No se quedaron mucho tiempo en aquella cantina de Santo Tomás y al salir juntos fueron caminando hacia la vivienda de la Delfina, que estaba a media altura de una escollera peligrosa.
Uno de los navegantes que se perdió para siempre en aquel lugar sin que hallaran su cuerpo fue un tal Ulloa. En el siglo XVI.
A veces, cuando la brisa traía el mugido de las ballenas azules —que eran las más grandes— en la época del celo, la Delfina decía, burlándose de las supersticiones de la gente, que era el gemido de Ulloa.
La Delfina se burlaba de aquellas supersticiones porque le gustaba imponer y enraizar las suyas entre indios, locos, mineros y peones mestizos de rancherías. Lo conseguía fácilmente.
Por el camino no hablaban el capitán ni Heinde.
Heinde solía decir que había nacido en España, pero hijo de dos alemanes luteranos, lo que en tiempo de la Inquisición tenía sus peligros. Así que sus padres lo mandaron a Alemania a estudiar. Todo eso era mentira porque Heinde nació en Francia. Añadía que estudió en Alemania algo que vino a empeorar su situación porque estudió con Mesmer una ciencia completamente nueva y desconocida entonces: la hipnosis y el hipnotismo. Esto último era verdad y en Alemania tomó su nombre falso: Heindel.
Estudió a fondo todo lo que sabía Mesmer y se atrevió a añadir cosas por su cuenta con experiencias personales a veces inteligentes, a veces grotescas.
Con toda una maraña de habilidades para salvar la piel o más bien la cabeza de la guillotina que todavía se usaba en París, a veces se condujo como un payaso de feria, pero alguna vez también como un sabio en su cátedra. Porque desde Francia había ido a Alemania como dije con el nombre de Heindel y con ese mismo nombre pasó dos años en la Suiza alemana. Luego fue a España, de allí a México y si usaba en la Baja California desnudez indecorosa como elemento de hipnosis —lo inusual ofensivo— poniéndose una chaqueta ya que en el caso de ir desnudo del todo no habría llamado la atención, al hablar con algún fraile lleno de ciencia apologética tenía que andar con cuidado y merecer a un tiempo el respeto y el odio, cosas que son posibles. El respeto intelectual y el odio de conciencia y de fe. La vida podía ser vulgar, pero era siempre complicada.
Se acordaba mucho de España. Estuvo, como dije, en Suiza y fue a España. No era la primera vez. Había estado ya antes acompañado de un Montpensier.
La segunda vez todo fue mucho más difícil porque había gente entre la aristocracia que sospechaba de él y aun alguno que le guardaba el secreto.
Y todavía —nunca falta— había quienes pensaban hacer negocio vendiendo cara su cabeza. Una cabeza que tenía su lugar hacía años en el cesto de la guillotina y si no había ido a parar en él era por verdadero milagro.
Creía Heinde en los milagros y en cierto modo en el Mechudo y en la Llorona, lo mismo que creían los indios. ¿Por qué no?
Cuando logró salvarse en Sonora —fue un trance de veras apurado, ingresando en aquel manicomio que fue después trasladado a la Baja California— se había considerado perdido. Pero sus trucos le salieron bien, como en España. Con aquello de la hipnosis inventaba cosas nuevas por su cuenta. Porque el tema se prestaba al uso de la imaginación, sin duda. Y él la tenía de sobras. En España y más tarde en América la gente lo llamaba Heinde, sin la ele final.
Cuando volvió a España Heinde tuvo que andarse con cuidado —decía. Era la época en que Fernando VII había reinstaurado la Inquisición y el estudiante iba lleno de novedades sensacionales. Todo esto era mentira porque el rey Fernando lo protegió.
