Al día siguiente el capitán Urrea marchó a las escolleras de Malarrimo con veinte de los locos entre los cuales había uno que entendía de construir embarcaciones:
—Lo primero que hace falta —decía— es el fuste y el maderamen para la obra muerta.
Y como es de suponer, herramientas. Sin herramienta no puede hacer nada el hombre.
Iban buscando planchas de madera, lo más sólidas posible y amontonándolas a un lado en un lugar que parecía prestarse para apuntalar la quilla cuando esta comenzara a tomar forma. A las preguntas de los locos decía Urrea que quería una embarcación para pescar en alta mar.
—Todos los pescadores —le contestaba uno a quien llamaban el Abismo porque solía decir de los indios demasiado morenos que eran «negros como el abismo» y presumir de tener la piel blanca— en esta tierra de la California pescan con redes y hacen bien. Lo mismo pescaban los apóstoles del Señor, porque no querían hacerles mal a los pobres peces con los anzuelos. ¿Verdad, usted? Porque sofocarlos fuera del agua es otra cosa, eso es obra de Dios nuestro Señor.
Urrea decía a todo que sí y seguía dando órdenes. Entre los locos había algunos del género amoroso, es decir delincuentes sexuales. Otros paranoicos con manías de grandeza vulgares, incluso alguno genialoide en materia seudocientífica o filosófica.
Entre los del sexo el que llamaban el Tuerca fue declarado loco por el amante de su mujer. El incidente fue muy curioso. La esposa en una discusión airada le dijo a su marido: «¡Cállate, cornudo!». Él preguntó, extrañado: «¿Quién te ha dicho que yo soy cornudo?». Ella respondió que no necesitaba que se lo dijera nadie. Y el Tuerca salió de casa dando voces: «Eso yo no lo permito y el que te lo ha dicho va a pagarlo».
Andaba haciendo listas de posibles calumniadores y buscándolos, según decía, para darles su merecido cuando intervino la policía en Guaymás porque había dado ya dos o tres escándalos. Todavía andaba por La Paz contando aquello y repitiendo que trataba sólo de defender el honor de su mujer.
Otro a quien llamaban el Telele era todo lo contrario. Dio una puñalada a su mujer y luego le explicaba a ella que lo había hecho por su amor. Tales cosas le decía que ella llegó a sentirse orgullosa de aquella puñalada no grave por fortuna, pero lo declararon loco porque daba alaridos las noches de viento y lo encerraron. Luego lo mandaron con los otros a la Baja California.
Había varios enamorados. El llamado Zacate se estaba toda la noche acodado en la almohada mirando cómo dormía su mujer y pensando «qué era lo que soñaba» en aquel momento y en qué país y con quién se encontraba y qué hacía. Ella llegó a tener miedo y él a fuerza de no dormir perdió el seso.
Al finalizar el primer día de trabajo en las escolleras llamadas Malarrimo los locos hicieron una fogata, con parte de las planchas de madera recogidas, para calentar la sopa de mariscos y Urrea se daba a los diablos viendo que destruían su propia labor. El que había hecho la fogata se explicaba a su manera:
—Cuando estábamos en el presidio, aunque la puerta estaba abierta, nadie se huía porque hay que decirlo todo: allí nos daban de comer.
—Yo no era como tú —se apresuraba a explicar otro— porque yo me marché de allí mucho antes que los demás se decidieran a hacerlo.
Comían con una cuchara que llevaban siempre en el bolsillo, o en el cinto. El que no la tenía se la pedía prestada al vecino y después de usarla tres veces se la devolvía limpiándola antes contra la manga.
Buscaba el capitán la manera de hacerse oír, pero todos hablaban al mismo tiempo, es decir querían hablar pero sin acabar la frase porque no se lo permitía el vecino.
Y todos comenzaban con un yo:
—Yo digo que aquí donde…
—Yo siempre fui…
—Yo no permito que…
—Yo diría que aquel día…
—Yo…
—Yo no quiero que pienses…
Para lograr hacerse oír Urrea disparó un tiro al aire y entonces todos se callaron, asustados. Alguien alzó la voz, adulón:
—Lástima que no se encuentre entre nosotros la señorita Loreta.
