Ninguno de los dos nos marchamos nunca, ni las cosas volvieron a estar tan mal como en la primera mitad de los años cincuenta. No fue sólo la muerte de Stalin. Fueron más bien las huelgas de tranvías, las de estudiantes, unas protestas que iban adquiriendo consistencia, un relieve suficiente como para aparecer en la prensa francesa, y sobre todo, las visitas cada vez más frecuentes de comunistas españoles de veinte años, que nos miraban, y nos tocaban, y nos reverenciaban como si fuéramos imágenes de santos. Ellos, más que el cambio de la línea política de una dirección que fue capaz de pasar del estalinismo a la reconciliación nacional como si no hubiera pasado nada, nos devolvieron la ilusión que habíamos perdido entre delirios y cuchicheos, pero ninguno de mis camaradas sacó tanto partido de su perseverancia como yo.
A pesar de mis intenciones, acabé debiéndole al Partido casi tantos favores como los que le había hecho. En una simbiosis admirable, que rebasó todos mis cálculos, nuestro beneficio mutuo me permitió incrementar la oferta y, en proporción, el número de mis agentes en España, todos comunistas, igual que mis proveedores, mis clientes, los conductores, los dueños de los camiones que cruzaban la frontera forrados hasta los topes de propaganda, y hasta los funcionarios que, al revisar su carga, sabían dónde no había que mirar. Sólo hubo una excepción, y siempre fue Guillermo García Medina.
—¿Algún problema con los plátanos?
En la primavera de 1965, el Zurdo había vuelto a España después de más de quince años de ausencia. Su misión era tan clandestina como la última, cuando pasó andando para recoger a unos guerrilleros en la provincia de Huesca, las condiciones, a cambio, muy distintas. En Canarias, el Partido tenía una organización muy potente y una dirección muy frágil, jóvenes inexpertos que caían en cascada, como una fila de fichas de dominó por una pendiente. Era la consecuencia de un crecimiento que había desbordado las posibilidades de los cuadros concentrados en las grandes ciudades. También una putada, porque de una isla no se puede salir corriendo, pero cuando le ofrecieron irse a vivir a Las Palmas, para dirigir el Partido en el archipiélago desde allí, no se lo pensó dos veces, y yo le entendí.
—Mira por dónde, después de tanto lloriqueo —mientras le llevaba al aeropuerto, fui recordando en voz alta las quejas en las que se había atrincherado la primera noche que dormimos en Bosost—, vas a volver a casa antes que yo, Antoñito.
—Pues sí —él sonrió—, eso parece…
Después me contó que antes iba a pasar una temporada en Madrid y le di el teléfono de Guillermo, pero hasta que él no me preguntó si los plátanos habían llegado bien, no me había enterado de que se habían visto.
—No. Los plátanos han llegado a tiempo, pero me acaban de llamar de Vigo… —mi secretaria abrió la puerta, me explicó por señas que tenía otra llamada importante, y le contesté de la misma manera que no podía atenderla—. Tenemos un problema con ciento veinte kilos de centollos congelados, que hay que entregar en París antes de cinco días, y se me había ocurrido… Tú no tendrás por ahí un huequecito en un camión frigorífico, ¿verdad?
—¡Joder, macho, cada vez me lo pones más difícil! Déjame mirar, a ver qué se me ocurre…
No colgué el teléfono, pero tapé el auricular con la mano y me volví hacia mi secretaria, que seguía esperando.
—Es don Sebastián, y dice que es muy urgente.
—Ahora no puedo. Dile que ya le llamo yo cuando termine.
—Es que no está en su despacho.
—Bueno, pues que me vuelva a llamar dentro de diez minutos.
Cuando Guillermo encontró una solución, me acordé de mandarle un beso a Rita, pero no de que Inés hubiera echado de menos al Ninot aquella mañana. Llamé a Vigo para anunciar que, si los centollos estaban en Santander el día siguiente a las seis de la mañana, el mismo camión que los recogiera los entregaría en París con cuarenta y ocho horas de antelación sobre el plazo límite, y apenas tuve tiempo de colgar cuando el teléfono sonó otra vez. Era Comprendes.
—Malas noticias —y el tono de su voz me gustó tan poco, que no me atreví ni a preguntar—. El Ninot, ¿comprendes?
—¿Qué ha pasado?
—Un infarto.
—No me jodas —pero no pudo complacerme.
—Fulminante, ¿comprendes? Se ha muerto sin enterarse.
El día anterior también había faltado al trabajo sin avisar y nunca lo había hecho antes. Por eso, aquella misma mañana, uno de sus compañeros hizo lo que yo no había querido hacer. Cuando llamó a la pensión, su patrona se asustó. Hacía más de veinticuatro horas que no le veía, y ni siquiera le había echado de menos. Es que él madrugaba tanto que a veces ni le veía por la mañana, nos explicó después, y como nunca cenaba en casa, pues… Al encender la luz de su habitación, se dio cuenta de que Pascual parecía dormido, pero estaba muerto. La vida se le había escapado en un instante, sin consciencia y sin dolor, ni la menor inquietud asomándose a un rostro que ya no era sonrosado, pero seguía siendo redondo, armonioso como el de un muñeco de sesenta años.
Todos lloramos su muerte. La lloramos tanto, y tan sinceramente, que sólo la intensidad del dolor que compartimos podría explicar que nos riéramos tanto después de su entierro.
—¡Pobre Ninot! —empezó Comprendes, con la gafas empañadas todavía—. Qué maricón era, y qué mal lo pasaba, ¿comprendes?
—Bueno, menos cuando se lo pasaba bien —apunté yo.
—Eso sí —y Zafarraya remató con una sonrisa—, porque cuando se lo pasaba bien, se lo pasaba de puta madre, el tío…
Toulouse le había despedido con una mañana mediterránea, tibia y soleada, rara ya a mediados de octubre, y al salir del cementerio, ninguno de nosotros quiso separarse de los demás. Por eso nos fuimos siguiendo unos a otros hasta las inmediaciones del Capitolio, y entramos en fila india en un café. El salón era grande y estaba casi vacío, pero nos apiñamos en un ángulo, como si no hubiera espacio suficiente, y desde allí, cada uno echó de menos a los que ya no estaban. En días como aquel, siempre nos faltaban camaradas, amigos ausentes. Algunos para mal, como el Cabrero, encerrado en El Dueso, o el Tranquilo, preso en Carabanchel. Otros para bien, como Romesco, que seguía escondido pero milagrosamente libre en Asturias, o el Zurdo, que ya estaba en Las Palmas, con Montse y sus hijos. Y otros, el Bocas, Tijeras, el Afilador, el Tarugo, Hormiguita, ahora también el Ninot, para siempre. A cambio, Zafarraya nos había dado una alegría viniendo desde Lyon, aunque al Lobo no le gustó que aprovechara la primera ocasión para reírse con nosotros.
—No me lo recordéis —pero su reacción me sorprendió mucho menos que la de mi mujer—. Por favor os pido que no me lo recordéis.
Antes de que terminara de decirlo, Inés ya se había vuelto hacia mí, para esconder la cabeza en mi cuello y clavarme en el brazo derecho todos los dedos de las dos manos, con tanta fuerza que me dejó sentir el filo de sus uñas a través de la doble barrera de la camisa y la americana. No entendí por qué se comportaba así. Aparté su cabeza de mi cuerpo, sostuve su cara por la barbilla, la miré, y al verla con los ojos cerrados, los labios apretados, un rubor incomprensible en las mejillas, aún lo entendí menos.
—Pero, bueno… —mientras me preguntaba qué podría haberla puesto en aquel estado, escuché en la voz del Pasiego, una por una, las palabras que estaba a punto de decir—. ¿Y a ti qué te pasa?
Su mujer miraba a la mía con los ojos espantados, las manos cruzadas sobre la boca, apretándose una con otra y las dos contra los labios, con tanta fuerza como si se le fuera a escapar un demonio entre los dientes.
—Anda que, a quien se lo cuentes… —pero el saldo de tantas precauciones fue un murmullo tan inocente como difícil de interpretar.
—Desde luego —Inés movió la cabeza de arriba abajo, y empecé a entender de qué estaban hablando—. Hay que ver lo listas que somos, ¿eh?
—¡Ah, pero…! ¿Vosotras lo sabíais?
—Claro —Inés lo reconoció en un tono propio de una disculpa—. Nosotras lo sabíamos, pero pensábamos que vosotros no teníais ni idea.
—¿No? —aquello sí que me sorprendió—. ¿Y desde cuándo creéis que somos gilipollas?
—Un momento —Amparo levantó las manos en el aire mientras su marido usaba las suyas para taparse la cara—. ¿Qué significa nosotras?
—Inés y yo —precisó Lola, y al escucharla, Angelita se volvió hacia Sebas.
—¡Ah! ¿Pero es que el Ninot era maricón de verdad?
—No, de mentira, ¿comprendes? Los años bisiestos, solamente.
—¡Ay, hijo, y yo qué sé! Creía que era una manera de hablar, que estabais de broma. Como nunca habéis dicho ni una palabra de esto…
Si hubiera dependido del Lobo, que se ponía nervioso y daba golpecitos en la mesa para llamarnos a todos al orden cada vez que se acercaba el camarero, habríamos enterrado a Pascual dos veces en la misma mañana.
—Bueno, a ver si os calláis de una vez —eso sería lo que le habría gustado—. Vamos a hablar de otra cosa.
—No —pero después de escuchar a Inés, yo no podía estar callado—. Vamos a hablar del Ninot. ¿Qué va a pasar? —y moví un dedo en el aire para englobar en un solo movimiento a mi mujer y a la del Pasiego, que ya se habían recuperado del susto—. Nada. Ya lo estás viendo.
—¿Que no pasa nada? —él me desafió con la mirada, y no jugó limpio—. No, qué va, todos presos en aquel campo de mierda, sin techo, sin agua, sin comida, y el Ninot jodiendo como una puta con los senegaleses aquellos…
—No lo cuentes así, Lobo —y me paré a morderme la lengua antes de seguir—. No lo cuentes así, porque no fue así.
—¡Ah! ¿No? Pues ya me dirás…
—Pues sí, te lo voy a decir, porque parece que no te acuerdas… En primer lugar, no fueron todos los senegaleses, fue un senegalés, uno solo —me paré a levantar un dedo en el aire, y vi a Comprendes asintiendo con la cabeza para darme la razón—. En segundo lugar, tampoco es que se lanzara sobre el primero que se tropezó, porque llevábamos en Argelés casi un año, quizás más. Todos éramos muy jóvenes, estábamos hartos de machacárnosla a todas horas, y más de uno, y más de dos, y tú lo sabes de sobra, y si quieres, te recuerdo los nombres en voz alta…
—No hace falta, gracias.
—Bueno, pues entonces ya te acordarás de que se lo hacían entre sí por puro aburrimiento. Y en tercer lugar… Hiciera lo que hiciera, el Ninot no jodía como una puta, porque no se exhibía y nadie le vio jamás.
—No, eso es verdad, no jodían en público, pero todo lo demás, sonrisitas, miraditas, paseítos… —y buscó aliados con la mirada antes de concluir—. Sólo les faltaba hacer manitas.
El Gitano, Perdigón, Botafumeiro y el Sacristán asintieron con la cabeza y más o menos énfasis, pero ni el Pasiego ni Zafarraya los imitaron. Eso le sorprendió, pero no tanto como el tono que escogió Comprendes para desbaratar sus aspavientos.
—Mira, yo siempre sabía cuándo venía el Ninot de estar con el negro, ¿comprendes?, se lo veía en la cara, pero de lo jodido que estaba —y siguió componiendo un epitafio sincero y triste, con unas pocas palabras sencillas, fáciles de entender—. Se tumbaba en el suelo, se tapaba la cara con los brazos, se quedaba quieto horas enteras, y yo pensaba… Hay que joderse, para uno que podría estar disfrutando, y es el que peor lo pasa de todos. ¿Y para esto hemos dejado de creer en Dios? ¡Vamos, no me jodas, menuda mierda de vida!, ¿comprendes? —tenía razón, tanta razón que había hecho falta que Pascual se muriera para que él dijera aquellas palabras en voz alta—. Estaba muerto de miedo por si alguien se enteraba, por si te lo contaban, y cuando me pillaba mirándole, me juraba que había sido la última vez, la última, que nunca más… ¡Joder!
El Lobo le miró un momento, en silencio. Luego, cuando dejó de representar su papel para volver a ser él mismo, todos nos dimos cuenta de que, aunque se hubiera dejado matar antes que reconocerlo en voz alta, él también estaba conmovido por las palabras que acababa de escuchar.
—¿Y qué te crees, que yo no estaba muerto de miedo? —por eso se defendió con la verdad—. Yo tenía tanto miedo como el Ninot, y hasta más, fíjate, porque lo sabía todo, desde el principio, todo, y mi obligación habría sido expulsarle. Eso es lo que tendría que haber hecho, expulsarle, y expulsaros después a vosotros dos, a ti y a Galán, por defenderle.
—Ya estamos como siempre, Ramón, cojones… —Zafarraya meneó la cabeza al ritmo de su desaliento—. Mira, un día de estos te voy a regalar un traje de árbitro y un pito, para que te entretengas.
—Siempre tan ingenioso, Juanito —pero él también se había reído.
—Ya, es lo que tengo… Pero es que es verdad, Lobo, ni tanto ni tan calvo. Ni lo de estos dos —y Zafarraya volvió a señalarnos a Comprendes y a mí, pero sólo para repetir aquel chiste tan bueno, tan viejo que ya se nos había olvidado—, que estaban todo el rato de cachondeo, venga a decir que desde que había llegado a Argelés, el Ninot lo veía todo negro… Ni lo tuyo, macho, que sólo abrías la boca para decir que nos ibas a expulsar a todos. Y menos mal que la sangre no llegaba al río, porque… ¡La de camaradas que se fugaron de Argelés gracias a los polvos que echaron el Ninot y el negro aquel!
—Y la de chocolate que comimos, ¿comprendes?
—Eso tenemos que reconocerlo, Lobo —hasta el Gitano, que en el instante en el que terminaba de masticar su onza, abría los ojos y juraba en voz alta que nunca más, porque él era comisario y tenía una responsabilidad, se acordaba del sabor de aquel chocolate—. Siempre repartía entre los demás esas tabletas suizas tan ricas que el negro le regalaba. Y él no las probaba ni siquiera cuando tenían almendras. ¡Qué buenas estaban!
—¿Sí? ¡Qué héroe! A costa de haberle dado por el culo a un senegalés…
—Bueno, no era así exactamente —y casi todos lo sabíamos, pero una vez más, Zafarraya fue el único que se atrevió a decirlo—. Lo del orden, o sea, eso de dar y tomar, digo. Lo sé porque yo… Les vi una vez. Y estaban escondidos detrás de una empalizada, ¿eh?, no es que… Y además, me di la vuelta enseguida, pero, claro, lo del color de la piel… Era fácil distinguir.
—¡Pues peor me lo pones!
—Ni mejor ni peor, Lobo, no me jodas. A estas alturas, qué más dará…
—Coño, Zafarraya, te estás pasando —y le fulminó con la mirada—. Yo creía que estabas de mi parte.
—Y lo estoy —pero su amigo ni se inmutó—. Yo habría preferido que el Ninot no fuera maricón, ¿qué te crees? Y al principio me daba cosica pensarlo, no creas, no me gustaba nada, esa es la verdad, que ni siquiera me acercaba mucho a él, como si me lo fuera a pegar. Y aquel día, cuando los vi juntos, por la noche no me podía dormir, pero después… Ya somos muy mayores, Lobo. ¿Y por qué estamos hoy aquí? Pues porque era un tío de puta madre, ¿o no? Era valiente, leal, generoso, buena persona, buen amigo, buen camarada. Tenía ese defectillo, sí, pero…
—¡Defectillo, defectillo! Te voy a dar yo a ti defectillos…
—Ya está bien, Lobo.
Eso lo dije yo, y lo dije en serio, ni siquiera enfadado, pero en serio, y todos se me quedaron mirando a la vez.
—Si a Sebas no le importa, os voy a contar cómo conocimos nosotros al Ninot.
A finales de 1937, poco antes de la batalla de Teruel, Del Barrio tendría que haber acompañado a Modesto al cuartel general de Gustavo Duran. En el último momento decidió cancelar el viaje y enviarnos a nosotros en su lugar. Modesto, que ya había estado allí otras veces, se conocía el percal y entró por la puerta como Pedro por su casa. Pero nosotros, que acabábamos de cumplir veintitrés años y no teníamos ni idea de dónde nos estábamos metiendo, nos llevamos el susto de nuestra vida. Aquel estado mayor era Sodoma, y de propina, Gomorra, resumí. Comprendes sonrió. No dejó de hacerlo mientras yo iba recordando en voz alta a todos aquellos hombres, unos rubios, otros morenos, unos más afeminados, otros más recios, algunos muy peludos, pero todos altos, apuestos, atléticos, bronceados, y el Ninot, el más guapo de todos.
—Así que estaba en el estado mayor de Duran… —se asombró el Lobo.
—Pues claro. Por eso no te lo hemos contado nunca, ¿comprendes? Bueno, y por no contar que los dos apretamos el culo, empezamos a rezar todo lo que sabíamos y nos quedamos lo más cerca posible de la puerta —me miró y fui yo quien asintió esta vez—. Como dos gilipollas, ¿comprendes?
Era verdad que nos habíamos portado como dos gilipollas, pero si aquella reunión no hubiera durado tantas horas, ni siquiera nos habríamos dado cuenta. Nos habríamos marchado de allí muy aliviados, sin haber sabido nunca dónde habíamos estado en realidad. Los oficiales de Duran se dieron cuenta de todo, y se dedicaron a asustarnos, a jugar con nosotros, a meternos miedo para reírse después, como suelen reírse los adultos de los niños pequeños, hasta que su jefe los miraba. Eso bastaba para que volvieran a comportarse como oficiales de estado mayor pero al rato, alguno volvía a rozarnos al pasar a nuestro lado, a fingir que se chocaba con nosotros sin querer, y todos, a veces también Duran, sonreían a la vez. Entonces, era Modesto quien tenía que mirarle para que recobrara la compostura, y mientras tanto, aquella reunión se alargaba, y se alargaba, y se seguía alargando. Al caer la tarde, no había terminado todavía. Era ya noche cerrada cuando Modesto miró el reloj y decidió que íbamos a quedarnos a dormir allí. Bueno, si cabemos, añadió. Claro que cabéis, contestó Duran, aquí dormimos todos juntos, quitamos la mesa y ponemos unos colchones en el suelo… Pues yo esta noche no me acuesto, me susurró Comprendes al oído. Yo tampoco, le contesté en el mismo volumen. Sin embargo, a la hora de cenar, no nos quedó más remedio que sentarnos donde nos dijeron. El cocinero era otro chico, en aquella casa no había una mujer ni en pintura, pero la comida era buena, la conversación semejante a la de cualquier otra noche. Hablamos, como siempre, de la guerra, de lo que se estaba haciendo bien, de lo que se estaba haciendo mal, de los errores que se deberían corregir, de los obstáculos que impedían que se corrigieran…
—Y cuando quise darme cuenta —recordé en voz alta, para el Lobo y para los demás—, tuve que reconocer que ningún jefe me había impresionado tanto como Duran, ni siquiera Modesto. Ninguno me había parecido nunca tan inteligente, tan audaz, tan capaz de ganar la guerra. Era maricón, ¿y qué? Mejor nos habría ido con muchos más maricones como él, y muchos menos machos como El Campesino. ¿O no?
—Puede ser —el Lobo cerró los ojos, apretó los labios y trituró su respuesta entre los dientes—. No lo sé.
—Claro que lo sabes, ¿comprendes? Lo sabes tan bien como los demás. Y si no… ¿Por qué a Duran no le pasó nada? ¿Por qué no lo expulsaron, por qué no le quitaron el mando, por qué no le impusieron otro estado mayor? Era comunista, ya lo sabes, y la mayor parte de sus oficiales, tan comunistas como él, ¿comprendes? Pero además eran demasiado buenos como para renunciar a ellos. Eso lo sabes tú, lo sé yo, y lo sabían hasta los rusos, Lobo.
Aquella noche, yo fui el más pesimista de todos. Cuando me desprendí de la extrañeza que había sobrevivido a la aprensión en la que sedimentó aquel susto de muerte, me convertí en el aguafiestas de la cena. Muchos años después, en la soleada placidez de un café de Toulouse, también desmenucé en voz alta el último fruto de mi desconcierto. Hay que joderse, porque aquella conclusión me amargó el postre, aquí están todos estos maricones, hirviendo de ardor guerrero, deseando acabar con los fascistas a mordiscos, dispuestos a correrlos a capones hasta el mar, y yo, venga a llevarles la contraria. Ellos se veían ya en Zaragoza, y su fe era tan irresistible que acabó sacándome del hoyo, tirando de mí hacia el Ebro. Me hizo bien verles así, tan seguros, tan decididos. Me gustó escucharles, oírles hablar con tanta energía, una firmeza que fulminó mi escepticismo y llegó a ponerme de buen humor mientras bebía y me reía con ellos. Aquella noche cambió mi manera de ver muchas cosas, gracias, entre otros, al Ninot. Y cuando me lo encontré en Argelés, comprendí que él había tenido más motivos que yo para ganar aquella guerra.
—¿Y qué querías? —le pregunté a mi coronel en la mañana de su entierro—. ¿Que lo señalara con el dedo? ¿Que te lo pusiera en una bandeja, para que lo machacaras? No. Yo no podía hacer eso, Ramón. Y si no he contado esto antes, ha sido porque a él no le gustaba hablarlo con nadie, no porque me dé vergüenza. No me avergüenzo de haber luchado en el mismo ejército que Gustavo Duran, al revés. Me dan vergüenza otras cosas. Esa, no.
—¡Joder, Galán! —protestó el Lobo, con un gesto apesadumbrado, en el que pesaba toda la vergüenza de la que yo acababa de renegar—. Lo estás contando de una manera que…
—Lo estoy contando como fue. Ni más ni menos.
—Pues no, porque te saltas la mitad de la historia. Parece que ya no te acuerdas de los problemas que causó en Argelés, la desmoralización… —no encontró en ninguna parte un final digno de aquel principio, pero al mirar a su alrededor, se tropezó con el único hombre que no había intervenido todavía—. Coño, Pasiego, y tú también podrías decir algo, que eras el que más me presionaba para que arreglara aquello.
—Yo hablo muy poco, Lobo, ya lo sabes.
Después, tal vez por aligerar el ambiente, o por recurrir a una fórmula que le consintiera aplazar su opinión, se volvió hacia Lola y la invitó a revelar el secreto que Inés y ella habían guardado durante tantos años.
—Ya —y cuando terminaron de contarnos el fin de fiesta de la boda del Zurdo, el Pasiego sonrió—. ¿Y cómo dices que tenía la polla el moro aquel?
—Así —Lola se levantó, se colocó la mano izquierda en la tripa, para que hiciera de tope, y estiró la derecha todo lo que pudo.
—Ya sería menos.
—Pues no, mira por dónde… —su mujer se volvió hacia él como una furia, y todos adivinamos por dónde iba a seguir—. Me acuerdo muy bien, porque aquella noche tenía con qué comparar, ¿sabes? Que ese mismo día, a la hora de comer, un cabrón se había presentado en mi casa diciéndome que se había cogido media jornada libre para que estuviéramos juntos antes de ir a la boda. Y a las siete menos diez, después de haber estado toda la tarde en la cama conmigo, me soltó a cincuenta metros escasos del ayuntamiento como si le hubiera dado un calambre, me dejó atrás sin despedirse, se colgó del brazo a su mujer, que le estaba esperando en la puerta, y si te he visto, no me acuerdo —al llegar a ese punto, muy cercano al final de una historia que todos habíamos escuchado muchas veces y él muchas más, Román era quien más se reía—. Claro, que tú no te acordarás… ¡Ah, no, quita! Por supuesto que te acuerdas. Tienes que acordarte tan bien como yo, porque aquel cabrón eras tú.
—¡Joder, Mariloli! Ya está bien, ¿no? Llevas veinte años regañándome por lo mismo. ¿Cuándo piensas parar?