Lo más peligroso consistía en la revelación de que Jesús había sido crucificado, pero no sufrió porque se había autohipnotizado. Eso decía Heinde y lo creía de verdad. Autohipnotizado por la verdad. Por una verdad absoluta. Y añadía para sí mismo: «Como yo». Aunque la autohipnosis de Heinde no era religiosa sino ególatra —una palabra que le gustaba—. Había muchas clases de hipnosis: la del sonido, la de la vista, la de la mente pura. La primera era la más fácil y la tercera la más productiva si se quería explotar. Con aquellas hipnosis se había salvado hasta entonces.
Como se ve Heinde era un sabio a su manera.
Hipnosis quiere decir «sueño». Y se podía producir primero con el sonido. El ruido suave de un bombo graduándolo hasta dar el de los latidos del corazón de la mujer preñada tal como los oye el feto los últimos dos meses de embarazo. El feto dormido. Al poco rato de producir aquel sonido en dos tiempos (bom-be, bom-be, bom-be…) el que lo oye deja de pensar porque el feto no piensa mientras está dentro de la matriz. Bom-be, bom-be. El feto no come. El feto no respira. Pero duerme. Y es insensible en su sueño. Así el que oye el bombe matizado a la medida del corazón de su madre, aunque sea ya hombre maduro y aunque sea viejo, se pone a dormir. Y no necesita comer ni beber. Y no piensa. Y no tiene memoria. Y si le mandan que haga algo lo hará cuando despierte, sin saber por qué. Pero era aquella una hipnosis inútil. Sólo servía para dormir y obedecer. En España acabó así —según decía, mintiendo— que fueron asesinados y uno de ellos hasta lo dejó heredero de mil quinientos duros.
Pero hizo otras cosas y tuvo que salir para evitar que lo enviaran a Francia. Con ese mismo fin en México se hizo el loco. No era difícil. Le bastaba con practicar su arte. Lo había ido refinando y enriqueciendo según creía, aunque no hablaba fácilmente de aquellas cosas. En México había pasado por situaciones críticas. Iturbide lo protegió, pero después que «lo tronaron» Heinde tuvo que escapar hacia el norte de mala manera.
Tenía miedo de los dominicos, que sabían que era un francés disfrazado. Para ellos todos los franceses eran herejes.
El dominico más sabio lo quiso confesar un día y Heinde habló imprudentemente en serio. Perdió la guardia. Habló como un sabio pendejo, recordando a su amigo suizo Amiel. En términos filosóficos: «El hombre es el sensorium commune de la naturaleza, el punto en el cual todos los valores se cruzan e intercambian. Por eso puede ser vulnerable ante el hipnotismo. La mente es maleable y plástica y es al mismo tiempo lo que es, lo que hace y lo que sabe. Todo lo contiene hasta la idea de sí misma. Yo me elevo por ella al Segundo Poder —el fraile abría grandes ojos de asombro—. Si el universo subsiste es porque la Mente Eterna ama la noción de su propio contenido…».
—¡Cállese usted! —le gritó el fraile.
Comprendió Heinde que estaba denunciándose y le respondió seguro de su impunidad:
—Los dos somos sabios, pero usted, dicho sea con respeto, es además un hijo de la chingada. No olvide que la Mente Eterna permite a miríadas de soles desarrollarse a su manera y a mí a la mía y así da vida y consciencia a innumerables criaturas de todas las especies, con hábito o sin él. Y todas esas mónadas multiplican por decirlo así como el Mechudo y la Llorona Su divinidad. Debajo del cielo, encima del mar y debajo del mar.
Después de haberle hablado así el dominico lo miró con algún miedo y le dijo:
—¡Impostor!
Ahí fue donde se alarmó, Heinde.
Se había dado cuenta a tiempo y dio marcha atrás, pero el fraile adivinó algo raro y sólo mirándolo de arriba abajo y advirtiendo que iba desnudo debajo de la chaqueta y con el sexo descubierto pareció tranquilizarse.
