(El final de esta historia es un punto y seguido)

Pamplona, capital de Navarra, España, 13 de marzo de 1959. Y en el mismo acto, pero no a la misma hora, tal vez ni siquiera en la misma fecha, Ciudad de México, capital federal de los Estados Unidos Mexicanos.

En dos ciudades, dos países, dos continentes diferentes con un océano de por medio, un hombre y una mujer se casan por poderes. Hace veinte años que no se ven, pero se conocen muy bien. Hasta ahora nunca han estado casados entre sí, pero antes de unirse a otras personas, viven juntos como si lo estuvieran. Después, la Historia les pasa por encima, los aplasta como las orugas de un tanque machacarían un campo de margaritas, una guerra, un exilio, otra guerra, otro exilio, la gloria para él, luego la cárcel, para ella la pobreza, el olvido, una desgracia inmensa y, al fin, algo de paz, un poco más de bienestar, una prosperidad que termina por cuajar en la otra punta del mundo. Y ahora, al otro lado del tiempo, de la guerra, de la paz, del exilio, de la cárcel, de la clandestinidad, una boda por poderes. La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales.

En 1935 Aurora Gómez Urrutia tiene veinte años y no llama la atención sólo por su belleza. Hija de un profesor republicano, seguidor de Azaña, se ha educado en un ambiente singular, la élite culta, progresista, incrustada en el corazón de plomo del tradicionalismo navarro. En su casa no sobra el dinero, pero hay muchos libros. Así, como muchas otras españolas de provincias de su generación, Aurora consigue completar, a base de lecturas, una formación autodidacta que suple el calvario que representaría para la reputación de su familia que abandonara la casa paterna, para mudarse a la ciudad universitaria más próxima y asistir a unas clases donde lo más probable es que la recibieran a pedradas.

Aurora tiene una hermosa cabeza —los ojos grandes, oscuros pero dulces, la nariz pequeña, la boca carnosa, todo armoniosamente distribuido en un óvalo de perfiles equilibrados, la frente, tal vez, demasiado ancha, pero coronada a cambio por una espesa, brillante cabellera negra— y, además, la tiene llena de muebles. Esta jovencita que también destaca por su inteligencia, posee una cultura política muy sólida, una posición de liderazgo en las juventudes de Izquierda Republicana, y la firme convicción de que es imprescindible limitar, a cualquier precio, el apabullante rebrote del carlismo navarro, que ya se ha definido como un apoyo incondicional para cualquier insurrección contra la República, venga de donde venga. Así, guapa, joven, luminosa, apasionadamente entregada a la causa del antifascismo, y muy seria, es Aurora Gómez Urrutia cuando Jesús Monzón Reparaz la enamora, y se enamora de ella.

En esta época, él todavía es Sito —apócope de Jesusito—, un chico un poco revoltoso, con opiniones peligrosas, amistades un tanto indeseables, y una extravagante inclinación por los ambientes proletarios del barrio de la Rochapea, pero, por encima de todo, un Monzón Reparaz, el cachorro de una de las mejores familias de Pamplona, hijo menor de un distinguido médico burgués y descendiente, por parte de madre, de un antiguo y blasonado linaje de la aristocracia rural de Navarra. Con estos antecedentes, es de esperar que sepa renunciar a tiempo al capricho juvenil que representa la hija de un maestro azañista. Pero lejos de obedecer a la voz de la sangre, Sito va a afianzar su relación con Aurora para demostrar que no encaja en ninguno de los moldes previstos para él, y su terquedad termina de frustrar las esperanzas de sus padres y de quienes, como ellos, confían en que asiente la cabeza en el dorado redil de sus orígenes.

En Pamplona no se habla de otra cosa porque, dejando a un lado esa irrelevante menudencia de los enamoramientos, esta pareja tiene tanto que ver con los tiempos que corren, que no es fácil distinguir cuál es la causa y cuál el efecto. Y no se trata sólo de que ella provenga de una clase social muy inferior, sino también, tal vez sobre todo, de su actitud. Que él juegue al revolucionario, bueno. De entrada, Sito lleva pantalones, y en unos tiempos tan revueltos, la desgracia de tener un hijo moderno le puede sobrevenir hasta a un Grande de España. Pero esta chica resabiada y vociferante, tan poco femenina, que es capaz de subirse a un estrado para que todo el mundo la vea gritando en los mítines, y de exhibirse por las calles, agitando el puño en la cabecera de las manifestaciones al lado de Jesús…

—¿Dónde se ha visto eso, por el amor de Dios? —murmuran entre ellas las excelentes amigas de doña Salomé Reparaz, la pobre señora de Monzón, sin atreverse a ser más explícitas ante la madre de esa calamidad que la está matando a disgustos.

Y sin embargo, quien funda el Partido Comunista de España en Navarra, no es Aurora, sino Sito. Ella siempre anda un paso por detrás de él, subordina su carrera política a la de su hombre, y no vacila en poner todas sus capacidades a su servicio. Le adora. Es la primera de la larga lista de mujeres que adorarán a Jesús Monzón Reparaz.

Él, que mientras pueda elegir, nunca destacará por su constancia, la quiere como no volverá a querer a ninguna otra. Por eso, cuando en Pamplona triunfa el golpe de Estado al que las amigas de su madre llevan años enteros rezándole novenas, y consigue escapar, piensa en Aurora antes que en ninguna otra cosa. Al llegar a Bilbao, contacta casi al mismo tiempo con la dirección del Partido Comunista de Euskadi y con los círculos de fascistas emboscados en la ciudad. Busca a una mujer que canjear por la suya, y la encuentra enseguida en la familia Ibarra, tan célebre por su fortuna como por las insignias de sus buques. Entonces, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, al más puro estilo Monzón, se las arregla para que alguien le entregue a Aurora, en Pamplona, un salvoconducto idéntico al que él está dispuesto a firmar en Bilbao para una mujer de edad y aspecto semejantes, que intercambiará su identidad con la de la republicana que va a cruzar las líneas a la vez, pero en dirección contraria.

Ese es el plan y, muy pronto, un desconocido llama al timbre de la casa de los Gómez Urrutia. Su propietario está en la cárcel. Detenido en las horas inmediatas a la sublevación, condenado a muerte sin proceso alguno, sólo la intervención de un viejo amigo carlista ha logrado detener su ejecución en el último momento. Pero el recién llegado no pregunta por el profesor. Viene buscando a Aurora. Su hermana Elvira, que es la única persona de la familia que puede salir a abrir la puerta, la tiene escondida allí mismo, pero lo niega con toda la convicción que puede improvisar, Aurora no está aquí, ha desaparecido y no sabemos nada de ella, no tengo ni idea de dónde… El recién llegado sonríe y se limita a entregar a la cuñada de Monzón un papel doblado en cuatro, en el que sólo hay una palabra escrita.

—Ciruelica…

La literatura, el teatro, el cine, los libros de historia y los de memorias, la propaganda fascista, y la antifascista, han reproducido a menudo escenas semejantes, en España y en prácticamente todos los países de la Europa de la época. Una casa en zona enemiga, una persona escondida, un timbre, unos pasos, una visita, muchos sudores, y el recién llegado que se quita el sombrero, o la gorra, y amenaza, o se pone nervioso, y saca una pistola, o titubea, y cuenta una historia más o menos confusa, entrega una carta, algo pequeño, a veces una joya, otras un documento, a menudo un objeto sin valor aparente, y su destinatario miente sobre su identidad, se hace pasar por otra persona, duda, sospecha, intenta ganar tiempo, le pide al mensajero que vuelva otro día, se desploma en un sillón sin saber qué hacer, qué pensar, en quién confiar, y acierta, o se equivoca.

