Ahora era el momento de la transición, de las despedidas, de las separaciones tan duras como la muerte. Sin embargo, a pesar de todas las lágrimas que se derramaron —tanto en Thalassa como en la nave— también había un sentimiento de alivio. Aunque ya nada volvería a ser lo mismo, ahora la vida podía volver a la normalidad. Los visitantes eran como unos invitados que se habían quedado un poco más de lo previsto; era hora de partir.
El mismo presidente Farradine lo aceptaba y había abandonado su sueño de una Olimpiada interestelar. Su consuelo fue grande: las unidades de congelación se trasladaban a la Isla Norte, y la primera pista de hielo de Thalassa estaría lista a tiempo para los Juegos. Si estaría listo también algún otro atleta era otro problema, pero muchos jóvenes thalassanos pasaban horas observando con incredulidad a algunos de los grandes maestros del pasado.
Mientras tanto, todo el mundo convino en que debía organizarse una ceremonia de despedida que marcara la partida de la Magallanes. Por desgracia, eran pocos los que se ponían de acuerdo en cuanto a la forma que debía tomar. Hubo innumerables iniciativas privadas con las que se sometió a los interesados a una gran tensión física y mental, pero ninguna oficial y pública.
La alcaldesa Waldron, reclamando prioridad en nombre de Tarna, creía que la ceremonia debía realizarse en el lugar del primer aterrizaje. Edgar Farradine defendía que el Palacio Presidencial, pese a sus modestas proporciones, era más apropiado. Algunos graciosos sugirieron Krakan como solución intermedia, aduciendo que sus famosas viñas serían el lagar más adecuado para el brindis de despedida. Aún no habían resuelto la cuestión cuando la Compañía de Radiodifusión de Thalassa —una de las burocracias con más iniciativa del planeta— se apropió del proyecto en su totalidad.
El concierto de despedida iba a ser recordado, e interpretado, por las generaciones venideras. No hubo un vídeo que distrajera los sentidos; sólo música y un relato muy breve. Se estudió el patrimonio de dos mil años para evocar el pasado y dar esperanzas para el futuro. No sólo era un réquiem, sino también una canción de cuna.
Parecía un milagro que, después que el arte alcanzara la perfección tecnológica, los compositores de música tuvieran algo que decir. A lo largo de los mil años, la electrónica les había proporcionado un dominio total sobre todos los sonidos audibles por el oído humano, y podría haberse pensado que todas las posibilidades de este medio de expresión se habían agotado tiempo atrás.
De hecho, había habido alrededor de un siglo de pitidos, vibraciones y electroeructos antes de que los compositores hubiesen dominado sus ahora infinitos poderes y unido de nuevo con éxito el arte con la tecnología. Nadie superó jamás a Beethoven o a Bach; pero algunos se les acercaron.
Para las legiones de oyentes, el concierto constituyó un recordatorio de cosas que nunca habían conocido, cosas que pertenecieron sólo a la Tierra. El lento tañido de enormes campanas ascendiendo como humo invisible desde las viejas agujas de una catedral; el canto de pacientes barqueros, en lenguas ahora perdidas para siempre, remando contra corriente de vuelta a casa bajo las últimas luces del día; las canciones de ejércitos avanzando hacia batallas a las que el tiempo había desprovisto de todos sus males y dolores; el murmullo mezclado de diez millones de voces al despertar las más grandes ciudades del hombre en su encuentro con el amanecer; la fría danza de la aurora sobre mares de hielo sin fin; el rugido de potentes motores ascendiendo hacia las estrellas. Todo esto escucharon los oyentes en la música que vino de la noche —los cantos de la lejana Tierra, llevados a través de los años luz…
Para la parte final, los productores habían seleccionado la última gran obra dentro de la tradición sinfónica. Escrita en los años en que Thalassa había perdido el contacto con la Tierra, era totalmente nueva para el público. No obstante, su tema marítimo la hizo especialmente apropiada para la ocasión —y su impacto sobre los oyentes fue tan grande como lo hubiera deseado su compositor, fallecido mucho tiempo atrás.
—Cuando escribí la Lamentación por Atlántida, hace casi treinta años, no tenía imágenes concretas en mente; sólo me interesaban las reacciones emocionales, no las escenas explícitas; yo quería que la música transmitiera una sensación de misterio, de tristeza, de pérdida abrumadora. No pretendía pintar un buen retrato de ciudades en ruinas llenas de peces. Sin embargo, algo extraño me sucede siempre que oigo el Lento lúgubre, como estoy haciendo mentalmente en este momento…
»Empieza en el compás 136, cuando la serie de acordes que descienden hasta el registro más bajo del órgano se unen por primera vez al aria inarticulada de la soprano, subiendo más y más desde las profundidades… Ya se sabe, por supuesto, que basé este tema en los cantos de las grandes ballenas, esos poderosos músicos del mar con los que hicimos la paz muy tarde, demasiado tarde… La escribí para Olga Kondrashin, y nadie ha podido cantar esos pasajes nunca más sin la ayuda de la electrónica…
»Cuando empieza la línea vocal, es como si viera algo que existe en la realidad. Me encuentro en una plaza de una ciudad casi tan grande como St. Marks o St. Peters. A mi alrededor hay edificios medio en ruinas, como templos griegos, y estatuas volcadas cubiertas por algas, con frondas verdes ondeando de un lado a otro. Todo está parcialmente cubierto por una espesa capa de barro.
»Al principio la plaza parece vacía; luego descubro algo perturbador. No me pregunten por qué, siempre es una sorpresa porque siempre lo veo por primera vez.
»En el centro de la plaza hay un montículo y un conjunto de líneas que irradian de él. Me pregunto si son muros en ruinas, parcialmente enterrados en el fango. Sin embargo, esa disposición no tiene sentido; y entonces observo que el montículo está latiendo.
»Al cabo de un momento advierto dos ojos enormes que, sin pestañear, me observan.
»Eso es todo; no sucede nada. Aquí no ha pasado nada desde hace seis mil años, desde aquella noche en que la barrera de tierra firme cedió y el mar corrió entre las Columnas de Hércules.
»El Lento es mi movimiento favorito, pero no podría terminar la sinfonía con ese aire de tragedia y desesperación. De aquí el final: “Resurgimiento”.
»Ya sé, desde luego, que la Atlántida de Platón nunca existió en realidad. Por esta misma razón, nunca podrá morir. Siempre será un ideal, un sueño de perfección, una meta que inspirará a los hombres en la posteridad. Ésta es la razón por la que la sinfonía finaliza con una marcha triunfal hacia el futuro.
»Sé que la interpretación popular de la marcha es una Nueva Atlántida que surge de entre las olas. Es demasiado literal; para mí, el final representa la conquista del espacio. Una vez lo hube encontrado y retenido, me llevó meses librarme de este tema. Esas quince malditas notas me martilleaban en la cabeza día y noche…
»Ahora, la Lamentación existe al margen de mí; ha adquirido vida propia. Incluso cuando desaparezca la Tierra, se dirigirá a toda velocidad a la Galaxia Andrómeda, impulsada por cincuenta mil megavatios procedentes del transmisor del cráter Tsiolkovski, en el espacio exterior.
»Algún día, dentro de siglos o milenios, será capturada y comprendida.
Memorias habladas, Sergei di Pietro (3411-3509)