—¡Cállate! —ordenó el capitán, furioso.
El que sabía de navíos alzó la voz, autoritario:
—Hacen mal quemando la madera de la obra muerta. Yo buscaré mañana la aguja de marear que es lo más importante porque sin ella, que siempre apunta al norte, no se sabe dónde está el sur.
Pero Urrea no necesitaría compás, porque viajaría costeando y a la vista de la tierra. Tampoco necesitaba astrolabio para medir la altura. Sólo necesitaba un barco que flotara y una vela.
—Dos —respondió el loco naviero—. Dos. La vela mayor y el foque de proa, con permiso. Lo de flotar también es importante, no digo que no.
—El mascarón —dijo uno que había sido muy beato— debe ser San Pedro Apóstol.
—No —replicó otro que fue seminarista—. Nada de San Pedro, que yo me salí de la iglesia porque a su fundador que era San Pedro le dijo Jesús en el evangelio de San Lucas: «Satanás, hijo de Satanás, vete al carajo». Ni más ni menos.
Veía el capitán que era difícil hacerse entender. Varios locos respondían, indignados, diciendo que Jesús no hablaba de aquella manera porque no era un lépero. Sólo los léperos decían «carajo».
—Y mierda —añadió otro.
Trató el capitán de enterarse por las buenas —así se decía a sí mismo— de quién era el loco más respetado entre todos y supo que se trataba de uno que recibía a veces un cartucho de tostones de plata que le mandaba la familia desde la tierra firme. Hasta entre los locos tenía prestigio el dinero. Y el más viejo de todos, que era un desastrado mendigo lleno de enfermedades a quien llamaban el Moquillo, dijo sentencioso:
—Cuando yo era chico pensaba que el dinero en tostones de plata era lo único que valía en la vida. Ahora que soy viejo, pienso que además de los tostones también vale el billetaje, aunque lleve el retrato de Iturbide y lo hayan tronado.
—Eso fue antes de entrar yo en el servicio militar.
Creía que el manicomio había sido el cuartel.
Alguien alzaba la voz y gritaba:
—¡Ay Llorona, todas las perlas te las doy de dote, pero tú quieres un vestido de china poblana lleno de encajes por la parte del culo!
—¡Cállense sus mercedes, que no dejan comer!
Otro advertía al capitán:
—Yo llevaré el libro de bitácora, que también entiendo de navegar y no soy lo que ustedes se figuran. Que el padre Arnau me enseñó a leer y me dijo un día que estaba yo leyendo la gaceta de Guadalajara: «Anda y trae aquellos cestos de cascajo de ostras para mandarlos a las salinas». Y yo le respondí: «A mí no me mande su mercé hacer cosas de pelao, que soy leído y soy de los de cantar maitines y vísperas. De los que llaman gramáticos, gente encumbrada por las letras».
Todos le daban la razón. Al verse tan celebrado añadía:
—Yo no soy como Santa Ana, el general que tiene una pata de carrizo.
El capitán desesperaba de hacerse entender. Todos estaban orgullosos de haber amontonado algunas tablas a un lado de la pequeña caleta fuera de la escollera y querían hablar al mismo tiempo y darse aires.
Gritando con todas sus fuerzas preguntó Urrea:
—¿Quién entre ustedes recibe tostones de tierra firme?
Hubo un silencio largo y por fin se oyó una voz:
—Ese no ha venido, que yo lo vi bebiendo en la cantina de Santo Tomás. Buen vino tinto con almejitas.
Pensó el capitán que debía hacer de aquel loco a quien llamaban el Portamonedas su capataz y que sólo así trabajarían los otros. Y consideró acabada la jornada aquel día.
Los locos se quedaron a dormir en la carpa y uno cantaba:
al botellón
azotó el Portamonedas…
Se preguntaba el capitán si aquel Portamonedas estaría o no borracho siempre, en cuyo caso no sería de utilidad. O tal vez los locos cuando se emborrachan se ponen razonables, al revés que la gente normal.
Y fue a retirarse a un jacal abandonado y vacío que había a un cuarto de milla, donde le esperaba su mujer. Porque él estaba enamorado de Loreta, pero no podía prescindir de los servicios de su hembra de aparejo —así decía él— porque los que no están casados están aparejados. De ahí el llamar «parejas» al hombre y la mujer se encamen o no, que eso cuestión es privada en la que no debe investigar nadie, como decía el Abismo.
