Desde entonces Loreta se ponía en el cabello una redecilla con los nudos señalados por perlas alternadas negras y rosadas. Al mismo tiempo y cuando había gente cerca de ella fingía no darse cuenta de las asiduidades de Heinde, ni había hecho nunca caso de las del capitán. Este al verla tan coqueta con la redecilla no sabía qué pensar, y la vieja Delfina le decía una vez más, para tranquilizarlo, que la niña estaba dedicada desde su nacimiento al Mechudo.
Algunas noches se oía en la Punta del Mechudo a Heinde cantando algunas de las canciones ya sabidas, en homenaje a la Llorona. Y si el capitán seguía sospechando que Heinde cortejaba a Loreta, la vieja Delfina lo desengañaba:
—El cabrón marqués gachupín o lo que sea está más loco que todos los que salieron del manicomio. Dice que la misión de Kada-caaman, abandonada por los jesuitas, la va a arreglar él para llevar allí a la Llorona. ¡Como si la Llorona pudiera vivir en albergue y bajo techo!
La sola hipótesis parecía ofenderla, a la Delfina. Y reía como solía cuando se sentía ofendida.
Por aquellos días la niña Loreta comenzó a tener costumbres nuevas. Salía todos los días a nadar, a veces con el mar bravo y revuelto, y volvía siempre con un galápago tan grande casi como ella.
En casa la Delfina trataba de disuadirla de aquella afición, pero ella decía que aquellos animales vivían a veces trescientos años y eran sus amigos y cabalgaba en ellos por la playa cantando canciones cochimíes que estos habían aprendido adaptando la letra del padrenuestro:
Pennayú nakanambá, yaa ambayujup miyá mo,
mombojuá tammala gkomendá
hi nogodoñó demuejueg gkajim…
Era sólo la primera parte y la niña no sabía más. Sin duda su madre la animaba a cantar con frecuencia aquella canción cuando la oían los locos o los otros californios. Lo curioso es que esa canción alucinaba un poco a la Delfina según el «hispanoalemán» pudo comprobar con secreta alegría.
Con el idioma habían tenido muchas dificultades los misioneros, primero al aprenderlo ellos y luego al tratar de predicar en ese idioma explicando los misterios de la fe cristiana.
Los indios tenían sus divinidades propias y todavía entonces, es decir poco después de la gobernación de Fernando de la Toba, había algunos pericoes que daban al Mechudo el nombre de un dios propio que les infundía terror y que se llamaba Niparaya. Los indios menquis y los vehitíes, de los que quedaban muy pocos, habían olvidado el idioma de sus abuelos pero no el nombre de sus dioses terribles, Wactupuram y Sumongo, y se los atribuían también al Mechudo. Los frailes misioneros, que tuvieron al principio grandes dificultades para defender las perlas de los placeres del norte de la bahía, les dejaban que llamaran como quisieran al Mechudo para mantener el respeto.
Con el idioma sucedieron cosas muy extrañas y pintorescas y era natural por un lado a causa de la buena fe evangelizadora de los misioneros y por otra a la dificultad de aprender idiomas tan primitivos que carecían a menudo de palabras para la vida moral y espiritual. La Delfina y Heinde reían de buena gana con los malentendidos, pero el capitán se indignaba.
Los indios decían huavib para levantarse y los frailes, tratando de enseñarles el credo al llegar a la expresión «al tercer día se levantó entre los muertos», empleaban aquella palabra asociándola a otras (ibí muhuet e te doomó, gayenyíi omuí) que al parecer quiere decir lo mismo, pero los indios entendían una expresión divertida: «después de hacer el amor en la arena se levantó entre los otros, que no habían terminado aún». Y reían en masa.
Los indios temían a sus dioses y a algunos animales, sobre todo al puma, al que nunca mataban porque decían —y Loreta lo creía también porque le gustaban aquellas fantasías— que el puma después de muerto perseguía al que lo había matado hasta acabar con él.
El capitán se indignaba con las irreverencias de los indios y el único malentendido que le hizo reír fue cuando vio que los indios llamaban a la mujer del administrador de las minas «la señora Marrana» porque habían oído a dos franceses jóvenes a quienes ella había bautizado llamarla marraine (madrina).
