II. El capitán y la Cooperativa

Al capitán Urrea lo llamaban casi todos «sargento Urrea». Pienso que era simplemente por ese placer que suele producir a la gente el disminuir al que tiene autoridad.

O quizá era simplemente por el hecho de saber que sólo mandaba doce hombres. Pero esto último no podía ser una razón decisiva porque en la isla nunca había habido más hombres de guerra que aquellos y los indios no sabían de milicias. Eso pensaba Urrea.

En todo caso a este no le parecía ofensivo que lo llamaran sargento y se quedó un poco extrañado cuando vio que la Delfina —la bruja, madre de Loreta— lo llamaba capitán. Porque el verdadero nombre de la Cooperativa era Delfina.

La bruja vivía en las ruinas de un monasterio jesuita abandonado que bajo la acción del viento del Pacífico y el fuego del sol se había ido desmoronando y —cosa rara— convirtiéndose en una especie de pirámide rojiza. No había serpientes allí porque se las comía la vieja. Por la misma razón era raro hallar una araña de las llamadas tarántulas.

Alacranes, no faltaban. Pero Delfina tenía un sexto sentido para detectarlos y evitaba que llegaran a ella. Siempre tenía a mano una piedra ovoidal con la que los machacaba.

—A mi hija la llaman Loreta —dijo la anciana—, pero yo la llamo Tonina porque es hija de una tonina y mía.

—¿De un tonino?

—Bueno, es igual. Los delfines machos o hembras se llaman aquí toninas y nadie los distingue porque las tetas de ellas no se ven. Y si a mí, cuando me bautizaron, me pusieron la Delfina mejor le iría a mi hija, ¿verdad? Ella es hija de un pez y mía. Digo, de un delfín porque ni tan siquiera es pez, que a veces se queda en seco cuando baja la marea y allí se está como una persona humana porque alientan igual que nosotros y eso no es preciso que se lo diga porque lo sabe usted igual que yo. La verdad es que la mar es la casa de todos, toninas o hembras, y de allí hemos salido y allí volveremos, que yo he visto cómo las aguas cuando las hay se llevan los esqueletos desnudos a la mar torrentera abajo. ¿No es verdad, usted?

—Bueno —vaciló Urrea, pensando en Loreta.

—Ya se sabe que muchos indios, especialmente los pericoes grandones y algunos cochimíes no tan crecidos, empreñan a las toninas y ellas paren mitad mujer y mitad pescado.

—Eso se llama nereida, digo, eso que paren. Y es muy antiguo, pero no es preciso creer todas las cosas antiguas.

—Todas, no, pero las que yo digo, sí, capitán. Bruja me llaman y lo soy pero de las verdaderas y el padre jesuita que llamaban el padre Barco las vio y las tiene dibujadas y explicadas y andan en los papeles de imprenta por el mundo.

Lo que decía la Delfina era verdad. Yo indagué después y pude encontrar estas copias que son reproducciones fotográficas de los dibujos de dos padres jesuitas y que se pueden ver hoy mismo en el museo de Praga (Biblioteca del Estado).

El texto del padre Barco dice: «Los ojos muy blancos, el cuello y pechos blancos, la cola a modo de arco, boca y nariz chicas. El grandor, según me acuerdo, era más que de dos cuartas, pero esto se salva pues hay de todas edades».

En la anotación arriba se lee: «La del padre Tirs».

Parece que se trata de ejemplares de seres mixtos de delfín y mujer que se malograron en la infancia y quedaron en las playas de La Paz. Esas playas tienen algún secreto mágico según el cual van de vez en cuando bandadas de criaturas mixtas de ballena y delfín, llamadas por los nativos onzars y se arrojan fuera del agua para dejarse morir bajo el sol, en la arena.

Son criaturas suicidas, que parecen hipnotizadas por el hombre y prefieren morir cerca de él a vivir en el mar una vida natural de treinta o cuarenta o más años.

Misterios curiosos, comprobados por los mismos que habitan hoy aquellas latitudes.

Parece que la relación entre delfines y seres humanos ofrece una excepción en las leyes del mestizaje. Produce una tercera criatura con vida natural y duradera, mixta de hombre o mujer y delfín.