Por un momento —recordaba Heinde— había perdido la guardia, es decir, se olvidaba de su situación. Creía que el dominico quedaba un poco hipnotizado. En realidad todo el mundo está un poco hipnotizado y algunos más que si lo hubieran sido por el mismo Mesmer. Y no se daban cuenta. Para hipnotizar a un sabio había que usar la sabiduría.
Y se hablaba a sí mismo sin dejar de caminar al lado de Urrea: «Pero no hay que confundir eso con la magia. Yo sé que hay quienes envían cabezas de serpiente en cajas de cobre refinado que parecen de oro. Son cabezas vivas, aunque las cortaron del cuerpo y el cuerpo se lo comieron cocido los locos y los dominicos y crudo los indios. Pero la cabeza conserva el zizo y muerde y clava los dientes secretorios con la ponzoña. Y aún después de muerta, mata. Y eso no es hipnosis ni magia sino naturaleza».
El capitán oyéndolo hablar así no se extrañaba porque recordaba que había salido del manicomio.
—Pues yo no le he mandado una cabeza de esas a nadie —dijo Urrea.
—A mí me mandaron una, pero estaba cancelada porque llevaba más años cortada de los precisos. Sólo puede morder, como sabe su mercé, tantos años como días faltan a la luna para acabar su creciente, eso es. Y hay serpientes que fueron cazadas y decapitadas el día antes y esas sólo siguen vivas un año. ¡O menos!
Pero Urrea pensaba en otra cosa:
—Usted —le dijo deteniéndose de pronto y cogiéndolo por las dos solapas con una sola mano— ha tenido algo que ver con la Loreta.
Se puso pálido Heinde:
—¿Yo? ¡Que me caiga muerto! Ella es una princesa, ella es una nereida coronada por el rey de las aguas, ella es la hija de la Delfina y del delfín.
Con todo aquello parecía querer decir que Loreta era sagrada. Así lo pensaba también el capitán.
Heinde creía, sin embargo, que aquel capitán era un ingenuo. Era como un niño pequeño, cosa frecuente en los militares. Había que verlo el día de la fiesta nacional, el día de la Independencia, con su uniforme y sus escarapelas. Sólo un niño podía sentirse a gusto vestido de aquella manera. Se hipnotizaba el capitán con su uniforme.
Y en cierto modo tenía razón Heinde.
Había algunas personas inteligentes que sin haber estudiado practicaban la hipnosis para su provecho personal. Sin saberlo, claro.
Y la gente se dejaba hipnotizar fácilmente. Por ejemplo, toda la parte sur de la península y sobre todo la comarca de La Paz y de San José del Cabo estaba hipnotizada. Los jesuitas cultivaron aquello poniendo al Mechudo y a la Llorona de guardianes de los placeres de perlas y madreperlas y aljófares. Y después, como los placeres habían venido bastante a menos, los dominicos y los franciscanos se conformaban con una perlita diaria para la Virgen y en cuanto a la Delfina… Bueno, las cosas no deben decirse todas juntas. Y en aquel momento los dos iban a ver a la Delfina.
Cuando llegaron la Delfina estaba con el Alienado —uno que había descubierto aquella palabra leyendo una gaceta y se llamaba a sí mismo de esa manera para evitar la palabra denigrante: loco. El Alienado. Había querido trabajar con los franceses en las minas de cobre, pero tenía la manía administrativa y a fuerza de querer organizar las minas todo lo enredaba. Quería que los locos todos entraran a trabajar como administradores y le había llevado a la Delfina —que tenía influencia— un escrito pormenorizando bien sus planes. Decía aquel escrito: «Establecer el número total de alienados con los cuales hay que hacer la selección atendiendo las observaciones del párrafo 5, línea A, forma 24-237. Hay 43 alienados útiles, entre ellos el que tiene el honor de firmar, que considero meritísimo».
La Delfina lo escuchaba porque le llevaba noticias de las minas.
En cierto modo los de las minas eran rivales de ella. Al menos ella no mataba a los indios con la silicosis. Era su ventaja.