—Cuando se me olvide. O sea… —hizo una pausa para mirarle—. ¡Nunca, jamás, en mi puta vida!
Y tras ese colofón, se cruzó de brazos, muy enfurruñada, muy graciosa, muy tiesa en su silla. El Pasiego se la quedó mirando, sonrió, se acercó a ella, le pasó un brazo por los hombros. Lola se soltó, él la rodeó con los dos brazos, la apretó fuerte, logró hacerla sonreír, y sólo después respondió a la pregunta que no había contestado todavía.
—Es que yo soy muy lento, Lobo, ya lo ves. Sólo acierto a la segunda. Y es verdad que en Argelés estaba de acuerdo contigo, no lo niego, pero creo que nos equivocamos. Yo, por lo menos, estaba equivocado —hizo una pausa para señalarme con la cabeza—. Ellos son los que tienen razón.
A finales de 1937, en la provincia de Teruel, hacía un frío de muerte. Sin embargo, después de cenar, salí afuera, a despejarme un poco y fumarme un cigarro. Ya no tenía miedo. Por un lado, la idea de dormir dentro, entre aquellos hombres, me seguía inquietando, pero por otro, estaba seguro de que ninguno iba a hacerme proposiciones. Me equivocaba. Uno de ellos salió detrás de mí con una manta, y se sentó a mi lado, en el poyo que había junto a la puerta.
—Alegra esa cara, hombre —me echó la manta por encima de los hombros y sonrió—, que eres demasiado guapo para estar tan triste.
Yo no supe qué decir, pero él no se dejó desanimar por mi silencio. Lio un cigarrillo, lo encendió, y después de aspirar el humo, me miró.
—¿Te apetece que nos acostemos? —estaba muy tranquilo.
—No —yo me puse tan nervioso, en cambio, que me atraganté sin saber con qué—. No, no, yo… No.
—Pues es una pena —él siguió sonriendo, como si no me hubiera tomado muy en serio—, porque se te iban a quitar todas esas tonterías de la cabeza.
—A lo mejor —logré responder por fin—, pero mis tonterías son mías y ya les tengo cariño, así que, si no te importa…
—Hombre, importarme, sí que me importa —y se echó a reír— pero qué le vamos a hacer.
Y no pasó nada más. Cuando volvimos a entrar, el cuarto entero era una cama y sólo había un espacio libre, así que nos tumbamos el uno al lado del otro, nos dimos las buenas noches, luego la espalda, y me dormí enseguida. Por la mañana, después de desayunar, nos abrazamos para despedirnos. Y no le volví a ver hasta que acabó la guerra.
—Aquel hombre era el Ninot —Inés me miró como si ya lo hubiera adivinado—, pero no le dije nada a Comprendes a la mañana siguiente, ni después. Nunca se lo he contado, ni a él, ni a nadie. Pascual no volvió a mencionar aquella noche. Y, por descontado, yo tampoco lo hice.
—¿Y por qué me lo cuentas a mí ahora?
Al salir de aquel café, nos habíamos ido a comer al restaurante. Inés había estado un rato en la cocina, supervisándolo todo, y se había sentado a comer a mi lado. A comienzos de los años sesenta, Casa Inés ya se había anexionado el local contiguo, una antigua tienda de alfombras que multiplicó su superficie por algo más del doble para convertir la vieja mesa de la familia en un comedor privado, que no era el único. La cocina había crecido en la misma proporción, y mi mujer ya no trabajaba como antes, aunque le gustaba tanto cocinar, que muchos días se encerraba a hacerlo todo sola. Le molestaba mucho que se lo dijéramos, pero esa manía suya de no soltar nunca del todo el mango de las sartenes, creaba fricciones constantes entre el personal de Casa Inés, un conflicto en el que consiguió que nadie se sintiera nunca tan agraviado como su propia hija. Vivi no había querido ir a la universidad, pero se estaba formando en algunas de las mejores escuelas de cocina francesa. Entre curso y curso, intentaba trabajar con su madre y se pasaban el tiempo discutiendo, pero Inés no aflojaba ni con ella.
—Yo lo siento mucho, de verdad, pero esta cocina es mía y aquí mando yo. Si alguien no está a gusto… El mundo está lleno de restaurantes.
Antes de que terminara de decirlo, Vivi salía dando un portazo, Inés se arrepentía, iba a buscarla, hablaban, se pedían perdón, se reconciliaban. Y después, al volver a casa, cuando su madre se encerraba en el baño, mi hija venía a verme, muy sulfurada, y me arrastraba hasta la otra punta de la casa.
—No se puede ser más soberbia, papá —aunque no se atrevía a levantar la voz—. De verdad, yo no sé para qué estudio tanto, si no me deja hacer nada, ni a mí, ni a nadie. Todo hay que hacerlo como ella dice, sin cambiar ni una coma de sus recetas… No te rías, ¿por qué te ríes? Claro, si tú la consientes, así no hay manera…
—¿Que yo consiento a tu madre?
—Todo el rato —y ponía los ojos en blanco, como si no pudiera creer que aquella pregunta hubiera brotado de mis labios—. Más que a ninguno, y no pongas esa cara de tonto, porque lo sabes de sobra, papá.
El día del entierro del Ninot, Vivi ya había encontrado a un hombre que la consintiera, y su madre había aprendido a delegar en ella de vez en cuando. Por eso se levantó de la mesa con los demás, y sólo entró en la cocina un momento, para felicitar a nuestra hija por la comida.
—¿Qué te pasa? —me preguntó mientras volvíamos andando a casa.
Entonces, muy cerca de la baldosa en la que ella se había parado bajo la lluvia en noviembre de 1949, me detuve yo bajo el sol de otoño para mirarla, sostener su cabeza con las manos y besarla en la boca con mucho cuidado, dieciséis años después. Y ya no volvió a hacerme ninguna pregunta, hasta que me preguntó por qué le había contado lo que pasó aquella noche en Teruel, entre el Ninot y yo.
—Porque estoy muy orgulloso de ti.
Esa había sido mi vida. Saber y hacer como que no sabía. Saber y no hablar. Saber y callarme, saber y no olvidar, saber y, si acaso, escoger. La vida me había convertido en un almacén de secretos. Secretos que sólo podía compartir con Comprendes, secretos que no podía contarle a Comprendes pero sí al Lobo, secretos de los que el Lobo nunca podría enterarse, secretos para compartir a solas con el Pasiego, secretos que sólo me atrevía a descargar sobre los hombros del Zurdo, otros que el Cabrero me confiaba a mí y a nadie más, y Zafarraya advirtiéndome que el Sacristán no podía enterarse de lo que me iba a contar, porque bastante tenía encima ya, el pobre… Esa había sido mi vida, nuestra vida, la de todos nosotros. Pero nunca se me había ocurrido que también pudiera compartir eso con Inés, la mujer a la que había preservado de todos mis secretos durante más de veinte años, los mismos que llevaba consintiéndola. Por eso me había emocionado tanto al descubrirlo.
—Pues hay más, ¿sabes? Porque el día que Lola me enseñó a hacer albóndigas de rape, en el 45, sería, ¿no? Sí, en el 45…
Estábamos solos en casa, en la cama, como si no hubiera pasado el tiempo, como si no hubiéramos tenido hijos, como si todavía nos asombrara encontrarnos juntos y desnudos debajo de una sábana. Aquella también había sido mi vida, nuestra vida, y yo fui muy feliz aquella tarde. Cuando Inés terminó de contarme lo que había ocurrido en realidad en su cocina, me eché a reír. Ella se me quedó mirando con una sonrisa ambigua, sembrada de inquietud, pero no se atrevió a preguntarme nada, y la abracé para atraerla hacia mí, hasta que nuestras narices se rozaron.
—¿Tú sabes quién fue el último de todos nosotros que vio a Jesús Monzón libre, en su casa de Madrid?
Cuando Ramiro Quesada González entró a desayunar en el bar La Parada, hacía mucho frío, sobre todo porque él no era un señor, y por lo tanto, no podía usar el fabuloso abrigo de Fernando González Muñiz que descansaba en su maleta. Eran las ocho de la mañana del 14 de marzo de 1945, pero en los Picos de Europa, el invierno se reía de los calendarios que prometían la primavera para una semana después.
—Hay que ver, Ramiro… —Virgilio, el dueño del bar, también se rio de mí cuando entré con las solapas levantadas—. ¡Qué blandos sois los de Madrid!
En marzo de 1945, yo me llamaba Ramiro Quesada González, y había nacido en Navalcarnero, provincia de Madrid, casi dos años después de que Fernando González Muñiz naciera en Gera, concejo de Tineo, provincia de Oviedo. Ramiro Quesada trabajaba para una empresa de productos lácteos, y había establecido su base en Vega de Liébana casi tres semanas antes, para negociar con los ganaderos de la comarca. Ya había terminado su trabajo, porque yo había terminado el mío. En la cartera que Ramiro llevaba siempre encima, había una libreta llena de anotaciones tan inocentes como pulcramente caligrafiadas, nombres, direcciones, número de vacas, litros de leche, fechas, plazos, pagos. Era una clave que sólo yo podía descifrar, una medida de seguridad suplementaria a la que nunca acudía. Mi memoria era un archivo tan pulcro y bien organizado como la libreta de Ramiro Quesada.
Aquel viaje, el primero que hice después de Arán, tenía dos etapas. El propósito de la primera era inspeccionar las guerrillas del norte y cambiar impresiones con sus hombres sobre la situación. En Cantabria, había terminado ya. Tenía prohibido poner un pie en Asturias, donde seguía viviendo demasiada gente que me conocía, pero pensaba ponerme en marcha dos días más tarde, para pasar por el sur de Galicia y el norte de León, siempre con la misma cobertura, ese que compra leche para una fábrica de Madrid. Más tarde, ya en mayo, me movería hacia el oeste y después de pasar por las sierras de Cuenca y Teruel, cruzaría la frontera por el Pirineo de Huesca, para llegar a Toulouse con tiempo de sobra para ver nacer a mi hijo mayor. No lo conseguí.
Aquel día, antes de terminar el desayuno, un parroquiano de Virgilio al que sólo conocía de vista, se paró a mi lado, apoyó la mano izquierda en la mesa en la que yo estaba desayunando y, con la derecha, se calzó bien un zapato que le molestaba. Cuando se fue, había un papelito doblado debajo de mi tostada. Me lo guardé en el bolsillo y no lo abrí hasta que volví a estar solo, en el cuarto de mi pensión. Jesús quiere verte. Eso era todo lo que decía aquella nota, que Jesús quería verme, y debajo, una dirección de Madrid. Me la aprendí de memoria, quemé el papel en el cenicero y salí a dar una vuelta. Al volver, le dije a mi patrona que seguramente tendría que quedarme algún día más, porque no había encontrado una solución. En marzo de 1945, mis camaradas me daban más miedo que la policía de Franco.
Ramiro Quesada González podía viajar a Madrid en tren y alojarse en cualquier hotel pequeño, discreto, no demasiado céntrico. Eso no resultaría peligroso para él, porque su documentación era buena. Pero Fernando González Muñiz no podía arriesgarse a incumplir sus órdenes y marcharse a Madrid por su cuenta, para visitar a Jesús Monzón, sin la protección de una coartada convincente. No sabía cómo estaban las cosas por allí y ni siquiera tenía la certeza de que aquella cita no fuera una trampa.
Agustín Zoroa había trabajado con Jesús antes de la invasión, pero su luna de miel había coincidido con la mía en el tiempo y en el espacio. No sólo me conocía, sino que me reconocería sin vacilar si me viera de lejos, andando por la calle en una ciudad donde yo no tenía motivos para estar. Cuando me marché, él seguía viviendo en Francia, pero su destino era relevar a Monzón, y ni siquiera podía descartar que fuera él mismo quien abriera la puerta de la casa a la que me había convocado aquel desconocido. En ese caso, podría cruzar los dedos y decir que había acudido a la cita porque el Partido me había mandado a inspeccionar el trabajo en el interior y carecía de información suficiente para decidir que la llamada de Jesús no tuviera que ver con mi misión. Eso podría colar, o no. En realidad, no habría mentido, aunque mi información, con ser poca, me sobraba para estar seguro de que nada me convenía tanto como ignorar que había visto a un hombre al que le molestaba un zapato. No acepté esa posibilidad ni siquiera como sugerencia. Jesús me había llamado y yo no iba a decepcionarle, pero tampoco podía marcharme del valle de Liébana sin un plan diseñado de antemano.
Al atardecer, subí al monte. Estuve allí dos días, bajé al llano, y volví a subir. Visité los campamentos más grandes y en los dos conté la misma historia. Que alguien del otro grupo le había oído decir a un enlace que los jefes de la guerrilla del centro se quejaban de que los mantuviéramos al margen. Que después del fracaso de la invasión, nadie había ido a verles. Que estaba pensando en acercarme a dar una vuelta por allí, pero no tenía manera de contactar con la organización de Madrid. En el primer campamento, sólo pudieron decirme que les parecía muy buena idea. En el segundo, un santanderino que se había echado al monte después de cumplir condena en la cárcel más abarrotada de la capital, me dio una dirección.
—No sé si servirá, pero hace un año era buena…
No era mucho, pero algo era. Al día siguiente, estudié los horarios de los trenes a Madrid, me despedí de Vega de Liébana y me marché a Santander. Viajé de noche y llegué a la estación del Norte a una hora indecente para visitar a nadie, pero Ramiro Quesada González echó a andar, y se decidió por un hostal pequeño, discreto y no demasiado céntrico, cerca del mercado de Legazpi. Los dos dormimos un par de horas y yo llegué hacia las once a un edificio antiguo, con la fachada apuntalada, que estaba en una bocacalle de la Carrera de San Francisco.
No había vuelto a Madrid desde la primavera de 1937, en plena guerra. Como si el destino tuviera interés en que no lo olvidara, antes de entrar en aquella casa me fijé en que su fachada estaba aún acribillada a balazos, la primera planta, vacía. Los balcones de la izquierda tenían los cristales rotos, y en los de la derecha, un cartel añoso, quemado por el sol, anunciaba que una vez, hacía mucho, mucho tiempo, aquel piso había estado en alquiler. El aspecto del inmueble, en una ciudad donde la gente se mataba por una vivienda libre, me hizo suponer que el edificio había sido declarado en ruinas. La puerta estaba abierta, pero en algunos balcones se veían geranios, plantados en latas grandes de escabeche o de aceitunas.
En el portal también se había combatido. Las huellas de las balas llegaban hasta la escalera. Me quedé un momento mirándolas, imaginando quiénes, cuándo, habrían atacado o se habrían defendido allí, y sentí un escalofrío mientras la puerta volvía a chirriar. Empecé a subir por la escalera despacio, sin mirar hacia atrás, y no logré identificar el origen de los pasos que sucedían a los míos como un eco torpe, desacompasado, más pesado que lento. Al llegar al rellano, miré de reojo hacia mi izquierda y vi a una mujer embarazada, su vientre enorme, tan bajo que parecía a punto de descolgarse y la obligaba a andar como un pato, con las piernas muy abiertas. Venía de hacer la compra, porque traía una cesta en cada mano. De una de ellas, sobresalía un manojo de acelgas, verde y tieso como un penacho de plumas.
—Déjeme ayudarla —tenía un aire familiar, un aspecto parecido al de alguien a quien yo hubiera conocido antes, y quizás por eso me precipité a bajar a toda prisa los peldaños que ya había dejado atrás—, por favor…
—Muchas gracias —ella abandonó su carga entre mis manos con una sonrisa de alivio—. No me queda nada, ¿sabe? —y se acarició la tripa con las suyas—. Y la verdad es que ya no puedo más.
Fuimos subiendo juntos las escaleras, ella muy despacio y agarrándose a la barandilla, yo siempre un escalón por debajo. Así superamos el primer piso, el segundo, el tercero, y al llegar al cuarto, se paró en la misma puerta a la que yo tenía previsto llamar.
—Muchas gracias —repitió, sonriendo otra vez—. Usted, ¿adónde va?
—Yo… —tomé aliento antes de preguntar con cautela—. ¿No se llamará usted Manolita, verdad?
—Sí —se echó a reír y su risa sonó como la campanilla de la pastelería de Nicole—. ¿Cómo lo sabe?
Sonreí, la miré un momento, y por fin descubrí a quién se parecía. Me recordaba a Montse, tal y como era cuando llegamos a Arán. Tenían más o menos los mismos años, pero su edad no las asemejaba tanto como la incauta curiosidad que brillaba en sus ojos.
—Yo… —por eso decidí fiarme de ella, porque se parecía a Montse y no me tenía miedo—. Yo vengo de parte de un viejo amigo tuyo que se llama Anastasio, y que te conoció cuando acabó la guerra…
Debería haberme dicho que no conocía a nadie que se llamara así, que no sabía quién habría podido darme las señas de su casa, que si no me marchaba inmediatamente, iba a llamar a la policía. Eso era lo que esperaba, lo que ella debería haber hecho para que yo le pidiera que me escuchara sólo un instante. No tenía contraseña, pero sí la oportunidad de reemplazarla con una extravagante crónica sentimental. Lo del huevo de Pascua sólo puedo saberlo yo, me había dicho Anastasio. Pero ni siquiera tuve que mencionarlo.
—¡Claro, Tasio! —porque se alegró mucho al escuchar ese nombre—. ¿Y cómo está?
Después abrió la puerta, me dejó entrar en una casa llena de luz y de gente, me presentó a su madre y a tres de sus hermanos, y me ofreció un vaso de agua, porque no tenía otra cosa. Volvió a reírse al confesarlo, como si le hiciera mucha gracia su pobreza, y cuando le dije que necesitaba hablar a solas con ella, me condujo por el pasillo hacia una terraza interior, que estaba en la otra punta de un ático que se caía a pedazos, sin dejar de sonreír.
—Pues has tenido suerte de encontrarme aquí, ¿sabes? —las placas de escayola que se habían desprendido del techo dejaban a la vista, aquí y allá, manojos de esparto seco, blanquecino—, porque desde que salió de la cárcel, mi madre no quiere saber nada…
Era muy joven. Muy joven y muy amable. Muy cariñosa, muy generosa, y cuando se reía, su garganta parecía una campanilla.
—Ten cuidado —me recomendó después—. No digas nada delante de ella.
—La que tienes que tener mucho cuidado eres tú, Manolita. Mira, yo… —escogí con cuidado las palabras, para no ofenderla—. Yo te agradezco muchísimo que me hayas acogido, pero no deberías haberlo hecho, ¿sabes? No puedes abrirle tu puerta a la gente así como así. Es muy peligroso. No deberías fiarte de nadie. Ni siquiera de mí.
—Tonterías —pero no la ofendí, ni conseguí inquietarla—. Si aquí nunca viene nadie.
—Bueno, he venido yo.
—¡Claro, hombre! —y volvió a reírse—. Pero tú eres amigo de Tasio…
Así caían, pensé yo. Como moscas. Y sin embargo, a Manolita la protegía el escudo de su propia inconsciencia. Porque nadie, ni siquiera el más imaginativo de los agentes de inteligencia en la mejor borrachera de su vida, se habría atrevido a sospechar de sus contactos.
—Tú estate mañana, a las ocho de la tarde, en un bar que hay en la calle de la Victoria, al lado de las taquillas de los toros, La Faena se llama… —me miró un instante con atención—. Ve vestido igual que hoy y espera a que se te acerque alguien que se queje en voz alta de lo cara que está la vida. Haz todo lo que te diga. Y no te asustes.
—¿De qué? —pero se encogió de hombros y no me quiso contestar.
Al día siguiente, a las ocho en punto de la tarde, la barra de La Faena estaba repleta de taurinos, aficionados modestos en su mayoría, alguno gordo, con puro y sortija de oro en el anular, pero ninguno a disgusto con los precios de las entradas. Pasaron diez minutos y no entró nadie más. Cuando ya estaba a punto de marcharme, la puerta se abrió para dar paso a un grupo que acaparó instantáneamente la atención de todas las personas que estábamos allí. Todos nosotros, con independencia de nuestro sexo, nuestro oficio, nuestra edad, nuestra condición o el nombre que figurara en nuestra documentación, miramos a la vez al mismo sitio.
Ellas eran tres, llamativas, guapetonas y sonoras, porque al entrar, levantaron un estruendo rítmico, casi musical, con sus zapatos de baile, chapas metálicas en los tacones y una goma cruzada sobre el empeine. Iban vestidas de calle, pero de una calle extranjera, lejana y pecaminosa, porque llevaban jerséis muy ceñidos, cinturones anchos estrangulando su cintura y faldas con rajas que se abrían a cada paso. Su maquillaje habría cooperado para asignarles una profesión que no ejercían, si no hubieran llevado encima mucho más de lo imprescindible para que cualquier espectador adivinara que trabajaban sobre un escenario. Sus cabezas coronadas por unas peinetas enormes, el pelo untado con toda la brillantina que les había sobrado después de dibujarse una familia entera de caracoles sobre la frente, llevaban grandes pendientes de colores, a juego con las bolas de los collares que se bamboleaban sobre sus escotes.
Él parecía una copia barata de Miguel de Molina, desde el sombrero cordobés hasta la puntera de las botas, sus suelas tan artilladas como los tacones de sus compañeras. Lo demás, traje negro, chaquetilla corta, pantalón alto, ceñido, y camisa roja con lunares blancos, tampoco era mucho más masculino. Llevaba, además, una funda de tintorería de la que asomaban un montón de volantes de todos los colores. Al entrar, mientras las chicas se sentaban en una mesa, oteó la barra, se abrió paso a codazos, y se colocó a mi lado, poniendo mucho cuidado en no mirarme.
—¡Qué barbaridad, qué caro está todo! —no puede ser, me dije—. Cualquier día, a estas pobres les va a costar más el tinte que los trajes.
Es imposible, repetí para mí mismo, no puede ser, mientras él pedía cuatro cafelitos, con leche y un repentino acento andaluz. No debía, no podía, no tenía que ser, pero así era. Después de desplomar su carga de volantes sobre la barra, volvió hacia mí su cara, tan maquillada como la de las mujeres a las que acompañaba, y fingió una exagerada expresión de escándalo.
—¡Anda, mira quién está aquí! El niño perdido… —yo le sostuve la mirada sin saber qué hacer, y él lo hizo todo por los dos—. ¡Sí, tú, tú…! ¿Quién iba a ser, si no? Te lo has pensado mejor, ¿no? Hay que ver, todos sois iguales. Pero vete a verla, hombre, que está ahí, ahí mismo, en esa mesa…
Le seguí el juego y todo fue muy fácil. Dejé una moneda sobre la barra, y al darme la vuelta, una de las flamencas levantó los dos brazos en el aire para llamarme. Se levantó para cederme su asiento, muerta de risa, y la que estaba a su derecha, me miró, movió la cabeza de un lado a otro, puso los brazos en jarras y me indicó algo muy fácil de hacer.
—Pídeme perdón, ¿no? —lo que más me sorprendió, fue lo mucho que le divertía aquella situación.
—Perdóname —al escucharme, sonrió, me cogió de un brazo, tiró de él hacia abajo y me obligó a sentarme a su lado.
—¡Ay, Dios mío! ¿Por qué tendrá una que ser tan buena?
Inmediatamente después, se volcó encima de mí, me abrazó pegó su cabeza a la mía y me habló al oído.
—Mañana, a la una de la tarde, en el quiosco de periódicos de la plaza de Santa Bárbara. Tienes que llevar en la mano una bandeja de pasteles. Se llama Vicente. Él te encontrará —luego levantó la voz—. Bueno, pues vete, vete, hay que ver, qué prisas… —sus amigas parecían divertirse tanto como ella—. Pero ven a buscarme a la salida, ¿de acuerdo?
La próxima vez que vea a Manolita, la mato. Eso fue todo lo que pude pensar al salir de La Faena, y sin embargo, cuando mi lengua empezó a quejarse de la presión de mis dientes, tuve que reconocer que nunca había contactado con una célula más difícil de detectar. Mi siguiente contacto resultó ser un hombre ni joven ni viejo, ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni gordo ni delgado, un tipo tan convencional que no llamaba la atención de nadie. Al encontrarme con él, se me ocurrió que quizás, sólo por eso fuera ya más vulnerable, pero al menos, no necesitó fingir que me besaba para citarme con Paco el Catalán al día siguiente, en un café de la glorieta de San Bernardo.