Es sabido que los delfines han sido siempre amigos del hombre y en la tradición clásica grecolatina hay ejemplos muy convincentes. Hoy podemos ver a los delfines seguir al hombre en sus viajes a través de los mares, saltando sobre las aguas alegremente.

Pero de todo eso a las relaciones sexuales hay todavía abismos oscuros que iluminar. La Delfina decía:

—En el hombre y en la hembra humana es natural preferir a las toninas porque el deleite es mil veces mayor.

—Siempre que se dice «mil veces» no se sabe lo que se quiere decir —recelaba el capitán.

—Pues en este caso quiere decir que el deleite dura diez veces más que en los empalmes de hombre y mujer. Eso es.

En todo caso el segundo dibujo, de otro padre jesuita, es casi idéntico:

Este dibujo preparado por el propio padre Tirs forma con el número 46 parte de la colección de sus pinturas conservadas y catalogadas en la Biblioteca Nacional de Praga, como dije.

Pero volviendo a nuestro relato el capitán no podía creer que la vieja Delfina hubiera vivido en tiempo del padre Barco. Al ver sus dudas ella se reía —volviendo a enseñar sus dientes enteros— y su rostro de momia era todavía vivaz y expresivo:

—¿Cuántos años cree que tengo?

—¿Ochenta?

—Ende, ya querría yo…

Pensaba el capitán que aquella expresión —¡ende!— era una exclamación aprendida de su primer marido que era aragonés de las Cinco Villas. No era iletrado el capitán ni mucho menos y pensó que ende debía venir del vasco ene, que es también una exclamación de sorpresa.

Pero el capitán se equivocaba, que venía de mucho antes de la era cristiana, aquel ende. También la vieja decía a veces, sorprendida: ¡ñay!, y añadía alguna palabra malsonantes en pericoa o en español. Aquel ñay no sabía el capitán que venía también de Aragón. Pero su asombro continuaba delante de la bruja quien decía como la cosa más natural del mundo:

—Aquí donde me ve tengo cumplidos más de cien años.

Por decir toda la verdad estoy en los ciento diez.

—¡Imposible!

—Ya sabía yo que no lo creería, pero no vuelva a decir esa palabra delante de mí.

El capitán palidecía un poco y decía:

—Entonces su hija… ¿a qué edad la tuvo usted?

—Eso yo no lo diré porque con las mujeres sólo se habla de años cuando han pasado los cien, como yo, que eso es mérito y grande. Mi hija tiene los que aparenta. ¿Cuántos diría su mercé?

—Trece.

Ella reía, pero no a carcajadas sino discretamente:

—Pues, esos. Otras cosas le diría que lo asombrarían, pero me las he callado muchos años porque antes, cuando mandaba el rey de España, los frailes dominicos hacían fogatas y nos quemaban vivas. A Loreta la habrían quemado también. Ahora los dominicos no queman a nadie, que está prohibido y los jesuitas hace tiempo que se marcharon. Lástima. Ellos eran gente noble y de ellos venía mi primer marido que era de la misma tierra que su mercé.

Es verdad que en tiempos recientes había habido muchos jesuitas aragoneses y algunos fueron martirizados por los indios pericoes. Pero la Delfina estaba en vena de hablar:

—Si supiera su mercé que tiene menos años que mi hija…

Y volvía a reír pero esta vez se le distendían los labios sólo por el lado izquierdo de la cara y el capitán miraba, extrañado:

—¿Está usted loca?

