Heinde y Loreta desaparecieron al mismo tiempo y nadie sabía dónde estaban. Unos decían que se los había llevado el diablo y otros, Dios.
La verdad era que no aparecían por parte alguna.
Acudían a preguntar a la vieja Delfina y ella contestaba tranquila y sin cuidado: «El año tiene días para marcharse y días para volver».
El que andaba más desconcertado era Urrea, y viendo que no sacaba información de los indios, de los locos amigos de Heinde, ni de la vieja Delfina, acudió al tío abuelo, quien como siempre se puso a hablar sólo por sacar, como él decía, sus adentros de «persona entre las toninas de la mar y los alcatraces de los cielos». Al oírle esas palabras cada cual las entendía a su manera y un loco de origen ecuatoreño decía: «En el cielo no hay alcatraces» porque en el Ecuador un alcatraz es un concejal. Urrea pensaba en la preñez de la Delfina —de la que nació Loreta— y en la Llorona, de la que nació una criatura que se malogró barranquera abajo.
El viejo seguía:
—Es que yo tengo un sobrino tacualero, es decir de los que cazan zarigüeyes, que salió güero de pelaje porque venía de casta de gigantes, que los hubo en esta tierra y no faltan huesos pa probárselo a su mercé. Y hay un rey sin calzones que lo llaman el Tonino de la Uruapán porque nació en la tierra de los parises donde vive una raza de indios que no emplean calzones. Y todos los días llamaba a mi sobrino pa que le llevara el almuerzo, y un día no llegó porque se tardiaba en los senderos y cuando llegó ya era noche abierta porque había luna y el Tonino sin calzones le preguntó que dónde estaba el almuerzo porque no había comido en todo el día y el sobrino mío le dijo: «Musiú, se lo tuve que dar a siete millones de hormiguitas que estaban muriéndose de hambre». «¿Y el vino? ¿Dónde está el vino?». El sobrino vuelve a decir: «Se lo di a cuatro serpientes que estaban muertas de sed». «¿Y el burro que traía los abastos?». «Pues fui y se lo di a cinco tigrecitos jóvenes que estaban hambrientos». Y el rey… este que lo quería alcorzar por la cabeza y la reina, que era hija de tonino de estas aguas, le habló y le dijo: «Que me traiga a mí otro cintillo de aljófares tornasoles y a ti una navaja de oro y así le perdonas la vida y todos contentos». Y el rey se lo dijo al sobrino tacualero y mi sobrino se marchó hacia la tierra llana y esto pasó la semana antipasada, y poco después, este… pos andaba llorando y encontró a unas hormiguitas que le preguntaron: «¿Por qué lloras?». «¿Qué quieres que haga si la reina tonina quiere un cintillo de aljófares tornasoles y el rey sin calzones una navaja de oro?». Y las hormiguitas, este… fueron a una cueva cerca de la mar y agradecidas le llevaron un cintillo de aljófares y luego fueron a otra cueva y le llevaron una navaja de oro. Y el chamaco se fue por otro rumbo y las hormiguitas le decían a gritos: «Los aljófares nos los han traído las serpientes agradecidas porque les diste de beber». Y este… así pasó. Y entonces este… el niño ha ido al rey y a la reina y el rey ahí lo tienes que abre y cierra la navaja que llaman filomena y dice, este… «pues sí que es de oro fino». Y la reina tonina mira el cintillo y este… no podía negar que el tacualerito había cumplido. Pero el rey sin calzones viendo aquello le dice, digo: «Pues ahora si no me entregas una punta de ganado tienes pena de la vida». Y mi sobrino se fue al monte calculando dónde vivían los tigres y salió uno: «¿Por qué lloras?». «Dice el rey que le lleve una punta de ganado a su cueva».
——¿Dónde está esa cueva? —preguntó Urrea, airado.