En esas cosas pensaba cuando se durmió.
Entretanto en la cueva que daba al mar Bermejo por la parte opuesta de la isla de San José seguía Heinde con Loreta. Habían habilitado aquel lugar con bastante comodidad. Y Heinde decía a Loreta que escuchaba con el mismo aire indiferente de siempre:
—Yo soy el Delfín y estoy amenazado de muerte hace muchos años. Sólo lo sabe tu madre y ahora tú. El delfín de los cielos del sur.
Ella callaba. Muy enamorado debía estar Heinde para hablar como estaba hablando. Se lo jugaba todo a una carta, pero como decía él, no puede el hombre vivir eternamente con un disfraz y después de haber hablado se sentía mejor.
—Tres nombres tengo y tú sólo conoces uno —le dijo rodeando amorosamente con el brazo la cintura desnuda.
—Heinde —dijo ella, sonriendo.
—El nombre en alemán es Heindel, pero todos me llaman aquí Jeinde. Es un nombre falso.
—El nombre no importa —y ella lo besaba en los ojos y en las sienes.
Llevaban ya más de dos semanas escondidos y juntos. Y cada día al amanecer Heinde salía y miraba el horizonte del mar Bermejo con un catalejo que había en la cueva. También había algunos enseres de cocina, una cama grande y mullida, incluso un Cristo en la roca, sobre la cama y algunos libros.
—Tú no estás loco, ¿verdad? —preguntaba ella.
La pregunta le hacía gracia a Heinde, quien sin la chaqueta estaba completamente desnudo, como los indios pericoes y casi todos los cochimíes que no trabajaban en las misiones de los dominicos. Heinde respondía:
—Sólo estoy loco cuando te tengo a ti en los brazos, ma belle.
Porque a veces en los transportes de amor Heinde hablaba francés y a ella le gustaba aunque no lo entendía. Heinde tenía ratos de ocio y anotaba cosas en un libro de hojas blancas, raídas y sucias. En la última página que había escrito decía:
«Quiero apuntar algo sobre el chupamirtos, que es el pajarillo más hermoso que he visto en mi vida. Parece una joya de oro y seda y rubíes. También lo llaman en la tierra de adentro chuparrosa y en Francia y España colibrí. Es tan pequeño que se puede confundir con una abeja un poco grande. Sus colores verde esmeralda y oro y nácar son muy delicados, como digo. Y nunca se posan en el suelo como si despreciaran la tierra. Y aún no he visto a ninguno posarse en una rama, que parece que viven sólo en el aire. Pueden estarse quietos en el aire y hasta volar de espaldas por el juego especial de sus alitas, que es diferente de todas las demás aves. Presumo que de noche se retiran también a sus nidos porque no son aves nocturnas. Y en sus nidos ponen sus huevitos y crían sus hijuelos. Se alimentan del néctar de las rosas y otras flores —no de las pitahayas por miedo a los pinchos—, teniendo sus pies en el aire y manteniéndose fijos con el rápido remolino de sus alas, y si dentro del cáliz de una flor encuentran una avispa se enfadan y producen una voz que se oye muy bien y que no es canto, sino una especie de tré-tré.
»He visto uno de sus nidos, que es como una bolsita pequeña de la anchura de media cáscara de huevo de gallina y un poco más profunda. Y lo construyen con tanta habilidad que es maravilla verlos trabajar. Tienen dos formas de arquitectura, una comenzando por arriba un solo lado y al llegar abajo van cerrándolo con círculos e hilos vegetales muy finos subiendo poco a poco y dejando arriba una boca de entrada no más ancha que el dedo de una persona. Otros comienzan desde arriba todo alrededor con círculos que van creciendo y luego menguando hasta que está acabado. Y resisten el viento y la lluvia y esta la evitan porque la entrada no es nunca por arriba, sino a un lado, como el cuello de un pequeñísimo alambre».
Como digo a Loreta le gustaba oír a Heinde hablar francés. Le parecía más dulce y más íntimo y adecuado para el amor que el idioma que hablaban los bajenses —californios— que ella trataba.
