—¡Inés! —fue Amparo quien me llamó, desde la barra—. ¡Sal un momento, que aquí te buscan!
En febrero de 1945, trabajaba en una cocina más pequeña y más fea que la del alcalde de Bosost, pero mía.
La Taberna Española de la Rué Saint-Bernard estaba instalada en un local de geografía muy complicada, dos cuartos más o menos cuadrados, dispuestos entre sí casi en diagonal, y comunicados por un paso tan estrecho que los clientes tenían que entrar al del fondo en fila india. A la izquierda estaba la barra, y justo detrás, un pasillo largo y estrecho que desembocaba en un espacio trapezoidal, difícil de aprovechar. Aquella era mi cocina, un prodigio de organización donde cada sartén y cada cacerola, cada espumadera y cada cuchillo, estaban siempre donde yo había decidido que estuvieran, entre otras cosas porque no cabían en ningún otro lugar. Tampoco había sitio para poner una mesa pero en el único hueco libre había una silla, y encima, un espejo pequeño, colgado en la pared, junto a la puerta, que a primera vista era el único objeto inútil en una habitación explotada hasta el punto de que la silla no servía para sentarse, sino para llegar a los ganchos clavados al borde del techo. Sin embargo, y a pesar de las apariencias, el espejo era indispensable, porque en aquella cocina no podía trabajar con el pelo suelto, ni recogido en ningún moño que me favoreciera. El gorro blanco que las autoridades sanitarias me obligaban a calarme hasta las cejas justo después de lavarme las manos, me sentaba tan mal, que cuando Amparo daba un grito por la ventanita que comunicaba la barra con la cocina, para anunciarme que tenía visita, me lo quitaba antes de llegar hasta el espejo, y sólo salía después de haberme despegado el pelo del cráneo, ahuecándomelo sobre la frente y las orejas hasta que lograba reconocer mi cara.
—¡Inés! —por eso, Amparo casi siempre tenía que insistir.
—Que sí, que ya voy… —por eso y porque, hasta aquel día de febrero de 1945, solía ser Galán quien me estaba esperando al otro lado de la puerta.
Aquella cocina tan rara y tan pequeña fue el broche que cerró el círculo de mi vida nueva, no tan esplendorosa como aquella a la que creí dirigirme al escapar de la casa de Ricardo, pero mucho mejor que cualquiera de las que me habrían esperado si no hubiera robado un caballo a tiempo. Quizás por eso me gustó desde la primera vez que la vi, con lo fea que era.
—Y esta cocina… —y me volví a mirar a dos mujeres a las que aquella tarde también veía por primera vez—. ¿Por qué no la usáis?
El 30 de octubre de 1944 Galán decidió volver a la vida, una existencia que había permanecido suspendida, como los puntos que aplazan el final de una historia o un grano atascado en el cuello de un reloj de arena, desde que llegamos juntos a Toulouse, a su habitación del hotel Les Arcades. Entonces, al anochecer del día 27, yo creía que ya había pasado lo peor.
Nunca habría podido cruzar sola. Cuando el camión en el que nos marchamos de Bosost desembocó en la carretera donde algunos viejos amigos franceses, viejos expertos también en la internacional, incondicional solidaridad con la República Española, habían venido a esperarnos, intenté consolarme pensando en eso, que en los viejos tiempos de Pont de Suert, por mucho ejercicio que me hubiera obligado a hacer, jamás habría llegado a prepararme para cruzar la cordillera. De pie, en la caja del camión, miraba a mi alrededor, y sólo podía distinguir a lo lejos una monótona muralla de rocas escarpadas, piedras y más piedras, cuestas y más cuestas, y todavía más piedras, y todavía más cuestas, y más piedras y más cuestas siempre iguales, en las que habría sido incapaz de orientarme.
—Ya estamos en Francia —un paisaje siempre idéntico, antes de que Galán me apretara contra él, para besarme en los labios, y después de que le devolviera el beso—. ¿Cómo estás?
—Bien —le sonreí para que se lo creyera, pero no lo conseguí.
Él se dio cuenta de que estaba mal, aunque, concentrado en sus propias sensaciones, seguramente no tuvo ganas ni tiempo que dedicar a las raíces de mi malestar. Me había salido con la mía, pero me dolía más pensar que estaba huyendo, que me marchaba de España por la puerta trasera de un nuevo fracaso. Aquella partida, que durante cinco años había anhelado más que ninguna otra cosa, se había convertido en un juguete roto, un bombón envenenado, un deseo muerto por asfixia antes de nacer. Eso fue lo que sentí, y no júbilo, al entrar en Francia, y sin embargo, aunque ni siquiera yo lograra creerlo después, la verdad es que llegué a estar muy bien aquella noche.
—Salut, copain! —un hombre con uniforme militar, una insignia con la estrella de tres puntas de las Brigadas Internacionales prendida en el pecho, abrazó a Galán al borde de la carretera—. Bienvenu encore, malheureusement…
Tenía el pelo canoso, casi blanco, la nariz muy larga y un atractivo intenso, indefinible, que fue la primera cosa que me llamó la atención después de cruzar la frontera. Nunca le confesé a Galán que a la luz tenue, amarillenta, de aquel día de otoño, Ben Laffon me había parecido muy guapo. Nunca más volví a encontrarle tan atractivo, pero en aquel momento ese detalle fue importante porque me reveló que, por encima de todo, el desconsuelo, el agotamiento, y ese hábito de la derrota al que nunca lograríamos acomodarnos como a una costumbre, yo estaba viva, y lo seguiría estando durante muchos años en un país que no era el mío, pero sí el de aquel hombre que, después de esperar hasta que se organizaron los turnos de transporte con la lenta, caótica confusión de los fracasos, nos llevó a Toulouse en su propio coche, un viejo modelo americano que tenía también tres plazas en el asiento delantero. El Zurdo, Montse y el Lobo se sentaron detrás, Galán al lado del conductor, y yo junto a la ventana aunque, después de comer un cassoulet con los demás oficiales de Bosost, en un pueblo todavía pegado a la frontera, me acurruqué contra él porque estaba tiritando, aunque fuera no hiciera demasiado frío. Ben puso la calefacción hasta que el ambiente del coche se caldeó, y cuando salimos a la carretera, empezó a caer una lluvia menuda, igual de monótona a un lado y al otro de los cristales, fuera, sólo gotas de agua, dentro, un rosario de imprecaciones feroces que no remontaban el nivel de un murmullo. Han sido los maricones de París, esos cobardes de mierda, escuché a mi izquierda en una lengua expresiva, fronteriza, algunas palabras en francés, otras en español, mientras sentía que los párpados me pesaban como una gruesa cortina de terciopelo, esos son los que han tenido la culpa…
—Inés —la voz de Galán me espabiló después de un rato que había durado casi dos horas—. Despiértate, Inés, hemos llegado a Toulouse.
Al abrir los ojos, lo primero que contemplé fue su rostro, y no me sorprendió recordar que no existía nada que me gustara tanto mirar, pero después vi por la ventanilla un paisaje que me emocionó mucho más de lo que esperaba. Habíamos llegado a Toulouse, y eso significaba que, en primer lugar, estábamos en un atasco, un contratiempo propio de una ciudad, una aglomeración de edificios y de calles, de ruidos y de humos, de teatros y de tiendas, restaurantes, farolas, casas de muchos pisos y personas que andaban deprisa por las aceras, una ciudad más pequeña que Madrid, pero una ciudad, semejante a aquella en la que yo había nacido, en la que había crecido, en la que había sido feliz y desgraciada durante veintitrés años, hasta que el infortunio se la tragó de un bocado y me engulló a mí con ella.
Desde el 28 de abril de 1939 hasta el 27 de octubre de 1944, descontando los minutos del mediodía de junio de 1941 que invertí en recorrer el tramo de acera que mediaba entre la puerta de la cárcel de Ventas y un coche, había vivido lejos de las ciudades. Había pasado cinco años y medio recluida en recintos cerrados al contacto con el exterior, y Pont de Suert, aquel pueblo bonito y montañoso, grande sólo en comparación con Bosost, con Vilamós, y cuya calle principal recorrí tantas veces desde la mercería hasta el estanco, desde el tinte hasta la panadería, era lo más cerca que había estado de una ciudad en todo ese tiempo. Tuve que llegar a Toulouse para darme cuenta de cómo las echaba de menos, cuánto necesitaba sus calles pavimentadas, las luces que las alumbraban, el ruido, el ajetreo, el humo de los coches, y los escaparates. Nunca, hasta que volví a verlos, se me había ocurrido pensar que los escaparates tuvieran el poder de conmoverme tanto, pero mientras veía los focos y los maniquíes, las sofisticadas pirámides de cruasanes sobre los tapetes de encaje que recubrían los anaqueles de cristal de las pastelerías los expositores repletos de libros nuevos y los destellos fugaces que escapaban de las vitrinas de las joyerías, me dejé arrebatar por una emoción que ni siquiera yo supe explicarme. En aquel momento comprendí que allí podría ser feliz, que iba a ser feliz viviendo en Toulouse, aquella ciudad que me adoptó durante un breve viaje en coche, antes de que yo tuviera tiempo de pensar en adoptarla a ella. Y nunca dejé de echar de menos Madrid, nunca dejé de echar de menos España, pero cuando Ben aparcó delante del hotel Les Arcades, si alguien me hubiera advertido que llegaría un día en el que comenzaría a echar de menos aquella ciudad en la que no había elegido vivir, le habría creído.
—¿Has visto? —Montse, que sólo había pasado una temporada en la periferia de Barcelona, estaba más impresionada que yo—. ¿Y aquí vamos a vivir? Pero si esto debe ser un hotel carísimo…
Sobre la fachada de un edificio imponente, una gran pancarta de tela roja, enmarcada por los colores de la bandera francesa, en el extremo superior, y los de la tricolor republicana en el inferior, advertía en ambos idiomas que aquel edificio y sus instalaciones habían sido incautados por la Unión Nacional Española. Antes de la guerra, Les Arcades había sido un hotel de lujo en un emplazamiento privilegiado, en el centro de Toulouse. Siguió siéndolo, pese a los soldados que montaban guardia en la puerta, mientras el estado mayor del Ejército francés corrió con los gastos de alojamiento de los oficiales de la UNE que habían pertenecido a las Fuerzas Francesas del Interior, hasta la capitulación de Berlín. Cuando se consumó la derrota de Alemania, tres cuartas partes de las habitaciones estaban ya vacías, sus ocupantes resignados a instalarse en Toulouse para afrontar un largo exilio. Y sin embargo, a pesar de que lo primero que hice, después de encontrar un trabajo, fue buscar una casa, aquella tarde aprecié la bienvenida de las gruesas alfombras y las arañas de cristal.
Después, para completar mi inconfesable, por burguesa, felicidad, me encontré con que el comandante Galán, que al pasar la frontera había recuperado su grado en el escalafón militar francés, disponía de una suite en un extremo de la segunda planta, cerca de las dos habitaciones comunicadas entre sí donde instalamos a los niños después de una merienda-cena que culminaron repitiendo dos veces tarta de chocolate. Estaban tan cansados que Montse y yo decidimos acostarlos pronto, y subimos con ellos, les abrimos las camas, llenamos la bañera y establecimos un turno para que se bañaran, antes de bajar al bar, donde unos pocos hombres, los nuestros entre ellos, bebían en un silencio capaz de absorberse a sí mismo, disolviendo de paso el grosor de las alfombras y el brillo de las lámparas, el mármol de las chimeneas y el cuero envejecido de las butacas.
Entonces volví a tener frío, y el coñac no me devolvió el calor. En una penumbra de luces amarillas, indirectas, encontré a Galán más viejo de repente, y más cansado, más solo de lo que nunca me había parecido en la modesta casa de pueblo donde nos conocimos. Mientras le veía beber, fumar, beber, encender otro cigarrillo y seguir bebiendo con los ojos perdidos en ninguna parte, empecé a acusar la verdadera naturaleza de aquel lujo ajeno y agresivo, casi hostil, una endeble cascara dorada que enmascaraba nuestra miseria como una capa de purpurina mal aplicada, grietas que se resquebrajaban antes de tiempo para revelar los agujeros que una manada de termitas había abierto en una madera vieja e inservible, hueca, capaz de convertirse en polvo a la menor presión. Él siguió bebiendo, fumando sin mirarme, y estaba tranquilo, entero. Nadie que le viera por primera vez adivinaría lo que se le estaba moviendo por dentro, y quizás por eso, lo que aprendí en su gesto me inspiró a la vez mucha ternura y mucho respeto, una combinación de sentimientos contradictorios cuya intensidad se anuló mutuamente. Cada segundo de su silencio me dolería mientras su cuerpo estuviera separado del mío, pero no me atrevía a tocarle, y le dije en un susurro que iba a ver cómo estaban los niños para que se limitara a asentir con la cabeza. La realidad, una materia tan terca que no se dejaba comprar con dinero, que no se ablandaba con colchones mullidos ni se relajaba con baños de espuma, me esperaba, impasible, en una habitación de la segunda planta.
Poco más de veinticuatro horas antes, apenas diez minutos después de salvarme la vida, Galán se desembarazó con suavidad de mis brazos, me besó en los labios y se levantó de la que aún era nuestra cama, sin haber dejado nunca de ser la cama del alcalde de Bosost.
—Tengo que volver abajo, habrá que decidir muchas cosas…
Se metió la camisa dentro del pantalón, se estiró la guerrera tirando del borde con las dos manos y empezó a andar hacia la puerta, pero se volvió a mirarme antes de alcanzarla.
—Te voy a dar un consejo, Inés —y sus labios se curvaron en algo que no llegó a ser del todo una sonrisa—. No te quedes quieta, cánsate. Procura cansarte todo lo que puedas. Es lo mejor, y además… Tendremos que cenar, ¿no?, y cenar bien, porque mañana será un día muy largo. Piensa en eso, porque cuanto más te canses, más dormirás, y todo lo que duermas, te vendrá bien. Hazme caso, que sé de lo que hablo.
Las agujas de los relojes no podían haber recorrido más de un cuarto de circunferencia desde que subí corriendo unas escaleras que no contaba con volver a bajar con mis propias piernas, pero el panorama que me encontré en la planta baja era tan distinto del que había contemplado antes como si todos estuviéramos viviendo de repente en otro día. Mientras les veía, el Lobo sentado a la cabecera de la mesa, Zafarraya de pie, a su lado, los demás apiñados a su alrededor, atendiendo a los dibujos que su jefe trazaba con el dedo sobre un mapa, me miré por dentro y tampoco pude reconocerme en la mujer que había querido morir aquella misma noche. Me alegré mucho de estar viva, porque todavía tenía algunas batallas que ganar.
Aquella noche deberíamos cenar bien y así cenamos, tarde, pero muy bien, ensalada, pan con tomate, la mitad del embutido que quedaba en la despensa, croquetas de huevo duro, y un estofado pantagruélico de carne con patatas y verduras que serví con rebanadas de pan frito a un lado, dos huevos escalfados encima, y un éxito que nunca he conseguido repetir. Este está muy bueno, pero como aquel… Eso me dijeron una y otra vez quienes lo habían probado, y siempre tuve que darles la razón. Durante años, hice memoria muchas veces, intenté reconstruir, balda por balda, las últimas provisiones de aquella despensa, apunté en muchos papeles los ingredientes, las proporciones y los condimentos de aquel guiso en el que puse todo lo que tenía a mano, pero también, seguramente, lo que había dentro de mí. Ese debió ser el secreto, porque volví a hacer muchos estofados con carne de cerdo, y tomates, y pimientos, y cebollas, y zanahorias, y alcachofas, y guisantes, y patatas, y aceite, y vino, y sal, y pimienta, y laurel, perejil, romero, pan frito a un lado y huevos escalfados por encima, pero ninguno me salió como aquel, porque nunca los hice con tanto amor, con tanta desesperación al mismo tiempo. Tampoco volví a cocinar jamás con tanta rabia.
Cuando la cacerola empezó a hervir, Montse entró sin decir nada. Tenía la cara muy pálida, los ojos inflamados, sombras rosáceas en los párpados, en las mejillas, pero al mirarme, sonrió.