Si el Catalán se extrañó de mi visita, se guardó su extrañeza para sí mismo. No me extrañó, porque su posición era mucho más delicada que la mía. Todavía a las órdenes de Monzón, sin saber qué significaba exactamente el regreso de Zoroa, Paco intuía que estaba trabajando en una doble, quizás triple clandestinidad. Pisaba sobre un suelo gelatinoso, tan inestable como un banco de arenas movedizas, pero nadie se había tomado la molestia de explicárselo. Su incertidumbre me benefició, porque estaba preparado para esperar cualquier cosa, de cualquier persona, en cualquier momento, y sólo me preguntó cuándo quería ir a Gredos para entrevistarme con Fermín, el jefe militar del Ejército Guerrillero del Centro. Le dije que necesitaba un par de días, porque tenía cosas que hacer en Madrid, y tampoco me preguntó cuáles eran.
El 2 de abril de 1945, al caer la tarde, fui paseando, como si lo único que tuviera que hacer fuera tiempo, desde Legazpi hasta Delicias. Allí me metí en el metro y me bajé en Sol, donde cogí un tranvía que me dejó cerca de la plaza de toros. Le di una vuelta completa al edificio para comprobar que nadie me había seguido y paré un taxi en la calle Alcalá. Al escuchar la dirección, el conductor me explicó que lo había pillado en dirección contraria y le dije que no se preocupara. Me advirtió que iba a tener que dar un buen rodeo, y le autoricé a que diera todos los que hicieran falta. Me dejó en la esquina que le había indicado y salvé a pie, haciendo zigzag, la distancia de dos manzanas en dos bocacalles sucesivas, hasta que llegué a una verja enmascarada por un seto muy tupido. La puerta estaba cerrada, pero había un timbre. Lo pulsé y escuché el ladrido de un perro, el ruido de otra puerta que se abría, un taconeo que venía hacia mí.
—Soy Galán —la mujer que salió a mi encuentro asintió con la cabeza.
Seguí sus pasos por un camino de tierra apisonada, y me fijé, por este orden, en que estaba mucho más buena que Carmen, y en que daba gusto ver aquel jardín. No tuve tiempo de valorar la casa, porque cuando levanté la cabeza, la puerta se abrió y Jesús apareció en el umbral. Tenía un aspecto horrible, en comparación con el del líder de quien me había despedido en Haute Garonne sólo dos años antes. Nadie habría creído que aquel hombre muy flaco y definitivamente calvo, que parecía convalecer de alguna enfermedad grave, acabara de cumplir treinta y cinco. Sin embargo, su rostro recuperó su verdadera edad cuando me sonrió.
—Ya creía que no ibas a venir…
—Pues aquí me tienes.
Me abrió los brazos antes de que salvara el último peldaño y nos dimos un abrazo largo y estrecho, que nos emocionó a los dos, a él más que a mí.
—¿Cómo estás? —me preguntó después, mientras me guiaba por una casa agradable, confortable, decorada con muebles caros y objetos bonitos—. Me alegro mucho de verte.
—Estoy bien —respondí—, y yo también me alegro de verte a ti, Jesús.
—Pilar, ¿podrías traernos algo para picar?
La mujer que había salido a mi encuentro para entrar en la casa por detrás de nosotros, se acercó tan deprisa como si hubiera recibido una orden, y comprobé que por delante estaba igual de buena. Luego desapareció a la misma velocidad con la que había llegado y unos pasos tan sigilosos como si anduviera de puntillas.
—Del vino me encargo yo —Jesús volvió a sonreír antes de cruzar la habitación para abrir las puertas de un aparador, del que regresó con una botella en cada mano—. Rioja, naturalmente. Las había guardado para ti, pero estaba a punto de bebérmelas yo solo, te lo advierto…
—No me ha resultado nada fácil venir —ninguno de los dos estaba cómodo, pero no me di cuenta hasta que me encontré elaborando aquella explicación tan incómoda—. Cuando me avisaron, estaba en los Picos de Europa y no tenía ningún contacto con la gente de aquí. De hecho, no tendría que estar en Madrid. He venido sólo para verte.
—Ya, me lo imagino —descorchó la botella, pegó el cuello a su nariz, sirvió vino en mi copa—. Pero no lo decía sólo por eso. Pilar y yo nos vamos de viaje pasado mañana —se sirvió a sí mismo, me miró—. A Francia.
El regreso de la mujer, que trajo una bandeja con una fuente de embutidos, otra de quesos, una tortilla de patatas y una panera, me permitió meditar sobre las palabras que acababa de escuchar mientras fingía estudiar la etiqueta del reserva de Marqués de Riscal que nos estábamos bebiendo.
—El vino es cojonudo, desde luego —reconocí—. Mejor que los que bebíamos en el Luchonnais… —y cuando volvimos a quedarnos solos, dejé la botella sobre la mesa y añadí algo más—. Pues en Francia nos veremos.
—Sí —asintió con la cabeza, volvió a mirarme, volvió a sonreír—. Pero no te he llamado por eso, Galán, no te preocupes.
—No estoy preocupado —le respondí, y era verdad, aunque había agradecido su advertencia.
—Ya, pero lo que quiero decir… —se quedó un momento callado, como si necesitara pensar bien por dónde iba a seguir—. No te he llamado para comprometerte. Sólo quiero hablar contigo, saber cómo estáis los que vinisteis… Vosotros sois los únicos que me importáis. Quiero saber cómo os sentís, después de lo de Arán, y entender…, entender lo que pasó.
—¿Sí? Pues eso es bastante fácil de explicar.
Yo tenía muchas cosas que agradecerle a Jesús Monzón Reparaz. Nunca llegaría a agradecerle ninguna tanto como su actitud en aquella cita. Ni siquiera aquellas francesitas que me habían hecho tanto bien, me resultaron tan preciosas como la certeza de que no pretendía utilizarme para conspirar contra la dirección, para sonsacarme información o convertirme en el vehículo de sus amenazas. Tampoco podría agradecerle nunca que aquella noche de abril de 1945 me dejara hablar sin interrumpirme, durante el largo tiempo que necesité para decirle la verdad, que estábamos furiosos, decepcionados, porque nos había mentido, porque nos había engañado, porque nosotros no nos merecíamos que nos hubiera tratado así.
—Tu juego le ha costado la vida a muchos hombres —le recordé, y aquel Rioja excelente se volvió áspero en mi paladar, agrio al bajar por mi garganta—. Yo perdí a un soldado al que quería como a un hermano pequeño.
¡A cubierto, Bocas! Tírate al suelo ahora mismo, es una orden… También le conté eso, y que aquella tarde no me obedeció. Que ya estaba todo perdido, y cuando volvíamos a Bosost, unos cuantos tiradores parapetados detrás de una casilla de peones camineros abrieron fuego contra nosotros en una calva del monte, una pendiente abrupta y limpia de árboles, sólo unas cuantas rocas diseminadas en la hierba y todas las ventajas para ellos. No sabíamos cuántos eran, pero sí que estaban muy dentro de nuestras líneas y que no podíamos dejarles allí. Entonces, al Bocas no se le ocurrió nada mejor que portarse como un héroe. Yo le vi avanzar, reptar boca abajo hacia una roca, y le grité sin parar que no, que no diera un paso más, que se aplastara inmediatamente contra el suelo. No me obedeció. Le dije que era una orden, se lo advertí muchas veces, y no me obedeció. ¡Que no, que estoy bien! ¡Al suelo te he dicho, Bocas!, pero fue en vano, ¡que te tires al suelo ahora mismo!
Aquella tarde, se lo conté todo a Jesús Monzón. Todo excepto que, quizás, el Bocas habría muerto de todas formas, porque desde que cruzamos la frontera, no había hecho otra cosa que caerse, hacerse daño, dejarse herir. Yo había hecho dos guerras seguidas, por eso me asusté tanto al verle avanzar. Llevaba demasiado tiempo en la guerra como para no creer en la suerte, en la estrella buena o mala, sombría o luminosa, que decide quién vive y quién muere, quién cae y quién se levanta. La muerte le quería, le codiciaba, llevaba varios días coqueteando con él, jugando a seducirle. Él se dejaba querer, y no me obedeció.
¡A cubierto, Bocas! Tírate al suelo ahora mismo, es una orden… ¡Que no, que ya llego! Y llegó, alcanzó una posición ventajosa, se agachó detrás de la peña, disparó sobre una ventana y rompió el cristal, después sobre la otra, hirió a uno de los defensores de la caseta y siguió disparando. ¡Vamos, que yo os cubro! Así, Comprendes pudo acercarse a otra peña y yo bajar corriendo, agachado, bajo la protección de su fusil. Eran somatenistas, y por eso no pudieron aguantar. No supieron resistir la presión y empezaron a hacer tonterías, a exponerse sin necesidad, a salir de la casa. Dos de ellos cayeron cuando intentaban huir. A otro lo alcanzó el Bocas mientras avanzaba pegado a la pared de la caseta. El último le mató.
—Tenía veintiún años y se empeñó en morir como un héroe, ¿sabes? No fue el único, en Arán murieron muchos más, pero yo le quería como a un hermano pequeño. Tenía veintiún años y murió por nada, para nada —le miré a los ojos y empecé a sentirme mejor—. Por ti. Por tu culpa, Jesús.
—¿Has terminado ya? —y no me sentí mejor por haberlo tratado tan mal, sino porque él había sabido encajarlo.
—No lo sé.
—Bueno, pues, de todas formas, me voy a arriesgar… Mis órdenes no se cumplieron, Galán —en algunos momentos, yo había levantado mucho la voz, pero él me habló siempre en un tono controlado y suave, muy tranquilo—. Pinocho no tomó el túnel. Se dio la vuelta por su cuenta y se volvió a Francia el día 21. El Lobo no atacó Viella. López Tovar presume de que ordenó la retirada antes de que Carrillo se la ordenara a él… —hizo una pausa para componer algo parecido a una sonrisa—. Perdona que te lo diga, pero os comportasteis como un ejército de aficionados, un batallón de señoritas histéricas.
—Porque no teníamos información —en mi respuesta, descubrimos los dos al mismo tiempo hasta qué punto no había terminado yo antes—. Porque no sabíamos nada de lo que estaba pasando a veinte kilómetros. Porque nos sentíamos abandonados, vendidos, solos en el puto culo del mundo. Por tu culpa, Jesús, y no me vengas ahora con que las mentiras de Carmen, esa patraña de la huelga general revolucionaria que estaba a punto de estallar, eran fundamentales para el éxito de la operación —ya había abierto la boca, pero volvió a cerrarla a tiempo—. Si nos hubieras contado la verdad, que las cosas estaban mal, que había una oportunidad entre cien, que había que intentarlo a pesar de que lo más fácil era que no sirviera para nada, y que la idea era tuya, y sólo tuya, yo habría venido igual, ¿sabes? Estoy seguro de que la mayoría de nosotros habríamos venido igual. Y, a lo mejor, Pinocho habría tomado el túnel. A lo mejor, el Lobo habría tomado Viella. Pero lo habrían hecho sabiendo a lo que se exponían, lo que podían ganar y lo que podían perder, y no sintiéndose como una manada de ovejas que van derechas al matadero sin saber ni siquiera por qué.
Le di una oportunidad, una pausa que no se atrevió a rellenar.
—Eso deberías haber hecho, decirnos la verdad —volví a esperarle, pero siguió callado—. ¿No tuviste cojones? —y yo mismo respondí a esa pregunta—. Pues, ahora, te jodes.
Sólo terminé de hablar después de haber llegado a esa conclusión. Ya no me quedaba nada que decir, pero él no tuvo prisa en estrenar su turno. Se levantó, fue a buscar una pipa, la cargó, la encendió, fumó un rato.
—Puede que tengas razón —y me miró a los ojos, como yo le había mirado antes—. Aunque han pasado siglos desde la última vez que alguien tardó veinte días en viajar desde Santander hasta Madrid.
—Desde luego. Pero hace seis meses, ese viaje era mucho más corto, y tú lo sabes.
—Puede que tengas razón —repitió, y alargó la mano hacia la mesa, cogió la segunda botella, me la enseñó—. ¿Tú crees que merece la pena que la abramos?
—Claro que sí. Esa, y las que hagan falta.
En ese momento, mientras me admiraba de la elegancia de aquella fórmula, el procedimiento que había escogido para que los dos tuviéramos la ocasión de garantizarnos mutuamente nuestra lealtad, sentí más que nunca que la invasión de Arán hubiera fracasado. Mientras despachábamos la segunda botella, Jesús habló más que yo, y volví a lamentar varias veces aquella derrota mientras él desmenuzaba para mí, en orden, con mucha paciencia, todas las razones que le habían impulsado a cometer el error que acababa de reprocharle. Yo le escuchaba con atención, pero me daba cuenta de que no necesitaba tantas palabras para admitir que confiaba en aquel hombre. Que le quería, que le admiraba, que creía en él. Monzón me gustaba, seguía gustándome más que ningún otro dirigente para el que hubiera trabajado en mi vida, aunque los dos supiéramos que la suerte estaba echada. Pero él era valiente, un jugador tan audaz que no daba todas las bazas por perdidas.
—De todas formas —por eso dejó aquel asunto para el final—, tú no deberías quejarte mucho, Galán, porque, por lo que me han contado… En Arán, fuiste el que mejor se lo pasó.
—Eres un cabrón —le dije mientras me reía.
—¡Menuda novedad! —él se rio tanto como yo—. Me la tienes que presentar. Estoy deseando conocerla…
Veinte años después, Inés tenía cuarenta y nueve, pero se sonrojó como una colegiala aquella tarde en la que me decidí a contárselo todo.
—¿Y qué pasó después?
—Nada. Nos dimos otro abrazo, le prometí que le llamaría en cuanto volviera a Toulouse, él se fue a Barcelona, yo a Gredos, y… ya sabes. Cuando pude volver, a él ya le habían detenido y Vivi tenía cinco días.
—Y no me contaste nada.
—No —me puse boca arriba y ella se volcó sobre mí, acoplándose a mi cuerpo como una mascota bien entrenada—. ¿Y qué querías que hiciera, Inés? Yo te había traído a Francia, habías venido a Toulouse conmigo. Aquí no tenías familia, no tenías amigos, ni trabajo, ni el apoyo de nadie, nada fuera del Partido. Tu vida entera dependía del Partido, y yo pensé… —levantó la cabeza de mi hombro para mirarme—. Cuanto menos sepa, mejor. Eso fue lo que pensé. Si yo hubiera caído, si me hubieran encarcelado en España, si me hubieran fusilado y alguien hubiera empezado a decir cosas raras… ¿Cómo iba a contarte algo así, con la que estaba cayendo? —volvió a acurrucarse contra mí, sin decir nada—. Yo era amigo de Monzón, tú lo sabes, lo sabía todo el mundo. No era nada más que eso, amigo suyo, pero tú estabas aquí sola, con los niños, y en aquella época… Bueno, eso fue lo que pensé, que cuanto menos supieras, mejor para ti.
Entonces se incorporó, se tendió encima de mí, cruzó los brazos sobre mi pecho, apoyó la barbilla sobre las manos, me miró.
—Te quiero, Galán.
—Y yo te quiero a ti.
Antes de que terminara de decirlo, oímos la puerta de la calle y la voz de una zángana de trece años, que preguntaba en español si había alguien en casa.
—Se acabó lo que se daba —Inés me besó en los labios, se levantó, y le dio tiempo a ponerse una bata antes de que Adela abriera la puerta.
—¿No hay nadie en…? —nos vio, sonrió, jugó a esconderse tras la hoja entreabierta—. ¡Vaya, lo siento!
Inés salió tras ella y llegué a escuchar algo más, oye, mamá, ¿y no crees que estáis ya un poco mayores para esto?
Yo no me levanté de la cama en toda la tarde. Me dormí un rato, me desperté, volví a adormilarme, y al abrir los ojos me encontré con Inés, arreglada para salir y sentada en el borde de la cama. Sonreía, y me gustó verla sonreír. Me dijo que me diera prisa, que el Lobo acababa de llamar y estaba quedando con todos para que cenáramos juntos, y eso también me gustó. Daba igual que el Ninot hubiera muerto de un infarto, que no lo hubieran derribado los disparos de un pelotón. Se había activado el protocolo de los fusilamientos, porque había muerto uno de los nuestros. Eso había sido el Ninot, para lo bueno y para lo malo, para lo mejor y para siempre, uno de los nuestros. Pero su muerte no fue una más.
Aunque no dejamos de intentarlo ni un solo segundo de todas las horas que caben en treinta y seis años seguidos, nunca pudimos derrocar a Franco. A cambio, a partir de aquel día, logramos seguir vivos después de haber matado una parte de nosotros mismos.
No fue una victoria grande. Tampoco pequeña.
* * *
«El mejor restaurante español de Francia…» Nos hicimos mayores casi sin darnos cuenta.
En el verano de 1966, cuando me faltaba menos de una semana para cumplir cincuenta años, La Dépêche du Midi me hizo un regalo anticipado al publicar, a bombo y platillo, que una de las guías gastronómicas más prestigiosas de Europa había destacado Casa Inés como el mejor restaurante francés en su especialidad.
—Te han condecorado, mamá.
Mi hija Virtudes, a la que su padre bautizó como Vivi desde el día en que la conoció, porque no le gustaba el nombre que yo había escogido para ella, fue la primera en felicitarme, como lo había sido en todo, con la única excepción de la estatura. A los veintiún años, la más precoz de mis hijos, quizás para compensar que también era la única más baja que yo, ya nos había dado dos disgustos, el primero al decidir que no quería ir a la universidad, y el segundo, al casarse con un divorciado que le sacaba casi diez, aunque la diferencia de edad y su experiencia previa habían sido lo de menos.
El 17 de julio de 1965 ni su padre ni yo entendimos por qué Vivi había invitado a su cumpleaños a Andrés, aquel niño toledano al que conocimos en el valle de Arán por obra y gracia del Auxilio Social. En el tiempo que había transcurrido desde entonces, aquel crío tan gracioso, que siempre tenía hambre y miedo de todo, había llegado mucho más lejos que su hermano mayor. Era ingeniero de telecomunicaciones, trabajaba para la Siemens, y estaba casado, o eso creíamos nosotros, con una chica francesa con la que no tenía hijos. Una pena, pensaba yo, hasta que aquella misma noche empecé a pensar todo lo contrario. Menos mal.
—Mira, papá… —Vivi dejó caer la bomba antes de cortar la tarta, y cuando Galán se levantó de la silla, como propulsado por un muelle automático, se levantó ella también, para ponerse a su altura—. Nos vamos a casar, te guste o no. Hemos venido a decírtelo, no a pedirte permiso.
—Así no, Vivi, por favor —Andrés cerró los ojos, se los tapó con las manos, negó varias veces con la cabeza—. Así no… Lo estás haciendo fatal.
—Que no, déjame a mí —pero no logró que su novia cambiara de tono—. Así que, tú verás, papá… ¿Que vienes a la boda? Fenomenal. Lo celebramos por todo lo alto, mamá nos hace una tarta de siete pisos, y después de cortarla, cantamos La Internacional. ¿Que no vienes? Pues nos casamos nosotros solos, y te mandamos una postal de recuerdo desde donde sea…
—¡No digas tonterías, Virtudes! —y su padre empezó a andar alrededor de la mesa, con los dientes clavados en la lengua y los puños cerrados contra el aire—. ¿Cómo te vas a casar? Si Andrés ya está casado.
—Pues se divorcia.
—Pero si te saca un montón de años…
—Diez —Vivi abrió las dos manos en el aire y empezó a rodear la mesa en la dirección contraria—. En invierno me saca diez, hoy solamente nueve.
—¡Pero si es de la familia! ¿Es que no lo entiendes?
—¿De la familia? No, papá, yo me apellido González Ruiz, y él, Ríos Malpica. No tenemos ni una sola gota de sangre en común.
—¿Puedo decir algo? —cuando Andrés intentó intervenir de nuevo, los dos le miraron a la vez.
—¡No!
Hay que ver, me dijo Galán aquella noche, y esta niña, ¿de dónde habrá sacado ese carácter que tiene? De dónde será, pensé yo, ¿a ti qué te parece?, pero no le dije nada, porque estaba igual de preocupada que él. Sin embargo, en la mañana de mi coronación, cuando la vi entrar en la cocina agitando el periódico como si fuera una bandera, ya no estaba tan segura de que se hubiera equivocado en sus elecciones. Por una parte, estaba muy enamorada de su marido. Por otra, se había convertido en una cocinera incomparablemente mejor que yo a su edad, y llegaría a ser excelente cuando aprendiera a dominar una soberbia que la impulsaba a comportarse como si lo supiera todo, aunque aún le faltaba mucho por aprender. Aquel defecto, que las dos poseíamos en un grado exacerbado y semejante, nos vinculaba como un lazo más estrecho que cualquiera de las virtudes que compartíamos, aunque fuera en detrimento de la paz de mi cocina. Quizás por eso me emocioné tanto aquella mañana, al escucharla.
—Enhorabuena. Estoy muy orgullosa de ti, ¿sabes? —porque eso fue lo que me dijo antes de darme un abrazo y dos besos tan fuertes que me hicieron daño—. Muy orgullosa de ser tu hija.
—A ver… —tuve que ir a buscar las gafas y leer la noticia varias veces, para que ninguna de las dos hiciéramos el ridículo en una cocina que se iba llenando de gente—. Pues sí, la verdad es que este cromo no lo teníamos.
Amparo llamaba así, cromos, a los premios, distinciones y emblemas que habíamos ido pegando sobre el cristal de la puerta del restaurante, hasta lograr que, en julio de 1966, cuando nos dispusimos a volver a cambiarlos todos de sitio para hacerle un hueco privilegiado al adhesivo de la Guía Michelin, ya no se descifrara la vieja leyenda, «Casa Inés, la cocinera de Bosost», que habíamos mandado grabar con letras mates en 1945. El cromo que acababan de regalarnos era el más valioso de todos a cuantos podíamos aspirar, aunque a mí no me hizo tanta ilusión como los que habían llegado de España, sobre todo uno, «establecimiento recomendado por el diario Abc», que un par de años antes había estado a punto de provocar un cisma, porque Montse, Lola y Amparo pretendían colocarlo sobre la vitrina en la que exhibíamos la carta, para que pasara lo más desapercibido posible.
—Hay que ver, qué brutas sois, es que no entendéis nada —menos mal que Angelita fue mucho más contundente que yo—. ¿Cuántas veces os he explicado que nunca, jamás, hay que despreciar la publicidad gratuita? ¿Y no habéis comprendido todavía que, cuanto más venga del enemigo, más publicidad y más gratuita será?
Así logró imponer un criterio que se volvería en mi contra cuando llegara el momento de replantearse el aspecto de la puerta de Casa Inés. Pero la Guía Michelin era la Guía Michelin, y sus estrellas, las más deslumbrantes del cielo de los restaurantes, merecían iluminar una noche especial. Por eso, antes de tomar ninguna otra decisión, decidimos derrochar, permitirnos el lujo de tirar la casa por la ventana y cerrar un viernes por la noche para dar una fiesta como las que no dábamos desde hacía muchos años, cuando éramos jóvenes y nos casábamos muy enamoradas, muy embarazadas, con activistas que estaban a punto de cruzar la frontera clandestinamente.
—¿Con niños o sin niños?
Amparo hizo aquella pregunta a bocajarro cuando nos sentamos a estudiar el croquis que usábamos para planificar los banquetes, y no tuvimos que discutir para ponernos de acuerdo en que tenía que ser con niños, hijos, nietos, lo que hiciera falta para no echar a nadie de menos. Al hacer la lista de los imprescindibles, ni siquiera Angelita se paró a calcular el precio por encima, pero nos dimos cuenta de que, por muchas mesas y sillas que alquiláramos, nunca tendríamos espacio suficiente para sentar a tanta gente.
