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Interrogatorio

La Magallanes tenía ahora un nuevo miembro de la tripulación despertado a destiempo de su sueño, y que se estaba ajustando a la realidad de la situación… como Kaldor había hecho hacía un año. Sólo una emergencia justificaba una decisión semejante; pero, según los registros del ordenador, sólo el doctor Marcus Steiner, anteriormente jefe científico de la oficina terrestre de investigación, poseía los conocimientos y las técnicas que, por desgracia, se necesitaban en este momento.

En la Tierra, sus amigos le habían preguntado a menudo por qué había decidido ser profesor de criminología. Y él siempre había dado la misma respuesta: «¡La única alternativa era convertirme en un criminal!».

A Steiner le costó casi una semana modificar el equipo encefalográfico estándar de la enfermería y comprobar los programas del ordenador. Mientras tanto, los cuatro sabras permanecían confinados en sus habitaciones, y rechazaban tercamente admitir su culpa.

Owen Fletcher no parecía muy contento cuando vio los preparativos que se hacían para él; se parecía demasiado a las sillas eléctricas e instrumentos de tortura de la sangrienta historia de la Tierra. El doctor Steiner se apresuró a tranquilizarle con la sintética familiaridad del buen interrogador.

—No hay nada por lo que deba inquietarse, Owen; le prometo que no sentirá nada. Ni siquiera se dará cuenta de las respuestas que me dé; pero no hay forma de que pueda ocultar la verdad. Como que es usted un hombre inteligente, le diré exactamente lo que voy a hacer. Por sorprendente que parezca, esto me ayuda a hacer mi trabajo; tanto si a usted le gusta como si no, su mente subconsciente confiará en mí… y cooperará.

«¡Qué estupidez! —pensó el teniente Fletcher—. ¡Supongo que no creerá que puede engañarme tan fácilmente!». Pero no contestó, mientras le sentaban en la silla y los ayudantes le ataban, sin apretar, unas correas de piel alrededor de los antebrazos y de la cintura. Él no intentó resistirse; dos de sus ex compañeros más tolerantes estaban de pie al fondo, inquietos, evitando cuidadosamente su mirada.

—Si necesita beber o ir al lavabo, no tiene más que decirlo. Esta primera sesión durará exactamente una hora; tal vez necesitemos otras después, más breves. Queremos que se sienta relajado y cómodo.

Dadas las circunstancias, era una afirmación muy optimista, pero, aparentemente, nadie la encontró divertida.

—Lamento que hayamos tenido que afeitarle la cabeza, pero a los electrodos del cuero cabelludo no les gusta el pelo. Y tendremos que vendarle los ojos para no recoger impresiones visuales que puedan llevarnos a confusión… Ahora empezará a tener sueño, pero permanecerá totalmente consciente… Vamos a hacerle una serie de preguntas que tienen sólo tres posibles respuestas; sí, no y no lo sé. Pero no tendrá que responder; su cerebro lo hará por usted, y el sistema lógico trinario del ordenador sabrá lo que está diciendo.

»Y no existe modo alguno de que pueda mentirnos; ¡puede intentarlo, si lo desea! Créame, esta máquina la inventaron algunos de los mejores cerebros de la Tierra… y nunca fueron capaces de engañarla. Si obtiene respuestas ambiguas, el ordenador se limitará a modificar las preguntas. ¿Está preparado? Muy bien… Accionen la grabadora, por favor… Comprueben el incremento en el canal 5… Inicien el programa.

SE LLAMA OWEN FLETCHER… CONTESTE SÍ… O NO…

SE LLAMA JOHN SMITH… CONTESTE SÍ… O NO…

NACIÓ EN LOWELL CITY, MARTE… CONTESTE SÍ… O NO…

SE LLAMA JOHN SMITH… CONTESTE SÍ… O NO…

NACIÓ EN AUCKLAND, NUEVA ZELANDA… CONTESTE SÍ… O NO…

SE LLAMA OWEN FLETCHER… CONTESTE SÍ… O NO…

SE LLAMA OWEN FLETCHER…

NACIÓ EL 3 DE MARZO DE 3585…

NACIÓ EL 31 DE DICIEMBRE DE 3584…

Las preguntas llegaban a intervalos tan cortos que, incluso de no haber estado en un estado suavemente sedado, Fletcher habría sido incapaz de falsear las respuestas. Tampoco habría tenido importancia que lo hubiera hecho; a los pocos minutos, el ordenador había establecido el esquema de sus respuestas automáticas a todas las preguntas cuyas contestaciones eran ya conocidas.

De vez en cuando, volvía a comprobarse la calibración (SE LLAMA OWEN FLETCHER… NACIÓ EN CIUDAD DEL CABO… ZULULANDIA…), y las preguntas eran repetidas de vez en cuando para confirmar las respuestas ya dadas. Todo el proceso era completamente automático, una vez identificada la contestación fisiológica de las respuestas SÍ-NO.

Los primitivos «detectores de mentiras» habían tratado de hacer esto con cierto éxito… pero raras veces con la absoluta certeza. Había llevado menos de doscientos años perfeccionar la tecnología y revolucionar así la práctica del Derecho, tanto criminal como civil, hasta el punto de que pocos juicios duraban más de unas cuantas horas.

No era tanto un interrogatorio como una versión computerizada «a prueba de trampas» del antiguo juego de las veinte preguntas. En principio, cualquier información podía ser desvelada rápida con una serie de respuestas SÍ-NO, y era sorprendente las pocas veces en que se llegaba a necesitar veinte cuando un humano experto cooperaba con una máquina experta.

