La Jefatura de la Policía grampiana era gris, de hormigón y vidrio, una torre de siete pisos coronada por unos sistemas de alertas de emergencias y antenas de radio. Estaba medio oculta al final de todo de Queen Street, justo al lado del juzgado, delante del pastel de boda de granito gris de la antigua universidad de Marischal College y a la vuelta de la esquina del centro de cultura, el Arts Centre, un edificio construido en la época victoriana que pretendía imitar un templo romano. La jefatura Force era testimonio de la pasión del promotor inmobiliario por la fealdad arquitectónica. Lo único que la salvaba es que estaba a tiro de piedra del Town House, del ayuntamiento y una decena de bares.
Bares, iglesias y lluvia. Los tres elementos que más abundaban en Aberdeen.
El cielo estaba gris y amenazaba con fundirse con el suelo. El brillo sódico de las farolas había llenado la mañana de un efecto ictérico, como si las calles estuvieran enfermas. El aguacero de la noche anterior todavía no había cesado y las gotas pesadas caían rebotándose contra las aceras resbaladizas. Las alcantarillas estaban desbordadas.
Algunos autobuses circulaban malhumorados por la calle, levantando fuentes de agua sucia y rociando a cualquiera que fuera lo bastante idiota para salir de casa en un día tan aciago.
Echando pestes, Logan se cerró la gabardina con una mano mientras les deseó una muerte dolorosa a todos los cabrones que iban a los volantes de los autobuses. Había pasado una noche infernal: un puñetazo en la tripa seguido de tres horas de empujones y apretujones a manos de los médicos de urgencias. Al final lo habían plantado en la calle fría y mojada a las cinco y cuarto de la mañana tras ponerle una venda elástica y proporcionarle un frasco de analgésicos. Había logrado dormir una hora entera.
Logan entró por la puerta de Queen Street con los pies empapados y se plantó todavía chorreando delante del mostrador curvo de la recepción. A pesar de que viviera a menos de dos minutos a pie, no había ninguna zona seca en todo su cuerpo.
—Buenos días, señor —lo saludó desde el otro lado de la mampara de vidrio un agente con la cara puntiaguda que el subinspector Logan no reconocía—. ¿En qué puedo ayudarle?
Forzó una sonrisa educada y Logan suspiró.
—Buenos días, agente. Se supone que tendría que estar trabajando con el inspector McPherson…
La sonrisa educada se desvaneció en cuanto el agente de recepción cayó en la cuenta de que Logan no formaba parte del público habitual.
—Pues no lo vas a tener fácil, teniendo en cuenta que acaban de extraerle un cuchillo de la cabeza —dijo, haciendo gestos de apuñalamiento.
Logan hizo lo posible por no estremecerse.
—¿No serás…? —siguió el agente, hojeando una libreta que tenía encima del escritorio hasta que encontró lo que buscaba—. ¿…el subinspector McRae?
Logan asintió con la cabeza, sacando la placa húmeda del bolsillo y enseñándosela.
—Sí —dijo el joven, sin mover un solo músculo de la cara—. Muy bonito. Está bajo las órdenes del inspector Insch. Ha convocado una reunión informativa. Hace cinco minutos. —Miró el reloj que había colgado en la pared y dibujó otra sonrisa—: No soporta a la gente que llega tarde.
Logan entró veinte minutos tarde a la reunión informativa que Insch había convocado para las siete y media de la mañana. La sala estaba llena de agentes adustos y todos se volvieron para mirarlo cuando se asomó sigilosamente por la puerta, entró y la cerró en silencio una vez dentro. Al fondo de la sala, el inspector Insch, un hombre alto y calvo que lucía un traje recién estrenado, se calló en medio de la frase que estaba diciendo y frunció el ceño cuando vio a Logan, que se dirigió cojeando hasta una de las sillas desocupadas en la primera fila y se sentó.