Entre las cosas que había en aquella cueva no faltaban algunas ropas de abrigo y dos pares de pantalones que Heinde no usaba nunca, pero conservaba para alguna ocasión excepcional. El andar desnudo, aunque con una chaqueta y sin calzones, era parte de su disfraz. Por un lado lo hacía parecer loco y por otro contribuía a la tarea tan importante para él, de sugestionar a la gente.
No era español, aunque había vivido en España y en la Nueva Orleans española, ni alemán, aunque estuvo dos veces en Alemania y una larga temporada en Suiza. Y si en París conoció a un poeta maldito, en Suiza tuvo amistad estrecha con un profesor que había de ser conocido solamente después de su muerte y a quien consideraba Heinde el hombre más inteligente del mundo: Amiel.
Los dos coincidían en la hipnosis colectiva por vía visual, auditiva, intelectual, etc. Toda Francia había estado hipnotizada durante dos generaciones por un objeto extraño y de líneas desairadas aunque esbeltas: la guillotina.
Su última visita a París había sido recientemente, con el nombre y la documentación de John James Audubon. Ya viejo, Heinde. Ya viejo, pero no de mente y ni siquiera de cuerpo. Además había decidido vivir gozando de lo único que la vida nos ofrece realmente: el amor. Físico, moral, metafísico. El amor. Y viejo y todo su organismo respondía. A veces había tenido miedo en Francia, pero un médico amigo le dijo que «si no forzaba su organismo» el amor físico no sólo no era peligroso, sino que lo mantendría joven y saludable.
Parece increíble que Heinde hubiera ido a parar a la Baja California, pero parecerá un poco más verosímil si declaramos que siendo niño fue decapitado en París —en la famosa guillotina— otro infante en su lugar y con su nombre. Y que desde entonces la historia viva y más tarde las crónicas póstumas habían de llamar a Heinde «el delfín perdido».
Pero nada de esto habría sido comprensible para Loreta.
Y ni el poeta maldito, ni Amiel, ni los doctores a quienes consultó sabían de él sino que era «un francés de Nueva Orleans» llamado Audubon. Los que más sabían añadían un detalle: «Audubon —decían— había vivido también en la isla de Santo Domingo, en Haití, donde aprendió magia negra y acabó de aprender también el idioma español».
El voodú de los negros haitianos le había parecido a Heinde un buen ejemplo de fascinación visual por la presencia de monstruos o de cosas inexplicables. En la península también los indios se dejaban fascinar, pero estaban más adelantados y además de lo visual y auditivo tenían lo intelectual. El Mechudo y la Llorona eran elementos de incongruencia alucinatoria. Luego venían las campanas de las misiones, los «muertos falsos» de cera y mortaja metidos en ataúdes con tapa de cristal, y entre la gente civilizada e inteligente, como por ejemplo el capitán, bastaba algún detalle de una violenta incongruencia como la chaqueta de Heinde sobre un cuerpo del todo desnudo y la digestión incompleta de Loreta sacándose el pez del estómago.
Además tenían las cabezas de las serpientes cortadas y sin embargo vivas, en cajas de carey o de cobre. Que mordían mortalmente a pesar de todo.
En la vida lo primero que hay que hacer es defenderse, ya se trate de reyes o de esclavos indios o negros de Haití. Estos con el voodú, adorando serpientes vivas y comiendo a veces carne humana llegaban a los mayores extremos efectistas porque además producían contrastes de una tremenda violencia mezclando el satanismo con ritos cristianos e imágenes de paz y amor.
Nada de aquello hacía falta en la Baja California para producir las formas de seducción que necesitaban por un lado los jesuitas que explotaban los placeres de perlas y creían hacer con ellas un fondo de ayuda a las masas pobres e ignorantes en forma de caridad y de educación. Al menos era lo que decían los jesuitas mismos.
A veces por la noche y a solas, cuando Heinde recordaba aquellas cosas, sufría una sensación de alejamiento y de olvido que le impedía dormir y que le hizo pensar en el suicidio. Fue antes de enamorarse de Loreta. Entonces se iba a la caverna de la isla de San José, él solo, sin que nadie lo viera —siempre de noche— y recordaba que había nacido en un palacio y que en su cuna había flordelises de oro.
