Puestas de sol como aquella sucedían a diario, especialmente cerca de la bahía de La Paz donde la naturaleza parecía más rica de colores y matices. Años después había de decir un historiador conocido, llamado Fernando Jordán refiriéndose a aquellos atardeceres: «El espectáculo más extraordinario que pueden los hombres gozar en La Paz es el de los ocasos. No hay parte alguna del país donde el crepúsculo ofrezca tan variadas y hermosas características. Al filo de la tarde, mar y tierra parecen hacer preparativos para acoger la puesta del sol, y el cielo se cubre de nubes en un intento inútil de ocultar la luz. Cuando el astro toca la línea del horizonte, empieza una lucha. Las nubes se aglomeran en el poniente, desde el mar hasta el cenit, y todo da la impresión de que el sol se habrá de ocultar inadvertido. De repente, el horizonte se abre y el sol muestra medio círculo por sobre la línea baja de tierra; riela el mar desde el infinito hasta el malecón, y la superficie de las aguas se tiñe de rojo. En Oriente, una nubecilla recibe el reflejo y se pone escarlata. Comunica su color a una nube vecina que se pinta de guinda. Como si esa fuera la señal, todo el poniente empieza a arder en mil tonos de rojo, amarillo y azul. Las nubes se retuercen sangrientas y se apartan, huyendo, hacia el Oriente. A medida que el sol se hunde en el mar de sangre, los celajes cambian sus tonos de lujuria, las nubes sufren la angustia de la derrota y se desvanecen, consumidas en colores ardientes. Cuando el sol da el último salto y se pierde, lanza una saeta que se levanta perpendicular sobre el horizonte. Es el rayo verde, cuyo color resalta cortando los celajes, hasta lo alto, confundiéndose en el fondo azul del espacio. La visión esmeralda del último rayo es instantánea, pero quien logra verla se hace acreedor a una distinción futura de la suerte, según afirman los paceños. Después del rayo verde, el crepúsculo sigue agonizando, durante horas, y la noche llega imperceptiblemente, envuelta en túnica de colores. El espectáculo es imponente, nunca igual, y La Paz goza fama de ser la tierra de los 365 ocasos anuales diferentes».
Bien dice el historiador y si alguien pudiera escribir los cambios de color de cada ocaso abriría una etapa nueva en el arte complejo de la relación de los colores entre sí, de todos ellos con nuestra retina, de esta con nuestro sistema nervioso y de nuestros sentimientos con la intuición del infinito.
No exagero.
Lo que sucedía algunos días en los que ese ocaso era más tremendamente espectacular es fácil de suponer. El Mechudo y la Llorona se sentían más afligidos que nunca por la separación y el agua del mar Bermejo que los separaba parecía dolerse, también.
Y no sólo ellos. A veces llegaban manadas de elefantes marinos de corpachón redondo y repugnante y alzando su nariz colgante al cielo se ponían a llorar. Lloraban realmente y a nadie podía extrañarle porque son los animales más feos, más torpes y menos capaces de defenderse que hay en el mundo. Mientras lloraban dejando caer gruesas lágrimas amarillas color de ámbar líquido gemían casi como la Llorona, aunque se advertía pronto que aquellos gemidos no eran humanos.
El gemir de las ballenas o de las orzas suicidas era casi armonioso comparado con el de los elefantes marinos.
A veces algunos indios se acercaban y les disparaban sus atl-atls es decir sus flechas de arco de carrizo tostado, pero no para aprovecharse de sus cuerpos sino para que murieran y dejaran de lamentarse.
Matar a aquellos animales parecía hacerles un favor. En medio de la lujuriosa belleza de los cielos y las aguas. Recordando el nombre de aquellos arcos —atl-atls— yo me he preguntado a veces qué relación podían tener con el subfijo atl de los toltecas o con el prefijo del Atlántico, del monte Atlas y de la Atlántida.
Misterios que tal vez nunca podrán ser esclarecidos. Como tampoco el de la aparición y la generalización de aquel arma —atl-atls— tan ingeniosa y difícil de inventar al mismo tiempo en todos los pueblos primitivos del mundo y que estaba todavía en vigor en Europa en el siglo XV.
