«Éste es un asunto muy penoso —pensó el capitán Bey—. Owen Fletcher es un buen hombre; yo mismo aprobé su selección. ¿Cómo puede haber hecho algo así?».
Probablemente, no había una única explicación. Si no hubiera sido un sabra y no se hubiera enamorado de aquella chica, tal vez no habría ocurrido nunca. ¿Cuál era la palabra para designar que uno mas uno son más de dos? Sin… no sé qué… Ah, sí, sinergia. Sin embargo, no podía evitar pensar que había algo más, algo que, probablemente, nunca sabría.
Recordó una observación que Kaldor, que siempre tenía una frase para cada ocasión, le había hecho una vez, hablando de la psicología de la tripulación.
—Todos estamos mutilados, capitán, admitámoslo o no. No es posible que, nadie que haya pasado por nuestras experiencias durante aquellos últimos años en la Tierra haya quedado inmune. Y todos compartimos el mismo sentimiento de culpabilidad.
—¿Culpabilidad? —había preguntado con sorpresa e indignación.
—Sí, aunque no sea culpa nuestra. Somos supervivientes… Los únicos supervivientes. Y los supervivientes siempre se sienten culpables por seguir vivos.
Era una afirmación inquietante, y podía ayudar a explicar lo de Fletcher… y muchas otras cosas. Todos somos hombres mutilados.
«Me pregunto cuál es tu herida, Moses Kaldor… y cómo te las arreglas con ella. Conozco la mía y he sido capaz de usarla en beneficio de mis hermanos humanos. Me ha llevado hasta donde estoy ahora, y puedo estar orgulloso de ello».
«Tal vez, en una era anterior, yo podría haber sido un dictador, o un señor de la guerra. En vez de eso he sido eficazmente empleado como jefe de la policía continental, como general en jefe de las instalaciones de construcción espacial… y finalmente, como comandante de una nave espacial. Mis fantasías de poder han sido sublimadas con éxito».
Se dirigió a la caja fuerte del capitán, de la que sólo él tenía la llave, y deslizó en la ranura la barra metálica codificada. La puerta se abrió suavemente y dejó al descubierto varios paquetes de papeles, algunas medallas y trofeos y una caja de madera, pequeña y alargada, que tenía las letras S.B. grabadas en plata.
Mientras la colocaba sobre la mesa, el capitán fue feliz al sentir el familiar escalofrío en la espalda. Abrió la tapa y contempló el brillante instrumento de poder, cobijado en su lecho de terciopelo.
Antes, su perversión la habían convertido muchos millones de personas. En general, era totalmente inofensiva; y en sociedades primitivas, incluso valiosa. Y había cambiado en muchas ocasiones el curso de la historia, para bien o para mal.
—Sé que eres un símbolo fálico —susurró el capitán—. Pero también eres un arma. Te he usado antes; puedo volver a usarte…
El recuerdo duró menos de una fracción de segundo, pero aun así abarcó varios años. El capitán seguía junto al escritorio cuando se terminó; sólo por un momento, todo el cuidadoso trabajo de los psicoterapeutas se vino abajo, y las puertas de la memoria se abrieron de par en par.
Miró atrás con horror —y sin embargo, con fascinación— hacia aquellas últimas décadas turbulentas que habían producido lo mejor y lo peor de la Humanidad. Recordó como, siendo un joven inspector de Policía de El Cairo, había dado su primera orden de disparar contra unas turbas incontroladas. Se suponía que las balas sólo incapacitaban. Pero murieron dos personas.
¿Por qué protestaban? Nunca lo supo… hubo tantos movimientos políticos y religiosos los últimos días. Y fue también la gran era de los supercriminales; no tenían nada que perder y ningún futuro les aguardaba, de modo que estaban dispuestos a correr cualquier riesgo. La mayor parte de ellos eran psicópatas, pero algunos eran casi genios. Pensó en Joseph Kidder, que casi llegó a robar una nave espacial. Nadie supo qué le había pasado, y a veces el capitán Bey sufría una pesadilla fantástica: «Supongamos que uno de mis durmientes es en realidad…».
El fuerte descenso de la población, la prohibición total de que hubiese nuevos nacimientos tras el año 3600, la prioridad absoluta concedida al desarrollo de la propulsión cuántica y la construcción de naves del tipo de la Magallanes… Todas estas presiones, junto con la certeza de la inminente tragedia, habían impuesto tales tensiones en la sociedad terrestre, que todavía parecía un milagro que alguien hubiera podido escapar del Sistema Solar. El capitán Bey recordó, con admiración y gratitud, a aquéllos que habían sacrificado sus últimos años por una causa cuyo éxito o fracaso nunca conocerían.
Podía ver de nuevo a la última presidente mundial, Elisabeth Windsor, exhausta, pero orgullosa, cuando abandonaba la nave tras su visita de inspección, volviendo a un planeta al que sólo quedaban unos días de vida. Ella tuvo aún menos tiempo; la bomba colocada en su nave espacial explotó justo antes de su aterrizaje en Cabo Cañaveral.
La sangre del capitán aún se helaba al recordarlo; aquella bomba iba destinada en principio a la Magallanes, y sólo un error de tiempo había salvado a la nave. Era irónico que cada una de las sectas rivales hubiera reivindicado la acción…
Jonathan Cauldwell y su mermada, pero todavía vociferante banda de seguidores proclamaban cada vez con mayor desesperación que todo iría bien, que Dios tan sólo estaba probando a la Humanidad como ya había probado antes a Job. A pesar de todo lo que le sucedía al Sol, pronto volvería a la normalidad, y la Humanidad sería salvada… a menos que aquéllos que no creían en Su misericordia provocasen Su ira. Entonces Él podía cambiar de opinión…
La secta de la Voluntad de Dios creía exactamente en lo contrario. El Día del Juicio Final por fin había llegado, y no debía hacerse nada para intentar evitarlo. De hecho sería bienvenido, porque tras el Juicio todos aquéllos que eran dignos de la salvación disfrutarían de la dicha eterna.
Y así, desde premisas totalmente opuestas, los cauldwellistas y los voluntaristas habían llegado a la misma conclusión: la raza humana no debía tratar de escapar a su destino. Todas las naves estelares debían de ser destruidas.
Tal vez fue una suerte que las dos sectas rivales estuvieran tan profundamente enfrentadas que no pudieran cooperar ni siquiera en un objetivo que ambas compartían. De hecho, tras la muerte de la presidenta Windsor, su hostilidad se convirtió en sanguinaria violencia. Corrió el rumor, iniciado casi con toda seguridad por la Oficina de la Seguridad Mundial, aunque los colegas de Bey nunca lo admitieron en su presencia, de que la bomba había sido colocada por los voluntaristas y su cronómetro saboteado por los cauldwellistas. La versión opuesta también era popular; es posible incluso que una de ellas fuera cierta.
Todo aquello era ya historia, conocida ahora sólo por un puñado de hombres además de él mismo, y pronto sería olvidada. Sin embargo, era extraño que la Magallanes volviera a estar amenazada por el sabotaje.
A diferencia de los voluntaristas y los cauldwellistas, los sabras eran muy competentes y no estaban condicionados con el fanatismo. Por lo tanto, podían llegar a constituir un problema más grave, pero el capitán Bey creía que sabría cómo afrontarlo.
«Eres un buen hombre, Owen Fletcher —pensó con seriedad—. Pero he matado a hombres mejores que tú en mis tiempos. Y cuando no había otra alternativa, utilizaba la tortura».
Estaba especialmente orgulloso de no haber disfrutado jamás con ello; y en esta ocasión, había una solución mejor.