Y, por fin, llegó una tarde luminosa y soleada de otro mes de abril. Y, por fin, me encerré en la cocina de un piso de Madrid, para cumplir una promesa más vieja que mis hijos. Treinta y tres años después de haberla formulado, respiré hondo, apoyé las manos en una encimera blanca, flamante, destinada a envejecer más despacio que mi cuerpo, y cerré los ojos.
Había copiado muchas veces los ingredientes, las proporciones de esa receta, para repartirla como un recordatorio de mí misma entre varias docenas de mujeres y unos pocos hombres. Aquella tarde de primavera de 1977 podía recordarlas a todas, a todos, en los momentos buenos y en los peores, ellas embarazadas tantas veces, ellos serios, flacos, a veces deprimidos, otras eufóricos, y tan jóvenes al principio, tan jóvenes todavía, siempre y todavía, para siempre en mi memoria. ¡Ah!, pues no es tan difícil… No era tan difícil, y por eso, yo nunca había escrito aquella receta para mí. Harina, la que admita.
Mi cocina era nueva, y olía a nuevo. Tenía una ventana que daba a un patio grande, rectangular, por donde casi todas las mañanas subía hasta el cuarto piso un aroma confuso de sofritos emboscados en caldo de cocido. Por eso me gustaba abrirla de par en par, apurar hasta la última nota de aquel perfume antiguo que cocía a fuego lento, y lentamente se iba imponiendo a la frialdad sintética de los plásticos y la silicona. Mi cocina era nueva y muy moderna, bastante amplia, regular, despejada. Cuando Miguel fue a ver aquel piso, en la frontera de mi antiguo barrio, Sagasta casi esquina con Francisco de Rojas, le pregunté por ella y no supo qué decirme.
—¿La cocina? —y se quedó callado, como si acabara de acordarse de que era hijo de una cocinera—. Pues no sé. Yo creo que está bien, mamá, ¿qué quieres que te diga?, es… una cocina. Todas se parecen, ¿no?
Le pedí que volviera a verlo con su hermana antes de dar una señal, y con Vivi me entendí mejor, aunque aquella casa me seguía pareciendo demasiado grande. Al final, no lo fue tanto, porque aparte de Fernando, que seguía yendo y viniendo entre Madrid y Toulouse, en los dos meses largos que llevábamos viviendo allí, todavía no había pasado un fin de semana sin que tuviéramos al menos dos nietos, los hijos de Miguel, o los de Vivi, a veces los cuatro, instalados los viernes, o los sábados, o los viernes y los sábados. Y los domingos, cuando venían todos a comer, tenía que sentar a alguno en la escalera que usaba para llegar a la última balda de la despensa.
Aquel sábado, sin embargo, era especial, y ellos lo sabían porque se lo habíamos avisado con mucho tiempo. Vivi, que a veces parecía hija de Angelita, se había resistido a cerrar el restaurante para nosotros, pero su padre se puso serio, y eso resultó más eficaz que mis veladas amenazas de deserción. Cuando decidimos volver a España para quedarnos, Galán sabía de antemano que él no iba a tener problemas. Dos, tres, cuatro días después de volver, lo único que tendría que hacer sería madrugar, vestirse, salir a la calle y sentarse en un despacho de la oficina que Fernando había abierto unos años antes, para seguir dedicándose a lo mismo de siempre aunque en dirección contraria, y con Guillermo García Medina tan a mano como para comer juntos la mitad de los días. Aunque no quise decirle nada, yo me desvelaba todas las noches pensando en el precio que tendría que pagar por mi regreso, aquel anhelo que había cultivado como un jardín minúsculo, secreto y tropical, en la devastación helada del exilio, la meta de una larga carrera cuyo premio iba a dejarme a solas con la monótona rutina de un ama de casa jubilada, una vida que no entendía y que tampoco me gustaba.
