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Reliquia

—Es precioso —dijo Mirissa reverentemente—. Ahora puedo comprender por qué se valora tanto el oro en la Tierra.

—El oro es la parte menos importante —contestó Kaldor al tiempo que sacaba la reluciente campana de su caja forrada de terciopelo—. ¿Adivinas qué es?

—Evidentemente es una obra de arte. Pero tiene que significar mucho más para ti, ya que lo has llevado contigo durante cincuenta años luz.

—Tienes razón, desde luego. Es una reproducción exacta de un gran templo, de más de cien metros de altura. En un principio, había siete de estos estuches, todos ellos de idéntica forma, y cada uno encajaba dentro de otro. Éste era el más interior, el que contenía la Reliquia. Me fue entregado por unos viejos amigos en mi última noche en la Tierra. «Todo es atemporal —me recordaron—. Sin embargo, hemos conservado esto durante más de cuatro mil años. Llévalo contigo a las estrellas, con nuestra bendición».

»A pesar de que yo no compartía su fe, ¿cómo podía rechazar un regalo tan valioso? Ahora lo dejaré aquí, donde los hombres llegaron por primera vez a este planeta. Otro regalo de la Tierra… quizás el último.

—No digas eso —respondió Mirissa—. Habéis dejado tantos regalos que nunca podremos contarlos todos.

Kaldor sonrió melancólicamente y por un momento no contestó, deteniendo su mirada en la familiar vista que se divisaba desde la ventana de la biblioteca. Allí había sido feliz, rastreando la historia de Thalassa y aprendiendo muchas cosas que podrían ser de un valor incalculable cuando se creara la nueva colonia en Sagan Dos.

«Adiós vieja nave madre —pensó—. Hiciste bien tu trabajo. Aún nos espera un largo camino; ojalá la Magallanes nos sirva con tanta lealtad como tú has servido a la gente a la que hemos llegado a amar».

—Estoy seguro de que mis amigos habrían estado de acuerdo. He cumplido con mi deber. La Reliquia estará más segura aquí en el Museo de la Tierra, que a bordo de la nave. Después de todo quizá nunca lleguemos a Sagan Dos.

—Claro que llegaréis. Pero aún no me has dicho que hay en el séptimo cofre.

—Es lo Único que queda de uno de los hombres más grandes que ha existido jamás; él fundó la única fe que nunca llegó a teñirse de sangre. Estoy convencido de que le habría divertido mucho saber que, cuarenta siglos después de su muerte, uno de sus dientes sería trasladado a las estrellas.