El día siguiente sucedió en la bahía de La Paz algo que venía pasando al menos una vez todos los años. Una bandada de orzas —ballenatos jóvenes de doce o quince metros de longitud— se lanzaron sobre las playas a toda velocidad y saltando fuera del agua quedaron en las arenas y en seco.
La gente acudía a verlas, pero no por el lado de la caleta norte que daba hacia la isla de San José porque allí estaban, según tradición, el Mechudo y la Llorona. Él en la punta que llevaba su nombre, y ella en la isla de San José.
Tenía muchos devotos la Llorona, entre ellos Heinde, escapado del manicomio como tantos otros que se vieron sin asistencia. La locura de Heinde era, sin embargo, sólo un truco defensivo.
Y Heinde era el único que se acercaba a la caleta del norte y ante la isla de San José cantaba a grito pelado acompañándose de un pandero que él mismo se había fabricado con la piel de una serpiente:
Aquí me tienes rendido, Llorona,
Llorona de ayer y hoy
si ayer maravilla fui, Llorona
ahora ni sombra soy.
Al oírlo cantar, es decir al oír el pandero desde lejos y suponer que se trataba de Heinde fue acercándose Urrea entre curioso y ofendido. Suponía que andaría cerca Loreta, pero no la vio y eso le dio alguna tranquilidad.
Heinde iba como siempre con una chaqueta harapienta y sin calzones, y cantaba diciendo cosas raras de la Llorona.
Se decían muchas cosas de la Llorona, naturalmente siempre imaginarias.
Alguien hablando de la Llorona había dicho que era una mujer muy hermosa, pero que los días primeros de la luna creciente se le ponía cara de ternera. No de vaca, sino de ternera. Y sus lamentos como se puede suponer eran más lastimeros que nunca. Otros decían cara de mula.
Heinde que trataba de buscarles a los acontecimientos algún origen lógico pensó que tal vez alguno de los misioneros había dicho que aquel fantasma de la Llorona era una señal de ternura masculina por un lado —la tendencia del hombre a compadecer a la mujer que llora— y por otro de ternura también de la Llorona misma, que se lamentaba de la muerte de su hijo —al parecer había tenido uno— y de la suerte general de los hombres que no tenían amor.
Ternura. Y alguno lo entendió mal, porque no estaban muy hechos a oír hablar de ternura y entendió «ternera». El mismo Heinde aunque decía ser español de nacimiento hijo de alemanes —no era ni lo uno ni lo otro— confundió alguna vez esa voz. Ternura. Por otra parte no era allí la ternura lo más frecuente entre hombres y mujeres ni entre las mujeres y sus hijos, y menos dentro de las tribus, especialmente los cochimíes.
Pero la Llorona tenía cara de ternera algunos días cada mes. De las fases de la luna pasaron algunos locos a hablar del período menstrual y era ya sobrentendido por todo el mundo menos los misioneros y el capitán que tres días cada mes la Llorona tenía cara de ternera. O de mula. Esto último no acertaba a explicárselo Heinde.
Todo añadía algo al misterio y contribuía a la defensa de los placeres de perlas. Por cierto que atribuían a la Llorona una vivienda en un lugar concreto y señalado: una caverna al lado contrario de la isla de San José a la que nadie se acercaba ni en broma. Es decir al que iba alguna vez a escondidas Heinde. Siempre de noche y sin luz lunar.
Aquella caverna al otro lado de la isla de San José estaba embrujada según los habitantes de La Paz y de los territorios de alrededor y nadie se acercaba nunca.
De allí salían —se decía— los aullidos de la Llorona. Porque a veces parecía que aullaba como una coyota, por la noche.
Heinde que había hecho de aquella caverna su hogar secreto cultivaba aquellas supersticiones para que nadie lo molestara. Llamaba a la caverna, en francés La Grenouille porque había encontrado un día una rana y no acababa de comprenderlo ya que no había allí agua dulce.
La existencia de la rana era, sin embargo, una prueba de que la había en alguna parte porque sin ella el animalejo no podía vivir.
