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Juego entre amigos

—Esto es un bebé —dijo Mirissa— y, a pesar de las apariencias, un día crecerá hasta convertirse en un ser humano absolutamente normal.

Ella sonreía, aunque sus ojos estaban húmedos. Hasta que notó la fascinación de Loren, nunca se le había ocurrido que, probablemente, había más niños en la pequeña ciudad de Tarna que en todo el planeta Tierra durante las décadas finales de tasa de nacimiento casi cero.

—¿Esto es… tuyo? —preguntó él en voz baja.

—Bueno, en primer lugar no es «esto», es «éste». El sobrino de Brant, Lester… Cuidamos de él mientras sus padres están en la Isla Norte.

—Es precioso. ¿Puedo cogerlo?

Como si lo estuviese esperando, Lester empezó a llorar.

—No sería una buena idea —rió Mirissa; rápidamente lo volvió a coger y se dirigió al cuarto de baño más próximo—. Conozco los signos. Di a Brant o a Kumar que te muestren la casa mientras esperamos a los demás invitados.

A los thalassanos les encantaban las fiestas y no desperdiciaban ninguna oportunidad de organizar alguna. La llegada de la Magallanes fue, literalmente, la ocasión de su vida… de muchas vidas, en realidad. De haber cometido la imprudencia de aceptar todas las invitaciones que recibían, los visitantes se habrían pasado todas las horas del día haciendo eses, yendo de una recepción oficial, o no oficial, a otra. Por fin, el capitán había hecho pública una de sus poco frecuentes pero implacables órdenes («los rayos de Bey», o simplemente «Rayos B», como se les llamaba irónicamente), racionando a sus oficiales con un máximo de una fiesta cada cinco días. Hubo algunos que pensaron que, dado el tiempo que solía costar recuperarse de la hospitalidad thalassana, era demasiado generoso.

La residencia Leonidas, ocupada entonces por Mirissa, Kumar y Brant, era un edificio grande, en forma de anillo, que había sido el hogar de la familia durante seis generaciones. Era una planta baja (había pocos edificios con pisos en Tarna) e incluía un patio de treinta metros de ancho cubierto de césped. En el centro había un pequeño estanque con una isla diminuta, a la que se podía acceder por un pintoresco puente de madera. En la isla había una solitaria palmera que no parecía gozar de muy buena salud.

—Tienen que reemplazarla constantemente —dijo Brant a modo de disculpa—. Algunas plantas terrestres se aclimatan muy bien; otras se marchitan a pesar de todos los abonos químicos que les damos. Hemos tenido los mismos problemas con los peces que hemos tratado de adaptar. Las granjas piscícolas funcionan perfectamente, por supuesto, pero no tenemos sitio para ellas. Es frustrante pensar que aquí hay una extensión oceánica un millón de veces mayor, pero que no podemos aprovecharla.

Personalmente, Loren pensaba que Brant Falconer era algo aburrido cuando empezaba a hablar del mar. Sin embargo, tenía que admitir que era un tema de conversación más cómodo que Mirissa, que había conseguido librarse de Lester y saludaba a los nuevos invitados que iban llegando.

«¿Cómo es posible que me encuentre en una situación como ésta?», se preguntó Loren. Ya había estado enamorado antes, pero los recuerdos (incluso los nombres) habían sido piadosamente enturbiados por los programas de borrado a los que todos habían sido sometidos antes de dejar el Sistema Solar. Ni siquiera trataría de recuperarlos; ¿por qué atormentarse con imágenes de un pasado que había sido totalmente destruido?

Incluso el rostro de Kitani era ya borroso, pese a que la había visto en el hibernáculo hacía sólo una semana. Ella era parte de un futuro que había planeado, pero que nunca podrían compartir: Mirissa estaba aquí y ahora… llena de vida y alegría, no congelada en un sueño de cinco siglos. Ella le había hecho sentirse completo una vez más, feliz de saber que la tensión y el agotamiento de los últimos días, después de todo, no le había robado la juventud.

Cada vez que estaban juntos, sentía aquella presión que le decía que volvía a ser un hombre; mientras no fuera aliviada, no viviría en paz, ni siquiera sería capaz de llevar a cabo su trabajo de manera eficiente. En algunos momentos había visto el rostro de Mirissa sobrepuesto en los planos de la Bahía Mangrove y en los diagramas de flujo, y se había visto obligado a dar una instrucción de PAUSA a la computadora antes de poder continuar su conversación mental conjunta. Era una tortura peculiarmente exquisita pasar un par de horas a pocos metros de ella, no pudiendo intercambiar más que corteses trivialidades.

Loren se sintió aliviado cuando, de repente, Brant se excusó y se alejó apresuradamente. Loren pronto descubrió la razón.

—¡Comandante Lorenson! —dijo la alcaldesa Waldron—. Espero que Tarna le esté tratando bien.

Loren gruñó para sus adentros. Sabía que, en teoría, debía ser cortés con la alcaldesa, pero la elegancia social nunca había sido su fuerte.

—Muy bien, gracias. No creo que conozca usted a estos caballeros…

Con voz mucho más potente de lo necesario, llamó a un grupo de compañeros que estaban al otro lado del patio y que acababan de llegar. Por suerte, todos eran tenientes; la graduación tenía sus privilegios, incluso fuera de servicio, y él nunca vacilaba en utilizarlos.