Cuando un Owen Fletcher bastante aturdido se levantaba tambaleante de la silla, exactamente una hora después, no tenía ni idea de lo que le habían preguntado ni cómo había respondido. Sin embargo, se sentía bastante seguro de no haber soltado nada.

Tuvo una leve sorpresa cuando el doctor Steiner le dijo alegremente:

—Ya está, Owen. No le volveremos a necesitar.

El profesor estaba orgulloso de no haber hecho nunca daño a nadie, pero un buen interrogatorio debía tener algo de sádico… aunque sólo fuera a nivel psicológico. Además, contribuía a su reputación de infalibilidad, y eso significaba tener ganada la mitad de la batalla.

Esperó hasta que Fletcher hubo recuperado su equilibrio y era conducido de vuelta a la celda de arresto.

—Ah, por cierto, Owen… Ese truco con el hielo nunca habría funcionado.

De hecho, sí podría haberlo hecho; pero eso ya no tenía importancia. La expresión del rostro del teniente Fletcher ofreció al doctor Steiner toda la recompensa que necesitaba por el ejercicio de sus considerables habilidades.

Ahora podía volver a dormir hasta que llegasen a Sagan Dos. Pero antes se relajaría y se lo pasaría bien, aprovechando al máximo aquel inesperado interludio.

Al día siguiente le echaría un vistazo a Thalassa, y quizás iría a nadar a una de aquellas preciosas playas. Pero por el momento, disfrutaría de la compañía de un viejo y querido amigo.

El libro que extrajo con reverencia de su equipaje sellado al vacío no era simplemente una primera edición; era ya la única edición. La abrió al azar; después de todos, se sabía prácticamente todas las páginas de memoria.

Empezó a leer y, a cincuenta años luz de las ruinas de la Tierra, la niebla volvió a caer sobre Baker Street.[4]

—La comparación de respuestas ha confirmado que sólo estaban implicados los cuatro sabras —dijo el capitán Bey—. Podemos dar gracias de que no hubiera necesidad de interrogar a nadie más.

—Todavía no entiendo cómo esperaban conseguirlo —dijo con tristeza el segundo comandante Malina.

—No creo que pudieran, pero ha sido una suerte que no hayamos tenido que comprobarlo. De todos modos, aún estaban indecisos.

»El plan A pretendía estropear el escudo. Como ustedes saben, Fletcher estaba en el equipo de ensamblaje y estaba elaborando un esquema para reprogramar la última fase del procedimiento de izado. Si se dejaba que un bloque de hielo chocara con un segundo a sólo unos pocos metros de distancia… ¿ven lo que quiero decir?

»Podía hacerse que pareciera un accidente, pero existía el riesgo de que la subsiguiente investigación probara rápidamente que no se trataba de eso. Y aunque el escudo se estropeara se podía reparar. Fletcher esperaba que el retraso le daría tiempo para reclutar nuevos partidarios. Tal vez tuviese razón; otro año en Thalassa…

»El plan B pretendía el sabotaje del sistema de mantenimiento vital, de forma que la nave tuviera que ser evacuada. De nuevo, las mismas objeciones.

»El plan C era el más inquietante, porque habría terminado con la misión. Afortunadamente, ninguno de los sabras estaba en propulsión; les habría sido muy difícil llegar hasta el propulsor…

Todos parecían asombrados… aunque nadie lo estaba tanto como el comandante Rockynn.

—No habría sido tan difícil, señor, si estaban suficientemente decididos. La gran dificultad habría sido preparar algo que dejase inservible el propulsor, de forma permanente, sin dañar la nave. Tengo serias dudas de que poseyeran los conocimientos técnicos necesarios.

—Estaban trabajando en ello —dijo el capitán con tristeza—. Me temo que hemos de revisar nuestros sistemas de seguridad. Habrá una conferencia mañana sobre esta cuestión para todos los oficiales… aquí, a mediodía.

Entonces, la comandante médico Newton planteó la pregunta que todos vacilaban en hacer.

—¿Habrá consejo de guerra, capitán?

—No es necesario; los culpables han sido descubiertos. Según las ordenanzas de la nave, el único problema es la sentencia.

Todos aguardaron. Y siguieron aguardando.

—Gracias, señoras y señores —dijo el capitán, y sus oficiales se marcharon en silencio.

Solo en sus habitaciones, se sintió enojado y traicionado. Pero por fin, se había acabado; la Magallanes había sorteado la tormenta causada por el hombre.

Los otros tres sabras eran, tal vez, inofensivos; pero ¿qué hacer con Owen Fletcher?

Su mente vagó hasta el juguete mortífero que guardaba en su caja fuerte. Él era el capitán: sería muy sencillo aparentar un accidente…

Dejó a un lado sus fantasías; nunca podría hacerlo, desde luego. En cualquier caso, ya había tomado una decisión, y estaba seguro de que todos estarían de acuerdo.

Alguien había dicho en una ocasión que para cada problema hay una solución sencilla, atractiva… y errónea. Pero estaba convencido de que esta solución era sencilla, atractiva… y totalmente acertada.

Los sabras querían quedarse en Thalassa; podían hacerlo. No dudaba que se convertirían en valiosos ciudadanos… Tal vez exactamente del tipo agresivo y lleno de fuerza que esa sociedad necesitaba.

¡Qué extraño resultaba que la historia se repitiese! Como Magallanes, tendría que dejar abandonados a algunos hombres.

Pero si les estaba castigando o recompensando, no lo sabría hasta dentro de trescientos años.