La madre de Richard Erskine era una mujer obesa, exaltada, y casi tan niña como su propio hijo. Vivía en medio de una hilera de casas adosadas en Torry y la sala de estar de su casa estaba atestada de fotos dentro de sendos marcos de madera, todas mostrando la misma imagen: un Richard Erskine feliz y sonriente. Cinco añitos, rubio, dientes torcidos, mofletes con hoyuelos, gafas grandes. La vida del crío había sido minuciosamente recopilada en esa sala claustrofóbica desde el día en que nació hasta… Logan censuró esa línea de pensamiento antes de que pudiera continuar.
La madre se llamaba Elisabeth, tenía veintiún años y era bastante guapa, dejando de lado los ojos hinchados, el rímel corrido y la nariz roja. Llevaba el pelo largo y negro recogido y apartado de su cara redonda. Iba de un lado para otro de la sala con una energía frenética, mordiéndose las uñas hasta dejárselas como muñones ensangrentados.
—Ha sido él, ¿verdad? —decía una y otra vez con voz asustada y aguda—. ¡Tiene a Richie! ¡Lo tiene y lo ha matado!
Logan negó con la cabeza.
—Es mejor no especular —dijo—. Es posible que su hijo se haya olvidado de la hora.
Volvió a escudriñar la miríada de fotos que recubrían las paredes, intentando encontrar una en la que el niño pareciera realmente feliz.
—¿Cuánto lleva desaparecido?
La joven se paró en seco y se lo quedó mirando.
—¡Tres horas! ¡Ya se lo he dicho a ella!
Hizo un gesto hacia la agente Watson con una de sus manos roídas.
—¡Él sabe que me preocupo por él! ¡Nunca llegaría tarde! ¡Nunca! —chilló con el labio inferior tembloroso y los ojos llenos de lágrimas—. ¿Por qué no están en la calle buscándolo?
—Ahora mismo tenemos coches patrulla y agentes en la calle buscando a su hijo, señora Erskine. Lo que necesito es que me cuente qué pasó esta mañana. ¿A qué hora desapareció exactamente?
La señora Erskine se secó las lágrimas y la nariz con el dorso de la manga.
—Le dije… le dije que volviera enseguida de la tienda. Salió a comprar leche y un paquete de galletas de chocolate. ¡Tenía que volver enseguida!
Se puso a caminar de nuevo, de un lado para otro, vueltas y más vueltas.
—¿A qué tienda fue a comprar?
—Hay unas cuantas al otro lado de la escuela. ¡Están aquí mismo! ¡Normalmente no le dejo ir solo pero no podía salir! —dijo, sorbiendo por la nariz—. Tenía que venir un hombre para arreglarme la lavadora. ¡No me dijeron a qué hora iba a venir! Solo que se pasarían por la mañana. Si no, jamás hubiera permitido que saliera solo a la calle.
Se mordió el labio y los sollozos se intensificaron.
—¡Yo tengo la culpa de lo que haya podido pasarle!
—¿Tiene alguna amiga o vecina que pueda hacerle compañía? —le preguntó Logan.
Watson señaló hacia la cocina. Una mujer mayor con aspecto desgastado entró por la puerta con una bandeja encima de la cual había dos tazas de té. Se suponía que la policía no iba a quedarse para tomarse una taza de té; se suponía que la policía tenía que salir a buscar al niño de cinco años que había desaparecido.
—¡Qué vergüenza! —dijo la mujer mayor, depositando la bandeja encima de una pila de revistas de belleza que había en la mesita de centro—. ¿A quién se le ocurre dejar que esos pervertidos estén sueltos por aquí? ¡Deberían estar en la cárcel! ¡Cualquiera diría que no tenemos donde meterlos!
Se refería a Craiginches, la prisión amurallada a la vuelta de la esquina de la casa.
Elisabeth Erskine aceptó una taza de té con mucha leche de su amiga, pero estaba tan temblorosa que se le derramó la mitad del líquido. Miró cómo las gotas se filtraban en la moqueta de color azul celeste.