—Alcaldesa Waldron, le presento al teniente Fletcher. Es la primera vez que bajas al planeta, ¿verdad Owen? El teniente Werner Ng, el teniente Ranjit Winson, el teniente Karl Bosley…

«Eran como los exclusivistas Marcianos —pensó—, siempre juntos». Bueno, constituían un blanco perfecto y eran un grupo de jóvenes bien parecidos. No creía que la alcaldesa notase su retirada estratégica.

Doreen Chang habría preferido con mucho hablar con el capitán, pero éste había hecho una aparición fugaz y simbólica: tomó una bebida, se disculpó ante los anfitriones y se marchó.

—¿Por qué no me deja que le entreviste? —le preguntó a Kaldor, quien no tenía aquellas inhibiciones y había ya hecho grabaciones de audio y vídeo que duraban varios días.

—El capitán Sirdar Bey —contestó— se halla en una posición privilegiada. A diferencia del resto de nosotros, no tiene por qué dar explicaciones… ni disculpas.

—Observo un tono de suave sarcasmo en su voz —dijo la periodista estrella de la Compañía de Radiodifusión de Thalassa.

—No ha sido intencionado. Admiro enormemente al capitán, e incluso acepto la opinión que tiene de mí… con reservas por supuesto. Eh, ¿está usted grabando?

—Ahora no. Hay demasiado ruido de fondo.

—Tiene suerte de que yo sea una persona tan confiada, puesto que no hay manera de saber si estaba grabando.

—Totalmente off the record, Moses. ¿Qué piensa él de usted?

—Le satisface oír mis puntos de vista y disponer de mi experiencia, pero no me toma muy en serio. No sé exactamente por qué. En una ocasión me dijo: «Moses, te gusta el poder pero no la responsabilidad. Yo disfruto con los dos». Fue una afirmación muy perspicaz; resume la diferencia que existe entre los dos.

—¿Qué contestó usted?

—¿Qué podía decir? Era totalmente cierto. La única vez que intervine en la política práctica fue… bueno, no un desastre pero no lo pasé bien realmente.

—¿La cruzada Kaldor?

—Ah… lo sabe. Es un nombre estúpido; me molestó. Ése fue otro motivo de desacuerdo entre el capitán y yo. Él pensaba, y todavía lo piensa, estoy seguro, que el Mandato que nos obligaba a evitar todos los planetas y con potencial de vida era una tontería sentimental. Vuelvo a citar al buen capitán: «La Ley la entiendo. La Metaley es… un disparate».

—Es fascinante: algún día debe permitirme que lo grabe.

—Ni hablar. ¿Qué pasa ahí?

Doreen Chang era una mujer insistente, pero sabía cuándo tenía que abandonar.

—Oh, es la escultura de gas favorita de Mirissa. Seguramente también las tenían en la Tierra.

—Por supuesto. Y ya que todavía estamos off the record, le diré que no creo que esto sea arte. Pero es divertido.

En una sección del patio se habían apagado las luces principales, y una docena de invitados estaban reunidos alrededor de lo que parecía ser una burbuja de jabón muy grande, casi de un metro de diámetro. Al acercarse, Chang y Kaldor pudieron ver cómo se formaban en su interior los primeros remolinos de color, como el nacimiento de una nebulosa espiral.

—Se llama «Vida» —dijo Doreen—, y lleva doscientos años en la familia de Mirissa. Pero el gas ya empieza a perder color; recuerdo cuando era mucho más brillante.

Aun así, era impresionante. La batería de disparadores de electrones y láseres de la base había sido programada por un artista paciente, muerto hacía ya mucho tiempo, para que generara una serie de figuras geométricas que evolucionaban lentamente hasta convertirse en estructuras orgánicas. Del centro de la esfera aparecían formas cada vez más complejas, que se expandían hasta perderse de vista y eran sustituidas por otras. En una ingeniosa secuencia se mostraba a unas criaturas unicelulares que ascendían por una escalera de caracol, inmediatamente reconocible como una representación de la molécula de ADN. Con cada paso se añadía algo nuevo; a los pocos minutos, la exhibición había abarcado la odisea de los cuatro mil millones de años que van desde la ameba hasta el hombre.

Luego el artista trató de ir más allá, y Kaldor se perdió. Las contorsiones del gas fluorescente se volvieron demasiado complejas y abstractas. Quizá si se veía la exhibición algunas veces más, aparecía algún esquema…

—¿Qué ha pasado con el sonido? —preguntó Doreen cuando el torbellino de hirvientes colores de la burbuja desapareció súbitamente—. Antes había una música muy buena, especialmente al final.

—Me temía que alguien hiciera esa pregunta —dijo Mirissa disculpándose con una sonrisa—. No estamos seguros de si el problema está en el mecanismo de reproducción o en el propio programa.

—¡Seguro que tienes una copia!

—Oh, sí, desde luego. Pero el módulo de recambio está en alguna parte de la habitación de Kumar, probablemente enterrado bajo piezas de su canoa. Hasta que no veáis su guarida no entenderéis lo que significa realmente la palabra entropía.

—No es una canoa; es un kayac —protestó Kumar, que acababa de llegar con una bonita chica colgada de cada brazo—. Y, ¿qué es entropía?

Uno de los jóvenes marcianos fue lo bastante estúpido para tratar de explicárselo vertiendo dos bebidas de colores distintos en el mismo vaso. Antes de que pudiera llegar muy lejos en su explicación, su voz fue ahogada por una avalancha de música procedente de la escultura de gas.

—¿Lo ves? —gritó Kumar entre el estrépito, con evidente orgullo—. ¡Brant puede arreglarlo todo!

«¿Todo? —pensó Loren—. Ya veremos… Ya veremos».