Había locos que decían haber visto al Mechudo y uno de ellos, muy devoto y servicial con la Delfina y Loreta, llevaba siempre una varita de dos palmos en la mano y poniéndola vertical en el aire medía a distancia la talla de la gente que variaba —según él— si estaba más cerca o más lejos. Y decía del Mechudo:
—Yo lo que querría es verlo un día y medirlo según diez pasos, veinte pasos y así por el respective hasta que se hace de este tamaño.
Y mostraba una extensión de la varita de no más de dos dedos. Y añadía que cuando fuera de aquel tamaño ya no habría peligro.
Lo malo de la amistad de Heinde para el capitán era que siempre lo acompañaba alguno de los locos.
Y la relación con aquella pobre gente era aburrida. Todos le hablaban a Urrea de sus grandezas pasadas y de la ruina en la que se veían. De vez en cuando salían de sus palabras chispazos geniales que deslumbraban y asustaban un poco al capitán.
Este se encontraba incómodo en la península —era español y debía haber salido del país mexicano, según el decreto de la independencia—, pero sus doce carabinas le daban autoridad. La esposa era una mujer hacendosa e inaguantable porque sólo hablaba de la comida y del excusado —así decía ella— y cuando el capitán le decía:
—Eso no tiene importancia.
Ella replicaba:
—Eso es todo en la vida de cada cual. A ver si no cómo podríamos vivir los hijos de Dios sin lo uno ni lo otro.
—La vida —decía el sargento muy convencido— comienza después de la comida y la evacuación. Tú vienes de indios cochimíes.
Ella se ofendía mucho y se ponía a llorar. Entre las lágrimas le hacía reproches y le decía:
—Si sigues pensando así un día acabarás como los locos. Como el mero Heinde que anda con las vergüenzas al aire y le canta canciones a la Llorona y quiere encamarse con ella. Pero la Llorona no quiere a nadie de esta tierra más que al Mechudo y es porque los dos nacieron en Tegucigalpa, que yo lo sé de buena tinta y eso cae hacia abajo, por los mares calientes.
—¿Tú también?
—¿También qué?
—¿Crees en la Llorona?
—Y tú, que algunas veces piensas que la has visto y todos sabemos que llora o se ríe, pero sin que nadie sepa nunca el motivo. Parió un niño y lo mató tirándolo barranquera abajo y ahora se arrepiente. Es hermosa, pero nadie sabe si rubia o morena, que yo la vi contra la luz y a esa hora todo parece al revés. Dicen que se esconde detrás de una sombra que el sol hace para ella sólita y le da vergüenza lo que hizo con su hijo y llora y dice que lo hizo de tanto que lo quería. Para que no se lo comiera el Carnero.
—El Camero vino al mundo mucho después que la Llorona.
—Eso, según. Pareceres hay encontrados entre la gente.
—¿Entre qué gente? Tú no vas nunca con nadie y te estás metida en casa como el caracol en su concha.
—Así debe ser una mujer honrada. Que si me vieras andar con la gente me recelarías de adulterio.
Aburrido, el capitán se marchaba y la dejaba sola. Iba con la mente puesta en Loreta, que no podía sacarse de la imaginación.
Sabiendo que Heinde tenía amistad con la familia se alegraba de encontrarlo solo y de hablarle de Loreta. No tenía respeto alguno por Heinde viéndolo con sus partes sexuales descubiertas.
Eso lo calificaba como loco, aunque sólo había dos o tres de estos que anduvieran desnudos y lo estaban ya en el manicomio e incluso el andar totalmente en cueros como los indios los hacía más decorosos que a Heinde, quien podría haberse puesto calzones si quería.
Por un lado, sin embargo, consideraba a Heinde importante. Sabía entenderse con misioneros, mexicanos, locos, indios franceses de las minas y mineros indios y enfermos de muerte. No le extrañaba pues que se entendiera también con la vieja Delfina mejor que nadie. Pero a veces dudaba:
—¿Usted cree que un tonino puede tener trato con mujer y hacerla parir? —preguntaba a Heinde.
—Claro que sí. ¿O es que no vio usted los dibujos de los padres jesuitas?
—Tengo oído que lo que paren las toninas preñadas de indio es feo aunque con cabeza y tetas de mujer. Y la hija de Delfina es otra cosa.
—Es hermosa porque alguna diferencia hay entre las entrañas de un animal marinero o terrestre y las de una mujer y es en ellas donde se crio Loreta. La madre de Loreta es hija de Dios, como usted y yo.