—Hay más cosas bajo el sol de las que la gente ve. Yo no debía hablar tanto, porque si a mano viene los españoles vuelven con sus barcos y cañones —porque los gachupas son muy volvedores y se ponen a quemar gente. Bueno, todo sea dicho, aquí no quemaron a nadie, pero en México buenas fogatas hacían con la grasa y con los huesos de la gente. Era siempre gente de alguna suposición la que quemaban, con sus buenos fierritos en la bolsa y un tribunal que llamaban de la Inquisición, que creo que era italiano, se los guardaba, los fierritos. Como aquí nadie tenía dónde caerse muerto no quemaban a nadie. Pues, como digo, mi hija es muy particular y como lo veo a su mercé tan amoroso y ella no ha tenido hombre de cama ni lo busca ni tiene apetitos de esos como decían los padres dominicos y los franciscanos que son los que ahora dicen misa y como su mercé es de tierra ilustre con una virgen más milagrosa que la de Guadalupe y mi marido primero era de esa nación, pues yo le diré en secreto a su mercé algo que nadie sabe todavía en esta tierra. ¿La ve usted a ella que cada día se va a la mar y se quita el faldellín de perlitas chicas y nada por debajo y por encima del agua, toditita en puros cueros?, pues yo le diré en secreto a su mercé que ella no es criatura humana como nosotros, sino mitad marina y mitad california, que yo la tuve de una tonina o un tonino bien reidor y guapo, que tenía sus partes como los cristianos y más que ellos. Es lo que yo decía: si los pericoes van a la mar y se emparejan con las delfinas más a gusto que con las hembras de la tierra, por algo será.

Y yo quise hacer la probatina al revés. Yo quise que me empalmara un delfín. Como le digo, hasta entonces sólo se había visto que los pericoes y algún cochimí se emparejaran con las toninas cuantío estaba la marea baja, que ellas se dejaban estar en la arena muelle como en una buena cama. Y luego parían las toninas esas mujeres que no son mujeres sino misaches como los podrá usted ver en alguna parte, porque el padre Barco y otro fraile alemán los dibujaban bien como eran, con sus tetas y sus ojillos mudables entre azul y verde y rojo. Pero yo no era india del todo aunque vivía como ellas y cazaba mi venado poniéndome la caperuza de la venada encima de mi cabeza y asomándome un poco por encima de la colina para que la vieran los machos en los días de la brama, que entonces se acercaban bastante y cuando estaban a punto yo les largaba la flechita de pluma de gavilán con su venenito y les seguía el rastro a veces un día y dos noches hasta encontrarlos. Y me los cargaba a las costillas y con ellos iba a donde mi marido y si por casualidad no me seguía una pareja de chimbikás (pumas) para mi marido era el venado. Alguna vez tuve que defender la presa y mire usted la señal que me dejaron los chimbikás —mostraba una cicatriz de más de tres palmos en el costado. Que son como leopardos salvajes. Pero según le decía a su mercé yo me empreñé de un tonino reidor y soy la única mujer que se sepa que se ha hecho empreñar de un tonino porque ellos, los delfines, no nos buscan como los indios pericoes buscan a las delfinas. Y no sólo los pericoes y los cochimíes, sino casi todos los indios de las otras tribus, porque el deleite es mejor que el de la criatura humana y tan grande a veces que yo sé de dos cochimíes que se murieron en el trance. Tan grande es el placer que las mujeres están ahora medio abandonadas y por eso trabajan tanto para su indio, porque lo quieren tener bien agradecido para que se encame con ellas, pero los indios vuelven a la playa que es la mejor cama con sus arenitas de plata y de oro.

Y además que es la cama que Dios les dio. Pues yo, después que murió mi marido que en gloria esté —que antes no me habría atrevido porque como le dije era él de una nación famosa donde se crían los santos padres jesuitas—, me emparejé con un delfín como ustedes los llaman o con una tonina que decimos nosotros. Todo en la arena y con la luna llena lo hice yo, que los peces esos, aunque tienen mucho entendimiento y son como personas mejorando lo presente, no tienen brazos y entonces ¿qué hacer? Pues todo lo hice yo y cuando él sintió que estábamos ya empalmados hizo como hombre y me dejó llena de sustancia de macho, que me duró más de una semana y en cuanto a lo del deleite no querrá creerlo su mercé, que dura diez veces más que con el hombre y es porque el tonino es pariente de la ballena a la que le dura el deleite siete días con sus noches. Y entonces yo comprendí, como ya dije mero, que muchos indios busquen las toninas aunque sea contra la ley de tierra adentro y si tuvieran esos indios dinero como tenían ganas de empalmarse, los de la fogata, los inquisicionistas los habrían chamuscado. Pero la pobreza los salvaba como a otros gachupas los salva la riqueza o los pierde, según. Y yo… bueno, ya le digo a su mercé que quedé preñada. Y no es de extrañar que si había toninas que parían mujeres con tetas u ojos verdes y que dan su gemido debajo o encima de las aguas, también podía haber toninos que empreñaran a mujeres y así pasó conmigo y algunos lo saben y me tienen miedo y le tienen miedo a Loreta y no se le acercan porque ella no busca machos. Venga usted que le voy a decir otras cosas de más substancia y que no quiero que las escuche nadie más que usted porque para que lo sepa, Loreta no es como las demás mujeres.

