La agente Watson lo estaba esperando en recepción. Estaba enfundada hasta las orejas en una chaqueta reglamentaria negra y gruesa. La tela impermeable brillaba, resbaladiza y salpicada de gotitas de lluvia. Llevaba el pelo recogido en un moño bajo con su gorra de visera y tenía la nariz roja como un tomate.
Le sonrió cuando lo vio acercarse a ella con las manos en los bolsillos, todavía pensando en la autopsia.
—Buenos días, señor. ¿Cómo tiene el estómago?
Logan forzó una sonrisa, aún con los orificios nasales llenos del niño asesinado.
—Tirando. ¿Y usted?
Watson se encogió de hombros.
—Hombre, me alegro de que me hayan asignado un horario diurno, eso no lo voy a negar —dijo, antes de echar una mirada alrededor del área de recepción, que estaba completamente vacía—. Bien, pues, ¿qué plan hay?
Logan miró la hora. Eran casi las diez. Todavía quedaba una hora y media para que Insch saliera de su reunión.
—¿Le apetece ir a dar una vuelta? —sugirió a su compañera.
Fueron al parque móvil a pedir un coche. La agente Watson iba al volante del oxidado Vauxhall azul mientras que Logan iba en el asiento del pasajero, mirando por la ventanilla al diluvio. Tenían el tiempo justo para ir hasta el otro lado de la ciudad, al puente de Don, donde los equipos de búsqueda estarían hasta el cuello en lluvia y fango, buscando pruebas que seguramente ni siquiera existían.
Un autobús articulado cubierto de anuncios incitando a los transeúntes a hacer sus compras navideñas en el centro comercial de la ciudad pasó con gran estruendo delante de ellos, levantando una ola de agua sucia.
Watson había puesto los limpiaparabrisas a toda velocidad y el chirrido de la goma encima del parabrisas ahogaba incluso el zumbido de la calefacción. Ninguno de los dos había pronunciado ni una sola palabra desde que habían salido de Force.
—He pedido a uno de los agentes administrativos que soltara a Charles Reid con una amonestación —dijo Logan finalmente.
La agente Watson asintió con la cabeza.
—Ya me lo imaginaba.
Se metió detrás de un todoterreno con pinta de ser caro y avanzó lentamente hasta llegar a un cruce.
—No puedo culparlo por lo que hizo.
Watson se encogió de hombros y dijo:
—Usted mismo, señor. A mí no estuvo a punto de matarme, desde luego.
El todoterreno de tracción integral, que probablemente nunca había tenido que afrontar un camino más irregular que los baches de Holden Street en el centro de la ciudad, de pronto decidió señalizar a la derecha y se quedó parado en medio del cruce. Watson soltó un par de tacos e intentó incorporarse al flujo de coches que pasaba a cada lado de ellos.
—¡Hombre tenía que ser! —masculló, sin recordar que Logan iba a su lado en el coche—. Disculpe, señor.
—No se preocupe…
Logan se sumió de nuevo en el silencio. Seguía pensando en Charles Reid y en las horas que había pasado en el Aberdeen Royal Infirmary la noche anterior. En el fondo, la culpa no había sido de ese pobre hombre. O sea, alguien llama a la puerta de tu hija y le pregunta cuáles son sus sentimientos tras descubrir que han descubierto el cuerpo asesinado de su hijo de tres años en una zanja… pues no era de extrañar que el abuelo se desquitara con el primer blanco que se le pusiera delante. Quienquiera que le vendiera la exclusiva al Press and Journal, ése era el auténtico culpable.
—He cambiado de idea —soltó Logan—. Vamos al P&J a ver si damos con alguna rata asquerosa que se haga pasar por periodista.
«PRESS AND JOURNAL. NOTICIAS LOCALES DESDE 1748». Al menos eso rezaba en lo alto de la primera plana de cada edición. Sin embargo, el edificio que compartía con su publicación hermana, el Evening Express, no lucía la misma pompa ni esplendor. Se trataba de una monstruosidad chata de dos plantas hecho de hormigón y vidrio al lado del Lang Stracht, agachada detrás de una valla alta de tela metálica como si fuera un Rottweiler enfurruñado. Como no había un acceso directo desde la calle principal, la agente Watson empezó a dar vueltas por el polígono industrial desvencijado compuesto de concesionarios de coches abarrotados y vehículos aparcados en doble fila. En cuanto el guardia de seguridad vio el uniforme de Watson, le echó una sonrisa desdentada, levantó la barrera y los invitó a pasar con un gesto generoso de la mano.