Heinde no estaba loco pero lo simulaba como un genio de la escena. Y, como ellos, había llegado a sugestionarse hasta el extremo de creer de veras en el personaje que representaba. Últimamente le había encontrado a ese papel un interés superior.
Fue con la Delfina con quien lo averiguó. Y era un interés erótico.
En cuanto al Alienado sí que lo estaba, de veras. Decía que nunca llegaba a buen fin con ninguno de sus planes —por ejemplo, en las minas— porque tenía un arco iris entre la tripa medianera y la garganta. Nadie podía imaginar qué tripa era la medianera.
Decía que había que despersonalizar al mundo.
Porque lo malo del mundo es que sólo había gente.
Había leído gacetas aunque no era hombre de entendimiento como Heinde, y solía decir de sí mismo:
—No estoy loco. Ni siquiera alienado. Estoy sólo despistado.
—¿Desorbitado? —le preguntó un día Heinde, creyendo hacerle un favor.
—No, sólo despistado. Desorbitado es cosa de los planetas. Y hay que saber distinguir. Por ejemplo, el rey David bailaba desnudo y está en la Biblia santa. Los indios que bailan desnudos no son reyes sino hijos de puta.
Cuando llegaron el capitán y Heinde se calló el Alienado y se hizo a un lado. Consideraba a aquellos recién llegados los hombres más importantes de la península. Sin contar con los franceses de las minas, que aquellos eran extranjeros.
Al llegar el capitán y su amigo el Alienado se marchó diciendo que estaba de servicio.
—¿De servicio dónde? —preguntó Urrea, extrañado.
—A las órdenes del Mechudo.
Y se fue tras hacerle una reverencia a la Delfina.
Cuando estuvieron los tres solos se vio en seguida que sobraba uno de los dos hombres. No sabían de qué hablar y era porque cada uno llevaba una intención diferente y contraria. La Delfina se daba cuenta y cuando el aire comenzaba a ponerse tormentoso apareció Loreta, que llevaba su faldellín de aljófares y sugería el sexo sin descubrirlo del todo. Y cuando se sentaba apartaba los aljófares de detrás, para que no se le marcaran como rosarios en la combita lumbar.
Era lo que acababa de hacer.
—¿De dónde vienes? —preguntó la madre, sonriente.
—De ver a las ballenas moridoras.
—Todo el día las he oído yo bramar desde aquí —dijo la bruja.
—Yo fui a la cantina y no había nadie, pero el cantinero me contó un cuento.
—¿A qué fuiste a la cantina de Santo Tomás?
—A buscarlos a estos.
—¿A los dos? —preguntó el capitán, un poco extrañado.
—Pues… su mercé casado está. Y el Heinde está enamorado de la Llorona y va a cantarle coplas a la playa. Era la primera vez que la muchacha hablaba de aquellas cosas al capitán. Estaba casado, es verdad. Bueno, no precisamente casado sino que vivía con una mujer. La manía precisamente del padre Pancho —de los franciscanos— era casarlos. Pero el capitán no quería, porque aquella mujer era… «imposible». Nunca decía por qué era imposible.
El hecho de que el Heinde estuviera enamorado de la Llorona no le extrañaba al capitán y le daba cierto secreto alivio. Pero la niña hablaba más de lo que solía. Decía que el cantinero de Santo Tomás le había contado un suceso que le ocurrió a su padre una vez que llegó un obispo.
—Perdón, Loretita, pero a estas tierras no ha venido nunca obispo ninguno.
—A esta no. Lo que pasó fue en Sonora un día de procesiones. En un pueblo existía una iglesia donde había un cura. Hizo una invitación al señor obispo a la sierra, a una distancia de… larga. Y llegó el momento en que salieron. Salió también la procesión con todos en dos filas como en una… bueno, rumbo al punto a donde iban. Pero había un comerciante un poco avorazado y dice: yo dentro del monte a medio camino voy a poner una cantineja porque ese día se va a vender mucha comida. Fue y la puso. La gente ya iba terminando de pasar y sólo quedaba el señor obispo, que iba al final.
