Los habitantes de Tarna lo encontraban muy divertido y fingían no creerle.
—Primero no habías ido nunca en barca, ¡y ahora dices que no sabes montar en bicicleta!
—Deberías sentirte avergonzado —le reprendió Mirissa, guiñando el ojo—. Es el medio de transporte más eficaz que se ha inventado jamás… ¡y nunca lo has probado!
—En las naves no es de mucha utilidad, y en las ciudades es demasiado peligroso —replicó Loren—. De todas maneras, ¿qué hay que aprender?
Pronto descubrió que había bastante; montar en bicicleta no era tan fácil como parecía. Aunque se precisaba un auténtico talento para caerse de aquellas bicicletas con ruedas pequeñas y bajo centro de gravedad (lo consiguió varias veces) sus intentos iniciales fueron frustrantes. No habría insistido si Mirissa no le hubiera asegurado que era la mejor forma de conocer bien la isla… y él confiaba que también sería la mejor forma de conocer bien a Mirissa.
Tras unas cuantas caídas más, comprendió que el truco consistía en no pensar en el problema y dejar el asunto en manos de los reflejos del cuerpo. Esto era lo más lógico; si uno tuviera que pensar en cada paso que daba, sería imposible caminar. Aunque intelectualmente Loren aceptaba esto, pasó algún tiempo hasta que pudo confiar en su instinto. Una vez superada esa barrera, el progreso fue rápido. Y, por fin, como esperaba, Mirissa se ofreció a mostrarle los rincones más remotos de la isla.
Habría sido sencillo creer que eran las dos únicas personas del mundo, pero no podían estar a más de cinco kilómetros del pueblo. Es cierto que habían recorrido una mayor distancia, pero la estrecha pista para bicicletas había sido diseñada para tomar la ruta más pintoresca, que resultaba ser también la más larga. Aunque Loren podía situarse en un instante con el localizador de su comunicador, eso no lo preocupaba. Era divertido simular que se habían perdido.
Mirissa habría sido más feliz si él hubiera dejado en casa el comunicador.
—¿Por qué tienes que llevar esa cosa? —le había dicho, señalando la banda tachonada de controles de su antebrazo izquierdo—. A veces es bonito alejarse de la gente.
—Estoy de acuerdo, pero las normas de la nave son muy estrictas. Si el capitán Bey me necesitara con urgencia y yo no contestara…
—Bueno… ¿qué haría? ¿Te pondría grilletes?
—Preferiría eso antes que el sermón que sin duda me ganaría. De todos modos, he puesto el programa utilizado en períodos de sueño. Si el comunicador de la nave no hace caso de eso, es que se trata de una auténtica emergencia… y en tal caso sí quiero estar en contacto.
Como casi todos los terrícolas a lo largo de mil años, Loren habría sido más feliz sin su ropa que sin su comunicador. La historia de la Tierra estaba repleta de historias de terror acerca de individuos descuidados e irresponsables que habían muerto, a menudo a pocos metros de la salvación, porque no pudieron alcanzar el botón rojo de EMERGENCIA.
La pista para bicicletas estaba evidentemente diseñada atendiendo a criterios de economía, no de densidad de tráfico. Tenía menos de un metro de ancho, y al principio, al inexperto Loren le parecía que iba sobre una cuerda floja. Tenía que concentrarse en la espalda de Mirissa (lo que no era nada desagradable) para no caerse. Sin embargo, después de los primeros kilómetros, ganó confianza y pudo disfrutar de las demás vistas. Si se encontraban con alguien que venía en dirección contraria, tenían que desmontar todos; pensar en una colisión a cincuenta klicks o más era algo horrible. El camino de vuelta a casa sería largo, con las bicicletas destrozadas al hombro…
La mayor parte del tiempo pedalearon en absoluto silencio, roto solamente cuando Mirissa le señalaba algún árbol insólito o algún punto de belleza excepcional. El silencio era algo que Loren no había experimentado en toda su vida; en la Tierra, siempre había estado rodeado de ruidos, y la vida en la nave era una sinfonía de tranquilizadores ruidos mecánicos, con ocasionales alarmas que detenían los latidos del corazón.
Aquí, los árboles les rodeaban con una sábana invisible e insonorizada, de forma que el silencio parecía absorber cada palabra apenas era pronunciada. Al principio, la tremenda novedad de la sensación la hizo atractiva, pero ahora Loren empezaba a añorar algo que llenase el vacío acústico. Incluso estuvo tentado de hacer sonar un poco de música de fondo de su comunicador, pero sabía que Mirissa no lo aprobaría.
Por lo tanto, fue una gran sorpresa para él oír los sones de una danza thalassana (ahora ya bien conocida) procedente de los árboles que tenían enfrente. Como la estrecha pista rara vez dibujaba una línea recta en más de doscientos o trescientos metros, no pudo ver de dónde venía la música hasta que dieron la vuelta a una curva cerrada y se encontraron frente a un melodioso monstruo mecánico que ocupaba toda la superficie del camino y avanzaba despacio hacia ellos. Se parecía bastante a un robot tractor. Al desmontar para dejarle pasar, Loren vio que era un reparador automático de carreteras. Ya había notado algunos parches poco disimulados e incluso baches y se había estado preguntando cuándo el Departamento de Obras Públicas de la Isla Sur se animaría a arreglarlos.
—¿Por qué lleva música? —preguntó—. No tiene el aspecto de ser una máquina que pueda apreciarla.