Pero mi hija mayor, que estaba aprendiendo a dominar su soberbia como había tenido que aprender yo a dominar la mía, y por eso ya no se enfrentaba conmigo más veces, ni más resueltamente que sus hermanos, me preguntó hasta qué punto estaba dispuesta a ser su socia cuando todavía tenía el piso lleno de cajas sin abrir. Un año y medio antes, yo había pedido un crédito para sufragar las dos terceras partes de la inversión inicial del Casa Inés de la plaza de Chueca, y lo había pagado con mi parte de la venta del Casa Inés del Boulevard d’Arcole, pero Vivi no estaba hablando de eso.
—Mi cocina es lo bastante grande como para que trabajemos juntas, mamá.
Al mirarme de nuevo en un espejo para comprobar que, con un gorro blanco calado hasta las cejas, estaba tan horrorosa en Madrid como en Toulouse, me sentí bien, tan en mi sitio, que decidí limitarme a cobrar los rendimientos de mi inversión y regalarle mi trabajo a mis hijas. No habíamos abolido la propiedad privada, pero tampoco me hacía falta montar otra cooperativa. Desde entonces, cocinaba con Vivi todas las mañanas de los días laborables y, de vez en cuando, por las tardes, me daba una vuelta por allí para echarle una mano durante un par de horas.
Aquel sábado de abril de 1977, mi primer sábado español libre de nietos, también fui al restaurante por la mañana. Mientras Vivi se ocupaba del trabajo del mediodía, yo me aislé del ruido, del ajetreo, la aparente confusión de una cocina bien organizada y en pleno rendimiento, para quedarme a solas con el menú de la cena, una emoción en la que nadie podía acompañarme. Galán y yo comimos juntos en otra cocina, la de nuestra casa, huevos fritos con patatas, como si al otro lado de la ventana fuera de noche, y nosotros, jóvenes, desnudos. Después, él se fue al salón, encendió la televisión y se quedó frito. Yo hice memoria, apilé sobre la encimera tres paquetes de harina, un kilo de azúcar, nueve huevos, un litro de leche, una botella de coñac y un paquete, esta vez sí, de mantequilla. Treinta y tres años después, en mi nevera había mantequilla de sobra.
Medí los ingredientes, hice la masa, la amasé lo justo, ni poco ni demasiado, la separé en fragmentos iguales para fabricar con cada uno de ellos un cilindro del grosor de un dedo pulgar más grande que el mío, y uní sus extremos para formar un círculo.
—¿Cómo puedes hacerlas así de bien, abuela? —me preguntaba Inés, la hija mayor de Vivi, cuando me veía—. ¿Cómo lo haces para que te salgan todas del mismo tamaño?
—No te lo puedo decir —contestaba yo—, las hago sin pensar, será que he hecho tantas, tantas, en mi vida…
—¿Cuántas? —mi nieta se había atrevido a calcularlo por sí misma la última vez—. ¿Un millón?
—No —yo me eché a reír—, sólo medio, medio millón.
—¡Ah! —y ella asintió con la cabeza, muy satisfecha, como si a los siete años, quinientas mil rosquillas fueran una magnitud razonable, comprensible, compatible con mi edad, con mis arrugas—. Vale.
Cuando Galán se despertó, ya había empezado a freirías. Luego, antes de arreglarme, las espolvoreé con azúcar, y construí con ellas una pirámide al lado de la ventana, para que se enfriaran. Adela se había ofrecido a recogernos a las seis y media pero, aunque era la que menos tiempo llevaba viviendo en España, era también la que más deprisa se había adaptado al concepto español de la puntualidad, y siempre llegaba diez minutos tarde. Me reservé ese margen para meter las rosquillas en una caja redonda de cartón que había comprado expresamente para ellas, y cuando mi hija abrió la puerta con su propia llave a las siete menos veinte, ni a menos diecinueve, ni a menos veintiuno, ya me había dado tiempo a colocarlas en capas concéntricas, con tanto mimo como si fuera a transportarlas a lomos de caballo.