—Si a eso vamos…
—A eso y mucho más. Hijos de Dios son los peces todos de la mar y algunos, como los delfines, hermanos del hombre y amigos de la mujer. Y si tienen alma o no la tienen cosa es que no se ha averiguado todavía, pero ellos entre sí se entienden y también nos entienden a nosotros, que saltan a la arena y confían en que nosotros los llevemos a la mar antes que el sol los amojame. Ya sé lo que piensa. Las ballenas saltan también y mueren. Esa es otra cuestión que nos hace pensar a todos. La ballena quiere venir a vivir con nosotros y no puede y entonces quiere por lo menos venir a morir a nuestro lado, entre la Punta del Mechudo y la isleta de la Llorona. ¿Por qué algunas noches con lima los dos miran pasar las nubes y cantan juntos mientras el indio de turno baja a pescar la perla según el día del calendario? Otros bajan también y no mandados por las misiones.
—Veo por dónde va. Pero no hay que ponerse bravo contra la señora Delfina, que yo sé de más de uno que por hacerlo le cortaron la siesta y le cruzaron las manos sobre la barriga.
—¿Cómo? —preguntaba, intrigado, Heinde.
—Que lo dieron de baja. Sin necesidad de carabinas. Hay muchas maneras de botar la chirimoya, amigo.
Y lo dejó solo, volviéndole la espalda y dirigiéndose despacio hacia el promontorio donde tenía su vivienda la Delfina.
El capitán iba pensando que si Heinde y la Delfina que se empalmaba con toninos se ponían de acuerdo podían hacer quién sabe cuántos males inesperados y de cuántas maneras. Pero de pronto volvía:
—¿Dice que los ha oído usted cantar al Mechudo y a la Llorona, por la noche? ¿En qué lengua hablan? ¿En pericoa o cochimí?
—En cristiano bien claro. Y cantan juntos, pero allí donde ella dice Mechudo él dice Llorona. Así la última vez que los oí el día de viernes santo que están las campanas mudas decían… yo no me acuerdo de la canción entera, pero sí de algunas partes.
Quiere la gente aplacarnos, Llorona (Mechudo),
y amanecernos oscuros
no quiero dejarte viuda (viudo) Llorona (Mechudo),
ni quedarme yo aquí mudo.
Desempadronan la gente, Llorona (Mechudo),
con carabina y machete
todas las perlas son tuyas, Llorona (Mechudo),
como mi vida y mi muerte.
El capitán callaba y Heinde añadió:
—Ya ve usted. Ofrecerse los enamorados no la vida, sino también la muerte. Ya quisiera yo que la Llorona hablara así de mí.
—Eso no lo entiendo. ¿Para qué? ¿Para qué sirve la muerte?
—Para bien o para mal. Para criar flores en el camposanto y carrizo y pitahayas sabrosas con sus sesos y su enjundia cuando a cada cual y a usted también le compren mero su tierrita particular.
—Aquí no se compra, que es gratis —advirtió el capitán con un escalofrío.
—Pero no el salmodiaje, hermano.
El capitán se quedaba otra vez meditando. Estaba un poco embrutecido a fuerza de acostarse con su mujer pensando en Loreta. Por fin habló:
—¿El carey de los collares lo sacan de esos galápagos que monta la niña en la arena?
—Ah, eso —dijo el otro alzando los hombros y con ellos la chaqueta y descubriendo más sus vergüenzas—, no lo sé, la verdad.
Siempre que se dice algo nuevo y una parte de lo que se dice se confiesa no saberlo el resto es más certero o al menos lo parece.
—Usted —dijo Heinde— lo que debía hacer es marcharse porque si no lo van a botar un día como español que es.
—También usted.
—Pero yo estoy loco y eso en esta tierra es privilegio. Y no es tan seguro que naciera en España.
No era broma. Creían los indios y algunos mestizos que los locos eran la aristocracia. Y ellos, que se habían dado cuenta, se aprovechaban con manerismos y costumbres nuevas que inventaban y que a veces resultaban procaces y otras graciosas e incluso distinguidas.
La verdad era que desde que los soltaron algunos encontraron su pareja —india o no— y se iban curando su locura entre la mar y el cielo. Con el amor o la voluptuosidad viciosa.
