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Delegación

Hacía únicamente dos meses que el presidente de Thalassa ostentaba el cargo, y todavía no se había acostumbrado a su infortunio. Sin embargo, no había nada que pudiese hacer, salvo ejercer lo mejor posible un mal trabajo durante tres años que iba a durar. Realmente, era inútil pedir una revisión: el programa de selección, que implicaba la generación y combinación de números aleatorios de mil dígitos, era lo más próximo a la pura suerte que el ingenio humano podía inventar.

Existían exactamente cinco formas de evitar el peligro de que a uno lo llevasen a rastras hasta el Palacio Presidencial (veinte habitaciones, una de ellas lo bastante grande para acoger a casi cien invitados): tener menos de treinta años o más de setenta; ser un enfermo incurable; ser retrasado mental; o haber cometido un delito grave. La única opción realmente posible para el presidente Edgar Ferradine era la última y había pensado en ella seriamente.

Sin embargo, tenía que admitir que pese a las molestias personales que le había causado, probablemente ésta era la mejor forma de gobierno que había ideado jamás la Humanidad. El planeta madre había necesitado unos diez mil años para perfeccionarla a base de tentativas y, a menudo, de terribles errores.

En cuanto toda la población adulta estuvo educada hasta los límites de su capacidad intelectual (y a veces, ¡ay!, más allá de ella) la democracia auténtica se hizo posible. El paso definitivo precisó el desarrollo de comunicaciones personales instantáneas, unidas a ordenadores centrales. Según los historiadores, la primera democracia verdadera de la Tierra se estableció el año terrestre 2011, en un país llamado Nueva Zelanda.

En adelante, seleccionar un jefe de estado fue relativamente poco importante. Una vez fue aceptado por todo el mundo que cualquiera que aspirara deliberadamente al cargo debía ser descalificado de manera automática, casi cualquier otro sistema podía servir, y el procedimiento más simple fue una lotería.

—Señor presidente —dijo la secretaria del Gabinete—, los visitantes le esperan en la Biblioteca.

—Gracias, Lisa. ¿Sin los trajes espaciales?

—Sí, todo el equipo médico coincide en que no hay ningún peligro. Sin embargo, será mejor que le advierta algo, señor. Ellos… eh… tienen un olor un poco extraño.

—¡Krakan! ¿En qué sentido?

La secretaria sonrió.

—Oh, no es desagradable… al menos, yo no lo considero así. Supongo que tiene algo que ver con su alimentación; después de mil años, nuestras bioquímicas pueden haber cambiado. La palabra que lo describe mejor, probablemente, es «aromático».

El presidente no estaba muy seguro de qué quería decir aquello, y estaba pensando en preguntárselo cuando se le ocurrió una idea inquietante.

—Y, ¿cómo cree que será nuestro olor para ellos? —preguntó.

Para alivio suyo, sus cinco invitados no mostraron signos evidentes de molestias olfativas cuando le fueron presentados, de uno en uno. Sin embargo, la secretaria Elizabeth Ishihara había sido muy prudente al avisarle; ahora sabía exactamente lo que quería decir la palabra «aromático». También tenía razón al decir que no era desagradable; de hecho, le recordó las especias que utilizaba su esposa cuando le tocaba el turno de cocinar en el palacio.

La mesa de conferencias tenía forma de herradura. Al ocupar su asiento en la parte curvada, el presidente de Thalassa se encontró murmurando irónicamente algo sobre el Azar y el Destino… temas que nunca le habían preocupado mucho en el pasado. Pero el Azar, en su forma más pura, le había puesto en su posición actual. Y ahora, el Azar (o su hermano, el Destino), atacaban de nuevo. ¡Era sorprendente que él, un fabricante de equipos deportivos carente de toda ambición, hubiera sido elegido para aquella reunión histórica! Sin embargo, alguien tenía que hacerlo; y debía admitir que empezaba a divertirse. Como mínimo, nadie podría impedir que pronunciara su discurso de bienvenida…

… De hecho, era un buen discurso, aunque tal vez un poco más largo de lo necesario incluso para una ocasión como aquélla. Hacia el final se dio cuenta de que las expresiones educadamente atentas de cuantos le escuchaban empezaban a tornarse algo vidriosas, de modo que eliminó algunas de las estadística de productividad y toda la sección de la nueva red eléctrica de la Isla Sur. Al sentarse, estaba convencido de haber mostrado la imagen de una sociedad fuerte y progresista con un nivel elevado de capacidad técnica. Por más que ciertas impresiones superficiales sugirieran lo contrario, Thalassa no era retrasada ni decadente, y aún mantenía las tradiciones más puras de sus grandes antepasados. Etcétera.

