18
La pequeña Polly

—Aun no puedo creerlo, Loren —dijo Brant Falconer—. ¿Nunca has estado en una lancha… o en un barco?

—Creo recordar haber remado en un pequeño estanque, a bordo de una lancha neumática. Eso debió de ser cuando yo tenía unos cinco años.

—Entonces, esto te gustará. No hay ni una ola que te revuelva el estómago. Tal vez podamos convencerte para que bucees con nosotros.

—No, gracias; no quiero vivir más de una experiencia a la vez. Y he aprendido a no entrometerme jamás cuando otros hombres tienen trabajo que hacer.

Brant tenía razón; empezaba a pasárselo bien cuando los hidropropulsores, casi en silencio, llevaron el pequeño trimarán hacia el arrecife. Sin embargo, poco después de subir a bordo y ver cómo retrocedía la firme seguridad de la costa, había vivido un momento de cierto pánico.

Sólo su sentido del ridículo le había salvado de dar un espectáculo. Había recorrido cincuenta años luz, el viaje más largo jamás efectuado por seres humanos, hasta alcanzar este sitio. Y ahora le preocupaban los pocos centenares de metros que le separaban de tierra.

Pero no había modo de rehusar el desafío. Mientras estaba cómodamente en popa, observando a Falconer, que iba al timón (¿cómo se había hecho aquella cicatriz blanca que le cruzaba la espalda…? Ah, sí, había mencionado algo sobre un accidente en un microvolador, hacía años…), se preguntó qué pasaba por la mente del thalassano.

Era difícil de creer que cualquier sociedad humana, aun la más ilustrada y liberal, pudiera carecer por completo de celos o de cualquier otra forma de sentido de la posesión sexual. Tampoco era que Brant (hasta entonces, ¡ay!) tuviera muchos motivos para sentirse celoso.

Loren dudaba si había hablado cien palabras con Mirissa; la mayor parte había sido en compañía de su esposo. Corrección: en Thalassa, los términos «esposo» y «esposa» no se usaban hasta el nacimiento del primer hijo. Cuando se escogía un niño, la madre solía adoptar, aunque no siempre, el apellido del padre. Si el primogénito era una niña, ambas mantenían el apellido de la madre, al menos hasta el nacimiento del segundo, y último, hijo.

Había muy pocas cosas que asombraran a los thalassanos. La crueldad, especialmente con los niños, era una de ellas. Y tener un tercer embarazo, en un mundo de sólo veinte mil kilómetros cuadrados de superficie habitable, era otra.

La mortalidad infantil era tan baja que los partos múltiples bastaban para mantener una población estable. Había habido un caso famoso, el único en toda la historia de Thalassa, en el que una familia había sido bendecida, o castigada, con dobles quintillizos. Aunque no se le podía echar la culpa a la pobre madre, su recuerdo estaba rodeado de aquella aureola de deliciosa depravación que una vez ostentaron Lucrecia Borgia, Messalina o Faustine.

«Tendré que jugar mis cartas con mucho, mucho cuidado», se dijo Loren. Que Mirissa le encontraba atractivo, ya lo sabía. Podía leerlo en su expresión y en el tono de voz. Y tenía pruebas aún más claras en contactos accidentales de las manos y suaves choques de los cuerpos que se habían prolongado más de lo estrictamente necesario.

Ambos sabían que era sólo cuestión de tiempo. Y Loren estaba totalmente seguro de que Brant pensaba lo mismo. Sin embargo, a pesar de la mutua tensión, seguían siendo bastante amigos.

El impulso de los propulsores cesó y la lancha se dejó llevar por la corriente hasta detenerse cerca de una gran boya de vidrio que oscilaba suavemente sobre el agua.

—Eso es nuestro suministro de energía —explicó Brant—. Sólo necesitamos algunos cientos de vatios, así que nos las arreglamos con células solares. Es una ventaja de los mares de agua dulce. En la Tierra no sería posible, porque vuestros océanos eran demasiado salados: habrían engullido muchísimos kilovatios.