—Calma —Adela levantó las manos en el umbral, mientras tres de sus cuatro sobrinos, los dos de Vivi y la mayor de Miguel, entraban en tromba y a la vez, peleándose por algo de lo que no llegué a enterarme—. Los niños se quedan conmigo. Ganadora del Oscar a la mejor tía… ¡Adela González Ruiz! —levantó los brazos en el aire e hizo una reverencia para que los niños se rieran, la aplaudieran, y se olvidaran de atizarse entre sí—. Vamos a ir a merendar y luego al cine, ¿a que sí? Ahora, que os los traigo mañana por la mañana, porque he cambiado el turno en el restaurante, y Andrés no vuelve de Frankfurt hasta por la tarde…
—¿Y para qué has subido, Adela? —Galán la regañó después de neutralizar a María y a Juan, que habían vuelto a zurrarse discretamente—. Podrías haber llamado al telefonillo, y habríamos bajado nosotros. Te van a poner otra multa, hija.
—Qué va. He dejado el coche en doble fila, pero le he dicho a Antonio que se dé una vuelta si vienen los guardias.
—¿Antonio? —y al escuchar ese nombre, nuevo también para mí, su padre se quedó paralizado, con una manga de la chaqueta puesta, la otra al aire, antes de mirarla—. ¿Qué Antonio?
—Pues Antonio, papá —y Adela sonrió—. Un amigo mío, que es fotógrafo de prensa, y ha venido para haceros una foto en condiciones, que ya va siendo hora, por cierto.
Durante el último año, Adela había venido a vernos a Toulouse más o menos cada dos meses, casi siempre con un chico distinto al que nos había presentado como a un amigo en el viaje anterior, y cuando podía quedarse a solas con ella, Galán, que a pesar de todas sus promesas, no había dejado de tratarla como a su niña mimada desde que la cogió en brazos en el hospital, meneaba la cabeza, insinuaba un gesto de desaliento y le decía siempre lo mismo, esto no puede ser, Adela, esto es un no parar, hija mía… Aquella tarde, sin embargo, no abrió la boca hasta que bajamos a la calle y vio salir del coche que nuestra hija había atravesado de mala manera sobre una esquina, a un chico con barba y melena que parecía una copia de todos los demás, aunque acabaría siendo el padre de nuestros nietos más pequeños.
—¡Otro igual! —al verle, sí se acercó a mí, para quejarse en un susurro—. Pero ¿por qué tienen que ser todos tan peludos?
Yo me encogí de hombros, porque no disponía de ninguna respuesta para aquella pregunta. Antonio, al menos, resultó ser un peludo muy bien educado, y después de saludarnos con mucha cortesía y quitarme la caja de las rosquillas de entre las manos para guardarla en el maletero, cedió el puesto de copiloto al padre de su novia con tanta presteza como si ejecutara una lección bien aprendida. Era muy alto, pero se empaquetó sin rechistar en el asiento trasero, conmigo y con los niños, Inés entre los dos, María, que sólo tenía tres años y un hermano de seis meses que la estaba matando de celos, sobre mi rodilla izquierda, Juan, que ya había cumplido cuatro, pero no estaba dispuesto a ceder su parte de abuela, sobre la derecha. Los rodeé a cada uno con un brazo, y aspiré la fragancia de colonia y patata frita, con un toque de goma de borrar, que desprendían sus cabezas, el pelo tan fino, la piel tan suave, su peso tan liviano, semejante al que los menudos cuerpos de sus padres habían posado sobre mis piernas a su edad, pero eché de menos a mi marido. Habría preferido hacer aquel viaje a su lado, apretándome contra él, encajar la cabeza en su hombro con los ojos cerrados y apurar su olor, madera y tabaco, clavo y jabón, un fondo ácido, dulce al mismo tiempo, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, y una punta que picaba en la nariz como el rastro de la pimienta recién molida, aquel aroma que ya no sabía distinguir del de mi propio cuerpo.
—Papá… —en la glorieta de Bilbao, Adela le miró, extrañada—. Me he saltado un semáforo.
—Ya lo he visto —pero volvió a mirar por la ventanilla.