—Como estaba diciendo —continuó el inspector, fulminando a Logan con la mirada—, el informe preliminar de patología establece que la muerte ocurrió hace aproximadamente tres meses. Tres meses es mucho tiempo para esperar que aparezcan pruebas forenses en la escena del crimen, sobre todo cuando llueve a chaparrón, pero eso no significa que no vayamos a salir a buscarlas. Huellas dactilares: busquen en un radio de un kilómetro del lugar donde se ha hallado el cadáver.
Se levantó un quejido general del público. Un radio de un kilómetro era mucho terreno que cubrir, especialmente cuando la posibilidad de dar con alguna pista era nula. No después de tres meses. No cuando seguían cayendo chuzos de punta. Se les presentaba un trabajo largo, mojado y muy jodido.
—Ya sé que es un coñazo —admitió el inspector Insch, hurgando en el bolsillo en busca de una gominola, que extrajo, soplándola un poco para quitarle la pelusilla antes de metérsela rápidamente en la boca—. El caso es que me da igual. Estamos hablando de un chavalín de tres años. Vamos a encontrar al hijo de puta que lo hizo. Nada de cagadas, ¿comprendido?
Se calló durante algunos segundos, retando a los presentes en la sala a llevarle la contraria.
—Estupendo, pues. Y ya que estamos con el tema de cagadas, anoche alguien dio el soplo a Press and Journal de que habíamos encontrado el cadáver de David Reid.
Levantó un ejemplar de la última edición del diario. El titular rezaba: «ENCUENTRAN ASESINADO AL NIÑO DESAPARECIDO DE TRES AÑOS». Dos fotos ocupaban casi toda la primera plana: una que mostraba la cara sonriente del pequeño David y otra en la que aparecía la tienda que la policía había montado en la escena del crimen, iluminada por el flash del fotógrafo, con los ocupantes perfilados contra el plástico azul.
—Llamaron a la puerta de la madre para pedirle una declaración —dijo Insch, alzando la voz y con la expresión cada vez más oscura—, incluso antes de que pudiéramos informar a la pobre desgraciada que su hijo estaba muerto.
Insch estampó el diario encima del escritorio. Se oyeron unos murmullos enfadados entre la multitud.
—Van a recibir una visita de la comisión de prácticas profesionales en las próximas cuarenta y ocho horas, pero créanme —dijo el inspector pausadamente—, la caza de brujas que realicen ellos va a parecer jauja en comparación con la mía. ¡Cuando descubra quién es el responsable de esto, lo voy a clavar al techo de los testículos!
Se tomó un momento para mirar al público con cara de asesino.
—De acuerdo, vamos a repartir las tareas del día.
El inspector apoyó una nalga en el borde del escritorio y leyó en voz alta los nombres de los presentes: quién tenía que llamar a cada una de las puertas de la zona, quién tenía que ir a peinar la zona del río, quién se quedaba en la jefatura para contestar el teléfono. El único nombre que no leyó fue el del subinspector Logan McRae.
—Y antes de que se marchen —añadió Insch, levantando los brazos como si estuviera a punto de bendecir a sus feligreses—, quisiera recordarles que las entradas para la pantomima de este año ya están a la venta en recepción. ¡No se la pierdan!
Las tropas salieron arrastrando los pies, los que iban a encargarse de los teléfonos mofándose de los infelices que iban a pasar el resto del día luchando contra las inclemencias del tiempo. Logan se colocó al final de la fila, esperando dar con una cara familiar. Un año de baja y no había ningún rostro al que le pudiera poner nombre.
El inspector lo vio entreteniéndose al lado de la puerta y lo llamó.
—¿Qué ocurrió anoche? —le preguntó cuando salió el último agente, dejándolos solos en la sala.
Logan sacó su libreta y empezó a leer:
—El cadáver fue descubierto a las diez y cuarto de la noche por un tal Duncan Nicholson mientras…
—No. No me refiero a eso.
