I. Primeras y fidelísimas noticias del Mechudo

Aunque la misión de los dominicos no pasaba de ser un modesto monasterio de dos plantas con líneas barrocas y del color gris de las rocas del basamento natural en las que se asentaba, los indios veían en aquel edificio un ejemplo milagroso del poder humano. No era para menos.

Los frailes enseñaban la doctrina cristiana a los indios y un poco más arriba, la compañía francesa minera explotaba el cobre haciendo trabajar a los indios que extraían el mineral y lo transportaban a los embarcaderos a lomos de mula o en sus propias espaldas a las que habían adaptado un ligero arnés y un capacho de cuero, o de esparto trenzado. Esta era la parte dura de la vida de los indios que recibían un pequeño jornal y cuando les pagaban tenían que gastarlo comprando tortillas de maíz y chile en la tienda de la propia mina que llamaban Economato de Santa Rosalía.

Según costumbre de la época los mineros eran explotados dos veces, en su salario y en el consumo de víveres que la misma compañía minera controlaba.

En cuanto a la misión es sabido que todas las órdenes religiosas tratan de vivir «sobre el terreno», es decir de lograr autonomía económica con alguna clase de trabajo —enseñanza, artesanía india rentable u otros legítimos medios—, pero en el caso de aquella misión sucedía algo curioso: los indios iban por turno —tres cada día— a una caleta al extremo de la bahía de La Paz, entre la costa y la isla de San José, a pescar perlas para la misión. La consigna religiosa era: «Una perlita diaria para la Virgen María».

Esa perla era el mínimo tributo exigido. Si llevaban dos o tres, mejor. Pero la Virgen debía tener al cabo del año por lo menos trescientas sesenta y cinco perlas. Habrá quien se escandalice, pero en realidad los padres jesuitas, que fueron los primeros misioneros de la Baja California, vivían tan pobremente como los indios y aquel tesoro de perlas que crecía cada día era enviado a algún lugar donde se convertía, según decían los misioneros a los administradores de las minas, en fondos de caridad o de cultura y educación.

Los dominicos seguían la costumbre establecida por los jesuitas.

No es de extrañar que los mineros franceses tuvieran la tentación diabólica de pescar perlas, también. Pero era una tarea difícil y peligrosa, que sólo entendían los indios, quienes no querían trabajar sino para los jesuitas porque estos los inmunizaban, antes de sumergirse en el agua, contra los poderes malignos de una pareja de vigilantes misteriosos: el Mechudo y la Llorona.

La Llorona y el Mechudo eran los guardianes providenciales de las perlas. Y amenazaban con fieros males a los que se atrevían a acercarse a aquellos lugares de día o de noche —ellos no dormían nunca— si no iban de antemano confesados, comulgados y autorizados por los misioneros. No habían sido inventados el Mechudo y la Llorona por los reverendos padres jesuitas. Estaban ya allí hacía tiempo, y el monte que se alzaba y se adentraba en aquella parte del mar se llamaba, desde antes de que llegaran, la Punta del Mechudo.

Así y todo algunos aventureros se atrevieron a intentar pescar perlas y el Mechudo desde la tierra firme y la Llorona desde la islita de San José los castigaron dura y cruelmente.

Según decían los mismos indios no había bromas con ellos.

Cuando comienza este relato era a mediados del siglo XIX, pero la colonia había sido establecida e incorporada a la corona de España mucho antes. Por cierto que el primer colonizador fue un jesuita, el padre Salvatierra, virtuoso, sabio, emprendedor, humilde y estudioso.

Aprendió los idiomas indígenas de las tribus más importantes, tradujo a ellos algunas oraciones y se las hizo aprender a los indios con no poca paciencia. Estos iban —hombres y mujeres— completamente en cueros y el primero que se vistió fue un indio jovencito a quien adoctrinaron para monaguillo.

El día de la fiesta de San Javier el monaguillo apareció en el umbral de la iglesia vestido con un sayal-sotanilla hasta el suelo. Fuera de la misión había una multitud de indios porque había circulado la noticia de que iban a repartir gratuitamente lo que ellos compraban en las minas: tortillas de maíz al estilo de Sonora, con su poquito de chile picante.

Cuando el monaguillo apareció en el atrio hubo una carcajada multitudinaria que duró más de una hora. Aquí terminaban y allá comenzaban otra vez. Nunca habían oído los frailes reír de aquella manera.