—El Zurdo me ha pedido que me vaya a Francia con él —su voz se contagió, misteriosamente, de la misma suavidad que la había seducido—. Y me voy a ir. ¿Tú?
—Yo también me voy.
Su brazo me estrechó un momento, y luego, tan deprisa que ni siquiera pude devolverle el abrazo, se separó de mí, fue a buscar su delantal, se lo puso y me preguntó si picaba los huevos duros. Le dije que sí y durante un rato, su compañía, la canción que canturreaba mientras estrellaba el cuchillo sobre la tabla, el borboteo de una salsa hirviendo a fuego lento y el rítmico, sordo eco de una cuchara de madera que se movía en círculos dentro de una sartén, raspando el fondo sin detenerse, crearon de nuevo un espejismo de normalidad, como si aquel día no hubiera pasado nada. Pero sí había pasado. Cuando la ebullición del estofado se estabilizó, la bechamel ya estaba enfriándose y los tomates recién rallados, empecé a contar con el dedo huevos y patatas, para apartarlos en el fondo de la mesa. Después, reuní con ellos una cinta de lomo entera y la mitad de una pieza de tocino.
—¿Qué haces? —Montse no lo entendió.
—Estoy apartando lo que hace falta para el desayuno de mañana —y señalé la despensa—. ¿Han sobrado magdalenas?
—Sí, hay unas pocas, pero… ¿Y lo demás?
—Se lo vamos a regalar a los cocineros del campamento —mientras la veía asentir, la recordé aquella mañana en la que me preguntó si yo era roja antes de confesarme que ella no sabía lo que era—. No pienso dejar aquí ni una puta corteza de mi cerdo. Ni una cebolla. Ni una patata. Ni las cascaras.
Entre las dos organizamos en un momento una procesión de soldados, cargados con sacos, cajas y un par de lomos de bacalao, que interrumpió la concentración de los hombres que fumaban y discutían alrededor de un mapa.
—Y otra cosa… —me atreví a preguntarle al Lobo después de explicarle lo que estaba viendo, mientras Montse, con una repentina autoridad que ya había dejado de sorprenderme, les mandaba despejar el tablero para poner la mesa—. Aparte de nosotras dos, ¿vais a llevaros a más civiles? Lo digo por los niños que han venido a desayunar esta mañana —él clavó los codos en la mesa, se sujetó la frente con las manos, empezó a negar, muy despacio—. Son muy pequeños y trabajan como animales, yo creo…
—No empecemos, ¿eh? —y se irguió sólo después de interrumpirme—. No empecemos. No me pongas las cosas más difíciles, por favor te lo pido.
Pero los dos sabíamos que no podía negarse, y cuando fui a verles, Matías aceptó por los tres. A la mañana siguiente, Montse y el Zurdo los trajeron consigo, y su hermano se ocupó, a cambio, de ponernos las cosas difíciles a todos.
La noche anterior, nos habíamos acostado muy pronto, después de cenar. Yo me quedé dormida casi al instante, pero me levanté aún más temprano. Hacía mucho frío, pero como tampoco tenía interés en ahorrar carbón, encendí la cocina enseguida, dejé la puerta abierta, para que calentara la habitación más deprisa, y empecé a pelar cebollas, patatas, las corté, las rehogué, y seguí trabajando, friendo el chorizo, el tocino que iba a añadir a las migas, tan atenta a los sonidos de la casa que se desperezaba como a las orlas de huevo batido que se rizaban lentamente, para trepar por las paredes de la sartén. No quería pensar en nada, y no me resultó difícil hasta que Andrés empezó a llorar.
—Pero, bueno… —Montse se sentó en una silla, le cogió en brazos, le acomodó sobre sus rodillas para mirarle a la cara, y el llanto del niño se fue haciendo un poco más estruendoso en cada etapa—. ¿Pero no habíamos hablado ya, tú y yo? ¿Es que no quieres ir al colegio? ¿No quieres aprender a escribir, y a hablar en francés, y a hacer cuentas, y experimentos?
—¡No!
—¿No? ¿Y tampoco quieres tener unos cuadernos muy bonitos, y una cartera nueva, y un plumier, y muchos lapiceros de colores? ¿Qué quieres, quedarte aquí para no aprender nada, y ocuparte de las mulas toda tu vida, hasta que empieces a rebuznar y te conviertas en una mula tú también?
Yo les miraba desde el umbral, vigilando de vez en cuando al Lobo, que estaba apoyado en una pared con una expresión sombría, temible, atravesada en la cara.
—Pero ¿por qué no quiere venir? —para no incrementarla, me dirigí a Matías sin levantar la voz—. No lo entiendo. ¿Tú le has explicado…?
—¡Todo! —tenía la cara pálida, los ojos húmedos, y una expresión desencajada, mucho más conmovedora, más digna de compasión que el llanto de su hermano—. Se lo he contado todo. Le he dicho que a padre le gustaría que nos fuéramos con vosotros, que eso es también lo que madre querría que hiciéramos, que aquí no dejamos nada nuestro, pero como es un cagado, y todo le da miedo… —y tan precoz, tan adulto como era, hizo una pausa por no hacer un puchero—. Antes de venirnos fue igual, que no quería, que no, que no, que él no se iba del pueblo. Entonces sí quería ir a Francia, a buscar al tío Andrés, el hermano de mi padre, entonces sí, que no podíamos, y ahora…
Al escuchar eso, Zafarraya se levantó, le dio una palmada en la espalda, se fue derecho a la cocina.
—Pero, vamos a ver… —y se quedó mirando al niño que lloraba con los ojos muy abiertos—. ¿Y tú, cómo no me has dicho antes que eras el sobrino pequeño de Andrés? ¡Anda que, si lo llego a saber…!
Y mientras el crío se destapaba la cara muy despacio, los que estaban sentados, esperando un desayuno pendiente de la voluntad de sus nueve años, fueron sonriendo, uno por uno.
—¿Tú conoces a mi tío?
—¿Que si lo conozco? —Zafarraya se echó a reír con tanta naturalidad que Andrés no pudo hacer otra cosa que desfruncir el ceño—. ¡Pero si hicimos la guerra juntos! Bueno, ahora hace ya un tiempo que no lo veo, porque como él no ha podido venir, pues… Pero, mira, te voy a decir… Tu tío es español, ¿a que sí? Y habla con un acento igual que el tuyo, porque sois del mismo pueblo, ¿a que también? Tendrá… Treinta y pico años, como yo, más o menos, ¿no? —su interlocutor asintió, muy serio todavía—. Pues claro que sí, hombre, y tú te llamas Andrés por él, que si no recuerdo mal, se llama así por tu abuelo, ¿o no? —y sin dejar de mover la cabeza, el niño sonrió—. ¡Acabáramos! Y lo que no sé es cómo no me he dado cuenta antes, porque os parecéis, ¿eh?, no creas, sólo que él es mucho más alto que tú, pero tiene el pelo castaño, ni muy rubio ni muy moreno, y los ojos, así…, marroncillos, el cuerpo más bien delgado, la piel curtida de trabajar en el campo. ¿A que tengo razón? Pues ya puedes espabilar y sentarte a desayunar de una vez, porque como tu tío se entere de que has estado con nosotros y no has querido venirte a Francia, la bronca que me va a caer va a ser pequeña, ¿sabes?
Pero Andrés sólo tenía nueve años, y lo demás fue mucho más difícil. El Sacristán se fue despidiendo de todos nosotros antes de salir sentado, a la sillita de la reina, entre dos soldados de paisano. El Pasiego, vestido con un traje de pana, nos abrazó de pie, reservando el último abrazo para un hombre de tez oscura, vestido con un uniforme militar de comisario, que se bajó del coche que había venido a recoger al Sacristán y al Pasiego para llevarlos hasta una masía, cerca de Tremp, donde estarían escondidos hasta que el Partido encontrara la manera de sacarlos de España. Yo nunca había visto al recién llegado, pero me di cuenta de que su presencia conmocionaba al resto de los habitantes de la casa, sobre todo al coronel, que se fue derecho a por él con una expresión tan intensa que por un momento creí que iba a pegarle.
—¡Gitano! —pero lo que hizo fue abrazarle.
—¡Lobo! —y él le devolvió un abrazo igual de estrecho—. ¡Me cago en la hostia!
—Pero ¿qué haces tú aquí? —Zafarraya les abrazó a los dos, y cuando se separaron, los tres estaban igual de emocionados.
—Ya que no me dejaron venir con vosotros —y empezó a abrazar por turnos a todos los demás—, he pensado que, por lo menos, vamos a marcharnos juntos, ¿no?
El Gitano, que no era gitano, sólo muy moreno, venía desde Es Bordes, un pueblo más grande que Bosost, al sur de Viella. Galán empezó a contarme que él era el comisario que deberían haberles asignado porque el Lobo, Zafarraya y él habían estado siempre juntos, desde el 36, pero no me enteré de qué pintaba Flores en aquella historia, porque la aparición de Comprendes, que bajó las escaleras vestido de pastor, le enmudeció en la mitad de una frase.
—Hasta aquí hemos llegado, ¿comprendes? —los dos se abrazaron en silencio, durante un rato largo, y no se soltaron del todo mientras se hacían las últimas recomendaciones—. Cuéntale a Angelita que el Lobo no me ha dejado quedarme mucho tiempo, que se porte bien, ¿comprendes? Dile que la quiero mucho, que la echo de menos, que no piense mal de mí, que ella es muy capaz, que es sólo que… Que es que me pongo malo de pensar en volver a rendirme, ¿comprendes? —hizo una pausa para volver a abrazarle—. Y si no puedo llegar para el parto, y es niño, que le ponga Miguel, ¿comprendes?
—Bueno, pero tú cuídate mucho…
Después, nos despedimos del Afilador, de Tijeras, vestidos igual que él, con ropas viejas, igual de cochambrosas, y salí hasta la puerta para verlos marchar. El Lobo no ordenó la retirada hasta que estuvo seguro de que todos los hombres que se quedaban habían podido salir del pueblo sin contratiempos. Entretanto, yo me despedí del caballo que había sido mi mejor compañero, un camarada leal, casi un arma, más que un guardaespaldas.
—Te voy a echar de menos —le dije en un susurro, mientras le acariciaba el cuello, el lomo, notando la sangre que abultaba sus venas en la punta de los dedos—, pero no te preocupes. Ricardo te encontrará, te llevará de vuelta a Pont de Suert, y yo nunca olvidaré que no habría podido hacer nada sin ti, Lauro…
Cuando salí del establo, me volví y él levantó la cabeza para quedarse quieto, mirándome, como si quisiera despedirse de mí. Aquella mirada inauguró una borrasca que iría creciendo, afirmándose en cada paso, la lluvia fría que me anegó por dentro hasta que la temperatura del hotel Les Arcades estableció el clima de lo que sería el resto de mi vida.
Eso también me lo enseñaron los niños, porque cuando subí a verles, por no ver a Galán, tan solo y tan perdido en cada cigarrillo que encendía, en cada copa que apuraba, me encontré a los dos hermanos muertos de risa, botando sobre sus camas mientras se tiraban las almohadas a la cabeza. Pero en el dormitorio contiguo, Mercedes estaba sentada en el borde de la cama, con un camisón de franela muy usado, los brazos muertos y la mirada perdida, ausente, de una ciega. Aquella mañana había aparecido en el cuartel general con un hato donde transportaba todas sus propiedades, una muñeca vieja, una foto enmarcada de sus padres, una muda de ropa interior, un delantal, un pañito de ganchillo que le había regalado su abuela, y una caja de hojalata, que una vez había sido de galletas y ahora estaba llena de botones, de cromos, viejas insignias y las baratijas que había ido comprando de año en año, de puesto en puesto, en las fiestas de su pueblo. Por la noche, al entrar en su habitación, me fijé en que aún estaba en el suelo, abierto, pero sin deshacer.
—Y tú también, vamos, acuéstate… —y cuando la miré con atención, no supe por dónde seguir—. ¿Qué te pasa, Mercedes?
—Nada —yo solía decir lo mismo cuando se me caían de los ojos lágrimas tan grandes como las que estaba viendo caer de los suyos—. Nada, de verdad. Es sólo que… Me he puesto triste.
Me senté a su lado, le pasé un brazo por los hombros y no reaccionó a mi abrazo.
—¿Y por qué estás triste?
—No sé, es que… Se me han roto las alpargatas, y tengo frío, y… Me siento rara aquí, tan mal vestida… Es como si este sitio no fuera para mí. Me da pena.
—¡Pero no te preocupes por eso, mujer! —cometí la ingenuidad de sonreír y la rodeé con los dos brazos—. Mañana salimos a comprar ropa, ya lo había pensado, lo he hablado con Montse hace un momento.
—Ya… —pero aquella noticia no la reconfortó—. Gracias —porque entonces empezó a llorar en serio.
—Mercedes… —y yo no fui capaz de adivinar las razones de su llanto—. ¿Qué te pasa?
Tardó algún tiempo en contestar. Antes, se abandonó a sus sollozos, logró imponerse a ellos, dejó de jadear, volvió a respirar por la nariz, se limpió la cara con las manos. Después, habló con los ojos clavados en los pies, sin dejar de retorcerse los dedos de la mano izquierda con la derecha.
—Es que me acuerdo de mi madre, de mis hermanos, en Zafra, y yo aquí, sola, tan lejos, con todo el chocolate que he comido, en esta cama tan buena, y pienso en el frío que hará en mi pueblo, y… Me da mucha pena.
Yo no podía hacer nada para arreglar eso. Nada de lo que yo pudiera hacer, nada de lo que pudiera decir o pensar serviría para remediarlo, y sin embargo, hablé y hablé con ella, para ella, durante mucho tiempo, minutos enteros haciéndole promesas que no podría cumplir, embaucándola con mentiras que tampoco lo eran del todo, porque no había otra verdad a mi alcance. Escribiremos a tu madre, Mercedes, le diremos que busque un teléfono al que podamos llamarla desde aquí para que hables con ella, intentaremos reclamarla, hablaremos con algún camarada francés que esté en el gobierno, le pediremos que le conceda un pasaporte, ya verás, con un poco de suerte, dentro de poco, igual hasta está aquí, contigo… Era mentira, y no era mentira, porque lo único importante era que se tranquilizara, que pudiera dormir y se levantara con ánimos por la mañana, no la verdad. Eso era lo que iba pensando yo mientras le contaba un cuento de hadas, no tan diferente de los que me había contado a mí misma durante años, aquí, Radio España Independiente, estación pirenaica, esa era nuestra vida, la mía y la de la hija de un fusilado que se había apellidado García antes de dejarla huérfana hasta de sus apellidos. Esa era nuestra vida y no había nada que hacer, no podíamos hacer nada excepto contarnos cuentos, y contárselos a los demás para hacer habitable aquel desierto devastado hasta el subsuelo, la pena negra en la que nos había tocado vivir y en la que no podíamos permitirnos el lujo de pensar que mejor habría sido morirse, mientras tuviéramos un cuerpo capaz de sentir hambre y sed, de acusar el frío, el calor, de reclamar el sueño.
Cuando logré meter a Mercedes en la cama, mullirle la almohada, arroparla bien, me había convertido en toda una exiliada comunista española, una representante más de la fabulosa estirpe de creadores, ilustradores y consumidores de fantasías, que lograrían alimentarse y dormir, trabajar y ser felices durante treinta años, a fuerza de encaramarse sobre una nube sonrosada, aislada de la dura realidad del suelo, donde ni las verdades eran verdad ni las mentiras lo eran del todo. Sólo así, mientras parecía que navegábamos sin brújula por un mar ficticio de olas de cartón piedra, conseguiríamos llegar a ser también una tenaz estirpe de supervivientes, y nuestra propia vida, la victoria decisiva.
