Circuló un día por La Paz la noticia de que Heinde era el amante secreto de la Llorona. Secreto, porque no debía enterarse el Mechudo. Viendo todos en Heinde alguna clase de superioridad natural que no acababan de explicarse comenzaron a llamarlo doctor. Para muchos era, pues, el doctor Heinde y sin darse cuenta lo consideraban «el doctor de la Llorona».
En cuanto a Loreta, la virgen de los aljófares, su madre Delfina hizo circular la versión de que estaba enamorada del Mechudo y por lo tanto ninguna otra mujer ni hombre debían interponerse entre ellos. Como tenían miedo a la bruja cuyos orígenes nadie conocía —algunos decían que había llegado en un torbellino del norte— no sólo respetaban aquellas relaciones, sino que las mantenían secretas.
Por el momento el doctor y la bruja solían aconsejar a los indios que fueran a trabajar a las minas. La bruja Delfina les decía:
—¿Qué más quieren? Van a estar miles de años en la fuesa con las manos cruzadas comiendo tierra. ¿Qué más les da bajar orita debajo de la tierra si les dan de comer tortilla y chile y no tierra?
Alguno resistía diciendo que prefería comer tarántulas porque estaban sabrosas en el frescor del amanecer.
—Lo que pasa —le decía la Delfina— es que no vienes como yo de las tierras del norte y no sabes lo que piensas ni lo que haces. Y además eres un flojo.
La Delfina tenía un pasado que nunca llegó a conocer del todo Heinde. Parece que había estado en la parte norte de California poco después del tratado de Guadalupe-Hidalgo que cedió el territorio a los americanos, cuando estos descubrieron que había oro en la Alta California. Pero también lo había en la Baja y la Delfina lo sabía muy bien.
Al salir del manicomio había dicho Heinde a los locos:
—Ahora cada uno será el dueño de su propio destino, grandioso o miserable.
La teoría de Heinde era que todos los hombres nacen locos y van aprendiendo a disimularlo. El que no lo consigue está perdido en cualquier lugar menos en la Baja California. Heinde no estaba loco, sino que lo simuló en Europa como parte de su hipocresía defensiva. De otro modo lo habrían quemado o colgado.
Una defensa tan respetable como otra cualquiera —pensaba él—. En La Paz no era necesaria.
Entretanto, según le confesó a la Delfina cuando salió del manicomio, él esperaba su momento.
Y creía que había llegado.
En las maneras que había usado la Delfina para sugestionar a la gente que la rodeaba encontraba Heinde un talento sorprendente y una confirmación de las teorías de Mesmer. En la vida hipnotizas tú a los demás o los demás te hipnotizan a ti. Y todo consiste en eso.
Para Heinde los frailes de las misiones eran respetables porque se habían autosugestionado con la verdad de Dios y además habían cultivado la hipnosis de los indios con el Mechudo y la Llorona. Heinde le habló sarcásticamente de eso al prior dominico y este dijo inclinando la cabeza sobre un hombro:
—La superchería se justifica en sí misma cuando pensamos que gracias a ella podemos dar de comer en algún lugar del mundo a un niño hambriento o atender a un viejo enfermo. O escribir una hermosa página alabando al Señor.
Heinde se rendía fácilmente a la evidencia con aquellos hombres y repetía como ellos que el Mechudo era sabio y maligno y que no quería hablar para no descubrir sus maldades. Por otra parte no era peligroso de veras mientras estuviera enamorado de la Llorona. Así, desde que se sabía enamorado de ella no sucedían desastres. Sólo se había ahogado algún indio buceando para buscar la perlita.
Muchos indios iban a rezarle al Mechudo al caer la tarde y a pedirle que dejara a la Llorona en paz y se fuera al mar a fecundar una ballena. Porque la Llorona era de la isla de San José —eso creían los pericoes— y sería bueno que la dejara en paz. Para poder ellos asomarse a la caverna y hablar con ella.