—Deje su mercé que cada cosa llegue a su tiempo porque, este… el tiempo no cuesta dineros y lo mejor que Dios ha hecho es un día después del otro y en la cueva el tacualero se puso a hablar y el rey enamorado le dijo, dice: «Calla, que oigo algo». Y callaron los tres y oyeron el viento de la mar que hace sonar campanas para los barcos perdidos. Y luego se escuchaba la voz del Mechudo que gritaba en lengua cochimí: nuhui ombinyijua Mechudouadahui. Lo que quiere decir: al Mechudo no lo esquila cualquiera. Sólo la Loreta, y eso ya es sabido. Luego se oía una voz de mujer que yo no digo quién fuera porque no lo sé a punto fijo que decía: «Hay que caminar un pasito detrás de otro, no todos juntos». Y tenía razón y no podía ser de otra manera porque todos los pasos juntos esto… pues sería un desastre.
—¡Esa era la Loreta! —volvió a interrumpir el capitán, que estaba un poco bebido.
—Podía ser, que la Loreta está por el Mechudo, pero la verdadera hembra del Mechudo es la Llorona y pregúnteselo a ella, que no me dejará mentir porque nacieron el uno para el otro y Dios los bendiga, amén.
—Mientes —gritó Urrea, excedido—. Eran Loreta y Heinde.
—Eso, yo no lo sé. Cuernos tiene la luna y es luna. No es desdoro del cabrón y cuanti más que por cada cabrón hay una puta. Tampoco es desdoro, que la vida es para todos y entre cristianos estamos. Y sabido es que las ballenas se empreñan de pie sacando las cabezas por encima del agua para alentar mejor, y un tío mío que tenía una estera de oro y marfil traída de la Persia en un navío que se malogró en la escollera del Malarrimo me lo contó y yo le dije que aquí se estilaba otra clase de creencias y que a San Francisco no había que llamarlo San Pancho porque eso es demasiada confianza. Así como lo oye su mercé. Este… y sepa que yo tengo autoridad los días nublados y los días esclarecidos y más autoridad que su mercé.
—A falta de gobernador aquí estoy yo —dijo Urrea— y te mando que me digas de una vez dónde está la Loreta.
—Vaya su mercé a preguntarle al hombre amoroso de la cueva y verá con qué le sale, que si a mano viene le pedirá una punta de ganado, que él conoce presidentes de república que aquí ni siquiera se nombran y ya es sabido que a los presidentes hay que echarles bala para que pasen a la historia y los retraten en las onzas de oro y en los pesos de dura plata. Pues como digo cuando mi sobrino el tacualero llegó a la cueva se oía la voz del Mechudo y al Mechudo hay que dejarle hablar y no responderle, sino escucharle nada más, que pericoe soy y no joto ni loco ni gachupa y lo que yo digo: ¡que vivan los santos padres jesuitas!
—Yo tengo más autoridad que ellos, y te mando que me digas quiénes son los de la cueva.
—Yo no lo sé ni lo diría, que el amor no hay por qué disimularlo y en lo respective a la cueva también he querido averiguarlo y mi sobrino no sabe explicarlo, que le falta seso y habla mejor con las hormigas y con los venados que con sus parientes. Pero otros lo saben y a veces un loco averigua por la vía de Satanás más que un sano por la de San José o Santiago, que de poco les valieron esos santos a los padres Carranco y Tamaral que no hay que confundir con Carrasco el cabo de Comondú ni con Taraval el Sigismundo, que estaban en otra misión y el Taraval pariente era de los Erquiagas, que venían de casa noble de Vizcaya y tenía también esteras de seda traídas de la Persia y no naufragadas sino descargadas a lomos de indios y bien pagadas en oro.