Cuando más impresionantes eran aquellos ocasos en La Paz era cuando llegaban vientos fuertes del lado contrario de la península, del litoral de Malarrimo —verdadero cementerio de náufragos— donde perdió la vida siglos atrás el capitán español Ulloa sin que nadie volviera a hallarlo vivo o muerto. Y el viento gemía entre las olas levantiscas y las palmeras, y del lado de la isla de San José llegaba un sonido extraño que parecía repetir su nombre:
—Ulloooooa, Ullooooooa…
Eso decían la Delfina y Loreta. Los indios y el mismo capitán imaginaban que era la Llorona quien lo decía, pero la voz era demasiado grave y masculina para que se le pudiera atribuir a una mujer.
Tampoco podía ser del Mechudo, porque este se encontraba al lado opuesto del canal, que en aquellas horas era más bermejo que nunca.
Estaba el capitán Urrea una tarde de aquellas contemplando el ocaso y pensando en Loreta cuando se le acercó un mestizo y le dijo:
—¿Sabe quién era Ulloa? Era un gachupín como su mercé.
Medio irritado el capitán preguntó:
—¿Por qué nos llaman gachupines? ¿Se puede saber?
—Porque todos nacieron gachos. Dios los hizo y le salieron gachos y entonces la santa Virgen de Guadalupe les dio dineros.
El capitán se habría reído si fuera capaz de reír. Aquel mestizo era amigo de su criado indio cochimí y a veces los oía hablar. Decían cosas tan raras como los mismos locos, sólo que eran cosas inocentes y a veces graciosas. Hacía poco que había corderos en La Paz, al menos en grandes rebaños. Hasta entonces sólo los había en Comondú, hacia el norte —un valle que era verdadero paraíso—. Y el mestizo, que se llamaba a sí mismo Fuligancio —debía ser Fulgencio— explicaba:
—Los primeros corderos que llegaron a Comondú salieron de la mar en rebaños un día de marejadita cuando Moisés andaba por los caminos.
—¿Por qué caminos? —respondía el criado—. Aquí no los hay.
—Los hay y si no ¿cómo caminaríamos? Para caminar hace falta que haya caminos, mira este.
Solía repetir eso de «mira este» con frecuencia así como el criado del capitán repetía con frecuencia «a ver, no más».
Hablaban de religión a su manera. Una manera pintoresca de veras pero que a ellos les parecía adecuada:
—Los frailes motilones son tan gordos —decía el criado del capitán— que no pueden verse el jesusito. Y por eso no tienen trato con la hembra y esos fueron los que inventaron el sexto mandamiento contra las costumbres de los californios.
Luego el indio, que sabía contar, lucía sus conocimientos por la vía religiosa a su manera y decía que si los apóstoles tenían, como los demás, su par de huevos salían todos a veinticuatro, a ver, no más. Y que la cuenta salía justa.
Para demostrarlo abría y cerraba las manos dos veces —veinte— con los dedos separados y luego dejaba cuatro en el aire doblando el pulgar en la palma.
Porque los indios sólo solían contar hasta tres. Para más de tres no tenían palabras. Decían «mucho» y con eso lo habían dicho todo, es decir cuatro o cuatrocientos. Por eso el criado del capitán estaba orgulloso de su ciencia y la mostraba cuando había ocasión.
Uno de los motivos de desprecio de los locos contra los indios era ese: que no sabían contar. Y en aquello el mestizo estaba de acuerdo con los locos contra los indios. El capitán los oía y pensaba en Loreta. Le habría gustado que ella hablara también así, dijera cosas parecidas. Le habría gustado que su cabecita con la red perlada sobre los cabellos fuera tan infantil como la de aquellos seres selváticos. Tal vez lo era, pero nunca hablaba con él. Con quien hablaba era con Heinde.
Lo odiaba a Heinde aunque le concedía alguna clase de superioridad, es decir, de autoridad. Todos sabían que venía de casa grande y bastaba con verle dar la mano y decir: «el gusto es mío».
No había aprendido aún Urrea que no hay misterio sin autoridad ni autoridad sin misterio como dije antes. Sus carabinas sólo valían para tener a raya a los indios de las minas cuando no querían bajar a llenar sus capachos de bolas güeras —rubias— en El Boleo. Porque según decían «tosían colorado».