Según los indios las ballenas que saltaban a la playa y allí morían bramando bajo los cuchillos de los mestizos que les sacaban la grasa, estaban enamoradas del Mechudo y este no les hacía caso. Y hacía mal porque sus amores con la Llorona «nunca tenían logro» según decían, aunque sólo los separaba un brazo de agua.
Otras cosas decían los indios, sugestionados por los frailes: «Los padres jesuitas habían sido buenos y los dominicos y franciscanos también lo eran y comían culebra como los demás, y por eso la perlita que sacaban cada día era para el niño Jesús y Santa Cecilia y San Ignacio y Santa Loreta y también para la Virgen guadalupana que estaba tierra adentro».
Heinde los primeros meses después de salir del manicomio tuvo dificultades, pero cuando supo que había en la isla perlas y oro se desnudó, se vistió luego la chaqueta vieja y comenzó a visitar a la Delfina y a decirle para fascinarla que quería ser crucificado como Jesús y que lo había intentado clavándose el pie izquierdo con un clavo de oro contra una cruz que él mismo construyó. Pero que no habían quien le ayudara a crucificarse —necesitaba otra persona para la última mano y para la lanzada en el costado— y no lograba encontrarla aunque había hecho todas las diligencias posibles. Por eso se sentía frustrado. La Delfina le miró el pie por arriba y por abajo y viendo que no tenía cicatriz en la planta sino sólo en la comba superior le dijo:
—Eso mordedura de serpiente fue, que su mercé abrió luego la carne con un cuchillo y chupó el veneno.
El haber atrapado a Heinde en una mentira como aquella, sobre la cual pensaba fundar el discípulo de Mesmer su sistema de sugestión con la bruja, le fue funesto. Tanto que sucedió todo lo contrario. Heinde quedó a merced de la Delfina. Así y todo insistió:
—Un loco se ofreció para crucificarme del todo, pero era manco y el brazo que le quedaba estaba reumático y con la mano no podía agarrar el martillo. Así es todo en la vida y nunca se alcanza el éxito completo.
Viéndolo insistir la Delfina comprendió que quería salir adelante con su plan y le dijo con acento muy amistoso y afable:
—Yo tengo las dos manos en buen estado y clavos no faltan aquí —señaló una caja donde los había— ni tampoco martillo, que los indios roban esos aperos para mí en la mina cuando yo se lo mando.
Se miraban los dos en silencio y viendo Heinde que se estaba la vieja quedando con él decidió jugárselo todo de una vez:
—Es que para crucificarme a mí, es decir a un mártir voluntario como yo, hacen falta clavos de oro.
Los ojos de ella se agrandaron y parecieron despedir chispas:
—¿Sabe su mercé dónde los hay?
Él sacó uno bastante largo del bolsillo de la chaqueta y lo mostró. La vieja vio que Heinde había ganado la partida:
—¿De dónde lo ha sacado?
Él parecía arrepentido de haber hablado tanto:
—Ah, lo que es eso…
Pero no creía ella que fuera oro. Sabía que lo había en la isla, pero ignoraba dónde y no creía que Heinde lo hubiera averiguado. El caso era que aquel clavo amarillo rojizo lo mostraba Heinde en la mano.
Ella miró alrededor buscando algo y dio una gran voz llamando a Loreta, quien apareció poco después, soñolienta, como si acabara de despertar:
—Tráeme el botellín del agua fuerte.
La niña desapareció y la Delfina se quedó mirando a Heinde y pensando que aquel loco sin calzones tenía más trucos que ella. Y que no estaba loco.
—Tres clavos de oro, necesitaría su mercé para crucificarse. ¿Dónde están los otros dos?
—No lo digo porque todavía no cree usted que esto —y mostraba el clavo— sea oro. Cuando se haya convencido podremos hablar más claro.
