Encontraron el cadáver en el vertedero municipal de Nigg, justo al sur de la ciudad. A dos minutos en coche de la casa de Richard Erskine. Un grupo de escolares había salido de excursión para estudiar El Reciclaje y la Ecología. Llegaron en autocar a las tres y veintiséis minutos. Todos se pusieron su correspondiente máscara blanca con goma para que no se les cayera de la cabeza y unos guantes resistentes de goma. Todos venían con chaquetas impermeables y botas de agua. A las tres y treinta y siete minutos, firmaron el registro en la oficina prefabricada que había al lado de los contenedores y se dirigieron hacia el vertedero, atravesando un paisaje lleno de pañales usados, botellas rotas, basura doméstica y todo lo que tiran cientos de miles de habitantes de Aberdeen cada día.
Fue Rebecca Johnston, de ocho años, que lo descubrió. Un pie izquierdo que sobresalía entre una pila de bolsas de plástico negras trituradas. El cielo estaba lleno de gaviotas enormes e hinchadas que se lanzaban en picado y se chillaban sin parar siguiendo una coreografía caótica. Una de ellas pretendía arrancarle un dedo ensangrentado. Esto fue lo que llamó la atención de la pequeña Rebecca.
A las cuatro en punto, llamaron a la policía.
El olor era insoportable, incluso en un día de tanta lluvia y viento. En lo alto de Doonies Hill la lluvia era aún más gélida, si cabía. Golpeaba el coche con una determinación inquebrantable y las ráfagas de viento sacudían una y otra vez el Vauxhall oxidado, haciendo estremecer a Logan, a pesar de que hubiera encendido la calefacción hasta el máximo.
Tanto Logan como la agente Watson estaban completamente empapados. La lluvia no había tenido ningún miramiento con sus chaquetas policiales impermeables, y se les había colado por los pantalones, filtrándose hasta el interior de los zapatos. Las ventanillas del coche estaban empañadas, y el aire de la calefacción no daba demasiadas esperanzas de mejorar la situación.
Los del Departamento de Identificación todavía no habían llegado de modo que Logan y Watson tuvieron que levantar un refugio improvisado, colocando bolsas de basura limpias y papeleras sobre ruedas encima del cadáver. Aunque amenazaba con salir volando en cualquier momento, despedazado por el viento huracanado, al menos lo iba a proteger mínimamente del agua.
—¿Dónde coño se han metido? —gruñó Logan, creando una portilla en el parabrisas opaco. El humor se le había oscurecido mucho mientras lidiaban con las bolsas de basura indómitas y las papeleras rebeldes. Ya se estaba pasando el efecto del analgésico que había ingerido a la hora de comer y sentía cada movimiento como un nuevo puñetazo. Sin dejar de refunfuñar, extrajo el frasco de pastillas, dejó caer una en la palma de la mano y se la tragó en seco.
Por fin apareció una furgoneta blanquecina camuflada, resbalando como podía por el camino de la basura con las luces largas encendidas. Había llegado el Departamento de Identificación.
—¡Ya era hora, hostia! —rebufó la agente Watson.
Se bajaron del coche y esperaron la llegada de la furgoneta bajo la lluvia.
Detrás de la furgoneta, el Mar del Norte se levantaba gris, inmenso y enfurecido; el viento llegaba gélido, barriendo tierra firme por primera vez desde que hubiera salido de alguno de los fiordos noruegos.
La furgoneta se detuvo y a través del parabrisas vieron el rostro nervioso de un hombre que escudriñaba el paisaje de lluvia incesante y basura putrefacta que se extendía ante él.
—¡Tranquilo! ¡No corres ningún peligro de derretirte! —gritó Logan.
Le dolía todo, tenía frío, estaba calado hasta los huesos y no tenía putas ganas de hacer el ganso.
Una tropa de cuatro hombres y mujeres del Departamento se bajaron de la furgoneta a regañadientes y armaron a palabrota limpia su propia tienda encima de la fortaleza provisional de Logan. Acabaron echando las papeleras y las bolsas de plástico a la lluvia y colocaron los generadores portátiles. Los pusieron en marcha con un rugido, inundando la zona de una fulminante luz blanca.