Pero eso agravaba su situación, porque dudaba de aquellas flordelises y las creía prueba y evidencia de la manía de grandezas por culpa de la cual lo habían declarado loco. La verdad es que nadie lo había declarado loco y que lo simuló él mismo aconsejado por Iturbide y por el dueño misterioso de las minas de cobre, que no había estado nunca en California. De momento tenía Heinde un solo enemigo, Urrea, quien reprimía sus impulsos vengativos creyendo que Loreta estaba con el Mechudo y Heinde con la Llorona y que el Mechudo no tenía reacciones de amante natural.
Heinde no había creído aquellas cosas en ningún momento y aparentó creerlas como parte de su sistema de hipocresía defensiva. La Delfina, que no tenía nada de tonta, solía decirle:
—Tú naciste en sábanas de lino y sabes mi edad sin que yo te la diga. Tú no crees lo que digo ni yo creo lo que tú estás simulando para salvar tu vida y la de otros.
Fue entonces cuando Heinde la quiso despistar con su deseo de ser crucificado y le enseñó el clavo de oro. Este, más que la crucifixión, dejó a la Delfina alucinada. El oro no era simulado. Pero entonces se decía Heinde, escéptico y fatigado: «Mi amigo Amiel, el de Suiza, tenía razón cuando decía que la realidad no existe y que la fantasmagoría del alma lo mecía como a un yogui en su cuna de mimbre y todas las cosas y antes que ninguna otra su propia vida real se convertían en humo, en sombra, en vapor y en ilusión. Estoy tan poco ligado a las cosas que lo que sucede pasa sobre mí sin dejar huella como la sombra de un ave sobre el valle. Sólo el deseo amoroso es verdad. El pensamiento es una especie de opio que puede intoxicarnos y anestesiarnos sin dejar de estar del todo despiertos. Puede hacer transparentes las montañas para mí y todas las cosas que existen, incluso las personas. Incluso Loreta. Sólo por el amor quedamos ligados a la realidad del vivir y uno recobra su propio ser por el amor y se convierte en voluntad, energía e individualidad concreta. El amor puede hacer de mí un ser poderoso y verdadero. Sin él, por mí mismo y para mí mismo, prefiero no ser nadie y no ser nada. Pero ahora, Loreta es todo y por ella soy yo todo, también».
Durante dos semanas había sido Heinde feliz, y ahora comenzaba a dudar de aquella felicidad que se mostraba detrás de la puerta fluida de aire dorado en la boca de la caverna y esperaba allí algo nuevo y distinto para Loreta como las euménides para Orestes.
… no hay que creer ya en nuestra estrella,
no hay en los ojos de la doncella
sino una eternidad de angustias y ansiedades.
«Porque —pensaba Heinde— sólo el dolor es eterno y toda mi vida ha consistido en huir de él y de la muerte que nos amenaza detrás. Adoramos a las vírgenes y mi Loreta es una devoción sin nombre y sólo a través de esos sentimientos podemos entender el milagro que va a hacerse realidad —el único en la vida— viendo temblar los labios que besamos. Y si uno ha sabido envejecer entre la locura y la muerte esa delicia no tendrá nunca nombre y no la habrá merecido nunca ningún mortal. Sólo yo». Porque Heinde había sabido envejecer entre los locos, entre los prudentes, entre las vírgenes. Loreta era —pensaba— el único amor de su vida y había comenzado con la fascinación del delfín. Y para él esa palabra —delfín— tenía poderes mágicos.
Ella le ofreció unos hongos que los indios llamaban «peyote».
—Con esto se ve el otro lado.
—¿Qué otro lado?
—El otro lado de la vida.
—¿La muerte?
—No, tonto. El otro lado de la vida no es la muerte. Hizo gracia a Heinde que aquella niña lo llamara tonto. San Pablo dice: «La mujer es la gloria del hombre y el hombre la gloria de Dios». Pero sin tener antes la gloria de la mujer el hombre es incompleto y defectuoso y no puede ser la gloria de nadie.