—¿Y no vas a decirme nada?
—No. Hoy no.
—¡Ah!, pues voy a conducir bien, entonces —a mi izquierda, Antonio se rio entre dientes, pero nadie volvió a abrir la boca en lo que quedaba de trayecto.
Habría preferido hacer aquel viaje al lado de Galán. Adela no podía entenderlo, su novio tampoco, nuestros nietos mucho menos, pero en aquel coche que bajaba por la calle de San Bernardo camino de la Gran Vía, íbamos él y yo solos, y con nosotros, a la vez, mucha más gente, cuatro mil hombres armados y un centenar de civiles cruzando los Pirineos en la mañana fría, nublada, del 27 de octubre de 1944. Aquella mañana, Comprendes no vino con nosotros. Nos despedimos de él en la puerta de la que estaba a punto de volver a ser la casa del alcalde de Bosost, y ya iba vestido de pastor. Primero, Galán y él se dieron el abrazo más largo de los muchos que yo llegaría a contemplar entre ellos. Luego, Comprendes se me quedó mirando, muy serio, con el dedo índice levantado en el aire.
—Y tú me debes cinco kilos de rosquillas, ¿comprendes? —sólo cuando asentí con la cabeza para aceptar aquel compromiso, me abrazó a mí también—. El día que entremos en Madrid. Que no se te olvide.
Entre aquellas palabras y la sombrerera que estaba guardada en el maletero del coche de Adela, cabía una vida entera, treinta y dos años, cinco meses y veinte días, pero yo nunca había olvidado esa promesa. Mientras nos acercábamos al cine Capitol, fui repasando mi historia, lo malo, lo bueno, lo mejor, palabras, silencios, y tanta emoción, tanta amargura. Mientras nos acercábamos al cine Capitol, y por más que los cuerpos de mis nietos me pesaran sobre las rodillas, volví a ser la cocinera de Bosost, una mujer joven, feliz, enamorada de un hombre y de muchos hombres, de un sueño roto y de sus pedazos, de una causa enterrada, más que perdida, condenada a una inexistencia más injusta que el olvido.
La pesadilla había terminado. Habíamos vuelto a casa, a aquella ciudad llena de gente que caminaba por calles abrumadas de carteles satinados, una ciudad de paredes envenenadas por el tóxico olor del pegamento, la ciudad sin mar que había aprendido a mecerse a todas horas en una marea alta de retratos y eslóganes, de palabras e imágenes, de siglas y más siglas desconocidas para mí, desconocidas para ellos, recién sacadas del horno de la oportunidad, a veces absurdas, incluso ridículas, pero eficaces para mover las olas que no existían, para crear la ilusión de que allí nunca había pasado nada, de que nadie había luchado por nada antes de entonces. Eso es lo que parecerá cuando baje la marea, me advertía todos los días a mí misma, mientras andaba por las calles, mientras hablaba con la gente, mientras escuchaba sus conversaciones. Eso será lo que parezca cuando baje la marea, repetía con un nudo en la garganta, y hasta será verdad… Desde que había vuelto a vivir en España, me acordaba a todas horas del día que me marché, el último día que pasé en casa de Ricardo, en Pont de Suert. Y de todos los instantes de todos los días, de aquellas noches brillantes, luminosas, que alcancé a vivir en un país distinto, un país dulce y mínimo que apenas poseía unas pocas casas a orillas del Garona. Eso fue España para mí. El país al que había vuelto se llamaba igual, pero yo sabía poco de él, y él nada de mí, nada de aquello.
Nuestra retirada me dolía como una herida infectada desde que salí de Bosost, y sin embargo, en algún momento, mientras pensaba que habría preferido hacer aquel viaje al lado de Galán, en algún lugar entre la calle Sagasta y la plaza del Callao, esa cicatriz dejó de hacerme daño. Para mí, Arán siempre había sido un principio, un final y una frontera, la raya que separaba la mejor vida que había llegado a desear, y la mejor que la realidad me había consentido vivir, pero cuando Adela enfiló la Gran Vía, las dos se habían fundido en una sola, que seguía siendo mi vida, y el tiempo que me quedaba por delante.