—Bueno, no pasa nada… —tomé el relevo de Amparo, y empecé a dibujar con el dedo sobre el papel—. Que los más jóvenes cenen de pie. Ponemos cuatro bufes, dos aquí, y dos aquí, las mesas grandes en las esquinas —Lola levantó la cabeza, pero yo seguí concentrada en la solución de aquel problema—, y repartimos las sillas…
—¡Pero qué negra estás, maldita! —hasta que escuché su voz.
Montse estaba plantada delante de la puerta con un vestido blanco y los brazos levantados en el aire, como si fuera una vedette a punto de empezar a bajar por una escalera. Antes de correr hacia ella, ya había tenido tiempo de admirar su piel dorada, tan brillante que parecía a punto de crujir, de resquebrajarse de pura satisfacción, un bronceado uniforme, envidiable, que la embellecía desde la frente hasta los dedos de los pies, donde las uñas pintadas de rojo parecían joyas raras y exóticas. Aparte de negra, la encontramos más delgada y más joven, tan guapa que ni siquiera la magnanimidad del sol podía acaparar todos los méritos. Estaba morena también por dentro, y nos dimos cuenta enseguida, después de abrazarla, de besarla, cuando la vimos mirar a su alrededor con la nostalgia bienhumorada, tibia y sonriente, de quien regresa al escenario de un pasado que no añora, por muy grande que sea el cariño con el que lo recuerda. Al comprenderlo, empezamos a envidiar algo más que su color.
—Os echo mucho de menos, chicas. Muchísimo —y nos miró despacio, como si quisiera coser esa afirmación en nuestros ojos—. A vosotras sí, todos los días, pero por lo demás… Estamos estupendamente, la verdad —pero cruzó todos los dedos de las dos manos para conjurar al fantasma de la Brigada Político-Social—. De momento, estamos de maravilla…
Ella había, y no había, sido la primera en volver a España. Antes, en el 61, se había marchado Sole, para estar cerca de Manolo, preso en El Dueso, y María la Tranquila la había seguido poco después, cuando metieron a Germán en Carabanchel. Otras mujeres las habían precedido, pero las condiciones del viaje de Montse habían sido muy distintas. La alegría con la que nos anunció que estaba en Francia sólo de visita, su aspecto, su manera de reírse, de hablar, de comportarse de una forma ya un poco extranjera, un poco distinta de la nuestra, mucho más española, y sus palabras, unas expresiones que nunca habíamos oído, como nunca habíamos visto el tabaco que fumaba, ni la marca de los grandes almacenes donde se había comprado la ropa que llevaba, fue para nosotras más que un símbolo, una promesa concreta de que, más allá de las consignas, de las benéficas fantasías en las que nos habíamos acunado durante tantos años, existía una vida que nos esperaba más allá de las cárceles y de las colas de las cárceles, y era verdadera, una buena vida.
—¡Qué envidia me das!
Mientras todas nos turnábamos para repetir esa frase, recordé lo mal que lo pasó antes de marcharse. Aunque estaba al borde de los cincuenta años, y eso era lo mismo que abandonar a destiempo todo lo que había conquistado en Toulouse, su casa, su trabajo, su bienestar y el de su familia, el Zurdo contestó que sí antes de que tuvieran tiempo de terminar de explicarle por qué le habían elegido para dirigir el Partido en Canarias. Cuando Montse nos lo contó, nosotras sonreímos, la felicitamos. Ella también sonrió, nos dio las gracias, y luego, las cinco nos quedamos calladas porque todas estábamos pensando en lo mismo, Sole, María, Begoña, la viuda de Tijeras, Felisa, la del Afilador, Merche, que llevaba diecisiete días casada con Paco el Rubio cuando él volvió a España para quedarse en una cuneta, Marisol, que ni siquiera había tenido tiempo de casarse con el Tarugo cuando lo fusilaron, y muchas otras, tantas que ni siquiera nos acordábamos de los nombres de todas.
Aunque en el interior las mujeres caían al mismo ritmo que los hombres, las parejas que habían llegado a disfrutar de la paz del exilio no solían viajar juntas en los primeros, peores tiempos de la posguerra. Se marchaban ellos, y nosotras nos quedábamos criando a los niños, pero eso también había cambiado. Montse, que no había sido capaz de pedirle a su marido que cambiara de opinión, se echaba a llorar en el instante en que salía el tema, y las demás, que todas las mañanas, al levantarnos, éramos conscientes de la suerte que teníamos, también. Hasta que Antonio le dijo que no se preocupara, que se quedara en Francia con los niños, que estaba dispuesto a marcharse él solo, como en los años cuarenta. Le habían proporcionado una cobertura peculiar, segura y muy específica, pero siempre podía convivir con otra mujer, una militante seleccionada para aparentar que eran un matrimonio. No sería difícil encontrarla, porque muchas otras veces se había recurrido a esa solución… En el instante en que el Zurdo empezó a plantear aquella variante, Montse decidió irse con él. Porque ella sabía, tan bien como las demás, hasta qué punto la teoría acababa confundiéndose con la práctica en esos casos.
—Y yo le dije, ¡sí, hombre! —y lloraba más que nunca—. Pues no faltaba más que eso, que te fusilen poniéndome los cuernos…
Desde el comedor de Casa Inés, aquella noche parecía todo muy difícil. El Zurdo volvía a casa, Montse no. Mientras vivió en España, ella nunca había ido más allá de Barcelona, y de Canarias, decía, Antonio y los plátanos, no conozco más. Mientras preparaba aquel viaje, sentía que se precipitaba en un abismo virgen, una sima inexplorada, erizada de incógnitas, de peligros, y todo, desde entrenar a los niños para que no se les escapara ni una sola palabra en español cuando hubiera desconocidos delante, después de haberles prohibido hablar francés en su casa de Toulouse durante toda su vida, hasta resignarse a meter en un almacén sus muebles, sus cosas, el equipaje de una vida entera, se convertía en un conflicto, una tarea dura, difícil, otro problemático fragmento de un problema gigantesco. Quince meses después, sin embargo, parecía que no sabía conjugar otro verbo que el presente de indicativo del verbo encantar.
Todo le encantaba, y de entrada, Las Palmas, que era mucho más grande, más ciudad de lo que ella esperaba, mucho más bonita de lo que nos podíamos imaginar. No vivía en el centro, sino en un antiguo arrabal de pescadores donde se habían ido asentando extranjeros ociosos, algunos jubilados, otros jóvenes y lo suficientemente ricos como para vivir sin trabajar aunque parecieran mendigos, que habían ido comprando sus casas por dos duros y las habían reformado a su gusto, hasta convertir el barrio en una especie de isla dentro de la isla, un reducto aislado y cosmopolita donde a nadie le llamaba la atención una pareja francesa con cuatro hijos. Eso también le encantaba, y que su casa estuviera a cuatro pasos de la playa a la que iba todas las tardes a tomar el sol y darse el mismo baño, en invierno y en verano.
—Esa es la verdad, que, de momento, estoy encantada. Me alegro mucho de haberme ido con Antonio, y los niños también. Bueno, Candela la que más, porque se ha ligado a un pretoriano de su padre.
—¿Pretoriano? —y mientras las demás seguíamos sonriendo, porque no estábamos acostumbradas a esa acepción del verbo «ligar», que para nosotras seguía siendo un sinónimo de enlazar, en el lenguaje político de los años treinta, Angelita se animó a preguntar—. ¿Y eso qué es?
—Bueno, es que de alguna manera hay que llamarlos, y pretoriano suena bien, ¿no? Se le ocurrió a Miguelito, que se ha vuelto muy aficionado al Imperio Romano, pero no son nada del otro mundo, no creáis, ni guardaespaldas, ni liberados, nada de eso. Son militantes que trabajan en otra cosa, y se turnan en su tiempo libre para acompañar a Antonio, y echarle una mano —hizo una pausa y buscó la manera de explicarnos algo que le sorprendía mucho que no entendiéramos—. Dirigir un partido clandestino en siete islas a la vez es muy difícil, ¿sabéis? Antonio apenas se mueve de Las Palmas. Los pretorianos son los que van y vienen, porque muchos trabajan en otras islas, o tienen a su familia en Tenerife, en La Gomera, en La Palma, donde sea… A veces, sí nos cogemos un ferry para ir a pasar el fin de semana a alguna parte, solos, en plan romántico, o con los niños, que están hartos de subir al Teide, los pobres, porque, al fin y al cabo, somos franceses, ¿no?, medio turistas, así que eso no le extraña a nadie. Pero no corremos riesgos.
—Porque podéis —asentí despacio, mientras intentaba conciliar el asombro con la envidia—. No me figuraba que hubiera tanta organización…
—Sí, hija, sí —Montse volvió a sonreír—. La clandestinidad ya no es lo que era —hasta que se dio cuenta de lo que estaba diciendo, se puso seria, y volvió a cruzar todos los dedos—. Bueno, por lo menos, de momento.
Para el Zurdo ya se habían acabado las pensiones, los viajes en tercera, las fondas de mala muerte y las noches al raso en los bancos de las estaciones. Si caía, era muy posible que su destino fuera tan trágico como el que habría tenido que afrontar veinte años antes, pero en la segunda mitad de los años sesenta, los máximos dirigentes regionales del Partido estaban a la cabeza de una organización ilegal en pleno crecimiento, una coyuntura que ofrecía a la dirección oportunidades que ya le habría gustado tener en todas las provincias. Antonio había llegado a Las Palmas con un trabajo fijo, cómodo y bien pagado, en la oficina central de una cadena de hoteles. Su propietario, heredero de una de las familias que se habían inventado el negocio del turismo canario, era miembro del Partido desde que el gobernador civil le pidió el favor de que alojara a un profesor de la universidad de Madrid al que el gobierno había desterrado a Arrecife unos años antes, sin imaginarse las consecuencias que acarrearía la amistad que les unía desde entonces.
—Total, que… —Montse siguió sonriendo—. Así, pasa lo que pasa. Una noche que volvimos a casa antes de lo previsto, pillamos a Candela besándose con su pretoriano en el sofá, y Antonio… ¡Uf! Os lo podéis imaginar, ya sabéis cómo es con sus niñas. Parecía tu marido, Amparo, yo a este lo expulso, lo expulso, vamos que si lo expulso, mañana mismo lo expulso… Y a mí me tocó hacer de Zafarraya, claro. ¿Qué lo vas a expulsar, hombre?, le dije, si esto se veía venir, ¿o qué esperabas? Tu hija, a punto de cumplir veinte años, y él, que tiene veintitrés, todo el santo día en casa, comiendo, cenando, durmiendo la siesta en bañador… Y da gracias de que a Aída le haya dado tiempo a echarse un novio francés, y de que Montse tenga once años, porque… Es que, además, tendríais que ver al camarada Bernardo. Está como un queso, encima.
—¡Uy! —Amparo sonrió mientras abría mucho los ojos, porque era la primera vez que alguien recurría al queso, delante de nosotras, para describir con tanta eficacia a un camarada de veintitrés años—. ¡Qué descarada!
Cuando terminamos de reírnos, Montse nos contó que sólo había venido con la mayor y con la pequeña. Miguel y Candela se habían quedado en Las Palmas, con su padre y su pretoriano, respectivamente, y no pensaba dejarlos solos mucho tiempo. Pero antes necesitaba hablar con nosotras.
—Me gustaría venderos mi parte del restaurante —llevaba un año sin trabajar y ya estaba agotada de ser ama de casa—. Bueno, si os interesa comprármela…
Esto funciona como una cooperativa, todas trabajamos las mismas horas y nos repartimos las ganancias a partes iguales después de descontar los gastos de los ingresos. Al escuchar esas palabras, Montse asintió con la cabeza y la misma conformidad con la que yo las había aceptado. Amparo sólo las repetiría una vez, poco antes de inaugurar Casa Inés, y Lola tampoco la hizo esperar. Desde aquel día, las cinco éramos socias, y en vista de que no lográbamos abolir la propiedad privada, durante más de veinte años habíamos pedido créditos, comprado locales, liquidado hipotecas, pagado reformas, avalado a maridos y contratado a mucha gente, cocineros, pinches, gerentes, asesores fiscales, camareros, friegaplatos, transportistas y limpiadoras, pero no habíamos admitido a ningún otro socio. Aunque discutíamos tanto como un matrimonio, las cinco nos llevábamos demasiado bien como para arriesgar unas discusiones tan armoniosas, y seguíamos siendo una cooperativa en todo, hasta el punto de que cuando Montse se marchó a España, dictaminamos que su situación no era muy distinta de un embarazo. A cualquiera de nosotras nos podía pasar lo mismo en cualquier momento, y por eso, todos los meses le ingresábamos en el banco su parte, mayor o menor según hubiera funcionado el negocio.
—He pensado en montar una tienda para gourmets, como las de aquí. Ya le he echado el ojo a un local y a Antonio, que ahora es mi secretario general, claro —y nos volvimos a partir de risa—, le parece bien, porque un negocio así no llamaría la atención. Todos nuestros vecinos creen que somos franceses, y con tanto extranjero alrededor, un negocio así tendría éxito. Además, si alguna vez… —volvió a cruzar todos los dedos—. De algo tendremos que vivir.
—Claro —Amparo se adelantó a las demás—. Cuenta con eso. Pero… —y se la quedó mirando con una tristeza tan contagiosa como un virus repentino, aéreo y venenoso—. ¡Qué pena, Montse!
Nos habíamos hecho mayores casi sin darnos cuenta. El tiempo, aquella fiebre frenética que nos había obligado a vivir una vida entera en cada mañana, que estiraba unas noches en las que amanecía muchas veces y forjaba alianzas eternas en un instante, había envejecido con nosotras, se había vuelto torpe, lento, desmemoriado y perezoso, terco como una mula vieja que no tuviera las patas para trotes y nunca hubiera sabido galopar. Montse, la más joven, estaba a punto de cumplir cuarenta y cinco años. Amparo, la mayor, tenía diez más, pero a mí me costaba trabajo creérmelo, me costaba trabajo mirarme en el espejo y reconocer a una mujer distinta de la que había llegado cabalgando a una casa de pueblo con tres mil pesetas y cinco kilos de rosquillas, como no podía mirarlas a ellas y ver sus arrugas, su cansancio, esas medias tan gordas que Amparo se compraba para las varices, esa melena tan corta que había reemplazado a los lujosos bucles de Angelita, esos zapatos tan planos que Lola se quitaba solamente cuando Diego el Perdigón le pedía que la acompañara con las palmas, las veía y no las veía, las veía pero no me las creía, mis ojos no podían, no querían distinguirlas de esas mujeres a quienes conocí cuando yo era tan joven, cuando trotaba tanto como ellas, las mujeres a las que había fabricado durante los mismos años que habían tardado en fabricarme a mí. Desde aquella cocina larga y estrecha hasta una puerta llena de cromos, habíamos hecho un largo viaje, cosas muy grandes que a mí, en aquel momento, me parecieron muy pequeñas, tanto como si nunca hubiéramos dejado de ser jóvenes, como si todavía estuviéramos empezando, como si tuviéramos derecho a ser principiantes siempre, para siempre insumisas frente a la ley que imponían los relojes y los calendarios.
—No llores, Inés —o a lo mejor era sólo que seguíamos en el mismo sitio, que nos había dado tiempo a madurar, a encanecer, a arrugarnos, sin acercarnos ni un centímetro a nuestro objetivo.
—Si no estoy llorando, Montse —sólo eso, la distancia que seguía separándonos de un futuro que, sin moverse tampoco, cada día parecía alejarse un poco más, podría explicar que yo estuviera echando de menos la implacable dureza de aquellos años—. Mira, ¿ves?, no estoy llorando.
El tiempo siguió pasando, clemente y despiadado como una cotidiana papilla de narcóticos, hasta que volvió a acelerarse, encandilándonos con un sonrosado espejismo de la juventud que se nos había escapado mientras le esperábamos. Entonces, mientras volvía a tener prisa, a marcar cada día con el sello de una promesa definitiva, aprendimos que ningún rizo se deja rizar eternamente. En febrero de 1974, cuando ya ni siquiera nos preocupábamos por él, la policía detuvo a Antonio Sosa Rodríguez, alias Louis-Alphonse Dutronc, alias el Zurdo, en el ferry que conectaba Gran Canaria con Lanzarote. En aquella época, en Casa Inés sólo quedábamos tres socias. Amparo se había marchado a España detrás de Ramón, y a ella también le habíamos comprado su parte antes de despedirla pero, por fortuna, nunca llegó a necesitar el salvavidas que permitió a Montse seguir a flote, mantener su casa y a sus hijos pequeños en la universidad, seguir ayudando a Candela, que ya la había hecho abuela dos veces, la segunda estando presa en Ocaña, y pagar vuelos a la península, para ella y para Bernardo, hasta que su hija y su marido salieron cada uno de una cárcel distinta, Antonio por la puerta del penal de El Puerto, con la amnistía parcial del 76, para que nos alegráramos de algo más que de haberle comprado su parte del restaurante.
—Bueno, y con esto… —Amparo levantó el plano en el aire cuando quedó claro que celebrar nuestra inclusión en la Guía Michelin iba a resultarnos más complicado que financiar la tienda de Montse—. ¿Qué hacemos?
Siempre habíamos sido una cooperativa y nunca dejaríamos de serlo, ni para lo bueno, ni para lo malo. Por eso, nuestra flamante desertora se implicó como la que más en los preparativos de la fiesta, y las demás nos turnamos para acompañarla a visitar tiendas de vinos, de quesos, de foie, aunque nadie la ayudó tanto como mi marido.
—¿Qué tal? —y la noche en que pusimos la pegatina de la Guía Michelin en la puerta de Casa Inés, Galán la trajo del brazo—. ¿Os ha cundido?
—¡Uf! Yo estoy a punto de cortarme las venas, no te digo más —él fingió una escandalosa expresión de fastidio mientras ella se reía—. Como si no tuviera bastante contigo para darme el coñazo, ahora, encima, tu amiguita…
Aquella misma noche, Angelita nos convocó en la cocina, se nos quedó mirando con la expresión ávida que las grandes ideas le pintaban en la cara, y levantó en el aire, muy tieso, el dedo que señalaba la hora de la verdad.
—Chicas, os voy a decir una cosa y os la digo muy en serio… —me miró, y me eché a temblar—. ¿Vamos a abolir la propiedad privada? Ojalá, pero de momento estamos perdiendo dinero.
Siempre había sido la única con buena cabeza para los negocios de todas nosotras. Cuando empezamos a servir menús en la taberna, decidió que teníamos que poner croquetas de aperitivo y rosquillas con el café. Después, en los primeros minutos de 1945, nos convenció de que el local se nos había quedado pequeño, y no sólo escogió el mejor restaurante en traspaso que nos podíamos permitir, sino que además le puso nombre y apellido, porque nada le parecía más insensato que desperdiciar la publicidad gratuita, y en aquel momento la invasión del valle de Arán nos daba ventaja, un prestigio que no nos costaba un céntimo. Veintiún años después, por la misma razón, decidió suprimir aquel lema, «la cocinera de Bosost», que ya nadie entendía.
—No podemos perder esta oportunidad. Tenemos el mejor restaurante español de Francia, pues muy bien. Que se enteren los demás.
A principios de 1945, el Cabrero me consiguió la receta de su abuela, y desde que estrené sus fogones, aquel había sido el postre recomendado de Casa Inés mientras la temporada lo permitiera, cuatro paparajotes y tres rebanadas de naranja con aceite de oliva virgen, azúcar y canela, a los que añadí más tarde una bola de helado que parecía de vainilla, era de queso Idiazábal con Pedro Ximénez, y me habría llevado a la tumba si no hubiera tenido una hija cocinera. Mientras Angelita calculaba en voz alta que tendríamos que encargar toldos, vajillas, tarjetas, cartas y un letrero nuevo, «Casa Inés, el mejor restaurante español de Francia», volví a sentir el frío, el calor, la emoción de una mañana de octubre de 1944, y escuché el acento murciano de aquel hombre que afirmaba que a una traidora nunca podría salirle tan rica la comida. Y así me sentí yo, traidora, pero no lo confesé en voz alta, porque ninguna me habría entendido.
Ni siquiera Montse, que había nacido en Bosost, se resistió tanto como yo a perder el nombre de su pueblo, aquel título que para mí nunca fue un reclamo, sino un apellido, un sinónimo de la emoción, de la intensidad, una imagen precisa y completa de la mejor versión de mí misma que podía recordar. Angelita tenía razón, en asuntos de negocios siempre la tuvo, pero yo habría preferido seguir siendo la cocinera de Bosost por más que todos los periodistas españoles que venían de vez en cuando a entrevistarnos, reaccionaran de la misma manera, frunciendo las cejas, entornando los ojos y abriendo la boca como pasmarotes, ¿la invasión de qué…? Perdone, pero yo no sé nada de eso, ¿y cuándo dice que fue? A pesar de todo, seguí haciendo paparajotes con las hojas de limonero que yo misma escogía en los huertos de los alrededores, el único ingrediente de mi cocina que nunca llegó de España.
Los dos peores años de mi vida terminaron en la misma cifra, nueve, porque se sucedieron con una década exacta de diferencia, pero el segundo fue peor que el primero, y quizás el único que nunca querría volver a vivir. Sin embargo, durante algunos meses, estuve segura de que lo recordaría como el año del aceite. Cuando empezó, ya estaba sola. Galán se había marchado a España la primera semana de diciembre de 1948 y yo estaba embarazada otra vez, pero no pude decírselo porque aún no lo sabía. Tampoco presentí nada especial, porque ya me había acostumbrado a vivir de esa manera.
Él se iba, venía, volvía a marcharse, y al despedirle, yo nunca sabía si aquella sería la última vez que le vería, si el último de mis abrazos, de mis besos, no sería de verdad el último. Luego, me quedaba sola, rodeada de otras mujeres solas, y todas hacíamos como que no nos dábamos cuenta de lo que nos pasaba, de lo que nos estábamos jugando mientras llevábamos a los niños al parque, y nos turnábamos para darles de merendar. A veces, si teníamos un día tonto, uno de esos días en los que estábamos más asustadas o más tristes que de costumbre, nos enseñábamos las unas a las otras nuestro tesoro más valioso, el más prohibido, la foto que antes de salir de casa habíamos sacado de un sobre, metido en la cremallera de un bolso, enterrado en el fondo de una caja, escondida en el último rincón del maletero de un armario, mira esta, ¿te acuerdas?, aquí estamos muy guapos, ¿a que sí…? De vez en cuando, venía el marido de otra, y el teléfono sonaba a cualquier hora, oye, que está bien, que están todos bien, o no, que ha caído este, o aquel… Entonces, a la hora que fuera, echábamos a suertes quién se quedaba con los niños de todas y las demás nos íbamos a la calle, a casa de la mujer del que ya no volvería, Begoña, Felisa, Merche, Marisol, para besarla, y abrazarla, y estar allí con ella, haciendo café o teniéndola cogida de la mano, simplemente. De vez en cuando, volvía Galán, pero yo nunca me enteraba hasta que llamaba al timbre por la noche o aparecía de día en el restaurante.
—¡Inés! —a veces era Amparo, desde la barra, a veces Angelita, o Montse, la que estuviera atendiendo las mesas—, ¡sal, que aquí te buscan…!
Yo me quitaba aquel gorro blanco, tan razonable, tan higiénico, tan horroroso al encajarse sobre mi frente, y sacudía la cabeza ante el espejo para salir en zapatillas, con las manos mojadas, el delantal lleno de manchas, oliendo a comida desde la cabeza hasta los pies, y allí estaba él, delgado y sonriente, con cara de cansado. Durante un instante, nunca sabía qué hacer, si quitarme el delantal, secarme las manos antes de tocarle, o ir hacia él sin más, pero eso tampoco tenía importancia, porque todo empezaba a existir otra vez en cada uno de sus regresos, el mundo entero volvía a nacer, sin reglas, sin condiciones, sin más límite, otra extensión que su cuerpo sano de hombre vivo.