Era la primera vez que sentía la autoridad divina en una niña que le había dado su virginidad y lo llamaba tonto. Se sentaron juntos frente a la entrada de la caverna. Ella dijo:
—Nadie conoce esta cueva. Sólo tú y yo.
Él se decía: «Hay otro que la conoce y ha de llegar un día. No puede tardar. Un hombre famoso en el mundo y dueño de las minas de cobre de Santa Rosalía». Aquel hombre había dirigido su vida. Un día viéndolo acobardado le dijo: «No hay que tener una idea baja de sí mismo porque entonces puedes llegar a merecer no ser nadie en el mundo». Eso le dijo.
Aquel hombre, a quien todos envidiaban y algunos odiaban, era un aristócrata millonario. Un barón billonario. Estuvo siempre detrás de la cortina de los grandes acontecimientos europeos y acabó, sin otras armas que su ingenio y sus palabras bien cronometradas, con Napoleón. Él había salvado a Heinde de la guillotina y lo llevó más tarde a aquella península, después de declararlo loco en México, de acuerdo con Iturbide.
El olvido total salvó a Heinde por muchos años.
Pero el peyote comenzaba a hacer sus efectos y la niña lo observaba con una curiosidad llena de amenidades de gesto, de luces en las pupilas, y de cortas risitas amorosas, es decir llenas de ternura. Que las vírgenes pueden ser sabias y sentir ternura y amor por un hombre viejo. Es su ventaja sobre nosotros, los hombres.
Pueden sentir ternura y amor y verdadera adoración si sabemos amarlas, claro.
Porque la mujer es toda ella amor y en él se cumple ella y se realiza y en él nos da plenitud y cumplimiento y realidad a nosotros.
Ella también había tomado peyote, pero para ella no era novedad alguna. Era lo que llamamos ahora un alucinógeno.
Heinde al percibir los primeros efectos se acostó. Sintió a su lado a Loreta. Su pecho izquierdo contra su costado derecho, desnudo también, era dulcísimo. Heinde dijo:
—Creo que veo lo que va a suceder mañana o pasado mañana. Pronto. Creo que va a venir el dueño de las minas de cobre.
—¿Cómo se llama?
—Rothschild.
—¿Cómo es?
—Grande, alto, de perfil grave y pensativo, hombre de mucho saber y poco hablar. A él se lo debo todo.
—¿Qué es todo?
Abrió los ojos Heinde y dijo en voz baja, pero con una intensidad rara:
—Tú.
Ella no sabía o no quería apreciar aquella manera de estimación. Y tenía más curiosidades:
—Ese hombre no es bueno. Los indios se mueren en El Boleo.
—Él no lo sabe.
—Lo sabe bien la señora Marrana.
Soltó a reír Heinde y un poco extrañado, pero no molesto en absoluto, comenzó a ver cosas raras:
—Vienen todas las aves que he conocido a visitarme aquí, a la cueva.
—¿Qué aves?
—Todas. Aves californias: tórtolas, codornices, faisanes, perdices, gansos, patos —que son diferentes— gallinetas, ánades y palomas torcaces. A los faisanes, que son muy hermosos, los llaman aquí chureas, y hay dos especies de patos y ahora los veo venir juntos, a los ordinarios y a esos otros que llaman patos buzos. Los ordinarios son más pequeños que en otras partes, como suele pasar en las tierras calientes con todos los animales. Ahora vienen también las aves de rapiña, todas a vernos: gavilanes, buitres, halcones, quebrantahuesos, cuervos, zopilotes y auras con la cabeza peladita. Un águila blanca, cosa rara. ¿Cómo viene tantos? ¿Es que han llegado más ballenas u orzas a suicidarse a la playa? Ahora vienen mochuelos, tecolotes, cucos, cuquillos y murciélagos. Y también calandrias, ruiseñores, gorriones, jilguerillos, zenzontles, cardenales coloraditos y vivos y aquel que tiene un copete en la cabeza es un macho presumido. Todos juntos saliendo del cuaderno donde los tengo apuntados.
Se quedó callado y añadió como el que descubre algo inesperado, con los ojos abiertos:
—Pero esta cueva es ahora una catedral.
No sabía Loreta lo que era una catedral y Heinde se lo explicó lo mejor que pudo.
