VIII. El ahorcado y los mártires

Entre el mar y el cielo Urrea pensaba a veces en la Llorona, en Loreta, en Heinde, en el Mechudo y en la vieja Delfina y se sentía como si le hubieran pegado con un palo en la cabeza y diera vueltas sobre sí mismo sin saber adonde atender.

A veces dudaba de la Llorona porque al fin era una historia de indios mexicanos, pero no dudaba del Mechudo que lo habían confirmado por decirlo así los padres jesuitas y entre ellos había santos mártires como los padres Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral.

De los dominicos ya no se fiaba tanto porque buscaban los lugares donde había buenos campos de regadío y echaban a los indios y todo se les iba en plancharse los hábitos blancos. Es verdad que a él lo distinguían de tal manera que se diría que lo consideraban el gobernador, pero lo que no lograba era hablar a solas con la Loreta. En cambio le constaba que Heinde la veía casi a diario.

Y a veces se perdía con ella y nadie sabía dónde estaban. Él los habría buscado, pero ¿para qué? A una hembra sólo se la busca para hacerla suya y a un rival para matarlo.

Urrea no era hombre para conducirse de aquella manera con un hombre que decía ser español y que probablemente lo era y venía de casa grande.

Aunque no estaba seguro.

Entretanto Heinde había ido a ver a Loreta a su casa en un momento en que sabía que estaba sola. Ella no pareció extrañarse ni incomodarse. Más bien la sorpresa le gustó.

Heinde le hizo varias preguntas:

—¿Es verdad que bebes solamente el rocío de las pitahayas?

—Pues no sé cómo decirte. Todas las cosas dan su flor y en todas las flores hay rocío. Y si se juntan dan un licor que no tiene nombre. Así es la vida: todas las horas juntas de la vida dan una flor. Y esa flor tiene su rocío y todo el mundo lo bebe.

—¿Qué rocío?

—La muerte. ¿No lo sabías?

De aquellas raras conversaciones con Loreta salía Heinde preocupado. Después de hablar con ella veía todas las cosas de otra manera y descubría en Loreta una especie de serenidad triste y otra alegre, pero igualmente serenas las dos. Y Heinde se quedaba pensando que la muchacha, como todos los demás seres humanos, tenía sus maneras diferentes, pero cualquiera que fueran aquellas, tenía además su secreto y que también lo tenían todos, estuvieran locos o no. Lo tenían y era incomunicable.

Los mayores y mejores poetas del mundo habían tratado de dar ese secreto suyo y propio a los demás y nunca lo habían conseguido. Pero el intento era bonito y siempre inquietante.

No eran sólo las personas sino también las cosas. Las cosas, lo mismo que las personas, tienen sus maneras y su secreto. Sólo podemos conocer las primeras.

El secreto es solar, o lunar, o equinoccial, o cosmogónico, y ni las altas matemáticas pueden expresarlo. Aunque puedan fijarlo y decir dónde está. El lugar del universo donde está, siempre invisible. Ellos dicen dónde está y a veces cómo actúa, pero no consiguen expresarlo ese secreto.

Aquel día Heinde dio un beso a la niña en la frente y luego otro en los labios. Después se marchó y ella lo vio salir, sonriente.

En La Paz todo el mundo hablaba bien de los jesuitas y el criado del capitán solía decir:

—Los jesuitas fueron los mejores levantadores de paredes y abrían una ventana en el techo de la capilla o varias, porque los muertos salen por arriba. Además lo sabían todo, pero ¿de qué les servía si no sabían manejar el machete?

Los dos «intelectuales» de la península eran Heinde y la Delfina, esta sin saberlo y sólo por pura intuición. Nunca había leído un libro.

En cuanto a Loreta no sabía leer. Era uno de sus mayores atractivos, para Heinde. Este solía pensar: «Yo lo sé todo, pero ella sabe lo demás». La noticia de esas palabras llegó a la Delfina, que se sintió un poco celosa. No lo estuvo nunca de las pasiones que había despertado su hija en algunos hombres, pero sí de su inteligencia. Creía que era ella la que sabía «lo demás», ayudada por la buena memoria del tío abuelo de Loreta, que en materia de historia de la península lo sabía todo, aunque lo contara confusamente.