En cuanto consiguieron impermeabilizar la escena del crimen, llegó el doctor Wilson, el médico de guardia.
—Buenas tardes a todos —saludó, subiéndose el cuello del abrigo con una mano y cogiendo el bolso médico con la otra.
Echó una mirada al pantano de porquería que había entre la carretera y la tienda de campaña de plástico azul y suspiró:
—Y yo, que acabo de estrenar estos zapatos. Bueno, ¿qué le vamos a hacer?
Se dirigió hacia la tienda con Logan y la agente Watson a la zaga.
Un agente joven y lleno de granos del Departamento de Identificación los paró en el umbral de la puerta, extrajo una tablilla sujetapapeles y los tuvo un ratito más bajo la lluvia hasta que hubieran firmado todos. Entonces los observó con recelo hasta que se hubieron puesto el mono blanco de papel de rigor.
En el interior de la tienda, una sola pierna humana salía hasta la rodilla de entre el océano de bolsas de basura, cual brazo de la Dama del Lago. Lo único que faltaba era Excalibur. El cámara del Departamento estaba grabando todo cuanto había alrededor de la pierna mientras el resto del equipo hurgaba en las bolsas, recogiendo residuos e introduciéndolos en bolsitas de plástico transparentes.
—¿Me haces el favor? —preguntó el doctor, pasándole el bolso médico a Watson.
Watson permaneció en silencio mientras el doctor abrió el bolso y sacó unos guantes de látex, poniéndoselos con un chasquido como si fuese cirujano.
—A ver, dejadme un poco de sitio —pidió entonces a los agentes del departamento.
Todo el mundo se apartó para que pudiera empezar a examinar el cuerpo. El doctor Wilson apretó el tobillo con las puntas de los dedos, justo debajo de la articulación.
—No hay pulso —declaró—. Eso nos hace pensar que se trata de una extremidad cortada o que la víctima está muerta.
Probó de tirar de la pierna, provocando que se movieran los residuos dentro de la bolsa. Los del Departamento de Identificación resoplaron de dolor. ¡Era su escena del crimen!
—No —dijo Wilson—. Yo diría que la pierna está firmemente pegada al resto del cuerpo. Ya pueden tomar por declarada la muerte de la víctima.
—Gracias, doctor —dijo Logan.
El anciano se levantó y se limpió los guantes en el pantalón.
—Ningún problema. ¿Quieres que me quede hasta que llegue el patólogo y el fiscal?
Logan negó con la cabeza.
—No tiene sentido que nos quedemos todos aquí con el culo helado. De todas formas, se lo agradezco.
Diez minutos más tarde, un fotógrafo del Departamento de Identificación asomó la cabeza por la puerta de la tienda.
—Siento llegar tarde. A un gilipollas le ha dado por ir a pegarse un baño en el puerto. Lo curioso es que se le ha olvidado ponerse las rótulas. ¡Dios, qué frío hace en la calle!
La temperatura en el interior de la tienda no era mucho más alta, pero al menos no llovía.
—Buenas tardes, Billy —dijo Logan cuando el fotógrafo barbudo empezó a desabrigarse.
Metió la bufanda larga de rayas blancas y rojas en uno de los bolsillos de la chaqueta seguido de un gorro rojo con un parche bordado que decía: «ARRIBA FC ABERDEEN». Debajo del gorro, estaba calvo.
Logan se quedó anonadado.
—¿Qué le pasó a tu pelo?
Billy le frunció el ceño mientras lidiaba con el pelele blanco de papel.
—No empieces, ¿eh, tío? Además, creí que estabas muerto.
Logan sonrió y dijo:
—Sí, pero me mejoré.
El fotógrafo se limpió las gafas con un pañuelo gris y entonces repitió la misma operación con el objetivo de la cámara.
—¿Alguien ha tocado algo? —preguntó colocando un nuevo carrete.
—El doctor Wilson le ha dado un tirón a la pierna, pero aparte de eso está fresca.
Billy encajó un enorme flash electrónico encima del cuerpo de la cámara dándole unos toques con la mano hasta que emitió un pitido agudo.
