El pequeño kayac ya nunca sería terminado; pero sí haría su primer y último viaje.
Hasta la puesta de sol, había descansado sobre la orilla, lamido por las suaves olas de aquel mar sin marea. Loren estaba impresionado, aunque no sorprendido, de ver cuánta gente había venido a presentar sus últimos respetos a Kumar. Toda Tarna estaba allí, pero también había muchos que habían venido de la Isla Sur e incluso de la del Norte. Aunque quizás algunos se habían dejado llevar por su curiosidad morbosa, ya que todo el mundo había quedado trastornado por aquel accidente tan espectacular y extraordinario. Loren nunca había visto una muestra de aflicción tan genuina. No había supuesto que los thalassanos fueran capaces de tener emociones tan profundas, y una vez más saboreó en su mente una frase que había encontrado Mirissa mientras buscaba en los archivos de frases de consuelo:
«Pequeño amigo de todo el mundo». Su origen se había perdido, y nadie podía adivinar qué estudioso muerto hacía largo tiempo, y en qué siglo, la había salvado para la posteridad.
Después de expresarles en silencio su pésame con un abrazo, dejó a Mirissa y a Brant con la familia Leonidas, que estaba reunida con numerosos parientes de las dos islas. No quiso hablar con extraños porque sabía lo que pensaban muchos de ellos: «Él te salvó, pero tú no has podido salvarle a él». Era una carga que llevaría toda su vida.
Se mordió los labios para contener las lágrimas, nada apropiadas para un oficial superior de la nave estelar más grande que se había construido jamás, y sintió que uno de sus mecanismos mentales de defensa acudía en su ayuda. En momentos de profundo pesar, a veces la única manera de evitar la pérdida del control sobre uno mismo consiste en evocar una imagen del todo incongruente —incluso cómica— desde las profundidades de la memoria.
Sí, el universo tenía un extraño sentido del humor. Loren casi se vio obligado a reprimir una sonrisa; ¡cuánto habría disfrutado Kumar con la última broma que le había gastado!
—No se asuste —advirtió la comandante Newton al abrir la puerta del depósito de cadáveres de la nave, al mismo tiempo que una bocanada de aire helado y oliendo a formalina salía a su encuentro—. Sucede más a menudo de lo que usted cree. A veces es un espantoso final, casi un intento inconsciente de desafiar a la muerte. En este caso, probablemente fue a causa de la pérdida de presión exterior y la subsiguiente congelación.
De no haber sido por los cristales de hielo que definían los músculos de aquel espléndido y joven cuerpo, Loren habría pensado que Kumar no sólo dormía, sino que estaba perdido en un feliz sueño.
Porque estando muerto, el Pequeño León era más hombre aún que en vida.
Al juntarse el fuego con el agua, un manantial de chispas explotó en el cielo. La mayoría de las ascuas volvieron al mar, pero otras siguieron elevándose hasta perderse de vista.
Y así, por segunda vez, Kumar Leonidas ascendió a las estrellas.
El sol se había desvanecido tras las pequeñas colinas del oeste y desde el mar llegaba una fría brisa nocturna. Sin apenas perturbar el agua, el kayac se deslizó sobre ella conducido por Brant y por tres de los mejores amigos de Kumar. Por última vez, Loren entrevió el rostro tranquilo y sosegado del muchacho al que debía la vida.
Hasta el momento, eran pocos los que habían llorado, pero cuando los cuatro nadadores empujaron la barca lentamente mar adentro, un gran llanto de lamentación surgió de la muchedumbre reunida. Loren ya no pudo contener las lágrimas y no le preocupó quién pudiera verlas.
Avanzando firme y constantemente por el fuerte impulso de sus cuatro escoltas, el pequeño kayac se dirigió hacia el arrecife. El rápido anochecer de Thalassa estaba descendiendo cuando la barca rebasó las dos balizas luminosas que marcaban el camino hacia mar abierto. Desapareció tras ellas, y por un momento quedó oculta por la línea blanca de grandes olas que espumeaban perezosamente sobre el arrecife exterior.
El lamento cesó; todo el mundo esperaba. De repente, apareció un resplandor sobre el cielo oscurecido, y una columna de fuego surgió del mar. Ardió intensa y limpiamente, sin apenas producir humo; el tiempo que duró es algo que Loren nunca supo, porque en Tarna se había detenido el tiempo.
Luego, bruscamente, las llamas desaparecieron; la corona de fuego se hundió en el mar. Todo fue oscuridad; pero sólo por un momento.