La niña volvía con dos botellas chicas porque no sabía cuál era la que su madre quería. Ella eligió la del ácido sulfúrico y le pidió el clavo a Heinde, quien se lo dio. La vieja con el tapón de vidrio mojado tocó el clavo en dos sitios y siguió hablando mientras el ácido hacía su tarea:
—Ese del oro es el mejor truco que has traído aquí, viejo gachupín…
—Yo no soy de España. En todo caso conozco trucos mejores que el oro. Y también los conocen los frailes y los conoces tú. Los frailes con el Mechudo y la Llorona, tú con tu delfín del empalme y tus ciento diez años.
—Y tú —dijo ella con desdén— con tus partes descubiertas. Pero a mí eso no me impresiona. Más de seis mil hombres andan por ahí como tú y más desnudos que tú.
—Sí, pero yo tengo chaqueta.
Sabía Heinde que la chaqueta que lo tapaba por arriba valoraba más escandalosamente el desnudo por abajo.
—Y oro —dijo ella.
Rehuyó responder Heinde directamente:
—En cierto modo, pero hay muchas clases de oro en el mundo. Tú conoces ese que tienes en la mano esperando que el agua fuerte le deje la señal de la mordedura, pero yo conozco otros muchos.
—No hay más que este oro.
—Poco vale cuando hay alrededor doce carabinas.
No había duda de que se refería a Urrea. Y añadió Heinde:
—Doce. Y con una basta.
La Delfina comprendió que era una amenaza. Si no pactaba con el gachupín germano este podía entrar en consorcio con Urrea.
—A Urrea y a sus doce carabinas los tengo yo bien sujetos.
—Ya lo sé —y miraba la puerta por donde había desaparecido Loreta—. Tú no has hablado con sabios, pero sabes que el misterio produce autoridad y la autoridad es poder y el poder de la autoridad atrae el oro o al revés, el oro atrae la autoridad y el uno y el otro se corresponden. Tu hija nació de un delfín que se empalmó contigo y no tiene evacuación mayor y sus meados son néctar de la pitahaya. Y es virgo.
—Virgo es y mucho sabes.
—No lo será mucho tiempo.
—¿Por qué?
—Ese clavo se lo quitará, el virgo. Y esto.
Señalaba su propio sexo, lo que en las costumbres de aquella tierra no era procaz ni mucho menos.
La Delfina miraba el clavo y convencida de que era oro y no cobre porque el agua fuerte no le hacía mella se levantó, frenética:
—¿Quién te lo dio?
—Nadie. Yo lo encontré.
—¿Dónde?
—Mucho quieres saber y cada cosa quiere su tiempo y sus condiciones. Aunque me ves con mis partes destapadas no soy tan pendejo. Mil y dos mil y cien mil como ese están aguardando quien los saque de la tierra. Y no están muy hondos, que con una piqueta y las meras uñas se pueden lograr.
—¿Dónde? —repetía codiciosa la Delfina.
—No lo sabrás ni lo sabrá nadie hasta que tengamos una manera segura de salir de aquí. Porque ¿qué vamos a hacer con todo ese oro en esta tierra? ¿Llevárselo a la Santa Virgen como las perlitas? Ya sé que no todas van a la misión y que tienes más tú que los frailes. Pero hay que salir de aquí.
Se veía a la Delfina aturdida, como en derrota. El loco sabía tantos trucos como ella y además tenía oro. Meditaba y se la veía enrojecer por un lado de la frente y la oreja, por un lado de la nariz y la barba. Se acercó a Heinde y cogiéndolo por los hombros —ella era más alta que él— le dijo:
—Tengo ahí dentro una caja con siete cabezas de culebra cascabel. Siete. Todas cortadas al ras, pero vivas y llenas de ponzoñita. Tengo al capitán, que si yo se lo mando te echará bala esta noche y te casará con la Flaca antes que la última ballena de la playa dé el azotón.
—Ya sé que en la península mandas tú.
—Ahora, no tanto. Hay que conchabarse. ¿Cuáles son tus condiciones, marqués sarnoso? Porque tú has sido marqués o duque, pero tienes la sarna.