Y por fin, aunque parezca increíble, la halló. Había un hilo de agua dulce y caliente, que formaba un charco en un lugar oscuro y difícil de hallar. Después de algún tiempo aquel agua se enfriaba y se podía beber. Para encontrarla se guio por dos estalactitas que, aunque pequeñas, revelaban también la labor de erosión del agua desde hacía siglos. Entonces quiso encontrar alguna otra rana, pero no lo consiguió. La primera que había visto no volvió a aparecer.
Sin embargo algunas noches se oía croar entre las sombras, pero en unas profundidades laberínticas en las que no se atrevía a entrar Heinde.
Era cobarde, Heinde y a veces se burlaba de su propia cobardía pensando que había recorrido medio mundo huyendo de sus enemigos y tratando de salvar la cabeza. A veces se preguntaba a sí mismo, con algo que parecía un humor siniestro si realmente su cabeza valía la pena.
Hacía dos años que no había tenido noticia ninguna de la tierra firme. Creía que todos sus amigos habían muerto. Y él estaba dispuesto a aceptarlo todo, incluso su supuesta locura, que a veces le parecía cierta.
Las canciones que le cantaba a la Llorona no eran suyas sino que las había aprendido oyéndolas cantar a otros.
No puedo olvidar el día, Llorona,
el día que yo te vi
hermoso huipil llevabas, Llorona,
que la Virgen te creí…
No era posible que hubiera visto a la Llorona auténtica, porque nadie la había visto nunca, con excepción, tal vez, del Mechudo. Y el Mechudo le cantaba por la noche según decían:
A mi me llaman Mechudo, Llorona,
Llorona de azul celeste
aunque la vida me cueste, Llorona,
no dejaré de quererte.
Ese sí que era el estilo del Mechudo a quien tampoco había visto nadie. Los dos vigilaban —el Mechudo y la Llorona— los placeres de perlas de la bahía.
Al llegar Urrea cerca de Heinde vio que detrás de la última ballena caída en la arena estaba Loreta. En aquel caso, parece que la coincidencia de Heinde y Loreta era casual. Pero viendo al loco con el sexo descubierto Urrea sintió repugnancia y rencor. Si hubiera ido del todo desnudo, como los indios, habría sido diferente. Pero con una chaqueta puesta el sexo descubierto era una ofensa a la decencia pública.
El loco al ver a Urrea debió sentir alguna amenaza porque cantó:
Ya nos llamó el tecolote, Llorona,
Llorona del alma mía,
no puedo darme la muerte, Llorona,
si antes no me das la vida.
El capitán se le acercó:
—¿Qué hace usted aquí?
—Ya lo ve, señor capitán. Cantar.
—¿A quién le canta?
—A la Llorona, como cada cual cuando llegan las ballenas. Es mi amante.
Algunos indios identificaban a la Llorona con Loreta porque decían que llevaba muchos años joven y sin envejecer. Además, según la fama, no dormía nunca, Loreta.
Ni hacía otras cosas, como había dicho su madre. Su madre a la que indios y blancos creían ciegamente.
—¿A qué llorona? —repetía el capitán alzando la voz de un modo agresivo.
—A la Llorona. No hay más que una, capitán.
Urrea, que nunca había podido ver claro en el carácter de Heinde, se golpeaba la pierna con el rebenque. Siempre iba con un rebenque aunque no tenía caballo. Heinde se apartaba, prudente, porque al fin el capitán era el más poderoso en la península. No era que tuviera miedo de ser golpeado, porque según el loco decía, los dos eran españoles y personas de educación. El capitán, que al fin era humano, sentía a veces compasión de los locos, algunos de los cuales morían de hambre antes que comerse una tarántula o una culebra y ahora estaban acudiendo en grupos a la bahía tal vez atraídos por la posibilidad de hallar algo de comer. En cuanto a Heinde sólo le parecía loco al ver sus partes sexuales desnudas.