—Esto… —empezó, sorbiéndose otra vez la nariz—. No tendrá un cigarrillo, ¿verdad? Lo dejé cuando me quedé embarazada de Richie.
—Lo siento —dijo Logan—. Yo también tuve que dejarlo.
Se volvió y cogió de la repisa de la chimenea la que se le antojó la más reciente de las fotos de Richard.
—¿Nos la podemos llevar? —preguntó.
La mujer asintió con la cabeza y Logan se la dio a la agente Watson.
Cinco minutos después estaban en el pequeño jardín trasero, intentando guarecerse de la lluvia bajo una tabla ridícula cual alero que alguien había clavado encima de la puerta de atrás. El cuadradito de césped del jardín estaba desapareciendo rápidamente bajo una red proliferante de charcos. Había una decena de juguetes de plástico de colores vivos esparcidos por todas partes, limpios y brillantes tras el diluvio. Al otro lado de la valla los contemplaban más casas, todas grises y húmedas.
Torry no era la peor zona de la ciudad, pero estaba entre los primeros diez, el barrio en el que se hallaban las fábricas de procesamiento de pescado, donde cada semana destripaban y fileteaban a mano las toneladas de pescado blanco que llegaban a Aberdeen. Era un trabajo bien pagado, para aquellos capaces de soportar el frío y el olor. Al lado de la calzada había enormes contenedores llenos de desechos de tripas. Ni siquiera la lluvia había conseguido desalentar a la turba de gaviotas gordas que se lanzaban en picado una detrás de otra para llevarse alguna cabeza o una ristra de entrañas.
—¿Cómo lo ve? —le preguntó Watson, metiéndose las manos hasta el fondo de los bolsillos para que no se le congelaran.
Logan se encogió de hombros y observó cómo el agua se derramaba por encima del asiento de una pequeña excavadora de color amarillo chillón.
—¿Ya han venido a registrar la casa?
Watson sacó la libreta.
—La llamada entró a las once y cinco. La madre estaba histérica. Se ve que control mandó un par de uniformes de la comisaría de Torry. Lo primero que hicieron fue registrar la casa con un peine para piojos. El niño no se ha escondido en el armario para la ropa blanca. Tampoco lo encontraron en el congelador de la nevera.
—Ya.
La excavadora era demasiado pequeña para un niño de cinco años. En realidad, la gran mayoría de los juguetes parecían más aptos para un crío de entre tres y cuatro años. ¿Y si a la señora Erskine le daba miedo que su hijo se hiciera mayor?
—¿Cree que lo mató ella? —preguntó Watson, viendo que Logan no dejaba de mirar fijamente el jardín inundado.
—No, supongo que no, pero si resulta que sí y se descubre que no lo hemos mirado bien… la prensa nos crucificará. ¿Qué se sabe del padre?
—Según la vecina, el padre murió antes de que naciera el niño.
Logan asintió. Eso al menos explicaría el instinto sobreprotector de la madre. No quería que su hijo siguiera el mismo camino que papá.
—¿Y cómo va la búsqueda?
—Hemos llamado a sus amigos. Nadie lo ha visto desde el domingo por la tarde.
—¿Y la ropa, su osito predilecto, esa clase de cosas?
—Todo sigue aquí. No falta nada. No parece que se haya dado a la fuga.
Logan echó una última mirada a los juguetes abandonados y volvió a entrar en la casa. En breve iba a llegar el inspector pidiéndoles que le pusieran al corriente de la situación.
—Agente —dijo Logan, mirando a Watson de reojo mientras atravesaban la cocina y caminaban por el pasillo hacia la puerta de entrada—. No es la primera vez que trabaja con el inspector Insch, ¿verdad?
La agente Watson admitió que no.
—¿Y qué le pasa con…? —Logan remedó la forma que tenía Insch de atracarse de botellitas de Cola—. ¿Otro que quiere dejar de fumar, o qué?
Watson se encogió de hombros.
—Ni idea, señor. Quizá se trate de un trastorno «obsesivocompulsivo» —repuso, callándose durante un instante y frunciendo el entrecejo—. O quizá se deba a que es un gordo cabrón sin más.
Logan no sabía si reírse o escandalizarse.