En las carabinas sólo había muerte. Y la muerte no había sido nunca un misterio para los indios. Comenzaba a serlo con los misioneros que hablaban de ella y tenían en sus capillas cajones grandes con la tapa de cristal y dentro una figura humana de cera vestida de negro, con los ojos cerrados y las manos cruzadas. Los indios se acercaban a mirarlos y comentaban su belleza, porque los muertos siempre son más hermosos que los vivos —decían— y no les tenían miedo ni hallaban en ellos misterio alguno. Morirse era para ellos como «irse de viaje» por el mar a otra tierra siempre mejor.
A su manera, por lo tanto, creían en la inmortalidad. Aquella tarde el capitán, que vigilaba discretamente los alrededores de la casa de la Delfina, vio salir a Heinde y se le acercó una vez más. El cielo estaba encendido como una girándula de fuegos artificiales, pero silencioso, y los dos fueron bajando hacia la bahía.
El capitán afectaba indiferencia y quiso dar al encuentro un carácter casual, pero Heinde estaba alerta.
—A los pericoes no les gusta la tierra alta. Digo, la montaña.
Heinde respondió:
—Natural. Son hijos de la mar. Y viven cara a la mar Bermeja o al Pacífico.
Tratando de reír sin conseguirlo añadió el capitán:
—Hoy no he visto a Loreta salir de la mar montada en una tortuga como otras veces.
—No. No sale nunca montada en la tortuga, que eso es imposible en las aguas. Sale de la mar con la tortuga vuelta del revés, panza al cielo, que así queda inválida.
Y al llegar a la arena la pone al derecho y se monta en ella. Su mercé, señor capitán, la ha visto montando el galápago en la playa, pero no en las aguas.
—Dice usted la pura verdad. Y hermosa es como hay Dios. Pero se me hace un poco arisca y como arrogante. Lleva la cabecita demasiado levantada para ser hija de su madre y de un tonino.
Soltó Heinde la carcajada y como no decía nada el capitán comenzaba a sentirse incómodo.
—¿De qué se ríe su mercé?
—De nada, capitán.
—Si no tiene confianza con un paisano…
Creía Urrea que le hacía un favor llamándole paisano a alguien que llevaba el sexo descubierto y los pelos del pubis encanecidos, como los de la cabeza. Heinde explicó:
—Perdone, me reía porque lo mismo le dice su madre. Y medio en broma medio en serio a veces, para ver si le cambia el semblante y le muda la arrogancia, echa por el suelo cien y hasta doscientos fierritos y le pide que los recoja. Ella sin chistar, porque está muy bien mandada, los recoge de uno en uno y cuando ha terminado se levanta y se los da a la Delfina. Pero entonces nos mira con más arrogancia que nunca, como si pensara: ¡qué idiotas son, queriendo cambiar mi figura con una tontería como esa!
Aunque Heinde iba con el capitán pensaba en otras cosas. Había algún loco seudocientífico y solía querer acercarse a Heinde, pero él los evitaba. La «locura» de Heinde —es decir su manía, porque no estaba loco— consistía ya sabemos en el mesmerismo y la hipnosis, que eran lógicos. Insistía en aquello Heinde con la Delfina, como si con su insistencia quisiera justificar algo. Pero la Delfina se daba cuenta y callaba y lo miraba sonriendo y pensando: «Tú y yo nos entendemos». Además, Heinde tenía intuiciones más extrañas. Decía que había descubierto a Dios y que Dios era la electricidad. El origen de la vida orgánica venía de los rayos que caían sobre el mar hace millones de años y que animaron a las células inorgánicas dándoles vida y capacidad de movimiento. Más tarde había «descubierto» dónde estaba Dios. Pero aquello no quiso decírselo a nadie sino a un dominico que se enfadó y no le permitió acabar de explicarse.
Según la teoría de Heinde cada cuerpo en el espacio se movía en forma helicoidal y producía un «solenoide». El magnetismo que se producía en ese solenoide era su eje, y aquel eje de todos los movimientos astrales y galáxicos —que no eran en círculo sino en espiral— era Dios. Entonces, además, la electricidad estaba de moda y comenzaba a usarse sin saber lo que era, y la hipnosis tenía una relación estrecha con el magnetismo. Heinde dejó de hablar de aquello cuando oyó a otro dominico decirle una vez: «Usted está engañándonos a todos, y viene de cuna con corona. No sé qué clase de corona. Tal vez de barón o tal vez de duque. O tal vez de azufre». Aquello asustó un poco a Heinde.