—¿Seguro que no has cambiado de opinión, tío? —sonrió Kumar burlonamente.

Loren negó con la cabeza. Aunque al principio le había desconcertado, ya se había acostumbrado al saludo común utilizado por los thalassanos más jóvenes. En realidad, resultaba bastante agradable adquirir de repente docenas de sobrinas y sobrinos.

—No, gracias. Me quedaré aquí y miraré por la ventana submarina por si acaso se os comen los tiburones.

—¡Tiburones! —exclamó Kumar con aire pensativo—. Animales maravillosos, maravillosos… Ojalá tuviéramos algunos aquí. Bucear resultaría mucho más emocionante.

Loren observó con el interés de un técnico cómo Brant y Kumar se colocaban los equipos. Comparado con lo que había que llevar en el espacio eran bastante simples, y el tanque de presión era un objeto diminuto que cabía perfectamente en la palma de la mano.

—Jamás habría pensado que este tanque de oxígeno pudiese durar más de un par de minutos —dijo.

Brant y Kumar le miraron con reproche.

—¿Oxígeno? —resopló Brant—. Es un veneno mortal por debajo de los veinte metros. Esta botella contiene aire y sólo es el suministro de emergencia, utilizable durante quince minutos.

Señaló la estructura de la parte trasera en forma de branquias que Kumar ya llevaba puesta.

—Todo el oxígeno que se necesitan está disuelto en agua de mar, si puede extraerse. Pero eso requiere energía, de modo que hay que tener una célula de energía que haga funcionar las bombas y los filtros. Podría pasarme una semana allá abajo con este equipo si quisiera.

Dio unos leves golpes en la pantalla verde fluorescente del ordenador que llevaba en la muñeca izquierda.

—Esto me da toda la información que necesito: profundidad, estado de la célula de energía, tiempo para salida a la superficie, paradas para descompresión…

Loren se arriesgó a hacer otra pregunta estúpida.

—¿Por qué tú llevas una máscara facial y Kumar no?

—Sí que la llevo —sonrió Kumar—. Mira con atención.

—Oh… claro. Muy ingenioso.

—Pero molesto —dijo Brant—, a menos que, prácticamente vivas bajo el agua, como Kumar. Probé las lentillas en una ocasión, y encontré que me dañaban los ojos. De modo que sigo con la máscara de toda la vida: da muchos menos problemas. ¿Listo?

—Listo, jefe.

Simultáneamente se dejaron caer por babor y estribor, con tanta sincronización que la lancha apenas se balanceó. A través del grueso panel de cristal situado en la quilla, Loren vio cómo se deslizaban sin esfuerzo hacia el arrecife. Sabía que eran más de veinte metros de profundidad, pero parecía mucho más cerca.

Los dos buceadores, que ya habían lanzado antes las herramientas y los cables, se pusieron rápidamente a trabajar en la reparación de las redes rotas. De vez en cuando intercambiaban crípticos monosílabos, pero la mayor parte del tiempo trabajaban en completo silencio. Cada uno conocía su tarea, y su compañero, tan bien que no era preciso hablar.

A Loren le pasó el tiempo muy de prisa; le parecía estar observando un mundo nuevo, y así era en realidad. Aunque había visto innumerables grabaciones de vídeo hechas en los océanos de la Tierra, casi toda la vida que se movía debajo de él ahora le era totalmente desconocida. Había discos giratorios y gelatinas palpitantes, ondeantes alfombras y espirales… pero hay pocas criaturas que, por mucho que se ejercitase la imaginación, pudieran llamarse peces. Sólo en una ocasión, cerca del borde de su campo de visión, pudo atisbar un torpedo que se movía velozmente, al que estaba casi seguro de haber reconocido. Si estaba en lo cierto, aquel pez también era un exiliado de la Tierra.

Creía que Brant y Kumar se habían olvidado de él, cuando le sobresaltó un mensaje transmitido por el intercomunicador submarino.