—Eso sí: es muy buen policía. De aquéllos que nunca perdonan que le den por el culo dos veces.
—Vale —dijo, parándose delante de la puerta y escrutando las fotos que poblaban el vestíbulo, igual que la sala de estar—. Lleve esa foto a la papelería más cercana. Necesitaremos unas cien fotocopias y…
—Los agentes locales ya se han encargado, señor. Tienen a cuatro agentes yendo de puerta en puerta siguiendo la ruta que Richard habría cogido para ir a la tienda. Ya la están repartiendo.
Logan se quedó admirado.
—Veo que no pierden el tiempo.
—No, señor.
—Bien, pues haremos que vengan unos cuantos más a echarles una mano.
Sacó el móvil del bolsillo y empezó a marcar un número cuando de repente se le congeló el dedo encima del último botón.
—¡Ahí va! —rebufó.
—¿Señor?
Justo delante de la casa se había parado un coche ostentoso. Se abrió la puerta y se bajó una figura pequeña y familiar envuelta en una gabardina negra que parecía estar luchando con un paraguas a juego.
—No hay nada como el olor a carroña para que se pongan a volar los buitres alrededor.
Logan cogió un paraguas del vestíbulo y salió a la calle, donde permaneció en lo alto de la escalera, escuchando el tamborileo de las gotas heladas que rebotaban contra el paraguas y esperando a que Colin Miller se acercara a la puerta.
—¡Subinspector! —dijo Miller, sonriendo—. ¡Cuánto tiempo! ¿Y qué ha sido de la adorable…?
La sonrisa se le extendió hasta las orejas cuando vio a Watson mirándolo con desprecio desde el umbral de la puerta.
—¡Agente! ¡Justo estábamos hablando de ti!
—¿Qué quieres? —dijo Watson con una voz más glacial incluso que la tarde inclemente.
—O sea que eres de las que antepone los negocios al placer, ¿no?
Miller sacó una grabadora de última generación del bolsillo y la extendió hacia ellos.
—Sabemos que ha desaparecido otro niño. ¿Podrían decirme…?
Logan frunció el ceño.
—¿Y usted cómo se ha enterado de que ha desaparecido otro niño? —preguntó.
Miller señaló hacia la calzada mojada.
—Quizá tenga algo que ver con los coches patrulla que tenéis dando vueltas difundiendo la descripción del chaval. ¿Cómo crees tú que me he enterado?
Logan procuró no mostrar la vergüenza que sentía. Miller le guiñó un ojo.
—Tranquilo, hombre. No te pongas así. Yo también tengo el don de quedar como un auténtico imbécil cada dos por tres —sonrió, extendiendo de nuevo la grabadora—. Bueno, ¿creen que esta desaparición está relacionada con…?
—Ahora mismo no podemos hacer ningún comentario.
—¡Venga, por Dios!
De repente oyeron un frenazo. Detrás del coche de Miller se había detenido otro con el logotipo de la BBC escocesa estampado en los lados. Era evidente que la noticia iba a ser un verdadero festín para la prensa. El día anterior habían encontrado el cuerpo de un niño asesinado y hoy había desaparecido otro. Todos iban a llegar a la misma conclusión que Miller. Logan ya se imaginaba los titulares: «¿VUELVE A ATACAR EL PEDERASTA ASESINO?».
Miller se volvió para seguirlo con la mirada a Logan y se le heló la sonrisa en los labios.
—¿Y si…?
—Espero que nos disculpe, señor Miller. Ahora mismo no podemos darle ningún detalle. Tendrá que esperarse al comunicado oficial.
La espera fue muy corta. Cinco minutos después llegó el Range Rover embarrado del inspector Insch. Durante los minutos anteriores ya se había formado un cordón de periodistas de diversas publicaciones y cadenas de televisión, edificando un muro de micrófonos y cámaras al pie de la escalera, todos acurrucados bajo sus grandes paraguas negros. Igual que un funeral.
Insch no se molestó en salir del todoterreno pero bajó la ventanilla e hizo señas a Logan para que se acercara. Las cámaras se giraron para grabar a Logan mientras cruzaba la calle y se colocaba bajo el paraguas prestado al lado de la ventanilla del inspector, haciendo un esfuerzo por no hacer una mueca cuando olió la peste a perro mojado que salía del interior del coche.