—Anda, papá, que en el 44 no invadisteis España, pero ahora… —Adela lo entendió también, a su manera—. No te quejarás.
Cuando se arrimó a la acera, señaló hacia la escalinata del cine, pero yo ya les había visto, el Perdigón y Hélène tan arriba como si hubieran llegado los primeros, y a su derecha, Zafarraya, que ya no necesitaba raparse la cabeza porque estaba completamente calvo, Marie-France colgada de su brazo, el Zurdo en cambio con todo su pelo, todo blanco, y muy bronceado, Montse tan morena como él, su melena corta del color de siempre, y el Gitano casi pálido en comparación con ellos, porque María Luisa y él habían vuelto a vivir en Tordesillas, aunque no tanto como Lola, palidísima vecina de Santander, que ni te figuras lo que llueve, me decía cada vez que hablábamos, pero el Pasiego, con unas gafas idénticas a las que llevaba cuando le conocí, la estrechaba contra sí, su hombro rozando el de Amparo, más gorda, pero muy sonriente, el Lobo a su lado, contento también y cada vez más flaco, y el Sacristán con su mujer, porque cinco años después de dar por descontado que nunca se casaría, lo hizo con Maruja, una prima de Fernanda que emigró a principios de los cincuenta, aunque el Botafumeiro había venido solo, con esa cara de pena que se le puso al quedarse viudo, para colocarse detrás de Comprendes y Angelita, los últimos en volver, mientras el Cabrero y Sole subían las escaleras casi al tiempo que Romesco, que apareció con la correspondiente rubia de bote, porque desde que se divorció, todavía en Francia, cada vez que le veíamos, venía con una chica distinta que siempre se quedaba fuera de todas las fotos.
Galán, que también era responsable de que hubiéramos quedado en aquella escalera, porque Comprendes nos había citado a todos en el cine al que habían ido juntos a ver La hija de Juan Simón en el primer permiso que les dieron en noviembre del 36, me pasó un brazo por los hombros antes de empezar a subir, y yo se lo agradecí dejando caer un momento la cabeza contra su cuello. Allí estábamos todos, pero hasta que logré traspasar la caja de mis manos a las suyas, concentré toda mi atención en uno solo.
—No me esperaba esto, ¿comprendes? —Sebastián Hernández Romero me miró con las gafas muy sucias, los ojos muy brillantes en cambio—. Estaba seguro de que no te ibas a acordar.
—Pues me he acordado, ya ves —dejé las rosquillas en el suelo y me abalancé entre sus brazos para no echarme a llorar antes de tiempo—. ¿Cómo se me iba a olvidar?
Luego abracé a Angelita, después a Montse, más tarde ya no sabría nunca a quién, ni cómo, ni en qué orden, perdida como estaba en aquella confusión de nervios y de brazos, de labios y de manos, la sangre caliente, efervescente, complicándolo todo como un rebrote compasivo, traicionero, de la juventud que se nos había escapado esperando aquel momento, una emoción que no podía agotarse, porque estábamos todos, porque ya había llegado Comprendes, porque Angelita había venido con él, porque ya no nos faltaba nadie. Eso fue lo que sentí, que no nos faltaba nadie, que aquella tarde por fin estábamos todos, los que podíamos vernos, besarnos, los que podíamos hablar, tocarnos, y los demás, el Bocas y el Ninot, Tijeras, al que habían fusilado en el 45, el Afilador, que había corrido la misma suerte unos meses más tarde, el Churrero, que le acompañó en el paredón, y Paco el Rubio, que sólo llevaba diecisiete días casado cuando cruzó la frontera para no volver jamás, y el Tarugo, que había caído en el 49, en un tiroteo con la Guardia Civil, en los montes de Toledo, y Hormiguita, que se había estrellado con un coche después de saltarse un control de carreteras en la provincia de Lérida, precisamente en la provincia de Lérida, en 1952, y el Tranquilo, que había muerto en el hospital penitenciario de Carabanchel unos meses antes de la amnistía, y muchos otros, todos los muertos de Arán y muchos más, conocidos y desconocidos, felices o desgraciados, próximos o remotos, algunos vivos, otros muertos, pero todos presentes sin embargo, con su rostro y con su historia, su nombre y sus apellidos, en la escalera del cine Capitol, aquella tarde de abril de 1977.