Entre ellos había todo un mundo diferente en el que a su manera se entendían y todos estaban de acuerdo en considerar su superior y jefe a Heinde, quien amaba a los locos, sus compañeros de reclusión y ellos se daban cuenta. Según Heinde cuando hablaba con los locos todos tenían razones para creerse felices y más de uno se sentía a gusto en su locura después de haber hablado con él. De una mujer de costumbres ligeras solía decir:
—Hace bien. Antes que se la coman los gusanos que se la coman los cristianos.
Algunos decían —y Heinde no lo negaba— que la serpiente cascabel cuando una mujer recién parida estaba durmiendo iba arrastrándose y mamaba de sus pechos. Era Heinde suave de maneras pero lo consideraban todos un hombre de hierro, violento y agresivo si el caso llegaba. Heinde había contribuido a su propia leyenda de un modo humorístico diciendo que el día que nació, el doctor le dio un sopapo, para hacerlo llorar, según costumbre, y el recién nacido Heinde se lo devolvió con tal fuerza que le arrancó las gafas y se las tiró al suelo.
Los locos no reían al oír aquello, sino que se asombraban y encontraban en el suceso un motivo más de admiración.
Heinde trataba a los locos con una mezcla de superior desdén y cariño, como un padre. Todos querían ayudarle en sus amores con la Llorona.
—Tú —le decía a uno que presumía de macho— eres como el perro de la tía Cleta, que el primer día que salió a la calle le quebraron el hocico.
Y entonces sí que reían, incluso el aludido, que se sentía satisfecho de que Heinde hablara de él.
En cambio de un pobre diablo, calvo, de pecho hundido y cegato, pero discutidor, decía Heinde:
—Este es como el gallo del tío Eugenio: pelón, pero peleador.
Tenía para los locos Heinde su lado misterioso. Al saber que uno de los viejos colegas de manicomio estaba viviendo con una chica joven y lujuriosa comentó:
—A las tres azotó la res. Lo digo porque está con las boqueadas y lleva las candelas delante y el zopilote detrás.
La verdad es que dos días después el recién casado estaba muy enfermo y otro loco decía refiriéndose a su estado sin esperanza:
—Ya ni las moscas le acuden. Y es que la Llorona y Heinde lo saben todo.
Muchos creían que Heinde tenía don de profecía. Con todas estas cosas mandaba en la población insensata y había loco que habría dado la vida por él, si fuera necesario. Sin embargo, Heinde no abusaba de su autoridad con nadie. Aunque trataba de que Urrea se diera cuenta. Un día un soldado a quien Heinde le había dicho alguna impertinencia le dijo:
—Yo que usted andaría con más tiento, que un día se lo van a aventar.
Heinde respondió:
—Aquí hay carabinas, pero no tenemos chotas. Y si alguno cree que lo es yo tengo siempre al lado quien me pase la filomena, aunque tú no lo veas, Iscariote pelado. Y ojo al virote, que ya doblaste la esquina y te aguarda la de la risa perpetua. ¿Has sido torero alguna vez?
—No, señor.
—Me extraña, porque no tardarán en sacarte en hombros si sigues respondiéndome.
El soldado se calló, intrigado y temeroso. Chotas era el nombre que se daba en Guadalajara a los policías. La filomena era la navaja. Doblar la esquina era haber pasado de los cuarenta años. La risa perpetua era la de la calavera. Y sacarlo en hombros aludía al ataúd y al funeral.
Con las personas a quienes pensaba aprovechar y de quienes esperaba algo hablaba Heinde con miramientos y delicadezas siempre que estas no representaran debilidad. Con los léperos era otra persona. Con Loreta y Delfina se conducía como un príncipe.
Por si algo faltaba Heinde sabía un poco de música y el capitán, que tocaba la guitarra como buen soldado, fue con él un día a la capilla de Loreto que tenía un órgano de aire un poco rudimentario, pero bien sonoro y afinado, y se puso a «manchar» es decir a llenarlo de aire. Cuando estaba henchido acudió el sacristán al oír el zumbido de los fuelles. Heinde le preguntó por el hermano organista que solía estar siempre enfermo y le dijo:
—No importa, dile que salga, que estoy yo aquí. Que salga porque tengo noticias de que viene un barco de Panamá. Dile que soy el amante de la Llorona —añadió viendo que lo escuchaba Urrea.
El hermano organista era realmente de Panamá, provincia colombiana que más tarde habría de ser independiente. Y no tardó en salir. Cuando lo vio Heinde con su apariencia flaca y desmedrada, pálido y febril comentó:
—Veo que es verdad lo que se dice de vuestra mercé, el organista. Se dice que no le queda ningún órgano completo.