—Vaya gracia. Algo me hace sospechar que vamos a salir en la tele esta noche —dijo el inspector, haciendo un gesto con la cabeza hacia el grupo de periodistas y pasándose la mano por la calva—. Menos mal que me he acordado de lavarme el pelo.
Logan forzó una sonrisa. Hacía un rato ya que las cicatrices que le atravesaban el estómago le estaban dando guerra tras el puñetazo que había recibido la noche anterior.
—De acuerdo —dijo Insch—. Me han autorizado para que haga una declaración a la prensa. Antes de ponerme, ¿hay algo que necesite saber para evitar que quede como un gilipollas?
Logan se encogió de hombros.
—A primera vista, parece ser que la madre nos está diciendo la verdad.
—¿Pero?
—No sé. La mujer trata a su hijo como si fuera de porcelana. Es muy protectora. Los juguetes son más aptos para un crío de dos años menos. Me da la sensación de que se ha pasado la vida asfixiándolo.
Insch arqueó una ceja, levantando una cadena montañosa de arrugas en la piel rosácea de su calva. No hizo ningún comentario.
—No quisiera insinuar que el niño no ha sido raptado, pero no sé…
—Ya. Entiendo —suspiró Insch, pasando las manos por encima de la chaqueta.
A diferencia del coche maloliente y mugriento, estaba impecable, vestido con el mejor traje y corbata que poseía.
—El problema —siguió el inspector— es que si no le damos importancia al caso y el crío aparece estrangulado y con el pito cortado, nos vamos a meter hasta las orejas en un marrón de cojones.
El teléfono de Logan sonó con una explosión de pitidos y silbidos. Lo llamaban desde la comisaría de Queen Street. Habían detenido a Duncan Nicholson.
—¿Cómo…? No —dijo Logan con una sonrisa, apretando el teléfono contra la oreja—. No, metedlo en una celda. Que sude un poco hasta que llegue.
Cuando Logan y la agente Watson regresaron de nuevo a la comisaría Force, se había puesto en marcha todo un despliegue de efectivos para buscar al niño desaparecido. El inspector Insch había triplicado los seis uniformes pedidos por Logan y ahora había más de cuarenta policías, cuatro adiestradores de perros y sus pastores alemanes bajo la lluvia helada, buscando en cada jardín, cada edificio público, cada cobertizo, arbusto y zanja entre la casa de Richard Erskine y las tiendas de Victoria Road.
El agente en recepción les informó que habían encerrado a Duncan Nicholson en la celda más asquerosa de toda la comisaría. Ya llevaba una hora encerrado.
Por si no fuera bastante, Logan y la agente Watson se dirigieron a la cafetería para tomarse una taza de té y un plato de crema de guisantes y jamón. No había ninguna prisa, y menos sabiendo que Nicholson estaba encerrado, solo y preocupado.
—Vale —dijo Logan cuando hubieron terminado—. ¿Qué le parece si va a buscar al señor Nicholson y lo lleva a una de las salas de interrogatorios? Solo tiene que mirarlo fijamente con cara de pocos amigos durante unos quince, veinte minutos. Voy a ver cómo va la búsqueda y vengo. Así, cuando llegue estará cagándose encima.
Watson se levantó, miró con anhelo los trozos de pastel con natillas calientes que había en el mostrador de la cafetería y salió pensando en la mejor forma de desgraciarle un poco más la vida a Duncan Nicholson.
Logan fue al centro de coordinación donde el agente administrativo le puso al día acerca de la investigación: los equipos de búsqueda no habían dado con nada y los agentes que estaban llamando a todas las puertas del barrio tampoco. Logan fue a buscar otra taza de té de una de las máquinas en el pasillo y se lo bebió lentamente para dejar que pasara un ratito más antes de entrar. Entonces se tomó otro analgésico. Cuando hubieron pasado los veinte minutos, se dirigió a la sala de interrogatorios número dos.