—Sin faltar. Sólo una condición: la Loreta.
—Es virgo.
—No lo será mañana.
—Mucho tira de ti esa criatura.
Tardaba Heinde en responder y por fin dijo:
—Tu hija es limpia como el sol. Tiene una limpieza solar.
—También hay una limpieza de la oscuridad y de la noche, Heinde.
—Esa la tiene también ella. Pero no es de la noche, sino de la muerte que para mí es lo mismo y que lleva más de cuarenta años persiguiéndome.
—Tú eres marqués, pero pájaro de horca.
—No, sino de guillotina. Tú sabes entender a la gente, vieja puta.
Ella soltó a reír. Era raro que se le presentara a Heinde la ocasión de hablar así y desde luego habría sido imposible con otras personas. Cuando se presentaba aquella ocasión era pintoresco oír hablar a un hombre desnudo de cintura para abajo en aquellos términos.
Lo curioso es que Loreta, que casi nunca hablaba, se expresaba con él a veces en términos raros y misteriosos si el caso se presentaba. Como si adivinara en Heinde la clase de palabras que aquel extraño tipo esperaba. Hay mujeres con instintos mágicos. Así, le dijo un día a Heinde:
—Todos vienen de la tierra, como la hierba y las plantas grandes y los animalitos, y los peces, pero yo vengo del cielo y tengo memorias bien claras.
—¿Qué memorias?
—Es inútil. Tú no comprenderías.
—¿Por qué?
—Sólo comprendemos las cosas que tienen sus raíces dentro de nosotros mismos. Y el cielo, aunque tú no lo creas, tiene raíces aquí.
Señalaba su propio pecho.
—¿Y aquí, no? —preguntaba él, señalando el suyo.
—Ah, eso yo no lo sé. Si no lo sabes tú no lo sabe nadie.
Se quedaba Heinde asombrado. Y se decía que cualquier ser humano, hermoso o feo —¿hay seres feos?—, ignorante o letrado, rico o pobre, grande o pequeño e incluso loco o cuerdo, tiene dentro la posibilidad de deslumbrarnos con una dosis o un rayo o una sospecha de infinitud. El deslumbramiento del infinito es una capacidad que tiene todo ser y quizá cada cosa existente, viva o inerte.
Todo lo que vemos, tocamos u oímos, tiene esa aptitud.
Y hasta todo lo que imaginamos, como el Mechudo —a quien nadie había visto nunca— o la Llorona.
Todo hombre o mujer, niño o viejo, toda obra de hombre o de mujer, toda imaginación de mujer y hombre, todo animal vivo o imaginario, toda cosa presente o ausente pero capaz de ser soñada o presentida, tenía aquella aptitud de deslumbrarnos por la promesa de alguna clase de dimensión infinita. Promesa bien clara y perceptible.
Si el hombre no lo olvidara nunca, la vida podría ser un verdadero paraíso y Heinde comenzaba a pensar que a pesar de todos sus infortunios de hombre nacido en una cuna coronada de oro y de lises y su condición de hombre eternamente en fuga, la intuición de ese deslumbramiento —y a veces el deslumbramiento mismo— lo hacía más feliz que si se hubiera sentado en un trono. Incluso la simulación de la locura y su completa y obligada deserción de la vida parecían propiciarle a veces aquel deslumbramiento.
Esperaba llevar un día a Loreta a la gruta de la Grenouille, pero sería sólo cuando estuviera seguro de que después de haber estado con ella allí no volverían a tener relación con los locos, con el capitán Urrea ni con los misioneros.
Y menos con los pobres indios, que eran cada día menos en número a medida que se acumulaba el cobre color de sol en los embarcaderos de Santa Rosalía. Y las perlas en las misiones y en el tesoro secreto de la Delfina. Porque ella y los misioneros se guardaban recíprocamente el secreto.
Ella lo miraba, hierática, como una de esas cabezas de indios toltecas que aparecen grabadas en piedra, entre dos serpientes.
