Owen Fletcher pensó: «¡Qué extraño que comparta mi nombre con uno de los amotinados más famosos de todos los tiempos! ¿Es posible que sea descendiente suyo? Veamos… Han pasado más de dos mil años desde que desembarcaron en la Isla de Pitcaim… digamos, cien generaciones, para que resulte más fácil…».
Fletcher sentía un ingenuo orgullo por saber hacer cálculos mentales que, aunque elementales, sorprendían e impresionaban a la mayoría; durante siglos, el hombre había pulsado botones cuando se enfrentaba al problema de sumar dos y dos. Recordar algunos logaritmos y constantes matemáticas era de enorme ayuda, y hacía que sus exhibiciones fueran todavía más misteriosas para aquellos que no sabían cómo se hacían. Naturalmente, sólo escogía ejemplos que supiera manejar, y era muy raro que alguien se tomara la molestia de comprobar sus respuestas.
«Cien generaciones atrás; por lo tanto, dos elevado a cien antepasados. El logaritmo de dos es coma tres cero uno cero… eso es treinta como uno… ¡Olimpo…! ¡Un millón de millones de millones de millones de millones de personas! Algo va mal… nunca existió tal número de personas en la Tierra desde el comienzo de los tiempos… desde luego, eso supone que no hubo nunca imbricaciones… el árbol genealógico del ser humano ha de estar descorazonadoramente entrelazado… sea como sea, después de cien generaciones, todo el mundo debía estar emparentado… Nunca podré demostrarlo, pero Fletcher Christian tiene que ser mi antepasado… varias veces».
«Muy interesante», pensó mientras desconectaba la imagen y las antiguas grabaciones desaparecían de la pantalla. «Pero no soy un amotinado. Soy un… un… solicitante, con una petición totalmente razonable. Karl, Ranjit, Bob, todos están de acuerdo… Werner está indeciso, pero no nos dejará en la estacada. Ojalá pudiera hablar con el resto de los sabras y hablarles del mundo maravilloso que hemos encontrado mientras ellos dormían».
«Entretanto, tengo que contestar al capitán…».
Al capitán Bey le parecía claramente desconcertante tener que atender los asuntos de la nave sin saber quién, de sus oficiales o tripulación se dirigían a él a través del anonimato de EMISORA DE LA NAVE. No había manera de poder localizar estas comunicaciones no grabadas: estaban concebidas precisamente para ser confidenciales, incorporadas como un mecanismo de estabilización social por los genios, muertos hacía largo tiempo, que habían diseñado la Magallanes. A modo de prueba, había planteado la cuestión de un rastreador a su ingeniero jefe de comunicaciones, pero el comandante Rochlynn había quedado tan estupefacto, que pronto dejó el tema.
De modo que ahora escrutaba los rostros continuamente, fijándose en las expresiones, escuchando las inflexiones de voz… y tratando de comportarse como si nada sucediera. Tal vez estaba exagerando y no había ocurrido nada importante. Pero temía que se hubiera plantado una semilla, que crecería y crecería cada día que la nave permaneciera en órbita sobre Thalassa.
La primera respuesta, escrita tras consultar con Malina y Kaldor, había sido bastante suave:
DE: EL CAPITÁN
A: ANÓNIMO
En respuesta a su comunicación sin fecha indicada, no tengo objeción alguna en discutir las cuestiones que propone, sea a través de EMISORA DE LA NAVE, o de manera formal en el Consejo de la Nave.
De hecho, tenía objeciones muy fuertes; había pasado casi la mitad de su vida adulta entrenándose para la imponente responsabilidad de trasplantar a un millón de seres humanos a través de ciento veinticinco años luz de espacio. Ésa era su misión: si la palabra «sagrado» hubiera significado algo para él, la habría utilizado. Nada que no fuera un daño catastrófico sufrido por la nave, o el improbable descubrimiento de que el sol de Sagan Dos estaba a punto de convertirse en nova, hubiera podido hacerle desistir de ese objetivo.
Mientras tanto, había una línea de acción obvia. Quizá —¡como los hombres de Bligh!— la tripulación se desmoralizaba, o al menos flaqueaba. Las reparaciones de la planta congeladora tras los escasos daños ocasionados por el tsunami habían necesitado doble tiempo del esperado, y eso era típico. Todo el ritmo de la nave se retrasaba; sí, era el momento de volver a hacer restallar el látigo.
—Joan —le dijo a su secretaria, que estaba treinta mil kilómetros más abajo—, pásame el último informe de la construcción del escudo. Y dile al comandante Malina que quiero discutir con él el programa de izado.
No sabía si podría elevar más de un copo de nieve por día. Pero podían intentarlo.