Se trataba de una sala pequeña y utilitaria pintada de un feísimo color beige. Duncan Nicholson estaba sentado a la mesa delante de una agente Watson callada y muy, muy adusta. Nicholson estaba visiblemente incómodo.
Además, era una sala en la que estaba prohibido fumar y era evidente que Nicholson no lo llevaba nada bien. Encima de la mesa había una pila de pedacitos de papel y cuando entró Logan, Nicholson pegó un brinco, haciendo volar todos los papelitos, que cayeron a la moqueta azul desgastada que cubría el suelo.
—Señor Nicholson —dijo Logan, sentándose en una de las sillas marrones de plástico al lado de la agente Watson—. Lamento que haya tenido que esperar tanto.
Nicholson se removió en la silla y le aparecieron unas gotitas de sudor en el labio superior. No superaba los treinta y dos años aunque aparentaba más de cuarenta y cinco. Llevaba la cabeza rapada hasta el cráneo y entre los pocos pelos canosos que tenía esparcidos por la calva, le brillaban algunas zonas de cuero cabelludo rosáceo. Llevaba por lo menos tres agujeros en cada oreja. El resto de su cuerpo parecía el resultado de un apañito de un lunes por la mañana antes de que se hubiera despertado del todo la fábrica.
—¡Llevo horas encerrado! —se quejó, intentando mostrar toda la indignación de la que era capaz—. ¡Horas! ¡Y encima, sin lavabo! ¡Pensaba que iba a estallar!
Logan frunció el entrecejo.
—No me diga. ¡Qué horror! Está claro que ha habido un error, señor Nicholson, porque usted se ha presentado por cuenta propia ¿verdad? ¿No tenía váter, dice? Tranquilo, luego hablaré con el oficial de guardia. Para asegurarme de que no vuelva a pasar —le prometió, desarmando a Nicholson con una sonrisa encantadora—. En fin, ya que estamos todos aquí, ¿qué le parece si empezamos?
Nicholson asintió con la cabeza, esbozó media sonrisa, sintiéndose más tranquilo, mejor.
—Agente, ¿le apetece hacer los honores? —dijo Logan volviéndose hacia Watson y entregándole dos cintas nuevas.
Watson las abrió y las colocó en cada uno de los lados de la grabadora que había fijada a la pared. Entonces hizo exactamente lo mismo con dos cintas de vídeo. La máquina emitió unos ruiditos secos y unos pitidos cuando la agente pulsó el botón de grabar.
—Entrevista con el señor Duncan Nicholson —dijo Watson, antes de constatar el nombre de los presentes y la fecha y la hora de rigor.
Logan volvió a sonreír.
—De acuerdo pues, señor Nicholson… ¿o puedo llamarle Duncan?
El hombre sentado al otro lado de la mesa echó una mirada nerviosa a la cámara que había en uno de los rincones de la sala, justo encima del hombro de Logan. Finalmente asintió con su cabeza rapada.
—Estupendo. Duncan, tú encontraste el cadáver de David Reid ayer por la noche, ¿no es así?
Nicholson volvió a asentir con la cabeza.
—Tienes que hablar, Duncan —le aclaró Logan, con una sonrisa cada vez más grande—. La cinta no te va a oír, si te limitas a mover la cabeza.
Los ojos de Nicholson se deslizaron rápidamente hacia el ojo de vidrio de la cámara de vídeo.
—Ah, esto, sí. Perdón. Sí. Lo encontré yo ayer por la noche.
—¿Y qué hacías en medio del bosque a esas horas de la noche, Duncan?
—Salí a dar una vuelta —repuso, encogiéndose de hombros—. Ya sabes, me peleé con mi mujer y salí a airearme un poco.
—¿Al lado del río? ¿A esas horas de la noche?
La sonrisa empezó a desvanecerse.
—Bueno, sí. A veces me gusta acercarme al río para pensar y eso.
Logan cruzó los brazos, imitando a la agente Watson que volvía a estar sentada a su lado.
—O sea que te fuiste al río para pensar. Y, por casualidad, ¿vas y te topas con el cadáver de un niño de tres años?