Apenas hubo hecho esta pequeña broma, el robot se volvió hacia él con severidad:
—Por favor, no vaya por la superficie de la carretera a cien metros de mí porque aún se está endureciendo. Por favor, no vaya por la superficie de la carretera a cien metros de mí porque se está endureciendo. Gracias.
Mirissa rió al ver su expresión sorprendida.
—Tienes razón, desde luego: no es muy inteligente. La música es para avisar al tráfico que se aproxima.
—¿No sería más eficaz alguna especie de sirena?
—Sí, pero sería… ¡poco amistoso!
Apartaron las bicicletas del camino y esperaron a que la hilera de tanques articulados, unidades de control y mecanismos de pavimentos pasaran lentamente de largo. Loren no pudo resistir la tentación de tocar la superficie recién pavimentada; estaba caliente y cedía un poco, y parecía mojada pese a estar totalmente seca. Sin embargo, a los pocos segundos se volvió dura como una roca; Loren notó la leve impresión que había dejado su dedo y pensó con ironía: «He dejado mi marca en Thalassa… hasta que el robot vuelva a pasar por aquí».
Ahora, la pista subía hacia las colinas y Loren notó que unos músculos poco conocidos en las pantorrillas y los muslos empezaban a reclamar su atención. Un poco de potencia auxiliar habría sido bien recibida, pero Mirissa había desdeñado los modelos eléctricos por demasiado cómodos. Ella no había reducido su velocidad en lo más mínimo, así que a Loren no le quedaba otra alternativa que respirar profundamente y mantener el ritmo.
¿Qué era aquel débil fragor que se oía enfrente? ¡Seguro que nadie hacía pruebas con cohetes en el interior de la Isla Sur! El sonido creció paulatinamente a medida que pedaleaban; Loren lo identificó poco antes de que su procedencia quedase a la vista.
Según los patrones terrestres, la catarata no era muy impresionante: quizá cien metros de altura y veinte de anchura. Un pequeño puente de metal, que las gotas pulverizadas habían brillar, se extendía sobre el estanque de bullente espuma en el que terminaba.
Para alivio de Loren, Mirissa desmontó y le miró con cierta malicia.
—¿Notas algo… peculiar? —preguntó, abarcando con un gesto todo el paisaje.
—¿En qué sentido? —preguntó a su vez Loren, en busca de pistas. Todo lo que veía era un paisaje continuo de árboles y vegetación, con el camino que serpenteaba a través de él y se alejaba al otro lado de la catarata.
—Los árboles. ¡Los árboles!
—¿Qué pasa con ellos? No soy… botánico.
—Ni yo tampoco, pero tendría que ser algo evidente. Míralos, nada más.
Miró, confundido. Y al poco lo entendió, porque un árbol es una pieza de ingeniería natura… —y él era ingeniero.
Había sido un diseñador distinto el que había creado el paisaje al otro lado de la catarata. Aunque no podía decir cómo se llamaba ninguno de los árboles entre los que se encontraba, le resultaban vagamente familiares, y estaba seguro de que procedían de la Tierra… Sí, aquello era un roble, y en algún lugar, hacía mucho tiempo, había visto las hermosas flores amarillas de aquellos arbustos.
Al otro lado del puente, era un mundo diferente. Los árboles (¿eran realmente árboles?) parecían imperfectos e inacabados. Algunos tenían troncos cortos, en forma de barril, de los que partían unas pocas ramas espinosas; otros parecían enormes helechos; otros se asemejaban a dedos gigantescos y esqueléticos, con aureolas cerdosas en las junturas. Y no había flores…
—Ahora lo entiendo. Es la vegetación de Thalassa.
—Sí. Salieron de los mares hace unos millones de años. Lo llamamos La Gran División. Pero se parece más a un frente entre dos ejércitos, y nadie sabe qué lado ganará. ¡Tampoco sabemos si podemos evitarlo! La vegetación de la Tierra es más avanzada; pero la nativa está mejor adaptada a la máquina. De vez en cuando, un lado invade el otro… y entramos con excavadoras antes de que logre asentarse.
«¡Qué extraño! —pensó Loren mientras empujaban las bicicletas a través del frágil puente—. Por primera vez desde que aterricé en Thalassa, siento que realmente estoy en otro planeta…».
Aquellos desmañados árboles y aquellos lindos helechos podrían haber sido la materia prima de los yacimientos de carbón que alimentaron la Revolución Industrial… apenas a tiempo de salvar la raza humana. Le era fácil creer que un dinosaurio podía atacarles en cualquier momento, surgiendo de la maleza; entonces recordó que los terribles lagartos estaban todavía a cien millones de años en el futuro cuando aquellas plantas habían florecido sobre la Tierra…
Apenas volvieron a montar, Loren exclamó:
—¡Krakan y condenación!
—¿Qué pasa?
Loren se desplomó, sobre lo que, providencialmente, parecía una espesa capa de nervudo musgo.
—Un calambre —murmuró entre dientes, agarrando los tensos músculos de su muslo.
—Permíteme —dijo Mirissa con voz preocupada pero confiada.
Bajo sus cuidados agradables, aunque poco profesionales, los espasmos cesaron lentamente.
—Gracias —dijo Loren pasado un rato—. Ahora estoy mucho mejor. Pero, por favor, no te detengas.
—¿Creías que iba a hacerlo? —susurró ella.
Y entonces, entre dos mundos, se convirtieron en uno solo.