Aquella misma noche, tuve la ocasión de debutar en las múltiples variedades de mi flamante naturaleza, y sin embargo, cuando Galán vino a buscarme, sólo me sentía culpable de haber arrastrado hasta el sur de Francia a aquella niña extremeña que no le había pedido a nadie que la sacara de España. Me preguntaba quién me habría mandado a mí meterme en su vida, en la de Matías, en la de Andrés, con qué derecho les había animado a seguirnos, cómo había podido contarles tantas mentiras en tan poco tiempo. La lógica de la invasión, el cuartel, los fusiles, los uniformes, la necesidad de retirarse en orden y a tiempo, quedaban ya muy lejos de aquel hotel de Toulouse, una ciudad extranjera en un país extranjero, donde la sangre no llegaba al río y aquella lluvia triste, que no dejaba de caer, entonaba sobre los cristales una canción ajena, el ritmo de un destierro semejante al abandono. Bajo la luz templada del pasillo de un hotel francés, el desesperado arrebato que había impulsado mis cálculos, mis acciones del día anterior, me parecía un alarde de insensatez, un exceso censurable, incomprensible.
—No —pero eso también lo arregló Galán—. Entiendo lo que te pasa, pero no debes pensar así, Inés. Has hecho lo que había que hacer. Ahora no vivirá más lejos de su madre, y tú lo sabes. A más kilómetros, sí, pero no más lejos, y cuando quiera volver, podrá hacerlo. Mientras tanto tendrá un futuro, una vida mucho mejor que la de una criada en Bosost, por ese lado, puedes estar tranquila. Eso sí que lo hacemos bien —en ese instante, dejó de mirarme—. Yo creo que es lo único que sabemos hacer bien.
Hasta ahí llegó la energía de Galán, una entereza que logró evocar con precisión el auténtico sabor de una sopa de fideos y una tortilla de un huevo. Hasta el instante en el que traspasamos juntos la puerta de otro dormitorio prestado, provisional, fue más fuerte que yo, y todavía se ocupó de mí un buen rato antes de venirse abajo, pero yo no me di cuenta, porque estaba demasiado absorta en el balance de mi propia suerte. Desnuda en una cama grande de sábanas limpias, crujientes, acurrucada contra un hombre desnudo que seguía dándome placer sin hacer otra cosa que estar simplemente a mi lado, tumbado boca arriba, tocándome con la punta de los dedos y una pereza que le impedía hablar, moverse, tuve la debilidad de pensar en mí, y no en España. Recordé que dos semanas antes, sólo dos semanas antes, estaba prisionera en Pont de Suert, acariciando la quimera de una fuga improbable mientras acechaba la sombra de Alfonso Garrido por las esquinas de los pasillos. Así era mi vida sólo unos días antes, y aquella noche, sólo unos días después, estaba en Francia, en una suite de un buen hotel, en la cama con Galán. Por eso, a pesar de todo, me sentí tan afortunada que me apreté contra su cuello y se lo fui contando, casi sin darme cuenta.
—Daría cualquier cosa por ver la cara de mi hermano en este momento —mis labios sonrieron solos al imaginarlo—. Te lo digo de verdad, cualquier cosa. Cuando empiece a buscarme y no me encuentre… Eso sin contar con la que les va a caer encima a todos ellos —volví a sonreír—, porque se habrán quedado con el miedo en el cuerpo, eso seguro. Y los alemanes no se han rendido todavía —pero al mover la cabeza para acomodarla mejor sobre su pecho, me di cuenta de que podía ver mi cara, la suya, reflejadas en el espejo de la cómoda, y algo más que no logré descifrar enseguida—. Cuando acabe la guerra, ya veremos ¿no te parece? Entonces…
Nunca llegué a pronosticar lo que pasaría cuando acabara la guerra. Galán lloraba sin hacer ruido. Las lágrimas se le caían de los ojos, le rodaban por las sienes, empapaban la sábana sin que hiciera nada por impedirlo. El no quiso explicármelo, yo no me atreví a preguntar, y así amaneció el 28 de octubre de 1944. Cuando se puso el sol, todavía no había encontrado ningún motivo para salir de la habitación y así amaneció el 29, hasta que a media tarde, después de comerse un bocadillo que le subí del comedor, se puso el uniforme y me informó, en un tono más seco que neutral, de que a las cinco tenía una reunión.
—¿Qué planes tienes tú? —me preguntó después.
—Pues… No sé. Iré con Montse y con los niños a dar una vuelta, a lo mejor les llevamos al cine. Pero volveremos aquí para cenar. ¿Tú…?
—No lo sé —fue hacia la puerta, agarró el picaporte, lo empujó hacia abajo—, pero no creo que nos veamos… —y como si acabara de apreciar el equívoco significado de sus últimas palabras, soltó el picaporte, vino hacia mí, me besó en los labios, pero no sonrió—. Lo que quiero decir es que no me esperes para cenar, porque seguramente llegaré muy tarde.
Montse y yo estuvimos haciendo tiempo en el restaurante hasta que nos avisaron de que iban a cerrar. Luego, intenté esperarle despierta y no lo logré. Tampoco le sentí llegar, pero al día siguiente, por la mañana, aprendí en su manera de abrazarme que aquello, lo que fuera, había pasado ya. Esa era la contrapartida de los bonitos cuentos que nos contábamos, un requisito más de nuestra implacable manera de sobrevivir. Las caídas eran fulminantes, pero provisionales, porque, desterrados de todo como estábamos, no podíamos permitirnos largas estancias en ningún otro lugar, menos aún en la melancolía.
—¿Qué pasa? —y sonrió.
Hasta aquel momento sólo le había visto desnudo o con uniforme, dos variedades que le favorecían tanto que se hacían justicia entre sí, pero cuando salí del baño, me lo encontré vestido de civil, con ropa fea, barata, unos pantalones grises, una camisa clara, una americana de mezclilla y, en el centro, dominándolo todo, un jersey espantoso de lana marrón, estampado en el delantero con grandes rombos rojos y azules.
—Nada, que es la primera vez que te veo vestido así.
—¿Así? —frunció el ceño, luego sonrió—. ¡Ah, de paisano! ¿Y no te gusto?
—Tú sí —me acerqué a él y rodeé su cuello con mis brazos, para que no se ofendiera por lo que iba a decirle—, tú me gustas de todas las maneras, Fernando. Pero esos rombos… Son feísimos, ¿sabes?
—¿Sí? —parecía muy sorprendido—. Espera, que tengo otro —fue a la cómoda, abrió un cajón, y sacó un jersey muy parecido al que llevaba puesto, el fondo verde billar, los rombos, más pequeños, amarillos, naranjas y granates—. ¿Te gusta más este?
—No, déjalo —porque, aunque pareciera difícil, era todavía más feo que el que llevaba puesto—, ¿para qué te vas a cambiar?
—Tampoco te gusta, ¿no?
—No es eso. Es que están pasados de moda.
—¿Sí? Pues me los compré en agosto, al llegar aquí… ¡Ah! —y cuando creía que ya nos íbamos, cerró la puerta y añadió algo más—. Prefiero que no me llames Fernando, ¿sabes? Me gusta más que me llames Galán, sobre todo si hay gente delante. Cuando estemos solos, puedes llamarme como quieras.
—Cuando estamos solos —le cogí del brazo, sonreí, y no le di importancia a lo que en aquel momento me pareció una simple carantoña— es cuando me gusta llamarte Galán…
Lo primero que hicimos después de desayunar, fue ir de compras. Yo escogí, y él pagó, dos jerséis lisos, uno rojo, fino, y otro más grueso, de color tostado y aspecto remotamente militar, que tenía mangas ranglán y unos corchetes a un lado del cuello que permitían levantarlo o dejarlo abierto. Intenté comprarle también una chaqueta pero se negó, ¿por qué?, si esta está muy nueva, aunque accedió a salir de la tienda con uno de sus jerséis nuevos, los rombos sepultados en el fondo de la bolsa, para enseñarme Toulouse a su manera, explicándome por qué me llevaba a determinados lugares, calles, plazas, cafés donde había vivido algo que le apetecía contarme. Luego, cogimos un taxi para ir a comer al restaurante de un hotel pequeño, extraño, una antigua villa rodeada de árboles frondosos, como una isla de elegancia en un suburbio. Cuando aún no me había sacudido del todo un regusto de malestar, consecuencia del estruendoso choque de mis gustos de señorita de buena familia con un jersey cuya mera existencia representaba una sórdida perversión estética, aquella exquisita elección me sorprendió.
—Aquí comí hace poco, con una mujer más fea que tú —me explicó con una sonrisa, antes de abrir la carta—. Y esta mañana, cuando me has obligado a cambiarme de jersey… No sé, he supuesto que te gustaría —puedo tener mal gusto, pero no soy tonto, interpreté, y de pronto, no encontré dónde meterme—. No te pongas colorada, Inés —él se estaba divirtiendo mucho, sin embargo—. La ropa me da igual, siempre me he puesto lo primero que he encontrado en el armario… Te he traído aquí para hablar de cosas más importantes.
Se puso serio, me cogió de la mano y la apretó un momento antes de preguntarme qué pensaba hacer. No le entendí. Fue más preciso, y le confesé que había venido a Francia con él para quedarme con él, si es que él quería quedarse conmigo. Lo primero que me dijo fue que él sí quería. Lo segundo, que me encargara de buscar una casa.
—Hace mucho tiempo que no tengo una casa, ¿sabes?, más de ocho años rodando por ahí, sin saber ni siquiera dónde voy a dormir. El hotel está bien. Es cómodo, y tengo una habitación grande, y eso, pero ya que no hemos podido quedarnos en España… Me gustaría vivir en un piso bonito, que tenga luz, y macetas en los balcones, una casa en la que pueda andar descalzo y desayunar en pijama.
—A mí también —y me enterneció aquella imagen tan sencilla de una vida ficticia, porque la nuestra iba a ser mucho más complicada de lo que yo era capaz de imaginar en aquel momento.
—Búscala tú, ¿quieres? Yo estos días voy a estar muy liado, de reunión en reunión…
Entonces llegó el camarero, pedimos la comida, y me extrañó no haberme preguntado nunca a qué se dedicaría Galán en Francia, si tendría algún trabajo, algo que hacer después de haber estado empleado durante tantos años en hacer sólo la guerra.
—Bueno, en estos momentos… —me contestó—. Estoy disponible.
Claro, pensé para mí mientras asentía para él con la cabeza, claro, si es militar… Aquel adjetivo, disponible, estaba tan ligado a la única profesión que le había visto ejercer, que bastó para saciar mi curiosidad, pero a él todavía le quedaban cosas importantes que decir.
—Y también he estado pensando que tú… —hizo una pausa para escoger con cuidado las palabras—. Deberías buscarte un trabajo, Inés. No es que corra prisa, no es eso, porque yo todavía cobro un sueldo del Ejército francés. No sé durante cuántos meses más lo seguiré cobrando, pero me han pagado atrasos y ahora tengo bastante dinero. Sin embargo, si vamos a montar una casa…
—Claro, claro —repetí, esta vez en voz alta—. Por supuesto que voy a buscarme un trabajo. Ya lo había pensado, no creas. En estos dos últimos días, he tenido mucho tiempo para pensar, ¿sabes?
—Ya —me sonrió—. Lo siento.
—No hay de qué.
Después del postre, miró el reloj, se bebió el café de un sorbo, y decidió que, si queríamos dormir la siesta, y yo quiero, añadió, tendríamos que marcharnos ya.
—La mujer del Lobo ha organizado una fiesta… Bueno, igual sería mejor decir un funeral de bienvenida, en su taberna, a partir de las siete y media.
Yo tenía mucha curiosidad por conocer aquel local y sobre todo a sus dueñas, de las que tanto había oído hablar, pero antes de encontrarme con ellas, descubrí en una pastelería pequeña y coqueta, cerca de la plaza del Capitolio, que había otras mujeres en aquella ciudad.
—Bonjour, Nicole.
—Hélas, mon capitaine! Mais, quel grand plaisir de vous revoir! —y le sonrió con un gesto mucho más elocuente que sus palabras—. Vous êtes, vraiment, tres méchant. Il y a deux semaines, je crois, de votre derniere visite…
Porque Galán, que aquel día me había contado tantas cosas, no me había dicho nada de la jovencísima dependienta que empezó a coquetear con él en el mismo instante en que le vio atravesar la puerta.
—Done… —levantó las pinzas en el aire con una expresión traviesa—. Laissez-moi deviner, vous voulez un demi-kilo de ces petits gâteaux russes, n’est-ce pas?
—Pas du tout, Nicole —y al escucharle hablar en francés, llamando a aquella chica por su nombre, no sentí celos de ella, pero sí de que no me dejara llamarle Fernando—. Aujourd’hui, j’aimerais mieux un kilo de gâteaux assortis.
—Bien sur, mon capitaine!
—Pero, bueno, ¿y esto? —le pregunté en cuanto se dio la vuelta.
—Ten cuidado, que entiende el español —me contestó él, riéndose entre dientes—, la tengo muy bien enseñada.
Desde que le conocí, había vivido tan deprisa que hasta aquel momento ni siquiera se me había ocurrido que él, a la fuerza, habría tenido que tener otra vida, otras mujeres en España y en Francia, antes de encontrarse conmigo en Bosost. Averiguaría algo más muy pronto, aquella misma tarde, aunque los indicios de su vida previa perdieron importancia cuando entré en un lugar destinado a convertirse en uno de los grandes escenarios de mi vida.
—¡Anda, coño! —al llegar a la Taberna Española, nos dimos casi de bruces con un hombre vestido con unos pantalones azul marino y una camisa jaspeada, que era el Lobo, aunque parecía la mitad del coronel que yo había conocido en Bosost—. ¿Y esta mariconada? —señalaba con el dedo los corchetes del jersey que Galán acababa de abrirse.
—Ya ves —contestó él, y los dos se rieron al mismo ritmo.
No pude defenderme porque en ese instante, un montón de mujeres se había arremolinado ya a mi alrededor, para curiosear con el pretexto de saludarme. La única excepción fueron las dos que llevaban puesto un delantal y prefirieron esperar hasta el final, cuando ya habían podido cotillear también los hombres. Nunca las había visto, pero sabía quiénes eran, aunque si no me hubiera fijado a tiempo en la fotografía que el Lobo había colocado de pie, en su mesilla, antes de que le echáramos del dormitorio del alcalde de Bosost, su estatura me habría llevado a asignarles una pareja equivocada.
La más baja, que estaba embarazada de muchos meses y de muy mal humor, era la mujer de Comprendes. Tenía más o menos mi edad, cinco o seis años menos que Amparo, que era casi tan alta como yo y varios centímetros más que su marido. Angelita, menuda y frágil, era guapa de cara, una belleza delicada, un tanto antigua, como de Inmaculada pintada por Murillo, excepto por el pelo, oscuro, fuerte, que le caía por la espalda como una cascada de bucles brillantes. Amparo no era fea, pero tenía la cara demasiado redonda, los huesos enterrados bajo mejillas musculosas y un precoz indicio de papada, aunque en su cuerpo, aquella rotundidad se convertía en una virtud. Tenía la cintura, las caderas muy bien marcadas a pesar de la abundancia de su carne, dura, y tan apretada que el Lobo decía que era imposible darle un pellizco. Quizás por eso, de vez en cuando le daba un azote en el culo al pasar por su lado, una afición a la que tardé en acostumbrarme, porque me resultaba muy difícil conciliar la imagen del coronel al que había conocido en Bosost con aquella mano que solía desencadenar un torrente de quejas en valenciano. Aquella noche no. Aquella noche, Amparo no protestó por nada, porque estaba muy contenta de que el Lobo hubiera vuelto a Toulouse, y tampoco se conformó con dedicarme un saludo convencional. Después de plantarme en cada mejilla una larga serie de besos pequeños y sonoros, me cogió por los hombros, me volvió a mirar, aprobó con la cabeza y fue enumerando mis virtudes en voz alta.
—Una chica española, soltera, joven, morena, cocinera y comunista —y mientras yo calculaba cómo habrían sido las mujeres que no cumplían ninguno de aquellos requisitos, se volvió hacia Galán, para aclarar con quién estaba hablando—. ¿Pues sabes lo que te digo? Que ya iba siendo hora, guapo.
Con eso, estuvo todo hecho. Nunca en mi vida volvería a asistir a un bautismo tan rápido, ni tan eficaz. Angelita me cogió del brazo para confirmarlo, y mientras señalaba a Galán con la otra mano, ninguna de las dos nos dimos cuenta de que estaba explicándome algo que iba a convertirse, y muy pronto, en una parte fundamental de mi vida.