En una placa de granito pulido al lado de la puerta giratoria, Logan leyó: «ABERDEEN JOURNALS LTD» en letras doradas. Justo debajo, otra placa resumía la historia del diario: «Fundado por James Chalmers en el año 1748…» bla, bla, bla. Logan ni se molestó en leer lo que seguía.
Las paredes de color malva de la recepción estaban completamente desnudas, salvo una placa de madera tallada que conmemoraba los empleados del periódico que perdieron sus vidas en la Segunda Guerra Mundial, el único elemento que rompía con la monotonía. Logan se había esperado algo un poco más periodístico: primeras planas enmarcadas, premios, fotografías de los periodistas. Pero no, era como si el periódico acabara de instalarse en el edificio y los empleados todavía no hubieran tenido tiempo de pensar en la decoración.
Algunas plantas de interior marchitas disimulaban la monstruosidad de colores que cubrían el suelo: unos cuadros grandes, azules de linóleo de efecto marmóreo, enmarcados en una cuadrícula rosa y dorada.
La recepcionista congeniaba perfectamente con el entorno. Tenía los ojos pintados de color rosa, el pelo rubio y lacio, y apestaba a caramelos de menta. Se los quedó mirando con cara de sueño durante un instante y acto seguido, se sonó con un pañuelo roñoso.
—Bienvenidos a Aberdeen Journals —dijo con cero entusiasmo—. ¿En qué puedo ayudarles?
Logan sacó la placa con pereza y la sostuvo debajo de sus narices, que seguían moqueando.
—Subinspector Logan McRae. Quisiera hablar con la persona que llamó anoche a la casa de Alice Reid.
La recepcionista miró la placa, miró la cara de Logan, miró a la agente Watson y suspiró.
—Pues no tengo ni idea —dijo, sorbiéndose la nariz—. Yo solo vengo los lunes y los miércoles.
—¿Y quién tiene idea?
La recepcionista se encogió de hombros y aprovechó para sorberse una vez más.
La agente Watson extrajo un ejemplar del diario de esa misma mañana del expositor y lo estampó encima del escritorio delante de la recepcionista. «ENCUENTRAN ASESINADO AL NIÑO DESAPARECIDO DE TRES AÑOS». Con un dedo muy firme, señaló el nombre que aparecía bajo el titular: «POR COLIN MILLER».
—¿Y éste quién es? —preguntó Watson.
La recepcionista levantó el diario, y leyó el pie de autor entrecerrando los ojos ya hinchados. De repente, el borde del rostro de la joven pareció desplazarse un par de centímetros hacia el suelo.
—Ah… Él.
Con el ceño fruncido, clavó un dedo en la centralita. Salió el bramido de una mujer por el altavoz.
—¿Sí?
La recepcionista levantó el auricular del soporte. Su acento pasó de ser resfriado y educado a resfriado y completamente cerrado, al más puro estilo Aberdeen.
—¿Lesley? Sí, soy Sharon… Lesley, ¿ha venido el Ombligo del Mundo? —preguntó, y esperó la respuesta—. Sí, lo busca la policía… No lo sé. Espera.
Tapó el auricular con la mano y dirigió una mirada esperanzada a Logan.
—¿Van a detenerlo? —inquirió, volviendo al acento educado de antes.
Logan abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Solo queremos hacerle unas preguntas —le aclaró finalmente.
—Ya —repuso Sharon, cariacontecida, antes de dirigirse de nuevo al auricular—. No. De momento no piensan encerrar al muy cabrón.
Asintió un par de veces con la cabeza y entonces dijo:
—Ahora se lo pregunto.
Miró de nuevo a Logan, haciéndole ojitos y morritos a la vez, con todo el coqueteo del que era capaz. No era fácil, teniendo en cuenta que tenía la nariz roja y pelada, pero lo intentó.
—Si no van a detenerlo, ¿qué tal un poco de violencia policial?
La agente Watson le guiñó el ojo con complicidad.
—Veremos qué podemos hacer. ¿Dónde está?
La recepcionista señaló una puerta de seguridad a la izquierda.
—Por mí, como si lo dejan lisiado de por vida —dijo con una sonrisa, pulsando el botón del portero automático.
La sala de redacción parecía un almacén alfombrado, de planta abierta y con un techo falso hecho de placas blanquecinas. Debía de haber más de cien mesas de trabajo en la sala, todas agrupadas en pequeñas camarillas: redacción, artículos de fondo, editorial, composición… Las paredes eran del mismo color malva que la recepción, e igual de desadornadas. No había ni un solo tabique y no se distinguía dónde acababa un escritorio y dónde empezaba el siguiente debido a las montañas de textos, papelitos adhesivos de color amarillo y notas garabateadas que asaltaban los escritorios contiguos como una avalancha a cámara lenta.