Así, aprendí mucho del amor en tiempos difíciles. Llegué a conocer íntimamente el miedo, los malos presentimientos que secan la garganta, las traiciones de la imaginación, esas taquicardias repentinas que convierten una madrugada en un infierno, y deslizan una sombra negra sobre todas las cosas, y sobre todas ponen el aroma imaginario de una muerte lejana y otra próxima, esa pequeña muerte que me mató tantas veces. Llegué a saberlo todo del amor en los tiempos difíciles, de eternidades que caben en cinco minutos, de soles que amanecen en noches de lluvia, una alegría despojada de cualquier condición, un placer tan intenso que duele, y la felicidad resplandeciendo en los gestos más triviales, porque era feliz la silla en la que se sentaba, feliz la mesa donde desayunaba, y el azucarero feliz, sólo porque sus dedos lo tocaban. Así conocí la luz y la oscuridad, una pasión que se devoraba a sí misma y nunca tenía bastante, mientras contaba los meses que habíamos vivido juntos, y siempre eran menos que los que habíamos vivido separados.
En aquella época, el tiempo siempre tenía prisa. En 1946, Galán no volvió en Navidad, pero apareció a mediados de enero del 47 sin saber que yo estaba otra vez embarazada. Virtudes tenía un año y medio, a Miguel le faltaban cuatro meses para nacer, y a él nadie se lo había contado. ¿Conque esas tenemos?, me dijo, nada más verme. Pues sí, le contesté, estas tenemos, y los dos nos echamos a reír. A ver si puedo quedarme para el parto de este… No se atrevió a prometérmelo e hizo bien, porque no pudo ser. Dos días antes de que yo saliera de cuentas, se marchó otra vez, y cuando llegó el momento fue Amparo quien volvió a sentarse a la cabecera de mi cama, para ofrecer a mis uñas las palmas de sus manos. También nos hicimos expertas en partos, porque yo no era la única, y ellos venían, nos dejaban embarazadas, se marchaban, llegaban a tiempo de ver nacer a sus hijos o los conocían mayores, algunos nunca, y nosotras paríamos sin sentirnos solas del todo, acompañadas por otras mujeres a las que habíamos acompañado mientras parían solas y, sobre la mesilla, algo que no deberíamos haber tenido.
Cualquiera tiene un mal día, y Ana María, la mujer de Ben Laffon, era fotógrafa. Los clandestinos, por norma, no se dejan fotografiar, así que también tuvimos que aprender a hacer eso solas, labrando nuestra propia, pequeña clandestinidad, en la calle o en algún parque, en casa no, ni en el restaurante, casi siempre en grupo, o por parejas, casi nunca con los niños, pero sólo casi nunca. Esa era la segunda regla de la lista, pero todas la incumplíamos, yo la incumplí varias veces, al hacerme una foto con mis hijos en cada uno de los viajes de Galán, cuando calculaba que nos estábamos acercando al ecuador de su ausencia, y era una estupidez, pura superstición, pero yo sentía que así le invocaba, que le conjuraba, que le obligaba a volver para verla. Al revelarla, pensaba en él, en lo que le diría si estuviera a mi lado, mira, ¿ves?, pero luego, cuando volvía, no me atrevía a enseñársela. Él no las echaba de menos, no podía llevarlas encima, y yo no se lo discutía ni siquiera para advertirle que el remedio podría llegar a ser peor que la enfermedad, porque si alguna vez, la policía de Franco hubiera logrado infiltrarnos a alguien, le habría resultado muy fácil averiguar las direcciones de los hombres a quienes pretendía identificar. Le habría bastado con echarle un vistazo a las superficies de los muebles. Nuestras casas debían de ser las únicas de toda Francia en las que no había una sola fotografía, ni siquiera de carné, en ninguna parte.
Si lo intentaron, nunca lo consiguieron, porque éramos extremadamente cautelosas en todo, con esa única excepción. Los clientes de Casa Inés se rieron durante años de aquella noche de 1947 en la que Angelita nos fue preguntando, una por una, si sabíamos cómo se llamaba ese hombre que venía a tomarse un vino de vez en cuando, y al que le decían Comprendes. Lo andaba buscando un chico de Vicálvaro, un tal Eulogio que se había presentado como su primo, pero no le pudimos ayudar, porque ninguna de nosotras lo conocía más que de vista. Lo siento mucho, Angelita lo estaba despidiendo con una sonrisa, pero ya ves…, en el momento en que su marido entró por la puerta, ¡coño, Eulogio!, ¿qué haces tú por aquí?, y después de abrazarle, se acercó a Angelita y le dijo, a mi mujer ya la has conocido, ¿no?
Siempre es mejor hacer el ridículo que meter la pata. Obedecíamos esa máxima a rajatabla, y sin embargo, casi todas teníamos alguna foto de nuestros maridos. La mía acabó siendo la que él se negó a que nos hiciéramos el día de nuestra boda, porque no consintió que avisáramos a nadie, pero tampoco pudo evitar que nos tropezáramos en la puerta del ayuntamiento con un fotógrafo profesional, que nos estaba esperando con las mismas inocentes intenciones con las que había esperado a muchas otras parejas de recién casados. Como Galán no lo había previsto, como no le conocía y cualquier cosa que no fuera sonreír habría llamado demasiado la atención, no le quedó más remedio que posar como un marido cualquiera, pero antes de que el fotógrafo se alejara tres pasos, se inclinó hacia mí y me besó en la oreja.
—Vete a recogerla enseguida, para que no le dé tiempo a ponerla en el escaparate —volvió a besarme—, y rómpela. ¿De acuerdo?
—Claro —le contesté, y fui a recogerla enseguida, antes de que le diera tiempo a ponerla en el escaparate, pero no la rompí.
Esa era la foto que yo sacaba de su escondite en los días tontos, la que miraba por las noches cuando el miedo no me dejaba dormir. Nunca me arrepentí de haberla conservado, porque él se iba, y venía, y volvía a marcharse, pero yo nunca sabía si sólo era una vez más, o era la última, si el hilo que nos unía iba a durar o no, ni cuando iba a romperse. Si se rompía, quería que sus hijos supieran cómo había sido aquel hombre al que apenas habían conocido, que no olvidaran que había existido, que recordaran que era su padre. En 1949, creí que había llegado ese momento.
Él se había marchado en la primera semana de diciembre de 1948. Y terminó aquel año, y empezó el siguiente, y pasó el invierno, y llegó la primavera, y nació mi tercer hijo, y se fue el verano, y llovió en otoño y no volvió. Pregunté por él, y nadie sabía nada, parecía que se lo hubiera tragado la tierra después de una emboscada, una encerrona de la que había logrado salir en mayo, vivo en teoría, pero sólo en teoría, porque no había vuelto a contactar con nadie, una semana, quince días, veinte, un mes, un mes y una semana, un mes y medio, un mes y veinte días, casi dos meses… Entonces recibí una carta de Rafael Cuesta, y no supe qué pensar.
En 1949 nos resignamos a perder la esperanza, otra más, de derrocar a Franco por la lucha armada. Durante los seis primeros meses de aquel año, llegaron a Toulouse guerrilleros de todas partes, de Galicia, de León, de Asturias, de Aragón, de Extremadura, de La Mancha, de Madrid, de Valencia, de Andalucía. Algunos ya habían vivido en Francia y conocían el camino, otros no habían pasado nunca la frontera, y con ellos llegaron los hombres que habían bajado a buscarlos, Comprendes el último, en junio, sin ninguna noticia de Galán, acompañando a un grupo muy grande de la provincia de Jaén. Mientras tanto, yo trabajaba, y trabajaba, y trabajaba para no saber, para no pensar, porque fuera de una cocina, todo sería peor que dentro, y lo peor, siempre menos malo si me encontraba cocinando.
—Mira a ver cuánto hay en el bidón de la izquierda, Fernanda, por favor… —y hasta mediados de mayo, todo marchó bien.
En abril, Lola tuvo a su primer hijo, una niña, y para cubrir su ausencia, contratamos a una recién llegada, Fernanda, una mujer estupenda, seria, responsable y trabajadora, que había sido carnicera y prefería ayudar en la cocina a ocuparse de servir mesas. Cuando intercambió su puesto con mi ayudante, las tres estuvimos más contentas, y yo llegaría a estarlo mucho más, poco después de llevarme el disgusto que la pobre me dio sin querer, aquella mañana.
—En el de la izquierda no hay nada, Inés, y el otro está por la mitad.
—No me digas eso… —corrí hacia los bidones, los agité, los levanté para mirar al trasluz su contenido, volví a correr y di una vuelta a la sartén con tanto ímpetu, que me salpiqué entera con el sofrito del arroz—. Nos hemos quedado otra vez sin aceite. ¡Joder!
Fernanda se acercó, se me quedó mirando como si no diera crédito a lo que veía, y cuando terminé de desmenuzar para ella los motivos de mi desesperación, se echó a reír.
—Pero qué me dices… ¡Será por aceite!
Para mí, había sido todo un drama, un exilio paralelo, una condena que se me estaba haciendo tan dura, tan eterna como el franquismo. En los cinco años que llevaba en Francia, lo había intentado todo, y antes que nada, cocinar con otros aceites vegetales, girasol, soja, maíz, con cada uno de ellos hice una tortilla distinta, paisana, de espárragos, de calabacines, y al probarlas, todas me dieron las mismas ganas de llorar. Por eso, empecé a comprar aceite de oliva casi a escondidas, sin que Angelita se enterara del precio, porque era carísimo y ella no cocinaba, porque no cocinaba y nunca habría entendido lo que me pasaba, lo que sentía yo al quedarme quieta, con los brazos cruzados, estudiando el contenido de una sartén con la misma ensimismada concentración que absorbería a un alquimista ante su alambique, a una pitonisa en el instante de escrutar las paredes de su bola de cristal. Ni siquiera habría sabido explicarle mi seguridad, la certeza que me reconfortaba mientras estaba a solas con mis sartenes, acechando el instante exacto en que el calor del fuego triunfara una vez más sobre la verdosa viscosidad de aquel líquido único, para consentirme asistir de nuevo a la revelación de su auténtica esencia, esa prodigiosa metamorfosis que obraba el milagro de la ligereza y transformaba la espesa sustancia de lo que parecía una grasa cualquiera en un bálsamo delicado, sublime, capaz de convertir en oro todo lo que tocaba.
Angelita nunca lo entendería y Amparo me daba dinero con cuentagotas, así que no me quedó otro remedio que empezar a maquinar, a conspirar a favor del aceite, pero mis maniobras nunca llegaron a dar gran resultado. Galán se negó a colaborar, me advirtió que el Partido no estaba a mi disposición, me preguntó si me había creído que no tenían nada más importante que hacer que mandarme aceite desde España, y sin embargo, cuando no habían pasado ni tres meses desde que se marchó por segunda vez, me encontré una mañana con madame Moussah, la dueña del restaurante egipcio que estaba en la acera de enfrente, esperándome en la puerta de Casa Inés, con un papel en la mano y un profundo gesto de perplejidad pintado sobre el lápiz gris con el que se pintaba las cejas. Me contó que había recibido media docena de bidones como de gasolina, desde una ciudad española llamada Zaragoza, y que en el talón de la empresa de transportes figuraba mi nombre debajo del suyo… C’est de l’huile, pour moi, le dije, c’est pour moi, y la cubrí de besos en un súbito arranque de amor por Egipto, por ella, por Galán, por España, por mis sartenes, que terminó de pasmarla del todo. Pero no te acostumbres, camarada, me dijo él cuando volvió. A veces se puede, y a veces no… Se pudo otras veces, pero aquel siguió siendo el más grave de mis problemas hasta que un día de primavera de 1949, Fernanda terminó de reírse de mí.
—Pero, tú, ¿qué es lo que quieres, aceite? Pues te vas a hartar, hija mía, porque, mira… En Fuensanta de Martos no tendremos otra cosa, ¿sabes?, pero lo que son olivas… Para aburrirse de verlas, no te digo más.
Aquella misma noche, escribió una carta, una semana más tarde, recibió otra, y a la mañana siguiente vino a decirme que estaba todo arreglado. No le había costado ningún trabajo convencer a un amigo de su pueblo, muy apañado, para que se acercara a una almazara a comprar aceite a precio fuensanteño, y buscara después la manera de mandarlo a Madrid, desde donde otro amigo suyo, igual de apañado que él y empleado en una empresa de transportes, nos lo mandaría en cuanto que encontrara un hueco en un camión. Yo sonreí, le di las gracias, y no me creí ni una palabra, pero doce días más tarde, en la despensa de Casa Inés había noventa litros, más que apañados, del extraordinario aceite de oliva que produce la Sierra Sur de Jaén.
Pasaron muchos años antes de que conociera el verdadero nombre de mi primer benefactor. El del segundo aparecía en la documentación del envío, y era el mismo que firmaba una extraña carta que recibí en la primera semana de julio. Rafael Cuesta me comunicaba que había encontrado una caja de botellas de sidra El Gaitero, y que me las estaba guardando hasta que se le presentara la ocasión de hacérmelas llegar en buenas condiciones, porque eran muy frágiles. Qué casualidad, pensé, qué casualidad, y un escalofrío al que no supe ponerle nombre me encogió la espalda antes de tener tiempo suficiente para pensarlo por tercera vez.
—Oye, Fernanda —tanto, que dejé pasar una noche entera antes de atreverme a sacudir los hombros—. Este amigo tuyo, el que nos ha comprado el aceite… ¿Tú te fías de él?
—Como de mi misma madre.
—O sea, que no crees que pueda trabajar para la policía… —y pasé por encima de los espasmos de horror pintados en su cara—, o que su amigo…
—¡Inés! —hasta que me di cuenta de que la estaba ofendiendo, y no me atreví a seguir—. Por favor, pero ¿cómo puedes decirme eso?
Le pedí disculpas, y seguí trabajando para hacer el estofado más desastroso de mi vida, en las antípodas de aquel último, legendario, de Bosost. Se me agarró tanto que no me atreví a servirlo, y aquel detalle me decidió. Después, me quité el gorro, me puse el abrigo encima del delantal, y me fui a buscar a Comprendes.
—Te invito a un café, Sebas —murmuré en su oído—, fuera de aquí.
Me miró con extrañeza y me siguió sin decir nada hasta el primer bar en el que calculé que no era previsible que la clientela hablara en español. Al entrar, le señalé una mesa y, sin compadecerme de la luz turbia que estaba viendo en sus ojos, pedí para él un café, y para mí, una copa de coñac que ya estaba por la mitad cuando le di la carta.
—Se ha puesto en contacto contigo, ¿comprendes? —concluyó después de levantarse para ir a la barra, a buscar su propia copa—. Y lo del hombre este, pues… Sí que es casualidad, pero todos estamos en el mismo barco. Si Fernanda se fía de él, y él se fía del tal Cuesta… Es quien le está escondiendo, ¿comprendes?, tampoco es tan extraño que te haya mandado el aceite.
—¿No?
—Yo qué sé… —meneó la cabeza varias veces y me miró.
Si Rafael Cuesta no era trigo limpio, si me estaba tendiendo una trampa, si yo caía en ella, y activaba un mecanismo que le facilitaría un contacto con la organización del interior sólo para provocar una caída de magnitudes imprevisibles, lo único que habría hecho por mi marido sería limitar sus posibilidades, acarreando la ruina de muchos camaradas más. Comprendes lo sabía mejor que yo y sin embargo, cuando los dos llevábamos ya varias copas en el cuerpo, tomó una decisión.
—Me voy a llevar la carta, ¿comprendes? —y se la metió en el bolsillo de la americana—. Lo único que no podemos hacer es desampararle. Ahora mismo voy a hablar con el Lobo, a ver qué se le ocurre. Es posible que alguien de dentro le conozca, ¿comprendes?, y si no, ellos sabrán qué hacer.
Aquella noche, tampoco pude dormir, y al día siguiente, no hubo noticias. Cuarenta y ocho horas después de nuestra conversación, Comprendes vino a verme a la cocina, pero sus palabras no me tranquilizaron.
—En Madrid le conocen mucho, ¿comprendes? —porque sonreí sin saber que lo que estaba a punto de escuchar congelaría la curva de mis labios—. Fernando está con él, malherido, pero vivo, ¿comprendes? Él le está curando. Es médico.
—No, no es médico —y moví la cabeza para negarlo, como si ese dato inesperado, confuso, representara en sí mismo una amenaza—, trabaja en una empresa de transportes, es…
—No —él me cogió de los brazos, me los apretó, me habló en un tono firme, autoritario, pegando su cabeza a la mía al mismo tiempo, como si pretendiera tranquilizar a una niña asustada—, escúchame, Inés, no te pongas nerviosa. Es médico, ¿comprendes? Trabaja en una empresa de transportes porque no le dejan hacerlo en ningún hospital, pero es médico. Fernando está con él, muy débil todavía, pero bien. Escondido, y bien. Eso me han dicho, y que no te asustes, pero que tampoco le esperes, porque no va a volver pronto, ¿comprendes? Que no te preocupes, pero que tampoco preguntes por él.
No te preocupes, pero no preguntes por él. Terminó julio, empezó agosto, las vacaciones, hizo mucho calor, tuve un niño, le puse Fernando por si su padre no volvía, y siguió haciendo calor, empezó septiembre y los termómetros aflojaron, llegó el otoño, en octubre llovió mucho, en noviembre hizo frío, y Galán no había vuelto.
No te preocupes, pero no preguntes por él. Fernanda se despidió después del verano, lo siento, Inés, ya sé que te hago una faena, pero Nicolás se echó al monte en el 46, hace más de tres años que no vivíamos juntos, y tener que venir a trabajar por las noches se me hace muy cuesta arriba, lo siento… Su marido era uno de los guerrilleros que habían venido en junio, así que le dije que no se preocupara, que lo entendía, y era verdad que lo entendía, y que me moría de envidia, también era verdad, aunque no se lo dije.
No te preocupes, pero no preguntes por él. En octubre, Angelita, que ya tenía dos varones, tuvo por fin una niña, y la conocí en los brazos de su padre, porque Comprendes estaba con ella en el hospital. Aquella noche, cuando di de mamar a Fernando, que había cumplido ya dos meses sin que su padre lo hubiera cogido en brazos, pensé que Galán nunca había estado conmigo en el hospital y me eché a llorar. Sabía que no debía hacerlo, que el niño lo estaba notando, que la leche no iba a sentarle bien, pero seguí llorando hasta que el llanto me dio tanto sueño que me acosté vestida. Aquella noche soñé que Galán volvía. Yo no le había oído abrir la puerta, entrar en la habitación, desnudarse, pero cuando se metió en la cama, me desperté, y ahí estaba él, con la piel muy fría y el cuerpo sin un rasguño, desnudándome, y yo le abrazaba, le besaba, y era todo tan verdadero que tenía que ser verdad, todo era tan verdadero que la emoción me despertó, y estaba sola en la cama, y él no había vuelto. No te preocupes, pero no preguntes por él. Si hubiera muerto, me habría enterado. Si estuviera muerto, no me lo habrían ocultado. Pero no hay vida como la clandestinidad, ni tan mala, ni sobre todo, tan buena.
En la primera mitad de 1949, los celos no me atormentaron tanto como el miedo, pero en la segunda me torturaron mucho más que la soledad. Aquel era otro ingrediente de la clandestinidad, donde ocupaban un espacio tan importante como el de las fotos prohibidas o los partos solitarios, pero distinto, porque nunca nos atrevíamos a hablar con naturalidad de aquel tema clandestino en sí mismo como ningún otro. No era elegante, no era digno y, sobre todo, no era justo, pero mi tripa no lo tenía en cuenta mientras decidía hacerse un nudo consigo misma, y cuando empezaba a dolerme, se lo insinuaba con medias palabras a cualquiera de las chicas, no sé, a veces, cuando Galán está en España, me da por pensar, ya ves, qué tontería… Ellas no me dejaban llegar al final, no pienses eso, mujer, ¿cómo va a hacer una cosa así?, él no, ¿él?, de otro, no te diría yo que no, pero él va a volver, estoy segura…, porque lo entendían tan bien como el dolor de las contracciones.
A todas nos daba vergüenza sentir lo que sentíamos, temer lo que temíamos, pasarnos la vida calculando con cuántas mujeres se habrían acostado nuestros maridos, aprovechando que se estaban jugando la vida por la causa. Precisamente por eso, porque yo sabía que, al levantarse, nunca podría estar seguro de ver amanecer otro día, me decía a mí misma que no era lógico que desperdiciara las oportunidades que se le presentaran, e intentaba convencerme de que lo que pudiera hacer en España, con otras mujeres, no ocurriría en la realidad, sino en un mundo paralelo, un paréntesis de tiempo y de espacio que no tenía que ver con su vida verdadera, que era yo, mi propia vida. Entonces, durante un rato, todo estaba bien, todo era natural, comprensible, humano, hasta que recordaba la frase favorita del Pasiego, no hay vida como la clandestinidad, y al pensar en la posibilidad de que le detuvieran con el olor de otra mujer pegado a la ropa, mis tripas sucumbían a una insoportable, repentina vocación contorsionista. Después, cuando volvía, se reía mucho mientras yo me clavaba los puños en el ombligo para intentar explicarle la clase de dolor que me producía su ausencia, pero nunca se le escapaba ni una sola palabra de más. Conociéndote como te conozco…, y si me atrevía a empezar, siempre me interrumpía antes de que pudiera terminar la frase. Conociéndome como me conoces, ¿para qué me lo preguntas? Luego volvía a reírse, y yo nunca sabía qué pensar, no lo supe hasta que Comprendes me dijo que no me preocupara, pero que no preguntara por él, un mensaje tan ambiguo que parecía abrir la puerta a una conclusión bastante evidente, y no sólo para mí. Porque, por si el miedo y la soledad, los celos y la incertidumbre no fueran suficientes, había que soportar además el castigo de los chismes, las miradas compasivas y ciertos amables comentarios, ¿y tu marido?, pobrecita, ¡pues sí que está tardando esta vez!, en los que el veneno de cada palabra venía rebozado en la harina de un simulacro de solidaridad.
En 1949, intenté convencerme más que nunca de que nada de lo que estuviera pasando en España tendría importancia, pero no lo conseguí, y tampoco pude volver a pensar en plural, una cifra indefinida, numerosa y reconfortante, de mujeres sin nombre, un tropel de cuerpos pasajeros, anónimos, tan fáciles de desear como de olvidar. El 28 de noviembre, cuando Angelita confundió a Galán con un mendigo, ya estaba convencida de que había una sola mujer y de que había decidido quedarse a vivir con ella. Y cuando le vi desnudo, su piel recosida en todas las direcciones, un tumulto de cicatrices irregulares, desordenadas, sucias, dibujando el abrupto paisaje del vientre de un torero sobre la llanura que yo recordaba, sucumbí a la vergüenza doble, suprema, de haber sospechado de aquel cuerpo y del hombre que lo había salvado de la muerte.
—Y si es niño, le ponemos Guillermo.
En 1952, cuando Galán se empeñó en que tuviéramos otro hijo, yo ya sabía que Rafael Cuesta no se llamaba así, y que nuestra deuda con él había crecido al mismo ritmo que el negocio de mi marido. Pero eso era una cosa, y otra, muy distinta, que a los treinta y seis años, yo no tuviera de sobra con un restaurante y tres niños, la mayor de siete años, el pequeño de tres, y el mediano, jugador de fútbol en un equipo escolar cuyo entrenador no tenía mejor ocurrencia que concentrar a los titulares a las ocho y media de la mañana de todos los domingos.
—Que no —por eso, la primera vez me lo tomé a broma—, que no quiero tener otro, si no doy abasto con tres, ya, imagínate con cuatro…
—Anda, mujer —él se reía, pero no aflojaba—. ¿A ti qué más te da?
—¿Que qué más me da? —yo me reía también, como si fuera un chiste—. Todo, me da. Porque lo voy a tener yo, ¿sabes?
—Ya, pero yo no estaba aquí cuando nació ninguno de los tres —y no me di cuenta de que lo decía en serio hasta que empezó a repetirlo varias veces al día, durante varias semanas seguidas, como si confiara en rendirme por cansancio—. Ni siquiera llegué a verte embarazada de Fernando, ¿o es que no te acuerdas? Me lo encontré con tres meses, al pobre, y a Vivi…
—A Vivi la viste recién nacida, no seas liante.
—Sí, recién nacida, y luego de golpe, gateando, ¿o no?, que fue como conocí a Miguel, te recuerdo…
—¡Ay, Galán, no seas pesado! ¿Pero para qué quieres tener otro hijo? Si luego no les haces ni caso.
