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La partida

El trimarán alcanzó la orilla del banco de algas poco antes de medianoche y Brant ancló en el fondo de treinta metros. Empezaría a lanzar las bolas espía al amanecer, hasta formar una cerca entre Escorpia y la Isla Sur. Una vez establecida ésta, podría observar todas las idas y venidas. Si los escorpios encontraban una de las bolas espía y la llevaban a su casa como trofeo, tanto mejor. Continuaría operando, y sin duda proporcionaría información aún más útil que las obtenidas en mar abierto.

Ahora no había nada que hacer, excepto recostarse mecido por el tranquilo balanceo del barco y escuchar la cálida música de radio Tarna, esta noche excepcionalmente suave. De vez en cuando había un anuncio o un mensaje de buena voluntad o un poema en honor de los visitantes. Aquella noche habría muy poca gente dormida en las islas. Mirissa se preguntó fugazmente qué pensamientos debían de estar atravesando las mentes de Owen Fletcher y sus compañeros exiliados, abandonados en un mundo extraño para el resto de sus vidas. La última vez que ella los había visto en una emisión de vídeo del Norte, no parecían estar descontentos, e incluso discutían animadamente sobre la oportunidad de realizar negocios allí.

Brant estaba tan quieto que ella lo hubiera creído dormido, a no ser porque su mano permanecía fuertemente apretada a la de ella. Estaban echados el uno junto al otro, mirando las estrellas. Él había cambiado, incluso más que ella; se había vuelto menos impaciente, más considerado. Y lo mejor de todo era que había aceptado al niño, con palabras cuya bondad le habían hecho saltar las lágrimas a Mirissa: «Tendrá dos padres».

Ahora radio Tarna empezaba la final e innecesaria cuenta atrás, la primera que ningún thalassano había oído jamás, a excepción de las históricas grabaciones del pasado. «¿Vamos a poder ver algo? —se preguntaba Mirissa—. La Magallanes se encuentra en el lado opuesto del mundo, suspendida en pleno mediodía sobre un hemisferio de océano. Nos separa todo el espesor del planeta…».

—Cero… —se oyó en radio Tarna, e inmediatamente la emisora se quedó acallada por un ruido infernal. Brant alcanzó los mandos de la radio y apenas había presenciado ni volvería a presenciar jamás.

Era un espectáculo hermoso, pero al mismo tiempo aterrador. Ahora Mirissa entendía por qué la Magallanes se había situado en el otro extremo del mundo; lo que estaba viendo ahora no era la propulsión cuántica, sino la energía sobrante procedente de ésta y absorbida inofensivamente por la ionosfera. Loren le había contado algo incomprensible acerca de la descarga de ondas en el superespacio, añadiendo que ni siquiera los creadores de la propulsión cuántica habían llegado nunca a comprender este fenómeno.

Mirissa se preguntó, durante un segundo, qué pensarían los escorpios de estos fuegos artificiales celestiales. Seguramente algún resto de esta fuerza actínica se filtraba a través de las selvas de algas marinas iluminando las sendas de sus ciudades sumergidas.

Quizá fuera su imaginación, pero los radiantes haces multicolores que envolvían la corona de luz parecían arrastrarse lentamente por el cielo. La fuente de su energía iba ganando velocidad, acelerando a lo largo de su órbita mientras se alejaba de Thalassa para siempre. Pasó un buen rato antes de que se diera cuenta de que la nave se movía; al mismo tiempo, había disminuido la luminosidad.

Entonces, bruscamente, cesó todo. Radio Tarna volvió a estar en antena, como sin aliento.

Todo de acuerdo con el plan… La nave estaba saliendo ahora reorientada… habrá otros fenómenos más tarde, pero no tan espectaculares… todas las fases de la separación inicial se efectuarán en el otro lado del mundo, pero podremos ver a la Magallanes dentro de tres días, cuando se aleje del sistema.

Mirissa apenas oyó estas palabras y miró fijamente al cielo al que ahora retornaban las estrellas, esas estrellas que nunca podría volver a mirar sin recordar a Loren. Ahora no sentía emoción alguna; si aún le quedaban lágrimas lloraría más tarde.

Sintió cómo los brazos de Brant la rodeaban y agradeció su consuelo frente a la soledad del espacio. Éste era su lugar, su corazón no se perdería otra vez. Al fin comprendía que, pese a haber amado a Loren por su fortaleza, amaba a Brant por su debilidad.

«Adiós Loren —susurró—, que seas feliz en este mundo lejano que tú y tus hijos conquistaréis para la Humanidad. Pero piensa alguna vez en mí, que estaré a trescientos años de ti en la ruta de la Tierra».

Brant le acariciaba el pelo con torpe suavidad deseando tener palabras para consolarla; pero también sabía que el silencio era lo mejor. Brant no tenía ninguna sensación de victoria. Mirissa volvía a ser suya, pero el viejo y despreocupado compañerismo que les unía había desaparecido para siempre. Brant sabía que durante todos los días de su vida el fantasma de Loren estaría entre ellos. El fantasma de un hombre que no habría envejecido ni un solo día cuando ellos fueran ya polvo en el viento.

Cuando, tres días más tarde, la Magallanes se alzó por encima del horizonte, se había convertido en una deslumbrante estrella, demasiado brillante para ser observada a simple vista, aun cuando la propulsión cuántica había sido cuidadosamente dirigida hacia otro punto para que la pérdida de radiación no alcanzara a Thalassa.

Semana tras semana, mes tras mes, fue desvaneciéndose poco a poco, aunque cuando aparecía la luz del día era relativamente fácil encontrar si se sabía dónde buscarla. Y durante años, fue la más brillante de las estrellas nocturnas.

Mirissa vio la nave por última vez poco antes de que le fallara la vista. Durante unos pocos días, la propulsión cuántica, ahora inofensiva y suavizada por la distancia, había estado dirigida hacia Thalassa.

Habían pasado ya quince años luz, pero sus nietos no tenían ninguna dificultad en señalar la estrella azul de tercera magnitud que brillaba por encima de las torres de vigilancia de la barrera electrificada para los escorpios.