Se extrañó el capitán Urrea cuando vio que casi todos los locos sabían algo de mar y de navegaciones. Tal vez habían sido marineros y en ese caso el mar daba más locos que la tierra.
Eso le pareció un buen augurio para sus planes. Se podía estar loco y hacer algo a derechas. Fue a decírselo a la Delfina y ella le dijo ladina y embustera:
—No deje de avisarme cuando esté listo para navegar. Yo les acompañaría si van al norte y de lo mío gastaría. También Loreta tendría su dote.
Pensó Urrea en las famosas perlas.
Entretanto la gente trabajaba en la escollera de Malarrimo y siguiendo las órdenes del capitán trataban de levantar una especie de astillero seco donde ir acomodando la estructura.
Una mujer pelona, que salía de entre las ruinas de un velero deshecho y comido a medias por la mar y las uñas de los cangrejos gritaba histéricamente diciendo que había encontrado nada menos que la calavera del náufrago Ulloa.
Entre aquellas cuarenta o cincuenta personas el que parecía trabajar más a gusto era un hombre silencioso y descalzo que iba y venía mirando alrededor con recelo y repugnancia. No era sólo aquella gente la que le repugnaba sino todos los seres humanos, según decía.
Le llamaban Agustín el Tabique y cuando veía que alguien le hablaba no le oía, pero respondía al azar:
—Está güeno, usted.
Y seguía su faena. Solía decir de tarde en tarde:
—El día que acabemos la embarcación tendremos que hacer un fandango memorable.
Algunos que eran de la parte sur de México no sabían lo que era un fandango y al advertir el sordo por la expresión que no lo habían comprendido explicaba:
—Es una fiesta en la que se baila y se bebe buen vino tinto.
Entretanto todos trabajaban en el astillero. Había dicho el capitán Urrea aquella palabra —astillero— y algunos creían que se trataba sólo de amontonar astillas e iban y venían con ellas afanados como hormigas ciegas.
Al final de la tarde Urrea vio que no habían hecho nada realmente útil y que todos querían saber cuándo sería el fandango. Comenzó a dar voces, dirigiéndose precisamente a Agustín el Tabique, que no podía oírlo.
—¡La quilla! ¿No saben lo que es una quilla?
Les mostraba un pedazo de lona donde había dibujado una quilla y Agustín comentaba:
—Está güeno, capitán. Está güeno.
Y comenzaba a arrastrar pedazos de madera eligiendo los de mayor tamaño.
Entonces otro que quiso averiguar de una vez lo que quería hacer el capitán advertía, muy importante.
—Porque de un balandro a una lancha fletera va algo.
—Lo que hay que hacer antes que nada es la quilla.
Nadie sabía lo que era la quilla hasta que la mujer que había hallado la calavera de Ulloa, gritó:
—¡El casco!
Todos parecieron animados de un entusiasmo nuevo. El sordo seguía hablando del fandango. Pero los otros gritaban:
—Haberlo dicho, jefe. ¡El casco!
Pensó el capitán que a partir de aquella aclaración todo iría mejor, y después de dejarles tres martillos y algunas docenas de clavos les prometió que cuando el casco estuviera acabado iría él con un cubo de brea para calafatearlo. Acá y allá repetían esta última palabra con dificultad pero con cierto orgullo.
Podría haberse creído que el capitán estaba loco también, pero estaba nada más enamorado. Después de algunas noches pasadas en claro y pensando en los atractivos de Loreta decidió que estaba dispuesto a comerse el pez que sacara ella por la boca tirando del hilito.
Confiando en que el casco estaría hecho en algunos días les dijo la longitud que debía tener, señaló la larga viga combada que sería el eje de la armazón y que por azar estaba casi intacta —era de un tronco de redwood americano duro como una roca— y comenzó con azuela y machete a mostrarles la manera de recortar las tablas.
Había en el viejo Portamonedas una apariencia de genialidad que no es rara entre los locos y cazaba en el aire las observaciones del capitán con todo lo cual Urrea se quedó más que satisfecho.
Cuando salió del «astillero» estaba convencido de que en algunas semanas todo estaría acabado. Con mayor motivo habiendo como había parte de la proa de un velero embarrancado casi intacta que podía servirles de guía y comienzo. Encima de aquella proa se alzaba con su gran corpulencia el Portamonedas dando órdenes:
—Tú, el Moquillo, busca en la barranca de los destrozos un botalón.