Y añadió sin darle tiempo para reaccionar:
—Usted es un gran músico a pesar de todo. ¿Sabe usted tocar el gallino? Es música de su país.
—Ah, sí. Es como la pavana de España sólo que aquí los colonizadores que no habían visto nunca un pavo porque en Europa no los había, llamaban al pavo gallino. Y a la pavana le dan ese nombre también. ¿Usted ama a la Llorona? ¿Es posible?
Hacía semanas que aquel pobre fraile no había hablado tanto. Entonces Heinde, que sabía más de lo que aparentaba, se puso a decir que la mejor combinación musical del mundo era la guitarra y el órgano y que si el capitán era capaz de acompañar un gallino panameño sabrían los dos lo que era el reino celestial antes de haber dado la tercera boqueada.
En aquel momento entró un loco de los locuaces y comunicativos.
—A este le llaman el Chévere —dijo el sacristán.
—El señor Chévere, que venimos de cabritos de altura, aunque no tanta como Heinde.
Al ver a Heinde pareció sobresaltarse, pero se repuso y dijo:
—El señor Heinde nació en cuna de oro.
—¿Qué sabes tú, Chévere?
Y el loco comenzó:
—Mi tía de Coahuila era sorda de un aire y cuando compró el rancho en Jalisco llegaron noticias como que un hijo suyo había cantado misa, que era en Mazatlán un domingo y el barco de los arenques traía un obispo revestido para el domingo de Ramos porque aquel año habían parido tres putas solteras y se cogió poco maíz, que no llovió sino en Teguantepeque y el carrizo se vendía a fierrito y medio, pero no había quien lo comprara.
—Este no acaba nunca el cuento —dijo el sacristán.
—Que lo acabe quien quiera, que yo mortal soy. Aunque no me recele nadie por amores de la Loreta.
Y el Chévere se marchó satisfecho.
—Los locos son felices en esta tierra —comentó el frailecico sentándose al órgano y haciendo algunos acordes bajos.
—En todas, son felices los locos —comentó gravemente Heinde.
—¿Por qué será eso? —preguntó el sacristán.
—Porque son los que están en la verdad.
—¿En qué verdad? —intervino el organista, intrigado.
—¿Qué verdad va a ser? El mundo entero es locura. El loco pues está en su verdadera patria.
—Verdad es —dijo el fraile, compungido— que la razón divina no podemos entenderla y por eso lo que vemos, hablamos, oímos, hacemos nos parece a todos locura.
—Y lo es —insistió enérgicamente Heinde.
—¡Yo no diría tanto! —intervino Urrea dejando caer su puño en el órgano.
Aquella energía asustó un poco al fraile que comenzó con el gallino. Al mismo tiempo el capitán, que había acabado de templar, oyó el ritmo de pavana y se puso a acompañarlo con acordes de tono rasgueado. El efecto de aquella música era de una angustia elaborada y noble, que le hacía sentirse a uno más divino que humano. Estaba el sacristán con la boca abierta y se oía suspirar de gozo al organista.
—Es el silencio de Dios que oigo por vez primera en la vida —dijo el fraile y cayó llorando sobre el teclado, que produjo una masa de sonidos sin armonía.
El capitán estaba alelado, con la mano del tañer inmóvil en el aire.
Reía discretamente Heinde y por fin habló:
—¿No lo decía yo?
El fraile se recuperaba poco a poco. Con las mangas del hábito se limpió las lágrimas. Luego se volvió hacia Heinde:
—¿Quién es usted?
—¡Ya quisiera yo saberlo! —dijo Heinde muy convencido—. ¿Y usted?
El organista se encogió de hombros. Entonces se oyó la voz aflautada del sacristán:
—Yo soy el sacristán. Hace diez años. Y este el señor capitán, de quien tengo oído que es malcasado y que le hace la rueda a la Loreta.
—¿Qué rueda? —preguntó, amenazador, Urrea.
—¿Cuál va a ser? La del pavo.
Riendo Heinde corrigió:
—La del gallino, como dicen en Panamá.
El capitán lo miraba de través, rencoroso, pensando: «Sólo querría yo saber dónde duerme este señorito, falso loco, hijo de la gran madrota».
Hacia la bahía había una puesta de sol esplendorosa.