Owen Fletcher se dijo que todo había ido muy bien. Naturalmente, estaba algo decepcionado por el resultado de la votación, aunque se preguntaba hasta qué punto reflejaba la opinión existente a bordo de la nave. Después de todo, había dado instrucciones a dos de sus compañeros de conspiración para que votasen NO, para que la fuerza todavía ínfima del movimiento de los nuevos thalassanos no fuera revelada.
El problema era, como siempre, qué hacer a continuación. Él era ingeniero, no político, aunque se encaminaba rápidamente en esa dirección, y no podía ver forma alguna de reunir más apoyo sin salir a la luz.
Esto dejaba sólo dos alternativas. La primera y más sencilla era abandonar la nave lo más cerca posible del momento del lanzamiento, simplemente no presentándose de nuevo al servicio. El capitán Bey estaría demasiado ocupado para perseguirlos —aunque quisiera— y sus amigos thalassanos les esconderían hasta que la Magallanes partiera.
Pero eso sería una deserción doble… sin precedentes en la comunidad Sabra, tan estrechamente unida. Habría abandonado a sus colegas durmientes… incluidos su hermano y su hermana. ¿Qué pensarían de él, al cabo de tres siglos, en el hostil Sagan Dos, cuando supieran que habría podido abrirles las puertas del paraíso y que les había fallado?
Y el tiempo se estaba agotando; aquellos simulacros computerizados de programas acelerados de izados sólo podían significar una cosa. Aunque ni siquiera lo había discutido con sus amigos, no veía otra alternativa a la acción.
Pero su mente seguía rechazando la palabra sabotaje.
Rose Killian nunca había oído hablar de Dalila, y le había horrorizado que la comparasen con ella. Era una norteña sencilla y bastante ingenua que, como tantas otras jóvenes thalassanas, había quedado anonadada ante los fantásticos visitantes de la Tierra. Su relación amorosa con Karl Bosley no era tan sólo su primera experiencia emocional realmente profunda; también era la de él.
Ambos se sentían desolados ante la idea de su separación. Un día, de madrugada, Rose estaba llorando sobre el hombro de Karl cuando él no pudo soportar por más tiempo el dolor de su amada.
—Prométeme que no se lo dirás a nadie —dijo, acariciando los mechones de cabello que caían sobre su pecho—. Tengo buenas noticias para ti. Es un gran secreto; nadie lo conoce aún. La nave no va a partir. Nos quedaremos todos en Thalassa.
Rose casi se cayó de la cama de la sorpresa.
—¿No lo dices sólo para hacerme feliz?
—No; es cierto. Pero no le digas ni una palabra a nadie. Debe guardarse en absoluto secreto.
—Claro, cariño.
Pero Marion, la mejor amiga de Rose, también lloraba por su amante terrícola de modo que tuvo que contárselo…
Y Marion le contó la buena noticia a Pauline… que no pudo resistirse a contársela a Svetlana… que se lo mencionó confidencialmente a Crystal.
Y Crystal era la hija del presidente.