Se acercaban los de las pesquerías de Mazatlán con ganchos y cuchillas de acero y se oía ya el bramido de una ballena a la que despedazaban viva para sacarle la grasa. Se acercaba Loreta, preocupada:
—Vienen aquí a morirse. ¿Por qué quieren morirse si son jóvenes? ¿Y por qué siempre en esta bahía y cerca de los hombres de las cuchillas?
—Tú lo sabes, Loreta —dijo el loco Heinde—. Tú lo sabes y no lo dirás.
—Claro que lo sé —dijo ella mirando a Urrea.
—¿Por qué?
—Ellas estuvieron en la tierra antes que los hombres. Y fueron dueñas de la tierra. Y luego tuvieron que irse a la mar. Ahora ven lo que los hombres hacen en la mar: barcos grandes y guerras con cañones. Y ciudades a la orilla de la mar. Y quieren venir con ellos.
Heinde miraba a Loreta fijamente y después de un espacio en silencio volvió a hacer sonar el pandero y cantó:
Las lágrimas de tus ojos, Llorona,
son como las del rocío
tápame con tu rebozo, Llorona,
que yo me muero de frío.
El capitán se golpeó más fuerte la pierna con el rebenque y Heinde retrocedió otra vez, por si acaso. Entonces Loreta volvió al lado de las ballenas, indiferente, y Urrea preguntó a su supuesto rival:
—¿Cómo es esa Llorona a la que le cantas, Heinde?
—Mi Llorona tiene medias de seda, medias de algodón y medias de lana cruda, pero prefiere llevar las piernas tostadas del sol y del aire marino. La Llorona mía es la verdadera. Por la noche se sube a lo alto de la colina de San José y allí se está esperando que venga yo a cantarle. Y llora y se lamenta por las cosas que no ha hecho.
—¿Cuáles son?
—No ha tenido hombre, pero la violaron y parió y tiró la cría a la mar. Por eso llora. Nunca ha hecho pasteles de pescado ni de carne ni de crema de leche de oveja como hacen las mujeres en Comondú. Y en México. No ha bailado el jarabe ni la varsoviana. Está sola en el mundo. Nadie sabe nada de ella más que yo. Primero fue campana según dice una leyenda que anda escrita por ahí. Una campana de oro, fue.
Y contaba la leyenda que también ha recogido la señora del apellido rubio, la que nos presentó al Mechudo y al indio del violín. Y ella dice: «Quien con devoción religiosa viaje por la península de la Baja California, ya por la montaña o por el páramo, a la vera de un arroyo de temporal, por la orilla del mar o por el aire, tendrá siempre alerta el oído para percibir el llanto fantasma de una campana que según dice la leyenda era de oro, brillaba como un sol y magnetizaba a los ángeles que del cielo descendían a cantar misa de gallo en aquella misión de Santa Isabel, en la Misión Perdida que nadie nunca ha visto jamás. Robada por los indios no pudo ser la reina de torre alguna; la enterraron, le ahogaron la voz y paralizáronle la lengua temerosos de que divulgara a los cuatro vientos todos los robos que ellos cometían en las misiones». ¡Quién les manda a las campanas hablar siempre en voz alta! Mas como en este mundo nada queda oculto, un día la fuerza de la leyenda resucitó la voz del aquilón y la hizo llorar por toda la península. Dicen que llora desde el alba hasta la medianoche; que a veces su llanto es inquieto y angustioso cuando la tempestad arranca de cuajo los pinos de la sierra. Hay quien percibe sus lloros que se ahogan en medio del incendio del bosque y hay quien afirma que a cierta hora de la noche dobla a muerto en señal de su desventura. Dicen que su queja vagabunda es suspiro de alma en pena porque no encuentra campanil, atalaya o minarete que le dé prestancia de diosa. Como es rica los gambusinos la desean por interés del oro. Si el turista extranjero llega a tropezar con ella le dice: «Déjame tocarte, quiero echar a vuelo tu alegría. Es una lástima que siendo tan bella tengan mejor suerte tus hermanas morenas de bronce que ahora sienten las caricias del que opera en ellas el milagro de transformarles la voz metálica en fiesta de risas. No llores más…».
—¡Pura pendejada! —dijo Urrea.
