—¡Vengan para acá!
Y todos corrían a un lado con algo en las manos: un trozo de vela, una astilla con algas colgando, un pedazo de timón e incluso un gobernalle entero de una embarcación, aunque sin eje.
—¡Vayan para allá, hijos de la cabra tiñosa! —volvía a gritar el Portamonedas, que le había cogido gusto al mando.
Todos obedecían felices de ser mandados llevando al lado contrario lo que tenían en las manos. Pero la obra no avanzaba, porque los locos habían intuido que el capitán estaba desconcertado por la amenaza de la visita de alguien importante —el barón de Rothschild— sin que él hubiera hablado de aquello con nadie.
El Guarapo, que arrastraba una pierna sin necesidad, porque tenía las dos sanas, y que no solía hablar —no había dicho una sola palabra desde que comenzaron las obras— se puso a orinar contra la quilla del barco y algunos de los que estaban cerca acudieron a observar la orina, que rebotaba en el casco y salpicaba alrededor. De ella se desprendía un olor suave de azahar, como de perfume caro. Más tarde se ha sabido —lo saben hoy los siquiatras— que la orina de muchos esquizofrénicos en estado avanzado huele a ese azahar que por azar —sin hache— del destino es el olor de las nupcias virginales. Bromas de la naturaleza, como la fetidez del bonito skunk y la exquisita algalía que produce un gato oriental. Como digo, todos se acercaban a oler, especialmente las mujeres y si entre ellas había alguna que no le gustaba al Guarapo este interrumpía la micción. Y alguien le decía a ella:
—Es que el Guarapo no quiere mear en olor de santidad para su mercé.
Entonces ella se apartaba llorando y el Guarapo volvía a satisfacer aquella necesidad.
Sólo había dos personas cuyas aguas olieran a perfume, pero en el caso de la Loreta se comprendía porque sólo bebía el rocío de la pitahaya.
Y de ella no hablaban los locos. La consideraban algo fuera de su alcance, como una hija del océano que se había ido con el Mechudo, aunque nadie sabía realmente dónde estaba. Quizá lo sabía su madre la Delfina, pero aquella no era mujer para clarearse con cualquiera. Como decía la Lagarta, la Delfina tenía dos nombres y ella sabía el verdadero, que era Juana y venía de gente coronada en la corte como don Nicolás de Arriaga y doña Geltrudiz de la Peña —ella pronunciaba Geltrudiz, con la zeta, porque le parecía más distinguido— y por eso tenía tanta cortesía, porque la cortesía nace en la corte. Todo esto decía la Lagarta confundiendo nombres y títulos, pero la creían y le tenían un respeto superticioso ya que era la única de las mujeres que tenía pendientes con perlitas de irisado oriente en las orejas. Y además solía tener también dotes adivinatorias.
Fue ella la que antes que nadie dijo:
—Un grande ha venido a esta tierra y ha parado con su barco en Santa Rosalía.
—¡Mientes! Santa Rosalía no tiene mar —gritó el Portamonedas.
Se refería a la misión. Los otros callaban. La Lagarta continuó:
—Un grande de los más grandes de este mundo ha venido y está en las minas y este otro barco que hacemos lo está pagando él en buenos tostones. Se lo paga al Portamonedas.
Aquello le pareció al Portamonedas del todo absurdo y le prohibió que siguiera hablando porque de la faena del astillero —decía— era responsable él ante el comandante militar.
A veces el Portamonedas hablaba pomposamente.
Pero la Lagarta tenía razón una vez más. Había llegado al mar Bermejo un yate navegador y velero que tenía al mismo tiempo un motor en las entrañas y que navegaba lo mismo con viento que sin él y aun contra el viento.
El capitán al enterarse, dijo:
—Eso se llama «vapor», un «vapor».
—Yo también tengo vapores, mira este —dijo la Lagarta.
—¡Cállate —ordenó el Portamonedas— que donde hay capitán no hablan las lagartas!
—¡Tu madre! —gruñó ella entre dientes.
Luego el capitán explicó:
—Esos barcos se llaman en inglés steamships porque ship quiere decir oveja y llevan en la proa un carnero como mascarón.
Todos callaron admirados y el capitán añadió que era verdad que había llegado un barco de aquellos a Santa Rosalía y que en él iba el dueño de las minas, que era un barón de París de la Francia, pero que habían desaparecido él y su barco.
No mentía el capitán. Estaba desconcertado porque no lo habían llamado a él a Santa Rosalía, y no podía comprender que la visita del barón fuera tan corta y tan sin consecuencias.
El yate del barón de Rothschild había seguido durante la noche hacia el sur y había ido a detenerse frente a la cueva donde estaban Heinde y la Loreta. Al verlo llegar Heinde se puso un par de pantalones y se acercó descalzo a la escollera a recibir el esquife del yate. En aquel esquife llegaba el mismo Rothschild con dos marineros de la tripulación.
Heinde ayudó al barón a salir del esquife y convencido de que nadie los veía porque el yate estaba detrás de las rompientes de la isla contrarias a la bahía de La Paz le invitó a subir a la cueva.
Subían en silencio. Una vez en ella el barón miró alrededor, besó la mano de Loreta, se sentó en un saliente de la roca mural y se puso a hablar en francés:
—Señor —dijo respetuosamente a Heinde—. Ha llegado el momento.