Seguía mirándolo y todavía intentó el mismo truco que con el capitán:
—Ella no es como nosotros. Ella se alimenta…
—Sí, ya lo sé. El pez vivo y la cuerdita que lo vuelve a sacar cuando la sombra de la pitahaya ha crecido un palmo. Pero hace ya muchos años que me destetaron a mí, Delfina. Y tú no tienes ciento diez años, sino setenta escasos. Y la Loreta no es hija tuya, sino de un padre dominico y una india hermosa, que se la chifló detrás del coro. La mamá se difuntió con la epidemia de hace dos años en Santa Rosalía y era pariente tuya.
—Aquí todos somos parientes.
—Menos el capitán y yo, que venimos de otras tierras. Y como el capitán no aprendió la ciencia…
—¿Qué ciencia?
—La que tenías tú sabida al nacer, que hay indios mestizos como tú que tienen la ciencia del embuste cegador. Dame el virgo que huele a pitahaya.
—Eres un puerco.
—Más vale que digan ahí va el puerco de Heinde que ahí va el cuerpo de Heinde. ¿No se te hace verdad?
—El capitán está dispuesto a todo. Porque tiene una mujer pendeja de Vallarta que sólo entiende de comer y de evacuar, y que le obliga a construir pozos negros en la casa, para comodidad.
—Esa viene de gringos, que son así.
—El capitán tiene carabinas cebadas.
—Yo me lo traigo atarantado. Me ve cantarle coplas a la Llorona y cree que estoy loco por ella.
—¿Y cuando sepa que andas con mi hija?
—No es tu hija, Delfina. Que yo me las sé todas.
—Bueno, con la Loreta.
—Él cree que la niña está por el Mechudo y que es cosa sagrada.
—El capitán puede cambiarse y desempadronarte en un momento de claridad y de lucidez. Que cada cual los tiene esos momentos.
El Heinde volvió a su sistema hipnótico y poniéndose a bailar sobre un pie descalzo y sobre el otro y quitándole el clavo de oro a la vieja cantó:
Con cualquiera me acobijo
y lo hago con mi matraca
sin miedo a que me atiranten,
que al cabo la muerte es flaca.
Se dio cuenta la Delfina de que aquel hombre era de los suyos, fuerte como la mentira, es decir más fuerte que la verdad de una ley y todas las leyes. Pero si había alguna duda, Heinde, fingiendo el idioma de los léperos machos, le dijo:
—Si el sargento se apea del burro y ve la verdad le tronaremos la cafetera con su mismo pistolo, que no será el primero que yo mande a cenar con San Tancredo.
Esto último era mentira, como se puede suponer. Volvió a sentarse la vieja y dijo:
—Está bien. Mi hija no es mi hija. Y es doncella y come y coge y pare si llega el caso como las demás, sólo que no tiene la propensión del macho y con las voces que yo he hecho correr por la isla todos se le apartan menos el capitán. Ahora hagamos pacto y dime dónde está el oro.
—Sólo lo sabrás cuando tengamos el camino de la mar expedito.
—En la mar no hay caminos.
—Los del viento, madrina.
—Falta un bajel.
—No tanto, madrina. Un falucho y dos velas. Y están ya aparejándolo.
En aquel momento llegaban de la bahía lamentos que parecían humanos, pero eran de los coyotes que se acercaban al olor de las ballenas muertas. Algunos indios creían que entre aquellos lamentos estaban los de la Llorona.
Porque con las ballenas muertas había un orden de aprovechamiento: primero los hombres, luego los perros sin amo, luego los coyotes. La diferencia entre estos dos últimos era que los perros gruñían y ladraban y los coyotes se lamentaban como almas en pena.
Iba a marcharse Heinde cuando llegó el tío abuelo de Loreta, con sus confusas maneras de hablar. Se veía que había estado bebiendo y en aquellos casos le gustaba recordar tiempos pasados. Sentía una admiración retrospectiva por Fernando de la Toba, militar español que proclamó la independencia de la península en tiempos del emperador Iturbide.