Entonces el monaguillo se desnudó y se fue con los suyos, avergonzado, completamente en cueros. Y las risas cesaron.

Pero el monaguillo tenía que comer algo y por la noche se acercaba, hambriento, se vestía su sotanilla y se presentaba al padre Salvatierra. Comía alguna cosa —no era fácil comer en aquellos lugares— y luego se iba a dormir a la sacristía, vestido. Al revés que los demás mortales, el acólito se vestía para acostarse en la misión.

Lo habían hecho monaguillo porque había aprendido el padrenuestro en español, que los niños aprenden pronto los idiomas.

Y así iban marchando indios, frailes y mineros, entre el azul claro del cielo y el azul verdoso del mar en aquella lengua de tierra tan grande como Italia y casi despoblada, entre el mar de Cortés —el mar Bermejo— y el Pacífico.

Los jesuitas fueron los que comenzaron las misiones en aquellos lugares, como dije. Algunos de ellos murieron a manos de los indios a quienes trataban de convencer en vano de que debían tener una mujer sola, cubrirse las vergüenzas, casarse con ella y mantener los hijos. Aquellos indios eran polígamos y no por apetito sexual sino porque explotaban a sus mujeres como esclavas. Cada indio tenía seis o siete esposas y todas trabajaban buscando comida para él. El indio pocas veces tenía relación sexual con ellas porque algunos preferían las venadas silvestres que abundaban en la serranía y otros —¡quién iba a pensarlo!— las toninas, hembras de los delfines, que se quedaban en la arena cuando bajaba la marea.

Si las mujeres trabajaban tanto para sus hombres era para hacerse merecedoras de sus favores —más merecedoras que la venada y la tonina. De los hijos no hacían caso. Había mujer que había tenido cinco y había arrojado cuatro al fondo de una barranquera donde se lo comían los zopilotes y conservado sólo uno y a ese lo enterraba en la arena dejándole la cabeza fuera cuando iba a cazar la comida para el padre. Y hubo casos en que el jesuita padre Salvatierra tropezó entre dos luces, según él mismo confiesa, con una de aquellas cabezas en la playa y al oír llorar al niño se detuvo, compasivo, y lo sacó y lo llevó a la misión.

Los indios mataron a algunos jesuitas, cruelmente. A los otros los echó el virrey español por el famoso decreto de Carlos III de acuerdo con el Papa disolviendo la Compañía de Jesús.

Poco después fue llegando la independencia para todos los países hispanoamericanos.

Los jesuitas se habían marchado, pero quedaron los franciscanos y llegaron los dominicos. Y la isla parecía ir prosperando.

En 1845 la Baja California era todavía un lugar perdido en la geografía del planeta, aunque había habido y se conservaba algún comercio e industria más o menos incipientes. Pero para entonces, con la independencia de México ya establecida —precisamente por dos curas católicos— las órdenes religiosas comenzaban a andar de capa caída. Y poca gente conocía aún la existencia de la Baja California por haber estado en ella o conocer gente que hubiera estado. Nadie sabía nada de aquellos territorios sino los mexicanos de las poblaciones costeras del Pacífico y lo que sabían lo olvidaban fácilmente y tal vez deliberadamente. La Baja California no le interesaba a nadie.

La población indígena era muy escasa. En una extensión territorial tan grande como Italia no vivían más de diez mil o doce mil indios.

La tierra era pobre. El mar rico, pero no sabían o no querían explotarlo, por pereza. Las costumbres eran de un primitivismo anárquico que a Rousseau mismo le habría parecido nauseabundo. Todos en cueros —el clima no requería defensas— hombres y mujeres se juntaban a la buena del diablo allí donde se encontraban. El incesto y la homosexualidad estaban generalizados y nadie se extrañaba de nada ni acusaba a nadie. Lo único bueno era que nadie sentía celos de nadie. El adulterio era cosa de todos los días y no estaba mal visto. Los indios ofrecían sus mujeres a los extranjeros visitantes. No existían, pues, crímenes pasionales.