—¿El de volver a Francia? —preguntó Heinde, extrañado.
Loreta no entendía, y antes de responder el barón, que parecía hombre de pocas palabras y deprimido tal vez por la fatiga del viaje, sonrió con una ironía triste y dijo:
—Está Napoleón III en el trono. Este debe ser un país feliz porque no llegan aquí las noticias de la política de Europa. El rey es el usurpador Napoleón el Chico, según le llama el par de Francia Víctor Hugo, que está también en el exilio, aunque un poco más cómodamente que vuestra alteza.
Luego sacó una cartera del bolsillo interior de su levita color gris claro y entregó a Heinde unos papeles diciendo: «Esta es su documentación y su identidad definitiva de ciudadano yanqui dedicado a estudios de ornitología. Sólo yo sé quién es vuestra alteza. Ni New Orleans ni Haití son franceses. Sólo queda la Martinica. Su alteza puede disponer de fondos en el Lloyd’s London Insuranee que tiene agencias urbanas en todas las capitales de la Unión. Son fondos legítimos de vuestra alteza que si lo tiene a bien vendrá conmigo en mi yate y con… —miró a Loreta, dudando— y con mademoiselle si lo considera necesario».
Afirmó Heinde y le tradujo sus palabras a Loreta, quien añadió:
—¿Por qué no viene mi madre también? Ella quiere subir al norte del país, a Ensenada o más arriba, a lo que ella llama «la raya gringa» y quedarse allí para siempre. Dijo Heinde que por él no había inconveniente. El barón tampoco lo veía mal. Podrían hacerla llegar de noche a bordo. Entonces el barón se puso a despotricar contra la administración de las minas de cobre que daban al cien por cien, sin duda, pero los indios eran explotados inmisericordiosamente y había ordenado la interrupción de los trabajos hasta que llegaran las máscaras contra la silicosis.
Heinde dijo al barón que había oro en aquellos riscos y que se podía sacar sin gastos mayores. Dio precisiones más concretas, que el barón anotó indolentemente en un pequeño cuadernito con conteras de madreperla y Loreta salió de la caverna medio desnuda, como siempre, se arrojó al agua y desapareció en busca de su madre. Le advirtió Heinde que deberían regresar antes del amanecer y en las sombras, sin dar noticia a nadie.
Cuando estuvieron solos, Rothschild volvió a los papeles de identidad:
—Desde ahora será siempre vuestra alteza John James Audubon, ornitólogo. Podrá ir y venir sin cuidado por todas partes aunque no por Francia mientras mande allí Napoleón, que no será mucho tiempo. ¿Es vuestra alteza feliz, aquí?
Sin duda se refería a sus relaciones con Loreta, y Heinde afirmó. Por la sonrisa del barón se advertía que él lo comprendía muy bien. Parecía, incluso, envidiarlo. Aquella tierra era paradisíaca. Añadió Heinde:
—Con culebras cascabel, alacranes y tarántulas comprendidos.
—¿Y los indios?
—Cada día hay menos.
—Los jesuitas los trataban mejor —dijo el barón, como a su pesar—. Fue un error echarlos. En el tiempo en que murió el padre Ugarte había en este territorio —añadió consultando su cuadernito— veinticuatro mil cabezas de ganado vacuno, treinta mil de lana, del que sacaban hilanderías y telares, cinco mil cabras, cerca de mil cerdos y más de cuatro mil yeguas y caballos. Se cosechaban más de veinte mil fanegas de trigo dos veces por año…
—Todo eso se acabó. Quedan algunas rancherías y las minas de Santa Rosalía.
—Hicieron mal echando a los jesuitas.
—¿Por qué motivos los echaron?
—El rey Carlos dijo que las razones las «guardaba en su real pecho». Masonería.
Reían los dos. El barón preguntó:
—¿Parece que su alteza no se duele del exilio?
—No. Esta gente vive en estado de completa y desnuda naturaleza. Desde que se fueron los jesuitas se afianzaron más en sus religiones que son sólo sentimientos de pánico ante las fuerzas ocultas de la tierra y del mar.
—Así han nacido las religiones en el pasado más remoto.
—¿También en el Sinaí? —preguntó Heinde, extrañado. El barón bajo la cabeza, afirmando.
Dos días después salieron en el yate del barón la vieja Delfina, Loreta y Heinde, a quien en Europa siguen llamando los historiadores el «delfín perdido». Fueron todos a Santa María de los Ángeles, menos la Delfina que con su verdadero nombre y un enorme rancho que compró el barón para ella a cambio de las perlas, se quedó en la raya mexicana de la frontera con el nombre de Tía Juana. El rancho era conocido con ese nombre y a través de algunos decenios fue creciendo fabulosamente. Hoy es Tijuana.
En cuanto al «delfín perdido» los que quieran saber algo más de él podrán averiguarlo en las enciclopedias y en las bibliotecas de historia natural a través del nombre que señalaba antes: Mr. John James Audubon. Que bien podría ser «Audumeilleur». Aunque es difícil. De tal modo fue feliz con Loreta, quien se vistió como las damas de su tiempo y aprendió pronto el idioma y las maneras.
Esto último fue una verdadera lástima.
Rosarito Beach, California, 1976