Pasadas aquellas reflexiones y remembranzas volvía a hablar con el capitán que como siempre que iba a su lado le dejaba la iniciativa del diálogo.
Cuando Heinde hablaba con el capitán trataba de ser retórico y estaba seguro de impresionarlo. Con los de la isla hablaba lo mismo que ellos o peor. Deliberadamente, y eso era parte de su plan porque sin duda tenía alguno. Con el capitán, además de cuidar el estilo, solía tratar de inquietarlo por procedimientos a veces malignos. Por ejemplo, aquella tarde le dijo:
—No le envidio las carabinas, que no le favorecen mucho.
—¿Qué quiere decir?
—Yo, nada. Los indios hablan. Y ayer decía uno a otro: «En todas partes se echan al plato al jefe tarde o temprano, que yo lo tengo oído. Pero aquí no podemos degollar al jefe porque no lo tenemos». Y el otro le respondía: «Pos entonces ¿qué es el capitán?».
—A mí no hay quien me madrugue —replicó el capitán, palideciendo.
—No. No lo consideran jefe a usted todavía. Ni yo quiero que lleguen a considerarlo, que le tengo estimación y como dice su mercé paisanos somos.
Puestas las cosas en aquel terreno —Heinde creía haber situado al capitán en posición insegura— fue a la médula de la cuestión que estaba siempre planteada entre los dos:
—Usted la vigila a Loreta. Y sabe cuándo sale de la mar y cuándo monta la tortuga.
—No hay malicia en eso.
—Yo sé que le sigue usted los pasos. Y me parece natural, que es la única virgen merecedora de ese nombre en esta tierra. Yo la escondí, es decir la escondió su madre por mi consejo, cuando vinieron los barcos «Astrolabio» y «Brújula» y Venus pasaba por delante del sol, no hace mucho. Y no hice mal, porque alguno de aquellos sabios había tenido noticia de Loreta en tierra firme. Y lo que pasa, al saber que era la hija de un delfín y de una mujer humana sabios son y querían llevársela para estudiarla. Eso le dije yo a su madre y ella la escondió.
El capitán lo escuchaba sin dejarse convencer del todo. Y le preguntó de pronto:
—¿Usted sabe cómo se alimenta la niña?
—Sí, sí. Todo el mundo lo sabe.
Habló del pez hilvanado que digería sin quedarse con él en el estómago porque su madre o quizás ella misma lo sacaba enterito por donde había entrado. Y Heinde preguntó un poco abruptamente:
—¿Usted se comería ese pez después de sacarlo ella del estómago?
—No he pensado nunca en eso.
—Pues es una condición que pone la madre. Hay un misterio en eso, un misterio sagrado de los amores de las criaturas de la mar. Y Loreta es una de ellas.
—Nosotros —dijo el capitán, pensativo— no somos indios.
Estaban al pie del promontorio donde comenzaba la Punta del Mechudo. Y Heinde negaba con la cabeza diciendo al mismo tiempo:
—Tampoco hay tanta diferencia como usted cree entre ellos y nosotros.
—Sobre eso… —vacilaba el militar, un poco ofendido.
—La única diferencia que yo veo es en las costumbres. Por ejemplo, ellos sacan la ostra de la mar, la abren y se la comen y cuando hay una perla la tiran. Nosotros al revés, tiramos la ostra y guardamos la perla. Cuestión de gustos y de mercados.
Lo miraba el soldado pensando que realmente un hombre que hablaba de aquella manera debía estar loco.
Y Heinde seguía:
—Lo demás, el sacar el pez digerido y comérselo usted con los jugos del estómago de ella no tiene nada de particular. En el estómago tiene usted los mismos jugos que ella, ni más ni menos.
—No lo digo por eso.
—Además, lo que quiere usted es entrar dentro de ella por la vía vaginal, ¿no es así?
—Hombre, tiene usted unas maneras de hablar…
—Ella podría tener la misma repugnancia que tiene usted por el pez.
—Eso es diferente porque es cosa de naturaleza.
—También es natural alimentarse y el pez medio digerido es una facilidad para su estómago.