—¿Que no? —y al llegar a ese punto, aunque no le conviniera, volvía a reírse—. Es que de bebés me aburren un poco, porque no se puede hacer nada con ellos, pero luego… ¿Quién les enseña a montar en bicicleta?
—Ya ves tú, una tarde a la semana cuando tienen cinco años…
—Bueno, menos da una piedra, ¿no? Y además, aunque no les haga caso, me gusta tenerlos, y me haría ilusión ver nacer a alguno —aquel era el único argumento al que yo era sensible, y él lo sabía—. Es sólo por eso, no le voy a querer más que a los demás, no te preocupes. ¿Quiero más a Fernando que a los mayores? Y eso que pasó un montón de meses a solas conmigo, ¿o no? Dijo papá antes que mamá, así que…
—Todos dicen papá antes que mamá, porque es más fácil pronunciar la pe que la eme.
—¡Ah! Eso es lo que tú dices, pero yo no lo sé. No estaba aquí cuando Vivi empezó a hablar, y cuando Miguel me llamó papá, ya sabía decir mamá, así que no nos va a quedar más remedio que tener otro para comprobarlo. Y si es niño, le ponemos Guillermo.
—Pero si es niña —en el instante previo a mi rendición, decidí reservarme por lo menos eso—, elijo yo el nombre.
Nuestro último hijo nació en mayo de 1953, y fue una niña. Su padre vino conmigo al hospital por primera vez, y la cogió en brazos antes que nadie. A cambio, yo decidí que se iba a llamar Adela.
—Adela —Galán lo repitió mientras la miraba, y asintió con la cabeza muy despacio—. Sí, me gusta. Está bien, Adela —entonces me miró—. Porque, desde luego, con la pobre Virtudes te luciste.
—Acércame el teléfono, anda…
En otoño de 1944, cuando llegué a Toulouse, me levanté todos los días, durante más de un mes, con el íntimo propósito de escribir a mi cuñada, y me acosté todas las noches con el remordimiento de no haberlo cumplido. Necesitaba hacerlo, contarle que estaba bien, que la echaba de menos y, sobre todo, que nunca podría perdonarme por haberla tratado tan mal, después de que ella me hubiera tratado tan bien a mí. Eso fue lo primero que escribí, queridísima Adela: perdóname, perdóname, perdóname… Luego se lo conté todo en una carta muy larga, sincera como ninguna que hubiera escrito antes, porque ella se lo merecía y porque pensé que, si era capaz de pasar del encabezamiento, sabría comprender cada una de las palabras que contenía. Después de releerla y corregirla varias veces, la metí en un sobre cerrado a su nombre, dentro de otro sobre dirigido a Cristina, la doncella que tenía en Pont de Suert, y se la di a Galán, para que se la diera a alguien que pudiera ponerle un sello y echarla en un buzón, dentro de España. No te hagas ilusiones, me dijo, porque puede tardar meses en llegar, pero no habían pasado ni treinta días cuando Adela llamó a la taberna por teléfono.
—Pero ¿cómo voy a estar enfadada contigo, Inés, si eres la única amiga que tengo?
Esa fue la última frase completa que logramos pronunciar una de las dos. Todas las demás las dejamos a medias, te echo de menos, y yo, y yo mucho más, lo siento, ya, no me podía figurar, ya lo sé, Garrido, lo sé, es culpa mía, no, no, de verdad que no, me alegro por ti, me encantaría, a mí también, verte, sí, no me dejes, no, te quiero mucho, y yo a ti… Después escribió ella, una carta más breve que la mía, pero igual de sincera, que arrojó una nueva culpa sobre mis hombros. Ricardo la había hecho responsable de mi fuga y no me lo ocultó, aunque intentó endulzar la situación, y hasta disculparle, es que está desquiciado porque le han destituido por lo de la invasión, le han dado un puestecito de nada en un ministerio, y yo en parte me alegro, porque en Navidad volvemos a Madrid para quedarnos, pero por otra parte, si quieres que te diga la verdad, no sé si me apetece volver a vivir todo el tiempo con él, porque yo le sigo queriendo, pero parece que hasta eso le estorba…
—Oye, Inés —en marzo de 1945 me llamó otra vez, y ya no lloramos ninguna de las dos—. La ciudad esa donde vives… ¿Está cerca de Lourdes? Es que unas señoras que yo conozco han organizado una peregrinación con heridos de la División Azul, ¿sabes?, y he pensado que, si Ricardo me da permiso para ir, pues, igual podíamos vernos.
—Ojalá —yo la animé tanto como pude—. Voy yo a buscarte a Lourdes, Adela, el día que me digas. Me hace mucha ilusión volver a verte.
El lunes siguiente a la fiesta de Santa Bernardita, a las doce de la mañana, me planté en la puerta del santuario de Lourdes con un vestido de flores sobre los seis meses de mi primer embarazo, y la distinguí enseguida, entre un enjambre de mujeres que me parecieron ya tan extrañas como si pertenecieran a otra especie, damas enlutadas que se movían muy despacio, andando con las dificultades que les imponía su dramática indumentaria, zapatos negros de tacón, negros vestidos con medias negras, una mantilla igual de negra sobre la cabeza, y un pedazo de cruz de plata golpeándoles el pecho a cada paso.
—¡Inés! —cuando la vi correr hacia mí, corrí hacia ella yo también, porque en la confusión de aquel momento, sólo se me ocurrió pensar en que iba a acabar con el escote lleno de cardenales—. ¡Inés!
Sabía que iba a emocionarme, pero no fui capaz de prever la magnitud de la emoción que me anegó como una ola tan alta, tan poderosa que ni siquiera me dejó con fuerzas para pronunciar su nombre, y la abracé en silencio, sin prestar atención a la curiosidad con la que nos miraban sus compañeras de peregrinación. Cuando nos separamos, ya se habían marchado todas y yo sentía calor, un bienestar profundo e interior, casi aromático, que parecía destensar a la vez todos los tejidos de mi cuerpo para impregnarlos con un bálsamo denso, placentero, que no era más que paz, una sensación que casi había olvidado. En Lourdes, mientras miraba a Adela a los ojos y la veía sonreír, me sentí en paz conmigo misma, por completo y por primera vez en muchos años. Eso significó para mí recuperarla, la alegría de sentirme en paz, cerca de toda la gente a la que quería.
—¿Me has perdonado? —le pregunté de todas formas.
—No seas tonta… —y meneó la cabeza de un lado a otro, antes de echarse a reír—. Hay que ver, es que me parece tan raro verte embarazada y en Francia, de repente. Hace sólo seis meses, estábamos las dos juntas, en mi casa, y ahora… Pero me alegro por ti —me cogió del brazo y echamos a andar como si todavía estuviéramos en Pont de Suert, camino del estanco, o de la carnicería—. Lo siento por mí, porque te echo mucho de menos, pero me alegro de verte tan bien. Es que… Pareces otra. Te ha cambiado la cara y todo, fíjate.
Caminamos en silencio hasta que encontramos una mesa libre en una terraza, y allí, al sol, nos lanzamos a hablar las dos a la vez y a un ritmo antiguo, con la misma urgencia de aquellos días en los que nos atropellábamos la una a la otra cuando venía a buscarme al convento.
—¿Por qué no te vienes a Toulouse, aunque sea un par de días? —le propuse cuando comprendí que con aquella entrevista no íbamos a tener bastante—. No puedo presentarte a Fernando porque está en España, pero…
—¿En España? —al escucharlo, se asustó tanto como se habría asustado cualquiera de mis camaradas que no la conociera, al oírmelo decir con tanta tranquilidad—. Pero él… ¿Puede ir a España?
—Bueno… —sonreí—. De hecho, está allí.
—¿Y la policía?
—La policía no lo sabe, claro —me eché a reír—. No sé si habrá pasado por el monte o si llevará una documentación falsa, no me cuenta esas cosas…
—Entonces, ¿es un espía?
—No exactamente. Más bien, un clandestino.
—¡Ay, Inés! —se sujetó la cabeza con las dos manos y la movió varias veces, como si no pudiera con ella—. ¡Inés, Inés, qué valor tienes, hija mía!
Pero se vino conmigo a Toulouse, y durante unos días, estuvimos las dos juntas, solas, igual que en Pont de Suert, aunque ahora era yo quien tenía mucho trabajo y ella la que me acompañaba a todas partes. No hablaba bien francés y tampoco sabía entretenerse de otra manera, pero no le importaba, porque desde el primer momento le gustó la taberna.
—Da gusto veros a todas, trabajando juntas, tan bien organizadas, tan coordinadas, ¿no?, y sin ningún hombre… —la miré y vi en sus ojos una luz cálida, luminosa, que era envidia, pero también era limpia, amable—. Y esos clientes que son como de la familia, no sé… Así debe dar gusto trabajar. Nunca lo había pensado, pero creo que a mí me encantaría, la verdad.
Cuando nos encontramos de nuevo, volví a pensar que Adela merecía la felicidad más que cualquier otra persona que yo hubiera conocido, aunque quizás nunca hubiera sido más infeliz que al emprender aquel viaje a Lourdes. Su soledad, una cárcel de puertas abiertas que no conducían a ninguna parte, había pagado el precio de mi alegría y tuve que afrontar esa responsabilidad, aprender a vivir con la certeza de que mi bienestar la había dejado a solas en un perverso y pequeño laberinto del que no le resultaría fácil salir por sí misma. Abocada al callejón sin salida de un amor que no le convenía, cada vez pasaba más tiempo encerrada en su casa, Ricardo fuera, pretextando viajes, compromisos, reuniones imprescindibles para recuperar el favor de El Pardo, pero ni siquiera las ausencias de mi hermano le dolían tanto como la progresiva consciencia de que estaba mejor sin él, si no más contenta, al menos más tranquila con su marido lejos, al margen de su vida. La indiferencia de Ricardo le permitió, a cambio, viajar a Toulouse para compartir la mía con mucha más frecuencia de la que habría tolerado cualquier atento marido franquista, y en septiembre de 1945, cuando se decidió a contarle que la habían elegido miembro permanente del patronato de una cofradía de peregrinación, no puso la menor objeción a que cumpliera con un programa que, entre reuniones y ejercicios espirituales, la retendría en Lourdes una semana entera.
—A él, todo le da igual, parece que está deseando que me vaya —su voz se cargó de una tristeza que fue capaz de condensarse en una nube fría para llover sobre el hilo del teléfono—, pero no hay mal que por bien no venga, ¿no?
Me insistió en que tenía muchas ganas de ver el restaurante nuevo y aún más deseos de conocer a su sobrina, pero las dos sabíamos muy bien cuál era el auténtico motor de su curiosidad. Galán también tenía ganas de verla, porque me había oído hablar mucho de ella, y tuve la suerte de que se cayeran en gracia mutuamente.
—Está muy enamorado de ti, se le nota mucho, y luego, además, para ser comunista, es muy normal, ¿a que sí? —yo no supe qué decirle, y ella siguió hablando sola—. Bueno, la verdad es que sois todos unos comunistas muy normales.
—¿A qué te refieres? No te entiendo, Adela.
—Pues eso, normales —y hasta que no me lo explicó, no me di cuenta de que se había hecho un lío entre lo que había aprendido antes y después de nuestro reencuentro, lo que estaba acostumbrada a creer y lo que veía en mi casa, en el restaurante, cada vez que venía—. O sea, que estáis casados, tenéis hijos, los regañáis cuando se portan mal, trabajáis, lo normal…
—Claro. ¿Y qué esperabas? —sonreí—. ¿Comunas y amor libre?
—Pues… Más o menos —me miró y se echó a reír antes que yo—. Eso es lo que hacen los comunistas, ¿no? Su propio nombre lo dice, ¿o comunista no viene de comuna?
—¡Ay, Adela, Adela! —y la regañé como solía regañarme ella a mí.
A Galán le gustó por todo lo contrario, porque se dio cuenta de que no era una mujer corriente. La noche que la conoció me dijo que era muy graciosa aunque de entrada le había parecido más bien tonta, y para mí era tan importante que acertara, que me precipité a darle una clave que enseguida confirmó por sí mismo. De todas formas, lo que más valoró fue la distancia que la separaba del modelo convencional de esposa de jerarca falangista, una pequeña grieta que estaba a punto de empezar a agrandarse.
En aquel viaje, Adela conoció algo más que Casa Inés, a alguien más que a mi hija y a mi marido. Yo no pude prevenirla porque estaba en la cocina, y porque a aquellas alturas, las apariciones de nuestra clienta más ilustre ya no llamaban la atención. A lo largo de la primavera, del verano del año de su regreso, se había convertido en una figura habitual en la taberna mientras existió, en el restaurante después, y aunque sólo tres meses antes, su mera presencia habría provocado un revuelo tan súbito, tan aparatoso a la vez, que los gritos, los aplausos y las patas de todas las sillas chirriando a la vez sobre las baldosas del suelo, habrían traspasado la pared para llegar con claridad hasta mis oídos por encima del crepitar del aceite hirviendo, del borboteo de los guisos en ebullición y de los grifos abiertos, aquella tarde de septiembre no pude anticipar la escena a la que estaba a punto de asistir.
—Inés —cuando se trataba de ella, Amparo, en lugar de chillar desde la barra, asomaba la cabeza por la puerta de la cocina—. Sal un momento, que Dolores quiere saludarte.
—¡Inés! —Pasionaria me sonrió con los brazos extendidos, las manos abiertas con las palmas hacia arriba—. ¿Cómo estás?
—Muy bien —me acerqué, le di dos besos—, muy contenta de verte. ¿Qué tal? —entonces escuché el ruido de la puerta al abrirse—. ¿Te ha gustado la comida? —e inmediatamente después, la voz de Adela.
—¡Hola! —que siguió andando sin darse cuenta de nada.
—Mucho, estaba todo riquísimo, como siempre, y los chipirones… ¡Uf! —y la secretaria general del Partido Comunista de España se volvió a mirar a la recién llegada—. Hacía tiempo que no los comía tan buenos.
—In…
Cuando Adela reconoció a la mujer que estaba hablando conmigo, se quedó quieta, todos sus músculos paralizados a un tiempo, su cuerpo tan inmóvil como si hubiera perdido hasta la facultad de respirar. El único indicio de que conservaba cierta capacidad de movimiento se concentró en sus mejillas, que escalaron en un instante la gama completa del color rojo, desde el tono de los albaricoques hasta el de las granadas, pero Dolores Ibárruri estaba acostumbrada a provocar reacciones abrumadoras en las personas que la veían por primera vez, y se limitó a sonreír.
—Perdón —eso fue todo lo que Adela acertó a decir, pero no pudo gobernar sus piernas y siguió de pie, como clavada en el suelo, a un paso de la secretaria general de los comunistas españoles, que cabeceó con gesto maternal al escucharla.
—Pero no te disculpes, mujer…
—Dolores —me decidí a intervenir para dar a su encuentro la máxima apariencia posible de normalidad—, esta es mi cuñada, Adela. Como ves —añadí, con una sonrisa—, ella ya te conoce.
—Encantada —Adela le alargó una mano, y Dolores la retuvo un momento en la suya, antes de poner en marcha el mecanismo de su simpatía, un protocolo al que yo ya había asistido otras veces.
—Y cuéntame, Adela, ¿de dónde eres?
—Yo… De Vitoria.
—¡De Vitoria! —y Dolores sonrió de una manera distinta, más natural, menos mecánica que de costumbre—. Cuando vivía en Vizcaya, yo iba por allí de vez en cuando. Una ciudad bonita, ¿verdad? Llena de fachas, eso sí —y para mi pasmo, Adela empezó a darle la razón con la cabeza—, una de las ciudades más fachas de España, pero muy bonita, y con unas confiterías… Mira, yo creo que no he comido bombones más ricos en mi vida. Había unos, que los hacían en una tienda de la calle Dato, los camaradas me traían a veces un cartuchito con cuatro o cinco, porque no eran nada baratos… ¿Cómo se llamaban? ¡Ay, qué cabeza! —cerró los ojos y se golpeó tres veces la frente con la mano derecha—. ¿Cómo he podido olvidarme, si eran lo que más me gustaba en este mundo? No, espera… ¿Vasquitas?
—No —mi cuñada sonrió, y en ese gesto recuperó la flexibilidad, el control de su cuerpo, mientras el granate de sus mejillas empezaba a ceder—. Vasquitos. Vasquitos y Nesquitas.
—¡Eso! Vasquitos y Nesquitas, ¡qué ricos, madre mía! —y Pasionaria dio una palmada antes de entornar los ojos con la cabeza ladeada, un gesto de añoranza casi infantil redondeando su rostro de repente—. ¿Los siguen haciendo? —Adela volvió a asentir—. Me encantaban.
—Pues ya le encargaré yo una caja, y de las grandes —y si alguna mujer llegó a estar verdaderamente asombrada aquel día, en aquel lugar, esa fui yo en aquel momento—. Se la mandaré a Inés, no se preocupe.
—¡Pero no me llames de usted, mujer, que me haces vieja!
Dolores se acercó a ella, le dio dos besos, y con los labios curvados, suspendidos aún en la memoria de aquel sabor inolvidable, se marchó sin darse cuenta de nada. Montse, Angelita y yo esperamos a que la puerta se cerrara tras ella para echarnos a reír al mismo tiempo, y Adela nos secundó con una risa distinta, más pequeña y muy aguda, casi histérica, antes de hacerme una confidencia al oído.
—He tenido un accidente, voy un momento a casa, ahora vuelvo…
—¿Un accidente? —aquella palabra me asustó.
—Sí, es que… —pero volvió a mi oído—. Me he hecho pis. De los nervios, me figuro.
Unos meses antes, cuando Angelita entró en la Taberna Española con gesto triunfal, para anunciarnos que acababa de ver el mejor local para montar un restaurante, comprendí de un simple vistazo que íbamos a tener que hacer reformas. Para convencer a mis socias, tuve que recurrir a mi vieja educación de señorita de buena familia, todos aquellos principios, criterios y preferencias que había adquirido casi por osmosis, sin ser consciente de haberlos aprendido con la misma naturalidad con la que respiraba, ni sospechar que estaban modelando un gusto que sobreviviría a cualquier tormenta vital, como un baúl del que las olas no me consentirían desprenderme mientras lo arrojaban junto con mi cuerpo a las playas inhóspitas de todos mis naufragios.
Acabé saliéndome con la mía, porque lo que llegaría a ser Casa Inés era todavía la sede de una sociedad gastronómica, un salón rectangular, diáfano, que sus antiguos propietarios no habían despojado aún de tres mesas corridas, larguísimas, con sillas de tijera a ambos lados, que le prestaban el triste aspecto del refectorio de un convento. A las chicas les entusiasmó aquel espacio, que casi triplicaba el de los comedores de los que habíamos dispuesto hasta entonces, pero yo les advertí que si aspirábamos a tener un buen restaurante, y no una casa de comidas baratas, no nos iba a quedar más remedio que fragmentarlo de alguna forma.
Aquella fue nuestra primera gran discusión, y al principio, me dejaron sola, pero no cedí. Durante una semana, entré en todos los buenos restaurantes de Toulouse con alguna de ellas, y mientras me acercaba al mâitre para preguntar por una reserva inexistente, las dejé curiosear, convencerse de que yo tenía razón. Amparo fue la que más se resistió, pero al final, ella también acabó por admitir que si repartíamos las mesas en tres salones más reducidos, facilitaríamos el servicio, evitaríamos el mal efecto de las que se quedaran vacías, y crearíamos un ambiente más acogedor. Cuando las puse a todas de acuerdo, volvimos a discutir, porque las separaciones tenían que ser movibles, para que pudiéramos ampliar o encoger los comedores según nos conviniera, y cada una tenía su opinión. Montse quería biombos, Angelita, paneles de tela como los de los consultorios de los médicos, que salían más baratos, y Amparo era partidaria de tabiques auténticos y nos quitamos de problemas. Lola, sin embargo, apoyó mi propuesta, y buscó un carpintero bueno, rápido, eficaz, español y comunista, que nos hizo unos paneles de madera barnizada y algo menos de dos metros de altura, que se anclaban en el suelo con unos pivotes y eran tan sólidos que permitían hasta colgar cuadros ligeros en su superficie central. Estaban unidos por unas bisagras tan primorosas que, cuando estaban extendidos, no se veían, pero permitían plegarlos completamente sobre sí mismos, para guardarlos en el almacén cuando conviniera.
En diciembre de 1945, los retiramos todos por primera vez para celebrar el cincuenta cumpleaños de Dolores Ibárruri, el primer gran compromiso público de Casa Inés. Angelita se cabreó desde el mismo momento en que el Partido nos sugirió que cerráramos el restaurante, ¿y por qué?, decía, si van a venir sólo treinta personas, ¿por qué no podemos abrir el comedor del fondo, vamos a ver?, y su enfado fue en aumento con cada uno de los preparativos, ¿flores?, ¿también vamos a tener que poner flores?, ¿y tarjetitas de recuerdo?, ¡que paguen ellos las tarjetitas!, pero eso no fue nada en comparación con la bronca que nos echó cuando nos quedamos solas, después del banquete.
—Esto no puede ser, os lo digo de verdad.
Todas sonreímos al verla, tan seria, tan responsable, mientras andaba en círculo con una factura en una mano, la otra en la cabeza, como un animal enjaulado que todavía no se hubiera resignado a no encontrar una salida.
—¡No os riais! —nos amenazó con un dedo extendido—. Como esto siga así, vamos a tener que cerrar, ya os podéis ir haciendo a la idea.
—¡Qué exagerada! —Amparo, que la conocía mejor que ninguna, siguió sonriendo desde la barra, y eso terminó de sacarla de quicio.
—¿Exagerada? Mira… —y nos miró con unos ojos que echaban chispas—. Reservan para treinta, pagan por cuarenta y vienen cincuenta y dos, devuelven el vino que les pongo porque les parece malo…
—Es que el de hoy, para una ocasión como esta —se atrevió a intervenir Montse—, era bastante malo.
—¡Pues claro que era malo! ¿Y qué querías, que se lo pusiera bueno para que lo paguen como si fuera mosto? —y volvió a encararse con Amparo—. ¿No te dije yo a ti que había que subir el precio?
—Sí, y lo he intentado, no creas —la mujer del Lobo se encogió de hombros—, pero no ha habido manera. Me han dicho que no podían pagar más, que habíamos negociado un precio cerrado, y… ¡Mujer, son camaradas! Y ella es Dolores.
—¡Ella, ella! ¿Y nosotras qué, eh? ¿Somos el Socorro Rojo, nosotras? ¡No, señora! Y vosotras, tan contentas, claro, vosotras, como no tenéis que pagar a los proveedores… Pero, a este paso, a Sole la va a echar su padre de la pescadería porque, por muy camarada que sea, es francés y no entiende estas cosas, y a ver quién me fía a mí entonces, ¿eh?, a ver quién me fía… Porque, anda que tú también, Inesita, guapa… ¡Merluza con costra, nada menos! ¿Y por qué no les has puesto langostinos? Ya, total…
—A Dolores le gusta esa merluza —me defendí yo.
—¡Y a mí las cigalas, no te jode! Pero me gusta más llegar a fin de mes, y así no llegamos, os lo digo en serio. ¿Habéis visto esto? —y levantó la factura en el aire para agitarla como si fuera una bandera—. Han pagado la merluza a precio de sardinas. Claro, ¿cómo no les va a gustar venir aquí, si nosotras somos gilipollas y los demás no? Vamos a abolir la propiedad privada, pues muy bien, pero mientras no la abolamos, lo que no podemos hacer es invitar a comer a gente que tiene mucho más dinero que nosotras, toreros, actores, Picasso… ¡Picasso! Y vosotras, ¡hala!, venga a haceros fotos, ¡qué bien, qué alegría! Pero él es uno de los que no ha pagado, a ver si os creéis que no me he dado cuenta.
—Sí que ha pagado —contraatacó Amparo, renunciando a recordarle que ella se había hecho las mismas fotos que los demás, mientras sacaba una carpeta de debajo de la barra—. Nos ha dibujado un marinero.