—Fue cuando vinieron los dos barcos con los sabios que tenían órdenes de los reyes francés y español de estudiar el paso de Venus por delante del sol. Y eran dos barcos que se llamaban «Astrolabio» y «Brújula» y era el año de Venus, que se juntaban las ballenas en las arenas del Malarrimo por centenares y allí se casaban y se cubrían para el empreñe y no es porque Fernando de la Toba fuera amigo de mis amigos, que hombre de calidad era y todo lo bueno que se hizo entonces lo hizo él y… bueno, que nadie se lo estimó ni lo tuvo en nada y hasta le quitaron su nombre a los lugares que lo tenían y ahora se me acuerda una historia que la señora madre de Fernando de la Toba me contó siendo yo muy chico y no se me olvida. Este… Hablo de un señor que era condueño de la mina del Boleo y estaba casado y tenía un hijo y una hija los dos chamacos y su señora se murió y, lo que pasa, el viudo se casó con otra señora y ella le dijo: pues si quieres vivir conmigo tienes que llevar a perder a tus hijos en un escampado y un día que te vayas a cazar coyotes te los llevas y te los olvidas. El chamaco lo oyó y le dijo a su hermanita: compra un bote de pasitas de uva y las vas echando por el camino y así sabremos cómo volver. Y el padre los llevó a perder y la niña iba sacando pasitas del bote y echándolas al suelo con disimulo y el padre se los llevó muy lejos y allí los dejó, perdidos, prometiendo que el día que pasara Venus por delante del sol iría a buscarlos. Pero los chamacos no sabían del sol ni de Venus ni de las ciencias del cielo ni de la tierra, por la edad. Y el papá con el apego de la hembra nueva nunca iba a traerlos. Entonces agarra el chamaco y le dice, este, hermanita, ahora sí que estamos perdidos para siempre. ¿Por qué? Porque los pájaros se han comido las pasitas y ora pos ya no vamos a dar con el camino y como no lo había, pos ni modo. Que entonces agarran y se van andando y andando y llegan a una parte que se encontraron con un viejito encogido que llevaba tres perritos que eran angelitos aunque no lo diría nadie por el semblante. Y uno se llamaba el Rompecadenas y otro el Pies Pesados y el otro Pies Ligeros y les servían de guías en el camino y el viejito se desvaneció con una brisita de niebla. Y todos se van y se van y un día que llegan a una parte en donde estaba una palma muy alta y a la chamaca se le antojaron unos cocos y le dice: bueno, hermano, súbete a cortarme aquellos cocos que están arriba porque tengo sed. Y que agarra y se sube el chamaco y cuando estaba arriba la hermanita le dice como burla: eh, que ya no quiero ir contigo, que me voy con los perritos, y así se fue sola y cuando bajó el chamaco ya no estaba. Y la chamaca había caminado mucho con los tres perritos y cuando estaban dentro de un chaparral la niña dijo: Tengo sed y quiero agua. Y había un pozo. Y el perro Rompecadenas habló como persona y dijo: ahí en el pozo hay agua buena, pero abajo está una espantable serpiente con alas y tres lenguas. Y la chamaca miró alrededor y vio atada a un árbol una princesa que estaba esperando a los sabios de las carabelas «Brújula» y «Astrolabio». Y el perrito Rompecadenas dio un estirón y se vio que era una figura como ángel o persona de mérito y la chamaca se espantó y se fue corriendo y el perro fue a buscar al chamaco y le dijo, este, le dijo: allá abajo está la doncella atada al árbol y en el pozo hay una serpiente con alas y tres lenguas y este, bueno, que más vale que vengas conmigo para salvar a la doncella. Y el chamaco, como que estaba conforme bajó y preguntó por su hermana y el perro Rompecadenas le dijo: Un arriero de la casa de Femando de la Toba se la llevó monte arriba. Y el