Y se le ofrece al señor obispo pedir unos huevitos pasados por agua y se los dan y sabiendo el cantinero que no había vendido nada le pregunta al señor obispo cuánto le debe de los huevitos. Y el cantinero va y le dice: «Seiscientos pesos, señor». «¿Por qué me los cobras tan caros, hijo? Yo sé que aquí, en esta tierra, no son caros los huevos». Y el cantinero le respondió: «Los huevos no, pero los obispos sí, porque pasan pocos».
Reía el capitán, sonreía Heinde y la bruja miraba a su hija complacida y seria. Loreta había olvidado ya el cuento y se ponía a contar unos canutillos de carrizo que había dejado debajo de un taburete. Los contaba con mucho cuidado. Luego miró a Heinde y le dijo, al parecer complacida:
—Son muchos.
—Al servicio de la señora —dijo señalando a la anciana con un movimiento de cabeza.
Al capitán le habría gustado estar a solas con Loreta o con ella y su madre. Pero sobraba Heinde. Este, que quería poner en evidencia al militar, le pidió que contara un cuento. Sabía que los cuentos del Urrea eran como suelen ser los de los militares, cochinos y sin gracia. Y al ver que la bruja insistía el capitán se puso a contar:
—Se trata también de un sacerdote. Estaba confesando en su armarito, ¿no? Y llegó un indio a confesarse en cueros vivos, como suelen.
Al oír esto Heinde se cruzó un poco la chaqueta tratando de cubrirse el sexo sin conseguirlo. No pareció incómodo, sin embargo. Y el capitán seguía:
—El fraile le dijo al indio: «Hijo, confiesa tus pecados».
Y el indio suspiró y dijo: «Muchos son, padrecito. El mes pasado me cogí a una señora». «Bueno, si sólo es eso…». «Y después me cogí al señor…». «¡Hombre, eso es ya grave! Será difícil perdonarte, pero si te arrepientes… ¿Hay algo más?». «Sí, también me cogí a una hermana mía». «¡Qué vergüenza! ¿Tú sabes lo que has hecho?». «Y a las otras cinco hermanas mías. Y el día siguiente me cogí a mi padre y a mi madre». Y entonces al oír esto el santo padre se asomó fuera del confesonario y dijo a los que estaban en la iglesia: «Hijos, levántense y arrímense todos a la pared, este desgraciado nos va a coger a todos». La anciana soltó la carcajada, pero se veía que era sólo por complacer al capitán. En cuanto a Heinde y a Loreta se miraron el uno al otro con una seriedad completa y el capitán se sintió un poco ridículo. Solía ser un hombre cabal y bien educado. Nunca hacía mal papel en ninguna parte. Pero si se veía obligado a contar cuentos estaba perdido porque siempre caía por el lado de la pornografía o del retrete. No tenía el menor sentido de la prudencia ni de la discreción cuando se trataba de fantasear y de contar algo.
Lo que quiere decir que el trabajo de la imaginación es noble y requiere dotes especialísimas. Como cualquier clase de creación. Es decir, de elaboración en el vacío.
El capitán se sentía incómodo porque no se había reído la niña y se dio cuenta de que no era la clase de cuento que ella merecía. Por eso creyó que lo mejor sería marcharse, pero antes quiso cerciorarse bien y dirigiéndose a Heinde preguntó:
—¿De veras está enamorado de la Llorona? ¿Es que la ha visto?
—Sí. A mí se me muestra los lunes.
—¿Por qué el lunes?
—Día de la luna. Y porque le canto más coplas y mejores que nadie. Por ejemplo, anoche le cantaba:
Dos besos llevo en el alma, Llorona,
que no se apartan de mí,
el último de mi madre, Llorona,
y el primero que te di.