—¿Es ahí —preguntó ella— donde vive ese señor Rochil?
—No. Allí vive sólo Dios nuestro señor.
—Como aquí.
—Pues…
—Mi madre dice que Dios está en todas partes.
—Sí, está aquí, en esta catedral con columnas labradas, en la luz de los lucernarios y en el rumor de las gentes allá abajo.
—No son gentes, son las olas.
—En la voz de los ángeles.
—No son ángeles, son gaviotas.
—En el fuego de las alturas.
—No es el fuego, sino las nubes de colores.
—En tus besos.
—Esos sí que son verdad. Pero tú, ¿cómo viniste a dar aquí, a esta tierra donde se acaba el mundo y las ballenas vienen para morir sin estar enfermas y sin ser viejas? Tardaba en responder Heinde y por fin dijo con voz monótona de alguien que está medio dormido:
—Estaba en París y habían matado a mi padre en la guillotina. Yo era muy pequeño y me sacaron de allí y en un barco me llevaron a Haití donde mandan los negros. Después a New Orleans donde mandaban los franceses y yo me llamaba entonces de otra manera y estudiaba a los pájaros.
—¿Por qué? ¿Qué importan los pájaros?
—Vuelan como volaba yo de un continente a otro y eran desgraciados como yo. Y siguen siéndolo. Si subes a las montañas de las Tres Vírgenes verás que hay pájaros que se aman en la primavera y trabajan y hacen sus nidos cantando, pero luego vienen aves rapaces de pico ganchudo y se comen a los hijos del amor de esos pájaros y llega el invierno y el frío y las hojas de esos árboles se caen y hace frío y a veces cae la nieve.
—Mi madre la ha visto cuatro veces la nieve.
—Fuera de este país, en todo el mundo, el invierno es frío y los nidos del amor de los pájaros quedan sin protección porque las hojas de los árboles se secan y se las lleva el viento, y llueve y los nidos se mojan y de ellos cae agua fría y los pájaros que fueron ayer felices son desgraciados y a veces mueren de hambre y de frío y ven desde lejos aquel nidito que un día fue caliente y del cual caen gotas y el viento se las lleva a ninguna parte. Son pájaros y sufren más que los hombres, porque no comprenden. No pueden comprender su tragedia así como nosotros comprendemos la nuestra.
—¿Qué es la tragedia?
Loreta no lo sabía aún y Heinde se dijo una vez más si no sería bueno quedarse en aquellos lugares donde las ballenas gozaban de su muerte y los hombres de su vida.
—Aquí todo el mundo es feliz —dijo.
—Eso, no tanto. Que en las minas del Boleo hay hombres que lloran como los pájaros en el invierno. ¿Es eso la tragedia?
—Sí, y otras cosas.
—¿Cuáles?
—Cuando el tiempo del amor se acaba el nido de la primavera lo ven los pájaros mojado sobre un cielo de nubes grises. Y todo está frío en el mundo.
Cerraba los ojos y viéndole así ella lo miraba en silencio y luego iba y venía sin hacer ruido porque suponía que estaba durmiendo. Entretanto él pensaba: «Desde que en París quisieron cortarme la cabeza yo he tenido siempre miedo del dolor. De no importa qué dolor». Los curas dicen que es una merced de Dios, pero también ellos huyen del sufrimiento y es natural. Y cuando me siento vulnerable por todas partes tengo miedo —sobre todo ahora, que soy feliz— y querría quedarme quieto y callado como un niño tímido que han dejado solo en el laboratorio de su sabio padre y no se atreve a tocar nada por miedo a suscitar alguna explosión o catástrofe. Así, ahora. Lo primero que supe en la vida era que querían cortarme la cabeza con una cuchilla en una plaza pública. Era aquella una locura mucho mayor que todas las que he visto en el manicomio y luego entre los locos liberados. Desde entonces dudo de la perfección de la justicia de Dios. Me considero más sabio que la Providencia porque para evitar el fatalismo creo en el accidente imprevisto y propicio, como este de Loreta. Soy libre y feliz, pero debo estar sometido a una disciplina de dolor que ignoro. ¡Vaya una cadena de horrores!