—Ciruelica…

Este desconocido se limita a dejar un papel doblado en cuatro entre las manos de Elvira Gómez Urrutia, añade que es para su hermana, que volverá dentro de un rato, y se va. Ella lo abre, pero no lo entiende, como no lo habría entendido ningún policía, ningún soldado, ningún funcionario que hubiera sometido a un registro a su portador. Ciruelica. Elvira lo lee, menea la cabeza, frunce el ceño. Ciruelica. Y esto ¿qué es? Pero Aurora sí sabe lo que es. Ella sabe muy bien quién, y cómo, y cuándo, y dónde la llama así. Al leerlo, se le llenarían los ojos de lágrimas, la barbilla de babas, el corazón de un amor tan salvaje que estaría a punto de hacer saltar por los aires todas sus arterias. Ningún policía, ningún funcionario puede entenderlo, pero esa sola palabra hace rebosar su conciencia del privilegio de ser amada por un hombre como él, y sobre todo, de la alegría de poder amarle.

—Ciruelica…

Una sola palabra basta para explicar hasta qué punto debía de ser difícil resistirse a Jesús Monzón. Pero también es fácil imaginar que este episodio, sin dejar de ser muy bonito, muy literario, muy emocionante, resulte, además, muy representativo del tipo de actitudes que generan desconfianza hacia él en el seno del PCE. Sus camaradas de la dirección no aprecian demasiado el romanticismo y, menos aún, el individualismo de los hombres de acción. No pueden negar que el dirigente navarro haga las cosas bien, pero resulta mucho más irritante que esté tan empeñado en hacerlas siempre a su manera. Y ninguno de sus superiores puede objetar nada al resultado de sus gestiones, pero todos preferirían un procedimiento más convencional, menos palabritas y más reuniones, más reuniones, más reuniones, hasta que ellos mismos decidieran cómo y cuándo efectuar un canje como aquel. A aquellas alturas, ni siquiera pueden imaginar la clase de complicaciones que van a crear en su organización las palabritas de Monzón, el desaforado amor que sabrán inspirar en las mujeres que se crucen en su camino.

Pero ahora, lo único importante es la guerra, y la guerra no marcha bien. En junio de 1937, cuando la caída del frente norte les obliga a salir de Bilbao, camino de Valencia, los Monzón ya son tres. Ha nacido su hijo Sergio, un niño que recorrerá con sus padres un país en guerra, que sobrevivirá a dos años de bombardeos nocturnos y diurnos, que sorteará los peligros del frío y la deshidratación a lo largo de viajes agotadores por carreteras cortadas, y que hasta saldrá ileso del trágico caos del puerto de Alicante para morir a destiempo, cuando ya parece a salvo de todo mal. Jesús consigue una plaza para su mujer y para su hijo en uno de los últimos barcos que salen de allí, camino de Oran, el 29 de marzo de 1939, pero el final feliz no dura mucho tiempo. Unos meses más tarde, reunidos los tres en Francia con la guerra mundial en el horizonte, es de nuevo él, asumiendo en solitario cualquier riesgo, quien toma una decisión audaz, radical y fulminante, como las que le caracterizarán de entonces en adelante. Sometido a la presión de su familia biológica, que insiste en criar al niño en la Pamplona franquista y requeté que él odia por encima de todas las cosas, opta por confiarlo a su familia ideológica.

—¿No queríais puré? —¡ah, los rojos españoles!—. Pues tomad tres cucharas.

Aurora, que sin haber inspirado jamás la menor sospecha de connivencia con el enemigo, ni deja de ser católica, ni llega a ser comunista, se muestra en principio dispuesta a mandarlo a Pamplona, a casa de sus suegros, sacrificando sus principios al bienestar de su hijo. Y si se opone después con todas sus fuerzas a enviarlo a Moscú, tampoco es por prejuicios ideológicos. Sergio, que sólo tiene dos años, le parece demasiado pequeño para un viaje tan largo, pero Jesús ni siquiera se toma el trabajo de considerar su opinión. Esa es la contrapartida de las dulces contraseñas de antaño. Los hombres explosivos terminan por explotar, porque esa es su condición, su naturaleza, y Monzón siempre será fiel a sí mismo en lo mejor y en lo peor, para lo bueno y para lo malo. Así, con la misma determinación de la que Aurora se ha beneficiado en, al menos, dos ocasiones, se las arregla para acomodar a su hijo en un barco destinado a la Unión Soviética.

En justicia, hay que decir que no hace más que seguir el ejemplo de la mayoría de sus camaradas, porque muchos otros comunistas españoles, vinculados o no al Comité Central, han mandado antes a sus hijos a la URSS, y a ninguno de aquellos niños le ha ocurrido nada malo. Al contrario, han sido alojados en viviendas confortables, y están recibiendo una educación esmerada en unas condiciones materiales que, como a algunos de ellos les sorprenderá descubrir después, les garantizan un nivel de vida muy superior al que gozan los niños soviéticos. Sin embargo, la de Jesús es una mala decisión, una apuesta desgraciada, porque aquella postrera caravana de niños republicanos españoles tendrá para Sergio Monzón Gómez un trágico final que sus padres tardarán años en conocer.

En el tren que lleva a los últimos pequeños evacuados hacia Moscú, se declara una epidemia que la mayoría de los pasajeros supera sin mayores contratiempos. Sólo cuatro o cinco críos enferman de gravedad, y Sergio está entre ellos. Al final, la escarlatina le concede a Aurora una razón cruel. Su hijo, criado con las deficiencias sanitarias y alimenticias propias de un país en guerra, sólo tiene dos años, y aunque los médicos soviéticos, al tanto de la posición política de su padre, hacen por él todo lo que saben, lo que pueden hacer, no logran arrancarlo de la muerte. Mucho antes de conocer esta noticia, antes incluso de que su hijo desembarque en la Unión Soviética, Aurora abandona a Jesús. No puede perdonarle que le haya arrebatado al niño a la fuerza, a traición, pero parece que él también la ayuda bastante a tomar esa decisión.

Según cuenta en sus memorias, Manuel Azcárate conoce a Monzón en la época de «la guerra de broma», la drôle de guerre, como dan en llamar alegremente los franceses a los meses que transcurren entre el verano de 1939 y el inicio de la ofensiva alemana sobre Occidente. No precisa la fecha de su primer encuentro, pero sí cuenta que se lo presenta Carmen de Pedro, y que frecuenta la compañía de ambos, siempre juntos, antes del mes de febrero de 1940, en el que obtiene por fin los visados para viajar a Londres y reunirse con su familia. En esa fecha, antes de abandonar Francia, ya es evidente para él que Carmen y Jesús tienen una relación amorosa consolidada, aunque evitan mostrarse en público como pareja.

Mientras tanto, Aurora sigue viviendo en París, la misma ciudad en la que Monzón se instala con su flamante compañera en el periodo previo a la ocupación nazi de Francia, pero Azcárate no dice ni una sola palabra sobre ella. O Jesús no se la presenta jamás, o su amigo Manolo decide derramar sobre su figura los siempre incalculables beneficios de la fraternal solidaridad masculina. Sin embargo, según la correspondencia que se conserva, a finales de 1941, Aurora, con la que ha perdido todo contacto, está aún en París, Carmen presumiblemente en la inopia. La madre de Sergio está al tanto de las grandes juergas que Jesús ha sabido simultanear con el cortejo a su nueva pareja en la época previa a la ocupación alemana. Las sistemáticas ausencias del padre de su hijo, sus constantes y variadas infidelidades, pesan ya en su decisión de abandonarle antes de que él seduzca sin dificultades a la mujer que más le conviene. Después, quizás Aurora sepa de Carmen, porque Monzón tiene la costumbre de romper por carta, sin ahorrar detalles, pero se mantiene absolutamente al margen de él, y del partido que dirige, hasta que encuentra una oportunidad de emigrar a México.