—Un sinvergüenza, ahí donde le ves… Bueno, igual que su amigo porque, anda que… —y resopló como un toro enfurecido para revelar un carácter que yo tampoco habría logrado deducir a simple vista—. ¡A quién se le ocurre quedarse en España sin necesidad, estando yo como estoy!
—Angelita, por favor —él intentó apaciguarla sin mucha convicción—. Sebas no está en España para irse de juerga, ¿sabes? Ya te lo he explicado.
—Sí, me lo has explicado, me lo has explicado… Y cuando tenga el niño, ¿qué, eh? ¿Qué hago? ¿Me lo traigo a trabajar?
—Ya nos arreglaremos —Amparo, de quien habría parecido más lógico esperar un estallido semejante, había nacido en cambio con el don del sosiego, una capacidad prodigiosa para pacificarlo todo—. Tú no te preocupes.
—Puedo venir yo —al escucharme, las dos se me quedaron mirando a la vez, como si hubiera dicho algo incomprensible, y me expliqué mejor—. Cuando Angelita tenga el niño o incluso antes, si queréis. Tengo que buscarme un trabajo, y soy cocinera, así que… —y como ninguna de las dos decía nada, avancé un poco más—. Aquí habrá una cocina, ¿no?
—¡Uf! Tanto como eso… —Amparo meneó la cabeza para enfatizar sus dudas—. No sé yo.
Entonces me llevaron a ver aquel pasillo largo y estrecho que corría en paralelo tras la barra, la cocina que hasta aquella noche habían utilizado solamente como almacén, porque era más cómoda que el sótano. Cuando les pregunté por qué no la usaban, Angelita se me quedó mirando con la boca abierta.
—¡Ah! Pero… ¿Tú crees que podrías cocinar aquí?
—¡Pues claro! —y sonreí—. He cocinado en sitios peores.
—No me lo creo —Amparo negó con la cabeza.
—Bueno, la verdad es que… —tuve que admitir un par de matices—. Tan pequeños y tan incómodos, no —y ellas sonrieron conmigo—, pero peores, desde luego que sí. Y además, si esto es una taberna española… Deberíais poner tapas, ¿no?
—¡Y las ponemos! —Amparo se echó a reír—. Aceitunas sevillanas, pinchos de escabeche con pimientos del piquillo, berenjenas de Almagro, sardinas en aceite… Nos pasamos el día abriendo latas.
—No seas así, mujer —su socia soltó una carcajada antes de mirarme y completar la lista—. También ponemos huevos duros que nos traemos de casa, con un trozo de anchoa por encima.
—Bueno, pues si no queréis…
—¡No, no, no! —Angelita me demostró en ese instante que tenía la mejor cabeza para los negocios de todas nosotras—. Claro que queremos. Si tú te apañas con esto, ya ves, mucho mejor. Hasta ahora, casi siempre vienen hombres solos, a beber, pero si damos tapas buenas, podrán venir con sus mujeres, traer a los niños, y el comedor del fondo, que ahora casi no lo usamos… —y los engranajes de una calculadora congénita, perfectamente engrasada, empezaron a trabajar entre sus sienes.
Cuando volvimos a la fiesta, Galán se levantó como si estuviera inquieto por el resultado de mis gestiones.
—¿Qué, te han contratado? —asentí con la cabeza, y me besó, me abrazó con un gesto de preocupación—. Qué bien, eso es lo mejor para los dos, sobre todo para mí.
Luego me besó otra vez, un beso largo, profundo, que desató una oleada de silbidos en nuestros espectadores, y ya no tuve tiempo de investigar el sentido de sus últimas palabras, porque mientras tanto había llegado el Zurdo, con Montse, que tuvo que soportar su propio escrutinio, y unos minutos más tarde, entró por la puerta el Perdigón con su mujer, Hélène, una francesa de origen antillano que parecía más andaluza que Angelita. Después, volví a la cocina un par de veces, yo sola, para llevarme la alegría de descubrir un horno enmascarado por una pila de cajas de cerveza e ir haciéndome una idea del espacio, y entre unas cosas y otras, se me olvidó preguntarle a Galán por qué tendría él que alegrarse más que yo de que hubiera encontrado trabajo enseguida.
Al día siguiente, volví a la taberna a media mañana para pactar mis condiciones, un trato que resultó tan sencillo como todos los que pusieron mi vida boca abajo en tres o cuatro días. A ellas les pareció bien que me tomara las dos semanas que habría previsto dedicar, a partes iguales, a aprovechar la disponibilidad de Galán para estar en la cama con él, a buscar una casa luminosa y bonita, con balcones en los que poner macetas, a limpiar y acondicionar mi nueva cocina, y a escoger proveedores en los mercados de la ciudad. A mí me pareció bien que el restaurante funcionara como una cooperativa donde todas las socias trabajaban las mismas horas y se repartían a partes iguales lo que quedaba después de restar los gastos de los ingresos. Amparo me advirtió que, cuando se pusiera de parto, habría que cubrir a Angelita, porque estaba sola, Comprendes en España, y yo le pedí a cambio que, si no tenía otro compromiso, contratara a Montse para sustituirla cuando ya no pudiera venir a trabajar. En total, la reunión no nos llevó más de diez minutos. Después, Angelita me comentó que había visto un cartel, Á louer, en un edificio con muy buena pinta, en la mismísima plaza de San Sernin. Aquel piso, oscuro, con habitaciones pequeñas y un pasillo angosto, interminable, no me gustó, pero desde el balcón, vi un cartel idéntico en una esquina. No me dio tiempo a ir a verlo aquella mañana, pero volví con Galán un par de días después, y aunque era más grande de lo que necesitábamos, y más caro de lo que yo había calculado que nos convenía, a los dos nos encantó, porque casi todas las habitaciones daban a la calle, y el salón, con tres balcones estrechos, tan próximos entre sí que creaban el efecto de una cristalera, recibía toda la luz de la plaza.
—Yo la alquilaría —pero, a pesar de todo, me sorprendió que fuera capaz de tomar tan deprisa una decisión como aquella—. Ahora mismo.
—¿Sí? Pues… —su firmeza me desconcertó—. ¿Y no sería mejor esperar, ver otros pisos?
—No, ¿por qué? Hace muchos años que no tengo una casa, ya te lo dije, y esta me gusta mucho. No necesito ver más —a partir de ahí, y aunque el señor que nos la había enseñado no podía oírnos, prosiguió en un susurro—. Vamos a alquilarla, pero tú no hables. Déjame a mí, y luego te lo explico.
La agencia inmobiliaria estaba a la vuelta de la esquina, demasiado cerca para hacer preguntas. Después, cuando aquel hombre terminó de desplegar formularios sobre la mesa con una sonrisa radiante, Galán, con una expresión no menos jubilosa, se fue sacando del bolsillo un montón de documentos que parecían auténticos, con fotos auténticas y un nombre falso, un pasaporte de refugiado, un permiso de residencia, un talonario de cheques y un certificado de una empresa de maderas de Bagnéres de Luchon, cuyo propietario, Monsieur Émile Perrier, acreditaba que Monsieur Carlos de la Torre Sánchez, nacido en Cartagena (Murcia), en 1913, era el director de su oficina comercial en Toulouse.
Al salir de allí, me pegué a él, le cogí del brazo y apreté la cabeza contra su hombro antes de echar a andar. No me atrevía a decir en voz alta lo que estaba pensando, y él tardó un rato en decidir que quería saberlo.
—¿No vas a preguntarme nada?
—Sí —me paré, le miré, lo que estaba pensando era que todo aquello era demasiado bueno para no tener un precio—. ¿Cuándo te vas?
—No lo sé —me sonrió—. Estoy disponible, ya te lo dije, pero supongo que podré quedarme contigo unos tres meses, hasta finales de enero, más o menos.
—¡Ah! —asentí con la cabeza y toda la serenidad que me quedaba—. Mucho tiempo, todavía… Y luego, te mandarán a España, ¿no?
—Claro. Aquí ya no hay nada que hacer —sonrió de nuevo—. Pero volveré. Y volveré a marcharme, y volveré a venir, ya sabes cómo son estas cosas.
—Ya, por eso no quieres que te llame Fernando. Y por eso querías hacerlo todo tan deprisa, ¿no? Encontrar un trabajo para mí, una casa, alquilarla…
—No, para marcharme, no. La he alquilado para vivir allí contigo… No llores, Inés.
—Si no lloro —yo también sonreí, antes de limpiarme los ojos con las manos—. Mira, ¿ves? No estoy llorando.
Me preguntó si quería que nos acercáramos a la taberna a saludar, y le dije que no, que quería irme al hotel y no volver a salir hasta dentro de tres meses. Él se echó a reír, y yo volví a llorar, y a decirle que no estaba llorando, hasta que nuestros ánimos se contrapesaron mutuamente, como los brazos de una balanza bien educada, y a la mañana siguiente, los dos nos levantamos de buen humor, muertos de hambre. Debería haberme recordado a mí misma que el hombre que me sonreía desde el otro lado de la almohada estaba a punto de convertirse en un clandestino, pero no me dio la gana de ser consciente.
En la clandestinidad, que es la peor, y sobre todo, la mejor de las vidas posibles, sólo se puede vivir de una manera. Antes de quedarme sola por primera vez, aprendí a apoderarme de cada minuto, cada hora, cada día que pasaba, y a pensar que mañana no, mañana nunca. Mañana era una palabra, un plazo, un concepto que dejó de existir para mí. Sólo existía hoy, ahora, en este mismo momento. Ese era el único tiempo verdadero, el único que lo sería en muchos años, ahora, un presente rabioso que apenas alcanzaba a proyectarse en un futuro siempre lejano, un plazo que comenzaría mucho, pero mucho después de mañana, esa palabra hueca e inútil, temible y odiosa, que no podía pensar, y por lo tanto, ni siquiera decir, porque para mí, el futuro sólo sería hoy, otro hoy que empezaría el día que él volviera.
Aquella vez, la primera, mañana significaba febrero de 1945, y por eso, febrero de 1945 dejó de existir. Y el 15 de noviembre de 1944, cuando empecé a trabajar, comprendí por qué eso era lo mejor para los dos. Encerrada en aquella cocina tan pequeña, tan incómoda, subiéndome y bajándome de la silla sin parar mientras disfrutaba del bullicio, la creciente frecuencia con la que Amparo me cantaba los pedidos desde la barra, febrero se alejaba un poco más, en lugar de acercarse un poco más cada día. Lo que había aprendido en Bosost, seguía sirviendo en Toulouse. Fuera de una cocina, todo sería peor que dentro, y lo peor, siempre menos malo si me encontraba cocinando. Galán y yo no hablábamos nunca de febrero. Ni siquiera cuando los dos sabíamos que febrero acechaba detrás de las palabras que pronunciábamos.
—Oye, Inés, los papeles que te ha hecho Amparo, el permiso de trabajo, y eso… ¿los tienes tú? —Asentí con la cabeza—. Dámelos.
—Bueno —y fui a mi mesilla, a buscarlos—. Toma, pero no se… Ella ya lo ha arreglado todo.
—Ya, pero yo los necesito para otra cosa.
A primeros de diciembre, todavía no habían florecido los geranios en los balcones, pero ya vivíamos juntos en una casa que se inundaba de luz por las mañanas, y esa no era la única novedad. Yo me encontraba bien, muy fuerte pero un poco rara, porque no había vuelto a tener la regla desde mediados de octubre, antes de marcharme de Pont de Suert. No quise decírselo antes de estar segura, y él pegó primero.
—Ten —me devolvió los papeles y se quedó mirándome, esperando otra vez que comentara algo—. ¿No vas a preguntarme para qué los quería?
El 24 de enero de 1945 cociné para el banquete de mi propia boda. No era la primera vez que preparaba en la taberna una comida para mucha gente. Lo había hecho ya un mes y medio antes, para celebrar el regreso del Pasiego y del Sacristán, y lo hice unos días después, cuando el Partido nos encargó la cena de fraternidad con la que celebrábamos a nuestra manera la Navidad, sin necesidad de mencionar jamás esa palabra. También cenamos todos juntos en Nochevieja. En los primeros minutos de 1945, Angelita, que había parido dos semanas antes y se animó a venir con el bebé por no quedarse sola en casa, se sentó en la silla de la cocina para darle de mamar, y desde allí nos dedicó una advertencia que se convertiría en un clásico.
—Chicas, os voy a decir una cosa y os la digo muy en serio. ¿Vamos a abolir la propiedad privada? Pues muy bien, ojalá, pero mientras no la abolamos… Aquí estamos perdiendo dinero —se cambió de pecho a Miguelito, el mayor de los Migueles que se llamarían así en memoria del Bocas, y sonrió—. En cuanto pueda salir a la calle de paseo con el niño, voy a empezar a mirar restaurantes que estén en traspaso, a ver si encontramos un local que tenga un comedor hermoso y una cocina en condiciones. Porque, con el éxito que estamos teniendo, si nos organizamos bien…, nos podemos forrar.
Había empezado haciendo tapas clásicas, tortillas de patatas, empanadas de lomo, croquetas, boquerones en vinagre, soldaditos de Pavía, ensaladilla rusa. Tuvieron mucho éxito, y no sólo porque la clientela, casi exclusivamente española, estuviera empachada de encurtidos y conservas de pescado, sino porque mis comensales de Bosost se dedicaron a hacerme una propaganda que nunca habríamos podido pagar, entre los camaradas que no habían llegado a comer en aquella casa. Así, unos días antes de que se marchara Angelita, Montse empezó a venir a mediodía para servir las mesas del comedor del fondo, donde ya teníamos clientes fijos que venían a comer, aunque fuera sólo a base de tapas, todos los días. Uno de ellos, Pascual el Ninot, entró en la cocina sin avisar, cuando yo ya había demostrado que sabía hacer algo más que freír croquetas. Habíamos estado juntos un par de veces, porque era amigo de Galán, y me caía muy bien. Sabía que estaba soltero y que había resistido heroicamente todos los envites casamenteros de Amparo, obsesionada por emparejarle aunque sólo fuera porque él era de Alboraya, y ella de Catarroja. Sabía también que había luchado en Francia con Pinocho, y que con él, en la brigada que no tomó el túnel de Viella, había entrado en España en octubre. Sabía que trabajaba en una fábrica de componentes de automóviles, y que vivía en una pensión, pero hasta aquella noche no me había enterado de lo mal que comía.
—Verás, Inés, yo… quería pedirte un favor —y se frotó la frente con la mano, como si no supiera por dónde seguir—. Yo estoy encantado de venir aquí a comer, porque no me gusta nada como guisa mi patrona, pero como los fritos, por muy buenos que estén, acaban cansando, y yo, además, soy muy friolero… Supongo que tienes mucho trabajo, y tampoco es que te pongas a asar un cabrito todos los días, pero, si las haces para ti, o si algún día te sobrara tiempo… ¿Tú no podrías hacerme unas sopas de ajo de esas que cuenta el Perdigón que te salen tan ricas, o unas lentejitas? En fin…
Así, la Taberna Española empezó a servir a mediodía unos menús que tuvieron todavía más éxito que las tapas y la virtud de solucionar un problema doméstico común a todas las socias, porque nuestros maridos empezaron a venir a comer también todos los días. A partir de entonces, aprendí a moverme en aquella cocina como un pez en el agua, y por eso, cuando Galán me dijo que le gustaría que nos casáramos antes de marcharse, no consideré siquiera la posibilidad de celebrar la boda en otro sitio.
—Ni hablar —al escucharme, Amparo se llevó las manos a la cabeza—. No puede ser, ¿cómo vas a hacer una cosa así? Ese día, tú tienes que estar…
—Ese día, cuanto más ocupada esté, mejor para mí.
Porque todos los clandestinos que tenían una mujer se casaban antes de marcharse. Porque todos sabíamos que lo hacían para que no hubiera problemas con los contratos de alquiler, los apellidos de los hijos, la titularidad de los negocios. Para que pudieran cobrar una pensión si pasaba lo peor. Para que pudieran volver a España, instalarse en una ciudad determinada, buscar un piso cerca de una cárcel, y conseguir permiso para visitarles, si pasaba lo menos malo, con independencia de que lo peor se perfilara o no en el horizonte. Porque yo tenía una casa alquilada, un embarazo de tres meses, una fecha asignada para casarme con un hombre que iba a cruzar clandestinamente la frontera.