El Moquillo entendía «un botellón» y salía corriendo.
—El Mosca Prieta que apronte la tablería comba.
El aludido miraba alrededor sin saber adonde acudir y la Barandilla, una hembra loca y querenciosa le decía:
—¿Cuándo será el fandango?
La confusión parecía mayor viéndolos medio desnudos y fingiendo alguna clase de actividad para convencerse a sí mismos de que eran necesarios.
El Cotorro discutía con su vecino:
—La Matraca anda con el Chingaquedito y los dos se quieren escapar a las islas Marías en un barco aparte, que se van a hacer por su cuenta, lo cual que me parece disconforme.
—Para ir a las Marías hace falta algo más que un barco. Hace falta una nave.
—Al parecer su mercé es persona entendida.
—En fandangos más que algunas personas que presumen.
—Digo, en barcos.
—Ah, eso es cosa de velamen y de buena botillería. El grupo de trabajadores parecía muy afanado y algunos lograban clavetear pedazos de madera más o menos podrida al lado de la proa rota, que había sido levantada con piquetes a la derecha y a la izquierda. El Portamonedas no estaba, sin embargo, satisfecho porque la proa no se mantenía del todo en posición vertical sino que se vencía por el lado de la mar. Llamaba al Espanta Gallinas y le decía que tenía que aprontar otro piquete y alzar la borda dos palmos por el lado de la playa.
El aludido corría a buscar los «piquetes» entre la maraña de los restos de los barcos naufragados. Viéndolo el Portamonedas se lamentaba:
—Todo ese maderamen no vale para maldita la cosa. ¡Mejor sería pegarle fuego y buscar madera fresca en el monte!
Pero lo decía para sí porque tenía miedo de que los otros prendieran fuego a todo aquello sólo por darle gusto.
Se quejaba el Abismo de que no lo dejaban entrar en las bodegas de otro barco varado y roto y sospechaba que había allí gente de mal vivir.
—¿Quiénes? —preguntaba el Portamonedas, autoritario y amenazador.
—Me sospecho que son la Zarcilla y el puto Chiflete.
—Aquí no se dicen malas palabras, que todos somos caballeros y trabajadores y no hay putos, que esa es palabra lépera, sino sodomíticos, que es como dice la Santa Biblia.
El Abismo se callaba, convencido.
Pero volvía a las bodegas del barco varado y al llegar a la parte oscura se detenía y daba una gran voz:
—¿Quién vive?
Nadie le contestaba y entonces volvía sobre sus pasos y para dar la impresión de que hacía algo cogía los restos de una sirga y los arrastraba detrás como una larga culebra.
Dos de los «trabajadores» se peleaban cerca de él:
—¡Yo lo vi antes!
—¡Pues si se pone tan temoso y peleón le daré a su mercé en la mera torre!
Encontraron cosas raras que el Portamonedas quería llevarse a su casa y no podía porque no tenía casa.
Vivían todos como los indios, a la intemperie y aunque algunos habían tratado de volver al antiguo manicomio en ruinas desistieron porque les recordaba la reglamentación de los viejos tiempos, cuando eran tratados como alienados en los papeles oficiales, cosa que les parecía ofensiva.
La mayor parte de las cosas que encontraban habían dejado hacía tiempo de ser útiles. Por ejemplo una armónica cuya propiedad se disputaban porque el Portamonedas no la quiso para sí.
Contra lo que se podía suponer los locos encontraban en el hecho de estar haciendo algo útil, un motivo de satisfacción y de orgullo.
Hallaron un mascarón de proa, que era una mujer tallada en caoba rojiza, desnuda, abundante de pechos, con los brazos levantados y las manos detrás de la nuca, según costumbre.
Estaba bastante bien conservada, porque la madera de caoba es muy resistente y tenía el tamaño natural de una mujer de mediana estatura.
No era fea y desde el primer momento, cuando el capitán la vio, la relacionó con su esposa. Tenía el mascarón de proa un pecho rajado y aquel detalle despertó en el capitán alguna ternura. Cosa rara. Una ternura que no le había inspirado nunca el cuerpo de su esposa.