A través de sus confusiones, la verdad se abría paso como la luz entre los celajes de colores del ocaso en La Paz. Y cuantos más colorcitos —así decía ella— más apetecibles se hacían aquellas noticias del pasado.

Un pasado por lo demás bastante reciente. La misma Delfina lo había vivido, pero tenía mala memoria.

Heinde era quien buscaba al tío abuelo y le hacía preguntas, con intención malévola, porque aunque quería a los jesuitas y admiraba su celo y su cultura «no le caían bien» por su tendencia a quedar siempre flotando, como el corcho sobre el agua. Eso tenía sus riesgos, sin duda y los jesuitas lo habían sufrido, primero con algunas trágicas experiencias en sus misiones y últimamente con la disolución de su Compañía.

Es decir que de vez en cuando eran castigados por la misma providencia de Dios.

El tío abuelo de Loreta contaba las cosas a su manera:

—Las desgracias vienen derechas y tienen siempre una causa como el arroyito tiene por causa la lluvia. Y la causa de las desgracias de los santos padres jesuitas vino de una broma. Este…

Pensaba entretanto Heinde que no le había dicho al capitán Urrea todo lo que pensaba decirle en relación con la Llorona. Porque Urrea le dijo: «Tengo oído que la Llorona tiró su hijo a un barranco». Pero Heinde quiso explicarle la verdad —es un decir— y no lo hizo. La verdad era que la Llorona preñada de un albatros parió un huevo grande como un meloncito y lo incubó como Dios manda y lo que nació tenía alas, pero no bastante fuertes para volar. Y cuando quiso volar cayó por un barranco. Luego las malas lenguas decían que la Llorona había parido tres hijos y los había arrojado por los cantiles para despedazarlos y no verlos más, porque eran ejemplos de su indecente conducta.

No se lo dijo todo esto, pero esperaba decírselo algún día si tenía ocasión, porque había una especie de guerra sorda entre Heinde y Urrea, con muchos intereses escondidos detrás de las inquinas del uno y de los rencores del otro. Las armas de Heinde estaban en sus dotes alucinatorias.

Pero lo que decía el tío abuelo de Loreta sobre los jesuitas era digno de ser anotado y por lo menos Heinde no lo olvidaría nunca:

—Todo vino de una broma. Una tarde entre dos luces, con todas las de los cielos encendidas como su mercé ve cada día, un indio quiso decir aquí estoy y disparó una flechita hecha con una pluma de churea —faisán— porque las flechitas vuelan mejor cuando son de ave, bien sea gavilán, buitre, halcón, quebrantahuesos, cuervo, zopilote o aura tiñosa pero ese… el aura es muy valiente y atrevida y hasta le saca un ojo a un cristiano si no sabe atraparla como es debido igual que le pasó… este, a un franciscano en la misión de San José de Comondú, que era la más rica de la península aunque allí no había… ese… perlas ni peces de comer, que estaba hacia adentro. Que allí había abundancia de pitahayas tiernitas por dentro y agujeteadas por afuera y las había, esto, dulces y agrias que son tan buenas o mejores y si no que lo diga la Loreta, y garambullos, que maduran primero, y cardones que se estiran como pulpos a ras del suelo y no hay más que bajarse y coger y bien lo sabe la Delfina. Allí biznagas, nopales con su tunita, tasajos, chollas y cirios, jojobas, batamotes, guijiles y pimentillas a qué quieres boca, este… y el nombó de donde sale la sangre del dragón, salvia, orégano, granadilla de la China, mezquitillo, verdolaga, yedá, higuerilla y estafiate, este… no vaya su mercé a pensar que yo invento nada, que en Comondú hay de todo y para los gustos del alemán y el español y el pericoe grandón y el cochimí hablador y allí dicen que nació la Cooperativa Delfina y allí se criaba muy bien el trigo y otras cosas que sembraron y hasta daban tres cosechas al año y más porque es la tierra una bendición y allí se quedaron los alemanes que son los que mejor saben vivir, este… con más arreglo, y allí estaba el padre Wagner sentado junto a la puerta para desahogo de la grande calor que había hecho, que tan sabio era como su mercé Heinde, y pensando en los santos del cielo cuando pasó una flecha cerca de él con su ruidito —¡pssssst!— y se clavó en la madera de la pared y allí se estuvo temblando, que llevaba buena fuerza voladora. Había por allí algunos indios que no se habían recogido entodavía a sus casas, este… y escucharon el ruidito de la flecha cortando el aire, que son diestros en escuches y corrieron al lado de Wagner por si acaso… para defenderlo, que ya estaban bautizados. Todita la noche tuvieron aquellos indios la casa cercada para que no volviera nadie a atacar a los frailes y al día siguiente, este… bueno, lo que pasa, que el Wagner se lo pensó todo y decidió marcharse a la misión de San Javier pensando que alguno lo quería mal y allí fue con una cuadrilla de indios cada uno con su atl-atl y aquí aguardó a ver qué ordenaba el padre visitador Sistiaga, que era de Oaxaca. Allí le dijeron que enviaban a la misión de Comondú a un teniente con algunos soldados e indios del país y que podía volverse a su puesto porque con aquella protección estaba seguro y este… así fue. El teniente yo lo conocí que se llamaba Berdinardo Rodríguez, y luego que el teniente con sus refuerzos llegó, este… digo que arribó a la misión y comenzó a hacer deligencias para saber quién había disparado la flecha de faisán y todos los indios decían que no lo sabían porque entre ellos se cubren con el embuste, como cada cual y este… por la misma flecha se vino a sacar quién la disparó porque cada hijo de la madrota hace la flecha que emplea y cada cual tiene su ciencia y su manera y aunque a sus mercedes les parezcan las flechas semejantes ellos saben distinguir entre multitud cuál es la de cada uno, este… al modo que sus mercedes por la letra de una carta sacan al que la escribió. Y así, este… fueron corriendo los indios bautizados a buscar al del faisán pero dijo que él no tenía mala sangre contra nadie y no la había disparado y que un amigo suyo un tal Juan Bautista se la había pedido prestada y este… él se la dio como que iba a emplearla en la caza. Buscaron al Juan Bautista, pero no parecía, que se había huido y con esto dio más sospecha de sí, que la gente no es tan pendeja como parece. El teniente dio sus órdenes y fueron por acá y por allá y en pocos días encontraron al Juan Bautista y el pobre no tenía bastante seso para engañar a nadie y acabó por decir la verdad y confesar que él la disparó, pero no para matar al fraile, que si quería podía muy bien darle en la cara o en un ojo o en la parte del cuerpo que eligiera mejor, este… y así disparó sólo para asustarlo y ver qué pasaba. Pues visto lo que pasaba lo condenaron a muerte y lo ahorcaron colgándolo de un árbol, que fue el primer caso que se vio en esta tierra de un hombre colgado por el pescuezo. Y allí lo dejaron, que se bandeaba por el día con los aires de la mar y por la noche decían que lo oían hablar, pero eran las aves carniceras que acudían y en pocos días lo dejaron limpio hasta los huesos así que, este… el tal Juan Bautista será mentado porque tuvo la suerte de ser el primer colgado por el pescuezo, que ya lo dije y su mercé lo entiende, y el indio era guaycuro, de los rebeldes guaycuros que tienen la fama y así comenzó la cosa, que se puso más fea cada día y luego vinieron otros desastres y allí colgado del árbol seguía el cuerpo sin la carne, que se la habían comido las auras tiñosas, que así se llaman, y como si tal cosa el cordel seguía amarrado al cuello y al Juan Bautista que nunca se reía en la vida pues, este… le dieron la risita del acabarse, que no es de fiesta sino perpetua y de extremaunción, que esa sí que se la dieron porque bautizado había sido el indio guaycuro, así es que Dios lo haya perdonado, amén. Pero este… ya le digo que su mercé debe saberlo pero no con la fijeza de los que lo vimos, que años después, y no demasiados, este… los padres Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral fueron petatiados el uno en la misión de Santiago tal como el día primero de octubre de 1734 y el otro dos días después por los mismos, que eran amigos de los guaycuros.