—Damas y caballeros, apártense…
Una dura luz «blanquiazul» llenó el reducido espacio, seguido del traqueteo de la cámara y otro pitido del flash. Una y otra y otra vez…
Billy ya estaba acabando cuando sonó el teléfono de Logan, que blasfemó y lo extrajo del bolsillo. Era Insch, pidiendo las últimas novedades.
—Lamento decirle que todavía no ha llegado el patólogo —dijo, levantando la voz para que lo oyera encima del martilleo de la lluvia sobre el techo de la tienda—. No puedo darle una identificación formal de la víctima hasta que saquen el cadáver.
Insch profirió un par de palabrotas pero Logan apenas las oyó.
—Por cierto, hemos recibido una llamada anónima. Se ve que esta mañana alguien vio a un niño que encaja con la descripción de Richard Erskine subirse a un coche de cinco puertas de color granate.
Logan se quedó mirando la pierna desnuda y azulada que salía de entre las bolsas de basura. La información había llegado demasiado tarde para salvar al pequeño de cinco años.
—Llámeme en cuanto llegue el patólogo.
—Sí, señor.
Isobel MacAlister entró como si acabara de bajarse de una pasarela de moda: chubasquero largo Burberry, traje-pantalón de color verde oscuro, blusa de cuello alto de color marfil, delicados pendientes de perlas, y su cabello corto artísticamente despeinado. Botas de agua tres tallas demasiado grandes… Estaba tan impresionante que dolía mirarla.
Cuando apareció por la puerta y se fijó en Logan, chorreando en un rincón, se quedó inmóvil. Estuvo a punto de sonreír, pero optó por dejar su bolso médico encima de una bolsa de basura e ir al grano.
—¿Ya se ha declarado el fallecimiento?
Logan asintió con la cabeza, procurando no delatar con la voz lo mucho que lo perturbaba su presencia.
—El doctor Wilson. Hace media hora o así.
Isobel frunció la boca y repuso:
—He venido en cuanto he podido. También tengo que cumplir con otras obligaciones.
A Logan se le crispó el rostro.
—No insinuaba nada —se defendió, levantando las dos manos—. Solo quería que supieras cuándo se le ha declarado la muerte, nada más.
Logan oía el pulso de su corazón en los oídos, ahogando incluso la lluvia torrencial.
Isobel se mantuvo firme, mirándolo fijamente, el rostro frío e impenetrable.
—Comprendo —dijo por fin.
Se volvió, dándole la espalda, se puso el mono normativo encima del traje inmaculado, se colocó el micrófono minúsculo, recitó la introducción de siempre, quién, cuándo y dónde, y se puso manos a la obra.
—Tenemos una pierna humana que sobresale de una bolsa de residuos de la rodilla para abajo. El dedo gordo ha sufrido alguna forma de laceración, seguramente después de la muerte…
—Se lo estaba comiendo una gaviota —le aclaró Watson, que recibió una sonrisa gélida por el esfuerzo.
—Gracias, agente —dijo Isobel, volviéndose de nuevo a examinar la pierna rígida—. El dedo gordo presenta muestras de depredación por parte de un ave marina considerable.
Se inclinó hacia delante y tocó la piel blanca y mortecina con las puntas de los dedos. Con la boca todavía fruncida, se puso a presionar la planta del pie con el dedo gordo de una mano, mientras manoseaba los dedos del pie con la otra.
—Me hará falta sacar los restos de la bolsa para poder determinar la hora estimada de fallecimiento.
Hizo señas a uno de los agentes del Departamento de Identificación para que viniera a tender un plástico nuevo encima del suelo movedizo de basura. Extrajeron la bolsa que contenía la pierna de la montaña y la colocaron encima del plástico. La cámara de Billy seguía zumbando y pitando sin parar.
Isobel se puso de cuclillas delante de la bolsa y la rajó ágilmente con el bisturí. Unos residuos se desparramaron del interior de la bolsa y cayeron encima del plástico. El cuerpo desnudo estaba acurrucado, como un ovillo, sujeto en posición fetal con cinta de embalar. Logan se fijó en el cabello rubio de la víctima y se estremeció. Los niños muertos parecían más pequeños de lo que recordaba.