—Muchas gracias, señor presidente —dijo el capitán Bey en la apreciativa pausa que siguió—. Fue una auténtica sorpresa de bienvenida descubrir que Thalassa no sólo estaba habitada, sino que era floreciente. Ello hará nuestra estancia aquí todavía más agradable, y esperamos marcharnos con buena voluntad por ambas partes.

—Perdóneme la indiscreción (puede parecer incluso descortés plantear esta pregunta apenas llegados unos invitados), pero ¿cuánto tiempo creen que permanecerán aquí? Querríamos saberlo lo antes posible para llevar a cabo los preparativos que fueran necesarios.

—Le entiendo perfectamente, señor presidente. No podemos ser muy concretos en estos momentos, porque depende en parte de la clase de ayuda que puedan prestarnos ustedes. Supongo que al menos uno de sus años… aunque es más probable que sean dos.

Edgar Farradine, como la mayoría de los thalassanos, no sabía disimular sus emociones, y el capitán Bey se alarmó ante la súbita expresión de regocijo (incluso podría decirse que de malicia) que apareció en el rostro de la primera autoridad.

—Espero, Su Excelencia, que esto no cree ningún problema —preguntó con inquietud.

—Al contrario —dijo el presidente, prácticamente frotándose las manos—. Tal vez no tenga noticias de ello, pero dentro de dos años se celebrarán nuestros Juegos Olímpicos. —Tosió con modestia. Obtuve una medalla de bronce en los doscientos metros cuando era joven, de modo que me encargo de los preparativos. Podríamos incorporar alguna competición del exterior.

—Señor presidente —dijo la secretaria del Gabinete—, no sé si las normas…

—Que yo elaboro —continuó el presidente con firmeza—. Capitán, por favor, considérelo una invitación. O un reto, como prefiera.

El comandante de la astronave Magallanes era un hombre acostumbrado a tomar decisiones rápidas, pero, por una vez, le habían pillado desprevenido. Antes de que pudiera pensar en una respuesta adecuada, intervino su primer oficial médico.

—Es muy amable por su parte, señor presidente —dijo la comandante médico Mary Newton—. Pero, como médico, debo indicarle que todos nosotros tenemos más de treinta años, que estamos desentrenados… y que la gravedad de Thalassa es un 6% más elevada que la de la Tierra, lo que nos colocaría en seria desventaja. Así pues, a menos que sus Olimpiadas incluyan ajedrez o juegos de cartas…

El presidente pareció desilusionado, pero se recuperó rápidamente.

—Oh, vaya… al menos, capitán Bey, me gustaría que entregara algunos de los premios.

—Estaría encantado —dijo el comandante, ligeramente aturdido. Notaba que la reunión se le escapaba de las manos y decidió volver a lo programado.

—¿Me permite que le explique lo que esperamos hacer aquí, señor presidente?

—Por supuesto —fue la poco entusiasta respuesta. Los pensamientos de Su Excelencia parecían estar todavía en otra parte. Quizá reviviría aún las victorias de su juventud. Luego, con un evidente esfuerzo, concentró su atención en el presente—. Nos sentimos halagados, aunque bastante sorprendidos, por su visita. Parece que nuestro mundo no puede ofrecerles gran cosa. Creo que han dicho ustedes algo sobre hielo; seguramente, se trata de una broma.

—No, señor presidente, hablamos totalmente en serio. Eso es lo que precisamos de Thalassa, aunque ahora que hemos probado algunos de sus productos alimenticios (estoy pensando en especial en el queso y en el vino que hemos tomado durante el almuerzo) podríamos aumentar considerablemente nuestras peticiones. Sin embargo, lo esencial es el hielo, déjeme que se lo explique. Primera imagen, por favor.

La astronave Magallanes, de dos metros de largo, flotaba frente al presidente. Parecía tan real que el hombre quiso alargar el brazo y tocarla, y lo habría hecho de no haber habido espectadores para contemplar un comportamiento tan ingenuo.

—Verá que la nave es aproximadamente cilíndrica: cuatro kilómetros de longitud, por uno de diámetro. Ya que nuestro sistema de propulsión utiliza la energía del propio espacio, no hay límite teórico de velocidad, hasta la velocidad de la luz. Sin embargo en la práctica, aproximadamente a una quinta parte de esta velocidad ya tenemos problemas a causa del polvo y el gas interestelares. A pesar de ser tan tenues, un objeto que se mueve a través de ellos a sesenta mil kilómetros por segundo o más choca con una sorprendente cantidad de materia… y a esa velocidad, incluso un solo átomo de hidrógeno puede producir daños apreciables.