Y así este… a los enfermos que tienen calenturas cuartanas los ponen a todos en un cuarto, para que se mueran sin dar la murga a los que sólo tienen tercianas y entretanto los locos andan componiendo algo así como una sociedad de gentes de alcurnia que dicen que lo son y bien orgullosos que están, porque, este… uno me miró de pies a cabeza y sin querer responderme a lo del hombre amoroso y la cueva me dijo: «Loco soy y no joto como el Patas Largas pericoe ni tampoco indio cochimí como es su mercé si a mano viene. Y yo no soy forzado de llevar perlita ninguna a la misión para morirme en gracia de Dios cuando me llegue la trasquilada y para tener agua bendita y mis salmodias de viático». Porque todo hay que considerarlo y hay locos que tienen un habla muy refinada, señor capitán. Y mi sobrino que es muy agudo, mejorando lo presente, me dijo, dice: «No es el que su mercé piensa, que ese con su culo ha hecho un papalote, eso que los gachupas llaman una cometa, y la vuela ya en las islas Marías». Eso me respondió.
El viejo reía para congraciarse con Urrea arrugando los párpados y la piel de las dos sienes y haciendo desaparecer entre las arrugas sus dos pupilas negras para añadir:
—Ya ve su mercé los sobrinos que uno tiene, y no puede ser menos cuando han sabido salvarse del mal paso del rey sin calzones.
—¿Pero dónde está ese que usted llama rey?
—Pues yo seguía preguntando también, porque tenía el mismo interés que tiene su mercé, y a otro loco a quien pregunté se le ocurrió responderme diciendo que hay muertos que güelen muy bien. Los de la misión de San Borja, por ejemplo. Y no son como los muertos de las minas de cobre, que se les revientan los bofes con eso que llaman la silicolitosis porque los amos de la mina tengo oído que son judíos dicho sea con permiso y aunque amigos de los misioneros la verdad es que he aprendido de buena tinta que mataron a nuestro Señor Jesucristo sin causa justificada. Así es que no pude averiguar quiénes son los que están en la cueva ni hacia qué rumbo cae.
—¡Mientes, que tú lo sabes y ella es tu sobrina nieta! —insistía el capitán con la mano en el cinto, sobre la pistola.
—Quién, ¿la Loreta? Pues el eco es respondón, pero vive lejos y ¿dónde hallarlo? Y a mi comadre la Pascuala le pasó un sucedido con su respetable esposo que se le escapó y se fue a quién sabe dónde y andaba fuera de camino y cazaba su liebrecita o su venadito y se los comía bien asados a las brasas. Y se le acercaba a ese honorable esposo un capitán y no lo digo por su mercé y le pedía de comer. Y él le respondía: «A ti no te doy, que no haces bien las cosas, y a unos los dejas comer y medrar y a otros les echas bala». Y otro día le salió un general nombrado en Guadalajara por el mero Iturbide.
Y el esposo que se huía de su hembra, porque era un tanto puta, dicho sea sin faltar, vio que el general le mandaba: «Dame de ese lomo de venado, que se ve sabroso». Y el hombre, con la misma: «Ni Iturbide el emperador ni tú han sabido repartir las cosas de la tierra y así yo me voy solo por el mundo y a lo menos cazo mi venadito y lo cocino y lo como en paz y a satisfacción». Y el general se fue sin decir nada, porque no era hombre de pelea, que ya era viejo. Y otro día, en otro lugar, enciende el digno esposo la fogata y calienta lo que le quedaba del venado y se pone a comer y llega una anciana limosnera y pregunta: «¿Qué hace ahí, buen hombre?». «Pues ya lo ves», dijo él, «me pongo a comer y después seguiré mi camino. ¿Y tú quién eres, mujer?». «Soy la muerte y tengo hambre, también». «Pues sí, a ti te daré lo que quieras, aunque acabes el bastimento porque eres justiciera y te llevas grande, te llevas chico, todo parejo». Y entonces ella se sentó y se quitó el rebozo y debajo resultó que era una doncella resplandeciente de hermosura que le dijo: «Dejaste a tu mujer y eres hombre bueno y orita vengo por ti y te daré siete semanas de tiempo para hacerte mi novio antes de llevarte de este mundo. Viviremos siete semanas en una cueva si mi dictamen te gusta». ¿No había de gustarle? Y a una cueva se fueron bien contentos.
—¿Se puede saber de una vez dónde está esa cueva, viejo imbécil? —repetía el capitán.