—Lo tengo todo pensado, en serio —continué, para tranquilizar a Amparo, como si ella fuera la novia y yo su cocinera—. He convencido a Galán para que nos casemos por la tarde, así que me puedo venir por la mañana, temprano, y dejarlo todo preparado. Ya tengo pensado el menú. Voy a hacer un consomé, que se puede calentar mientras sacamos los entremeses, un rape alangostado con dos salsas, que se puede preparar con mucha antelación, y una aleta de ternera rellena con aceitunas, pimientos, jamón y huevos duros, que se sirve fría y está buenísima. Y así, mientras os coméis el rape, sólo hay que calentar la salsa y montar el puré de patatas en un momento.
—Bueno, pero eso no lo haces tú —se resignó por fin.
—Bueno, pero tú tampoco, que seguro que se te agarra… —y ya no le quedó más remedio que reírse.
El 24 de enero de 1945 no fue el día más feliz de mi vida. Tenía demasiado miedo de perder a Galán, y me costaba demasiado esfuerzo tragármelo, pero todo, y no sólo la comida, salió muy bien, aunque pocas veces en mi vida llegaría a trabajar con menos concentración. Mi cocina se convirtió, sucesivamente, en una peluquería, mientras una vecina de Angelita, que se daba mucha maña, me llenaba la cabeza de rulos, una sastrería, mientras Hélène, que era modista, me arreglaba sobre la marcha un vestido de satén negro que me había comprado en las rebajas pero parecía hecho a la medida cuando terminó de ajustármelo, una tienda de ropa, mientras me probaba encima del delantal media docena de chaquetas que me trajeron entre unas y otras, hasta que entre todas decidimos que ninguna me sentaba tan bien como la torera de terciopelo de María Luisa, la mujer del Gitano, una floristería, mientras una prima de Sole me enseñaba varios ramos y prendidos con gardenias, con rosas, con orquídeas, para que escogiera el que más me gustara, y de nuevo en una peluquería, cuando, después de cortar la carne, vestida ya, y maquillada por Montse, la vecina de Angelita me hizo un moño alto, airoso y elegante, sobre el que colocó con mucha gracia un diminuto casquete redondo, rematado con una malla que proyectó sobre mis ojos una sombra sofisticada, muy favorecedora.
—¡Qué guapa!
Un cuarto de hora más tarde, cuando me reuní con Galán en la puerta del ayuntamiento, escoltada por una legión de mujeres perfectamente vestidas, peinadas y pintadas para la ocasión, sonreí al calcular el asombro que habría congelado el apacible gesto de los hombres que nos contemplaban, si hubieran asistido al caos de guisos, rulos, trajes y zapatos del que veníamos. Veinte minutos después, cuando salí de aquel edificio del brazo del capitán Galán, alias Carlos de la Torre Sánchez pero también Ramiro Quesada González, el nombre que aparecía en el pasaporte con el que había llegado a casa de Carlos de la Torre Sánchez un par de días antes, volví a sonreír con más motivos. Acababa de casarme con Fernando González Muñiz, nacido en Gera, concejo de Tineo, provincia de Oviedo, en 1914, pero hasta que escuché aquel nombre, la verdad era que no las tenía todas conmigo.
El 24 de enero de 1945 no fue el día más feliz de mi vida, pero sí uno de los más emocionantes, aunque esa condición se acrecentaría hora tras hora, como si manara de un pozo inagotable, hasta la madrugada del 2 de febrero, cuando me cansé de fingir que estaba dormida, y me di la vuelta en la cama para descubrir que Galán estaba tan despierto como yo, mirándome.
—No sé si he sido capaz de explicarte alguna vez cuánto te quiero —le dije, y él primero cerró los ojos, luego sonrió, por último volvió a abrirlos—. Pero quiero que sepas que ninguna mujer, en este mundo, puede querer a un hombre más de lo que yo te quiero a ti. Ninguna, nunca. Es así de sencillo, y necesito que lo sepas, que te lo aprendas bien, y si pasa cualquier…
No me dejó seguir y yo se lo agradecí. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que el despertador sonó a la misma hora de todas las mañanas. Después, nos despedimos como él quería.
—Me voy a trabajar —y me siguió hasta el recibidor, me abrazó, me besó como todas las mañanas—. Ten mucho cuidado.
—Sí —y se limitó a sonreír—. Hasta pronto.
Eso fue todo. Quedaba lo peor, y siempre sería menos malo si me pillaba cocinando. Por eso, al llegar a la taberna, me quité el abrigo, me puse el delantal, escurrí los garbanzos y puse un cocido en el fuego. No sabía a qué hora se marchaba, ni por qué medio, ni si iba solo, ni quién lo acompañaba. Él no me lo había dicho y yo no se lo había preguntado. Nunca lo sabría, como tampoco sabría cuándo, qué día, a qué hora, de qué manera volvería.
Aquel día, aparte del cocido, ofrecimos otro menú de dos platos, caldo gallego y bonito con tomate, de postre, fruta, natillas y tocinos de cielo, un dulce que siempre me amargaba el ánimo, aunque aquel día nada me entristeció tanto como la cara de Montse, que revoloteaba a mi alrededor para estudiarme sin despegar los labios. Pretendía calcular cómo se sentiría ella tres días después, pero no se daba cuenta de que cada una de sus miradas, cada uno de sus suspiros, me hundía un poco más en la certeza de que Galán se había marchado ya.
—Montse —Amparo, que lo comprendió enseguida, hizo lo mejor para las dos—. ¿Por qué no te quedas en casa mañana y pasado, y aprovechas…? He hablado con Lola y no le importa venir. Y así… Bueno, ya sabes.
El Zurdo, que no había podido arreglar a tiempo los papeles para casarse con ella, también se marchaba a España. Éramos una cooperativa en todo, también en eso, y a Lola, la chica que nos echaba una mano los fines de semana, cuando la taberna se ponía de bote en bote, ni siquiera se le habría pasado por la cabeza decirnos que no. Aquel día, Montse y yo salimos juntas y nos despedimos en la esquina de siempre con un abrazo estrecho y silencioso. Ella no volvería al trabajo hasta cuatro días después, pero yo volví a las siete de la tarde, cuando decidí que no aguantaba ni un minuto más, sola en aquella casa tan bonita, tan luminosa, con macetas de geranios en todos los balcones.
—Pero ¿qué haces tú aquí? —Amparo se preocupó al verme llegar.
—Nada, que… —pero me daba vergüenza explicárselo a través de la barra—. Que he pensado… He venido por si queréis que os haga la cena.
Así, la Taberna Española empezó a servir también cenas, una carta de tapas elaboradas y platos ligeros que enseguida convocó a nuestros clientes más fieles también por la noche. Entre ellos, estuvieron desde el principio Matías y Andrés, que encontraron un hogar inesperado cuando el Sacristán volvió a Toulouse.
—Es que yo, estando como estoy, ya no creo que vaya a casarme—. Una semana después de su regreso, vino a comer y se sentó en la que nosotras llamábamos «la mesa de la familia», tres o cuatro juntas, en realidad, que todos los días montábamos y reservábamos sin saber cuántos de los hombres de Bosost iban a venir a ocuparla. Aquel día había estado casi completa, pero cuando el Lobo se marchó para llevar a sus hijos de vuelta al colegio, Pepe esperó a que se marcharan Galán y el Zurdo, el Pasiego, el Botafumeiro y los demás, antes de mandar a Montse a buscarme. Nos anunció que tenía que hablar con nosotras de algo muy importante, pero ninguna de las dos adivinamos adonde quería ir a parar después de aquel preámbulo.
—Por eso he pensado que, si a vosotras os parece bien, me voy a llevar a los niños a vivir conmigo. Ellos necesitan a alguien que los cuide, ¿no?, y yo también necesito que cuiden de mí. Además, así, nos hacemos compañía. Conozco a una mujer que puede venir a limpiar un par de veces a la semana. Ellos comen en el colegio, para cenar, podemos venir aquí, y para lo demás, ya nos las arreglaremos…
—No, Pepe —Montse fue más rápida que yo—. Nosotras te lo arreglaremos todo, tú no te preocupes.
Cuando Matías y Andrés se marcharon del hotel, Mercedes ya vivía en casa de Germán el Tranquilo, que era de Almendralejo y había conocido a su padre, anarquista, en el comité de enlace de su comarca. A María la Tranquila le llamó la atención el acento de la niña en la misma fiesta en la que yo encontré trabajo, la invitó a comer al día siguiente, y las dos se entendieron tan bien que Mercedes sólo volvió al hotel a recoger su ropa. Yo me alegré por ella, pero no me alegraba menos cuando el Sacristán entraba por la puerta con sus muletas, y un niño a cada lado, todas las noches.
En febrero de 1945, aquel mes maldito, empecé a vivir en la taberna más que en mi casa, y mis socias, mis clientes, me ayudaron a soportar la ausencia de Galán como una familia adoptiva, flamante y benéfica. Aquella solidaridad, que fluía en todas las direcciones como un río de incontables brazos, me trajo también, de vez en cuando, regalos inesperados.
—¡Inés, sal un momento, que aquí te buscan!
Antes de que empezara marzo, y con él, el tiempo a descontar para que Galán volviera, ya no tanto los días transcurridos desde su partida, Amparo me llamó dos veces desde la barra.
—Estuve con él antesdeayer, ¿comprendes? —aquel fue el primer regalo, pero habría llorado de emoción al volver a verle, al poder abrazarle otra vez, hasta si no me hubiera traído ninguna noticia—. Lo he encontrado un poco más gordo, aunque ya adelgazará, eso seguro, ¿comprendes?, pero por lo demás… Está estupendamente.
Cuando me separé de él, abracé a Angelita con la misma intensidad, y ella me apretó entre sus brazos para demostrarme que entendía muy bien por qué lo hacía. Después, al cerrar la taberna, me quedé en la cocina para hacer unos cuantos kilos de rosquillas y celebrar así el regreso de Comprendes, que volvió muy contento, todavía más cansado, y sobre todo delgadísimo, como todos los que tenían la suerte de volver.
No había pasado ni una semana cuando Amparo volvió a llamarme, ¡Inés, sal un momento, que aquí te buscan!, justo después de haberme reclamado una ración de calamares con la misma prisa, las mismas palabras, la entonación de siempre. Aún no le había dado tiempo a recoger el plato de la ventana y ya parecía otra mujer, tan nerviosa como si estuviera contemplando una escena extraordinaria. Para mí, un mes después de mi boda, sólo había una escena digna de aquel adjetivo, y era imposible, yo lo sabía, pero no pude evitar que se me disparara la cabeza, y me preparé para salir como si le estuviera oyendo hablar al otro lado de la barra. Me lavé las manos, me quité el gorro, me arreglé el pelo delante del espejo, me pellizqué las mejillas y sonreí, pero Galán nunca llegó a contemplar esa sonrisa. En su lugar, Carmen de Pedro, muy arreglada y con un aspecto tan rutilante como si hubiera vuelto a nacer otra vez desde que nos vimos en Bosost, sólo cuatro meses antes, me devolvió una parecida, tan amplia y tan crujiente que cualquiera habría pensado que no nos conocíamos.
—Perdona —me disculpé, como si la curva de mis labios representara una ofensa para ella, quizás porque en aquel momento, y aun sin quererlo, volví a ver al Bocas como si lo tuviera delante—. Creía que eras mi marido.
—No, yo… Bueno, quería saludarte, y… —su aplomo se había desvanecido en un instante— presentarte al mío —dio un paso atrás para dejarme ver al hombre que la acompañaba—. Agustín… —él me tendió la mano derecha y yo se la apreté por un impulso puramente mecánico, desmenuzando todavía su condición, sin acabar de comprenderla del todo—. Esta es Inés, la mujer del capitán Galán.
—La cocinera de Bosost —supuso él, un hombre guapo, joven pese a las entradas que le ventilaban el cráneo, como éramos todos jóvenes en aquella época, y con el aire inequívoco, autoritario y distante, de estirpe soviética, que distinguía a los dirigentes políticos de los militares, al menos de los que vivían en Francia y eran, paradójicamente, mucho menos rígidos.
—Pues sí —y me esforcé por sonreír—. Eso es justo lo que soy.
—Inés y yo somos viejas conocidas, de los tiempos de Madrid —ella hizo el mismo esfuerzo, y sonrió también mientras señalaba mi cuerpo, mi vientre apenas abultado por cuatro meses de embarazo—. Y por cierto, me he enterado de que estás esperando —asentí con la cabeza—. Enhorabuena, porque, además, debe de ser español.
—Bueno, españoles serán todos, pero, por lo que dice el médico, parece que a este nos lo trajimos de Arán, sí…
—¡Carmen!
La aparición de Lola, que salió en aquel momento de la cocina con los brazos abiertos, me permitió apartarme un poco, y pensar en lo que estaba viendo. Porque si me lo hubieran contado, no habría podido creerlo.
En febrero de 1945, en la Taberna Española de Toulouse cocinaba la mujer de un oficial del ejército de la Unión Nacional, que era yo. Había dos camareras fijas en la misma situación y, tras la barra, cogiendo reservas, asignando mesas, poniendo copas y haciendo cafés, la mujer de uno de los jefes de aquel ejército. Entre todos los locales que servían comidas en aquella ciudad, ninguno era menos propicio para que Carmen de Pedro fuera a comer con su flamante marido. Cuando Montse llegó al restaurante y vio a Lola abrazando a Carmen, y a ella tan sonriente, tan feliz, tan recién casada, se hizo evidente que ninguno habría sido tampoco más peligroso.
—Hace falta tener poca vergüenza.
Aunque nadie nos llamaba todavía «el dúo de bombos», Montse también había pasado la frontera embarazada, más o menos de los mismos días que yo. Sin embargo, justo después de la marcha del Zurdo, empezó a pasarlo mal por las dos. La soledad, que no afectó a mi embarazo, empeoró el suyo, y aquel día, cuando vino a trabajar, tenía tan mala cara que la mandamos a casa, a comer y a descansar un rato. Por eso llegó sólo en el segundo turno, y no vio a Carmen sentada en una mesa, mirando a su marido a los ojos, pero le dio lo mismo encontrarla a punto de marcharse, con el abrigo ya puesto.
—Mejor dicho, lo que hace falta es no tener vergüenza —tampoco volvería a tener náuseas después de increparla en voz alta, desde el centro del comedor, con los brazos en jarras—. Después de lo que ha pasado, venir aquí a comer, como si tal cosa…
Mientras la escuchaba comprendí que, por muchos años que llegara a vivir, por muchas cosas graves, importantes, trascendentales, que pudieran pasarme después de aquel día, nunca llegaría a olvidar aquel momento. Y que si era verdad que la memoria se vaciaba un instante antes de la muerte, si era verdad que proyectaba a toda velocidad las imágenes fundamentales de una vida antes de apagarse para siempre, algún día volvería a verlo todo como lo estaba viendo entonces desde la puerta de la cocina, Montse de pie, en el centro del comedor, con el abrigo puesto, sus ojos como alfileres, como agujas, como clavos tenaces y oxidados crucificando a Carmen en el madero de su culpa, y Angelita detenida entre dos mesas, con una bandeja en la mano, antes de soltarla y acercarse a Montse, antes de abrazarla desde atrás, colocando una mano sobre su hombro para que ella la apretara con la suya sin decir nada, sus dos cabezas juntas, sus dos pares de ojos perforando el aire al mismo tiempo, tan quietas que parecían una sola estatua, una escultura clásica y terrible, la efigie de una hidra con dos cabezas y el don de petrificar cualquier superficie sobre la que se posara su mirada. Eso fue lo que vi, eso y el cementerio de Bosost, los apresurados entierros del último día, Miguel Silva Macías, 1923-1944, las lágrimas del Zurdo, las lágrimas de Comprendes, las lágrimas de un Sacristán que ya no tenía pies ni dos tobillos, la cabeza vendada y una voz que no parecía la suya, vete, Román, vete, marchaos de una vez, dejadme aquí. En aquel instante, volví a contemplar todas aquellas lágrimas, y las de Galán, tan sigilosas que apenas había llegado a verlas reflejadas en el espejo de una cómoda.