Se apropió de aquella figura y la llevó a su casa con el mayor cuidado, para que no se le desprendiera un codo que andaba medio desquiciado. El loco que la descubrió la llamaba la Mascarela y Urrea al entrar en casa con ella oyó a su mujer gritar asustada y luego explicar:
—¡Válgame Dios, que pensé que traías a la Loreta! Quería el capitán tener aquella figura en la alcoba y como la mujer se oponía diciendo que llevaba el demonio en el cuerpo Urrea la dejó de pie fuera de la casa y apoyada en el quicio de la puerta hasta que llegó un padre dominico a hacerle el exorcismo y quitarle los demonios. El Portamonedas miraba todo aquello divertido, sonriendo, aunque a una prudente distancia porque no quería indisponerse con los dominicos.
Acabado el exorcismo Urrea abrazó al mascarón de proa al que llamaba también Mascarela y lo llevó adentro con el propósito de ponerlo como mascarón de proa en el nuevo barco, cuando se fugara con Loreta.
Por razones inexplicables desde aquel día comenzó a tratar mejor a su mujer. Al menos no le pegaba. Al llegar al tajo cada mañana encontraba a algunos locos peleando y los separaba a patadas.
Dos mujeres sentadas en la arena comentaban: «Es mucho hombre, el capitán Urrea». Y una de ellas añadía:
—Me gustaría ser su legítima esposa para ponerle los cuernos con el Mosca Prieta, que es más cuerito.
Comentaban aquel ir y venir de los que trabajaban y la más vieja decía:
—Se me hace como si estuvieran construyendo una carroza para los carnavales.
Entre los restos de los barcos perdidos aparecían trozos de vela podrida o jarcias rotas y desde luego clavos, que eran muy apreciados aunque estuvieran siempre oxidados y hubiera que rasparlos para poder clavarlos de nuevo.
Se producían discusiones a veces virulentas y feroces y a veces sólo pintorescas. Al Portamonedas le daba igual y no distinguía las unas de las otras. Sólo quería que estuvieran todos trabajando y muchos de ellos se movían de un lado para otro sin objeto, con alguna cosa en la mano para «hacer que hacían».
—Esto es una gavia —decía el Guarapo mostrando una vara telera.
—Eso no es gavia —respondía el Espanta Gallinas con su perfil de halcón— porque la gavia es la vela mayor.
—Esto es una gavia y es donde se posan los pájaros pescadores de pico de cuchara, que por eso se llaman gaviotas. Porque se paran en las gavias.
El Espanta Gallinas perdía pronto la paciencia y no podía desearle que se muriera su coima porque el Guarapo no la tenía.
Así es que se limitó a darle un soplamocos. Un notable revés con la mano. Por ventura no eran frecuentes los incidentes violentos porque tenían miedo al capitán Urrea, quien tenía autoridad para condenar a recibir palos en la espalda a cualquiera de ellos y algunos llevaban las cicatrices y lo curioso era que se envanecían de ello.
Por fin el Guarapo se resignó y le dijo:
—Ojalá te californie el Mechudo.
El otro respondió ya tranquilo limpiándose el dorso de la mano en la camisa:
—Más bien la Llorona, que joto nunca lo fui ni Dios lo quiera.
Apareció el tío abuelo de la Loreta y el Portamonedas dio una gran voz:
—¡Alto el trabajo, que el abuelo nos contará una historia!
—El Portamonedas me conoce —decía el abuelo— y sabe que siempre tengo algún sucedido que contar, porque el que mucho ha vivido mucho ha visto.
—Menos los tuertos que sólo ven la mitad.
Todos se volvieron a mirar indignados al que había hablado. El viejo aprovechando aquella alusión dijo que recordaba el final de un corrido mexicano de tierra adentro que contaba una historia de amor de una mujer desgraciada abandonada por su amante. Se llamaba Ruperta y el corrido acababa más o menos así:
Por su cara una lágrima bajaba
pobrecita Ruperta.
¿Una lágrima sola, no más que una?
Una sola: era tuerta.
