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Primer contacto

Quizá se lo tendría que haber dicho con más delicadeza, se dijo Moses; todos parecían asustados. Pero este hecho en sí mismo es ya instructivo. Incluso si esta gente tiene un grado bajo de tecnología (¡no hay más que ver este coche!) se deben de dar perfecta cuenta de que sólo un milagro de ingeniería ha podido trasladarnos desde la Tierra a Thalassa. Al principio se preguntarán cómo lo hemos hecho, y luego querrán saber por qué.

De hecho, ésta era la primera pregunta que se le había ocurrido a la alcaldesa Waldron. Aquellos dos hombres que iban en aquel pequeño vehículo eran claramente, la avanzadilla. En órbita debía de haber miles, quizá millones. Y la población de Thalassa, gracias a un estricto control de natalidad, estaba ya al noventa por ciento de sus condiciones ecológicas óptimas…

—Me llamo Moses Kaldor —dijo el visitante de edad más avanzada—. Y éste es el comandante en jefe Lorenson, segundo Ingeniero Jefe de la Nave Magallanes. Les pedimos disculpas por estos trajes burbuja, comprenderán que son para nuestra mutua protección. Aunque nosotros venimos en son de paz, nuestras bacterias pueden tener otras ideas.

¡Qué voz tan maravillosa!, se dijo la alcaldesa Waldron; y tenía razón. En su tiempo había sido la más famosa del mundo, que consolaba y a veces irritaba a millones de seres en las décadas anteriores al fin.

Sin embargo, la conocida mirada coquetona de la alcaldesa no se posó mucho tiempo en Moses Kaldor; se veía claramente que rebasaba los sesenta, y era un poco demasiado mayor para ella. En cambio el más joven le gustó más, a pesar de que se preguntó si podía acostumbrarse a aquella desagradable palidez. Loren Lorenson (¡qué nombre tan agradable!) medía dos metros, y su pelo era tan rubio que parecía plata. No era tan fuerte como… bueno, como Brant, pero desde luego era más guapo.

La alcaldesa Waldron sabía juzgar bien a los hombres y a las mujeres, y clasificó con gran rapidez a Lorenson. Había en él inteligencia, determinación, quizás incluso crueldad… No le gustaría tenerle como enemigo, pero sí le interesaba tenerle como amigo. O mejor…

Al mismo tiempo, no tenía la menor duda de que Kaldor era una persona mucho más agradable. En su rostro y su voz ya podía distinguir sabiduría, compasión y también una profunda tristeza. No era de extrañar, teniendo en cuenta la sombra bajo la cual debía de haber pasado toda su vida.

Todos los demás miembros del comité de recepción se habían acercado y fueron presentados uno a uno. Brant, tras un breve saludo, se encaminó directamente a la nave y empezó a examinarla de cabo a rabo.

Loren le siguió; sabía reconocer a otro ingeniero cuando lo veía y podía aprender mucho de las reacciones del thalassano. Adivinó la primera pregunta que le haría Brant. Pese a ello, se sintió desconcertado.

—¿Cuál es el sistema de propulsión? Estos orificios de propulsión son ridículamente pequeños… si es que son eso.

Era una observación perspicaz; esa gente no eran los salvajes tecnológicos que parecían a primera vista. Sin embargo, no serviría de nada demostrar que estaba impresionado. Mejor era contraatacar y no fiarse de él.

—Es un estatorreactor cuántico restringido, adaptado para vuelo atmosférico usando aire como fluido de trabajo. Utiliza las fluctuaciones Plank… ya sabe, diez a la menos treinta y tres centímetros. Por supuesto tiene un alcance infinito en el aire o en el espacio.

Loren se sintió bastante satisfecho de su «por supuesto». Por segunda vez se quedó admirado del aplomo de Brant; el thalassano apenas había parpadeado e incluso consiguió decir: «Muy interesante», como si hablara en serio.

—¿Puedo entrar?

Loren titubeó. Negárselo podría parecer descortés, y al fin y al cabo estaban deseosos de hacerse amigos lo más pronto posible. Y, lo que quizás era más importante, esto mostraría quién era el amo.

