada y Logan hizo una arcada.

Y durante todo el proceso, Isobel siguió con su descripción distante e impasible. Por primera vez en su vida, Logan se alegró de que ya no estuvieran juntos. No habría podido tocarla esta noche. No después de lo que había visto.