—¡Ah!, ¿sí? A verlo… —y se acercó a la barra para contemplar una gorra azul, una barba pelirroja, unos pocos, admirables trazos de ceras de colores—. ¿Y esto cuánto vale?
—Nada —Amparo se lo apretó contra el pecho como si fuera un escapulario—, porque no lo vamos a vender nunca.
—¿No? Cuando llegue la cuenta de la merluza, hablamos. Y de momento, Inés, la próxima vez, patatas guisadas con pimentón y torreznos, que te salen buenísimas. Y, si no, arroz con pollo, que es un clásico. O eso, o me voy, no os digo más.
Y cuando ya había cruzado medio comedor, muy sulfurada, dio un taconazo y se volvió a mirarnos, con el dedo extendido de nuevo.
—Y todo para que, al final, lo único que le ha hecho ilusión de verdad hayan sido los bombones de Adela —puso los ojos en blanco y meneó la cabeza como si no se lo pudiera creer—. ¡Tócate las narices!
Eso era verdad. El marinero de Picasso, al que le pusimos un marco grande, aparatoso, con márgenes proporcionados a su relevancia, estuvo siempre colgado en el sitio más visible de Casa Inés, junto a la barra. Debajo pusimos una foto ampliada donde Dolores, el pintor a su izquierda, Paco Antón a su derecha, en los rostros de ambos una sonrisa idéntica a la que el júbilo de la secretaria general del PCE despertaba en los espectadores de aquella foto, se reía igual que una niña, los ojos muy brillantes, la cabeza ligeramente echada hacia atrás, como si no pudiera sostener tanta alegría, y una caja de hojalata blanca, con danzarines vascos pintados sobre la tapa, cruzada sobre el pecho con las dos manos, para que nadie se atreviera a arrebatársela.
—Camaradas, si me lo permitís —llegó a decir aquel día, cuando salí de la cocina a la hora de los brindis y se la puse delante, sobre la mesa—, creo que voy a hacer una cosa muy fea, lo peor que puede hacer un dirigente comunista, pero… No pienso compartir esto con nadie —y entonces fue cuando Ana María hizo aquella foto.
Al volver a casa, llamé a Adela por teléfono para contarle el rotundo éxito de su regalo, y ella reaccionó con la misma sorpresa que me había llevado yo al recibir el paquete, junto con una carta en la que se justificaba por enviármelo con argumentos tan elaborados como si pretendiera exculparse de un crimen, es que tuve que ir a Vitoria a ver a mi tía Evangelina, y al pasar por el escaparate de Goya, me acordé, y me dije, pues, mira, total, ¿qué trabajo me cuesta?, ahora que si no se la quieres dar, a mí no me importa, como si os los coméis vosotros, que mejor, fíjate, así que haz lo que quieras con ella… Desde aquel día, cada vez que iba a Vitoria, mi cuñada compraba una caja de Vasquitos y Nesquitas que viajaba hasta Toulouse, pasaba por mis manos y acababa en las de Dolores, un circuito que no se interrumpió ni siquiera cuando los franceses cerraron la frontera. En 1948, de nuevo abierta, las dos volvieron a coincidir en Casa Inés, y Adela comprendió por qué aquella mujer vulgar, la anónima esposa de un minero vizcaíno, un ama de casa española como tantas otras, había llegado a convertirse en lo que era.
—Perdonadme un momento.
Aquel día, Dolores Ibárruri actuaba como anfitriona del secretario general del Partido Comunista Francés, del embajador de la Unión Soviética en Francia, de su cónsul en Toulouse, de su colega rumano, de una delegación del Partido Comunista de Bulgaria, de varios miembros de su propio Buró Político y de otros tantos dirigentes del PCF, pero cuando mi cuñada entró en el restaurante, los dejó plantados a todos a la vez.
—¡Adela! —avanzó unos pasos, y se quedó quieta, sonriendo, con los brazos abiertos, una imagen que atrajo a la mujer de mi hermano Ricardo como un imán—. Gracias, gracias, muchísimas gracias—. Durante unos segundos, todos los ojos capaces de distinguirlas miraron sin pestañear a aquellas dos mujeres abrazadas, una cabeza rubia teñida, otra canosa, las dos muy juntas, balanceándose al mismo ritmo, el ritmo de los brazos que las estrechaban entre sí, sin hablar, como nadie se atrevió a despegar los labios mientras las veía.
—No sabes cómo te lo agradezco —la mayor fue quien rompió el silencio.
—Pero, mujer, si no tiene importancia —y mi cuñada se disculpó, como de costumbre—. Tampoco son tan caros, y yo lo hago encantada, no merece…
—Claro que merece —y sin soltarla del todo, Dolores echó la cabeza hacia atrás para mirarla—, y sí que es importante, para mí sí, importantísimo, no te puedes imaginar… Tú vives en España, Adela. Para ti es sencillo estar allí, andar por las calles, ir al mercado, comprar bombones, comértelos, pero para mí, que estoy tan lejos… Para mí, ha sido como volver a estar en mi pueblo, volver a ver mi casa, a mi madre, a mis hijos cuando eran pequeños, mis primeros camaradas de los buenos tiempos, recordar tantas cosas… —en ese momento Dolores cerró los ojos, meneó la cabeza como si quisiera regañarse a sí misma, y cuando volvió a abrirlos, hasta yo pude ver, desde la puerta de la cocina, el velo que los empañaba—. Perdóname. Estoy tonta perdida, me estoy volviendo sentimental, con los años…
—No —y fue Adela quien la abrazó, ella quien la estrechó contra sí, quien la consoló y le dio la oportunidad de recobrar la compostura—, no, si yo lo entiendo, y me alegro, me alegro tanto de que te hayan gustado—. Pasionaria, más tranquila, acarició la cara de Adela, que ya tenía los ojos tan brillantes como ella, la besó en la frente, miró un momento a su alrededor, como si buscara algo, se pasó los dedos de la mano derecha por la solapa de su chaqueta, y sonrió.
—Mira este broche, ¿te gusta? —y ya se lo estaba quitando—. Es una libélula, ¿ves? Me lo han regalado unas mujeres españolas, las exiliadas republicanas de Oaxaca, en México. Lo han hecho ellas mismas, y son unas artistas, porque es muy bonito, ¿a que sí?
—Sí —Adela lo aprobó con la cabeza—. Es precioso.
—Ten —y su dueña se lo prendió en el vestido, como si fuera una medalla—, te lo regalo.
—Pero, no, por favor, si no hace falta…
—Sí —y cuando la libélula relucía ya en el pecho de mi cuñada, Dolores la sujetó por los hombros—. Sí, es para ti, para que te acuerdes de mí. Y gracias otra vez, mil veces gracias, Adela…
Después, Pasionaria volvió a su mesa para que el secretario general del PCF, el embajador soviético en Francia, su cónsul en Toulouse, el cónsul rumano, la delegación búlgara, y sus propios camaradas españoles y franceses, estremecidos aún por la escena que acababan de contemplar, pudieran contar durante el resto de sus vidas que habían asistido en directo a una apabullante demostración del carisma de Dolores Ibárruri, y del aún más apabullante amor sin condiciones que las españolas sentían por aquella mujer irrepetible. Pero lo más apabullante de todo fue que ninguno de ellos llegó nunca a descubrir hasta qué punto eso había sido verdad.
—¡Qué simpática! —cuando Adela vino a verme a la cocina, temblaba más que ellos—. Y qué cariñosa, ¿verdad? Fíjate el broche que me ha regalado, y para ella tendrá mucho valor, porque se lo han hecho las mujeres esas, ¿no?
Asentí con la cabeza, y renuncié a explicarle que ni todas las mujeres republicanas españolas del mundo, trabajando doce horas al día, serían capaces de producir la incalculable cantidad de broches, collares, anillos, chales y monederos que Dolores regalaba continuamente.
—Lo que está claro —pero a cambio le dije la verdad—, es que la has hecho feliz, Adela.
—Sí —ella me sonrió con los labios y con los ojos al mismo tiempo—, y me alegro, ¿sabes?, me alegro, porque… La verdad es que me he emocionado mucho, cuando me ha dicho que se acordaba de su madre, de sus hijos, y eso, se me han saltado las lágrimas y todo… ¡Pobre mujer!
Miré un momento a mi cuñada, como si necesitara convencerme de que estaba hablando en serio.
—Adela.
—¿Qué?
—Eso tampoco, ¿eh? —me miró como si no me entendiera, y fui más explícita—. Lo de pobre mujer, digo…
—¿No?
—No.
—Bueno, pero que me ha caído muy bien —y asintió con la cabeza para confirmarlo, antes de echarse a reír—. Anda que… Si alguien me lo hubiera contado, no me lo habría creído, pero… Esa es la verdad.
En diciembre de 1948, poco después de regalarle aquel broche a mi cuñada, Dolores Ibárruri volvió a Moscú. Necesitaba curarse de una dolencia hepática que hacía temer por su salud y, de paso, evitar que Francia, deseosa de reactivar sus relaciones comerciales con España, la expulsara formalmente de su territorio. Un año y medio después, cuando el PCE se convirtió en un partido ilegal en el país donde vivíamos, su ausencia fue la señal más relevante de una clandestinidad más simbólica que otra cosa, porque nuestra vida no cambió, más allá del definitivo traslado de la dirección a París, donde podía camuflarse con más facilidad, para tranquilidad de sus miembros y, sobre todo, de Angelita, a la que desde entonces le cuadraron mucho mejor las cuentas.
Aparte de eso, nunca nos sentimos en peligro, ni tuvimos que renunciar a nada. Seguimos haciendo lo mismo, abriendo todos los días un restaurante presidido por una bandera tricolor bordada con las insignias del Quinto Regimiento, celebrando banquetes todos los catorces de abril, los diecinueves de julio y los sietes de noviembre, y recibiendo a los clientes de siempre, entre otros, Paco Antón, que vino algunas veces con una chica muy guapa, bastante más joven que él, a la que se comía con los ojos y más apetito del que le inspiraba la comida. Hasta que un día dejamos de verle, y ya no le vimos más, pero como los dirigentes del Partido se movían poco de la capital, y él había sido siempre de los que iban y venían, tampoco le echamos de menos, hasta que una noche, desde los fogones, escuché un cuchicheo que me llamó la atención, y me acerqué a la puerta para reconocer al Gitano y al Pasiego en los dos hombres que mantenían una conversación muy sigilosa en el único lugar, el pasillo de la cocina, donde creían que nadie podía oírles. Lo que escuché me sorprendió tanto que, al llegar a casa, me encerré con Galán en el dormitorio, para que los niños no se enteraran de nada, y se lo pregunté a bocajarro.
—¿Y ahora te enteras? —él abrió mucho los ojos al escucharme.
—¡Ah! —y su reacción me sorprendió tanto, o más, que aquella noticia—. ¿Es que tú lo sabías?
—¿Lo de Dolores y Antón? —asentí, y levantó las cejas—. Pues claro que lo sabía. Lo sabe todo el mundo, ¿no?
—No. Todo el mundo no —respondí—. Más bien, no lo sabe nadie. Yo no tenía ni idea.
—Bueno, es que en la época del cotilleo, tú todavía estabas en España, y después… Tampoco era una cosa como para ir comentándola por ahí, ¿no?
A principios de los años cincuenta, mientras repasaba ciertas imágenes que había visto, ciertas palabras que había escuchado, ciertos indicios que terminaban de redondear una historia que no había sabido interpretar hasta que capturé una conversación por azar en un pasillo, empecé a pensar que quizás Adela hubiera tenido razón. En la época dorada del cuchicheo, cuando aquel viejo axioma, mejor callar que arrepentirse después, se convirtió en la norma primordial de nuestra vida, y de vez en cuando, al volver del restaurante, me encontraba a mi marido tomando copas en el salón con sus viejos camaradas para que todos bajaran simultáneamente la voz al oírme llegar, ordené el amor de Pasionaria en una secuencia expresiva, coherente, y comprendí que tal vez, sin haberlo querido nunca, ella podría haber sido alguna vez digna de la compasión de una mujer que aún no había probado la dulzura de ningún amor inconveniente.
Mientras me sentaba en la cama para quitarme los zapatos, dejaba abierta la puerta para escuchar fragmentos de su conversación, y les escuchaba hablar a media voz. Pues me dijo que eso era lo que había, ¿sí?, pues a mí, que no era eso lo que le habían contado, yo que tú, de momento no haría nada, pero no puede ser, tengo que hablar con él, no, claro, a mí no me dijo eso, lo que me dijo a mí era que no sabía ni la mitad de lo que estaba pasando, pues ya sabes lo que pienso yo, ya, pero ten mucho cuidado… A veces, llegaba tan cansada del restaurante, tenía tantas ganas de descansar y de divertirme un rato, que me iba con ellos y Galán me hacía sitio a su lado, me preguntaba qué quería tomar, se levantaba para ponerme una copa y me estrechaba contra él. Después, seguían hablando, pero de otras cosas, anécdotas intrascendentes, casi siempre graciosas, bromas, chistes que yo reía con ganas o sin ellas, para que se quedaran tranquilos. Y cuando se despedían, yo me iba a la cama con mi marido, le abrazaba antes de quedarme dormida, y me dormía como si no le hubiera escuchado decir que, si viviera en España, se marcharía del Partido mañana mismo.
Ninguno de nosotros volvió a ver en Francia a la secretaria general del PCE. Por eso, nunca llegué a contarle a mi cuñada que quizás tuviera razón, que Dolores, sin dejar jamás de ser ella misma, grande como ninguna, inmortal como muy pocas, podría haber sido al mismo tiempo una pobre mujer, que tal vez lo fue más que nunca cuando aquella historia llegó a su oscuro final. Pasionaria se fue a vivir al este, primero a Moscú, después a Bucarest, y Adela siguió viajando entre Madrid y Toulouse con una libélula de plata y esmalte de color morado, seis élitros alargados, de tamaño decreciente, y dos amatistas minúsculas en el lugar de los ojos, prendido en las solapas de todas sus chaquetas. También lo llevaba puesto el 14 de abril de 1967.
Ya había conmemorado, no exactamente con nosotros pero sí a nuestro lado, muchos aniversarios de la Segunda República, porque en la primera mitad del mes de abril, la Iglesia católica celebraba su propia fiesta en honor de Bernadette Soubirous, aquella niña francesa que contempló a la Virgen en una gruta de Lourdes sin imaginar los beneficios que tal aparición proporcionaría, mucho tiempo después, a dos amigas españolas separadas por una dictadura. A lo largo de veintidós años, Santa Bernardita nos había consentido reunimos en Toulouse casi todas las primaveras, pero en 1967, las visitas de Adela habían dejado de representar un milagro en sí mismas. La vida de mi cuñada había cambiado tanto que ya se había emancipado hasta de la Virgen María.
Ricardo y ella seguían estando casados y, oficialmente, vivían juntos, pero en 1957, a él le nombraron gobernador civil de Córdoba, y ambos se apresuraron a acordar que los estudios de sus hijos no aconsejaban que ella se moviera de Madrid. La rehabilitación de mi hermano les permitió pasar semanas enteras sin verse, hasta que en 1961 le trasladaron a Salamanca, la ciudad dorada de su juventud, y las semanas se convirtieron en meses. Adela tampoco estaba sola del todo, porque poco después de que su hija Mati, la más afín a su padre, se casara con un diplomático, Ricardo, su favorito, se había separado de su mujer y había vuelto a la casa familiar para hacerle compañía al precio de sumirla en un estado de confusión permanente.
—Yo no lo entiendo, porque con lo formal que ha sido él siempre, que no se cortará el pelo así le maten, pero acabó la carrera a curso por año, con un montón de matrículas, y encontró trabajo enseguida, que ahora se haya separado de Marta, con lo bien que se llevaban… —desde hacía un par de años, aquel era uno de sus temas favoritos de conversación—. Y luego, para que sigan acostándose juntos, que ya me he encontrado dos veces a mi nuera en bragas por el pasillo, ¿tú lo entiendes?
Yo no le decía ni que sí ni que no, pero me daba cuenta de que las cosas en España estaban cambiando tanto que no sólo la clandestinidad había dejado de ser lo que era. Aunque ella no se atreviera a admitirlo, la evolución de mi cuñada reflejaba ese cambio mejor que la vida sexual de su hijo, y hasta que el bronceado de Montse. Adela prefería considerarse a sí misma una excepción, pero al levantarse, cuando se miraba en el espejo, tenía que ver la cara de una mujer a la que la esposa del jefe de Falange en la provincia de Lérida, no habría podido reconocer en 1944. Y a veces, por más que ella misma insistiera en lo contrario, esa mujer podía mirarse en las calles de una ciudad francesa igual que en otro espejo.
En 1967, el 14 de abril cayó en sábado, y como ocurría siempre que alguna de nuestras fiestas coincidía con un fin de semana, la evidencia rebosó las calles, se desparramó por las plazas, inundó Toulouse con una encrespada marea de españoles jóvenes que chillaban como si llevaran toda la vida mimando sus gargantas sólo para despellejárselas en aquella ocasión. Aquel día, en la manifestación hubo más gente que nunca, demasiadas banderas y pancartas, demasiados chicos y chicas con el pelo largo, demasiados vaqueros y camisas por fuera de los jerséis como para que ningún encuentro fuera inevitable, pero el azar escogió aquel tumulto para enfrentar a Adela con su destino, y cuando no llevábamos andando ni media hora, me clavó las uñas en el brazo izquierdo.
—No puede ser… —murmuró con los ojos como platos, la mandíbula desencajada, una expresión indecisa entre la cólera y el asombro—. No puede ser… Lo mato, lo mato, de verdad que lo mato…
—Pero ¿qué te pasa? —la vi tan alterada que me asusté, pero ella no me contestó, y por más que miré a mi alrededor, tampoco logré encontrar una causa que justificara la alarma pintada en su rostro.
—¡Ricardo! —se separó de mí sin mirarme, se adelantó unos pasos, empezó a pronunciar a gritos el nombre de su marido—, ¡Ricardo! —y aunque sabía que era imposible que le estuviera llamando, el corazón se me encogió de pronto—. ¡Ri-car-do!
Entonces, uno de aquellos chicos desaliñados de pelo largo, que llevaba abrazada a una chica morena e igual de típica, melena hasta la cintura, vestido minifaldero y zapatos planos, se volvió de pronto, con los ojos muy abiertos y una sonrisa incrédula en los labios.
—¿Mamá? —y fui yo la que se dijo que aquello no podía estar pasando.
—¡Ricardo, baja ese puño inmediatamente!
—Pero, mamá… —y cuando apenas empezaba a distinguir los rasgos de un niño de cuatro años en un hombre de veintisiete, Adela lo alcanzó al fin—. ¿Qué haces tú aquí?
—¡Que te estés quieto ya, jo… —se acercó a él y tiró de su brazo derecho hacia abajo, hasta que logró pegárselo al cuerpo— …pé! Anda que, si te ve alguien, es que no quiero ni pensar…
—¡Pues anda, que si te ve alguien a ti, mamá! —y mientras se partía de risa, reconocí ya a un niño al que había abrazado y besado muchas noches, cuando se hacía pis en su cama y se venía a la mía, porque sabía que yo le cambiaba las sábanas por la mañana sin decírselo a nadie.
—Lo mío es distinto. Lo mío… —Adela negó con la cabeza, se la sujetó con las manos, no encontró una manera de empezar—. Es muy largo de contar, así que… —hasta que sus ojos se tropezaron con una puerta inesperada para salir de aquel embrollo—. Y esta, ¿quién es?
—¿Esta, quién? —su hijo estaba tan desconcertado que tuvo que seguir la dirección del dedo de su madre para comprobar que seguía teniendo a una chica a su derecha—. ¡Ah! Es Marina, una amiga… Marina, esta es mi madre.
—No, si ya me he dado cuenta —y la pobre se acercó a Adela con la misma cara con la que habría avanzado hacia el patíbulo, para darle un beso, luego otro—. Mucho gusto.
—Lo mismo digo —pero mi cuñada apenas se fijó en ella, y se volvió hacia mí, nerviosa como no la había visto desde que le presenté a Dolores Ibárruri—. Te das cuenta, ¿no? —al escuchar esa pregunta, su hijo me descubrió, y descubrió que ya nos conocíamos—. ¿Ves lo que te digo, tú te crees que así se puede…?
Yo no le presté atención, y avancé despacio hacia aquel chico que me miraba con el ceño fruncido, una intuición de mi nombre aflorando a unos labios que no se decidían a pronunciarlo.
—¿Y yo? —traté de ayudarle—. ¿Quién soy yo?
—¿Mi tía Inés? —preguntó por fin, y asentí con la cabeza—. ¡Inés!
Y sólo mucho después, cuando ya había tenido tiempo de besar a mi marido, a mis hijos, de abrazarnos a todos con un entusiasmo que a punto estuvo de partirnos alguna costilla, se volvió hacia su madre y la interpeló con suavidad, en un tono casi risueño.
—Pero, mamá… ¿Cómo has podido hacerme esto?
—¿Cómo he podido hacerte qué? —Adela le miró como si no estuviera muy segura de a qué se refería—. Pues anda que tú… Ayer me dijiste que este fin de semana te ibas a ir de acampada.
—¡Ay, mamá, mamá! —su hijo la abrazó, dejó que apoyara la cabeza en uno de sus hombros, y la meció de un lado a otro, como a una niña—. ¡Qué inocente eres! Llevo más de diez años colándote lo de las acampadas y no te enteras, es increíble. Pero, vamos a ver… —la separó de su pecho, la peinó con los dedos, la miró—. ¿Es que yo tengo botas de montañero, mamá? ¿Tú has visto alguna vez en mi armario un saco de dormir, o una tienda de campaña? ¿Me voy yo a los Pirineos, o a los Alpes, en verano?
—¡Ay, hijo, y yo qué sé! —y volvió a salir por una puerta inesperada—. Más años llevas tú tragándote lo de Lourdes…
Y sin embargo, cuando Ricardo decidió unirse a nosotros, todavía se volvía a mirarme de vez en cuando, con los ojos muy abiertos.
—Pero este niño… —porque mi sobrino se lo sabía todo, todas las consignas, todos los eslóganes, todas las canciones—. Siempre ha sido muy rebelde, y se lleva fatal con su padre, pero no sé yo dónde habrá aprendido…
—Mujer, yo creo… —no me dejó explicárselo.
—No, déjalo, prefiero no saberlo.
Seguimos andando juntas en silencio, Adela murmurando a veces consigo misma, yo no lo entiendo, de verdad que no lo entiendo, poniendo otras los ojos en blanco y negando casi siempre con la cabeza, mientras su hijo, a quien en un principio aquel encuentro parecía haberle impactado menos que a ella, iba por delante, hablando con Galán en una actitud casi reverencial, los hombros encogidos para no parecer más alto que él y tan ausente del resto del mundo como si nunca hubiera conocido a ninguna chica morena y minifaldera. Quizás por eso, antes de que llegáramos al final, su madre se paró de repente y me cogió de un brazo.
—Oye, y mucho cuidado con lo que le cuentas, ¿eh? —fruncí el ceño, señalé la libélula que le había regalado Dolores, y volvió a negar—. ¡No, mujer, de esto no…! —y bajó la voz, aunque nadie podía oírla—. De las conservas.
—¡Ay, Adela, por favor! Pero ¿cómo se te ocurre?
Cuando Galán se empeñó en que tuviéramos otro hijo, decidí que si era niña, se llamaría Adela, y me costó trabajo no contárselo al darle la noticia.
—Pero ¿otra vez? ¡Hija mía, parecéis de Acción Católica!
—Ya ves —me eché a reír—, mi marido, que está empeñado en darle brazos a la revolución…
—¿En serio?
—No, mujer, es una broma.
—¡Ah!
Por eso, en mayo de 1953, cuando fue niña, hablé con ella antes que con nadie, y se alegró tanto al dar por sentado que iba a ser la madrina, que me dio pena recordarle que nosotros no bautizábamos a los niños. Después, Galán me dijo que hiciera lo que quisiera, pero que a él le parecía una tontería que se llevara un disgusto por tan poca cosa, y me propuso que celebráramos una fiesta, una especie de bautizo sin bautismo, la próxima vez que viniera. A ella le encantó la idea, y a principios de septiembre, volvió a Toulouse con el propósito de convertirse para siempre en la madrina de la recién nacida, pero trajo consigo algo más, y yo no fui la única en darme cuenta. Seguía teniendo treinta y ocho años, no había cambiado de estilo, iba peinada, vestida, maquillada de la misma manera, con los mismos colores, los adornos de siempre, pero se había quitado diez años de encima, los cinco de más que siempre había aparentado, y otros tantos de propina, desde la última vez.