—Usted, ¿un beso de la Llorona?
—Como lo oye.
—Además esa canción no es de usted, que yo la he oído antes.
—No olvide que los dos venimos de la Madre Patria. Allí la aprendí yo también.
Había una atmósfera de veras tensa y el capitán alzando la voz dijo:
—No lo creo. ¿Dónde se la canta esa canción a la Llorona?
—En la bahía de los placeres de madreperla, merito.
—Mentira. Allí te escucharía el Mechudo y te daría lo tuyo.
—No es para tanto, que yo busco la intervención de Loreta y ella lo apacigua.
—¿Qué relación tiene ella con el Mechudo?
—Ninguna, eso es verdad.
—Entonces…
—Pero ella está enamorada del Mechudo y él lo sabe muy bien.
—Mientes, que el Mechudo y la Llorona son uno.
—Pero el Mechudo es hombre agradecido. Y sabe que yo no he ido nunca a la isla de San José. Y quiere mostrarse cortés con Loreta.
No entendía una palabra el capitán, quien acabó por levantarse y marcharse sin despedirse de nadie. Era todo aquello demasiado complicado para él. Es verdad que dijo: «con permiso».
Al verse solos los tres, la vieja explicó:
—Es que se acerca la hora de retreta y tiene que recibir el parte de las minas. Se lo mandan los soldados que están allí y cada día tiene que ver lo que pasa y si es preciso ir con refuerzos.
Todo lo que tenía el capitán era, como dije, doce carabinas, pero eran mucha fuerza donde no había otros enemigos posibles que indios desnudos.
Y culebras cascabel, es verdad.
Heinde se quedaba pensando en todo aquello y reflexionaba:
—¡Cuántas tierras hay en el mundo!
Sentía un desdén natural por el capitán, sobre todo después de haberle oído contar aquel cuento estúpido.
Y pensando en el cura dominico que se permitía insultarlo recordaba que a él, a Heinde, cuando nació en París lo había bautizado un cardenal. Ni más ni menos. El dominico estaba muy lejos de suponerlo.
Se habían quedado todos callados y viendo que nadie decía nada y que todos pensaban en lo mismo, la Delfina se puso a contar algo. Sin darse cuenta contribuía con aquello a la fascinación en la que habían caído todos en la península, al menos en los territorios del sur.
Contaba un diálogo que decía que había oído la noche anterior desde la cama hacia las doce, más o menos. El diálogo era:
—Llorona.
—Mechudo.
—Acércate que te tiente, amor mío. La mollera se me enciende con los cuernitos de Moisés y se me erizan las mechas y si te abrazo habrá una tormenta que durará tanto como la boda de la ballena y el balleno, que el macho le entra y no sale sino siete días y siete noches después y hay relámpagos color rosa y color cielo, y color de sangre humana y truenos y centellas y después ya podré llegar a donde quiera.
Ella cambiaba de voces, según lo que decía.
—¿Adónde quieres llegar?
—Al mismo lugar que tú.
—¿Adónde?
—Al finibusterre.
—¿Podremos apagar la candela?
—No hay quien nos abolle, ni nos haga abrir el pico. Los indios se acochinan, los alienados se afrijolan, los dominicos se acurrucan y a todos los agarra la Pelona. Todos se agusanan y dan el último pedo, por un mal decir, Pelona mía; pero a nosotros ni la tierra ni la mar se nos almuerzan.
—No aparecerá la calaca hasta que tú y yo tengamos nuestra tolnanera de amor. ¿Cómo crees que amorrima la ballena?
—No soy balleno, que hombre nací para quererte y el cielo y el infierno aguardan la ocurrencia.
—Atájame el resuello, amor mío. Yo no puedo cruzar la bahía y si la cruzo nos carneará la Comadre Sebastiana. ¡Aaaay, mi camisa de madera!