—Desde luego —respondió—. Pero procure no tocar nada.

Brant estaba demasiado interesado para notar la ausencia del «por favor».

Loren le condujo hasta la diminuta cámara bajo presión de la astronave. Había apenas el espacio suficiente para los dos, y tuvieron que recurrir a una complicada gimnasia para que Brant se ajustara el traje espacial sobrante.

—Espero que no sean necesarios por mucho tiempo —le explicó Loren— pero tenemos que llevarlos hasta que las pruebas de microbiología hayan finalizado. Cierre los ojos hasta que hayamos pasado del ciclo de esterilización.

Brant notó un tenue brillo violáceo, y se oyó un breve silbido de gas. Luego, la puerta interior se abrió y entraron en la cabina de control.

Cuando se sentaron uno junto al otro, las espesas pero apenas visibles películas que les rodeaban casi no dificultaron sus movimientos. Sin embargo, les separaban con tanta eficacia como si estuvieran en mundos distintos… lo que, en muchos sentidos, era todavía cierto.

Loren tuvo que admitir que Brant aprendía rápidamente. Si se le dieran unas pocas horas, podría aprender a manejar aquel aparato… aunque nunca podría comprender la teoría subyacente. A este respecto, la leyenda decía que sólo un puñado de hombres había llegado a entender de verdad la geodinámica del superespacio… y llevaban muertos ya varios siglos.

Pronto estuvieron tan enzarzados en discusiones técnicas que casi olvidaron el mundo exterior. De repente, una voz ligeramente preocupada exclamó desde la dirección general del panel de control:

—¿Loren? Llamando a la nave. ¿Qué sucede? No hemos sabido nada de vosotros desde hace media hora.

Loren alargó perezosamente una mano hasta un interruptor.

—Dado que nos sintonizáis a través de seis canales de video y cinco de audio, esto es una exageración.

Esperaba que Brant hubiera captado el mensaje: dominamos completamente la situación.

—En cuanto a Moses… se encarga de las conversaciones.

A través de las ventanas curvadas, podían ver que Kaldor y la alcaldesa seguían enfrascados en una seria discusión, uniéndoseles de vez en cuando el concejal Simmons. Loren accionó un interruptor, y sus voces amplificadas llenaron súbitamente la cabina a un volumen mayor que si estuvieran junto a ellos.

—… nuestra hospitalidad. Pero, naturalmente, como puede darse cuenta éste es un mundo extraordinariamente pequeño, en lo que respecta a superficie terrestre. ¿Cuánta gente ha dicho usted que había a bordo de su nave?

—Creo que no le he dado ninguna cifra, señora alcaldesa. De cualquier modo, sólo unos pocos de nosotros descenderían a Thalassa, a pesar de su belleza. Entiendo perfectamente su… eh… preocupación, pero no tiene por qué sentir la menor aprensión. En un año o dos, si todo va bien, reemprenderemos nuestro camino.

»Además, esto no es una petición de auxilio. ¡Al fin y al cabo, no esperábamos encontrar a nadie aquí! Pero una nave estelar no se desvía hasta aquí a la mitad de la velocidad de la luz a no ser que tenga muy buenas razones. Ustedes poseen algo que necesitamos, y nosotros tenemos algo que darles.

—¿Qué es, si me permite la pregunta?

—De nosotros, si lo aceptan, los últimos siglos del arte y la ciencia humanos. Sin embargo, debo advertirle que considere bien lo que un regalo así podría ocasionar a su cultura. Quizá no sería prudente aceptar todo lo que podemos ofrecerles.

—Le agradezco su honestidad… y su comprensión. Ustedes deben de tener tesoros de valor incalculable. ¿Qué podemos ofrecerles a cambio?

Kaldor soltó una de sus sonoras carcajadas.

—Afortunadamente, eso no es ningún problema. Si nos lo lleváramos sin pedirlo, ni siquiera se darían cuenta. Lo único que queremos de Thalassa es cien mil toneladas de agua. O, para ser más concretos, de hielo.