—Ya subimos. Estaremos contigo dentro de veinte minutos. ¿Va todo bien?

—Perfectamente —contestó Loren—. ¿Eso que acabo de ver era un pez de la Tierra?

—No me he fijado.

—Tío tiene razón, Brant: hace unos cinco minutos ha pasado una trucha mutante de veinte kilos. Tu arco de soldadura la ha asustado.

Habían dejado ya el lecho marino y estaban ascendiendo lentamente por la estilizada cadena del ancla. A unos cinco metros de la superficie se detuvieron.

—Ésta es la parte más pesada de cada inmersión —dijo Brant—. Tenemos que esperar quince minutos aquí. Canal dos, por favor… gracias… pero no tan alto…

La música para la descompresión probablemente había sido escogida por Kumar; su ritmo inquieto parecía bastante inapropiado para el pacífico escenario submarino. Loren se sentía enormemente feliz de no haberse sumergido, y estuvo encantado de apagar el aparato reproductor cuando los dos buceadores volvieron a ascender.

—Ha sido una mañana bien empleada —dijo Brant mientras subía a cubierta—. Voltaje y corriente normales. Ya podemos irnos a casa.

La inexperta ayuda de Loren para quitarles los equipos de inmersión fue recibida con gratitud. Ambos hombres estaban cansados y tenían frío, pero se reanimaron rápidamente tras tomar varias tazas del líquido caliente que los thalassanos llamaban «té», aunque se parecía muy poco a cualquier bebida terrestre de este nombre.

Kumar puso en marcha el motor y partieron, mientras Brant rebuscaba entre el lío de aparatos que estaban en el fondo de la lancha hasta que encontró una caja pequeña de brillantes colores.

—No, gracias —dijo Loren cuando Brant le ofreció una de sus tabletas suavemente narcóticas—. No quiero adquirir ningún hábito local que no será fácil dejar.

Se arrepintió de su comentario apenas lo hubo dicho; posiblemente lo provocó algún impulso perverso del subconsciente… o quizá su sentimiento de culpa. Sin embargo, era obvio que Brant no había visto ningún significado oculto pues se tumbó, con las manos detrás de la cabeza, mirando el cielo sin nubes.

—A la luz del día puede verse la Magallanes —dijo Loren, impaciente por cambiar de tema—, si se sabe exactamente dónde hay que mirar. Aunque yo nunca lo he hecho.

—Mirissa sí, a menudo —intervino Kumar—. Ella me enseñó a hacerlo. Sólo hay que llamar a Astronet y pedir el tiempo de tránsito, y luego salir y tumbarse. Es como una estrella brillante, que está encima, y no parece moverse en absoluto. Pero si apartas la mirada por un segundo nada más, la pierdes de vista.

Inesperadamente, Kumar moderó la marcha, navegó a baja potencia durante unos minutos y luego detuvo la lancha. Loren miró a su alrededor para recoger sus cosas, pero le sorprendió ver que estaban al menos a un kilómetro de Tarna. Había otra boya balanceándose en el agua junto a ellos, con una gran letra P y una bandera roja.

—¿Por qué nos hemos parado? —preguntó Loren.

Kumar rió entre dientes y empezó a vaciar un pequeño cubo por la borda. Por fortuna, había estado sellado hasta entonces; el contenido parecía sangre, pero olía mucho peor. Loren se apartó lo más que pudo dentro de los estrechos límites de la lancha.

—Estoy llamando a una vieja amiga —dijo Brant en voz muy baja—. Quédate quieto… No hagas ningún ruido. Es muy nerviosa.

«¿Ella? —pensó Loren—. ¿Qué sucede?».

No pasó nada durante al menos cinco minutos; Loren jamás había creído que Kumar pudiera permanecer inmóvil tanto tiempo. Entonces notó que había aparecido una franja oscura y curvada, a pocos metros de la lancha, justo bajo la superficie del agua. La siguió con los ojos y vio que formaba un anillo que les rodeaba por completo.