Muchos siglos antes de que esta historia se deslice hacia su sorprendente final, en la Antigua Grecia empieza a circular la del joven Jasón, un muchacho fuerte, pero no demasiado, habilidoso, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado, hermoso, pero no demasiado, valiente, pero no demasiado, veloz, pero no demasiado, astuto, pero no demasiado, a quien atormenta la conciencia de sus limitaciones. Jasón es nombrado capitán del Argos, la nave que, en nombre de una sagrada reclamación del rey Pelias, va a surcar el mar civilizado para adentrarse después en las salvajes aguas que arriban a las costas de la Cólquida, lo que hoy llamamos el Cáucaso, patria de los piratas bárbaros e impíos que se niegan a devolver el Vellocino de Oro a sus legítimos amos. El rey afirma que son los oráculos, y no él, quienes han escogido a Jasón, porque está escrito que será el único guerrero capaz de devolver el Vellocino a manos griegas. Su joven súbdito acata piadosamente los designios de los dioses, pero al pasar revista a su tripulación, integrada por los héroes más extraordinarios de todos los tiempos, desde Teseo y Orfeo hasta Cástor y Pólux, pasando por Ulises de Ítaca y hasta el mismísimo Hércules, se mira a sí mismo, y se encuentra tan inferior a sus subordinados que siente la tentación de abandonar.

Mientras tanto, el centauro Quiñón, su maestro y mentor, sabio de extraordinario poder, bendecido por Apolo con el don de la profecía, que se hace cargo de Jasón desde que ve a su madre abandonarlo cerca de su cueva, como si fuera el hijo bastardo de un pastor y no un príncipe de sangre real, le mira con una sonrisa entre los labios. Él sabe que el veredicto de los oráculos es una patraña. Pelias, al encargar aquella imposible hazaña a un sobrino suyo que ignora que lo es, pretende en realidad enviarlo a la muerte, para que Jasón nunca vuelva de la Cólquida a reclamar el trono que legítimamente le pertenece, pero Quirón está tranquilo. No tiene la menor duda de que a su discípulo le espera la gloria, él lo ha educado para eso, y le complace su modestia, esa falta de arrogancia que constituye en sí misma un principio de sabiduría. Tal vez por eso, no le deja zarpar con la angustia de sospecharse fracasado de antemano, y en la víspera de su partida, contesta por fin a sus preguntas.

—La mayoría de los argonautas son mejores que yo, más fuertes o más sabios, más inteligentes o más astutos. Ellos han derrotado a monstruos terribles, han triunfado sobre enemigos poderosos, han subido al Olimpo, han bajado al Hades, pero yo… —y el pobre muchacho deja caer la cabeza, baja la vista, se mesa los cabellos con desesperación—. ¿Qué puedo hacer yo, maestro?

—Tú también tienes un don, y es más valioso que los suyos, porque te permitirá regresar triunfante, con el Vellocino de Oro entre los brazos —Quirón mira a su discípulo con una ternura que se disipa pronto, a favor de una lasciva sonrisa de viejo verde—. Tú has nacido con el don de enamorar a las mujeres, Jasón.

Él sabe que Quirón es sabio, que puede ver el futuro, que nunca se equivoca, pero ni aun así logra creerle. ¿Cómo va él a enamorar a nadie, si ni siquiera es el más bello, si algunos de sus compañeros tienen cuerpos mucho más hermosos que el suyo, si no sabe galantear, ni tañer instrumentos, ni tiene una voz armoniosa, ni un ingenio agudo, si no es más que un pobre pastor pueblerino, tosco y sin brillo, un hombre del montón? Y sin embargo, Jasón conduce el Argos hasta la Cólquida saltando de cama en cama, de reina en reina, y en el instante en el que la princesa Medea pone sus ojos sobre él, se acaban todos sus problemas.

—Ese, para mí.

Medea traiciona a su patria y a sus dioses, a su familia y a su dinastía, a su padre y a su madre, por el amor de Jasón. Y ella misma roba el Vellocino de Oro, la posesión más valiosa de su pueblo, y se lo entrega a aquel extranjero a cambio de una promesa de matrimonio. Hace un negocio regular, porque Jasón cumple su palabra, se casa con ella, la convierte en su reina, pero él ha nacido con el don de enamorar a las mujeres y Medea no es la única mujer del mundo. Como suele ocurrir en estos casos, incluso cuando la exuberante voluntad de los dioses no anda de por medio, ninguno de los dos tiene toda la culpa. Desde entonces, la Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, pero los hijos de Jasón casi siempre caen de pie.

Aurora Gómez Urrutia llega a México con las manos vacías en un momento indeterminado, seguramente posterior a la Liberación de Francia, y por fin tiene suerte, después éxito. Esta mujer brillante y autodidacta, inteligente y trabajadora, logra imponer sus capacidades a la carencia de un título universitario para hacer una carrera fulgurante en la delegación mexicana de la multinacional petrolera Shell. A principios de los años cincuenta, convertida en una ejecutiva de gran porvenir, se casa con un exiliado español cuyo nombre carece de interés para esta historia. Él, a cambio, es muy importante, porque le enseña algo que sus compatriotas han tenido que aprender a la fuerza durante una posguerra durísima que a aquellas alturas no ha terminado todavía. Que es más fácil aprender a vivir sin café, sin chocolate, sin sal y sin azúcar, que aficionarse a los sucedáneos.

—Ciruelica…

A principios de los años cincuenta, cuando reanuda su relación con el amor de su juventud, Jesús Monzón está preso en la cárcel de El Dueso, en Cantabria. Lo único razonable es pensar que sea él, que ni siquiera puede estar seguro de qué porcentaje de su condena ha cumplido, quien escriba primero, pero las cosas no suceden así. A pesar de todo, y de la muerte de Sergio en un hospital soviético, es Aurora, libre y triunfadora, independiente y próspera, mimada por la suerte pero infeliz en su matrimonio, quien escribe a Jesús. Y a él, vuelve a bastarle una sola palabra.

—Ciruelica…

Las cartas de Aurora encierran una promesa de futuro que Jesús Monzón Reparaz se ha negado a invocar por otros medios. Su familia nunca le desampara, ni deja de mover cualquier influencia a su alcance para promover su puesta en libertad, pero él mismo va frustrando puntualmente todos sus intentos, al negarse a cualquier colaboración con sus carceleros. Muy pocos lo han tenido tan fácil, pero Monzón pasa quince años en diversas cárceles españolas, y en algunos momentos, hasta parece que va a cumplir la sentencia íntegra, porque los juzgados penitenciarios le escatiman durante mucho tiempo las reducciones de condena a las que la ley le da derecho, y se niegan a aplicarle diversos indultos que, legalmente, le corresponden. En 1956, Aurora, divorciada ya, le consigue un visado para viajar a México, pero su plazo expira sin lograr que le pongan en libertad. En 1958, le ofrecen la posibilidad de beneficiarse al fin de un indulto a cambio de abandonar inmediatamente el país, pero entonces, es él quien se niega a aceptar, alegando que ya ha cumplido su condena y que sólo está dispuesto a admitir una libertad sin condiciones.

Esta llega, con la propina del adjetivo «provisional», en enero de 1959, pero en el tira y afloja constante que el recién liberado mantiene con las autoridades, cuando se casa por poderes con Aurora, dos meses más tarde, ni a él le dejan salir de España, ni a ella entrar. No lo consigue hasta el mes de junio de 1960. Cuando la Ciruelica logra reunirse en Pamplona con el hombre de su vida, comienza al fin una etapa americana, plácida y feliz para ambos, que será sin embargo más corta que el periodo que Jesús Monzón ha vivido recluido en las cárceles de Franco.

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, pero cuando ese amor se acaba, los destinos que han sabido dibujar juntos los más barrocos e indescifrables arabescos, se tienden como cuerdas paralelas sobre una monótona alfombra de color pardo, el paisaje donde suceden las biografías más anodinas. Así, para Carmen de Pedro no hay ningún final feliz. La vulgar, insignificante jovencita, a la que una pasión amorosa logró elevar a dimensiones épicas, vive durante el resto de su vida como lo que es, una mujer vulgar, insignificante. Pero antes, tiene que pagar el precio de su audacia.