—Antes te quiero tener sin camisa, Llorona.
Así hablaban según decía la Delfina y esa era la tragedia del territorio bajocaliforniano. No podían morir el Mechudo y la Llorona porque no se habían amado aún como Dios manda y si no morían nadie podía arrimarse a pescar perlas entre la bahía y San José sin la bendición de los frailes. La Virgen María seguía teniendo su perlita diaria.
—Antes de dar la chota —insistía el Mechudo— hay que dar el angelazo en la cama, o sobre las arenas de la playa como el delfín narigón, el de la risa.
Tantas veces había oído Heinde aquellas frases entre la gente, que las sabían casi todos de memoria. Y todos las repetían en serio sin creer en ellas.
Y entretanto la bruja Delfina y Heinde recogían no sólo perlas y aljófar y madreperla, sino oro. Heinde sabía dónde lo había y sabía también dónde esconderlo. Oro en agujas o en pepitas almendradas que metía en canutos de carrizo y guardaba en un lugar que nadie sino él conocía. Es decir, él y Loreta.
Cuando se hubo marchado el capitán, Heinde esperó a que estuviera lejos antes de decir algunas palabras que para cualquiera menos para la Delfina habrían sido misteriosas.
—No pasará de esta luna —dijo.
—¿Seguro?
—Como la luz del sol.
Y no dijo más.
Besó a Loreta en la frente y se marchó a su caverna de la Grenouille procurando, como siempre, que nadie lo viera.
Cuando llegó tendió la chaqueta, que se había mojado, en el suelo para que se secara durante la noche, encendió un candil de petróleo y se puso a leer algunas notas que solía escribir en un cuaderno de bitácora que encontró un día en la playa. Con una astillita afilada en lugar de pluma y con tinta de calamar.
Eran observaciones sobre las aves de aquellos territorios. Nada notable, pero no podía vivir como los demás, es decir una vida simplemente animal.
Como cualquier otro ser humano con sentido moral creía que era su deber hacer algo que justificara su vida y se interesaba especialmente por las aves y su descripción y calificación. Tal vez había en aquella tarea algo de la superstición de los antiguos, que consideraban a las aves como intercesoras entre el cielo y la tierra. De ahí el prestigio del águila. Y la Paloma mística. Y las cigüeñas.
Y había visto —según anotaba en su cuaderno— dos clases de gorriones, unos como los de Europa y otros con una manchita roja bajo el pico —los machos— que cantaban más dulcemente que los gorriones grises.
«Hay —decía— un número considerable de aves marinas y no puedo dar razón de todas ni es necesario porque el padre Torquemada fue uno de los primeros que llegaron a esta tierra y lo ha hecho muy bien. Los más notables son los que llaman alcatraces o sea pelícanos que dicen que son los más viejos que conoce la historia. Hay también carpinteros de cabeza colorada y golondrinas semejantes, aunque no del todo, a las de Francia y España. No hacen sus nidos en poblado porque no hay apenas casas sino en el monte. Los que entran en las casas —en las pocas que hay— se llaman saltaparedes y vuelan hacia los techos a buscar arañas de las cuales se alimentan como los indios de las tarántulas. Hállanse también pichones selváticos y también tildios y estos tienen otro canto y andan siempre hacia donde hay agua. Su color es blanco delante y azul muy claro atrás y en las alas. Parecen ser los que llaman los árabes alcarabanes. Hay además pájaros azules que son muy temidos por los otros, porque les atacan y a veces los matan. De la grandor de tres gorriones son esas aves azules. Y es raro que siendo tan hermosas sean tan feroces. En cambio acuden a la mano del hombre muy mansamente, a comer panizo u otras semillas. También hay grullas y garzas, como en Europa.
»El más peculiar y curioso es el chupamirtos del que hablaré más detenidamente otro día si Dios y el Mechudo quieren». Esto del Mechudo lo decía en broma.