La piel de la criatura que se entreveía entre las tiras de cinta era de color blanco lechoso, con unas tenues marcas purpúreas que se le estaban formando alrededor de los hombros. El pobre crío llevaba horas boca abajo dentro de la bolsa y la sangre se le había acumulado en las partes inferiores del cuerpo.
—¿Conocen la identidad? —preguntó Isobel, escrutando el pequeño cuerpo inerte.
—Richard Erskine —respondió Logan—. El chaval tiene cinco años.
Isobel alzó la vista y lo miró, con el bisturí en una mano y una bolsita de pruebas en la otra.
—El chaval no tiene nada —replicó, enderezándose—. Es una niña. De unos tres o cuatro años.
Logan se quedó mirando el cuerpo atado.
—¿Estás segura?
Isobel volvió a guardar el bisturí dentro de la funda, se levantó lentamente y se lo quedó mirando como si fuera imbécil.
—Es verdad que la carrera en medicina de la universidad quizá no sea tan maravillosa como la pintan, pero una de las pocas cosas que enseñan es a distinguir un niño de una niña. Eso de que carezca de pene es un factor crucial.
Logan abrió la boca para preguntarle lo obvio, pero Isobel lo interrumpió.
—Y no. No quiero decir que se lo han cortado como en el caso de David Reid. En este caso, no hubo pene para empezar.
Recogió el bolso de donde lo había dejado encima de una bolsa de basura.
—Si quieres la hora de fallecimiento o cualquier otra información, tendrás que esperar a que le practique la autopsia —le informó, haciendo un gesto con la mano al agente del Departamento de Identificación que le había sacado la alfombra de plástico—. A ver: quiero que me envuelva todo esto y que lo lleve al depósito. Continuaré allí.
—Sí, doctora —susurró el agente, e Isobel desapareció, llevando consigo el bolso y dejando atrás un aire frío palpable.
El agente del Departamento esperó hasta que estuviera fuera del alcance del oído y masculló:
—¡Vaya zorra frígida!
Logan salió corriendo detrás de ella y la alcanzó un poco antes de que llegara al coche.
—¿Isobel? ¡Isobel! ¡Espera!
La patóloga extendió la mano y apuntó al coche con el llavero. Parpadearon los intermitentes y se abrió el maletero.
—Ya te he dicho que no puedo darte más información hasta que haya examinado el cadáver en el depósito.
Se apoyó en un pie, dio un par de saltos para quitarse una bota de agua, que echó a una caja forrada de una bolsa de plástico, y la reemplazó por una bota de ante.
—¿Se puede saber a qué ha venido todo eso? —preguntó Logan.
—¿Todo qué? —contestó Isobel.
Se concentró en el otro pie, procurando no embadurnar de porquería sus preciosas botas nuevas.
—Mira, vamos a tener que seguir trabajando juntos, ¿de acuerdo?
—Soy muy consciente de ello —espetó, arrancándose el mono, lanzándolo a la caja con las botas de agua y cerrando el maletero con fuerza—. ¡Yo no soy la que tiene el problema!
—Isobel…
La voz se le bajó por lo menos veinte grados centígrados:
—¿Qué pretendías allí dentro? ¿Humillarme a propósito? ¡Cómo te atreves a cuestionar mi profesionalidad!
Tiró con violencia de la puerta del conductor y se subió al asiento, dando un portazo en las narices de Logan.
—Isobel…
Bajó la ventanilla y se lo quedó mirando, empapado bajo la lluvia.
—¿Qué?
Pero a Logan no se le ocurrió nada que decirle.
Isobel lo fulminó con la mirada, arrancó el coche, cambió de sentido haciendo tres maniobras en la carretera resbaladiza y se alejó como un trueno en la oscuridad.
Logan contempló las luces traseras hasta que se esfumaron, soltó unos cuantos tacos entre dientes y volvió a la tienda arrastrando los pies.
La niña yacía exactamente donde Isobel la había dejado. Los del equipo del Departamento de Investigación estaban demasiado liados quejándose de la marcha de la patóloga para cumplir sus órdenes. Logan suspiró y se sentó en cuclillas delante del fardo patético envuelto en cinta de embalar.