Se quedaron callados y Heinde veía la aguja de oro del ocaso subir entre las nubes, desde el mar. El soldado comenzaba a sentirse alucinado:
—¿Es verdad que ella está enamorada del Mechudo? Mi criado me ha dicho que anoche estaba ella al pie de la Punta del Mechudo gritando cosas raras. Según mi criado decía: «¡Ay, mi bajel de corteza de tamarindo llena de amores imposibles!».
—Eso lo inventa usted porque es habla de criollos y no de indios. Y lo hace para ver lo que yo le digo. Pues bien, ella está enamorada del Mechudo, eso es verdad, y muchas de las cosas que la gente cree oírle decir a la Llorona las dice Loreta por la noche. Pero no eso del tamarindo ni de los amores imposibles. Eso es cosa de criollos como usted o como yo tal vez. Más bien como usted.
—Matar, todos matan —dijo el capitán cambiando de rumbo—. Unos con un beso, otros con un pez, otros con una perla. Aunque los indios ya no bajan a buscarlas como bajaban con los jesuitas, que no creen tanto en la comunión que dan los dominicos. Porque los jesuitas comían lo que compraban en la tierra firme con las perlas, y decían que las perlas eran para la Virgen pero los dominicos dicen que las perlas son para las ánimas del purgatorio y eso los indios no lo entienden y cuando los ven comer culebra les pierden el respeto.
Heinde quiso burlarse de él y cortar aquel diálogo:
—La cuestión —dijo— está en saber distinguir entre Dios y el diablo. ¿Sabe usted la diferencia? Al diablo sólo se le ocurren cosas malas.
—¿Y a Dios?
—A Dios, muy buenas.
Y Heinde se marchó hacia la bahía porque quería ver si los zopilotes, las gaviotas y los coyotes nocturnos habían limpiado ya la playa comiéndose los restos de las gaviotas.
Pero cerca de él apareció una mujer. La conocía bien. La llamaban la Sargantana e iba y venía por los alrededores de Heinde de quien decía estar enamorada y con dos conchas pequeñas de tortuga hacía un ruido rítmico mientras cantaba:
Mi mano contra tu mano,
tu pierna contra la mía
y el capellán de las bodas
rezando la letanía.
Aquello le parecía terriblemente pícaro y al oírla comentaba la Quemazona:
—¡Qué tontería! ¡O estamos locos o no lo estamos! Y añadía mirando a Heinde:
—¿No es verdad, monseigneur?
Al oírla hablar así, Heinde se ruborizaba un poco y se preguntaba si aquella mujer habría estado en Francia y oído algo en relación con él. Aunque no era necesario. Los locos son a veces clarividentes. Y profetas. En cuanto a la profecía le habría gustado a Heinde preguntarle cuál iba a ser su futuro, si lo tenía aún. Porque a veces creía que acabaría sus días en la Baja California, como los demás.
Una noche soñó Heinde que era un delfín y que el mar estaba todo sembrado de flordelises mientras la Sargantana cantaba aquella copla y la Quemazona lo llamaba monseigneur a grandes gritos que asustaban a las gaviotas.
A otra mujer muy flaca la llamaban la Sardina y ella se pasaba la vida llorando sintiéndose ofendida injustamente, porque según decía tenía sus «adentros». Lo decía golpeándose la cadera. Quería decir que tenía redondeces de hembra, ocultas.
Heinde suponía que había dejado ofendido al capitán, pero no le importaba. Aquello estaba en su programa de «deteriorización progresiva» como él decía pedantemente traduciendo la frase del alemán. Nunca había olvidado aquello del hipnotismo, aunque no lograba sugestionar del todo a la Delfina. Aquello de la «crucifixión» no había dado resultado, aunque sí el clavo de oro.
Porque era realmente de oro y él sabía dónde había otros como aquel.
Lo difícil era decírselo a la Delfina sin hacerla partícipe.
Había dejado disgustado y alerta al capitán y debía resolver de algún modo aquella situación. Dos días después Heinde lo llevó a la taberna y le dio una noticia asombrosa:
—Nadie lo sabe aquí, pero así como la Loreta es hija de un tonino la Llorona es hija de un albatros.
No sabía el soldado lo que era aquel albatros porque es un ave muy rara y Heinde se lo explicó. Pensaba que un hombre que creía en la leyenda de Loreta podría creer en otras parecidas.
—La Llorona no es de esta tierra.
—¿Su mercé la ha visto?