Y bien que pelearon los frailes y los niófitos que les guardaban las espaldas, pero nada les valió. Y los soldados también azotaron como reses es un mal decir y este… toda la noche estuvieron atacando por un lado y por otro y más de cuarenta guaycuros murieron unos en el terreno y otros luego en sus milpejas, de las heridas emponzoñadas, pero fueron dos noches muy mentadas. Que se me acuerda, este… que en San José del Cabo donde estaba el padre Tamaral había tres soldados y con sus carabinas bim bam tiraban y tiraban y uno de ellos dijo a los otros que no tiraran sino que se emplearan en cargarlas e ir dándoselas a él y así hacía más carne, porque tiraba un estampido detrás de otro sin parar, pero los indios fueron por detrás del parapeto y los flechiaron bien y había soldado que llevaba veinte flechas de gallino y seguía tirando con la carabina aunque al padre Tamaral ya le habían rematado aplastándole la cabeza a meros garrotazos lo mismo que habían hecho días antes en Santiago con el padre Carranco y entre unos y otros en las dos misiones se difuntiaron a más de cuarenta y cinco personas entre frailes, soldados y niófitos bautizados, todos están ya en el santo cielo, amén. Por eso decía que las cosas tienen un comienzo pequeño y luego, este… si a mano viene, van creciendo con el tiempo y la memoria, porque los guaycuros son hijos de Dios como se ve cuando los bautizaron y este… se van al cielo. Y en las misiones habían buen acopio de perlería y todas se las llevaron y yo sé dónde están todavía y si no lo digo es porque… este, bueno, cuando tomo más de lo debido hablo con mejor juicio, este… pero con menos resguardo, que con buena palabra y mejor razonada que antes por veces digo lo que debía callar.

—¿Has bebido? —preguntó Heinde.

—Yo no bebo. Beber, beben los animales.

—Ah, sí, perdona. ¿Has tomado?

—Tomado estoy y eso viene, digo, el decir tomar y no beber de que el primer vino que se hizo fue de Santo Tomás. De ese santo que se llamaba Tomás viene el «tomar», que era santo muy entendido en vinos de la madre patria.

Por probar si el viejo sabía geografía Heinde añadió otra pregunta:

—¿Hacia dónde cae la patria?

—Hacia Uruapán en la tierra firme.

Confundía Europa con Uruapán, también. Aquellas cosas divertían a Heinde, quien volvió a lo de las perlas:

—Yo también sé quién las tiene.

—Fácil es.

—Y no es necesario mentarlo.

—Eso digo yo. Aunque esté tomado se me representa el Juan Bautista colgado y a veces es bueno callar. Que el padrino de Juan Bautista tengo oído que fue el que bautizó a nuestro Señor.

Con todas aquellas cosas Heinde se sentía a veces un poco fuera de la realidad pero muy a gusto.

Pensando en aquel poeta a quien llamaban en París maldito y con quien estuvo varias veces en un café se decía: «Lástima que no haya venido aquí, porque esto le habría parecido bien a aquel hijo del diablo». Lo curioso era que Baudelaire había viajado por mar e ido a las Antillas de donde volvió con la negra de sus amores que se llamaba no sé cuantos Duval. Mademoiselle Duval. Aquello de llamar mademoiselle a una negra de la Martinica ya le parecía a Heinde una broma. «Pero a eso y a más llegan las revoluciones», pensaba. Y la negra tenía otro amante mulato y quería que Baudelaire costeara la vida de los dos diciendo que no era su amante, sino su hermano. Además la negra le dio a Baudelaire la sífilis. De la que murió joven. Bueno aquello era lo de menos porque de una cosa o de otra hay que morir.

Y alguna noche a solas recordaba que en el café de París, al llegar el poeta a su mesa y verla ocupada pidió permiso para sentarse junto a una esquina y se puso a sollozar. Una señora le preguntó qué le sucedía y él respondió:

—Es que hoy se cumplen años del día en que tuve la desgracia de asesinar a mi pobre madre.

Entonces los otros —que eran dos parejas— se marcharon discretamente y discutieron sobre denunciarlo o no a la policía, pero decidieron callarse para «no verse envueltos» en molestias judiciales. Y Baudelaire se acomodó en su lugar y esperó a sus amigos.

Aquel tal Baudelaire a quien llamaban hijo del diablo habría sido feliz en la Baja California. Pero se habría enamorado de Loreta y Heinde habría tenido otro rival más peligroso que el capitán Urrea.

Ante Loreta no había más que una solución: morir o matar. Y Urrea y él se lo tenían bien aprendido. Si Urrea no lo había matado era porque Heinde lo había convencido de que estaba enamorado de la Llorona. Por eso algunas noches iba a cantarle a su amada misteriosa entre la comandancia de los seis soldados y la playa, para que lo oyera Urrea y se afirmara en su convicción.