Ella, que no es muy lista, seguramente no acierta a prever el desarrollo de los acontecimientos que desencadena la detención de Jesús Monzón en junio de 1945. Tal vez, hasta cree escuchar a distancia un rumor de campanillas, el revoloteo de una varita mágica agitándose en el aire sobre las cabezas de los policías que esposan para su desgracia al hombre a quien ha amado tanto. Pobre Carmen. Quizás piensa que con eso ya está todo arreglado, que las acusaciones, los reproches, su propias culpas, se han disuelto en la providencial oportunidad de aquella caída como un azucarillo en un vaso de agua. Pobre Carmen, que se queda viuda demasiado pronto, como si aquella varita tenaz, alocada y marxista, que parecía haberle concedido el don de inspirar siempre el amor de un dirigente a tiempo, no alcanzara a salvarla por tercera vez. Pobre Carmen, que nunca, ni por su inteligencia, ni por su lealtad, ni por su coraje, está a la altura del resto de las mujeres que intervienen en esta historia.

Después de la detención de Jesús, el hada madrina de Carmen de Pedro debe de pensar que ya ha hecho bastante por esta imprudente jovencita, y se retira a descansar, dejando su destino en unas manos mucho menos cariñosas. El azar dispone la caída de Agustín Zoroa en el otoño de 1946. Y no interviene en su sentencia de muerte, responsabilidad exclusiva de los tribunales franquistas que le condenan, pero sí decreta que su ejecución tenga lugar el 29 de diciembre de 1947, para que su compañero ante el paredón sea Cristino García Granda, que ha pasado a la Historia como el héroe entre los héroes de la Resistencia francesa, que ha pasado a la Historia como el responsable del asesinato de Gabriel León Trilla, que ha pasado a la Historia como una luz y como una sombra, la cara miserable de la gloria, la gloriosa cara de la miseria, símbolo inmarcesible de la lucha antifascista, estampa imborrable de la pistola estalinista, el más valiente, el más cobarde, y una imagen terca, pero desenfocada, de decenas de miles de comunistas españoles que fueron tan indignos de sus virtudes como inocentes de sus pecados.

Pobre Carmen. Seguramente, nunca se atreve a decirlo en voz alta, pero la detención de Monzón debe inspirarle un alivio infinito, una paz instantánea, fronteriza con la alegría, o tal vez ni siquiera eso. Quizás, aunque no se atreva a reconocerlo ni siquiera ante sí misma, está deseando volver a verle, volver a mirarle, a espiar sus gestos, sus miradas. Quizás le gustaría ver también a su rival, a la mujer que se lo ha robado, porque le gustará pensar así, mejor eso que aceptar que a Jesús ni siquiera le ha hecho falta enamorarse de Pilar Soler para desprenderse de ella. Quizás sueña con presentarse ante él como la mujer de Zoroa, la buena esposa de un buen comunista, mira, ¿ves?, ya estoy en gracia otra vez, y más que tú, por cierto, ¿qué te parece? Pero aquel encuentro, deseado o indeseable, nunca se produce, para su tranquilidad y la de la dirección del Partido en Francia.

Porque van a pasar más de cinco años antes de que la dirección del Partido Comunista de España le pierda el miedo a Jesús Monzón Reparaz. Cinco años de tanteos, de calumnias, de rumores injuriosos, cinco años de miserias filtrándose despacio, gota a gota, en la conciencia de quienes han seguido a este hombre admirable en tantas cosas, que nunca ha sido un santo pero tampoco es, ni mucho menos, un traidor. Cinco años con Jesús fuera de juego, de cárcel en cárcel, con la boca cerrada de los buenos perdedores. Sólo después, cuando están seguros de que nadie podrá echarles en cara sus propias culpas, los beneficiarios de los méritos de Monzón aprovechan un favor de la policía checa para ajustarle las cuentas.

En 1949 es detenido en Praga Noel Field, aquel misterioso empleado norteamericano de la Sociedad de Naciones que colaboraba como voluntario con el Unitarian Service, una asociación teóricamente benéfica y dedicada, en teoría, a ayudar a los refugiados, que en la práctica contribuía a socorrer, con fondos y redes clandestinas, a las organizaciones antifascistas europeas. Noel, viejo amigo de Pablo Azcárate, recibe en Ginebra, en 1943, a su hijo Manolo y a Carmen de Pedro, para entregarles medio millón de pesetas que Monzón invierte en la reestructuración del Partido en el interior. En la época en la que contacta con el PCE, Field ya ha sido reclutado por Allen Dulles, jefe de la Inteligencia norteamericana en Suiza durante la Segunda Guerra Mundial e inminente director de la CIA, a pesar de que en Ginebra se sospecha su filiación comunista. A partir de entonces, trabaja en realidad como un agente doble, aunque su voluntad, su corazón, siempre están del lado de la Unión Soviética. Su trabajo consiste, básicamente, en conseguir que Dulles ponga en práctica las instrucciones que para él recibe desde Moscú.

A pesar de su historial, el implacable desbordamiento del terror estalinista provoca su detención en Praga, adonde ha llegado con una misión encomendada por la CIA después de haber perdido su trabajo en la Sociedad de Naciones. Y ni su voluntad, ni su corazón, ni sus años de trabajo para la NKVD, le sirven de nada. Interrogado con métodos atroces, acaba confesando a un paso de la muerte su relación con la inteligencia norteamericana y todo lo que sus torturadores quieren oír. Su testimonio sirve como base de un proceso que se celebra en Budapest y arroja como resultado, naturalmente, su reclusión indefinida en una cárcel húngara. En 1954, después de la muerte de Stalin, es puesto en libertad. Cuando le preguntan por qué quiere quedarse en Hungría en lugar de volver a los Estados Unidos, hace unas declaraciones sobrecogedoras, que habrían llenado de lágrimas los ojos de sus verdugos, si sus verdugos hubieran conservado la humana capacidad de emocionarse con algo. Quiero seguir viviendo entre las personas que aman lo que yo amo, eso declara. Entre las personas que odian las mismas cosas, y a las mismas gentes a las que odio yo.

La detención de Noel Field le da a la dirección del PCE la oportunidad de montar su propio proceso, moralmente cruel pero físicamente incruento, para vengarse de Monzón a través de sus colaboradores más cercanos. El primero es Manolo Azcárate, que para describir la atmósfera de los interrogatorios que tienen lugar en enero de 1950, en la sede parisina que el Partido tiene en la Avenue Folch, recuerda en sus memorias que sale de una de aquellas sesiones pensando que si no fuese él mismo, si no se conociera, pensaría que él mismo es un espía capitalista.

Azcárate afirma que nunca, jamás, se le pasa por la cabeza la posibilidad de que Monzón haya tenido el menor contacto con ningún agente norteamericano. Sin embargo, al contestar a las primeras preguntas, en apariencia inocentes, sobre el espléndido nivel de vida de Carmen y Jesús en la Francia ocupada, se da cuenta de que sus respuestas pueden estar contribuyendo a montar una causa contra Monzón, pero también de que, si insiste demasiado en su defensa, corre el riesgo de que acaben considerándole su cómplice, porque no puede fiarse de las declaraciones de otros testigos, cuyo número e identidad ni siquiera conoce. Así que aguanta el tipo como puede, sin aportar argumentos a la acusación contra su amigo, pero limitándose a defender contra viento y marea su propia inocencia. Y no tarda mucho en descubrir hasta qué punto sus precauciones están bien fundadas.

Porque cuando acaban con él, cogen por banda a la más débil, y a las primeras de cambio, Carmen de Pedro se viene abajo. La que ha sido compañera de Jesús durante casi cuatro años, se derrumba sin condiciones para declarar lo que no ha declarado Manolo Azcárate, lo que no ha declarado Pilar Soler, lo que no ha declarado Manuel Gimeno, lo que sabe y lo que no sabe, lo que recuerda y lo que nunca ha pasado, lo que se le ocurre inventarse sobre la marcha y lo que otros se inventan por ella. Carmen de Pedro declara lo que hace falta, contra Monzón y contra sí misma, pero sus acusadores insisten en el ejercicio de su autohumillación hasta que se arrastra lo suficiente, que, a juzgar por las actas que se conservan, es mucho más de lo imprescindible. La heroica memoria de Agustín Zoroa, cuyo nombre forma parte del catálogo de argumentos que se manejan en su contra, como si sus acusadores también hubieran necesitado que pasen cinco años para asombrarse de una boda que dejó a todos sus camaradas con la boca abierta, no puede hacer gran cosa por ella, aunque no es expulsada. Después, la mandan a vivir a Moscú, muy lejos, muy sola, estremecida para siempre por un terror perpetuo, definitivamente indigna de haber compartido los mejores años de la vida de Jesús Monzón Reparaz.