—Eso bien lo sé yo, Delfina —dijo ingenuo y entusiasta el capitán.

—No. Su mercé no sabe nada ni va a creer lo que voy a decirle. Loreta no se alimenta como las demás mujeres. ¿Usted la ha visto comer? Si dice que sí, miente. Ni come como nosotros ni tiene esas necesidades que los frailes llaman mayores y por eso yo le doy de comer de una manera muy especial, que algunos indios lo saben y en eso me imitan a mí con sus hijos y sus mujeres, pero de nada les sirve porque eso sólo vale con criaturas de la misma naturaleza de mi niña Loreta. Yo le doy un pez crudo y ella lo tiene en su estómago el tiempo que tarda la sombra de la pitahaya dulce en crecer un palmo justo sobre el suelo. Y cuando eso sucede yo le saco el pez del estómago, ya muerto y cocido.

El capitán creía que estaba oyendo simplezas o locuras. Sin embargo quería oír más:

—Pero ¿cómo?

—Ah, en el mundo hay cosas y cosas y unas se creen y otras hay que verlas y aun así parecen mentira. Su mercé me mira y está pensando que le cuento sueños o mentiras para darle a Loreta realce, pero cuando yo le doy el pez antes lo he atado o por mejor decir cosido con un hilo de lana muy delgado pero muy firme y cuando la sombra de la pitahaya ha crecido un palmo tiro del hilo poquito a poco y lo saco entero pero antes el pez ha dejado su substancia dentro. Cuidado, usted, que tiene que tragarlo bien vivo porque la vida lo mismo es en el pez que en el ser humano y substancia de vida y substancia de muerte cosas contrarias son. Y con la vida deja el pez otras enjundias que van a la sangre. Y así en el estómago de mi hija no quedan basuras ni tiene por qué echarlas fuera de su cuerpo. Y tampoco tiene siquiera por donde echarlas.

Escuchaba el capitán con el entrecejo fruncido, sin poder entender y comenzaba a hacerse preguntas que le parecían locas y a un tiempo razonables. La Delfina seguía:

—El pez sabrosito está y yo lo como. Huele mi pececito muy bien, porque el agua que bebe Loreta no es agua como la que bebemos nosotros. Ya sabe su mercé que aquí pasan años enteros sin llover y que cuando llueve el agua baja con todas las porquerías de los animales barranquizos desde las Tres Vírgenes que son las montañas más altas del mundo según tengo oído hasta la pura mar.

Mientras ella hablaba veía el capitán un escorpión en el muro, detrás de ella. Se lo indicó con el dedo y ella sabiendo de lo que se trataba cogió la piedra ovoidal y sin dejar de hablar se volvió y lo machacó contra la pared.