Las pantallas de los ordenadores parpadeaban bajo las luces que colgaban del techo, sus dueños encorvados delante de los teclados, produciendo las noticias de mañana. Salvo el zumbido incesante de los ordenadores y el runrún de la fotocopiadora, reinaba un silencio casi inquietante.
Logan se acercó a la primera persona que vio, un hombre ya entrado en años que vestía un deformado pantalón de pana y una camisa de color crema llena de manchas. También llevaba una corbata que delataba por lo menos tres de los alimentos que había ingerido para desayunar. Ya hacía años que su coronilla se había despedido de cualquier clase de cabello, aunque lucía una especie de trampilla de pelos largos y lacios que se le extendían por encima de la enorme extensión brillante de la calva. Si pretendía engañar a alguien, era a sí mismo.
—Estamos buscando a Colin Miller —dijo Logan, mostrándole la placa.
El hombre levantó una ceja.
—¿Ah, sí? ¿Van a detenerlo?
Logan volvió a guardar la placa en el bolsillo.
—No tenía intención de hacerlo, no —repuso—, aunque la verdad es que empiezo a planteármelo. ¿Por qué?
El periodista se subió el pantalón y le dedicó una enorme sonrisa llena de inocencia.
—Por nada.
Pausa, dos, tres, cuatro…
—Muy bien —dijo Logan—. ¿Dónde está?
El tipo le guiñó el ojo, haciendo un gesto hacia el cuarto de baño.
—No tengo ni idea de dónde puede estar, agente —dijo pausadamente, subrayando cada palabra como si fuera una indirecta.
Acabó lanzando otro par de miraditas indiscretas hacia el servicio de caballeros, visiblemente animado.
Logan asintió con la cabeza.
—Gracias, ha sido de gran ayuda.
—Para nada —contestó el periodista—. He sido «impreciso e incoherente», pero eso nos pasa a los «pelmazos seniles» como yo.
Se giró tranquilamente hacia su escritorio y Logan y la agente Watson fueron derechos a los lavabos. Para sorpresa de Logan, Watson entró como un huracán por la puerta del servicio de caballeros. Logan movió la cabeza con gesto incrédulo y se metió detrás de ella en el interior revestido de azulejos ajedrezados.
El grito de Watson de «¿Colin Miller?» provocó un surtido de gritos periodísticos seguido de una estampida de hombres que, agarrándose las cremalleras, salieron corriendo del lavabo. Al final solo quedó uno: un tipo bajito, corpulento, vestido de un traje caro de color gris oscuro, ancho de espaldas y con un peinado impecable. El hombre se puso a silbar de forma muy poco melodiosa desde su posición delante del orinal, meciéndose hacia delante y hacia atrás.
Watson lo miró de arriba abajo.
—¿Colin Miller? —dijo de nuevo.
El enano la miró por encima del hombro con una sonrisa despreocupada en los labios.
—¿Me ayudas a sacudir esto? —le preguntó guiñándole el ojo y remarcando con orgullo su marcado acento de Glasgow—. El médico me ha dicho que no debo levantar cargas pesadas.
Watson puso cara de muy pocos amigos y le indicó exactamente dónde podía meterse su proposición.
Logan se interpuso rápidamente entre ellos antes de que la agente pudiera demostrarle cómo se había ganado el mote de «rompecojones».
El periodista volvió a guiñarle el ojo, se meneó un poquito y se giró antes de abrocharse la cremallera. En sus dedos había sendos anillos de sello dorados y alrededor del cuello llevaba una cadena de oro que colgaba encima de su camisa de seda y su corbata.
—¿Señor Miller? —insistió Logan.
—Sí. ¿Quieres un autógrafo?
Se acercó pavoneándose hasta uno de los lavabos, arremangándose lo suficiente para dejar al descubierto un objeto pesado y dorado en su muñeca izquierda, además de un reloj tan grande que cabían cuatro personas tumbadas en cada lado de la esfera. Tampoco era de extrañar que el tipo estuviera tan musculoso: falta le hacía para cargar con tantas alhajas.
—Queremos hablarle de David Reid, el niño de tres años que…
—Ya sé quién es —le cortó Miller, abriendo el grifo—. Escribí el artículo de primera plana acerca del pobre chaval.
Sonrió y apretó el dosificador del jabón.
—Tres mil palabras de puro oro periodístico. Ya os digo, lo de los asesinatos de niños: oro puro, vamos. Un cabrón retorcido mata a un pobre crío y de repente todo el mundo tiene ganas de saber en qué estado se encuentra el cadáver minúsculo mientras se sienta a comer el desayuno de buena mañana. Es increíble, joder.