—La he visto demasiado, para mi desgracia. Todos los que la ven se enamoran de ella. Hasta alguna mujer. La Quemazona, por ejemplo. Como usted sabe es fea y tiene un lado de la cara de color cárdeno. Yo la he visto a la luz de la luna cantar en la playa:
La mariposa
se ha vuelto loca
y a la Llorona
besa en la boca.
Aquella Quemazona, imitando a la Delfina, quería recoger el rocío de la pitahaya creyendo que si lo bebía se le quitaría la mancha de la cara y la Llorona le permitiría besarla. Otro loco le decía: «¿Qué te importa esa mancha? La Llorona tiene cara de ternera y ya ves».
—Tengo oído que es corcobiada.
—No, pero lleva un bulto en la espalda, bajo el rebozo, y es un par de alas pequeñas como de querubín, de esos que pintan volando alrededor de la Inmaculada Concepción. Aparte de eso es la mujer más hermosa del mundo.
—¿Más que Loreta?
—Es otro parecer el de su cara y su mirada y su cuerpo. Es como fuera de este mundo. Y como Loreta es hija de un tonino y por lo tanto hija de la mar la Llorona es hija de un albatros y por lo tanto hija de los aires por no decir de los cielos.
El capitán repetía que no sabía lo que era un albatros y Heinde se lo explicaba:
—Es un ave gigantesca, que mide veinte varas de envergadura, con las alas abiertas y pesa tanto como un hombre. Por eso necesita alas tan grandes para volar. A su lado el cóndor de los Andes parece un mísero gorrioncillo. A veces pasa la línea equinoccial hacia aquí, digo, hacia el norte. Y al pasar esa línea se le cambia un poco la naturaleza porque es nativo de las tierras del austro y a veces cuando se cansa y no puede más baja a la cubierta de un barco a descansar. Entonces los marineros se burlan de él porque sus enormes alas medio replegadas le arrastran. Y alguno hay que se ha atrevido a tocarlo con un palo, pero entonces salta sobre él y si se descuida le arranca los ojos, porque es un ave poderosa y terrible. Y una noche bajó a tierra y encontró a una india de Tegucigalpa dormida en la playa y la hizo suya como macho, que tiene miembro y poder.
—Eso yo…
—Espere vuesa mercé. La india era hermosa y estaba desnuda. Y se había dormido después de comer dos papaveas confitadas que son las frutas que da el árbol silvestre y que le ponen a uno a dormir, que en España le llaman adormideras si es que su mercé no lo ha oído. Y ella no despertó y más tarde quedó preñada y parió un huevo del que salió la Llorona. ¿Quién iba a pensar que una cosa así podía suceder?
—¿Hay documento escrito sobre esa ocurrencia? —preguntaba el capitán, que daba mucha importancia a los documentos.
—Que yo sepa, no. Pero ahí tenemos a la Llorona, en la isla de San José.
—Eso, sí.
—¿Qué mayor documento?
—Eso no es documento, sino misterio.
—Todo es misterio. El documento también. La letra escrita se transforma en nuestros ojos en noticia y la noticia en desgracia o ventura. ¿No es misterio todo eso? Es así como hay que ver las cosas según la ciencia moderna.
Allí el capitán tenía que callarse, pero con cierta renuencia y malestar y aunque parecía no venir a cuento se desabrochó el jubón y sacó un papel denegrido y mugriento en el que había algo escrito en caracteres de un siglo antes.
—Lea su mercé —dijo—, y verá lo que hacemos los capitanes cuando llega el caso. Son cosas que sólo pasan en la Baja California y en los alrededores de Loreto. Y ese papel es copia de otro de un famoso sabio jesuita Miguel del Barco que explica cómo se acabó una nacioncilla de indios que llamaban los uchitíes. El que mandaba mi puesto era sólo un teniente y tenía un soldado menos que yo: cinco. Cinco soldados. Vea su mercé lo que dice ese documento.