Carecían los indios de chozas y no tenían otro abrigo que algunos nidos parecidos a los de las grandes aves que se fabricaban entre los arbustos, a cubierto del viento nocturno del Pacífico que a veces era fresco. Cuando hablaban con los misioneros los indios les decían a todo que sí, repetían el padrenuestro en sus idiomas nativos aunque las traducciones eran sólo aproximadas porque no tenían palabras para «cielo» ni para «santidad» ni para «reino». Por ejemplo, al cielo lo llamaban «tierra comba». Y después de oír los consejos de los frailes hacían como siempre lo que querían. Eran polígamos y las mujeres trabajaban para ellos, como dije. El que más mujeres tenía se sentía mejor servido y más cómodo. Sólo atendían los hombres a dos tareas: la digestión y el coito.

Es verdad que la tierra no era feraz ni rica y las mujeres podían prestar grandes servicios a sus hombres, además de los del sexo. Con frecuencia volvían de sus cacerías con una serpiente cascabel decapitada y siete u ocho arañas tarántulas vivas aún, además de dos o tres ratas. Esto lo daba la tierra fácilmente. Cazar un venado llevaba varios días y exigía habilidades y estrategias particulares.

A la serpiente cascabel le cortaban la cabeza y comían la carne cruda, que por cierto es bastante sabrosa y hoy mismo se vende en latas y no sólo en Méjico sino en los Estados Unidos. En cuanto a las tarántulas su mordedura no es venenosa ni da el baile de San Vito. Los indios las comían medio vivas. Las había grandes como la mano y en cuanto a las ratas al fin son roedores como el sabroso conejo y la liebre que se comen en Europa.

Así era la vida entre las tribus cochimíes o maquíes o las otras tres o cuarto que hablaban dialectos del pericoa, parecidos pero no iguales. Para entonces —1845— ya hablaban casi todos más o menos español, pero su naturaleza estaba tan viciada por falta del uso de la razón y por ausencia de valores morales que era difícil, a veces, entenderlos.

Era lo que repetía constantemente el capitán Urrea.

Este era un español que había conseguido quedarse allí después de la independencia porque nadie se preocupaba de lo que sucedía en aquella península. Era hombre que estaba entrando en años más que maduros y había nacido en Aragón cerca de Graus.

No se podía decir que hubiera tenido suerte.

Era el capitán Urrea segundón de casa aragonesa. La herencia le correspondía entera al hermano mayor, quien estaba obligado por la ley a darle oficio o manera con qué mantenerse. Decidió el segundón renunciar a esos derechos por una cantidad y seguir al jesuita padre Arner, de Graus, en su viaje a Indias. El fraile le había dicho:

—Mira, hijo, que no todos levantan caudal en Indias. Unos hacen carrera y otros se descarrían.

Llegó el Padre Arner a proponerle que se hiciera jesuita lego, ya que no tenía afición a las letras, pero Urrea dijo que prefería ser soldado para bien o para mal y que no valía para fraile porque las faldas lo traían fascinado.

Recordando el cura que «fascinación» viene de falansterio y de falo le dejó libertad de determinación e incluso le ayudó en sus ambiciones militares más tarde, llevándolo a la Baja California con el cargo de jefe de la pequeña tropa. No era muy ambicioso Urrea ni muy inteligente. El aragonés del pueblo es un hombre sencillo que come pan, bebe vino y dice la verdad, pero pan no lo había en la Baja California. Sólo había tortillas de maíz indio, algunas veces, amasado por las manos no muy limpias de las indias y el vino tardaron mucho en producirlo los padres jesuitas con sus viñedos de Comondú. Sólo le quedaba a Urrea aquello de «decir la verdad». Pero en la Baja California y en aquel tiempo no se iba muy lejos con la verdad a secas.

Heinde, un tipo misterioso que hablaba varios idiomas, lo había comprendido desde el principio con sus doctrinas del hipnotismo que a Urrea le parecían cosa del diablo. Heinde decía que las había aprendido en Alemania. Urrea lo creía o no.

Pero nunca discutía con Heinde, que le inspiraba un respeto supersticioso, y no por haber salido del manicomio, como otros —en aquellos territorios hubo un manicomio—, sino por haber entrado en él sin otra causa que ir desnudo de cintura para abajo. Y no poder explicar sus orígenes. Unas veces decía que era español y otras alemán. Un día que se emborrachó declaró que había nacido en una cuna de reyes.