Pero nadie reía. Los locos no tienen sentido del humor y el anciano, como lo sabía, no se molestaba. Al contrario le parecía natural ver que algunos se condolían de la pobre Ruperta y la Matraca, que tenía fama de mujer fuerte, estaba a punto de lágrimas y parpadeaba para que cayeran dos, una por cada ojo. Porque ella no era tuerta.
Y el viejo que disfrutaba tanto cuando tenía ocasión de hablar comenzó, como solía:
—Pues se me acuerda un caso que voy a relatar y que es cuestión de mis antepasados y no es invento ni patraña ni, este… Mi mamá era muy chica cuando, este… sus abuelos, sus abuelitos, respetaban mucho el compadrazgo, que eran otros tiempos y orita es diferente. Resultó que llegó el tiempo que se disgustaron los dos por una cosa insignificante, pero nadie hizo caso ¿verdad? La cosa había sido cuestión de linaje, de si venían de grandes como Heinde o de pinches peladitos. Lo que pasa. Se disgustaron y uno pensó que el otro lo ninguneaba.
Y el que decía que venía de gente de altura este no podía convencerle al otro y un día se desapareció sin saber por qué ni para qué y así pasaron los meses como ahora con Heinde y la Loreta y todos se olvidaron de él y era como si se hubiera muerto y algunos dicen que había petatiado en las tierras de Comondú, pero habladas por habladas no hacía nadie caso. Y este… así pasó el tiempo, pero después llegó el día que oían por la noche ruidos en el tejado, que era como si llegara un pájaro enorme, así, este… un ave grandísima como el alcatraz al techo que se llama caballete en la orilla de la mar así como la presente… arriba de la casa pero no le daban importancia. Y otra noche llegó un ave mayor todavía como el albatros. Pasó otro día y así otros, pero sucedió que ya no les cabía la sorpresa en los adentros y… este, se aclamaban a Dios y le encendían velas y le rezaban la novena de las almas, pero no. No valía, este… y seguía el alboroto en el tejado cada noche y entonces una vecina prieta que había venido de muy lejos y conocía el habla de otros países le dijo al ancianito: «Mira, este, no seas tonto. Anda y ponte los calzoncillos al revés». Y el otro, a preguntar: «¿Para qué? ¿Y cómo es eso?». Y la otra que vuelta a la misma: «Que te los pongas al revés y haces una cruz de ocote, quiero decir de pino, y te aprendes la Manífica al revés, allí donde comienza “mi alma manifica al Señor” sólo que al revés y donde la comienza la terminas y por donde termina la comienzas». Y el anciano no quería porque la prieta no le parecía razonable, pero los ruidos en el techo seguían, esto, todas las noches, cada día más fuertes y el día llegó que no podían dormir y entonces el ancianito dijo: «Pues voy a hacer lo que la prieta me señaló». Y se puso a aprender la Manífica al revés y puso el ocote de las tres puntitas finales de la rama y al oír el ruido de la medianoche pues pensó: esta es la hora. Y orita tenemos que el ancianito comenzó a rezar la Manífica al revés y ya los calzoncillos los tenía con la parte de dentro hacia fuera. Y entonces salió a oscuras y detrás los otros de la familia que estaba quedándose esgalichada de no dormir y todavía, este, ni iban a medio rezar cuando oyeron el ruido más fuerte que venía revolcando por la sombra de la mar. Y llegó a la techumbre y rueda, rueda, rueda, por el caballete de enmedio y por los lados y entonces al ver que ya venía el ruido para abajo el ancianito saca el machete y le pone la cruz de saliva y enciende las puntas del ocotito y dice, este… en nombre de Dios vivo que yo te voy a matar.
Y era un pájaro muy grandísimo, ese que vuela más arriba de la luna y es amigo de la Llorona que Dios guarde y dice: No, compadre, no me mates. Y era su mismo compadre por aquel disgusto que habían tenido.
Y así son las cosas de la vida que a veces… este… el que dice que viene de lejos es verdad y también el que dice que viene de arriba y lo digo por el señor Heinde que yo me lo tengo recelado que de muy arribísima viene aunque no tenga calzones que los calzones no los hizo el Señor Dios de las Alturas, ni le mandó al hombre que se los pusiera y se puede ser muy grande sin calzón ninguno y este… tener muchos calzones de seda y bordaduras de oro y perlas y ser un pendejo lépero como el Moquillo, dicho sea con todos los respetos.