Así, el destino hace una extraña justicia al honor del hombre que hizo grande al PCE en el ojo del huracán de una guerra mundial. Al cabo, Monzón, para quien la sentencia, preso en España como está, no tiene otra consecuencia que la amargura, es el único expulsado. Carmen de Pedro, que dependía de él más que nadie, que le ha amado mucho, y por tanto, debería haber sido quien menos motivos tuviera para condenarle, es quien más sañudamente le ataca, pero también, a la postre, la única que paga las consecuencias.

Algunos de los colaboradores más próximos de Monzón disfrutan de la inmunidad más absoluta. Entre ellos está, en primer lugar, Domingo Malagón, el falsificador más genial de la Historia de España, de quien Santiago Carrillo dirá muchas veces que es la única persona verdaderamente imprescindible en el Partido, para el que fabrica, durante más de treinta años, un número incalculable de pasaportes, cédulas, documentos y carnés de identidad tan perfectos, que la policía franquista nunca es capaz de distinguirlos de los que producen sus propios funcionarios. Pero la cúpula militar del monzonismo tampoco es molestada en absoluto, ni antes ni después de aquel día de 1945 que Pasionaria escoge para alabar en público a Vicente López Tovar. Ni siquiera Ramiro López Pérez, alias Mariano, consejero militar de Monzón y, probablemente, autor del impecable plan operativo de la invasión del valle de Arán, sufre la menor sanción. Sigue formando parte del aparato del Partido y, en 1952, se casa con la heredera de uno de los grandes linajes de la «aristocracia» comunista española, Carmen López Landa, una más entre aquellos niños que gozaron de la exquisita hospitalidad soviética sin contratiempo alguno durante la guerra mundial, hija única de Francisco López Ganivet, un dirigente de Granada, sobrino de Ángel Ganivet, y de Matilde Landa, paradigma de heroína de la resistencia antifranquista.

Pero ni siquiera este es el caso más significativo. En el verano de 1956, cuando Manolo Azcárate ya ha vuelto a formar parte de los consejos editoriales de diversas publicaciones del Partido, al que ha llegado a representar en algunos eventos internacionales, Manuel Gimeno, que lleva más de diez años apartado de toda responsabilidad, recibe un buen día un mensaje de un desconocido, Santiago quiere verte. Santiago sólo puede ser Carrillo, y Gimeno acude a la cita para llevarse una de las mayores sorpresas de su vida. Quien todavía no es, pero ya actúa como, secretario general del PCE, le ha convocado nada más y nada menos que para ofrecerle la posibilidad de volver a entrar en España como clandestino.

Gimeno se queda de plástico mientras Carrillo, como si no hubiera pasado nada, le explica la nueva línea política, para informarle después de que han perdido el contacto con el camarada que estaba trabajando en la zona de Levante. Su misión, en el caso de que la acepte, consiste en reemplazarle, explicar a las bases la nueva orientación, organizar unas jornadas por la Reconciliación Nacional y, por supuesto, volver para informar de la situación del Partido en España. Para sacudir a su interlocutor de la profunda perplejidad en la que le están sumiendo sus palabras, e inclinarle a su favor, Carrillo le advierte que «tu amigo Monzón» también va a trabajar desde la cárcel para organizar las jornadas de Pamplona. Entonces, incapaz de levantarse de la silla y de marcharse de allí como si tal cosa, Gimeno se atreve a reafirmar su inocencia, y la de todos sus camaradas de la dirección monzonista, ante el hombre que actuó como supremo acusador en las sesiones del proceso que tuvo lugar seis años antes, en la sede de la Avenue Folch. Y recibe una respuesta concisa, directa y sincera, al más puro estilo Monzón, que probablemente tampoco espera.

—Aquellos fueron años muy duros, y bastante miedo tenía yo, bastante miedo teníamos todos…

Santiago Carrillo se justifica por haber perseguido al equipo de Monzón, alegando que la cacería llegó hasta tales extremos que nadie se sentía seguro, ni podía concentrarse en otra cosa que no fuera defenderse a sí mismo. A algunos, les parecerá una demostración más de su instinto político. A otros, una muestra suprema de cinismo. Gimeno, por su parte, le mira a los ojos y le cree, lo suficiente al menos como para aceptar la misión que acaba de proponerle. Poco tiempo después, vuelve a entrar clandestinamente en España bajo una consigna, la Reconciliación Nacional, que no difiere mucho del programa de la UNE que ha defendido en otros viajes.

La respuesta de Carrillo no es el único dato relevante, y asombroso al mismo tiempo, de aquella reunión sobre la que Manuel Gimeno nunca llega a escribir, pero sí cuenta en algunas entrevistas. Algunos historiadores del PCE confirman que la dirección intenta repetidamente recuperar a Monzón, reintegrarlo a la organización antes de que salga de la cárcel. Pero, tal vez, ni siquiera eso resulta tan llamativo como el carisma de Jesús, la impronta que deja no sólo en las mujeres, sino también en los hombres que lo han tenido cerca. Para Gimeno, nada habría sido tan fácil, tan prudente como morderse la lengua, pero no lo hace. Pocos dirigentes comunistas han suscitado lealtades personales tan fuertes como las que siguen vinculando a Monzón con sus colaboradores más cercanos, en pleno furor estalinista y por encima de su doble desgracia, expulsado por traidor, encarcelado por Franco. Y muchos menos han sabido merecer, y conservar, el título de «amigo» entre sus íntimos, incluso en circunstancias mucho más blandas, y por tanto propicias, para lograrlo.

Los motivos que hayan podido impulsar a la dirección del Partido a recuperar a Monzón, se resumen en uno solo. Debe de seguir pareciéndoles un enemigo más peligroso por sus virtudes que por sus defectos, demasiado en cualquier caso para que ande suelto. Pero aunque él se niega a volver a integrarse en la disciplina del PCE, los temores de sus antiguos camaradas resultan infundados. Con la ayuda del prestigio y los contactos de Aurora, Jesús consigue vivir muy bien, primero en México, después en Venezuela, aunque su trayectoria profesional, como profesor en una escuela de empresarios fundada por el Opus Dei, es uno de los datos más inverosímiles de su ya considerablemente inverosímil biografía. Sin embargo, él jamás piensa que ese trabajo sea algo distinto a un medio para ganarse la vida, y tampoco deja nunca, ni siquiera en las negociaciones previas a su contratación, de presentarse a sí mismo como lo que siempre ha sido, un marxista, ateo y dirigente histórico del PCE. Jesús Monzón Reparaz sigue siendo un comunista sin partido durante el resto de sus días. Por eso, aunque durante años, muchos de sus alumnos, de los amigos que hace en su nueva etapa, le animan a contar su versión, a escribir sus memorias, él siempre rechaza esa posibilidad, con una sonrisa entre los labios y una sola razón para su negativa.

—No, porque el Partido no quedaría bien.

Francisco Antón tampoco escribe nunca sus memorias. El otro gran amante de esta historia toma sus propias decisiones, pasa por su propio calvario y afronta su propio ostracismo, pero no deja ningún testimonio público de los hechos de su vida. Es difícil calcular la cantidad de millones de pesetas que cualquier editor español, y el fundador de Planeta, José Manuel Lara Hernández antes que ninguno, habría podido llegar a pagar, durante los últimos años del franquismo o los primeros de la Transición, por un manuscrito en el que hubiera contado, incluso sin detalles explícitos, su vida íntima con Pasionaria. Durante una buena temporada, ese libro podría haberles resuelto la vida, a él y sus descendientes. No fue así, porque nunca lo escribió.