Logan reprimió las ganas que tenía de agarrar a Miller del pescuezo y de aplastarle la cabeza contra uno de los orinales.
—Anoche llamó a los familiares —dijo, hundiendo las manos hasta el fondo de sus bolsillos—. ¿Quién le informó de que lo habíamos encontrado?
Miller lanzó una sonrisa al reflejo de Logan en el espejo que había encima del lavabo.
—No hace falta ser un genio, que digamos, inspector…
—Subinspector —le corrigió Logan—. Subinspector McRae.
Miller se encogió de hombros y se frotó las manos bajo el secador.
—Con que un mero subinspector, ¿eh? —gritó por encima del estruendo del secador de manos—. Bueno, da igual. Tú ayúdame a pillar al hijo de puta degenerado en cuestión y ya me encargaré yo de que te asciendan a inspector.
—Que le ayude yo a pillar… —empezó a decir Logan, cerrando los ojos con fuerza ante la invasión de imágenes de la nariz de Miller arrojando chorros de sangre por los orinales—. ¿Quién le dijo que habíamos encontrado a David Reid?
Apretó los dientes para contenerse.
Clic. Por fin se apagó el secador.
—Ya os lo he dicho: no hace falta ser un genio. Encontrasteis a un niño muerto. ¿Quién iba a ser, si no?
—¡No comunicamos a nadie que el cadáver fuera de un niño!
—¿Ah, no? Pues entonces ha sido una enorme casualidad.
Logan frunció el ceño.
—¿Quién se lo dijo?
Miller sonrió y se bajó las mangas, asegurándose de que se asomaran dos centímetros de camisa blanca a cada extremo de las mismas.
—¿Nunca habéis oído hablar de la inmunidad periodística? No tengo que revelaros mis fuentes. ¡Y no podéis obligarme a hacerlo! —insistió, aspirando antes de continuar—. Eso sí, si el bomboncito de agente que te acompaña quiere mostrarme sus dotes de Mata Hari, es posible que me deje convencer… ¡No hay nada que me ponga más que una mujer vestida de uniforme!
Watson gruñó y sacó su porra desplegable.
De pronto se abrió la puerta de los servicios y se rompió el momento. Una morena con una abundante cabellera rizada entró echando pestes y se plantó delante de los tres con los brazos en jarras y la mirada encendida.
—¿Qué demonios pasa aquí dentro? —espetó, mirando con furia a Logan y Watson—. Tengo la mitad de la redacción con los pantalones meados.
Antes de que alguno de los tres pudiera responder, arremetió contra Miller:
—¿Y tú qué coño te crees que haces aquí dentro todavía? ¡Han programado una rueda de prensa acerca del niño muerto dentro de media hora! Nuestros amigos amarillos van a hacer su agosto con esta maldita historia. ¡Pero ha empezado siendo nuestra y así es como quiero que acabe!
—El señor Miller nos está ayudando con nuestra investigación —dijo Logan—. Lo que quiero saber es quién le dijo que habíamos encontrado…
—¿Van a detenerlo?
Logan solo vaciló durante un segundo, pero con eso la mujer ya supo la respuesta.
—Justo lo que me pensaba —dijo, señalando a Miller bruscamente con un dedo—. ¡Tú! ¡Vamos! Saca tu puto culo de aquí. ¡Si te pago no es para que te pases el día en el lavabo ligando con las agentes de policía de la ciudad!
Miller sonrió e hizo un saludo a la arpía.
—Lo que usted diga, jefa —dijo Miller, guiñándole el ojo a Logan—. Me abro. En el nombre del deber, y esas cosas.
Dio un paso hacia la puerta pero la agente Watson le obstruyó el paso.
—¿Señor? —dijo expectante, acariciando la porra, deseando que Logan le diera cualquier excusa para partirla contra la cabeza de Miller.
Logan miró al periodista engreído, luego a Watson, y otra vez a Miller.
—Déjalo —decidió finalmente—. Ya hablaremos otra día, señor Miller.
Miller sonrió.
—Cuenta con ello —dijo, levantando la mano derecha como si fuera una pistola y haciendo como si le disparara a Watson—. Hasta la próxima, investigadora.
Gracias a Dios, Watson no le respondió.
De vuelta al aparcamiento, la agente Watson pasó por los charcos dando pisotones hasta llegar al Vauxhall. Abrió la puerta de un tirón, arrojó la gorra en el asiento de atrás, se puso detrás del volante con muy mala uva, dio un portazo y soltó un taco.