También vio, casi al mismo tiempo, que Brant y Kumar no estaban mirando aquello, sino a él. «Así que tratan de darme una sorpresa —se dijo—; bien, ya veremos…».

Aun así, Loren necesitó toda su fuerza de voluntad para sofocar un grito de puro terror cuando emergió del mar lo que parecía ser un muro de brillante —no, putrefacta— carne rosada. Se alzó, chorreando, aproximadamente hasta la mitad de la altura de un hombre, y formó una barrera continua alrededor de ellos. Y, como horror final, su superficie superior estaba cubierta casi por completo de serpientes que se retorcían sin cesar, de vivos colores rojos y azules.

Una boca enorme y bordeada de tentáculos se había elevado desde las profundidades y estaba a punto de engullirles…

Sin embargo, estaba claro que no había ningún peligro; lo podía saber por las expresiones divertidas de sus compañeros.

—¡Por el amor de Dios! —¡de Krakan!— ¿Qué es esto? —susurró, tratando de mantener un tono de voz calmado.

Debajo, algo parecido a un tronco de diez metros de grosor retrocedía hacia el lecho marino. Loren comprendió que las «serpientes» que había visto retorcerse en la superficie eran finos tentáculos; de nuevo en su elemento normal, ondeaban libremente buscando en las aguas algo o alguien a quien devorar.

—¡Qué monstruo! —dijo jadeando, sintiéndose relajado por primera vez en muchos minutos. Un cálido sentimiento de orgullo, incluso de euforia, le embargó. Sabía que había superado otra prueba; se había ganado la aprobación de Kumar y Brant, y la aceptó con gratitud.

»¿Esa cosa no es… peligrosa? —preguntó.

—Por supuesto que sí; por eso tenemos la boya de aviso.

—Francamente, yo estaría tentado de matarla.

—¿Por qué? —preguntó Brant, sinceramente sorprendido—. ¿Qué daño nos hace?

—Bueno… seguramente, una criatura de ese tamaño debe de capturar un enorme número de peces.

—Sí, pero sólo thalassanos, no peces que nosotros podamos comer. Y hay otra cosa interesante acerca de ella. Durante mucho tiempo nos preguntamos cómo podía persuadir a los peces, incluso a los más estúpidos, de que cayeran en sus garras. Finalmente descubrimos que segrega un señuelo químico, y eso es lo que nos hizo pensar en las trampas eléctricas. Lo que me recuerda…

Brant cogió el comunicador.

—Tarna Tres llamando a Tarna Autorregistro: aquí Brant. Hemos colocado la red. Todo funciona con normalidad. No es necesario confirmación. Fin del mensaje.

Sin embargo, para sorpresa de todos, una voz conocida respondió inmediatamente:

—Hola Brand, doctor Lorenson. Me satisface oír eso. Y tengo noticias interesantes para ti. ¿Quieres oírlas?

—Por supuesto, alcaldesa —continuó Brant, tras intercambiar con Loren una mirada de mutuo regocijo—. Continúe.

Los Archivos centrales han hallado algo sorprendente. Todo esto ya había sucedido antes. Hace doscientos cincuenta años se intentó construir un arrecife desde la Isla Norte con electroprecipitación (una técnica que había dado buenos resultados en la Tierra). Pero al cabo de unas semanas, los cables submarinos fueron rotos, y algunos de ellos robados. El asunto nunca se investigó porque el experimento, de todos modos, fue un total fracaso. No hay bastantes minerales en el agua que justifiquen la inversión. Así que ya ves: no puedes echarles la culpa a los Ecologistas. Esos días no estaban por aquí.

El rostro de Brant tenía tal expresión de asombro que Loren estalló en carcajadas.

—¡Y tú tratabas de sorprenderme a mí! —dijo—. Bueno, desde luego han demostrado que en el mar hay cosas que yo nunca hubiera imaginado.

—Pero ahora parece que también hay algunas cosas que tú jamás habrías imaginado.