Pero el otro seguía:
—«Ah, si no fuera porque el poeta que ama a los tristes vive cuidándole la reputación, la campana llorona ya se habría pervertido, pues cuando el viento le echa encima el vaho caliente del desierto ha estado a veces muy inquieta. ¡Tonta! El viento no ha de brindarle nunca mejor suerte. Así le ofrezca hacerle nido en una torre… Además si puede ha de helarle el alma porque es frío como el hielo de las sepulturas. Y volando lleno de remolinos y con las alas muy abiertas no hay amor que pueda retenerlo en su viaje sin fin. En cambio por el poeta romántico y celoso la rubia señora ha conservado su dignidad. Se alegra de que ella a pesar de ser soprano sea una campana “sorda” pues al fin mujer, podría perder la cabeza al ver que su poeta transforma constantemente sus lágrimas en perlas y la viste de novia. Entonces nadie volvería a llamarla “campana llorona”. En el misterio de su llanto fantasma está su belleza. En su queja melancólica está su popularidad. ¡Ya nadie podrá olvidarla nunca jamás! En mi pensamiento y en el suyo vive llorando noche y día. Bañada en lágrimas la oigo llorar en el campanario que para ella he construido en el fondo de mi corazón».
—Mera pendejada —repitió Urrea.
—Yo no diría tanto. Eso creía la gente al principio. Luego se ha visto que era verdad.
—Dicen que la Llorona es Loreta. ¿Cuál es su dictamen?
—¡Déjelos que digan! La Llorona está en lo alto de la colina de San José y a ella le canto y de ella estoy enamorado. En cuanto a Loreta…
El capitán disimuló su impaciencia y aguzó el oído:
—Loreta no es de este mundo. Ya sé que su mercé está enamorado de ella.
—¿Cómo lo sabe? Es la primera vez que oigo decir una cosa así.
—Todo el mundo lo sabe menos su mercé.
—¿Y… ella?
—Ella no quiere a nadie. Bueno, está enamorada del Mechudo. Ya sé que va a decir también que es una pendejada, pero yo sé lo que sé.
Es verdad que Heinde tenía fama de sabio a pesar de todo. Súbitamente interesado, Urrea lo llevó a una choza de piedra donde se vendía el primer mosto que se había comenzado a sacar de las vides plantadas por los jesuitas. Se sentía fascinado por Heinde.
Y allí, bajo el mugido de las ballenas suicidas, comenzaron a beber y el capitán le hacía una pregunta tras otra. Lo que sacó en limpio fue bastante interesante y ligeramente infausto para el capitán.
—El Mechudo sólo habla de la muerte, por eso las ballenas vienen a morir aquí. Cuando hay viento recio yo oigo por las alturas al Mechudo, que practica su idioma porque no suele hablar de día. Yo lo he oído conjugar un verbo, el suyo, de esta manera: «Yo muero, tú falleces, él sucumbe. Nosotros nos estiramos, vosotros os petateáis y ellos fenecen». Es un lenguaje para las ballenas. Los indios creen que es para ellos y las indias hembras como la Delfina creen que es para la Llorona y que debe callarse el Mechudo porque la Llorona no ha hecho mal a nadie, todavía, aunque el día que lo haga será un día mentado.
—¿Cuántos años crees que tiene la Delfina?
—Al menos tiene ciento y veinte pasados.
—Ella dice ciento diez.
—Se quita años, como todas las hembras. Pero tiene más, porque cuando el gobierno de México, digo el Gobierno español, botó a los jesuitas ya tenía ella sus buenos setenta y cinco. En lo referente a la Loreta, como es hija de quien usted sabe, no cuentan para ella los años.
—¿Pero usted creen en eso?