»De modo que la Magallanes, como las primeras y primitivas astronaves, lleva un escudo de ablación en su parte delantera. Serviría prácticamente cualquier material, siempre y cuando usáramos la cantidad suficiente. Y entre las estrellas, a temperaturas cercanas a cero, es difícil encontrar algo mejor que el hielo. Barato, de fácil manejo, ¡y sorprendentemente fuerte! Este tosco cono es el aspecto que tenía nuestro pequeño iceberg cuando abandonamos el Sistema Solar hace doscientos años. Y así es ahora.

La imagen parpadeó y luego reapareció. La nave no había sufrido cambios, pero el cono que flotaba frente a ella se había encogido hasta parecer un fino disco.

—Ése es el resultado de abrir un pasillo de una longitud de cincuenta años luz a través de este sector bastante polvoriento de la galaxia. Me satisface poder decir que el índice de ablación se estima en un cinco por ciento, de forma que nunca hemos estado en peligro… aunque, desde luego, siempre existió la remota posibilidad de chocar con algo realmente grande. Ningún escudo podría protegernos contra eso, tanto si fuera de hielo como de la mejor plancha de acero.

»Aún podemos resistir durante otros diez años luz, pero no es bastante. Nuestro destino final es el planeta Sagan Dos… a setenta y cinco años luz de viaje.

»Así que ahora comprenderá, señor presidente, por qué nos hemos detenido en Thalassa. Querríamos que nos prestaran, bueno, que nos concedieran, dado que no puedo prometerle que se lo devolveremos, aproximadamente un centenar de miles de toneladas de agua. Construiremos otro iceberg, en órbita, para barrer el camino cuando nos dirijamos hacia las estrellas.

—¿Cómo podemos ayudarles a hacer eso? Técnicamente, ustedes deben de llevarnos varios siglos de ventaja.

—Lo dudo… excepto por la propulsión cuántica. Tal vez el segundo comandante Malina pueda darle una idea de nuestros planes… sujetos a su aprobación, naturalmente.

—Adelante, por favor.

—En primer lugar, debemos localizar un emplazamiento para la planta congeladora. Existen muchas posibilidades; podría estar en un segmento aislado de costa. Esto no ocasionaría ninguna perturbación ecológica, pero si lo desea, la pondremos en la Isla Este… ¡y confiemos que Krakan no entre en erupción antes de que hayamos terminado!

»El diseño de la planta está casi finalizado, y ya sólo necesita algunas modificaciones mínimas para su adaptación al emplazamiento que escojamos definitivamente. La mayor parte de los componentes pueden ser fabricados de forma inmediata. Son todos muy sencillos: bombas, sistemas de refrigeración y ventilación, grúas… ¡tecnología del Segundo Milenio, buena aunque desfasada!

»Si todo va bien, tendremos nuestro primer bloque de hielo dentro de noventa días. Nuestros planes son hacer bloques de tamaño estándar, de seiscientas toneladas de peso cada uno. Son planas, hexagonales; alguien los bautizó con el nombre de “copos de nieve”, y este nombre parece haberse impuesto.

»Cuando se inicie la producción, transportaremos un poco de nieve por día. Los agruparemos en órbita y los uniremos para construir el escudo. Desde el primer transporte hasta la prueba estructural final necesitamos ciento cincuenta días. Entonces estaremos listos para partir.

Cuando el segundo comandante hubo terminado, el presidente Ferradine permaneció sentado en silencio durante unos momentos, con una expresión preocupada en su mirada. Luego dijo, casi con reverencia:

—Hielo… Nunca lo he visto, excepto en el fondo de un vaso.

Mientras estrechaba las manos de sus huéspedes, ya a punto de marcharse, el presidente Ferradine notó algo extraño. Su olor aromático era ahora apenas perceptible.

¿Se había acostumbrado a él… o estaba perdiendo su sentido del olfato?

Aunque ambas respuestas eran correctas, hacia medianoche sólo había aceptado la segunda. Se despertó con los ojos llorosos y la nariz tan tapada que le era difícil respirar.

—¿Qué pasa cariño? —preguntó su mujer preocupada.

—Lama al… ¡achís…! médico —dijo la primera autoridad—. Al nuestro… y al de la nave. No creo que puedan hacer nada, pero quiero… ¡achís…! decirles cuatro cosas. Y espero que no lo hayas pillado tú también.

La esposa del presidente empezó a tranquilizarle, pero se vio interrumpida por un estornudo.

Ambos se sentaron en la cama y se miraron con tristeza.

—Creo que se tardaba siete días en superarlo —dijo el presidente, sorbiendo por la nariz—. Pero tal vez la ciencia médica haya avanzado en los últimos siglos.

Su esperanza se vio satisfecha, aunque apenas. Con esfuerzos heroicos, y sin pérdida de vidas, la epidemia fue vencida… en seis terribles días.

No era un comienzo prometedor para el primer contacto en casi mil años entre primos separados por distancias estelares.