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, a veces para mal, a veces para bien. A cada cual, lo suyo, y de aquel chaval tan joven, tan apuesto, tan irresistible mientras estuvo embutido en un uniforme de comisario del Ejército del Centro, se puede decir lo que de muy pocos. De lejos, podrá parecer un oportunista, un desaprensivo dispuesto a explotar el capital de su belleza física, un seductor de barrio, capaz de hacer cualquier cosa con tal de trepar. Pero, cuando llega la hora de la verdad, se porta primero como un hombre, y después como un señor.

Francisco Antón nunca está tan a la altura de Dolores Ibárruri como el día en que se atreve a decirle, tal vez sólo a confirmarle, que se ha enamorado de otra mujer y que quiere casarse con ella. No es posible adivinar dónde, en qué fecha, de qué manera sucede, porque el silencio que sepulta el final de esta historia, es aún más impenetrable que la imaginaria confabulación de comunistas sordomudos que lo decreta desde sus principios. Pero, cuando la primera década del siglo XXI llega a su fin, mutilar a la mujer española más importante del siglo XX de una pasión que convierte su vida en una aventura excepcional en todos los sentidos, no la favorece en absoluto.

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, pero más allá del inmutable, azaroso milagro que labran dos miradas al cruzarse, los seres humanos somos tiempo, historia con minúscula. Aunque durante casi cuarenta años parezca lo contrario, el tiempo que pasa por Dolores Ibárruri, va a pasar también por su país. El espejismo de inmovilidad, de moribunda asfixia desprendida del mundo y sus progresos, que la ley del vencedor proyecta en 1939 sobre sus rehenes, una generación completa de españoles su botín de guerra, no es ya más que eso, un espejismo, muchos años antes de que su superficie empiece a resquebrajarse. Aquella labor lenta y minuciosa, la implacable obstinación con la que tantos dedos de hierro pretenden bordar una imperial vocación de eternidad sobre las conciencias de millones de niños aterrorizados, no vale al cabo ni el precio de las horas de trabajo. El hombre que gana la guerra civil, pierde de una manera estrepitosa, en un plazo brevísimo, las batallas decisivas para su posteridad. Cuando en España todavía circulan monedas con su efigie, más de un actor de cine, y más de dos, se ponen un uniforme de generalísimo para ridiculizarle sin miedo y sin piedad. En España todavía circulan monedas con su efigie, pero la sobreabundancia lleva ya el plazo de las condenas serias, dolorosas, dramáticas, a un primer agotamiento que, tal vez, habría podido ser definitivo, si las instituciones de la democracia no hubieran sucumbido al monstruoso, incomprensible síndrome de Estocolmo, que aún hoy, cuando termina la primera década del siglo XXI, les impide romper formal y expresamente sus vínculos con el general que la secuestró el 18 de julio de 1936. Pero ese no es un problema del franquismo, ni del antifranquismo, sino de la democracia española actual.

—Esa es más lista que el hambre.

La gran enemiga de Francisco Franco Bahamonde, la única personalidad de su época a la que el dictador consiente en alabar alguna vez, no puede ver la victoria por la que ha luchado toda su vida, pero vence en otras batallas de las que quizás ni siquiera llega a ser consciente. Todos los tejidos tienen dos caras, y la visible no puede existir sin la trama, la urdimbre, el esqueleto de la que no se ve. En la cara visible del tapiz de su vida, Pasionaria fracasa, en la invisible, no. Los españoles nunca llegan a hacer una revolución proletaria, como nunca han hecho antes una revolución burguesa, pero aun sin ellas, su modo de vida se va distanciando de tal manera del que han pretendido imponerles a la fuerza, que a la fuerza acaba pareciéndose al de los hombres y, sobre todo, las mujeres que se han atrevido a sacar los pies del plato. Por eso, la pasión de Dolores Ibárruri por Francisco Antón, que a los ojos de sus contemporáneos representaba una inmoralidad imperdonable, una debilidad semejante al pecado, un trapo sucio que apenas se podía lavar en el fregadero de la propia conciencia, con las persianas bajadas y las puertas atrancadas, adquiere un valor muy distinto a los ojos de sus nietos. Y, no digamos ya, a los ojos de sus nietas.

Al otro lado del tiempo y de la Historia, más allá de vergüenzas irreconocibles, de tan deformadas por el desuso, y de los polvorientos prejuicios que las acompañan en el desván de los trastos viejos, a Dolores Ibárruri le favorece el amor de Pasionaria, la fortaleza y la debilidad que se acoplan en proporciones admirables para forjar una historia que habla de libertad, de arrojo, de dignidad y de autoridad sobre el propio destino, con las emocionantes minúsculas de las apuestas personales. Le favorece incluso su desamor, porque el despecho, con ser siempre torpe, con frecuencia miserable, a menudo hasta contraproducente, es al mismo tiempo un síntoma desgarrador, universal, de la naturaleza humana. Para enloquecer de dolor cuando el amor se acaba, hace falta haber amado mucho. En la primera década del siglo XXI, el despecho encaja tan bien en la categoría de las magnitudes comprensibles como una pasión arrolladora. Y mucho mejor, en cualquier caso, que la cruel arbitrariedad de las denuncias anónimas, los silencios sin fisuras y los infames procesos del periodo estalinista.

En una fecha indeterminada, a caballo entre los últimos meses de 1952 y los primeros de 1953, Francisco Antón afronta su propio proceso como sospechoso de traición. En este caso, la propia Dolores decide descender de la sublime nube a la que su nueva, inmaculada, casi etérea naturaleza, le consintió encaramarse después de la victoria aliada, para presidir en persona el tribunal. Los cargos son variados, y llegan a parecer interminables. Las sesiones, más secretas que de costumbre, se desarrollan bajo una consigna aún más reservada. Todos los asistentes reciben la misma advertencia. Lo que ocurra en esta sala no tiene nada que ver, ni por asomo, con una relación amorosa ya extinguida, ni con la reciente decisión de Antón de casarse con una chica francesa, bastante más joven que él. Dándole la vuelta a un célebre proverbio italiano, si esto fuera verdad, desde luego no parece bien hallado. Y si no lo fuera, ni siquiera sería en este punto donde Francisco Antón empieza a portarse como un hombre.

En los primeros años de la década de los cincuenta, hace falta mucho amor, mucho valor, para dejar a la secretaria general del Partido Comunista de España por una mujer más joven. Francisco Antón nunca está tan a la altura de Dolores Ibárruri como cuando se atreve a contarle, o a confirmarle, algo que tal vez aún parezca una infidelidad, pero ya ha dejado de serlo, y no sólo porque el amor de Paco haya desbordado todos los límites de la fidelidad que debe a su secretaria general, para convertirla, a su vez, en el único objeto de su infidelidad. Es muy probable que en esta época, ella en Moscú, camino de los sesenta años, él en Francia, sin haber cumplido todavía cuarenta, su relación ya no se parezca a la de los buenos tiempos. Es casi inevitable pensar que la distancia entre sus respectivas edades, sumada a la que les separa sobre los mapas, haya contribuido a reconducir su historia hacia un remanso pacífico, un país templado donde la pasión física se disuelve en placeres cálidos, pero tan inocentes como la compañía, la complicidad y la memoria de los gloriosos días del pasado, ¿te acuerdas, Dolores? Pero es muy difícil creer que, aun así, ella no se sintiera humillada, traicionada, expuesta a la detestable compasión ajena, por el único hombre del que ha estado enamorada en su vida.

Si fue así, Dolores no quiere recordar, no quiere contemplar el nuevo amor de Antón a la luz de la pasión que los unió en 1937, un tesoro que ella ha defendido contra viento y marea en la derrota, en el exilio, en el infortunio de tantos y tantos años, aquel amor que la exime de toda culpa, porque era auténtico, grande, profundo, tan fuerte como el hambre, como la sed, una pasión total, demasiado intensa, demasiado poderosa como para confundirla con la debilidad de una mujer promiscua. ¿Te acuerdas, Dolores? Ella no quiere recordar que en aquel momento ni siquiera se le ocurre pensar en su marido, y no sólo porque lo haya dejado atrás, en Vizcaya, en 1931, sino además, y sobre todo, porque en ese instante supremo, soberano, de libertad absoluta, que consiste en entregársela a otra persona por amor, las viejas ataduras ya ni siquiera estorban.