Nunca podría olvidar ese momento, nunca, Angelita, que se había jugado la vida tantas veces en la Francia ocupada antes de conocerme, y Montse, que ni siquiera sabía qué era ella exactamente cuando la conocí, plantadas como un solo árbol inmenso en el centro de la taberna, mientras tres hombres de aspecto corriente, pantalones oscuros, chaquetas de mezclilla, tres jerséis de punto sobre tres camisas blancas, dos con corbata y uno sin ella, asentían con la cabeza y el cuerpo tenso, las piernas preparadas para saltar, cada uno desde una mesa distinta. Carmen ni siquiera sabría quiénes eran, yo sí. Yo les conocía, y sabía lo que significaba para ellos la violencia de aquella escena tan lenta, tan quieta, silenciosa como el aire que sucede por un instante al trueno, a los relámpagos que arrastran las tormentas, el Ninot, que había entrado en Arán con Pinocho, el Tranquilo, que había pasado por el Aneto para desplegar a sus hombres en la sierra de Alcubierre, y al fondo, en la mesa de la familia, el Gitano, que quiso volver de España con sus camaradas después de que, en nombre de aquella mujer, le hubieran prohibido ir con ellos.
Carmen apenas los conocía, quizás no habría podido reconocerlos ni siquiera si los hubiera mirado, pero no los miraba, no me miraba a mí, no miraba a Lola, ni siquiera miraba a su marido, que nos miraba a todos con una expresión alucinada, las pupilas dilatadas por el asombro, esa expresión altiva, soberbia, para la que el idioma español ha creado una frase tan eficaz, mucho más brillante que cualquier adjetivo, usted no sabe quién soy yo. Eso era lo que estaba pensando Agustín Zoroa, que Montse y Angelita no sabían quién era él, a quién estaban maltratando. No se podía creer lo que esas dos simples camareras le estaban haciendo a su mujer, a la mujer que estaba casada con él, el dirigente destinado a ocupar el puesto de Monzón, a convertirse en el secretario general del interior, pero aquella vez, Carmen de Pedro necesitó algo más que la protección de un hombre dispuesto a salvarla.
—Montse… —yo tampoco podía, ni siquiera quería salvarla, pero lo que estaba viendo en su cara me impulsó a intervenir.
—¿Cómo que Montse? ¿Qué pasa, que a ti el embarazo te está afectando al cerebro?
—¡Montse! —pero Amparo lo dijo más alto, con su peculiar acento autoritario, que era suave e inflexible al mismo tiempo—. Déjalo ya… —y todo se disolvió tan deprisa como había empezado.
Después, cuando Montse me pidió perdón, y yo le pedí perdón, y ella le pidió perdón a Amparo, y Amparo se lo pidió a su vez, hasta que Angelita dijo que ya valía, que nos diéramos todas por perdonadas y nos pusiéramos a trabajar, porque con tantas disculpas se estaban amontonando los pedidos, todavía no entendía muy bien lo que me había pasado. Carmen se había ido corriendo con la cabeza baja, los ojos fijos en las baldosas del suelo, y Agustín había salido detrás de ella, andando más despacio y amenazándonos a todos con la mirada, pero eso me había dado igual. No le tenía miedo. Nunca me dio miedo, si acaso compasión, jamás tanta como aquel día, pero mucha menos que la que me inspiró su mujer.
Yo pensaba lo mismo que los demás, que Carmen era culpable, tan culpable como Monzón aunque fuera mucho más tonta, aunque se lo hubiera jugado todo por él, para él, que nunca la habría correspondido de la misma manera, porque nunca la había amado con la intensidad enloquecida, terminal, suicida, del amor que recibía. Yo pensaba lo mismo que los demás, y me quedé tan pasmada como ellos cuando me enteré de su boda con Zoroa, una noticia que hizo aflorar a mis labios una versión cualquiera del exabrupto que escuché tantas veces, ¡joder!, ¡coño!, ¡la hostia!, como si ninguno de nosotros encontrara una fórmula adecuada para traspasar la barrera del asombro. Yo pensaba lo mismo que los demás, pero comprendí a tiempo que aquel día Carmen no había querido desafiarnos, sino enseñarnos un camino para pensar en ella de otro modo, ofrecernos un puente para cruzar el río de interjecciones malsonantes que se desbordaba de ventana en ventana, de terraza en terraza, de portal en portal, cada vez que salía con su marido a la calle para afirmar una verdad en la que nadie podía creer.
Para eso había venido, para eso había escogido la mesa más visible, para eso había estado haciéndole carantoñas a Zoroa entre plato y plato, y se había atrevido a saludarme a mí, que entonces era todavía, y sobre todo, la cocinera de Bosost, la hermana de un falangista que había llegado galopando, con tres mil pesetas y una sombrerera llena de rosquillas, al cuartel general del Lobo, la que hacía migas para desayunar y, por las noches, unas sopas de ajo que estaban como para cantarles coplas, la que había cazado a Galán, primero follando como ya no follaban las mujeres en España, y después, errando el tiro para acertarle a una campana que acabó salvándole la vida. Esa era yo, y era famosa, tanto como para expedir certificados públicos de salvación. Eso creía ella y para eso había venido, para decirme, mírame, ¿ves?, ya no soy la misma de hace tres meses, ya estoy en gracia otra vez, soy una más de vosotras, igual que vosotras, la buena esposa de un buen comunista.
Cuando volví a la cocina, ya sabía que nunca podría olvidar la humillación que vi en sus ojos, la súplica que acechaba detrás de aquel aplomo flamante e imposible, la desolación culpable que lo arruinó en una fracción de segundo, y su vergüenza, una vergüenza que le correspondía sólo a ella, de la que nadie podría nunca absolverla y que logró conmoverme, sin embargo. Nunca llegaría a entender bien a aquella mujer. Nunca comprendería su cobardía, la indigna solución que le permitió escapar del callejón sin salida al que la había llevado su amor, aquella boda apresurada que resolvió un desengaño con otro engaño, después de haber renunciado a Jesús sin pelear, sin habérselo echado siquiera a la cara. Siempre sospeché que, cuando se casó con Zoroa, Carmen seguía enamorada de Monzón, que habría vuelto a sacrificar cualquier cosa, su posición, su salvación, su futuro, si él la hubiera llamado a su lado. Eso era lo que pensábamos algunos, otros, que ni siquiera la había movido el despecho, que había actuado por puro oportunismo. Pero aquel día, yo adiviné otra parte de la verdad mientras Montse y Angelita, y el Ninot, y el Tranquilo, y el Gitano, la miraban de lejos, de perfil. Estaba tan cerca de ella que logré ver su miedo como si fuera un bulto, una excrecencia, un tumor sólido y maligno asomando a su rostro, la sombra de un pánico brutal que jadeaba como un animalillo inválido, aterrorizado, solo, desde el fondo de sus ojos, pobre Carmen.
—¿Y Jesús Monzón? —por la tarde, cuando nos quedamos solas, Amparo formuló en voz alta la pregunta que todas habíamos hecho para nosotras mismas mientras trabajábamos como si nada hubiera alterado la rutina de todos los días—. ¿Sabrá lo que ha pasado, que Carmen se ha casado con otro, que ese otro es Zoroa? Me gustaría saber qué piensa de todo esto.
—¿Que qué piensa? —y Lola, que acababa de demostrarnos que era la única que conocía bien a Carmen de Pedro, contestó sin vacilar—. Te lo digo yo. Jesús, que lo sabe todo, está ahora mismo en Madrid descojonándose de risa. Pero descojonado vivo, vamos, como si lo viera…
Aquel episodio no tuvo consecuencias. Unos días después, supimos que Zoroa había protestado, que había exigido que Montse se disculpara, que desagraviara a Carmen en el mismo lugar y en las mismas circunstancias que había escogido para ofenderla, pero que alguien le dijo que no jodiera, que lo que más le convenía era quedarse callado y dejarlo estar, porque no estaba el horno para bollos. En aquellos momentos, para el horno en el que se cocía la dirección del Partido, el cabreo de Agustín representaba un pan barato, un riesgo insignificante en comparación con la empanada que podría desencadenar el cabreo de los camaradas del Zurdo, los hombres que, en su ausencia, defenderían a su dama para arrastrar consigo la indignación de todo el Ejército de la Unión Nacional, de López Tovar hacia abajo, y devolver relieve, contraste, color, a la memoria de las víctimas de Arán, aquellos cadáveres que flotaban en el limbo de las responsabilidades que a nadie le convenía asumir.
Son cosas de mujeres, le dirían, una agarrada sin importancia, nada grave, pero cuando las cosas fueron de hombres, se resolvieron de la misma manera. Si el Sacristán había logrado volver a Toulouse sano y salvo, fue porque, menos de una semana después de la retirada, el Lobo acompañó a su jefe a una reunión donde nadie le esperaba y exigió un plan de evacuación para los dos oficiales que había dejado en España. Después de escucharle con mucha educación, los políticos le miraron, le sonrieron, y le dijeron, camarada, en estos momentos, eso no es prioritario. El Lobo les devolvió la sonrisa, sacó la pistola de su cartuchera, la puso encima de la mesa con un gesto apacible, hasta amistoso, calculadamente pacífico, pero la puso encima de la mesa, y arrimó una silla para sentarse en ella. Pues yo siento discrepar, camaradas, opinó por fin, pero a mí me parece que en estos momentos no hay nada más prioritario. Y un mes y medio más tarde, el Pasiego volvió a coger al Sacristán en brazos para abordar la lancha que los recogió de madrugada, en una cala desierta al norte de Cadaqués, y los llevó hasta el pesquero francés que los desembarcaría en un pueblecito cercano a Perpiñán unas horas más tarde.
Al día siguiente, yo misma asé un cabrito para celebrarlo, y me dio tanto trabajo que creí que era la última en abrazar a los recién llegados, pero cuando volví a la cocina, vi a Lola en el umbral, retorciendo un trapo entre las manos mientras me miraba con una expresión errónea, dulce y ansiosa, tan carnal que no podía estar destinada a mí. Entonces giré la cabeza para descubrir que tenía al Pasiego pegado a los talones.
—Lola… —él llegó hasta ella y la besó en las mejillas con una naturalidad impropia del incendio que desataron sus labios—, ¿cómo estás?
—Bien —ella se tapó la cara con el trapo antes de sonreír—. Muy contenta de verte.
El Pasiego retocó la posición de las gafas sobre la nariz, sonrió a su vez, se dio la vuelta, se sentó al lado de su legítima y no volvió a acercarse a Lola, pero tampoco dejó de mirarla. Desde aquella noche, yo también miré con más atención a aquella chica que siempre me había parecido especial, de entrada por su físico, porque no era una belleza, pero sí una mujer interesante, con un cuerpo flaco, escurrido, casi andrógino excepto por los pechos, grandes y redondos, aún más llamativos en relación con su delgadez, y un rostro afilado, pero atractivo, que declaraba nítidamente su origen mestizo de gitana rubia, la primera condición heredada de su padre, gitano por los cuatro costados, la segunda de su madre, que había nacido en Río Tinto, fruto del matrimonio de un capataz inglés con una nativa de padre escocés. Aquella mezcla, que explotaba en el aire cada vez que el Perdigón la reclamaba para que le acompañara con las palmas, se mantenía en un estado de combustión sostenida mientras trabajaba muy bien y muy deprisa, pero sin despegar apenas los labios, como si tuviera muchas cosas en las que pensar. Ese silencio clamoroso, cargado de ruido, era el único rasgo que tenía en común con el Pasiego, que solía estar tan callado como ella, sin dar tampoco nunca la impresión de estar obligado a hacerlo por no tener nada que decir. Quizás por eso, no me extrañó descubrir que había algo entre ellos, aunque me equivoqué al calcular que no tendría consecuencias. En el verano de 1945, cuando volví a pillarles, descubrí mucho más que una historia de amor que terminaría llevándose el matrimonio de la Pasiega por delante.
El Zurdo y Montse, que no consiguieron arreglar los papeles a tiempo para casarse en el otoño del 44, decidieron hacer coincidir su boda con la Virgen de agosto, y la celebramos en nuestro nuevo restaurante, una semana antes de abrirlo al público. Aquel día, yo volví a trabajar para ocuparme del banquete, después de tener una niña que nació el 17 de julio, exactamente nueve meses después de que escuchara la noticia de la Operación Reconquista en un noticiero de la Pirenaica, pero diez días antes de lo que había previsto el médico. Galán seguía en España, bien, según lo que me habían ido contando unos y otros, así que, cuando llegó el momento, Angelita se sentó a mi izquierda, y Amparo, a mi derecha, me cogió de la otra mano y me animó a decir barbaridades, tú di lo que se te ocurra, cariño, que yo soy valenciana y no me asusto de nada… El parto fue bueno, y el 22 de julio ya estaba levantada, haciéndome la comida, cuando escuché la puerta de la calle, que había dejado sólo encajada para que el timbre no despertara a mi hija, que acababa de dormirse.
—¡Estoy en la cocina! —avisé a la que viniera a verme, antes de que el eco de unos pasos sobre el parqué del recibidor, me dejara sin aliento.
—Pero, bueno… —y Galán, muy contento, muy cansado, y muy delgado, asomó la cabeza por el umbral—. ¿Tú no salías de cuentas la semana que viene?
Aquel verano fue el mejor de mi vida, y no sólo porque Angelita hubiera encontrado, a la vuelta de la esquina, un local estupendo y razonablemente barato, con una cocina tan grande que al principio tenía la sensación de perderme en ella. Lo habría sido incluso si ella no hubiera decidido —lo tengo todo pensado y está clarísimo, chicas, hay que aprovechar la publicidad gratuita— que tenía que llamarse Casa Inés, y llevar debajo, como un reclamo o un imprescindible apellido, una frase que me seguiría emocionando incluso cuando consiguiera atravesar la puerta sin pararme a leerla sobre el toldo, «la cocinera de Bosost». Aquel verano fue el mejor de mi vida porque Galán había vuelto, porque había conocido a su hija Virtudes, porque cuando abría los ojos por la mañana, lo encontraba dormido a mi lado.
Nunca viviría un verano más feliz. Tampoco llegaría nunca a alegrarme tanto de no tenerlo cerca como el 16 de agosto, cuando la fiesta terminó.
Igual que en nuestra boda, aquella noche vino todo el mundo. En el comedor no cabía un alfiler, y mi cocina nueva se quedó que daba miedo verla, pero no me importó. Después de servir los entremeses, me quité el delantal y me senté al lado de Galán, a cenar y a celebrar la fiesta con los demás, aunque me levantaba de vez en cuando para ver cómo iban las cosas por allí dentro, y siempre encontraba la cocina casi perfecta, y a Lola fregando, limpiando, recogiendo.
—Pero ¿qué estás haciendo? —le dije varias veces—. Deja eso para luego y ven conmigo, mujer.
—No, de verdad, déjalo —y ella se resistió una vez tras otra—, si estoy mejor aquí.
—Pero ¿cómo vas a estar mejor aquí? ¡Que es la boda de Montse, Lola, haz el favor de salir ahora mismo!
—Es que hoy no tengo el cuerpo para fiestas, en serio…
—¿Cómo que no?
Al final, la saqué a empujones, la senté a mi lado, y no la dejé volver a levantarse. Ella se dio por vencida, pero apenas comió, bebió mucho y fumó sin parar, sin mirar nunca hacia el rincón donde el Pasiego, sentado al lado de su mujer, no comía nada, bebía mucho y fumaba sin parar, sin dejar tampoco de mirarla. Por eso, cuando la Pasiega se levantó para ir al baño y Lola me avisó de que iba un momento a la cocina, no le dije nada. Él fue detrás y no volvió, su mujer salió del baño y él no había vuelto, se sentó en su silla, miró a su alrededor y entonces sí que me levanté, y hasta me dio tiempo a escuchar el final de una conversación.
—Pues esta misma tarde, con haberme dicho que no… —él lo dijo en un tono tranquilo, sereno.