chamaco fue donde el pozo y mató a la serpiente y le cortó las tres lenguas y desató a la princesa y ella corrió a la casa de su padre. Pero lo que pasa, todos le hacían traición al gran caballero que fue don Fernando de la Toba y el arriero que estaba también al servicio de la serpiente del pozo y había atado a la princesa ya había llegado a casa del rey y le dijo: yo solté a la princesa, que la tenía presa la serpiente. Ya debe de estar cerca de tu casa. Y ella apareció y dijo: Aquí estoy. Y el perro Rompecadenas llegó y como tenía habla de persona dijo: No es verdad, que la mató el chamaco perdido adrede por el padre viudo. Y el arriero que no y el perro que sí y el rey dijo, este, pues si el arriero la mató tiene que casarse contigo, hija, que es mi ley. Y la hija: no, papá, que fue un chamaco. Y el perro Rompecadenas se fue corriendo y volvió con el chamaco y con los otros dos perros. Y la princesa dijo: este chamaco fue. Y él traía en la mano las tres lenguas de la serpiente y cuando el rey las vio dijo: que truenen al arriero contra la pared de la misión y que se case mi hija con el chamaco. Y la boda fue muy sonada y la madrina fue la mera Llorona, que iba vestida con su huipil de seda, y el padrino fue…
—¿El Mechudo? —preguntó la Delfina.
—No, que el Mechudo no se ha rasurado nunca y a las bodas hay que ir además peinado y calzando cuero. El padrino fue don Fernando de la Toba, que era tan bueno que llegó a tiempo, este, y le dijo al rey: no truene su mercé al arriero, que no es malo sino pendejo y por pendejada más o menos nadie debe morir. Y el rey le hizo caso y no lo tronó pero lo mandó a las islas Marías y allí se pudre.
Acabado el cuento, que el viejo dijo que había realmente sucedido, la Delfina preguntó burlona:
—¿Cuándo ha habido reyes en estas tierras?
—Pues entonces estaba Iturbide, que emperador era.
—Al otro lado de la mar de Cortés y de las dos bocas del río Colorado.
—Eso es verdad —dijo Heinde—. Y el cuento viene de la Edad Media y lo cuentan en todos los países de Europa.
—Lo que yo digo —añadió el viejo pensativo y sentándose en un capacho puesto cabeza abajo— es que donde hay población hay rey o reina.
—¿Quién es el rey? ¿El Mechudo?
—No. Pero hay reinas. Por ejemplo, su mercé. Pocos años hace que había rey: el Carnero. Pero ese por mera maldad. Y si por méritos de bondad habría que nombrar uno yo me acuerdo de don Fernando de la Toba, que todos lo habríamos acatado. Y la Delfina no será reina si no lo quiere su mercé, pero tiene algo que no debe faltarle nunca a la reina y que no lo hay más que en esta casa.
—¿El qué? —preguntó Heinde, un poco inquieto.
—Hay perlas y aljófares y madreperlas y también hay algo que todo el mundo conoce y nadie conoce por decirlo cabalmente. Hay una princesa, como en la historia que conté, de los tiempos del emperador Iturbide.
Ah, la Loreta.
A la Loreta, enamorada del Mechudo, según había hecho circular la vieja bruja, nadie se atrevía a tocarla. Por otra parte el Heinde, enamorado de la Llorona según él mismo decía, estaba fuera de sospecha y pretensión.
Pero había matado algunas serpientes y no en el fondo de un pozo, sino a los lados de los caminos de mulas y no conservaba sus lenguas, pero había quien decía que conservaba sus cabezas cortadas y guardadas en cajas de oro con la fecha del día del descabezamiento y la fase de la luna, por si acaso. Y sabía dónde había oro que la Llorona se lo había dicho.
Y tenía habladas muy extrañas y nunca oídas con la Delfina y a veces con su hija la Loreta nacida de una tonina macho. Y aunque estaba cada noche con la Llorona, esta nunca se le había mostrado con su cara de mula. Y ni siquiera de ternera.