Quizás, Antón empieza por ahí, invocando la absoluta libertad con la que ella decidió entregarse a él, la libertad que los ha unido siempre más allá de los secretos y las puertas cerradas, antes de contarle la verdad de siempre, una versión conocida, incluso sobada, desgastada por el uso, de tantas y tantas veces repetida, que no por familiar deja de ser verdadera. Yo no lo he querido, no lo he buscado, pero me lo he encontrado, me ha pasado sin querer que me pasara y no he podido hacer nada, no he podido resistirme porque es auténtico, grande, profundo, porque es amor. Me he enamorado de otra y voy a casarme con ella, Dolores. Nadie inscribirá este momento con letras de oro sobre ningún escudo. Nadie bordará nunca esas palabras en una bandera. Nadie le pondrá jamás su nombre a un regimiento del Ejército español, pero pocos hombres han sido tan hombres, y tan valientes, como Francisco Antón en aquel trance.

Ella no lo entiende, no quiere entenderlo, aceptarlo, ni siquiera puede pensar en esa posibilidad sin sentir que se está traicionando a sí misma. Nadie se habría atrevido nunca a decírselo en voz alta, y sin embargo, se lo habrían advertido tantas veces, lo habría leído en tantos ojos, en tantas sonrisas sesgadas, tantas expresiones malévolas pintadas con un barniz de amabilidad fingida… Ella habría podido sentirlo, verlo con unos ojos secretos, misteriosos, escucharlo con los insólitos oídos que le brotaban en la nuca en el mismo instante en que les daba la espalda, estás haciendo el tonto, mujer, te dejará por otra, por una más joven que tú, hasta más joven que él, ¿es que no lo ves?, con lo lista que tú eres, ¿no te das cuenta, Dolores? Contra esas voces, que siempre son mezquinas y casi siempre odiosas, porque no encubren más que miserias, envidia, celos, insatisfacción, ella ha luchado con su amor, se ha hecho fuerte en él, lo ha afirmado con un puño de hierro, lo ha acariciado con la aterciopelada suavidad de las letras de los boleros. Si es la historia de un amor como no hay otro igual…, ¿cómo va a entender ella que termine así?

Negociar con esa posibilidad es lo mismo que admitir que todos esos despreciables maestrillos de gramática parda, que llevan tantos años compadeciéndola a sus espaldas desde la más absoluta ignorancia del bendito fuego que le arde por dentro, tenían razón. ¿Qué sabrán ellos? Eso se habrá preguntado Dolores a sí misma durante tantos años, mientras les sonríe, mientras los llama por su nombre, mientras los abraza como sabe ella abrazar a los hombres, ¿qué sabréis vosotros?, y mientras besa a sus mujeres, más pizpiretas, más descaradas incluso, aún se lo preguntaría con más intensidad, y vosotras, desgraciadas…, ¿cómo os atrevéis siquiera a compadecerme, si no tenéis ni idea de lo que tengo yo con Paco? Todas las historias de amor son excepcionales, cada una a su manera. Esta lo es como muy pocas, y muy pocas mujeres enamoradas han sido tan valientes como Dolores Ibárruri cuando decide compartir su vida con un hombre como Francisco Antón, sin pensar en la factura. Cuando todo se acaba, seguramente tampoco imagina que, al final, la cuenta que acabará pagando tendrá un precio más alto que el que le va a imponer su amante.

A principios de los años cincuenta, él no hace otra cosa que imitar su ejemplo, reproducir su valentía, y ella, que siempre ha sido la más grande de los dos, se vuelve muy pequeña de repente. Incapaz de mantenerse a la altura de su libertad, aquella variante clandestina del legendario coraje que la ha llevado a servir a un amor tan grande, una pasión inconveniente, prohibida y aún más dulce, Dolores le advierte que le va a hundir, y le hunde, pero no comprende a tiempo que su crueldad, la feroz medida de su venganza, la hundirá más que a él. Ella, que aparte de amar a Antón hasta el límite de sus fuerzas, nunca ha hecho nada tan bien como pensar, no sabe analizar los datos del problema. Calcula mal, porque Paco, que ya ama a otra mujer, nunca llegará a amarla tanto, tan tierna, tan apasionada, tan incondicionalmente, como en las largas y tenebrosas, interminables sesiones de su desgracia, de sospecha en sospecha, de humillación en humillación, un día, y otro día, y otro más, con la cabeza alta y el corazón en un puño, pensando sólo en una cosa, hago esto por ti, estoy dispuesto a aguantar lo que me echen, y mucho más, sólo por ti, porque te quiero. En aquel proceso, Francisco Antón aprieta los dientes, mantiene la cabeza alta y, una vez más, se porta como un hombre.

Ella le llama fraccionalista y todos los demás asienten, toman notas, evitan mirarle. Ella le llama personalista, y él la mira a los ojos, para que vea que no se arruga, que no se asusta, que no piensa pedir perdón. Ella se pregunta en voz alta por qué nunca les ha contado que su padre era policía, un traidor, un enemigo del pueblo, un lacayo de las fuerzas opresoras de la clase obrera, y él sigue pensando en otra mujer. Cada noche, cuando la sesión termina, y sus amigos, sus camaradas, se apartan de él como si contagiara la peste, Paco Antón no está solo. Y cada mañana, cuando todo vuelve a empezar, sigue siendo tan valiente como la noche anterior, su fortaleza intacta, sus hombros de hierro, la voz firme en el trance de defenderse de todas las acusaciones que se vuelcan contra él, que se ha enamorado de otra, pero nunca ha sido un traidor.

Dolores, que es más lista que el hambre, es tan tonta, tan tonta, tan tonta, que no comprende a tiempo que el desahogo de su rencor sólo va a servir para afianzar el amor del hombre al que ella ama por otra mujer. Mientras tanto, pierde la oportunidad de ponerse a la altura de sí misma, de su grandeza, de su leyenda, y se comporta como lo que nunca ha querido ser, una beata de pueblo, mezquina, reaccionaria, una esposa legítima conservadora y despechada, como aquellas contra las que levantó una vez a las mujeres de España. Pero cuando la tortura íntima a la que ha escogido someterse, llegue a su final, se dará cuenta de quién ha perdido más.

Aunque Francisco Antón no es expulsado del Partido, la sentencia le degrada hasta el nivel de los simples militantes de base. Pierde su puesto en el Buró Político, todos sus cargos, sus prebendas de dirigente, pero gana una vida nueva. A partir de su desgracia, vivirá en Praga, sin ventaja alguna, trabajando en una fábrica como un refugiado anónimo, pero durmiendo cada noche con la mujer a la que ama, llevando a la escuela, antes de ir al trabajo, a los hijos que ha tenido con ella. Dolores, mientras tanto, está sola.

Ella le hace y le deshace, pero se deshace a sí misma en el esfuerzo supremo de acabar con él. El aliento que sostiene su carrera política, el impulso de esos momentos decisivos en los que se eleva sobre su naturaleza humana para convertirse en un símbolo inmortal, coinciden casi exactamente con los años que dura la gran historia de amor de su vida. Después de 1953, ahíta de rencor, se va apagando poco a poco, hasta recluirse tras su propia y gigantesca imagen como la más bella, la más amada y admirable talla barroca, la que provoca un fervor incomparable, gritos, lágrimas, desmayos, cuando sale en procesión, pero pasa el resto del año a oscuras, encerrada en una capilla pequeña y fresca, recibiendo unas pocas visitas y no todos los días.

—Dolores está abúlica —empiezan a susurrar los más audaces a mediados de los años cincuenta, cuando se muda a Bucarest—. No tiene ganas de nada, todo le da lo mismo, está mayor y cansada, como vacía por dentro.