Leía Heinde para sí: «En el cuartel de La Paz tenía el teniente hasta quince prisioneros indios uchitíes enemigos, porque La Paz les servía de plaza de armas. Sucedió que le dieron aviso de que los uchitíes que aún quedaban en el monte venían con resolución de acometer a los soldados en su mismo alojamiento; acaso con la esperanza de que, mientras los soldados peleaban con ellos, los presos se soltarían y los acometerían por la espalda: avisaban que ya llegaban muy cerca los atrevidos uchitíes. El teniente, viendo que tenía pocos soldados y que si se dividían para que unos quedasen con los presos —que estaban mal asegurados por falta de cepo y prisiones—, y otros saliesen al encuentro de los que venían, no serían bastantes para resistir, y que si todos los soldados salían dejando solos a los prisioneros se podrían soltar y tomándolos por la espalda aunque no fuese sino abrazándose con ellos mientras peleaban con los de afuera eran perdidos, no halló el teniente en este lance otro medio que desembarazarse de los prisioneros dando a todos prontamente la muerte. Y así mandó a los soldados que al punto los matasen. Ejecutáronlo ellos, no sin lástima de ver morir a sus manos, casi a sangre fría, aquellos infelices prisioneros y sin más disposición que si fuesen unos brutos de la selva. Los otros, que se decía venían a acometer a los soldados, no llegaron, sea porque fuese falso el aviso de su inminente venida o porque oyendo de lejos disparar las armas de fuego se llenaron de horror y huyeron. Estos mismos, buscados después por los soldados en el monte, por no quererse rendir, fueron ya unos ya otros, en diversas ocasiones, muertos a balazos. Si no es algunos que murieron de enfermedad, según se tuvo después noticia. De esa suerte se acabó en el sur esa nacioncilla, que nunca había estado bien reducida. Y sólo quedaba de ella un mozo en el pueblo de La Paz al tiempo que salieron de aquella provincia los padres jesuitas».
Cuando hubo terminado su lectura Heinde vio que el capitán lo miraba silencioso e irónico. Luego le dijo:
—Ese indio superviviente de esa nacioncilla fue el padre de mi criado, señor Heinde. No un albatros, sino un indio uchití. El último de su especie.
Diciéndolo ponía el capitán una expresión fríamente sarcástica, que trataba de revelar alguna clase de peligroso cinismo.
Entonces Heinde le devolvió el papel y habló. Dijo cosas no menos extrañas, pero refiriéndose a un mundo totalmente opuesto, al mundo de la civilización más alta que por entonces se conocía. Heinde al volver de Alemania a España —decía— se había detenido en París y andando por los cafés conoció a un poeta que decían todos que era hijo del diablo y debía serlo porque tenía como amante a una negra de la Martinica que sabía todo el brujerío del viejo y el nuevo mundo y estaba enamorado de su madre casada con un general. Y escribía poesía que los tribunales perseguían y prohibían.
Al llegar aquí Heinde había ya observado el efecto que hacía sobre el capitán. Venía a decir: «Si tú puedes matar a sangre fría a quince hombres indefensos como aquel teniente cobarde yo en cambio te hablo suavemente y poeticamente del padre de esa Llorona de quien estoy enamorado, o digo que lo estoy o dicen que digo que lo estoy». Y sacando un papel del bolsillo de la chaqueta leyó aquel poema que años antes había traducido sólo por curiosidad y porque tampoco había oído hablar nunca del albatros.
Y el poema decía:
A veces divertidos los viejos marineros
ven bajar un albatros, grande ave de los mares
que quiere descansar, fatigado viajero
en las jarcias veleras de las naves lunares.
Lo derriban riendo en la limpia cubierta
y ese rey del azur, torpe y avergonzado,
deja caer sus alas desigualmente abiertas
como los remos blancos de un esquife varado.
Ese viajero noble, gran señor de los cielos
cuando baja a la tierra ¡qué torpe nos parece!,
viendo como se arrastra despacio por el suelo
un grumete se burla y el otro lo escarnece.
El poeta es lo mismo que ese príncipe alado
que afronta el huracán y desafía al mar,
exiliado en el suelo, ridículo y burlado
sus alas de gigante le impiden caminar.
Al oírlo Urrea soltó a reír mirando a Heinde, que tenía como siempre el sexo descubierto.
Le parecía cómico el contraste.
—¿Es usted el albatros o el poeta? —preguntó, malévolo.
—No soy el uno ni el otro, pero sé adonde voy y estoy aquí por mi voluntad porque puedo volar cuando quiera y no habrá quien me lo impida. Ni una carabina ni doce.
—¿Usted?
—Sí, con la hija del albatros, con la Llorona.
Y se marchó dejando al capitán más desorientado que nunca con el misterio del albatros expresado con palabras que sonaban como música.