No se veía casi nada del rostro de la criatura dado que tenía la cabeza firmemente envuelta en cinta. Luego le habían sujetado las manos y las rodillas al pecho aunque todo apuntaba a que el asesino se había quedado sin cinta antes de que pudiera acabar de atarle las piernas. De ahí que una de ellas hubiera acabado saliendo de la bolsa, donde la había picoteado aquella afortunada gaviota.
Sacó el teléfono y llamó a la jefatura para preguntarles si alguien había denunciado la desaparición de una niña de unos tres o cuatro años. No hubo suerte.
Logan masculló un par de tacos más y llamó al teléfono de Insch para darle la mala noticia.
—Hola, ¿señor? Sí, soy el subinspector McRae… No señor —dijo, tomando aliento—. No se trata de Richard Erskine.
Hubo un silencio de estupefacción al otro lado del auricular y entonces:
—¿Está seguro?
Logan asintió con la cabeza, a pesar de que Insch no pudiera verlo.
—Sin lugar a dudas. La víctima es una niña de tres, quizá cuatro años, pero nadie ha denunciado su desaparición.
El auricular se llenó de una sarta de palabrotas.
—Me ha quitado las palabras de la boca, señor —dijo Logan.
El equipo del Departamento de Identificación hizo la mímica de coger el cadáver y de llevarlo al depósito. El que había acusado a Isobel de ser una zorra frígida sacó su móvil y llamó a la funeraria de guardia. No estaba bien que transportaran a una niña difunta en la parte trasera de una furgoneta mugrienta.
—¿Cree que existe algún vínculo entre las dos muertes? —preguntó Insch, sin poder disimular un dejo de optimismo en la voz.
—Es muy poco probable —repuso Logan, observando cómo introducían con cuidado el pequeño cadáver en una bolsa para restos humanos que le iba inmensa—. En este caso, la víctima es una niña, no un niño. La forma de deshacerse de ella no tiene nada que ver con lo que hizo el asesino de David Reid: la han envuelto en dos kilómetros y medio de cinta de embalar. Ningún indicio de estrangulación. Es posible que haya sufrido abusos pero no vamos a saberlo hasta que le hayan practicado la autopsia.
Insch volvió a blasfemar.
—Dígales de mi parte que se la miren hoy mismo, ¿entendido? ¡No quiero pasarme toda la noche mano sobre mano mientras la prensa se encarga de inventar alguna historia de terror! ¡Hoy mismo!
Logan hizo una mueca. No tenía ningunas ganas de tener que darle la noticia a Isobel. Teniendo en cuenta el estado anímico de su exnovia, era más probable que le practicara la autopsia a él.
—Sí, señor.
—Además, la quiero limpia y fotografiada. Quiero que se impriman carteles del tipo: «¿Ha visto a esta niña?».
—Sí, señor.
Dos agentes del Departamento de Identificación levantaron la bolsa azul que contenía a la pequeña y la depositaron en uno de los rincones de la tienda, donde no estorbara. Acto seguido, se pusieron a recoger los restos de la bolsa de basura dentro de la que la habían encontrado, asegurándose de que todo estuviera bien clasificado y etiquetado. Pieles de plátano, botellas de vino vacías, cáscaras de huevo… La pobre criatura ni siquiera había merecido el esfuerzo de que le hicieran una tumba un poco profunda. La habían echado con la basura.
Logan estaba prometiendo al inspector que volvería a llamarlo en cuanto tuvieran noticias cuando de repente oyó un grito de la agente Watson:
—¡Esperen!
Dio unos pasos hacia delante y recogió un papel estrujado de entre los residuos que habían vertido encima de uno de los plásticos.
Era un recibo de supermercado.
Logan le pidió a Insch que no colgara hasta que Watson hubiera desplegado el papel en cuestión. Una compra realizada en uno de los grandes supermercados de Danestone. Alguien había comprado media docena de huevos de corral, una tarrina de yogur griego, dos botellas de Cabernet Sauvingnon y una bandeja de aguacates. Y había pagado en efectivo.
Watson gimió.
—¡Maldita sea! —exclamó, entregando el recibo a Logan—. ¿No podría haber pagado con tarjeta de crédito, o de débito?