Los locos estaban contentos de oír todo aquello y cada cual quería contar algo también. Convidaron al abuelo, pero él había comido ya y entonces el Abismo dijo que él sabía cuando las toninas tenían tetas y cuando no y por qué el dios de la mar que es diferente del dios de la tierra se las daba, que las toninas tienen hijos y hay que darles leche cuando son chamacos. Y todo está ordenado en la mar y en la tierra menos los jornales de la mina del cobre y los de los astilleros que fabricaban naves. Y que él venía de la casa ducal de los Abismos.
—Esto que hacemos —dijo una mujer que llamaban la Barandilla— no es nave sino barquichuelo. Lo sé porque vengo de los barandales de arriba.
—Más que barquichuelo podríamos decir que es buque de cabotaje. Que ni compás necesita.
El sordo Tabique que no entendía nada alzó la voz y dijo:
—¡Viva el general Santa Ana, con una pata rota y otra sana!
—¡Más respeto a las autoridades! —gritó el Portamonedas, en lo alto.
Todos se callaron, acongojados.
El Semillón acariciaba a su perro y lo besaba de vez en cuando detrás de la oreja. Lo llamaba my child porque sabía un poco de gringo.
Había perros en la península porque cuando los primeros misioneros vieron que los pumas les tenían miedo pidieron que les enviaran algunos de la tierra firme y luego se reprodujeron.
Como se puede suponer muchos de esos animales habían sido abandonados y vivían en una libertad salvaje. Algunos locos tenían el suyo y el Semillón estaba orgulloso de su Tacualero —así lo llamaba porque le llevaba a veces algún ave o conejo que había cazado y los comían juntos. Había tenido un altercado con el Mosca Prieta y este, en un momento de furia incontenible, le gritó:
—¡Quiera Dios que tu perro agarre el muermo!
Aquello lo consideraba el Semillón un insulto personal y fue a las autoridades religiosas y luego al capitán y por fin al Portamonedas, quien se encogió de hombros y le recomendó que acudiera a la Delfina que era como recurrir al Tribunal Supremo.
Ella estuvo mirándolo fijamente a los ojos y por fin le dijo:
—Mata tu perro y dáselo a comer al Mosca Prieta sin que lo sepa.
—¿Yo? ¿Matar al perro, yo?
—Si no lo matas se morirá del muermo por el maleficio del Mosca Prieta y te contaminarás tú.
Aquello era grave pero el Semillón no se decidía. Cuidaba a su perro más que nunca y si advertía en él algún síntoma se dirigía a Urrea, quien lo mandaba al diablo. Con todos estos problemas acumulados el Semillón se sentía desorientado y perdido y estuvo a punto de suicidarse un día arrojándose a una sima, pero compadecida la Delfina le dio otro consejo:
—Dale a comer al Mosca Prieta excremento de lagarto y el maleficio quedará roto.
Así lo hizo el Semillón y todo se arregló.
Por los aires del atardecer llegaba el grito de una gaviota extraviada. Todos entendieron muy bien lo que había de locura en aquel grito. De extravío sin remedio, en el umbral de la noche.
El Moquillo se lamentaba de que el anciano lo hubiera tratado sin consideración y se alzaron varias voces recordándole que había dicho que lo llamaba «pendejo» con todos los respetos. El Moquillo se dio por satisfecho y confesó que «el honor tenía extravíos pero que él no podía gritar como las gaviotas». Ni debía hacerlo porque era una persona.
Porque el grito de las gaviotas es un consuelo, las tardes de cielo morado y agua verde. Un consuelo de que no se sabe qué, pero que cada cual percibe desde las arenas de las playas en el fondo de su persona, un «fondo» que todavía no tiene nombre. Pero que está dolido, a veces, y con razón.
Esto último lo decía el Semillón y el Pum, que estaba a su lado, le daba la razón y le pedía tabaco para hacer un cigarrillo con un poco de papel de envolver que había sacado del almacén de la mina.
—¿Pero tú vas a la mina sin más ni más? No está cerca la mina.
—Y más lejos. Yo me ando mis ocho leguas diarias fuera de camino, porque en esta tierra no los hay.