Heinde evitaba contestar y seguía después de apurar un jarro:
—El Mechudo estaba ya ahí cuando nació la Delfina. Tiene el Mechudo barbas que se le juntan con los pelos del pecho y de más abajo y que le cubren las partes. Por eso hay quien cree que es español, pero no de los gachupas sino de mucho antes. No es como la Llorona. Nunca ríe ni llora, pero allí donde pone la vista hace una mella como un carbón encendido en la madera o como un tiro de carabina. Con el relente y la tierra los pelos se le han apelmazado y forman mechas por aquí y por allá. Nadie más que yo le ha oído hablar. Mira y su mirada es mortal cuando él así lo quiere, porque tiene todos los fuegos del fondo de la mar. Yo sé algo más que los otros, sobre el Mechudo. Vino a la península caminando por el suelo del mar Colorado de Cortés. Caminando por el fondo del mar. Y las mechas le flotaban por encima de las olas y se mezclaban con las algas. Alguien que lo leyó en papeles me lo contó.
Quedaban callados. El capitán recordaba lo que se decía por la isla. Era como si todos quisieran mezclar la vida del agua salada con la de la tierra, los peces con los hombres, e incluso el mar con el cielo. Sin darse cuenta querían formar un universo a su manera y era natural. ¿Qué pueblos no lo han intentado alguna vez? Así los indios creían que al Mechudo lo había parido una ballena. Heinde añadía que aquella ballena lo había concebido de un rayo de tormenta el día de Navidad. Porque el orgasmo es como un rayo pequeñito del cual pueden quedar preñadas las hembras, mujeres o ballenas.
En la bahía se oía mugir a las orzas suicidas. A Heinde nunca le faltaban ganas de hablar sobre todo con Urrea.
—Las ballenas son muy honradas y aman al hombre del que se consideran hermanas y reciben el rayo como las mujeres el semen. Los delfines son sobrinos de las ballenas y también están cegados de amor por los hombres, así los delfines y el Mechudo son parientes.
—¿Y la Delfina?
—Eso, no lo sé y yo sólo hablo de las cosas de las que estoy seguro. La que es también parienta de los delfines es la Loreta —el capitán afirmaba, fascinado—. Y como fue bautizada por los santos padres no hace mal a nadie. Usted dirá que hay muchos bautizados hijos de la chingada, pero es porque son hombres, que si fueran hijos de tonina serían otra cosa.
—Un ser de otro mundo es la Loreta.
Oír decir aquello a Urrea que con sus doce carabinas intervenía de vez en cuando en el trabajo de las minas para hacer echar a los indios silicosos el último bofe por la boca sin abandonar el tajo, era cosa notable.
—El que puede hacer mal es el Mechudo —añadía Heinde— y si no lo hace es porque está enamorado de la Llorona. Mientras siga enamorado de la Llorona no habrá desastres en esta tierra.
—Y… la Llorona, ¿usted la ha visto?
Unas veces tuteaba el capitán a Heinde y otras no, según de qué le hablaba.
—Eso de la Llorona… más vale dejarlo —dijo Heinde con recelo.
—¿Por qué?
—Pues yo la quiero como todos los indios y los gachupas. Hasta los santos padres le tienen estima. Pero yo más que nadie, si descontamos al Mechudo. Yo —añadió bajando la voz— estoy enamorado de la Llorona y sé muchas cosas de ella y del Mechudo. Si me promete callarse se las contaré.
Sin que el capitán respondiera Heinde continuó:
—Hay algunos que se han atrevido a faltarle a la Llorona con alguna canción, pongo por caso, aunque rara vez y estando borrachos por haber fumado la mota. Uno le cantó:
Las rosas son rosas
y no violetas,
tu escote se te abre
y enseñas las tetas.
Lo decía el Heinde con música y todo.
—¿Pero la Llorona va vestida? —preguntó el capitán.
—Sí, de negro. Nació de españoles en Tegucigalpa, Honduras, hace tantos años como el Mechudo. Pues bien, al que le cantó eso el Mechudo lo castigó.
—¿Cómo?
—Dicen que le dio un galicazo. Sin tener trato de cama.
—Eso no es posible.
—Era lo que yo pensaba, pero el Mechudo todo lo puede. Una mujer dijo que había visto a la Llorona cruzar por la noche el brazo de agua que la separa del Mechudo y le cantó también, porque aquí casi todos dicen las cosas malas cantando:
Llorona la triste
atiende mi aviso
aguarda la boda
pa parir otro hijo.