—Sí, sí… Es que… Mira, yo…
—Vas y te topas con el cadáver de un niño de tres años. En una zanja llena de agua. Oculto bajo una tabla de aglomerado. En la oscuridad. Cuando llovía a cántaros.
Nicholson abrió la boca un par de veces pero no salió nada.
Logan tampoco no dijo nada durante casi dos minutos. Nicholson estaba poniéndose cada vez más nervioso: la calva le sudaba tanto como el labio superior y rezumaba olas nerviosas de olor a ajo reciclado.
—Había estado bebiendo, ¿vale? Me resbalé. Casi me mato cuando me caí dentro de esa puta zanja, hostia.
—O sea que dices que te caíste dentro de la verja mientras llovía a cántaros y sin embargo, cuando llegó la policía no había ni una mota de fango en tu ropa. Estabas impecable, Duncan. A mí no me suena a alguien que acabara de caerse por un banco dentro de una zanja, ¿verdad Duncan?
Nicholson se pasó la mano por encima de la cabeza, raspando ligeramente el poco pelo que tenía. Se le estaban extendiendo unas manchas oscuras bajo las axilas.
—Fui… fui a casa para llamaros. Me cambié allí.
—Entiendo —dijo Logan, encendiendo de nuevo la sonrisa—. ¿Dónde estabas el trece de agosto de este año entre las dos y las tres de la tarde?
—No… no lo sé.
—Vale. ¿Y dónde estabas esta mañana entre las diez y las once?
Nicholson se lo quedó mirando con los ojos desorbitados.
—¿Esta mañana? ¿Qué insinúas? ¡Yo no he matado a nadie!
—¿Y quién ha dicho que lo hicieras? —preguntó Logan, volviéndose en el asiento hacia su colega—. Agente Watson, ¿usted me ha oído acusar al señor Nicholson de homicidio?
—No, señor.
Nicholson se retorció.
Logan sacó una lista de todas las desapariciones de niños que habían sido denunciadas en los últimos tres años y la dejó en la mesa entre él y Nicholson.
—¿Qué hiciste esta mañana, Duncan?
—Estuve mirando la tele.
—¿Y qué hiciste el quince de marzo entre las seis y las siete de la tarde? ¿Nada? ¿Y el veintisiete de mayo, entre las cuatro y media y las ocho?
Repasaron cada fecha que aparecía en la lista. Nicholson no paraba de sudar y de responder entre dientes. Dijo que no había estado en ninguna parte. Que estaba en casa mirando la tele. Los únicos que podían dar fe de su paradero eran Jerry Springer y Oprah Winfrey. Y la mayoría de sus programas eran repeticiones.
—Bueno, Duncan —dijo Logan cuando llegaron al final de la lista—, no pinta demasiado bien, ¿verdad?
—¡Yo nunca he tocado a esos críos!
Logan se recostó en el asiento y volvió a probar la táctica del silencio del inspector Insch.
—¡No he hecho nada! ¡Joder! ¿No os llamé cuando encontré a ese chaval? ¿Por qué coño iba a hacerlo si lo hubiera matado yo? Sería incapaz de matar a un niño. ¡Me encantan los críos, hostia!
La agente Watson alzó una ceja y Nicholson frunció el ceño.
—¡Así no, joder! Tengo sobrinos y sobrinas ¿vale? Sería incapaz de hacerles daño.
—Muy bien, pues volvamos a comenzar —sugirió Logan, arrimando la silla a la mesa—. ¿Qué hacías dando vueltas por la orilla del río Don bajo la lluvia a altas horas de la noche?
—Ya te he dicho que estaba borracho…
—¿Y por qué no te creo, Duncan? ¿Por qué intuyo que cuando nos manden el informe del médico forense habrá alguna prueba que te vincule a ti con el chaval muerto?
—¡Yo no le hice nada! —gritó Nicholson, dando un guantazo a la mesa y provocando que la pila de papelitos se desparramara y cayera como nieve al suelo.
—Te hemos pillado, Nicholson. Estás muy equivocado si crees por un momento que vas a salir de este aprieto solo con un poco de labia. Yo creo que unas horas en nuestras celdas te sentarán de maravilla. Volveremos a vernos cuando tengas ganas de empezar a decirnos la verdad. Entrevista finalizada a las trece horas veintiséis minutos.