Logan tuvo que reconocer que tenía razón. Miller jamás iba a delatar quién era su fuente de información. Y su jefa, la bruja aquella con cabeza de escarola, les había dejado perfectamente claro durante su diatriba posterior de diez minutos que no tenía ninguna intención, ni loca, de obligarlo a descubrir el pastel. Tenían las mismas probabilidades de sacárselo que de que el FC Aberdeen ganara la liga.
Un golpe en la ventanilla hizo que Logan volviera en sí con un sobresalto. Cuando miró hacia fuera, se encontró con la cara sonriente de un hombre que pretendía protegerse el poco pelo que le quedaba de la lluvia con un ejemplar del Evening Express. Era el periodista que no les había informado que el repugnante señor Miller se había refugiado en el servicio de caballeros.
—¡Eres Logan McRae! —exclamó el tipo—. ¿Lo ves? ¡Sabía que te conocía!
—¿Ah, sí?
Logan se hundió todo lo que pudo en el asiento.
El hombre de los desgastados pantalones de pana de color marrón asintió con entusiasmo.
—Escribí un artículo. ¿Cuándo fue? Pues hará cosa de un año o así: «Héroe policial apuñalado en enfrentamiento con Monstruo de Mastrick» —dijo sonrió—. Hostia, esa sí que fue una buena historia. Y un titular cojonudo. Lástima que no diera con una aliteración apta para lo de héroe policial.
Se encogió de hombros e introdujo la mano por la ventanilla abierta.
—Martin Leslie. Artículos de fondo.
Logan se la estrechó, sintiéndose cada vez más incómodo con cada segundo que pasaba.
—Vaya por Dios. Logan McRae… —dijo Martin Leslie—. ¿Ya te han hecho inspector?
Logan le dijo que no, que seguía siendo subinspector y el periodista lo miró indignado.
—¡No me digas! ¡Qué cabrones! ¡Te lo ganaste a pulso! Ese Angus Robertson era un psicópata hijo de puta… Me imagino que te habrás enterado de que él mismo se realizó una «apendicectomía» en su celda de Peterhead, ¿no? —le reveló en voz baja—. Con un destornillador afilado, se ve. Ahora tiene que cagar dentro de una bolsa…
Logan no supo cómo responder. El hombre se apoyó en la ventanilla y metió la cabeza dentro del coche para protegerse de la lluvia.
—¿En qué estás trabajando ahora?
Logan se volvió y miró fijamente por el parabrisas hacia el tramo gris y deprimente de Lang Stracht.
—Bueno, esto… Yo, en fin…
—Si necesitas saber algo de Colin el Coñazo… —susurró Leslie, antes de callarse de repente y taparse la boca con la mano, mirando hacia la agente Watson—. Lo siento, cielo. Sin ánimo de ofender.
Watson se encogió de hombros. Al fin y el cabo, hacía apenas cinco minutos lo había calificado de cosas infinitamente peores.
Leslie le lanzó una sonrisa avergonzada.
—Bueno, el muy imbécil llegó aquí del Scottish Sun, pavoneándose como si fuera un puto regalo caído del cielo… Dicen que lo echaron del otro diario —dijo con la expresión cada vez más oscura—. ¡Algunos de nosotros todavía somos partidarios de cumplir con las normas del oficio! Como la que dice que nunca hay que dar por el culo a los compañeros. ¿A quién se le ocurre llamar a la madre de un niño muerto sabiendo que la policía todavía no le ha comunicado la noticia? Pero ese imbécil se cree que se lo van a consentir todo si el resultado final es una historia lucrativa.
Leslie se quedó callado durante unos instantes antes de añadir:
—Además, no sabe una mierda de ortografía.
Logan se lo quedó mirando, pensativo.
—¿Tienes alguna idea de quién le dijo que habíamos encontrado el cadáver de David Reid?
El periodista negó con la cabeza.
—No. No sé nada, pero como me entere serás el primero en saberlo. Sería un auténtico placer darle a él por el culo, para variar.
Logan asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Estupendo —dijo, esbozando una sonrisa forzada—. Bueno, tenemos que ponernos en marcha…
La agente Watson pisó el acelerador, dejando a Martin Leslie solo bajo la lluvia.
—¡Deberían haberte ascendido a inspector! ¡Inspector! —gritó, contemplando cómo se alejaba el coche.
Cuando salieron por la verja de seguridad, Logan notó cómo se iba poniendo cada vez más colorado.
—Efectivamente, señor —observó la agente Watson en cuanto se dio cuenta de que el rostro de Logan se había tornado un tono parecido al de la remolacha—. Que sepa que es una verdadera inspiración para todos.