—Ese es güero, de los malos. El agua ya se sabe que no es buena para beber y a algunos que la beben se les hincha la panza y lían el petate. Otros hay que saben dónde están las aguas de manantial, pero algunas huelen a porquería y salen calientes y amarillas porque suben del mero infierno. En la mar las toninas gustan de abrir la boca fuera del agua para recibir gotas de lluvia que son como un licor. Lo aprecian mucho. Mi niña, ahí donde la ve, tiene una bebida que yo le hago porque llover aquí no llueve, pero rocío del amanecer lo hay en cada flor de pitahaya y yo lo recojo en este pomo que ve su mercé y ella bebe media pinta cada día. Y cada dos días tiene la misma necesidad que usted y yo, digo, con ese líquido. Porque aguas menores, como dicen los santos padres, y otros que sin ser santos han tenido escuela, sí que las tiene. Y no crea su mercé que yo dejo que esas aguas se pierdan, porque tienen un perfume como el de la pitahaya madura, sólo que más apretado de aroma y de efluvio. Y aunque usted no lo crea o si a mano viene lo cree y le parece mal, yo esas aguas las recojo en otros pomos que me traen de Mazatlán y yo se los vendo a los que se escaparon de la casa de frenéticos limeros que son los únicos que tienen algún fierrito de cobre y hasta de plata. Que se escaparon del hospital porque todos los loqueros se fueron a Vallarta y a Hermosillo muertos de hambre, que ni les mandaban víveres ni tan siquiera la paga y algunos lunáticos son de casa decente y todos buenas gentes con la cabeza del revés, buenas personas mejorando lo presente. No he visto que ninguno de ellos haga mal a nadie y van y vienen y se emparejan entre ellos, aunque nada es perfecto en este mundo y hay entre ellos algunos jotos, pero esos se quieren ir a las islas Marías que no están lejos y allí encuentran otros como ellos y se alivian. Pero los que yo conozco no son jotos y algunos se juntan con indias y otros hasta se casan con meras locas de la cabeza. Y hay quien viene con buenos fierritos a buscar un botellín de esta orina de Loreta porque como ellos dicen no es orina humana, sino así como de ángeles, y hay incluso quien no gasta calzones pero puede gastar doblones.

Acercó un frasquito a la nariz del capitán y este se apartó un poco con una insinuación de repugnancia, pero pronto percibió un aroma silvestre que le recordaba al de la pitahaya y pareció complacido e incluso un poco extasiado. Sonrió con una expresión que nunca se había visto antes en su cara y dijo:

—Si no supiera que viene de…

Pero no supo qué añadir. No podía creerlo y acudían mil reflexiones a su mente sin que ninguna llegara a cuajar. Había algo estúpido y repugnante en todo aquello. La bruja Delfina seguía hablando:

—Ahora bien, usted quiere casarse con ella. Sobre el caso hay sus más y sus menos porque ella no debe quedar encinta ya que parirá una de esas figuras que el padre Barco pintó en Bigge Viaundó. Y si no pare se morirá. Y eso es tan verdad como a mí me llaman Delfina la Cooperativa.

—No, eso, no.

—Bien —añadió la bruja, satisfecha—. Pero ¿cómo alimentar a la niña durante la preñez? Yo sé cómo alimentarla ahora, pero ¿aprendería usted a darle doble ración de peces y doble bebida de las pitahayas? ¿Aprendería usted a recoger ese rocío en la hora justa y en el lugar donde se da, que tiene que ser hacia el sol naciente y no el poniente? Ah, ese rocío se ve en gotas pequeñas y se descubre porque cada gota, con la luz del sol naciente, es siempre azul o rosada. Si no tuviera esos colores no se vería, que en el otro lado de la pitahaya por no haber luz mañanera pasa desapercibida, y cuando llega allí ya se desvafó y no hay nada que recoger. Algunas cosas hay que aprender antes de casarse con Loreta y así y todo yo no sé si sobreviviría al parto, que su sangre no es como la nuestra.

Se atrevió a hablar Urrea, aunque con la sospecha de que estaba diciendo una tontería:

—¿No paren las toninas, en el mar?

—Sí, pero ellas son toninas y mi hija es persona, que habla como nosotros, sólo que su digestión no es como la nuestra. No tiene necesidades mayores y ni siquiera Dios le ha dado por donde.

Otra vez sintió un asomo de repugnancia Urrea, pero reaccionó y acertó a decir:

—¿Entonces es como un ángel?

—Usted lo ha dicho y sólo por eso merecería que yo se la diera en matrimonio.

—Pero… ¿ella consentiría?

—Ella hará lo que yo le mande. Además no tiene apetito de hombre y si lo tuviera, dígame usted. ¿Qué hombres hay en esta tierra? ¿Quién se la merece a ella?

El capitán se apresuró a decir:

—Sólo un arcángel del séptimo cielo.

—Ah, esa es la cuestión. Y aquí no hay más que lo que usted ve. Unos mineros franceses siempre borrachos que hacen echar los bofes a los indios en la mina, algún soldado de México hijo de la chingada que se quedó por aquí, los orate frates de las misiones y los luneros o alucinados, y también su mercé. Bueno, entre los locos hay uno que viene de casa grande.