Si fue así, esa es su penitencia. Cuando todo termina, se mira las manos y las encuentra vacías. Entonces le toca aprender que la venganza nunca da, que siempre quita, y a medida que va pasando el tiempo, el rencor desdibujándose en la monótona grisura de los días sin emoción, los celos dejarán de morderla para tumbarse a sus pies como un perro saciado de su rabia, y empezará a soñar con él, dormida y sobre todo despierta, tal y como era cuando le conoció, tan joven, tan guapo, tan digno de su amor. Ese será su tormento, la autocrítica que nadie la obliga a hacer jamás en público, mientras se sigue vistiendo de Pasionaria para que la saquen en procesión, mientras sonríe, y saluda, y besa a los niños que le entregan ramos de flores sin lograr quitárselo jamás de la cabeza, sirviendo todavía a la pasión vieja y eterna de la piel de Paco Antón, de sus ojos, de sus labios, de su despiadado cuerpo de hombre joven, recordando cada gesto, cada beso, la línea de sus brazos, el tacto de sus manos cuando la acariciaban, lo que más ha amado, lo que más le ha dolido, lo único que le importa cuando, en 1960, cede a Santiago Carrillo la secretaría general de un partido que para ella sigue siéndolo todo, que al mismo tiempo no es nada en comparación con lo que ha perdido.

Y mientras se va empapando despacio de la lluvia fina, destemplada y constante, que le llueve por dentro en los días iguales, las noches desprovistas de horizonte, quizás llega a pensar en él de otra manera. A Paco no le habría costado ningún trabajo mantener dos historias a la vez, seguir haciéndole compañía en Moscú, de vez en cuando, y convivir discretamente con su novia en las largas temporadas que pasaba en Francia. Tampoco le habría resultado difícil proponerle un trato, uno de esos acuerdos a los que acaban llegando los viejos amantes en situaciones parecidas, mira, Dolores, esto es lo que hay, y yo no quiero dejarte, que nadie piense que te dejo, tú has sido la mujer de mi vida, lo de esta chica no tiene importancia, pero tengo que vivirlo, déjame vivirlo y seguiremos estando juntos como antes, como siempre… A la larga, cualquiera de esas dos soluciones no habría sido mejor, sino peor, y mucho más humillante para ella.

Dolores, que es tan lista, acaba quizás comprendiendo eso, aceptando una verdad que el tiempo va haciendo menos cruel, más consoladora, porque aquel chico que parecía un arribista, un guapo profesional, un explotador de su propio atractivo sexual, se ha portado como un hombre, y no ha hecho más que lo que tenía que hacer, a costa de echar a perder su carrera política. Tal vez, llega un momento en el que Dolores está orgullosa de haberse enamorado de un hombre como él. Si fue así, muchos años después, la Historia con mayúscula le regala un epílogo piadoso.

En 1968, el destino de Dolores Ibárruri vuelve a cruzarse con el de Francisco Antón, en unas circunstancias que ninguno de los dos habría podido prever en el momento de su separación, quince años antes. De repente, los camaradas incómodos, apartados en Checoslovaquia, vuelven a ser útiles, incluso imprescindibles. Pasionaria vuelve a ver el nombre, la firma de Paco, en un informe apasionadamente favorable a la gestión de Dubek, y quizás, la memoria de su amor influye en su no menos apasionado apoyo a la Primavera de Praga, el penúltimo gesto juvenil de su vida, un arrebato de ternura y su primera disidencia, a los setenta y dos años, respecto a las directrices del PCUS. Los dirigentes de su partido nunca han apreciado mucho el romanticismo, y sin embargo, tal vez aquella decisión sigue calentándole el corazón nueve años más tarde.

En marzo de 1977, exactamente cuatro décadas después de haber compartido el escenario del Monumental Cinema con un joven dirigente en ascenso, Dolores Ibárruri, Pasionaria, puede por fin subirse a un avión para volver a España. Fotógrafos del mundo entero inmortalizan el momento en el que desciende por una escalerilla de la compañía Iberia, para pisar de nuevo el suelo de Madrid, su sonrisa más plena, más luminosa que nunca, su inmaculado candor de Virgen María del proletariado internacional tan intacto como en 1939, su condición de Madre Universal de los antifascistas españoles de todos los tiempos, a salvo de toda sospecha. Con ella, vuelve a Madrid la memoria de uno de sus hijos, el amor de su vida, un comunista olvidado, desconocido ya por los jóvenes que se agolpan en el aeropuerto para darle la bienvenida. Francisco Antón muere unos meses antes que Francisco Franco, pero a pesar del signo de los tiempos, nunca representa un peligro para el intachable prestigio de Dolores. Su lealtad le sobrevive, porque después de haberse portado tantas veces como un hombre, muere siendo un señor.

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales.

Si en la primavera de 1939 Dolores Ibárruri no hubiera estado enamorada de Francisco Antón, no se habría marchado a Moscú con la angustia de dejarlo abandonado en Francia, y tal vez se habría pensado mejor en qué manos depositar la responsabilidad de dirigir el Partido al norte de los Pirineos.

Si unos meses después, Carmen de Pedro no se hubiese enamorado de Jesús Monzón, seguramente se habría limitado a ventilar por las mañanas y quitar el polvo de vez en cuando, tal y como la dirección esperaba de ella.

Si el amor de Pasionaria no hubiera sido tan grande, tan auténtico que, en lugar de disminuir, creció con la distancia de un mundo en guerra, nunca habría aprovechado la ocupación alemana de Francia para mostrar en público la debilidad que le impulsó a pedirle un favor personal a Stalin.

Si tanto amor no hubiera logrado el milagro de que Francisco Antón fuera liberado de su cautiverio, y despachado a Moscú en el primer avión, el Buró Político del PCE habría seguido teniendo un representante en Europa Occidental.

Si Paco no se hubiera reunido con Dolores en la otra punta del continente, Jesús Monzón no se habría atrevido a salir a la luz en el verano de 1940.

Si el amor de Carmen de Pedro no hubiera sido tan ferviente, tan constante como para animarla a desafiar, tan pequeña como era, a la cúpula de su Partido, Jesús Monzón nunca habría llegado a ser el máximo dirigente del PCE en Francia y en España.

Si Jesús Monzón no hubiera llegado a estar tan seguro del amor de aquella mujer, no se habría atrevido a marcharse a Madrid en marzo de 1943.

Si Carmen de Pedro no hubiera estado dispuesta a hacer lo que fuera con tal de recuperar el favor, el amor de aquel hombre, la invasión militar del valle de Arán no habría llegado quizás a producirse.

Y entonces, la inefable Pilar Franco Bahamonde no habría podido escribir en sus memorias que sólo recordaba haber visto a su hermano fuera de sus casillas en 1944, cuando lo de los maquis. Ni que el Generalísimo procuró ocultárselo a los españoles para que no se preocupasen.

Las barras de carmín no afloran a las páginas de los libros. El amor de la carne mortal se desvanece en esa versión oficial de la historia que termina siendo la propia Historia, con una mayúscula severa, rigurosa, perfectamente equilibrada entre los ángulos rectos de todas sus esquinas, que apenas condesciende a contemplar los amores del espíritu.

La Historia con mayúscula desprecia los amores del cuerpo, la carne débil que la distorsiona, la desencaja, la desordena con una saña que no está al alcance de los amores del espíritu, más prestigiosos, sí, pero también mucho más pálidos, y por eso menos decisivos.

En los libros de Historia no caben unos ojos abiertos en la oscuridad, un cielo delimitado por las cuatro esquinas del techo de un dormitorio, ni el deseo cocinándose poco a poco, desbordando los márgenes de una fantasía agradable, una travesura intrascendente, una divertida inconveniencia, hasta llegar a hervir en la espesura metálica del plomo derretido, un líquido pesado que seca la boca, y arrasa la garganta, y comprime el estómago, y expande por fin las llamas de su imperio para encender una hoguera hasta en la última célula de un pobre cuerpo humano, mortal, desprevenido.

Los amores del alma son mucho más elevados, pero no aguantan ese tirón.

Nada, nadie lo aguanta.