—¡Vete a tomar por culo, cabrón! —ella no.
Eso habría sido todo si el Pasiego, al cruzarse conmigo, no llevara pintada en la cara una sonrisa transparente, reveladora de que ningún insulto le había sentado mejor en su vida. Lola, en cambio, estaba tan alterada que ni siquiera se había dado cuenta de que les había escuchado, y al verme, salió conmigo sin rechistar, se sentó a mi lado, y no volvió a moverse hasta que quitamos las mesas para que bailaran Montse y el Zurdo, y después los demás, Galán y yo, también el Pasiego con su mujer. Antes de que pudieran dar un paso al compás de la música, se metió para dentro y no se lo impedí.
Al final, cuando Galán vino a decirme que iba a llevar a los novios a su casa, ya había limpiado tanto, y con tanta furia, que sólo quedaban algunos vasos sucios, pero me quedé a acompañarla, y después de cerrar, salí con ella a la calle, a dar una vuelta. Necesito que me dé un poco el aire, me dijo, y lo entendí. La seguí sin decir nada en la dirección opuesta a la esquina donde había quedado con mi marido un cuarto de hora después, y enfilé tras ella el callejón al que daba la puerta trasera del restaurante, un pasillo estrecho con muchos cubos de basura y un par de portales aislados, para darme cuenta de que la pobre Lola se conformaba con dar una vuelta de verdad, rodeando simplemente la manzana.
Era un recorrido muy humilde, aunque no logramos completarlo nunca. El callejón estaba mal iluminado, pero antes de llegar a su mitad, distinguimos la sombra de un bulto confuso contra la puerta trasera de nuestro local. Si hubieran escogido cualquier otro edificio, quizás hubiéramos pasado de largo sin ver nada, pero nos asustamos, y no porque pensáramos que fueran ladrones. Si lo hubieran sido, se habrían asustado más que nosotras y habrían echado a correr, pero tampoco era solamente eso. Aquel bulto apenas se movía y era extraño, extraña su quietud, su perfil, su silencio, su tamaño. Por eso seguimos andando, y ellos debían estar tan absortos en lo que hacían, que cuando nos oyeron ya era tarde. Cuando el Ninot, que había sido uno de los últimos en dar el banquete por terminado, se volvió hacia nosotras, y nos reconoció, y cerró los ojos, y bajó la cabeza, y se apoyó tan largo como era contra la puerta de metal, ya habíamos visto su mano derecha apresando una polla que a mí, quizás por la sorpresa, pero seguramente porque era verdad, me pareció enorme, y que, sin margen de discusión alguno, estaba tiesa, dura como una piedra, pidiendo más, igual que los ojos turbios, los labios abiertos, húmedos, a medio besar, de su propietario, un chaval marroquí que no tendría más de veinte años y trabajaba en la frutería donde comprábamos todos los días.
En ese momento cogí a Lola del brazo, nos dimos la vuelta y nos alejamos de allí deprisa, pero sin correr.
—Yo no voy a contar nada de lo que acabamos de ver —proclamé sin mirarla, casi sin pensarlo, aunque mi memoria evocó por su cuenta la cara del Lobo, ardiendo de furia, mientras de mis oídos brotaba una letanía, la única palabra que sabrían pronunciar una y mil veces sus labios tensos, expulsión, expulsión, expulsión—. Ni a mi marido, ni a nadie, nunca. Y si tú cuentas algo, y alguien me pregunta, diré que es mentira, que yo no he visto nada —y por fin la miré—. Lo entiendes, ¿verdad?
Ella me devolvió una mirada que me pareció incrédula, antes de que me diera cuenta de que era más burlona que otra cosa.
—Yo soy de Cádiz —sentenció, y sólo al rato, por si eso no hubiera sido bastante, se explicó mejor—. Lo único que espero es que Pascual tenga más arte que yo para gastar lo que tenemos entre las piernas —volvió a mirarme, y sonrió—. Que parece que sí, porque, lo que es tener, tenía lo suyo y lo de su vecino, el chiquillo…
Nos echamos a reír al mismo tiempo, y después, a ninguna de las dos nos costó trabajo recuperar el tono de una conversación normal.
—No sabía que fueras de Cádiz, Lola, yo creía que eras de Huelva…
—No, de Huelva era mi madre. Yo soy de Cádiz, bueno, de un sitio que se llama Torrebreva, que no lo conocerás ni de nombre, porque ni siquiera es un pueblo, sólo cuatro casas juntas alrededor de una venta… Está cerca de Rota, entre Chipiona y Sanlúcar de Barrameda.
—Ya —asentí, más tranquila—. Y por cierto, tú no sabrás hacer albóndigas de rape, ¿verdad?
—¿Yo? —y se me quedó mirando, muy sorprendida—. Claro que sé.
Y claro que sabía. Sabía hacer albóndigas de rape y muchas cosas más. Escoger un brindis, por ejemplo.
El Ninot tardó más de dos meses en estrenar Casa Inés, y tuvo mucho cuidado en esperar a que Galán volviera a marcharse a España antes de hacerlo. Cuando volvió, a mediados de octubre entró sin saludar, aunque él había sido uno de los principales responsables del éxito de nuestro negocio. Por eso le pedí a Amparo que me avisara en el momento en que pidiera la cuenta, y antes de que se la llevaran, me quité el gorro, salí al comedor, me senté en su mesa y llamé a Lola.
—Yo te lo quería explicar, Inés —empezó a balbucir, la mirada humillada, fija en los cuadros del mantel, el miedo temblándole en la voz—, porque lo de la otra noche no es lo que parece, de verdad que no. Yo, antes, nunca… De verdad que…
—Cállate ya, Pascual, que mira que te gusta hablar —y me volví hacia Lola—. Trae tres copas y la botella de coñac, la buena, ¿quieres?, que vamos a brindar.
—¿A brindar? —él por fin me miró, con el terror pintado en la cara—, ¿y por qué? —pero Lola me había entendido.
—Vamos a brindar por los hombres —le dijo en un susurro, mientras llenaba las copas—, por lo malos que son y por lo buenos que están, los hijos de la gran puta… Por ti, Ninot, y por mí, que falta me hace —y me señaló con la suya en el aire—. Por esta no, que tiene de sobra, no hay más que verla.
—¡Sí, seguro! —protesté—. Sobre todo ahora, que acabo de quedarme otra vez a dos velas.
—Cuando quieras, te las cambio sin mirar —me replicó ella—, las velas, digo.
—Yo también te las cambio —y Pascual sonrió por fin, mientras hacía chocar su copa con la mía.
Entonces, como si las albóndigas de rape estuvieran suspendidas del hilo de aquella crisis, me acordé de que Lola y yo teníamos una cita pendiente, y se ofreció a enseñarme a hacerlas el lunes siguiente, cuando el restaurante estuviera cerrado. Quedamos a las seis y me llevé a Virtudes, que era muy buena y estuvo dormida en su cochecito todo el tiempo que Lola necesitó para explicarme lo que había que hacer, y hasta para contarme una parte de mi propia vida que yo ignoraba.
—No fue culpa de ella, te lo digo en serio.
A solas en la cocina, con todas las puertas cerradas, se había atrevido a preguntarme cómo conocí al Pasiego, pero lo que en realidad quería saber era si le había escuchado, o no, hablar de su situación, si había contado o no en voz alta, delante de mí, los planes que tenía para el futuro. Le respondí que no a todo, porque era la verdad. Hasta que él mismo no me presentó a su mujer, ni siquiera me había enterado de que estuviera casado. Lola se puso tan contenta al escucharlo que la conversación fluyó con mucha naturalidad hacia mi propia historia con Galán para desembocar en la de Carmen de Pedro y Jesús Monzón, aquel amor que había cambiado mi vida y estuvo a punto de cambiar la de todos.
—Mira, yo entiendo que no podáis ni verla —fue ella quien se apresuró a sacar el tema, como si nunca hubiera olvidado la escena de febrero, ni el papel, un tanto desairado, que le había tocado jugar en ella—. Lo entiendo muy bien porque, después de lo de Arán, vuestros maridos, que estuvieron allí, y Montse, y tú, todo eso… Pero el que daba las órdenes era él, Inés, no te equivoques. Él era el que sabía, el que pensaba, el que decidía. Carmen era una mandada, así de claro, bueno… Tan claro tampoco, porque estaba loca por él, esa es la verdad, pero chiflada, estaba, enamorada como una niña de quince años, no te lo puedes ni imaginar… Yo lo sé porque la conocía bastante, ¿sabes?, desde el principio. Una hermana de mi madre, que había emigrado antes de la guerra y se había casado con un francés, me ayudó a encontrar un piso, y como me sobraba una habitación, Carmen se la quedó. Pagábamos el alquiler a medias, y hasta que se fue a vivir con Jesús, estuvimos muy bien las dos, la verdad.
—¿Y Jesús?
—Jesús… —volvió a quedarse inmóvil, clavó los ojos en el techo, y me pregunté si no habría estado ella también enamorada de él—. En aquella época, Jesús no era nadie, la prueba está en que no lo mandaron a ningún sitio y todos los demás se marcharon, pero todos, uno detrás de otro, ya lo sabes. La única que se quedó aquí fue Carmen, y… Pasó lo que tenía que pasar. Ahora, que te voy a decir una cosa, no sé qué pensarás tú… —el tono de su voz fue adelgazando hasta apagarse en las últimas sílabas, y me miró como si se arrepintiera, negó con la cabeza, empezó a hacer otra albóndiga—. ¡Bah!, nada.
—No, nada no —y la cogí por la muñeca, para obligarla a parar—. Qué pienso yo, ¿de qué?
—Si no era nada, una tontería, total…
—Que no.
Porque yo también era comunista y, sin saber lo que iba a decir, sabía perfectamente lo que había pasado, el miedo instantáneo a decir alguna inconveniencia que le había soldado los labios de repente, el proverbio que la había paralizado, tensando todos sus músculos a la vez en medio de una conversación entre amigas, en la cocina de un restaurante vacío, con todas las puertas cerradas. Mejor callar que arrepentirse después. Eso era lo que había pasado, y me dio rabia, siempre me daba rabia, aunque yo me aplicara aquel principio tanto como los demás, aunque yo también hubiera aprendido a vivir con, y en, y desde, y por, y para, y según una organización que era mucho más que un partido político. Pobres, vencidos, desterrados como estábamos, el Partido era lo único que teníamos, lo único que habíamos conservado después de perderlo todo, nuestra única casa, nuestra única patria, nuestra familia, un mundo completo por el que había que sonreír, animar a sonreír a los demás, ofrecer la mejor cara a la adversidad y no perder jamás el control. Yo también había aprendido a guardarme mis opiniones para mí misma, a no perder nunca mi miedo de vista, me sabía de memoria esa lección, pero me daba rabia, porque había sido mi libertad, y no otra cosa, lo que me había hecho comunista. Por eso, y aunque la idea de que me expulsaran me inspiraba el mismo terror que a los demás, en determinadas condiciones de intimidad, de seguridad, o en auténticas emergencias, como el secreto del Ninot, incumplía todas las normas y, cuando se me pasaba el susto, me sentía mucho mejor.
—Mira, Lola, aquí estamos las dos solas, y puedes decir lo que quieras, ¿sabes?, porque en esta cocina mando yo. Y yo tengo veintinueve años, pero he vivido mucho. A mí me han pasado muchas cosas raras en esta vida, por eso no le voy nunca con cuentos a unos y a otros. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.
Ella todavía se lo pensó unos instantes. Luego levantó la cabeza, miró a la pared, al mármol, a la masa que estaba trabajando en aquel momento.
—No es lo mismo, y tú lo sabes.
—No es lo mismo, ¿qué?
—Pascual en un callejón, con el pedazo de mandado que tenía el moro aquel, que daba gloria verlo… —me miró antes de dejar caer una albóndiga en la harina—. Y Jesús Monzón. No tienen nada que ver, reconócelo.
—Lo reconozco —admití—, pero tú y yo sí somos las mismas, ¿o no?
—Supongo.
—No, no lo supongas —respondí, sin molestarme en disimular que aquel verbo me había ofendido—. Si sólo lo supones, prefiero que no me cuentes nada —cogí un poco de masa, la moldeé como le había visto hacer a ella, y se la enseñé—. ¿Así está bien?
—Sí, está muy bien. Ahora tienes que pasarla por la harina, y lo que quería decir es que… —me miró, cogió aire, habló por fin—. Bueno, que a mí siempre me pareció muy injusto cómo trataba el Partido a Jesús, porque con otros de buena familia no lo hicieron. Además, creo que fue un error, y gravísimo, encima —asentí con la cabeza, y ella se animó—. Porque, vamos, que sea comunista yo, que nací en Torrebreva, en una choza con el suelo de tierra, pues… ¿Qué mérito tiene? Pero él tenía mucho que perder, y lo perdió todo, y no quisieron tenérselo en cuenta. Para Jesús, habría sido muy fácil quedarse en Pamplona, a pegarse la gran vida, o venirse aquí en el 36, con el dinero de su familia, pero él se quedó, hizo la guerra con la República hasta el final, cruzó la frontera igual que los demás, y… No sé si me entiendes.
—Claro que te entiendo. Yo soy de una familia muy rica, de falangistas de Madrid.
—¿Ves? —me sonrió—. Ahí lo tienes, y eso…
—Sí —la interrumpí sin devolverle la sonrisa, porque yo había estado en Arán, y sabía que las cosas no eran tan fáciles—, pero yo no he organizado ninguna conspiración para quedarme con el poder dentro del Partido, no me he metido en ninguna cama para trepar, no he engañado a nadie, no me he ido a Madrid a mentir a los que estaban aquí, no he montado una invasión para que coincidiera con una huelga general revolucionaria que me he inventado yo misma, no han matado a ningún camarada por mi culpa, no he dejado al Sacristán en una silla de ruedas, ni soy la responsable de que un montón de guerrilleros estén encerrados en las cárceles de Franco, y eso sin contar con los que ni siquiera llegaron a estar presos porque los fueron asesinando por el camino, así que…
—Que sí, que sí… Que sí —y levantó las manos en el aire, los dedos embadurnados de harina y de huevo, como si la estuviera apuntando con una pistola—, que tienes razón, que sé que tienes razón. No te estaba comparando con él, sólo quería decir… Mira, Inés, no es fácil hablar de Jesús. Ni siquiera es fácil entenderle, porque era muchas cosas a la vez. La verdad es que yo no he conocido nunca a nadie como él, ni para lo bueno, ni para lo malo. A nadie.
—Lo siento —dije a destiempo, porque era yo la que le había tirado de la lengua y no debería haberle hablado así.
—No pasa nada —ella negó con la cabeza, como si quisiera asegurarme que era consciente de los riesgos de aquella conversación, y seguimos trabajando, navegando sobre palabras menos peligrosas que el silencio, hablando solamente de lo que estábamos haciendo, compartiendo trucos, recetas, comparando el rape con la merluza, el pescado blanco con el azul, hasta que el plato estuvo a punto.
—¿Quieres que te diga la verdad? —me preguntó Lola entonces—. ¿La verdad de esta cocina en la que tú mandas y yo puedo decir lo que quiera?
Meneó la cacerola donde hervían las albóndigas que habíamos hecho juntas, probó la salsa, apagó el fuego, y me miró.
—Sí —contesté, después de pensármelo más tiempo del que me habría gustado—. Quiero saberla.
—Jesús Monzón era la hostia, esa es la verdad. Pero la rehostia era, qué quieres que te diga. Carmen se enamoró de él, sí, y yo también, y Manolo, y Gimeno, y Domingo, y Ramiro, y Comprendes, y el Sacristán, y tu marido. Tu marido más que ninguno, por cierto, eso lo sabes, ¿no? —hizo una pausa para mirarme, yo asentí con la cabeza y ella siguió adelante, más tranquila—. Todos nos enamoramos de Jesús. No como Carmen, desde luego, pero confiábamos en él, le admirábamos, le queríamos, le necesitábamos, para qué te voy a mentir. Cuando él empezó a ocuparse de todo, nosotros estábamos solos y jodidos como nunca, abandonados, perdidos… Carne de cañón, ¿lo entiendes?, así nos sentíamos, unos miserables españolitos de mierda, desamparados del todo, por todos, esperando a que los nazis nos cazaran uno por uno, para matarnos o para regalarnos a Franco, a ver si se divertía un rato matándonos él mismo. Eso éramos, carne de cañón, hasta que llegó Jesús y dijo que no.