—Hay también algún ranchero decente.

Ella hizo un gesto de asco:

—Puercos muertos de hambre peladitos, que sus abuelos andan todavía en cueros pescando la perlita de la Virgen. Y ahora no es tan siquiera para la Virgen, sino para los dominicos con alma negra y veste blanca. Alguno hay que podría casarse con Loreta sin desdoro para ella, es verdad.

Los dos pensaban en Heinde, que si no tenía calzones tenía doblones, aunque nadie sabía de dónde los sacaba. Hombre ya más que maduro, con una rara distinción, que se decía que estaba loco, pero sólo lo parecía por su desnudez y que hablaba varios idiomas y a veces recibía correo a través de los dominicos. Hombre raro, Heinde. Decía Delfina que venía de casa grande, pero no sabía que había nacido en cuna de príncipes y que salió de Europa para salvar la cabeza. Una cabeza ya encanecida.

Pensaba el capitán tristemente que el hecho de que Loreta no fuera como los demás hacía a la niña un poco monstruosa. Más limpia, pero monstruosamente desigual. Lo mejor de ella era que no miraba a ningún hombre, sólo miraba, como decía su madre, las aves del cielo, los peces del mar y las flores raras de la pintahaya dulce, de la que bebía el rocío como los pequeñitos y flotantes picaflores o chuparrosas. La bruja preguntó:

—¿Le ha hablado usted a ella?

—Sí, dos o tres veces. No es fácil porque ella está siempre distraída, pero creo que nos hemos hecho amigos y hasta… hasta… me sonríe. Ella no le sonríe nunca a nadie. Es verdad que cuando ríe con su boquita abierta recuerda un poco la risa aguda y fría del delfín.

—Natural. ¿Cómo quiere que se ría?

—Y me habla.

—¿Qué le dice?

—Me cuenta historias bonitas de la tierra. Sabe muchas. Se diría que sabe más historias que ustedes, las abuelas.

—A ver. Cuénteme una. A lo mejor la ha aprendido de mí.

—No digo que no. Me decía el otro día: «Encontré ayer a un chamaquito de nueve años sentado junto al arroyo y fumando un cigarro puro grande de un palmo y el chamaco estaba todo envuelto en una nube de humo y tosiendo y yo le dije: “¿Qué tal te parece tan pequeño y fumando?”. Y él me respondió: “¿Y tú tan grande y tan pendeja rodeada de zancudos?”».

Rieron los dos y Delfina descubrió de pronto en la risa de él un atisbo de estupidez de enamorado viejo. Eso la hizo reír más. Luego comentó ella, con satisfecho orgullo:

—Ese chamaco no sabía que los zancudos respetan a mi niña. Es cosa de la sangre de mi familia. A mí tampoco me pican los zancudos.

El capitán dijo, sacando un cigarro y mordiéndolo:

—Tienen ustedes más suerte que yo.

Sin embargo, el capitán estaba optimista y sentía su propia felicidad:

—Otra cosa me contó y estoy seguro de que viene de usted, señora. Dice que el indio pericoe o Perico como le llaman en las rancherías fue con una carta de Vallarta a llevarle tres panecillos al padre franciscano de Loreto y como aquí no se conoce el pan porque no hay trigo ni harina era un gran regalo. El indio probó uno de los panecillos, le gustó y se lo comió. Entonces se comió los otros dos. Y al llegar a la misión le dio al franciscano la carta. El franciscano preguntó, después de leerla: «¿Dónde están los panecillos?». El pericoe negaba que se los hubiera dado nadie. El franciscano volvía con la misma: «¿Dónde están? Te los han dado para mí». El indio le preguntó inocentemente: «¿Pos cómo lo sabe su mercé?». «Lo dice la carta, aquí. ¿Dónde están?». Después cada vez que aquel indio recibía el encargo de llevarle a un fraile alguna cosa de comer, con una carta, se sentaba en el camino, ponía la carta debajo de una piedra para que no viera lo que iba a hacer y se comía los pasteles o las frutas o lo que llevaba. Y al preguntarle el fraile y repetir que el papel lo decía, el indio abría grandes ojos, se santiguaba y replicaba: «Esta vez, imposible, padre, que el papel no lo vio, porque yo lo puse debajo de una piedra».