—Lo que puedo decir a su mercé es que allí siguen y no han pasado aún las siete semanitas, ni siquiera tres. O quién sabe adonde lo habrá llevado ella. No es necesario comprender todas las cosas. En la tierra adentro de México hay cheneques y duendes y nahuatls y cada uno hace su oficio. Y el cheneque es de la montaña y el nahuatl de la tierra baja y los dos hacen sus fechorías, ¿comprende?
—¡No!
—Es que sus mercedes los gachupines vienen de otras tierras donde sólo hay duendes y aquí, además, hay cheneques y nahuatls. Y cuando nace una criatura el padre tiene que llevarla a un cruce de caminos y aguardar y el primer animal que se acerca ese es el que va a ser nahuatl o cheneque, según. Y dura todita la vida del recién nacido porque así lo manda Dios nuestro Señor y del cheneque o el nahuatl depende la suerte o la desgracia de la persona. Y aquí en la California de abajo no hay cheneques, sino nahuatls y la mera pelona, que nos sigue y que puede cambiarse.
—¿Cambiarse en la Llorona? ¿O en Loreta?
—No digo tanto.
Se quedaron los dos callados y el capitán dijo por probar a ver lo que respondía el viejo:
—Tengo oído que Loreta se ha ido con el Mechudo a la sierra.
—¿Pues quién sabe?
—Y que Heinde se ha ido con la Llorona a la isla de San José.
—No veo por qué no, que el señor Heinde es hombre de mucho empuje y la Llorona lo tiene trastornado. Lo mejor sería que fuera usted a ver a la madre de Loreta, a la Delfina.
—Ya fui y no saqué nada.
—Vuelva su mercé que podía ser que la primera vez tuviera su mercé el nahuatl de vacación. O el duende.
—¿El duende de quién?
—El de su mercé, como le digo. Que lo trajo de su tierra.
El capitán fue a ver a la Delfina otra vez, pero no logró averiguar más que la anterior. Sin embargo hubo una novedad. La Delfina le dijo:
—Su mercé casado está.
—No por la iglesia. ¿Y la Loreta?
—La Loreta se ha ido a pasar unos días con su padre.
—¿El tonino?
—El Delfín.
—El tonino, le llaman aquí.
—Yo lo he llamado siempre el Delfín. Y está la Loreta con él en el fondo de la mar donde se cría la madreperla y a donde va a visitarla el Mechudo por las tardes.
—¿Frente a la isla de San José?
—Más o menos, pero yo no estoy segura. Cerca del Mechudo, eso sí.
—¿Y no le importa a usted lo que le pase a su hija?
—A mi hija no puede pasarle nada malo porque tiene los nahuatls de tierra adentro, los cheneques de la tierra llana y los duendes de su mercé con ella. Y cuanti más, como ya dije, el Mechudo.
—Pero él está enamorado de la Llorona.
La Delfina lo miró en silencio y largamente con cierta compasión de madre comprensiva. Por fin dijo:
—El Mechudo no es de este mundo. Por eso llora la Llorona, porque no puede tenerlo como hombre de este mundo.
Eso tranquilizó al parecer al capitán, y la Delfina siguió mirándolo casi amorosamente, como se mira a un niño. Por fin le ordenó:
—Siéntese y escuche lo que voy a decirle y no me corte el habla con preguntas pendejas que sólo llevan a mayor confusión.
El capitán obedeció sentándose en el suelo porque no había silla ni banqueta, todo él ojos y oídos y la Delfina dijo:
—Mi hija no es para estarse toda la vida en esta tierra de escorpiones y de culebras.
—También hay oro y perlas. Y las espumas de la mar se ven lindas al caer el sol.
—Si vuelves a interrumpirme no hablaré más. La Delfina es hija de la mar como el hijo de la Llorona era hijo del cielo. Y ahora, en estos momentos, con el Mechudo está Loreta y con la Llorona está el Heinde. Y aquí nos quedamos nosotros en santa paz y en buena compañía con nuestros iguales. Porque ni Loreta ni Heinde son iguales nuestros, que están mucho más altos. Pues como decía, tú eres el que mantiene el orden en las minas y has mandado con la Flaca más indios que pulgas tiene el perro del tío Espanta Gallinas.