No necesitaba Heinde tenerle inquina a Urrea porque pensaba que estaba hipnotizado como las ballenas suicidas.

Pero Heinde a veces simulaba haber bebido como el tío abuelo de Loreta y le decía al capitán Urrea:

—Somos desgraciados usted y yo. Usted porque no consigue a Loreta y yo porque me sucede lo mismo con la Llorona.

Suspiraron y entonces fue cuando Heinde le dijo mirándolo fijamente a los ojos:

—Usted no la tendrá nunca a Loreta. ¿Es que se comerá usted el pez digerido a medias por ella y sacado de su estómago? Es una condición sine qua non.

La frase latina impresionó al capitán. Heinde, dándose cuenta, añadió:

—Además, si insiste, la Delfina tiene poder para sacarlo a usted de esta tierra y enviarlo a España. No olvide que hay un decreto de expulsión contra los españoles.

—Contra esto —dijo Urrea golpeándose el cinto donde llevaba un pistolete cargado— no hay decretos.

Se quedaron los dos callados y recordaba Urrea que a veces fallaba también la pistola, es decir la vía violenta si no iba acompañada por la habilidad del mangoneo —así decía él— porque el emperador Iturbide cuando quiso acabar con la oposición encargó a Santa Ana que organizara un poco de revuelta, para que se descubrieran los enemigos y pudiera exterminarlos, pero la provocación de Santa Ana echó más raíces de las que esperaba Iturbide y el flamante emperador tuvo que emigrar a París. A tomar ajenjo con el poeta del que hablaba Heinde.

Fue entonces cuando el criollo hispanoalemán —o lo que fuera— le dijo mirándolo de frente y clavando en los del capitán sus ojos:

—Usted será siempre desgraciado porque su padre no se masturbó en lugar de engendrarlo a usted. Una casualidad. Si lo hubiera hecho usted no habría nacido ni estaría ahora aquí, escuchándome.

Pero en aquel momento el capitán estaba de veras borracho y respondió de un modo incongruente:

—Como dice el administrador del Boleo todo se arregla con un decreto.

Era el mismo cuya esposa a quien llamaban los empleados franceses madrina (marraine) y los indios —que trabajaban diez y doce horas sin apenas comer ni descansar— la «señora Marrana». Lo hacían sin el menor deseo de ofenderla, claro. Además los cerdos que se criaban abundantemente en Comondú eran animales prestigiosos. Los indios pericoes los estimaban tanto como los alemanes —se decía Heinde— que habían hecho de aquel animal casi un pequeño dios encargado de alimentarlos. Pero Heinde quería impresionar al capitán:

—El puerco es el único animal que no puede mirar al cielo. Por eso lo llamamos puerco. Algunos hombres tampoco miran sino hacia abajo, pero es porque les llama la tierra.

—¿Cómo?

Se animó Heinde pensando que había en él alguna disposición receptiva:

—Digo que esos que miran siempre al suelo —era el caso de Urrea— son gente a quienes les tira la tierra. La tierra que van a mascar un día.

Atrapó aquellas palabras el soldado ebrio, pero respondió de un modo extraño:

—Los días nublados como hoy no soy nadie. Porque es lo que yo digo: ¿dónde está mi sombra? Un hombre sin su sombra está perdido.

En aquel momento comprendió Heinde que el capitán estaba más perdido de lo que creía —con tiempo nublado o no. Creía ver, incluso, alrededor de su cabeza, el halo de los que van a desaparecer pronto.

En ese sentido se sentía victorioso Heinde, y no podría haberse dicho a sí mismo por qué. Pero estaba seguro. Y pensaba en las perlas de la vieja Delfina —las de las dos misiones de Santiago y de San José del Cabo— y en el clavo de oro de la crucifixión. De la falsa crucifixión por la cual algunos locos al verlo pasar se santiguaban, temerosos. Y en otros clavos como aquel.

También pensaba —entre aterrado y escéptico— en el palacio de las Tullerías de París donde decían que había nacido —a veces lo dudaba— y en aquella gente, blasonada o no, que lo llamaba el Delfín —o Dauphin— perdido.

Eso de sentirse perdido en aquel rincón del planeta habría sido del todo verdad si no tuviera cerca a Loreta.