—¿Así lo cuenta la niña?

—Lo cuenta mejor.

La bruja sonreía y le decía una vez más:

—Allá ustedes. Yo les doy mi bendición, que como decía el fraile aragonés vale tanto y más que la del obispo.

El capitán se quedaba pensando: «Son inocentes esos indios que ponen la carta debajo de la piedra para comerse el pastel, pero sin dejar de serlo mataron a garrotazos a algunos jesuitas diciendo que se lo había mandado el Mechudo». De esos pensamientos le sacó la voz de la bruja:

—La voluntad de la niña será para mí la misma voluntad de su angélico padre.

—¿Angélico un delfín?

—¿No cree su mercé que puede haber ángeles en la mar? En cambio cree usted en el Mechudo, si a mano viene. El Mechudo que inventaron los jesuitas y que mató a los jesuitas. Pues bien, los delfines no hablan, pero adivinan lo que hay en los adentros de los demás y responden antes de que les pregunten. Como su padre.

—Entonces —dijo él, sombrío— sabrá Loreta que la quiero.

—Hace tiempo.

—¿Se lo ha dicho a usted?

Ella afirmó con la cabeza.

—¿Se lo dijo riendo?

El capitán estaba hablando como un parvulito. La vieja Delfina afirmó con la cabeza otra vez, pero ahora inclinándola sobre un hombro con un asomo de coquetería senil:

—Bueno, ella reía con los ojitos verdes, no azules.

—Yo… yo… yo… Bueno, yo querría hacer algo por ella.

—¿Qué?

—Por ejemplo, comprarle un vestido en Mazatlán.

—No. Nosotras no queremos vestidos.

—Entonces yo no podré llevarla a México ni a España.

—Ella no querrá salir de aquí. En las playas hay arenas de oro y de plata más limpias que las sábanas de los príncipes. Y una luna más hermosa que la mejor lámpara. Y un sol caliente que les dora el cuerpo a los amantes. Irritado, el capitán preguntó:

—¿Cómo llevarla entonces a mi lado? Tenemos que ir iguales los dos.

—Es fácil. Desnúdese y así andarán iguales.

La bruja se burlaba un poco de él y viendo que era ya de noche el capitán se preguntaba dónde estaría Loreta porque si la hallaba a solas la haría suya allí donde la encontrara, en su choza de capitán o en las arenas de la playa. «Al fin —se decía sin acabar de creerlo— hija de un tonino y de una guaycura kallijué, mestiza de fraile».

Quería sentir desprecio por la vieja y no lo conseguía recordando que había sido esposa de un aragonés, según decía.

Pero la idea de que su amada tenía digestión a la manera tonina y no humana lo traía fuera de sí.

Habría querido averiguarlo, pero le parecía indecente. Sin saber lo que hacía pidió otra vez a Delfina el frasquito de los aromas, lo olió discretamente disimulando, sin saber por qué, la delicia que sentía y al oír la campana de queda de la misión dijo que era tarde y que tenía que marcharse.

Pero no se marchaba, aún. Estaba pensando, avergonzado, que los perros debían orientarse en sus amores así, por el olor de la orina de las hembras. Y tenía ganas de reír a medida que sentía crecer su deseo por Loreta.

Entonces la vieja bruja habló de algo que no había podido esperar el capitán:

—Sólo otra persona ha olido ese frasco poniendo los ojos en blanco.

—¿Quién?

—Heinde. Un escapado del manicomio, pero verdadero hombre de mérito a su manera. Y blanco como su mercé. Apareció de pronto en Urrea el capitán, es decir el sargento. Bueno, daba lo mismo. Urrea torció el gesto y dijo:

—A ese yo te atajaré el resuello, si se me cruza en la veredita.

La Delfina sonreía pensando: «No le atajarás nada, porque sabe más que tú de la vida y de la muerte, de la razón y de la locura y del Mechudo y la Llorona».