El inspector Insch se sentó más cómodamente en el borde del escritorio y se cruzó de brazos. Entre la corpulencia, la calva y el traje nuevo, tenía aspecto de una especie de Buda bien vestido. Solo que menos amable.
—Según tengo entendido, la agente Watson le dejó en urgencias a las dos y pico de la mañana. No lleva ni veinticuatro horas de vuelta al trabajo y ya ha pasado una noche en el hospital. Tenemos al abuelo de David Reid en una de las celdas de espera acusado de haberlo atacado. Y encima, para rematarlo del todo, va y entra cojeando en la reunión que he convocado esta mañana. Tarde.
Logan cambió de postura, incómodo.
—Efectivamente, señor. El señor Reid se puso muy nervioso. En realidad, tampoco tuvo la culpa. Si no hubiesen aparecido los del Journal and…
El inspector Insch lo interrumpió.
—Se supone que debería estar trabajando para el inspector McPherson, ¿verdad?
—Esto… pues sí.
Insch asintió sabiamente con la cabeza, extrajo otra gominola del bolsillo de la chaqueta y se la llevó la boca, pelusilla y todo, masticando alrededor de sus palabras:
—Pues ya no. Mientras McPherson ande ocupado manteniendo la cabeza en su sitio, usted es mío.
Logan procuró no delatar la decepción que sentía. Había trabajado a las órdenes de McPherson durante dos años antes de que Angus Robertson decidiera convertir sus intestinos en un acerico con un cuchillo de caza de veinte centímetros. A Logan le caía bien. Además, todo el mundo sabía que era uno de los hombres de McPherson.
Lo único que sabía del inspector Insch era que no soportaba a los imbéciles y que opinaba que todo el mundo era imbécil.
Insch se acomodó del todo encima del escritorio y miró a Logan de arriba abajo.
—No irá a palmarla aquí delante de mis narices, ¿verdad, subinspector?
—Si de mí depende, le aseguro que no, señor.
Insch asintió, con una expresión cerrada y distante en su enorme rostro. Se produjo un silencio incómodo, una de las especialidades de Insch. Si dejas una pausa suficientemente larga en un interrogatorio, tarde o temprano el sospechoso acabará diciendo algo, lo que sea, para llenar el silencio. Era asombroso oír lo que la gente era capaz de soltar, cosas que no tenía intención de decir, cosas que jamás de los jamases de la vida hubiera querido confesarle al inspector Insch.
Esta vez, Logan permaneció con la boca bien cerradita.
Finalmente, el inspector volvió a asentir.
—He leído su informe. McPherson piensa que no es del todo mamón así que voy a darle el beneficio de la duda. Pero como vuelva a acabar en urgencias otra vez, le voy a poner de patitas en la calle, ¿comprendido?
—Sí, señor. Gracias, señor.
—Bien, pues. A partir de ahora, se le ha terminado el período de adaptación. No tengo tiempo para gilipolleces ni adaptaciones ni hostias por el estilo. O está listo para el trabajo o no lo está. La autopsia empieza dentro de un cuarto de hora. Procure llegar puntual.
Se bajó todo el peso de la mesa y dio unas palmaditas a los bolsillos, buscando más gominolas.
—Tengo una reunión con los mandos desde las ocho y cuarto hasta las once y media. Ya me pondrá al corriente cuando vuelva.
Logan miró la puerta y entonces se volvió de nuevo hacia Insch.
—¿Alguna duda, subinspector?
Logan mintió y le dijo que no.
—Vale. En vista de su excursión a urgencias, he decidido asignarle un ángel de la guarda, la agente Watson. Volverá sobre las diez. Que no le vea separado de ella. No es un tema negociable.
—Sí, señor.
Estupendo. Ahora necesitaba canguro.
—¡Andando!
Logan ya estaba saliendo por la puerta cuando Insch añadió:
—Procure no cabrear a la agente Watson, McRae. No por nada la llaman la «rompecojones».