Cuando terminó la larga, complicada ceremonia de los reencuentros y las bienvenidas, Antonio ya había montado el trípode en uno de los peldaños más bajos, y Adela, que se había limitado a subir el coche sobre la acera con las luces de emergencia puestas y ese desparpajo que sacaba a su padre de quicio, estaba a su lado, con un sobrino en cada mano, la otra pegada a su falda, y toda su atención puesta en las instrucciones que empezó a transmitirnos enseguida.
—A ver, poneos en tres filas, los más altos detrás, por favor —y al mirarla, me pareció que Antonio y ella hacían buena pareja—. Juanito, no te veo, muévete un poco… Ahí no, que te tapa Román, a tu izquierda, muy bien… Sole, ¡por favor!, no me hagas pucheros. Papá, tú estás tapando a Diego, cámbiale el sitio. Angelita, hija, deja el bolso en el suelo, que parece que llevas una alforja, y tú, Lola, sonríe, que es gratis… Ramón, tú también estás muy triste, así, mejor… —entonces se volvió hacia él—. ¿Qué tal?
—Muy bien —y la besó en la cara—. Tienes mucho talento para dar órdenes.
—Viene de familia —contestó Adela, echándose a reír—. A mi padre ya lo has visto, y cuando conozcas bien a mi hermana mayor, te vas a enterar… Y por cierto, ¿qué hacemos con las rosquillas?
—Con las rosquillas nada —su propietario había colocado la sombrerera en el escalón que estaba justo debajo de sus pies—. Las rosquillas se quedan aquí, ¿comprendes?
—Sí, mejor —asintió Antonio, que nos miraba a través del objetivo, antes de volver a hablar en el oído de Adela.
—Benjamín, ¿quieres que…? —Romesco negó con la cabeza, sin mirar siquiera a la rubia a la que había dejado aparcada en las taquillas—. Vale. Manolo, quítate esas gafas de sol, que parece que estás vendiendo cupones, y tú, mamá, no te pongas a llorar, que te conozco… ¿Te gusta así? —su novio asintió antes de esconderse detrás de la cámara—. Muy bien, voy a contar hasta tres, una, dos y tres. Ahora, ¡decid patata!
Dos días después, el Diario 16 publicó la foto bajo un titular escueto y misterioso, «Cinco kilos de rosquillas». El texto convertía en noticia la cita de un grupo de combatientes republicanos que se habían reencontrado en Madrid para asistir al cumplimiento de una promesa que se había mantenido intacta, como sus esperanzas de reencontrarse en una España democrática, durante más de treinta años de exilio. Eso decía. Y ni una palabra más.
Vivi y Adela se pusieron contentísimas porque, donde debería haber estado la invasión del valle de Arán, con sus luces y sus sombras, con sus héroes y sus víctimas, con su ambición y con su fracaso, donde deberían haber estado el amor de Dolores y el genio de Monzón, los placeres y las soledades de Carmen de Pedro, el frío de los campos y el calor de la victoria, donde debería haber estado un carro blindado con un nombre español escrito encima entrando en París, y la heroica terquedad de un partido ilegal, que no dejó de luchar ni un solo día desde abril de 1939 hasta abril de 1977, donde deberían haber estado las relaciones del gobierno británico con Franco y una inscripción tallada en una tabla, Miguel Silva Macías, 1923-1944, lo único que aparecía era el nombre y la dirección, la historia y las especialidades de la nueva Casa Inés. Después, Antonio nos regaló una copia grande de aquella foto en un marco que siempre estará en el recibidor de casa, pero eso no me consoló.
