Todavía no eran inteligentes, pero sentían curiosidad, y éste era el primer paso hacia el camino sin fin.
Como muchos de los crustáceos que en otro tiempo habían existido en los mares de la Tierra, podían sobrevivir fuera del agua durante períodos de tiempo indefinidos. Sin embargo, hasta los últimos siglos habían tenido pocos incentivos para hacerlo. Los enormes bosques de algas les proveían de lo necesario. Las largas y delgadas hojas eran su alimento, y los toscos tallos la materia prima para sus primitivos artefactos.
Tenían sólo dos enemigos naturales. Uno de ellos era un enorme y muy raro pez de aguas profundas que no consistía más que en dos enormes mandíbulas hambrientas atadas a un estómago nunca saciado. El otro era una medusa venenosa vibradora, la forma motriz del pólipo gigante, que muchas veces alfombraba de muerte el fondo marino, dejando un desierto teñido de sangre.
Aparte de algunas excursiones esporádicas por la superficie, los escorpios podían muy bien haber pasado toda su existencia sumergidos en el mar, perfectamente adaptados a su medio ambiente. Pero a diferencia de las hormigas y las termitas, todavía no habían entrado en uno de los callejones sin salida de la evolución. Todavía podían adaptarse a los cambios.
Y un cambio, aunque todavía en pequeña escala, se había producido en este mundo oceánico. Unas cosas maravillosas habían caído del cielo. En el lugar de donde procedían debía de haber más. Cuando estuvieran preparados, los escorpios irían en su búsqueda.
En aquel mundo intemporal del mar de Thalassa no había prisa; pasarían años antes de que realizaran su primer asalto a aquel elemento desconocido del cual sus exploradores habían traído tan curiosos informes.
Pero no podían saber que otros exploradores les estaban observando a ellos. Y cuando por fin se decidieron a avanzar, escogieron el momento más desafortunado.
Tuvieron la mala suerte de emerger a tierra durante el inconstitucional, aunque muy eficaz, segundo mandato del presidente Fletcher.