La Jefatura de la Policía grampiana era lo bastante grande para poseer su propio depósito de cadáveres. Estaba en el sótano, a una distancia prudente de la cafetería para no quitarles el apetito a los empleados que bajaban a tomarse una sopa a la hora de almorzar. La sala principal del depósito era amplia, blanca e impecablemente limpia con armarios frigoríficos a cada lado donde guardaban los cadáveres. Los zapatos de Logan chirriaron sobre las baldosas cuando empujó la puerta de dos hojas. El hedor a antiséptico llenaba la sala fría, enmascarando casi por completo la fetidez. Desde luego, se trataba de una extraña combinación de olores, un perfume que había llegado a asociar con la mujer que estaba sola de pie al lado de la mesa de autopsia.
La doctora Isobel MacAlister llevaba su traje de operaciones: una bata de cirujano de color verde pastel debajo de un delantal rojo de goma, sus cabellos ocultos bajo un gorro quirúrgico. No llevaba ni pizca de maquillaje, por peligro a que contaminara el cadáver. En cuanto oyó el crujido de los pasos de Logan, alzó la mirada para ver quién estaba entrando en su depósito impoluto y cuando lo vio, se le pusieron los ojos como platos.
Logan se detuvo e intentó esbozar una sonrisa.
—Hola.
Isobel levantó una mano e hizo ademán de saludarlo.
—Hola.
Se giró rápidamente para examinar de nuevo el cuerpo desnudo que yacía encima de la mesa de autopsia. David Reid, de tres años.
—Todavía no hemos empezado —dijo—. ¿Te quedas?
Logan asintió con la cabeza y carraspeó.
—Anoche quise preguntarte… ¿Cómo estás?
En lugar de mirarlo, se puso a reordenar la fila resplandeciente de instrumentos quirúrgicos que estaban dispuestos dentro de la bandeja. El acero inoxidable brilló bajo los focos.
—Bueno —suspiró Isobel, encogiéndose de hombros—. Ya sabes.
Posó sus manos en un bisturí, y a Logan le chocó el contraste entre el brillo del metal y el látex mate de sus guantes.
—¿Y tú?
Logan también se encogió de hombros.
—Ya ves. Lo mismo.
El silencio era insoportable.
—Mira Isobel, no…
De repente se abrió la puerta e irrumpió Brian, el asistente de Isobel, con el patólogo adjunto y el fiscal a la zaga.
—Siento llegar tarde. Ya sabes cómo son estas investigaciones sobre las causas de un accidente mortal. ¡No se acaba nunca el papeleo! —dijo Brian, apartándose el pelo de la cara y lanzando una sonrisa cortés a Isobel—. Buenos días, subinspector. ¡Me alegro de verle de nuevo por aquí!
Fue a darle la mano a Logan antes de salir corriendo a ponerse su propio delantal rojo de goma. El patólogo adjunto y el fiscal saludaron a Logan con una pequeña inclinación de cabeza, se disculparon con Isobel y se pusieron cómodos para observarla mientras trabajaba. Isobel iba a encargarse de la disección; el otro patólogo, un hombre obeso de cincuenta y pocos años, calvo y con las orejas peludas, solo había acudido para asegurarse de que las conclusiones de Isobel fueran correctas, tal y como exigía la ley escocesa. Tampoco se hubiera atrevido a llevarle la contraria a la cara. Además, Isobel no se equivocaba nunca.
—Bien —dijo Isobel—. Mejor que empecemos.
Se ajustó los auriculares, comprobó el micrófono y acabó rápidamente con los preámbulos.
Logan la observó mientras removía lo que quedaba de David Reid. Los tres meses que había pasado en una zanja tapado con una vieja tabla de madera aglomerada le habían ennegrecido casi toda la piel y se le había ido hinchando el cuerpo como un globo a medida que la descomposición había obrado su magia corporal. En algunas zonas de su piel abotargada se veían unas manchitas blancas, como pecas, donde se había asentado alguna clase de hongo. El olor era terrible pero Logan sabía que iba a ser muchísimo peor.