Urrea se preocupaba por el progreso de aquel país. Vivía en una choza con una mujer mestiza de indio, pero traída de tierra firme. La maltrataba y algunas noches se la oía llorar desde lejos. Es verdad que aquella mujer era un poco histérica.

La obsesión del capitán Urrea era que había que levantar un faro en una punta que entraba al sur del Malarrimo para evitar que los barcos fueran a dar en aquella trampa —así decía él— del demonio. Porque de noche no se veían los riscos a flor del agua y arrastrados por un buen viento de popa los navíos embestían contra los cantiles y se despedazaban sin remedio. Por eso llamaban a aquel lugar Malarrimo.

Los tripulantes en vano luchaban por salvarse entre las olas, porque había riscos agudos como puñales por todas partes y no pocos náufragos acababan desangrados. Algunos se daban cuenta de dónde se hallaban y en lugar de ir hacia tierra nadaban hacia afuera, hacia la mar y si no había resaca podían alejarse y desde allí buscar una pequeña playa que había más hacia el norte.

En aquellos casos algunos delfines habían ayudado a marineros que se declaraban vencidos por la extenuación y dispuesto a morir. Más de una vez una tonina, como decían los indios, salvó a un hombre arrimándose a él y dejándole agarrarse a una aleta o al rabo. E incluso, a veces, al pico. Que los delfines lo tienen casi como el de los pájaros. Y reían, entretanto, las toninas como seres humanos, que luego lo contaban los náufragos en tierra y nadie les creía. Muchos misterios tiene el mar.

Insistía Urrea en el faro y hasta comenzaron las obras para levantar una torreta de piedra, pero los indios no acababan de aprender a picar los bloques y si aprendían se aburrían y se escapaban. Lo malo era que huyendo de aquella faena los cazaban los carabineros para llevarlos a las minas, en reata. Los doce soldados, con carabina, que mandaba Urrea y que eran todo el ejército de la Baja California.

Urrea no quería a su mujer y se enamoró de una niña que aparentaba no más de trece años, andaba en cueros con sólo una cortinilla de aljófares delante del sexo, se cimbreaba al caminar y a pesar de ser muy hermosa nadie la había violado todavía. Los indios solían «casarse» —por decirlo así— a los doce o trece años. Aquella niña que se llamaba Loreta, como la virgen de la primera misión que fundaron los jesuitas, era hija de una bruja a la que todo el mundo le tenía miedo.

Quizá esa era la razón de la virginidad de Loreta.

Son allí las mujeres muy desenvueltas y no hacen caso alguno de la autoridad del hombre, aunque como decía, le cuidan y alimentan. Quizá por eso mismo no le tienen respeto.

El capitán Urrea, que como dije no tenía más de doce hombre a su mando y estos en dos destacamentos a ocho leguas de distancia uno del otro, quiso averiguar algo más sobre Loreta, pero no por ella misma ya que suponía que no sacaría nada en limpio y fue a ver a un tío abuelo ya viejo, que aunque andaba en cueros se ponía un pantaloncillo de algodón sospechosamente sucio por todas partes. Esperaba Urrea que entre hombres se entenderían mejor.

Tenía Urrea miedo de la madre de Loreta y preguntó al viejo qué clase de poderes tenía la bruja, si era verdad que lo era. El viejo parecía ofendido por la duda y como tenía ganas de hablar porque son muy sociables los indios californios comenzó a querer explicarlo todo al mismo tiempo. Lo que sucedió fue que se enredaba con las palabras y que Urrea no acababa de enterarse:

—De mi sobrina la bruja poco hay que decir o mucho, según. Antaño la buscó para matrimoniar un español de mucho rango y cuando a él le dieron la risa eterna ella se volvió a casar con un hombre cochimí muy bien plantado y ese señor no era brujo y se hizo de esa señora porque… esto… No es que ella estuviera resistona, que ella tenía entendimiento fácil y hablaba los seis idiomas indios y podía curar a una persona y matar a otra con una mirada y se iba con todos detrás de los chaparros y se revolcaba dos o tres veces cada día en las arenas, que ellos la montaban por miedo y así era llamada por todos y por mí también porque muchas veces se me dio, la Cooperativa, porque nosotros somos ya un poco modernos en el habla. Pues así la Cooperativa con todos tenía comercio, pero el mero jefe de los cochimíes ya se petatió también y ese era el que ella buscaba más a menudo y como ahí ve su mercé, de aquí a Loreto, la iglesia jesuita, hay un día y medio. ¡Ajá! Me tienes que dar de comer y ella lo cumple y con nadie se mete. No, señor. No. Y eso que es bruja, pero ¿sabe usted por qué se venga? Por las envidias en la agricultura, por las envidias del ganao o de la bestia. Que quieren tener y no pueden. Mucha mujer la Cooperativa. Pues de ahí viene la… hasta la demencia, aunque de distintas formas, claro. Quieren tener y lo que pasa. Por eso, mire usted, la primera brujería es que cuando persignan la comida, porque ella está enredada con uno u otro, como le dije a usted, no hay que hacer caso. Para la hierba, la contrahierba y todo arreglado. Porque ellos, todos esos que iban con ella a la playa de noche o de día, no creen en Dios. Tres veces persignan con ella la comida, pero creer no creen. Bueno, ahí tiene su mercé. Creen y no escuchan a nadie, incrédulos que son. Incrédulos todos. ¿No? Pero sin Dios, nadie. Porque Dios es quien todo lo puede y uno persigna la comida tres veces y así está bien dispuesto.

—Bueno, pero Loreta… ¿es hija del español?

—Creo que lo es.

—¿Y cuándo murió el español?

—Aquel… me dijeron que dio la estirada hace más de treinta años.

—Pero Loreta no tiene más de trece.

—De eso yo no quiero hablar, cuanti más que no sé contar. Ni debe hablar su mercé. Pues, como digo, se iba con su madre la bruja Cooperativa a buscar camarón. Y había un compadre, que ese sí que tenía unos chamaquitos. Pero salieron todos a vesitar a otros compadres y ahí tiene usted que… no estaban en su chocita. Y le preguntan. Uno de aquellos era ahijado de la Cooperativa. Así es que usted comprenderá. La cosa se entiende sin necesidá de explicarla.

Aquel viejo no podía entender el interés de Urrea porque si alguien quiere hacerle el amor a una mujer joven o vieja, pues allí está y no hay más que cogérsela. Y había otras muchas. Pero Urrea quería sólo a Loreta y tenía miedo de la bruja, como todos los de la comarca, porque la Cooperativa celaba a su hija. Nadie sabía por qué, pero la celaba mucho y cosa rara en una mujer como aquella, que era la más dispuesta a encamarse con cualquiera. Y nadie se acercaba a Loreta. El capitán tenía miedo porque la Cooperativa no podía ver a los gachupas. Así llamaba a los españoles, aunque su primer marido había sido también uno del Aragón de la España, como decía el viejo.

Así es que el capitán Urrea, aunque tenía en la península más autoridad que nadie con sus doce soldados, no sabía qué hacer y planeaba el acercarse a la bruja y hablarle un día francamente. Pero antes esperaba una ocasión para ver a Loreta a solas y decirle algo. Nada nuevo, entre nosotros. Lo de siempre: «Que si la madre se come la serpiente, pero guarda la cabeza —decía el viejo—. Que si la cabeza sigue viviendo tantos años como días faltaban para que se cumpliera la luna nueva. Eso lo traían todos de la naturaleza de arriba y lo de ahora lo van aprendiendo. ¿Eh? Las mujeres que se tragan el bocado pero tiran de la cuerdita y cuando está bien mascado lo vuelven a sacar del estómago. Las mujeres saben unas maldades y tienen otras aprendidas de antes. Que están pasando mala vida, que tienen que guardar la cabeza de la culebra, porque esa cabeza sigue viva tantos años y cuantos más, que hay que dar de comer a las personas a quienes se quiere, un poco de la carne mascada que se sacan del estómago con la cuerdita. ¡Ay, tantas porquerías! Con perdón de usted, lo transforman todo y pierden la memoria de todo y así vuelta a empezar. ¿Dice usted que quiere verla y hablarla? ¿Para qué si no es un mal preguntar?». Urrea se impacientaba:

—¡Para saber si le da a su hija esas enseñanzas!