—¡Pero qué guapa estás, Adela! —el primero que se lo dijo fue mi marido, luego mis hijos, después, las chicas, y por fin, en la fiesta, sus admiradores habituales, pero ella les contestó a todos de la misma manera.
—¿Sí? —y sonreía—. Pues muchas gracias, pero no sé…
Por supuesto que lo sabía, pero yo no quise preguntarle nada, porque imaginaba que tampoco iba a tardar mucho tiempo en enterarme.
—¿A qué hora quieres que te llame mañana? —y lo logré aquella misma noche, cuando volvimos a casa.
—No, no me llames. Ya me despertaré yo.
—¿No vas a ir a misa? —Galán se había quedado a tomar la última, pero ella no quiso contestarme hasta que los niños se acostaron y nos quedamos solas en el salón.
—No, no voy a ir a misa, porque… —y se sentó en el otro extremo del sofá mientras yo empezaba a amamantar a su ahijada—. Dime una cosa, Inés… ¿Tú tienes amantes?
—¿Yo? —me eché a reír mientras señalaba con la barbilla la cabeza del bebé—. No sé cómo.
—Ya, pero digo… No sé, alguna vez, antes de ahora —sonreí, y negué con la cabeza—. ¿Y por qué?
—No sé, nunca lo he pensado —y era verdad que no lo había pensado nunca—. Supongo que porque no me han hecho falta, no he necesitado tenerlos.
—Ya, pues… A ver si ahora va a resultar que soy más moderna que tú.
Porque ella sí tenía un amante, el profesor de dibujo de su hijo Ricardo, un delineante de treinta años que estaba soltero y se llamaba Santiago.
—Pero fue una casualidad, te lo juro, pura casualidad, yo no quería…
Le dije que no se disculpara, que no hacía falta, pero ella no sabía contar las cosas de otra manera, y no cambió de tono para contarme que a mediados de julio, cuando estaba sola en Madrid, su hijo en un campamento, su hija en la playa con su abuela, su marido, en teoría, en Portugal, en visita oficial, aquel chico la había parado por la calle. ¡Qué sorpresa!, ¿no?, y no era la primera que coincidían, ya habían estado hablando otras veces, en la representación navideña del colegio, en la fiesta de fin de curso, y siempre empezaba él, me lo juró con tanta vehemencia como si aquel dato no me trajera sin cuidado, que siempre empezaba él.
—Y como yo no bebo, pues… Me tomé tres vermús y… A lo tonto, a lo tonto… —hizo una pausa, apretó mucho los ojos, tomó aire y se lanzó—. Pues podríamos acercarnos a tu casa, y me enseñas esos cuadros que ha comprado tu marido, ¿no?, me dijo, y yo, que estaba medio borracha, pensé, bueno, total, por ver unos cuadros, y subimos, y… Eso.
Y por eso, que era pecado mortal, no iba a ir a misa al día siguiente.
—¡Ah! Pero si ha sido sólo una vez, con confesarte…
—Ya, pero… —y por fin se echó a reír—. El caso es que… He perdido la cuenta.
—Mira, Adela, Dios no existe —y en aquel momento me inspiró tanta ternura como la niña a la que me estaba cambiando de pecho—. Pero estoy segura de que es capaz de empezar a existir en este mismo instante sólo para perdonarte a ti, no te digo más.
—Ya, pero… No es sólo eso… Yo había pensado, también que, de paso… —y aunque en la penumbra del cuarto de estar no podía verla, me di cuenta de que había vuelto a ponerse colorada—. Aquí, en Francia… Venden condones en las farmacias sin receta ni nada, ¿no?
Eso era lo que ni siquiera se me pasó por la cabeza contarle a mi sobrino cuando volví a verlo en 1967, que durante muchos años, le había enviado regularmente a su madre un paquete lleno de cajas de conservas, a las que les quitaba las latas que traían dentro para rellenarlas de condones, y volver a cerrarlas muy bien con pegamento escolar, del que usaban mis hijos para hacer los deberes, un suministro que ella se negaba a llevar consigo por si algún aduanero le obligaba a abrir el paquete en la frontera.
—¡Joder con Adela! —Galán se reía cuando se los daba, para que los mandara a Madrid con algún camionero de confianza—. Yo no digo nada, pero menuda carrerilla está cogiendo, ¿eh?
Yo tampoco dije nada aunque, tal vez, ni siquiera eso habría sorprendido tanto a su hijo como algunas cosas que tuvo que aprender cuando traspasó el umbral de Casa Inés, un restaurante que ya conocía. Había comido allí un par de veces, sin saber quién le había puesto nombre pero apreciando muy bien otros detalles, y más que ninguno, la caja de bombones que Pasionaria apretaba contra su pecho en la foto que estaba al lado de la barra.
—Mira, mamá, ¿tú te has fijado alguna vez en esto? —por eso, lo primero que hizo al entrar, fue enseñársela—. Parecen Vasquitos y Nesquitas, ¿verdad?
—No parecen, hijo mío —confirmó ella—. Son Vasquitos y Nesquitas.
—¿Y tú cómo…? —lo sabes, iba a decir, pero se calló de pronto.
—Tu madre lo sabe —contesté yo, de todas formas—, porque fue ella quien se los regaló, el día que Dolores cumplió cincuenta años. Esta foto es de aquel cumpleaños.
—¿Tú? —y si la Virgen hubiera escogido aquel momento para volver a aparecerse, mi sobrino no se habría asustado tanto—. ¿Tú le regalaste…?
—Sí, yo, yo —Adela asintió con la cabeza para subrayarlo—. Pero fue sólo para que no le cogiera manía a tu tía.
—¡Adela! —así logró asombrarme también a mí—. ¿Por qué dices eso?
—Pues porque es verdad, Inés, ¿qué te creías? —hasta que me di cuenta de que estaba diciendo la verdad—. Luego, ya, cuando la conocí, le cogí cariño, pero al principio pensé, con lo que manda esta mujer, a ver si no le compro los bombones y se enfada con mi cuñada…
—¡Adela! —no había tenido tiempo de digerir esa noticia cuando entró el Lobo—, ¡Adela! —después, el Gitano, con María Luisa y una bandera tricolor más alta que él—, ¡Adela! —luego, el Botafumeiro, y Perdigón, y sus mujeres—, ¡Adela! —y por fin, Zafarraya, que había venido desde Lyon—. ¡Qué alegría verte! ¿Cómo estás?
—Muy bien —ella aguantó el tipo como pudo—, muy contenta de veros… —e intentó que aquellos encuentros, tantos besos y abrazos, no tuvieran consecuencias, pero mi sobrino no se lo consintió.
—Pero, mamá —y en la primera oportunidad, dio un paso adelante—, ¿no me vas a presentar a tus amigos?
El último en llegar fue un primo del Afilador que se llamaba Juan Alberto Domínguez y que, antes de ser comandante de Air France, había pilotado aviones de caza en una escuela de vuelo de la Unión Soviética a la que sus jefes de las Fuerzas Aéreas de la República Española le habían enviado para formarse. Luego los pilotó en España, durante casi dos años, y de nuevo en la URSS, hasta que terminó la Segunda Guerra Mundial. Aquel día, iba vestido de paisano, como todos, pero llevaba en el ojal de la americana una estrella roja de cinco puntas, rodeada por dos ramas de laurel, con una inscripción en caracteres cirílicos en la base.
—Mira, Juan Alberto, te voy a presentar a mi hijo Ricardo, que… Fíjate, yo no tenía ni idea de que estuviera aquí, pero… —y después de haberse puesto colorada tantas veces, se puso colorada una vez más—. Nada, que nos hemos encontrado, ya ves…
Los dos se dieron la mano con mucha educación, el mayor muy sonriente, el joven no, sus ojos clavados en aquella condecoración que podía entender perfectamente, aun sin conocer el significado de ninguno de los símbolos grabados en ella. El silencio duró un segundo muy largo. Después, el comandante Domínguez se fue a su mesa, Adela se lanzó a hablar como una cotorra borracha, y los demás nos dejamos dirigir mansamente por ella.
—Pues nada, que me voy a acercar un momento a ver a Lola, por si quiere que le eche una mano, y… Le voy a decir a Angelita que me ponga con vosotros, y Ricardo, que se siente con tus hijos, ¿no, Inés? —sólo después de decirlo, se atrevió a mirarle—. Así, vas conociendo a tus primos, que son un montón, ya verás, y… —se quedó parada, miró al techo, se encogió de hombros—. Bueno, que luego ya nos vemos.
—Espera un momento, mamá —y cuando estaba a punto de darse a la fuga, Ricardo la retuvo para hacerle la única pregunta que se le habría ocurrido a una persona sensata en aquella situación—. Dime una cosa, ¿tú eres comunista?
—Pero ¿cómo voy a ser yo comunista, hijo mío, cómo voy a ser comunista? —se llevó las manos a la cabeza, volvió a cerrar los ojos, hizo un puchero de puro nerviosismo—. ¿Quieres dejar de decir tonterías?
Se marchó taconeando casi con furia mientras Amparo me llamaba a gritos, ¡Inés, que es para hoy!, pero no quise irme a la cocina sin abrazar a Ricardo, y besarle en la cara como si siguiera siendo un niño de cuatro años.
—No entiendo nada —confesó él a cambio.
—Pues no es tan difícil —fue Galán quien se lo explicó—. Tu madre es una compañera —y sonrió—. Lo que pasa es que ella todavía no lo sabe.
La ignorancia de Adela terminó abruptamente un día de septiembre de 1973, cuando su primogénito advirtió por primera vez que le había brotado un séptimo sentido, y lo conectó con un consejo que había recibido muchas veces de su tío Fernando. Como norma general de la clandestinidad, nunca hay que olvidar que es mejor hacer el ridículo que meter la pata.
Ricardo no estaba acostumbrado a correr riesgos porque era abogado, pero llevaba diez años dedicándose casi en exclusiva a defender a presos políticos, y cuando vio venir de frente dos coches de policía con las luces encendidas, pasó de largo por el edificio al que se dirigía y siguió andando por la calle Lista, como si tal cosa. Al doblar la esquina, le dio tiempo a ver a media docena de grises entrando en el portal y comprendió que, en aquel barrio, aquella casa de ricos cuyo aspecto había bastado para protegerla hasta entonces, sólo podían ir a uno de los despachos con los que trabajaba. Mientras esperaba a que se abriera un semáforo para cambiar de acera, escuchó la voz de Galán y, al mismo tiempo, una distinta, la del séptimo sentido que sólo sabía repetir una frase, no vayas a dormir a tu casa, no vayas a dormir a tu casa, no vayas a dormir a tu casa… Aquella noche, cuando la policía tiró la puerta abajo, su exmujer ya había tenido tiempo de llevarle en coche hasta Zaragoza, y a la mañana siguiente, cuando le buscaron en casa de su madre, ya se había marchado de Barcelona. Vas a tener que pasar andando, como en los viejos tiempos, le habían dicho allí, si estás en busca y captura y lo que quieres es irte a Francia enseguida, no hay otra. Él aceptó sin saber que nadie iba a poder prestarle unas botas de montañero que fueran de su número. A mediodía, cuando Adela me llamó, deshecha en llanto, fui yo quien le conté que eso era lo más grave que le había pasado a Ricardo.
—No te preocupes, han ido a buscarle los dos Fernandos, el padre y el hijo, pero está bien, aunque le duelen mucho los pies.
—¿Los pies?
—Sí —me eché a reír—. Por lo visto, ha tenido que pasar con unas botas que le estaban grandes, y le han salido unas ampollas espantosas, así que está muy arrepentido de no haber ido nunca de acampada, pero nada más…
En enero de 1974, Adela recibió una llamada de una desconocida, una mujer joven que después de pronunciar su nombre, Julia, se echó a llorar por teléfono. Perdóneme, señora, pero esto no es nada fácil para mí, me da mucha vergüenza… Lo primero que se le ocurrió pensar fue que su hijo la había dejado embarazada, y hasta contó cuatro meses con los dedos, pero no se atrevió a interrumpirla, y así se enteró de que aquella misma mañana se había quedado viuda. Su marido había muerto en plena calle, de un ataque cardíaco, igual que nuestro padre, y sus escoltas lo habían llevado a la casa donde convivía discretamente con aquella mujer desde hacía más de cinco años. Ella estaba destrozada, pero la muerte de mi hermano había afectado tan poco a su legítima esposa que ni siquiera ella lo entendía.
—Parece mentira, ¿verdad?, con lo que quise yo a ese hombre…
Me confesó que había intentado quitarse el entierro de encima, aunque no lo había conseguido porque aquella chica no quería hacerse cargo de nada, y todavía menos enterrarlo en Salamanca, para darle a su historia la publicidad que siempre habían esquivado. Lo único, añadió al final, si a usted no le importa que asista… A Adela casi le dio pena escucharla, y que hubiera escogido el verbo asistir para pronunciarlo con esa voz tan relamida. Le aseguro que a mí me da lo mismo, haga lo que usted quiera… Y sus hijos, ¿no se molestarán? Pues no creo. Ni siquiera sé si a mi hija le va a dar tiempo a llegar desde Washington, y a mi hijo, desde luego, no pienso dejarle venir.
—Y menos mal —me contó después, para confirmarme que tantas visitas a Toulouse le habían enseñado más de lo que yo creía—, porque había dos policías de paisano en la Almudena, esperándole, ¿sabes?
Les dijo que no había logrado ponerse en contacto con su hijo para informarle de la muerte de Ricardo, y uno de ellos, que era comisario y se le había presentado diciendo que conocía al difunto de los tiempos de la Cruzada, le dio un doble pésame, compadeciéndola más por haber parido un monstruo como mi sobrino, que había amargado los últimos días de la vida de su padre y a saber si no le habría matado del disgusto, que por haber perdido un marido como mi hermano. Eso resultó definitivo para una mujer que, ya treinta años antes, había sabido anteponer su cariño por mí a su fe religiosa, su aproximada ideología política y hasta su lealtad hacia el hombre al que amaba.
—¿Qué tendrá que decir el cabrón ese de mi niño? —porque su amor por su hijo era mucho más fuerte todavía—. ¡Vamos, hombre, pues no faltaba más! ¿Y usted qué es? Un torturador, ni más ni menos, un torturador y un hijo de la gran puta, ¿o es que se cree que yo me chupo el dedo?
—¡Adela! —sus palabras resonaron con tanta vehemencia, tanta sinceridad en mis oídos, que me asusté—. ¿Eso le dijiste?
—No, ¿qué te crees, que soy tonta? —y casi pude verla sonreír a través del teléfono—. Pero te juro que lo pensé, eso sí.
Yo tampoco le dije nunca que la muerte de su marido me había afectado más que a ella, pero la verdad fue que en el invierno de 1974, pensé mucho en Ricardo, aquel hermano tan divertido, tan protector al mismo tiempo, que quería acortarle la falda a España mientras disfrutaba del mundo por mí, para contármelo al día siguiente. Pensaba en él como si todavía tuviera veinte años, y me asombraba lo que nos había pasado después, haberlo perdido tan pronto, no haber podido despedirme de mi madre, haber vivido tantos años sin mi hermana Matilde, no saber qué cara se les habría puesto a sus hijos al llegar a adultos. Me acordé muchas veces de Dolores, mientras me daba cuenta de que yo también me había vuelto tonta perdida, con los años.
Me había hecho mayor sin darme cuenta, pero no era sólo eso, y lo sabía. El tiempo había vuelto a tener prisa, la pereza de los calendarios había sucumbido a la velocidad de los cronómetros, el final definitivo estaba cerca, y me daba miedo. El año que murió mi hermano, volví a cruzar muchas veces los Pirineos, el valle de Arán a mi espalda, cada vez más abajo, y aquellas cuestas que no se acababan nunca, que tampoco terminaron cuando llegamos al llano y siguieron desafiándome cada mañana, todos los días, durante treinta años. Me había tocado vivir cuesta arriba, pero no había podido permitirme el lujo de la inmovilidad, el consuelo de un desaliento cultivado con paciencia, con mimo, para cosechar el fruto de una elegante indolencia, la tristeza asumida como el inevitable contratiempo de un clima extranjero, templado y lluvioso. Me había tocado vivir cuesta arriba, y cuesta arriba había excavado la pendiente con las manos, me había fabricado un abrigo en la despiadada dureza de una roca, y allí, mientras creía haberme puesto apenas a salvo de la intemperie, había sido feliz, tanto que me daba miedo caminar mirando al suelo, abandonarme al vértigo de bajar, en un instante, la cuesta que había tardado tantos años en subir, precipitarme en el vacío para dejarme caer en el país cuya añoranza había estructurado mi vida entera. Y sin embargo, la cuesta abajo era inevitable. Yo lo sabía porque ya tenía un pie, un hijo, en España.
Mientras mi sobrino Ricardo se embobaba escuchando los episodios de la clandestinidad de Galán, mi hijo Miguel se embobaba todavía más escuchando los episodios de la clandestinidad de su primo, asambleas universitarias, infiltrados sindicales, saltos en la Gran Vía, citas de seguridad y carreras por los túneles del metro que para nosotros representaban muy poca cosa, pero para él, que sólo conocía la apacible democracia francesa, aderezaban una jungla tan irresistible que con el mayo del 68 no tuvo bastante. Si hubiera vivido en París, tal vez habría bastado con eso para saciar su instinto aventurero, pero como vivía en Toulouse, y al cumplirse el primer aniversario de aquel estallido, todos los adoquines volvían a estar en su sitio, aquel verano decidió irse de vacaciones a Madrid para celebrar que ya era abogado. Lo que pasó después, se veía venir. Se instaló en casa de Adela, le cogió el gusto a vivir peligrosamente, convenció a su primo para que alquilaran un piso a medias en la calle del Olivar, y consiguió casi al mismo tiempo un título español, una novia española, un puesto en el bufete de Ricardo y un par de detenciones, la primera en el 71, sin mayores consecuencias, la segunda en el 74, cuando mi nieta María todavía no había cumplido un mes, con un apercibimiento de expulsión que a su padre le dio mucho menos miedo que a mí, a su primo, más bien poco, y a él, ninguno en absoluto.
—Vuelve, Miguel —durante una larga temporada, mis conversaciones con él no tuvieron otro argumento—, vuelve, por favor, vuelve unos meses, aunque sea, y luego te vuelves a ir. ¿No ves que ahora, ya, ni siquiera está Ricardo allí para defenderte?
—Mira, mamá, no me llores, que ya me defiendo muy bien yo solo.
—¿Sí? Ya lo veo.
—Pues claro que sí —y se reía—. ¿No ves que me han detenido dos veces, y las dos han tenido que soltarme? ¿Te parece poco? Tengo veintisiete años, mamá, soy muy mayor. Tú no te preocupes.
—Pero ¿cómo no me voy a preocupar, hijo mío, cómo no me voy a preocupar, con la carrera que llevas?
—Que no me van a hacer nada, soy ciudadano francés, no sé si te acuerdas, así que si me expulsan, mala suerte. Pero vivo con una mujer, tengo una hija, no puedo dejarlas solas aquí, ¿sabes? Tengo responsabilidades.
—Pero puedes traértelas, puedes…
—¡Que no! —y en ese punto se extinguían sus responsabilidades y nuestras conversaciones—. Que no pienso volver a Toulouse, a aburrirme como una ostra, con lo bien que me lo estoy pasando aquí.
Cuando todavía no se me había pasado el susto, Vivi decidió marcharse detrás de su marido, que abandonó la delegación francesa de Siemens por un puesto equivalente en la española cuando el gallego empezó a entrar y a salir del hospital. Ya estaba haciendo obras en un local de la plaza de Chueca, que acabaría siendo la sucursal madrileña de Casa Inés, el día que todos los demonios quisieron llevárselo al infierno de una bendita vez. Y en febrero de 1976, colocamos un cromo diferente sobre uno de los ventanales del restaurante, al lado de la puerta. Era un cartel bastante grande, con un par de fotos a color, y una exclamación compuesta en mayúsculas, «El mejor restaurante español de Francia conquista Madrid», entre signos de admiración.
—No te puedes imaginar la cantidad de gente de Toulouse que viene a comer, mamá… —Vivi estaba encantada—. Entre eso, y los sindicalistas que trae Miguel, el fin de semana pasado tuve el comedor de bote en bote.
—Me alegro mucho, hija —a mí me daba tanto, tanto miedo—. Estoy muy orgullosa de ti, muy orgullosa de ser tu madre.
—Gracias, mami. Dile a Adela que se ponga, anda…
Porque no era ya que el tiempo tuviera prisa, era que corría que se las pelaba. Unas semanas antes de que Vivi preguntara por su hermana sin explicarme por qué, mi sobrino Ricardo, que había pasado la frontera con lo puesto y el carné de identidad, pidió un pasaporte en el consulado español. No tardaron ni un mes en dárselo, y decidió volver.
—Que me detengan, si tienen cojones —nos anunció, escuetamente, y Adela escogió ese momento para añadir que se iba con él.
Su padre se asustó tanto que cuando a nuestra hija le dio tiempo a aclarar que lo de irse con su primo era un decir, y no un noviazgo, no le quedó más remedio que dejarla marchar. Sólo después, ella condescendió a informarnos que Vivi le había pedido que la ayudara a llevar el restaurante.
En abril de 1976, nos quedamos solos en Toulouse con Fernando, que había ido a España antes que las niñas, aunque siempre había vuelto después de hacer las gestiones que su padre había tenido que delegar en otros camaradas hasta que empezaron a trabajar juntos.
—Y vosotros… —nos preguntó tras uno de aquellos viajes, después de enseñarnos un montón de fotos del restaurante de sus hermanas—, ¿no vais a ir a verlo?
—A mí me encantaría —reconocí—. Podríamos aprovechar las vacaciones, y este verano…
—No —pero al escucharme, Galán había doblado la lengua dentro de la boca, para mordérsela con tanto afán como si pretendiera masticarla a continuación—. Yo volveré sólo para quedarme. A estas alturas, no pienso ir a España de turista.
—Pues, mira… —Fernando asintió con la cabeza y me miró—. Yo también creo que es lo mejor, mamá.
En diciembre de 1976, pusimos otro cartel junto a las fotografías del restaurante de Vivi. Era un anuncio de la cena de Fin de Año y, al mismo tiempo, una despedida. Y sin embargo, yo todavía cociné una vez más en la Casa Inés del Boulevard d’Arcole. La mía. La nuestra, porque aquella noche, la última, en Toulouse volvimos a ser cinco.
—Luego, es mucho más fácil, de verdad… —pero Montse estaba llorando—. Díselo tú, Amparo, ¿a que es verdad? —y la mujer del Lobo, que aquella mañana se había bajado del avión contenta como unas pascuas, tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¿A que luego es todo mucho más fácil?
Angelita, que no lloraba nunca, lloró cuando decidimos vender el Picasso. Lola, que era casi igual de dura, lloró cuando propuso que le regaláramos a Vivi la foto del cumpleaños de Dolores. Y yo, que siempre había sido la más llorona de todas, ni siquiera me tomé la molestia de limpiarme la cara de dos manotazos, antes de advertirles que no se equivocaran porque no estaba llorando.
—Deberíamos estar contentas, porque esto era lo que queríamos, ¿no? —y al escuchar a Amparo, se me partió el corazón sólo de pensar que nunca más volvería a verla detrás de aquella barra—. Hay que ver… ¡Qué blandas nos hemos vuelto!
Habíamos vivido muchos años cuesta arriba, y aquella pendiente había sido tan dura, que ninguna de nosotras pudo concederse a sí misma el alivio de ablandarse un milímetro hasta que terminó el último.
Entonces sí.
Entonces, cuando nos resignamos a que por fin se hubieran cumplido nuestros deseos, lloramos todas juntas lo que no habíamos llorado en treinta años.