Isobel fue depositando todos los desechos que iba encontrando en una bandejita de acero inoxidable que había al lado del cuerpo del niño. Briznas de hierba, pedazos de musgo, trocitos de papel. Cualquier cosa que hubiera acumulado desde el momento en que se produjo la muerte. Quizás algo que les ayudara a identificar al asesino de David Reid.
—Vaya, vaya —dijo Isobel, examinando el interior del grito congelado del niño—. Parece que tenemos un insecto ocupa.
Hurgó suavemente entre los dientes de David con unas pinzas y durante unos instantes terroríficos, Logan pensó que iba a extraer una mariposa de la muerte. Sin embargo, las pinzas salieron con una cochinilla muy movediza.
Isobel sostuvo el bicho de color pizarra cerca de la luz y se lo quedó mirando mientras agitaba incansablemente las patitas.
—Seguramente se coló, buscando algo para comer —observó—. Dudo que tenga nada que decirnos, pero más vale prevenir que curar.
Dejó caer el bicho dentro de un ampolla pequeña llena de líquido conservador.
Logan permaneció en silencio, presenciando cómo la cochinilla se ahogaba lentamente.
Una hora y media después, estaban congregados delante de la máquina expendedora de café en la planta baja mientras el ayudante melenudo de Isobel volvía a coser a David Reid.
Logan se encontraba marcadamente mal. El acto de presenciar a su exnovia mientras cortaba a un niño de tres años en pedacitos encima de una mesa de autopsia era algo que nunca se hubiera imaginado que tendría que hacer. Solo pensar en esas manos, tan tranquilas y eficientes, cortando, extrayendo y midiendo… entregando a Brian las ampollas de plástico con pedazos y lonchas de sus órganos vitales para que las embolsara y las etiquetara… Se estremeció e Isobel dejó lo que estaba diciendo para preguntarle si estaba bien.
—Nada —repuso Logan, forzando una sonrisa—. Tengo un poco de frío. ¿Qué decías?
—La muerte fue causada por estrangulamiento por medio de ligadura. Algo liso y fino como un cable eléctrico. Presenta múltiples hematomas en la espalda a la altura de los hombros, aparte de las laceraciones que habéis visto en la frente, la nariz y las mejillas. Yo diría que vuestro agresor lo empujó al suelo y se arrodilló sobre su espalda para estrangularlo.
La voz de Isobel era formal, como si lo de despedazar a niños pequeños fuera el pan de cada día. Por primera vez en su vida, Logan se dio cuenta de que probablemente lo era.
—No he encontrado restos de fluido seminal, pero después de tanto tiempo… —señaló, encogiéndose de hombros—. No obstante, el rasgón que presenta en el ano indicaría alguna forma de penetración.
Logan hizo una mueca y vació lo que quedaba de líquido marrón caliente en la papelera.
Isobel lo miró con el ceño fruncido.
—Si os sirve de consuelo, el daño ocurrió post mortem. Es decir, el niño ya estaba muerto cuando se lo hicieron.
—¿Alguna posibilidad de encontrar ADN?
—Muy poca. El daño interno no corresponde al que le hubiera producido un objeto flexible. Sospecho que lo penetró con un objeto extraño y no con su propio pene. Algo así como el mango de una escoba.
Logan cerró los ojos y profirió un juramento. Isobel se limitó a encoger de nuevo los hombros.
—Lo siento —suspiró—. Los genitales de David fueron cortados con lo que parece que podría haber sido una podadera, algo con la hoja curva, un tiempo después de su muerte. Suficiente tiempo para que se le hubiera coagulado la sangre, por lo menos. Incluso me atrevería a decir que el cuerpo ya estaba rígido.
Todos permanecieron en silencio, sin mirarse.
Isobel giró la taza de plástico vacía que sostenía en las manos.
—Lo… lo siento —dijo, girándola hacia el otro lado.
Logan asintió con la cabeza.
—Yo también —murmuró, y se marchó.