—¿La enseñanza de la culebra? Esa todas las hembras la saben. Mata la culebra, se la come, y la cabeza queda bien viva un año o diez años según los días que le faltan para la luna llena. Eso lo platican entre ellas y lo saben todas, lo mismo que usted y yo. A palos pueden matar un venado o machetiar a un perverso de Vallaría. En el barranco del fraile, que aquel era pretendiente de la mujer que existía allí, en esa casa. Y allí aletean y aletean y aletean hasta que se abren las tejas más abajo. Se caen y una vez que están al nivel de uno ya se transforman en cristianas como le dije y engañan a la madre que las parió. Más en todavía que antes. Y una vez que se transforman pues ya se sabe, a salir y a golver a empezar. Porque en el empiece no hay engaño, ¿verdad? Era Urrea tolerante y pacífico, pero con aquel tío abuelo de Loreta perdía la paciencia. Muchos indios hablaban también insubstancialmente por no saber el idioma y la vida se hacía a veces intolerable, pero Urrea no quería salir de California sin su Loreta y no sabía cómo acercarse a la niña, que seguía bajo el ala de su madre la bruja y él quería saber si la niña era de la misma condición que su madre. Porque la madre tragaba pedazos de culebra cascabel como suelas de zapato, pero dejando fuera de la boca un hilito de palma bien atado, que luego podía sacarse el bocado sin más que tirar del hilito y después, a medio digerir, mezclaba un poco de aquel bocado con la saliva de la cabeza viva de la culebra y a quien se lo daba le daba buena suerte o al revés, le daba el panteón ya bendito y salmodiado. Eso decía el tío abuelo de Loretita.

A pesar de todo Urrea no sabía cómo confesarse a sí mismo que estaba enamorado. Porque no acababa de comprender que la hija de una bruja como aquella pudiera merecer el amor de un hombre honrado nacido cerca de la Almunia de Doña Godina. Seguía el viejo hablando: «No sólo eso, que hace también cruces con la palmita. A la pólvora que tiene, que la sacó del polvorín de los jesuitas, se le echa este, se le echa a la palma la polvorita y se hace una cruz, una apariencia, vamos. Una palmita. Así como está, así se hace la crucecita, mire —el viejo la hacía con los dedos—. Y esta no se raja. En el taco que se mete para detener la pólvora y para que no se salga, se hace otra crucecita. Así. ¡Ajá! Queda de esta manera. ¿No lo ve? Y no hace falta la saliva de la culebra. Se lo juro y me puede creer. Y ya entonces la carabina en la boca, es un decir, se le hace así, ¡puf!, y que le echen diablos, que ¿qué es lo que puede uno hacer? Lo demás es cosa de la camisa de madera y del funeral».

Urrea no entendía, pero seguía escuchando pensando en Loreta. Era un misterio la niña, el único que no había podido entender en aquella tierra. Lo bueno era que la había visto desnuda del todo. Pero Loreta no parecía india, sino mujer de la montaña de Aragón, mujer virgen con sus pechitos en forma de manzana nueva, sus flancos redonditos y medio nacarados y estrechos y luego el resto del cuerpo, todo desnudo menos los cordelitos de palma que colgaban más abajo de la cintura todos cuajados de aljófar, es decir perla menuda de la que había mucha en el criadero y nadie hacía caso. Y según el viejo debía tener más de cuarenta años porque era hija del primer marido.

La había visto Urrea entera y verdadera y unos días tenía los ojos azules y otros verdes. Color del cielo o de la mar. Entera y verdadera como una princesa antigua, como un capullo de princesa mora de los tiempos de la Almunia. Y desde entonces Urrea no podía dormir sin soñarla. Y cuando la veía la miraba de frente y ella lo miraba de reojo y pasaban el uno al lado de la otra sin decirse nada. Pero ella también lo miraba con anchos ojos azules o verdes según el día y la luz.

Lo que más le asombraba a Urrea era la naturalidad de ella, porque parecía que no se había enterado aún de que era mujer ni de que era hermosa.

Tenía que hablar Urrea con su madre, la bruja. No le importaba que la Cooperativa fuera bruja. También las había en las montañas de Aragón y él había conocido dos o tres y sus hijas, hermosas o no, se casaron como las demás y tuvieron un hogar feliz.

Entretanto el abuelo, viéndolo insistir en sus preguntas y refiriéndose al cambio de color de los ojos de la niña, dijo:

—Eso es por los ojos de las orzas que vienen en manadas a morir a la playa. Brincan a la arena, y allí se están hasta que se mueren. Y yo les he mirado los ojos, que son más grandes que los nuestros y unas veces azules y otras verdes y otras cobrizos. Y en Loreta es hechizo de la madre que como dije todo lo transforma y la tuvo del hijo del padre Barco, ya viejo.