—Eso, según. ¿Es que los barcos andan fuera de camino? Y la mar tampoco tiene caminos. ¿Es que el albatros que se remegía en la techumbre anda fuera de camino? Y el aire no tiene caminos. ¿Es que la luna anda fuera de camino? Sólo anda fuera de caminos el descaminado como la gaviota. Sin saber por qué.
—Yo no grito como la gaviota —repetía el Moquillo—, que persona soy aunque me esté mal decirlo.
En aquel momento llegaba el capitán y el Portamonedas advirtió, resignado:
—Aquí viene el mero, mero, y ahora nos llamará a todos hijos de la chingada.
Hubo un largo silencio. No se oían los pasos del capitán porque caminaba por la arena. Estaba inquieto el capitán porque además de sus problemas con la Loreta y el Mechudo había oído rumores inquietantes.
Había oído que iban a llegar no sabía cuándo, pero pronto, los dueños de las minas de cobre de Santa Rosalía. Y aquello lo ponía impaciente suponiendo que iban a exigirle responsabilidades de algo, no sabían de qué. Sabía que el barón de Rothschild iba en su propio barco por el mar Bermejo. Y la Quemazona, con el lado derecho de la cara color morado, dijo alzando la voz:
—La pura verdad es que todos los bajenses tienen su culpa.
Quería decir los de la Baja. De la Baja California.
Se presentó Urrea y sin decir nada se puso a reconocer la obra. Cosa rara, no insultó a nadie. Aunque torpemente, la obra se hacía. Quedaban rendijas entre las tablas, pero todo sería cuestión de cubrirlas con otras tablas bien calafateadas después. El caso era que la embarcación resistiera algunos días hasta llegar a Santa María de los Ángeles con la divina Loreta que orinaba los néctares de la pitahaya.
Y tal vez con la vieja Delfina y las perlas. La dote, como ella dijo.
Si es verdad que por la manera de acercarse a un loco y de tratarlo se puede definir mejor que por ningún otro medio el carácter de una persona, el del capitán era más bien el de un negrero. Veía en ellos seres sin voluntad de los cuales se podía disponer. Era una actitud equivocada, porque los locos tienen reacciones imprevisibles. Y son más fuertes, ya que en las naturalezas de mente ociosa es en las que la vida echa raíces más poderosas. Los locos son los neutros de la conciencia y las cosas que ellos consideran positivas y necesarias son peligrosas para el que se les acerca.
Si el capitán no hubiera estado enamorado se habría dado cuenta de eso, pero el amor era en él una especie de locura también.
Y se acercaba a los otros locos con todos los derechos, los de la salud mental y los de la enfermedad. Los locos se daban cuenta y quedaban paralizados y sin saber cómo reaccionar. Porque esperaban del capitán no locura, sino buen orden práctico para llevar a cabo sus planes.
Y lo veían divagatorio e indeciso.
Cada día más indeciso y más divagatorio como si se le acercara alguna fecha sobre la cual le hubieran hecho augurios funestos.
Los locos nos llevan ventajas notables. Tienen el segundo, el tercero y el cuarto poder. Nosotros sólo tenemos el primero.
Nuestro primer poder consiste en la seguridad de que lo que sucede debe suceder y no tiene otra manera de suceder. La realidad es lo que vemos, tocamos y creemos.
Y es todo lo que tenemos. No es seguro que estemos en lo cierto, sin embargo.
Los árabes respetan en el loco a un ser mucho más poderoso y capaz.
Tienen los locos el segundo poder: El de ver lo que «no es aparente».
Y el tercer poder: El de hacer lo que no es aparente pero es más cierto y veraz que lo que los demás aceptan como necesario y seguro.
Y el cuarto poder: El de considerar inferiores a todos los que se consideran a sí mismos razonables y pasan por tales en la sociedad.
No es extraño pues, que un loco —no cualquiera, sino ciertos locos y entre ellos la mayor parte de los que hoy llaman paranoides— sean más felices que nosotros. Y más poderosos. Por eso los encerramos.
La locura del amor del capitán por Loreta hacía a nuestro buen Urrea casi feliz. Y les agradecía a los locos de tal forma su colaboración que no se daba cuenta de la esterilidad de sus trabajos.