—Yo…
—Más indios que piojos tiene el tío Mosca Prieta.
—Es un decir…
—Más indios has mandado al corralito de las cruces con la sicolicitisis que cuernos tienen el Cotorro y el Semillón, el Pum y el Guarapo. Claro es que la culpa es de la compañía minera. ¿Para qué te tienen tanta confianza si saben que eres tan criminal?
—Yo vengo de buena casa.
—Ya lo sé. De casa ilustre del Aragón de la España. Pero eres segundón y la nobleza se la quedó tu hermano. Y ni siquiera has peleado como pelearon otros jugándose el bandullo, porque cuando viniste estaba todo ganado, y ni siquiera tuviste que disparar la carabina contra los indios de Santiago y de San José, que ya los habían petatiado otros. Pero duermes con tu mujer y bebes los vientos por mi hija.
—Eso, sí.
—A pesar de sacarse ella el pez por la boca.
Vaciló un momento Urrea y le pidió que le permitiera oler el frasco de las gotas de rocío de la pitahaya. La Delfina alargó la mano y lo cogió, que estaba encima de una caja de embalaje marcada en las Filipinas —algún barco que se malogró en la punta de Malarrimo, donde gritaba Ulloa— y se lo dio a oler sin dejar de hablar:
—Tú dejarás a tu mujer y te irás con la Loreta. ¿Adónde?
—A una isla desierta donde estemos solos. Ella para mí y yo para ella.
—Y los dos para el diablo.
—Para Dios.
—No. Tienes que llevarla a Santa María de los Ángeles, que han conquistado los gringos a machetazo limpio echando a los españoles y a los comanches y que está llena de vaquerío y de buenos pastos y oro en pajas de medio palmo.
—Es verdad —afirmó el capitán, tembloroso de emoción—. Allí la llevaré.
—No tendréis hijos.
—No los he tenido hasta ahora ni los tendré, que ningún padre piensa en ellos cuando tiene su deleite.
—¿Y cómo la llevarás a Santa María de los Ángeles? Desde aquí son quinientas cincuenta leguas de andadura.
—Yo estoy dispuesto a eso. Y a más.
—Tú sí, pero no ella.
Al oírla hablar así se dio cuenta Urrea de que todo iba muy en serio y que la Delfina estaba pensando en darle a su hija. Precisamente cuando parecía poner dificultades. Porque hay dificultades en el fondo de las cuales está la facilidad y al revés, facilidades aparentes que salen chuecas.
—Podríamos ir por mar —sugirió él.
—Ahora hablas cabal, capitán. Yo les daría perlas y algún oro, que los tengo escondidos donde tú no tienes por qué saberlo todavía. Yo les daría todo eso, pero con la seguridad de que llegarían sus mercedes a Santa María de los Ángeles. El camino de la mar es el único y para eso hace falta un barco. No hay nadie en el mundo que te arriende un barco si no le das parte de las perlas y del oro y el que pide parte puede quedarse con todo, que de noche hay que dormir y no falta quien se queda velando con la filomena al cinto. Un barco hace falta que pueda ir costeando con vela y timón, lejos de las escolleras, con la pareja del amor en la cubierta. ¿De dónde sacas tú ese barco? Nadie te lo prestará, porque ¿cuándo se ha visto que alguno preste un barco? Y además tú no tienes amigos con barcos ni sin barcos, que las carabinas no hacen amistades sino indios muertos. Tú no hallarás ese barco, tú solo. Ni tienes con qué comprarlo hecho. Pero tú podrías hacerlo con las manos de todos los que andan sueltos entre Santa Rosalía y San José del Cabo. No, no me respondas, que ya sé lo que vas a decirme. Que los indios no valen más que para sacar bolas de cobre de la tierra o conchas perleras de la mar. Y es verdad. Pero están los ochenta y nueve licenciados del albergue de los benditos de Dios. Pocos sesos tienen, pero tienen manos y los sesos los puedes poner tú. Y no son tan locos que se nieguen a obedecer cuando hay detrás una boca de hierro que echa fuego y plomo.