—¿Pero también los padres…?

—Sí, usted. No todos, que santos hay. ¡Pues cómo no! Hombres son y Dios se les manda, porque para eso estamos todos en el mundo, incluidos los jotos de las islas Marías. Hombre era y gallardo y Loreta es la hija. Y su padre no fue español por más que digan.

Quería preguntarle más Urrea sobre aquellos misterios nuevos, pero no se atrevió porque el viejo dijo que era muy tarde y que había hecho promesa al Mechudo de no hablar más aquella noche.

Decidió Urrea ir un día a hablar con la madre, ya que del viejo no sacaba nada en limpio. Pero el viejo decidió de pronto seguir hablando:

—Usted dice «la niña» pero tiene sus cuarenta años largos y la celan y la vigilan además de su madre dos personas que no son de este mundo: el Mechudo y el indio del violín. Y también el loco Heinde, que en su país calzó buen cuero, y fue marqués.

Urrea después de pensarlo mucho decidió acercarse más a la niña y tratarla inocentemente como si no tuviera interés en ella. Y por lo que ella dijera deduciría lo que era prudente hacer. Pero siempre lo dejaba para otro día y la veía pasar y no se atrevía. Él, un capitán aragonés que se había jugado la vida tantas veces en la tierra firme.

En cuanto al Mechudo y al del violín lo mejor será adelantar alguna noticia, por si acaso. Había gentes raras, algunas muy blancas, que habían llegado el año anterior a la tierra de los pericoes. Iban todos vestidos y algunos eran gente leída y meritoria. Pero todos estaban locos. Los habían enviado de Sonora para recluirlos en el manicomio al que me referí antes, que estaba no lejos de Loreto. Pero pronto se olvidaron de enviar comida y los salarios de enfermeras y loqueros y los pobres empleados abandonaron sus puestos y se fueron a Sonora sin querer saber nada. Entonces los locos quedaron en libertad y se diseminaron por la isla.

Viéndolos vestidos y con barbas o afeitados y algunos de buena presencia —suelen ser hermosos esos seres donde la inteligencia duerme—, los indios y los mestizos los miraban como a una especie de seres superiores y estaban comenzando a ser una clase superior, una especie de aristocracia. Los paranoicos, hambrientos o no, se sentían felices con todo aquello.

Voy a permitirme copiar unas breves páginas de la señora María Luisa Meló de Remes —que nació y vivió fuera de la península— en las cuales habla del Mechudo y del hombre del violín.

Ella nos los va a presentar.

Dice la autora en un librito titulado Baja California tradicional y panorámica[1] «Al embrujo vespertino toda la península parecía un gigantesco anfibio que estirándose acalorado y desesperadamente entre dos mares ansiaba refrescar su ardiente caparazón rocoso, abrillantado al contacto del sol canicular de agosto.

»Ignimel, tosco y adolescente indio leimón, primer violín en el conjunto musical que a principios del siglo XVIII fue formado por el padre Ugarte, allá en la capilla de San Javier Viandú, acababa de desertar de su oficio de músico y huía inquieto al mar Bermejo, ansioso de convencerse con sus propios ojos de la presencia de un espantable monstruo a quien, según los decires de un ambicioso soldado español, Dios había castigado por desobediente herejía a vivir eternamente dentro de un remolino de ese golfo y bajo el lomo pedregoso que se yergue altivo para formar la plácida bahía de La Paz, la bahía de los bellos atardeceres.

»Para cerciorarse de lo que el ladino soldado le había dicho, Ignimel se empeñó en larga caminata. Y ahora, pensativo y frente al mar, sobre el risco que mira al sitio indicado, el indio músico sumergió su mirada dentro del agua transparente y vio allí, casi a flor del agua, los riquísimos criaderos de concha de perla; y oyó que las olas, al rozarlo, cantaban en delicado pizzicato.