Pidió a la agente Watson que acompañara a Nicholson hasta las celdas y esperó en la sala de interrogatorios hasta que volviera.
—¿Cómo lo ve? —le preguntó.
—Dudo que lo matara él —repuso la agente—. No me cuadra. No es lo bastante astuto para mentir de forma convincente.
—Sí, tienes razón —asintió Logan—, pero está mintiendo de todas formas. No me trago lo de que se hubiera ido al río para darse un tambaleo nocturno. Si sales a agarrarte una cogorza, lo que no haces es irte al río a revolcarte en el fango bajo la lluvia. Hubo un motivo. La cuestión será descubrir cuál fue.
El puerto de Aberdeen se deslizó por la ventanilla del coche, gris y aciago. Había un puñado de buques de suministro para instalaciones marítimas atados al muelle, su pintura naranja y amarilla apagada por el diluvio que seguía cayendo implacable. Unas luces destellaban en la penumbra de la tarde mientras los estibadores descargaban los contenedores de los camiones y los transportaban hasta los buques.
Logan y la agente Watson se dirigían de nuevo a la casa de Richard Erskine en Torry. Alguien recordaba haber visto al niño. Una tal señora Brady aseguraba haberse fijado en un niño rubio vestido con un anorak de color rojo y unos vaqueros azules que cruzaba el descampado que tenía justo detrás de su casa. De momento, era la única pista que tenían.
Faltaba poco para que emitieran el noticiario de las dos y media y Logan encendió la radio justo cuando sonaban las últimas notas de una vieja canción de los Beatles. Como era lógico, la desaparición de Richard Erskine encabezó el reparto de noticas. La voz del inspector Insch retumbó por el altavoz pidiendo a los ciudadanos que notificaran a la policía de cualquier información que creyeran útil acerca del paradero del niño. Era un hombre con un gran don para dramatizar las cosas, como todos los que hubieran presenciado la pantomima de Navidad ya sabían, pero había conseguido mantener el histrionismo a raya cuando el entrevistador le hizo la pregunta del millón:
«¿Cree que Richard Erskine ha sido raptado por el mismo pederasta que mató a David Reid?».
«En estos momentos, lo que nos preocupa es encontrar a Richard sano y salvo. Si alguien nos puede proporcionar cualquier información, le rogamos que llame a nuestra línea directa: cero, ochocientos cinco, cinco, cinco, nueve, nueve, nueve».
«Gracias, inspector. Y ahora pasemos a otras noticias: el juicio de Gerald Cleaver, el enfermero de cincuenta y seis años de Manchester continúa hoy tras estrechar las medidas de seguridad debido a las amenazas de muerte recibidas por el abogado del acusado, el señor Sandy Moir-Farquharson. El señor Moir-Farquharson ha hablado con Northsound News…».
—Esperemos que no se trate de una amenaza hecha a la ligera —masculló Logan, extendiendo la mano para apagar la radio rápidamente antes de que pudiera salir la voz del abogado por los altavoces.
Sandy Moir-Farquharson merecía todas las amenazas de muerte que le llegaran. Era la misma rata hijo de puta desgraciado que había pedido indulgencia para Angus Robertson, el mismo que había intentado alegar que el Monstruo de Mastrick no tenía toda la culpa, que solo había matado a aquellas mujeres porque habían reaccionado de forma violenta ante sus insinuaciones, que ellas se habían vestido de forma provocativa, es decir, que en el fondo, se lo habían buscado.
La presencia de los medios de comunicación delante de la puerta del pequeño Richard Erskine se había doblado. La calle entera estaba repleta de coches. Incluso había un par de furgonetas de equipos móviles. La agente Watson tuvo que dejar el coche a una distancia considerable de la casa de modo que se dirigieron hasta ella a pie, refugiándose juntos bajo su paraguas.
A la BBC escocesa se había unido la Grampian, ITN y Sky News. Los deslumbrantes focos de la televisión parecían absorber el color pálido de los edificios de granito. A nadie le parecía molestar la lluvia invernal aunque seguía cayendo a raudales del cielo como una cortina de agua glacial.