—¿También la castigó el Mechudo? —preguntó ingenuamente el capitán.
—Le dio la sarna a la Matraca, que aún le dura. Bueno, eso todo el mundo lo sabe y su mercé la habrá visto rascarse contra las esquinas, en todas las calles de La Paz. Desde entonces nadie se atreve a cantarle cosas de oprobio a la Llorona y yo, que como dije estoy enamorado de ella, le canté un día.
No hay vacas donde no hay pastos, Llorona,
ni pastos donde no hay agua
ni mujer sin su cintita, Llorona,
y su encajito en la enagua.
—¿Esas canciones le caen bien al Mechudo?
—¡A ver! Eso supone que ella es de la aristocracia, porque aquí en la península sólo ella y la Delfina y su señora esposa dicho sea con los mayores respetos tienen enaguas, ¿no es verdad? Digo, como en nuestros países de Europa.
El capitán no respondió, por decoro de marido. Pero el Heinde no había terminado:
—¿Y esta otra qué le parece? También la compuse yo:
Come la cabra su hierba, Llorona,
y el caballito su avena
y tú te comes tu pena, Llorona,
las noches de luna llena.
—¿Y no le pasó nada?
—Aquí me tiene su mercé. El mismo día un pericoa que quiso cantarle otra copla cayó al suelo a cuatro zarpas y así sigue caminando, que no ha podido enderezarse. El Mechudo sabe distinguir.
—¿Qué le cantó?
—Nada que se pueda parecer ofensa. Usted dirá:
Carne con carne
hueso con hueso
a la Llorona
le mando un beso.
—Según y conforme. Cuando se está enamorado se tiene derecho a todo. Yo en eso estoy con el Mechudo. Es cuestión de honor. También yo castigué a un pelao cochimí porque miró de cierto modo a Loreta.
—¿Usted?
—Lo castigué de manera que no podrá contar. ¡Bien seguro!
—¿Qué le pasó?
—Lo mandé a buscar la perlita y aunque había comulgado con los padres dominicos sucumbió porque le faltó el resuello.
Urrea lo miraba con recelo. No era necesario creerlo. Muchos indios habían muerto ahogados buscando la perlita, pero no porque hubieran cantado nada que le disgustara a nadie.
Entretanto Urrea pedía más jarros de vino. El que servía era uno de los que habían salido del manicomio. Por entonces se consideraba a los locos como seres distinguidos, una especie de aristocracia. No eran indios, sino mestizos y hasta europeos. El que servía creía que cuando hablaban de «europeos» se referían a los nativos de Uruapán donde él había nacido y se quedaba escuchando un momento, intrigado.
—¿Qué escuchas? —le preguntó Heinde.
—Con permiso, mi jefe. Es que pensaba si querrían sus mercedes comer algo.
Los dos dijeron que no y el que servía que tenía la manía de hablar escogiendo las palabras comentó:
—Lo decía porque el comer es un error inevitable.
Tenía de pronto ganas el capitán de hacerle hablar:
—¿Por qué lo dices?
—Con permiso de vuecencia. Si me hubieran dado una chuleta de cordero aquel día del año 1837, cuando yo tenía veintitrés años y medio, no me vería como me veo ahora.
—¿Cómo te ves?
—Más loco que esas orzas que brincan a la arena y ahí dan el azotón.
Se las oía bramar constantemente.
—A esas —añadió el loco sirviente— no les vale ya ni Cristo.
Heinde, que solía hablarles siempre a los locos con misterio y calculando el efecto de sus palabras le respondió:
—Cuando uno nace ya lo atrapó la comadre Sebastiana, la de las costillas secas y la guadañita reluciente. Incluso a Nuestro Señor, aunque lo que le perdió a Él fue el querer ser Cristo, porque el cirineo vive y medra y si a mano viene se saca la lotería, como le decía yo al padre misionero.
Observaba el capitán que Heinde sólo hablaba disparates cuando tenía delante a algún escapado del manicomio. No podía entenderlo a Heinde.