—Sí, pero ¿de dónde saco el material? ¿Las velas? ¿Las jarcias? ¿La clavazón?
—Todo eso te lo ha traído Dios de las islas de la pimienta y la canela por la ruta donde se pone el sol y está amontonado en las escolleras de Malarrimo, donde se han estrellado más de quince y más de veinte barcos desde antes de nacer tú y yo y tus padres y los míos.
Oyéndola al capitán se le encendían los ojos y no de codicia, sino de deseo amoroso. Veía a la niña cabalgando en la tortuga de carey y nadando entre las olas azules.
En aquel momento le gustaba la Loreta aunque se sacara el pez por la boca tirando de un hilo y tuviera que comérselo caliente y grasíento. La Delfina añadía:
—Cuando el barco esté hecho yo te la daré, a la Loreta. Entretanto sigue durmiendo con tu mujer y soñando con mi niña.
Salió Urrea lleno de entusiasmo y de esperanza. Preguntaba por las cuevas marineras a todo el mundo: a los indios, a los frailes, a los locos y a los franceses de las minas.
Nadie le hacía caso. Y entonces comenzó a reclutar trabajadores para su astillero de Malarrimo. Por las buenas o por las malas. A veces los locos resistían y alguno tenía salidas inquietantes, como suele suceder. Uno le dijo:
—¡Una cosa es el dormir y otra el soñar!
—¿Qué quieres decir, viejo chango?
Comenzaban a burlarse de él, lo que para un hombre de armas era vengonzoso. Pero había cambiado mucho Urrea desde que salió de su país. Comenzó entonces a darse cuenta —después de oír a la Delfina y también a aquel loco— de que el dormir con una hembra y tener que pensar en otra para alcanzar el deleite le traía los sentires y los contrasentires cambiados.
A veces se atrevían a decirle cosas raras. Más raras de las que le dijo el tío del abuelo pericoe sobre su sobrino el tacualero.
Cosas nunca oídas.
Como es de suponer no era fácil entenderse con los locos. Cada uno pensaba sólo en sí mismo. ¡Y qué maneras de pensar!
Un paranoico a quien llamaban el Caudales juraba que había regalado una torre nueva a la iglesia de su pueblo, mejor que la torre de Taxco y que así y todo los curas no querían darle la absolución. ¿La absolución de qué? Eso, él no lo sabía.
Otro loco enamorado era el Botalón —otros le decían inocentemente y por ignorancia el Botellón— y cuando hablaba de su esposa que falleció joven de muerte natural repetía a todas horas que él no la había matado y ponía por testigo a su perro, que iba con él todas las noches a visitar la sepultura y el perro aullaba y él gemía y lloraba hasta el amanecer, porque al salir el sol les daba vergüenza y se marchaban a casa, fatigados. Pero al hacerse de noche volvían al cementerio. Y vuelta a las mismas. Las mujeres hablaban bien del Botalón, encontraban «lindo» su apego a la sepultura, pero sus enemigos lo escarnecían.
En cuanto al capitán algunos creían que no estaba del todo en sus cabales porque odiaba a su mujer y sin embargo vivía con ella, y cuando bebía un poco más de la cuenta se ponía a lamentarse y a decir que de joven estuvo enamorado en su aldea aragonesa de una muchacha muy hermosa que desapareció y no volvió a saberse de ella y él había inventado aquella canción que decía:
Señora, la mi señora
decídmelo, por favor,
¿habéis visto a una doncella
que el viento se la llevó?
—No la he visto, no.
Y repetía que seguía buscándola. ¿Tal vez había creído encontrarla en Loreta? No se atrevió nunca nadie a preguntárselo, por respeto.