—Eso sería demasiada suerte.
Dio la vuelta al recibo. Huevos, vino, yogur para pijos y aguacates. Entonces se fijó en la última línea impresa del recibo y se le escapó una sonrisa.
—¿Qué pasa? —preguntó Watson, enojada—. ¿Dónde ve la gracia?
Logan levantó el recibo y se rió.
—Señor —dijo al auricular—. La agente Watson ha encontrado un recibo de supermercado dentro de la bolsa que contenía el cadáver. No, señor, pagó en efectivo.
Logan sonreía tanto que corría el peligro de que se le cayera la parte superior de la cabeza. Finalmente dijo:
—Pero no se olvidó de recoger los puntos de la compra con la tarjeta del supermercado.
South Anderson Drive era un infierno a aquella hora del día pero North Anderson Drive era todavía peor. Los coches iban pegados unos a otros de una punta a otra de la ciudad. Hora punta.
Finalmente, el fiscal había hecho acto de presencia, había dado un par de vueltas afanosas por la escena del crimen, exigiendo que le pusieran al corriente de la investigación, se había quejado de que era el segundo crío muerto que habían descubierto en el mismo número de días, había insinuado que la culpa la tenía Logan y se había largado.
Logan esperó hasta encontrarse a solas con la agente Watson en el interior del coche empañado antes de declarar en voz alta lo que le gustaría hacerle al fiscal con un cactus y un tubo de crema Reflex.
Tardaron una hora larga en llegar del vertedero en Nigg al enorme supermercado en Danestone. La ubicación del local era de lujo: cerca del río Don, que ya no cabía en su lecho, a tiro de piedra de la antigua estación depuradora, el cementerio de Grove y el matadero de pollos, y a poca distancia de donde habían encontrado el cadáver abotargado del pequeño David Reid.
El supermercado estaba a rebosar de los oficinistas del Centro de Ciencia y Tecnología, que estaban comprando cerveza y comida preparada para la noche que iban a pasar delante de la tele.
Cerca de la entrada había un mostrador de servicio al cliente al otro lado del cual había un joven rubio con el pelo largo recogido en una coleta. Logan le pidió que fuera a buscar al encargado.
Dos minutos después apareció un hombre bajito, parcialmente calvo, con unas gafas en forma de media luna. Llevaba el mismo jersey azul que el resto de los empleados pero en su placa de identificación se leía: «Colin Branagan, Encargado».
—¿En qué puedo ayudarles?
Logan extrajo su propia placa y se la mostró.
—Señor Branagan, necesitamos que nos facilite los detalles de un cliente que hizo una compra en este establecimiento el miércoles pasado.
Sacó el recibo, que estaba seguro y protegido dentro de una bolsa de pruebas transparente.
—Pagó en efectivo —siguió Logan—, pero utilizó su tarjeta de puntos. Quisiera que comprobase este número de tarjeta y que me diera el nombre y la dirección del cliente en cuestión.
El encargado cogió la bolsa transparente y se mordió el labio.
—Hombre, pues no lo sé. Es que tenemos que cumplir con la Ley Orgánica de Protección de Datos. No puedo facilitar los detalles personales de nuestros clientes así a las primeras de cambio. Podrían denunciarnos —explicó, encogiéndose de hombros—. Lo siento.
Logan bajó la voz hasta reducirla a un susurro.
—Es importante, señor Branagan: estamos investigando un delito extremadamente grave.
El encargado pasó una mano encima de su calva brillante.
—No lo sé… Tendré que consultarlo con la sede central…
—Bien. Hagámoslo, pues.
La sede central dijo que se temían que no iba a ser posible. Si Logan quería acceder a los datos de sus clientes, iba a tener que presentar una solicitud formal por escrito o pedir un mandato judicial. Tenían que atenerse a la Ley Orgánica de Protección de Datos. No podían hacer ninguna excepción.
Logan les habló del cadáver de la niña que habían encontrado dentro de la bolsa de basura.
La sede central cambió de opinión.
Cinco minutos después, Logan estaba en la calle con un hoja A4 en la que aparecía un nombre, una dirección y el número total de puntos acumulados desde el mes de septiembre.