—Al fin y al cabo, ¿qué es el Partido?
Aquel día de octubre de 1965 había empezado con el entierro del Ninot y terminaría con una cena que también formaría parte del ritual de su despedida. Entre ambas convocatorias, Galán y yo habíamos sucumbido al irresistible impulso de los supervivientes, para abandonarnos a deshora a una ceremonia íntima, privada, que culminó en un epílogo inesperado. Aquella tarde, en nuestra propia cama, en nuestra propia casa, en el centro de nuestra vida común, vulgar y corriente, de todos los días, hablamos de cosas de las que no habíamos hablado nunca. Y a mí, que ya no necesitaba pensar a todas horas en cuánto le quería para comprender que nunca habría podido amar así a nadie más, el silencio que acabábamos de romper me pareció monstruoso. Él, sin embargo, sonreía mientras me contaba que durante aquellos años que vivió entrando y saliendo de España, los años que yo viví en Toulouse, con mis hijos y una foto suya escondida en el último rincón del maletero de mi armario, siempre había pensado que, cuanto menos supiera, mejor para mí.
No nos merecíamos eso. Yo no me lo merecía, él no se lo merecía, pero cuando se lo dije, volvió a sonreír, me preguntó qué era el Partido, y no supe qué contestarle. Entonces se respondió a sí mismo, con la seguridad que había adquirido a lo largo de todas aquellas noches en las que se citaba en casa con sus amigos sin avisarme de antemano, para agotar entre todos varias botellas y una sola frase, si viviera en España, me marcharía mañana mismo.
—¿Qué es el Partido? —repitió—. ¿Dolores, Carrillo, los congresos, las conclusiones? Desde luego.
Hizo una pausa, se dio la vuelta, se puso de perfil para mirarme, y me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Pero el Partido también eres tú, Inés, bajándote de un caballo con tres mil pesetas y cinco kilos de rosquillas. El Partido es Angelita, quitándose y poniéndose el sombrero en una carretera plagada de soldados nazis. El Partido es el Cabrero, que tenía un suegro rico, la vida resuelta, y ya lleva cinco años en la cárcel, y los que le quedan. El Partido es el Zurdo, yéndose de clandestino a Canarias con cincuenta años y con dos cojones, para acabar haciéndole compañía el día menos pensado. Y Sole, que ni siquiera es española, mudándose a Santoña para estar cerca de Manolo. Y Montse, que se ha marchado a Las Palmas y se ha llevado a los niños —hizo otra pausa, y volvió a sonreír—. Para mí, el Partido es hasta Guillermo García Medina, porque si nosotros no existiéramos, él ni siquiera podría hacer la guerra por su cuenta. Y yo estoy muy orgulloso de haber formado parte de todo eso.
Aquella tarde, al volver del colegio, Adela, que tenía trece años, me preguntó si no me parecía que su padre y yo éramos ya demasiado mayores para estar juntos en la cama a las seis de la tarde, pero me encontró tan impresionada, tan sobrecogida por lo que había pasado, que ni siquiera la regañé por hablarme así.
—Hemos hecho muchas cosas mal —había recapitulado Galán para él y para mí, un instante antes de que escucháramos el ruido de la puerta—. Hemos hecho muchas cosas mal, pero también hemos hecho muchas cosas bien, ¿y sabes por qué? Porque nunca nos hemos estado quietos. Hemos hecho muchísimas cosas, y hemos tenido que hacerlas solos, sin la ayuda de nadie. Los únicos que no han hecho nada mal, son los que no han hecho nada, porque esa es la única manera de no equivocarse. Yo nunca me arrepentiré de ser comunista.
Cuando vi nuestra foto en el periódico, no tuve que recordar aquellas palabras, porque nunca había llegado a olvidarlas. Pero me dio tanta rabia leer otras, tan distintas, que desde aquel día no he vuelto a hacer ni una sola rosquilla.