Una presentadora rubia y pechugona de Channel Four News estaba hablando delante de una de las cámaras, a una distancia de la casa que le permitía captar en segundo plano la casa entera y toda la horda que se había congregado delante de ella.
—… hay que preguntarse: la atención que los medios de comunicación centran en el dolor de la familia en un momento como éste, ¿sirve realmente a los intereses de los ciudadanos? Cuando…
Watson pasó entre medio de la reportera y su cámara, tapando todo el plano con su paraguas azul y blanco.
Alguien gritó:
—¡Corta!
—Lo ha hecho expresamente —susurró Logan cuando se alejaban de los insultos que profería la periodista de la televisión.
La agente Watson se limitó a sonreír y siguió abriéndose paso entre la multitud agrupada al pie de las escaleras que subían a la casa. Logan corrió detrás de ella, procurando hacer oídos sordos tanto a las quejas como a las preguntas y exigencias que gritaban los periodistas.
Ya había llegado una oficial de enlace familiar, que estaba en la sala de estar junto a la madre de Richard Erskine y la arpía amargada que vivía en la casa de al lado. No había rastro del inspector Insch.
Logan dejó a Watson en la sala y entró en la cocina, cogiendo un par de galletas de chocolate de una caja que había abierta en la encimera al lado de la tetera. A través del cristal de la puerta de la cocina que daba al jardín, vio el contorno de un hombre corpulento que tapaba la luz.
Sin embargo, no era Insch, sino un agente obeso con aire triste y barba de hacía ya horas que había salido a fumar varios pitillos a la vez bajo el minialero.
—Buenas tardes, señor —dijo el agente, sin molestarse en enderezarse ni apagar el cigarrillo—. Vaya mierda de tiempo, ¿verdad?
No era de la zona. Su acento era marcadamente de Newcastle.
—Al final te acostumbras.
Logan salió al jardín y se colocó al lado del agente para fumar pasivamente todo el humo que le viniera a la cara.
El agente extrajo el pitillo y se introdujo un dedo en la boca, metiendo la uña entre dos dientes posteriores.
—No sé cómo. O sea, ya estoy acostumbrado a la lluvia pero lo que pasa aquí es el colmo —repuso, dando con lo que fuera que estuviera buscando y sacudiéndolo de los dedos para que se lo llevara el agua—. ¿Cree que parará antes del fin de semana?
Logan miró las nubes bajas y casi negras.
—¿El fin de semana? —repitió, llenándose los pulmones magullados de humo reciclado—. Estamos en Aberdeen. No dejará de llover hasta el mes de marzo.
—¡Una mierda!
La voz era grave, autoritaria y estaba justo detrás de ellos.
Logan se volvió y vio al inspector Insch de pie en la puerta con las manos en los bolsillos.
—No escuche al subinspector McRae, que le está tomando el pelo.
Insch salió y se colocó en el poco espacio que quedaba en el peldaño superior de la escalera, obligando a Logan y el agente a dar unos pasos precarios hacia un lado.
—¿Qué no dejará de llover hasta el mes de marzo? —dijo Insch, sacando un caramelo de limón del bolsillo y metiéndoselo en la boca—. ¿Marzo, dice? No mienta a este pobre agente, que estamos en Aberdeen.
Suspiró y volvió a meterse las manos en los bolsillos antes de añadir:
—En Aberdeen la lluvia dura todo el puto año.
Los tres permanecieron en silencio, contemplando cómo la lluvia hacía lo que hace cuando llueve.
—Bueno, tengo que darle una buena noticia, señor —dijo Logan, finalmente—. Se ve que el señor Moir-Farquharson ha recibido varias amenazas de muerte.
Insch sonrió.
—Eso espero. Después de todas las que le he mandado…
—Ahora está representando a Gerald Cleaver.
Insch volvió a suspirar y dijo:
—No sé por qué, pero no me sorprende. En fin, es el problema de la inspectora Steel. Lo que quiero saber yo es dónde está Richard Erskine.