»Al contemplar tanta hermosura su alma se revistió con ánimos de renovada libertad cuando escuchó que los pájaros ofrecían sus notas al cielo, como si fueran cristalinos timbres angelicales. Justas reminiscencias lo embargaban. Y recordando a su amada, sintió nostalgias por aquellos días en que amoroso con ella y libre de amos y prejuicios le adornaba con perlas sus crujientes faldellines. Hoy, al observar los ricos placeres de joyas irisadas no le parecía pecado mortal el hurtar todo aquello que antes fue muy suyo. Por lo inusitado de sus recuerdos no pensó más en el monstruo del remolino. Se olvidó del Dios que castiga al cristiano que peca; y aceptando de buena gana que el diablo lo tentaba ahora para darle un momento de ansiada felicidad se despojó del cotoncillo blanco con que lo vestían los misioneros y se echó a nado, libre y dichoso, bajo los resplandores de una luna llena que en el raso del cielo aceptaba gustosa los guiños de las estrellas coquetas.

»Pero no tardó el gozo en írsele al pozo. Ignimel con el agua a la cintura se quedó inmóvil porque sus ojos vislumbraron, allá, en la cima de un peñasco, la figura amenazante del vigoroso soldado español que lo hostigaba respaldado por gente armada. Su dicha reciente se trocó en locura de pánico. El solo pensar que el látigo de los blancos lo flagelaría con crueldad inaudita en aquel mismo instante, lo puso fuera de quicio. Y enajenada su alma, fuera de control, cortó con ímpetu el oleaje y salió corriendo a escape por las montañas… Sus gritos desoladores poseídos de atrición resonaban:

»—No robé nada. ¡Juro que no me he llevado una sola perla! ¡Sé bien que todas son ahora propiedad de los blancos! ¡Déjenme volver a la iglesia de San Javier! ¡Yo quiero seguir siendo músico! Soy cristiano y ahora sí creo en el Dios bueno que castiga, en el Dios de los blancos. ¡Juro que he visto al monstruo del remolino! Sí, hoy he visto junto a mí al hereje. Es aquel indio que rebelde siempre al cristianismo no quiso nada con la Virgen y al ser obligado a sumergirse para bucear la perla que diariamente debemos ofrecerle a la Madre de Dios blasfemó enfurecido: “Para la Virgen, no. ¡Para la Virgen, no! Yo mejor me robo una perla para el diablo”.

»Cuando los indios cristianos del poblado oyeron las palabras del loco Ignimel se sobrecogieron también de miedo; y entre ellos murmuraban sigilosamente supersticiosos:

»—No vayamos allá a robar nunca más perlas, porque es muy cierto que dentro del mar se quedó para siempre sumergido aquel endiablado ateo que ahora se ha transformado en un perfecto Mechudo. La barba y todo el pelo le han crecido y en la mano derecha, como castigo del cielo, empuña la más hermosa joya que mar alguno haya dado.

»Y cuenta la leyenda que desde entonces, allá en el golfo de California, ese lomo donde se inicia la plácida bahía de La Paz, empezó a ser llamado con el nombre de Punta del Mechudo… Y dicen por ahí también las gentes que cuando en los atardeceres sopla el coya —viento peligroso en el golfo— y se forman remolinos en el mar escúchanse misteriosas y melódicas notas de un violín… De aquel violín de Ignimel, que lleno de miedo por el látigo lacerante de los blancos se murió cantando un orapronobis en la iglesia de San Javier. En aquella misión de Viandú donde el padre Ugarte a principios del siglo XVIII y a orillas de un arroyito de temporal, levantó las primeras cosechas de maíz y trigo. Y plantó dátiles y olivos que crecieron hermosísimos junto a los naranjos y viñedos cuyas uvas sirvieron para que el santo jesuita elaborara el primer vino bajocaliforniano».

Así termina la dulce y cándida alusión de la dama tabasqueña al Mechudo, más lírica que histórica. Hay que añadir que al otro lado del brazo de mar que separa la Punta del Mechudo de la islita de San José, está la Llorona. No es nativa de La Paz, ni de la península california. Nació no se sabe dónde y se presenta en los lugares más extraños de México, de Guatemala y de Honduras y en los momentos del día o de la noche más inesperados.

Además se dice entre los indios pericoes, grandes —casi gigantescos—, que es la amante platónica del Mechudo. No pueden reunirse porque aquel brazo de mar los separa. Pero se hablan las noches de vendaval y sobre todo vigilan las perlas.

Los placeres llenos, todavía, de perlas.