4
Señal de alarma

Nadie oyó el primer tañido de la campana fúnebre de la Tierra, ni siquiera los científicos que realizaron el fatídico descubrimiento, en las profundidades de la tierra, en una mina de oro abandonada en Colorado.

Era un experimento atrevido, inimaginable antes de mediados del siglo XX. Cuando el neutrino fue detectado, se vio enseguida que a la Humanidad se le había abierto una nueva ventana al universo. Era algo tan penetrante que atravesaba un planeta con la misma facilidad con que podía usarse la luz a través de una lámina de vidrio para observar los núcleos de los soles.

Especialmente el sol. Los astrónomos estaban convencidos de que entendían las reacciones que accionaban el horno solar, del cual dependía enteramente la vida de la Tierra. En el núcleo del sol, a unas presiones y temperaturas enormes, el hidrógeno se fusionaba en helio produciendo una serie de reacciones que liberaban grandes cantidades de energía. Y, como subproducto accidental, se producían neutrinos.

Al no encontrar los trillones de toneladas de materia más obstáculo en su camino que una espiral de humo, esos neutrinos solares emergieron de su lugar de nacimiento a la velocidad de la luz. En solamente dos segundos alcanzaron el espacio y se expandieron a través del universo. A pesar de los muchos planetas y estrellas que se encontraban a su paso, la mayoría de ellos conseguirían no ser capturados por el fantasma insustancial de la materia «sólida» cuando la misma tierra llegó a su fin.

Ocho minutos después de que hubieran abandonado el sol, una pequeña fracción de torrente solar barrió la Tierra, y una fracción aún menor fue interceptada por los científicos del Colorado. Habían enterrado su material a un kilómetro bajo tierra de forma que las radiaciones menos penetrantes serían filtradas hacia fuera y podrían captar los raros y auténticos mensajeros del núcleo solar. Contando los neutrinos capturados, esperaban estudiar con detalle sus propiedades y llegar a un punto tal que, como podría comprobar cualquier filósofo, estaba hasta entonces excluido del conocimiento humano o de la observación.

El experimento funcionó, los neutrinos solares fueron detectados. Pero había demasiados pocos. Debería haber habido una cantidad tres o cuatro veces mayor que la que había conseguido capturar la instrumentación masiva. Realmente algo iba mal, y durante los años setenta, el caso de los neutrinos perdidos alcanzó una gran resonancia a nivel científico. El equipo fue revisado una y otra vez, las teorías reexaminadas, y el experimento fue llevado a cabo cientos de veces, siempre con el mismo frustrante resultado.

A finales del siglo XX, los astrofísicos se vieron obligados a aceptar una conclusión preocupante, aunque ninguno se percató de sus consecuencias.

No fallaba ni la teoría ni el equipo. El problema residía en el interior del sol.

El primer encuentro secreto en la historia de la Unión Internacional Astronómica tuvo lugar en el año 2008 en Aspen, Colorado, no muy lejos del escenario de este primer experimento, que ya había sido repetido en una docena de países. Una semana más tarde, el Boletín Especial 55/08 de la IAU, que llevaba como título en clave «Algunas observaciones a las reacciones solares», se encontraba en manos de todos los gobiernos de la Tierra.

Se preveía que cuando la noticia del fin del mundo se filtrara se produciría el pánico. En vez de ello, la reacción general fue la de un perplejo silencio, seguido de un encogerse de hombros y, finalmente, de la reanudación del trabajo cotidiano.

Pocos gobiernos habían mirado jamás más allá de unas elecciones, y pocos indicios más allá de las vidas de sus nietos.

Aunque la Humanidad estuviese sentenciada a muerte, la fecha de ejecución era todavía indefinida. El sol no explotaría durante al menos mil años, ¿y quién podía llorar por la cuadragésima generación?