Los franceses se habían hecho una serie de coordenadas filosóficas con la Enciclopedia y para llegar a alguna forma de acción que encarnara aquellas coordenadas sólo les faltaba un objeto. Un objeto hipnótico y lo inventó un pobre diablo que se llamaba monsieur Guillotin, monsieur Joseph Ignace Guillotin, doctor en medicina que inventó una manera de curar todas las enfermedades: la cuchilla bien afilada. En el fondo era sólo la antiquísima eficacia del mito. Es todo lo que hacen las masas en todos los tiempos y en todos los países: buscar mitos nuevos que sustituyan los antiguos porque todo cansa y fatiga. Lo malo es que casi todos los mitos son feos y habría que inventar otros hermosos. Pero la hermosura misma no es perfecta si no es veraz. Del todo y absolutamente veraz. La poesía debe ser algebraica y exacta, como la pureza de Loreta hija de su madre y de un delfín —a Heinde le gustaba a veces pensar que aquello era posible— y recordaba los dibujos que los frailes españoles y alemanes habían hecho de algunos hijos —femeninos— de indio pericoe y tonina. ¿Por qué no podía suceder lo mismo entre un delfín macho y una mujer? Pero sin duda nadie lo había intentado.
La niña que tenía en aquella caverna era poeticamente perfecta y algebraicamente exacta, como el área de la esfera. Eso pensaba Heinde y también que el placer que le daba —que se daban recíprocamente— duraba más y era más intenso que el que conoció en experiencias anteriores.
Y él caminando por aquellos territorios sin calzones, después de escapar de la gillotina en París, dejando en algún rincón una corona de oro, era también una fórmula algebraica fascinadora para cualquiera, menos para Loreta que no sabía lo que era la guillotina, la corona de oro ni las coordenadas de la Enciclopedia. Que no sabía siquiera lo que era la desgracia —tal vez tampoco la felicidad, como abstracción.
La belleza —la poesía, por ejemplo, pensaba Heinde otra vez— era una locura exacta y por lo tanto hipnótica y convincente y mítica y gregarizante como la fórmula curativa del doctor Guillotin.
Más importante que el amor, porque el amor dura poco y la muerte dura toda una eternidad.
Y tiene sus logaritmos y su belleza, la muerte.
Él los conocía y veía a cada paso, aunque vacilaba antes de tratar de formularlos. No es necesario vivir, pero cada cual está obligado a mantenerse vivo para sostener la vida del universo entero. Que tampoco es necesario que viva, pero que está y debe permanecer para que la orquesta universal suene.
No son necesarios los oídos, para escucharla. Más bien sobran.
«El Mechudo —pensaba Heinde— es sólo un fantasma. La Llorona es sólo un fantasma, también. Pero los dos han polarizado la imaginación de muchos millares de personas, incluido el capitán, que cree que yo estoy ahora con la Llorona y Loreta con el Mechudo. Loreta es a un tiempo fantasma y realidad. El fantasma vive dentro de mí una vida más intensa que la de ella misma. Ella es la ecuación exacta de mi vida y mi muerte como la aguja de oro que sube a veces entre las nubes del horizonte, desde el mar hasta un infinito indiscernible.
»Y yo soy solo —seguía diciéndose Heinde— en esta tierra un hombre que ve a la humanidad bailando sin música. Ella baila, yo me tapo los oídos, no oigo la orquesta y trato de reírme de los hombres y las mujeres, pero no lo consigo porque puede más dentro de mí la sensación de extrañeza y terror. Vivir sin Dios —sin verdad ni belleza— es, o debe ser, como bailar sin música. Y cuando la gente baila sin música Dios la castiga. Su castigo como dice el siniestro Ahasverus:
… no es la venganza de la divinidad
sino la de la humanidad, en Su nombre».
Un Su con mayúscula, claro. Que eso de darle una mayúscula a Dios —en adjetivo o sustantivo— es un intento tímido y un poco bobo de seguir por el camino de la alucinación que todo el mundo ha emprendido desde el primer día de la humanidad. Lejano, pero exacto también, e inexpresado.
Tal vez comenzó la humanidad bailando sin música. Era lo que hacían aún los locos dispersos por aquellas latitudes.