Y Lola, que había empezado a hablar en un murmullo aunque siguiéramos estando las dos solas en aquella cocina, levantó la voz un instante antes de que la emoción se la quebrara, y siguió hablando, recordando en un tono distinto, claro y desafiante, con los ojos húmedos, un gesto estremecido.
—Cuando ya estábamos medio muertos, de miedo, de asco, de desesperación, llegó Jesús y nos dijo que no, que ni hablar, que estábamos vivos y muy vivos, que teníamos mucho que hacer y que íbamos a hacerlo sin pensar en el pasado ni en el futuro, pensando sólo en el día siguiente. Y eso para nosotros fue… —cerró los ojos mientras movía la cabeza, pero encontró las palabras precisas para explicármelo—. Como resucitar, así fue, como volver a vivir, como recuperar la fe, la confianza, todo, en el peor momento de nuestra vida. ¿Que Jesús Monzón trabajaba para él? Pues sí, no te digo que no, pero ¿es que no es eso lo que hacen todos, siempre? Aunque fuera en su propio beneficio, Jesús trabajaba para el Partido, y lo levantó, nos levantó del suelo cuando más hundidos estábamos, y lo hizo todo él solo. Con dos cojones, además, porque aparte de saber lo que él sabía, hacía falta tener muchos cojones para organizar a los comunistas españoles aquí, en Francia, con los nazis hasta en la sopa. Él nos demostraba todos los días que le sobraba lo que les faltó a los demás cuando salieron corriendo. Y te podría decir otra cosa…
Se calló un momento, se limpió los ojos, se encogió de hombros, asintió con la cabeza y siguió hablando.
—Pues sí, mira, te la voy a decir… Todo lo que el Partido Comunista es ahora mismo, en Francia y en España, es mérito de Jesús Monzón, y todo lo que pueda llegar a ser, lo mismo. Lo que nos diferencia de los socialistas, de los anarquistas, de los republicanos, es que cuando estábamos igual de perdidos, igual de derrotados, abandonados a nuestra suerte en un país extranjero, ocupado por extranjeros, nosotros tuvimos un Monzón, y ellos no. Eso fue lo que pasó, y ahora, que digan lo que quieran. Porque él usurpó el poder, sí, desde luego, nadie puede negarlo. Él enamoró a Carmen para usurpar el poder, y en cierto modo, hasta la chuleó, aunque eso era lo que a ella le gustaba, eso que tampoco se te olvide, ella habría dado cualquier cosa por seguir así con él toda la vida, porque desde el principio, desde que vivían aquí, Jesús le ponía los cuernos que daba gusto y a Carmen todo le parecía bien, hacía como que no se enteraba, como si no viera nada, ni oyera nada, ni supiera nada más que lo que él quería que viera, que oyera, que supiera. Yo comprendo que esa no es manera de llegar al poder, pero lo que hizo después con aquel poder, fue exactamente lo que había que hacer, y lo mejor que nos podría haber pasado. A cada cual, lo suyo, ¿no? Pues esa es la verdad.
Terminó de hablar, se cruzó de brazos, me miró, clavó sus ojos en los míos como si fueran alfileres, y un instante después, se desinfló.
—No le cuentes a nadie lo que acabo de decirte, Inés —me dijo, y parecía otra vez a punto de llorar—, ni siquiera a tu marido, por favor, porque como se entere de esto quien yo me sé… Para qué queremos más. Es lo que me faltaba, ya…
—Que no, mujer —fui hacia ella, la abracé y quizás por eso, menos de un año después, fui la madrina de su boda—. No te preocupes.
Lola y yo volvimos a estar solas, y a hablar a solas de muchas cosas, muchas veces, pero ninguna de las dos volvió a mencionar jamás a Jesús Monzón. Aquella noche, montamos una mesa en el comedor y nos cenamos las albóndigas que habíamos hecho juntas como si no hubiera pasado nada. Nos habían salido muy ricas, como me saldrían a mí siempre que las hiciera para los clientes de Casa Inés, en casa nunca, porque a Galán no le gustaban.
—Pues sí que… —después de probarlas, apartó el plato con el ceño fruncido y una expresión de disgusto que no entendí—. Menuda manera de estropear un pixín.
—¿Pero qué pixín ni qué pixín? Que esto no es un pixín, que es un rape francés, a ver si te enteras.
—Me da lo mismo —pero nunca le convencí—, yo sé lo que me digo, y a mí me gusta el pixín entero, no triturado, que es una salvajada, pobre animal, si te viera mi madre…
Porque, de todo lo que pasó en mi cocina aquella tarde, lo único que me atreví a contarle cuando volvió, fue que había aprendido a hacer albóndigas de rape.
* * *
Aquella mañana, en el desayuno, Inés me contó que el Ninot no había aparecido el día anterior por el restaurante. Ni a comer, ni a cenar.
—Nunca había faltado sin avisar —estaba preocupada—. ¿Tú crees que le habrá pasado algo?
Negué con la cabeza y no quise ir más allá. En octubre de 1965 yo tenía cincuenta y un años, y Pascual, casi diez más. Ya era mayorcito para echar una cana al aire sin darle explicaciones a nadie. Y además, aunque llevara veinte años dándole de comer, mi mujer no era su madre.
—Estará por ahí… —concluí, después de negarme a telefonear a su pensión para preguntar por él, porque sabía que no le habría gustado—. Tiene sesenta años, Inés. Sabe cuidarse solo, no te preocupes.
Cuando llegué a mi despacho, ya se me había olvidado. Después, mi secretaria me pasó una llamada de Vigo. Nuestro agente tenía problemas para situar en un barco una carga de centollos congelados que ya teníamos colocada en París. Nos habíamos comprometido a entregarla cinco días más tarde, y un camión frigorífico para tan poca cosa subiría mucho el precio. Así que, como tu amigo de Madrid no nos eche una mano… Cuando me lo sugirió, ya estaba buscando el teléfono de Guillermo García Medina en la agenda que tenía sobre la mesa.
—Buenos días —me contestó Juana, su secretaria de siempre, que, como siempre, no dio señales de reconocerme—. Querría hablar con don Rafael Cuesta, por favor. De parte de Gregorio Ramírez.
En los primeros días de diciembre de 1948 entré en España como un señor, con un pasaporte falsificado, tan admirablemente como de costumbre, a nombre de Gregorio Ramírez de la Iglesia. Mi viaje se había pospuesto dos veces por razones de seguridad, y aunque había disfrutado de siete meses seguidos con Inés y con mis hijos, la inactividad había llegado a angustiarme tanto que celebré mi partida como si estuviera a punto de emprender un viaje de placer. Quizás por eso, el destino me castigó como nunca antes.
Desde el fracaso de Arán, trabajaba para el Partido como enlace entre la dirección del exilio y la organización del interior. Fue mi manera de quedarme dentro, el camino que elegí para no ponerme malo sólo de pensar en volver a rendirme, como había dicho Comprendes cuando nos despedimos en Bosost. El trabajo clandestino me gustaba, me mantenía ocupado, excitado y en tensión, el estado ideal para un soldado. Era una vida peligrosa, pero buena para mí. Para Inés, que tenía que tirar sola de todo, el trabajo, la casa, los niños, era inofensiva y mucho peor, aunque nunca me pidió que la dejara. No habría podido hacerlo sin traicionarse a sí misma, y yo lo habría entendido, tal vez ni siquiera la hubiera querido menos por eso. Sin embargo, una parte esencial de la emoción, de la excitación de mi trabajo, consistía en pensar en ella, íntegra, sólida, duradera como una roca de granito, caliente y mullida como su cuerpo sobre el colchón de plumas que me esperaba al otro lado de la frontera. Yo me marchaba, pero me la llevaba conmigo. Nunca estuve tan enamorado de mi mujer como cuando la dejaba en Toulouse para convertirme en otro hombre, que cada vez tenía nuevos apellidos, otra dirección, una edad distinta, pero que siempre la amaba más que yo. Nunca la quise tanto. Ni siquiera cuando volvía a mi casa para descubrir que tenía una vida incomparablemente mejor de la que había podido recordar en las camas frías de las casas de otros.
Hasta que aquel viaje se torció, la balanza de mi vida estuvo equilibrada. Entre febrero de 1945 y mayo de 1948, crucé la frontera cinco veces, alternando tres documentaciones distintas, unas mejores, otras peores. Mis estancias en España duraban alrededor de seis meses, mis vacaciones en Toulouse, más o menos la mitad.
Esta regularidad venía impuesta por la naturaleza de mi misión, que consistía en inspeccionar las guerrillas que estaban activas, enlazarlas entre sí, y volver a informar de la situación. No era un trabajo sencillo, porque me obligaba a moverme sin parar y a penetrar a pie en sierras donde las contrapartidas de la Guardia Civil no eran más peligrosas que la desconfianza de mis propios camaradas, cada vez más solos, más acorralados, más desconsolados por el precio que sus familias pagaban en el llano cada día. Pero aunque más de una vez tuve que romper un cerco a tiros, nunca me detuvieron, porque nadie era tan desconfiado como yo. Jamás, mientras fui clandestino, dejé de obedecer a mi séptimo sentido. Tampoco olvidé nunca aquella enseñanza de Machuca, siempre es preferible hacer el ridículo a meter la pata, que escuché tantas veces en el Luchonnais.
También tuve presente esa enseñanza en Madrid, al entrar en la confitería de la plaza de Canalejas que ya había usado como estafeta otras dos veces. Aquella mañana de mayo de 1949 también me entretuve mirando el escaparate, para atisbar cualquier señal extraña o imprevista en el interior, pero no vi nada. Quizás, en aquel momento no lo había. Quizás, estaba cansado y, sobre todo, deseando marcharme. Llevaba seis meses en España, más de dos en la capital, la ciudad de mi mujer, un escenario en teoría más seguro que ningún otro pero del que yo recelaba a cada paso. No era más que un espejismo, y lo sabía. Sabía que ninguna ladera escarpada, frondosa, repleta de árboles y de rocas, me ofrecería una cobertura semejante a la de un andén subterráneo abarrotado de gente. Pero yo era un hombre del monte, y la posibilidad de salir corriendo monte arriba me inspiraba aplomo, una seguridad que parecía desvanecerse en las escaleras de cualquier estación de metro.
Antes de empujar la puerta pensé en Inés, que no sabía dónde estaba y me ametrallaría a preguntas cuando se enterara. Quizás por eso no vi lo que debería haber visto. Aquel viaje se había torcido desde el principio, desde que me enteré de que no iba a salir en agosto, para que me dijeran después que en octubre tampoco iba a ser. Así fueron acumulándose semanas, quincenas, meses de días torpes, vacíos, un desperdicio de tiempo ocioso en el que no tenía nada que hacer mientras me daba cuenta, como nunca antes, de que mi vida entera dependía de mi mujer en aspectos que no tenían nada que ver con el amor. Aunque yo cobraba del Partido un sueldo mensual que no llegaba ni para pagar el alquiler, Inés era la que ganaba dinero de verdad, la que lo mantenía todo. Y cada día que pasaba en Toulouse sin hacer nada, ese todo me iba incluyendo un poco más también a mí.
Durante los tres últimos años, mientras yo iba y venía de España sin aportar un céntimo a la economía familiar, el restaurante empezó a llenarse hasta los martes por la noche. Eso, más que un problema, había sido siempre una noticia que celebrar. Lo fue hasta que mis últimas vacaciones se alargaron tanto que dejaron de parecerlo, y los sucesivos aplazamientos de mi partida me mostraron mi vida bajo una luz que no me favorecía. Por eso me había alegrado tanto en diciembre del año anterior, cuando estrené a Gregorio Ramírez de la Iglesia, su pasaporte recién fabricado, todavía caliente al llegar a mis manos. Y sin embargo, ningún viaje se me hizo nunca tan pesado.
Ya tenía programada la vuelta, y había decidido quedarme en Francia una temporada para montar cualquier cosa, algún negocio a medias con un camarada de los que no se movían de Toulouse, antes de volver a viajar, si es que tenía la oportunidad de seguir haciéndolo después de que el Partido hubiera decidido abandonar la estrategia de la lucha armada. Ese era el detalle que había acabado de torcerlo todo, del todo. Yo sabía mejor que nadie hasta qué punto la situación se había hecho insoportable para los de arriba, pero la perspectiva de trabajar en tareas políticas, en entornos poco conocidos para mí, no me apetecía demasiado, aunque tampoco podía descartar que, pasado un tiempo, la tentación de la clandestinidad volviera a resultarme irresistible. Supongo que era todo eso, y el cansancio de la penúltima cita, lo que tenía en la cabeza cuando entré en aquella confitería. Si el destino me estaba guiñando el ojo, desde luego me pilló mirando hacia otro lado.
—Buenos días.
No sabía si aquel dependiente con gafas era el único enlace con el que contábamos en aquel negocio, pero al entrar, descubrí que no estaba solo. Al fondo, ante la cortina de terciopelo que separaba la tienda del obrador, dos hombres miraban las tartas que había en una vitrina. Uno de ellos estaba demasiado cerca de la otra dependienta, rubia, treinta años, resultona, para ser un simple cliente. Como ella no hablaba, ni le sonreía, pese a que el muslo izquierdo del hombre rozaba descaradamente su trasero, calculé que lo más probable era que aquella indecorosa proximidad se debiera a que él la estaba apuntando con una pistola, oculta tras el abrigo que llevaba en el brazo.
—Buenos días, señor —me respondió el chico, añadiendo una coletilla que no recordaba haber escuchado otras veces.
Antes de bajar la vista hasta el mostrador, me di cuenta de que estaba muy nervioso. Entonces, el hombre que no estaba rozando a la chica se apartó de la cortina y avanzó despacio, como curioseando el mostrador opuesto al que yo tenía delante, hasta que se colocó detrás de mí. Y no tuve que pensar dos veces, ni siquiera una sola, que iba a abandonar la contraseña.
¿Tienen violetas?, debería haber preguntado. Claro, ¿cómo las prefiere, de caramelo o escarchadas?, deberían haberme contestado. Escarchadas, mejor, debería haber rematado yo. El chico me habría hecho un paquete con papel de regalo y, después de cobrarme los dulces, me los habría entregado dentro de una bolsa de papel con un sobre encajado en el fondo. Dentro, estarían los textos que yo debería entregar a un impresor clandestino después de examinarlos y aprobar, o corregir, su contenido, de acuerdo con las consignas que me habían enviado desde Toulouse, por un medio desconocido para mí, unos días antes. Luego, habría vuelto a mi pensión sin más tareas pendientes que acudir a una cita de despedida con la persona que fuera a relevarme y cuya identidad tampoco conocería hasta que la tuviera delante, hacer las maletas y regresar a casa.
—¿Puedo ayudarle?
Cuando el dependiente, con la cara tan blanca ya como los merengues que reposaban a su izquierda, sobre una bandeja, volvió a interesarse por mí, ya había comprendido que sólo tenía una opción, y que si era capaz de ejecutarla con éxito, Inés habría vuelto a salvarme la vida.
—Vísteme de señor.
—¿Qué?
Tres días antes de mi primer viaje, mientras pensaba en mi equipaje, eché de menos aquel jersey marrón, con rombos rojos y azules, que había desaparecido de todos los cajones. Tampoco había vuelto a ver ni rastro de su compañero color verde botella. Ella los había quitado de en medio para sustituirlos por otros más discretos, antes de emprenderla con mis americanas. Yo me ponía todo lo que me compraba por tenerla contenta, pero hasta aquel momento no se me había ocurrido que podría sacarle partido a sus gustos.
—Sí —me expliqué mejor—. Imagínate que, cuando esté dentro, algún día me conviene parecer un amigo de tu hermano… ¿Cómo tendría que vestirme?
Al escucharme, sonrió. Fue la primera vez que sonrió de verdad en varios días, antes de levantarse para vaciar el contenido de mi armario sobre la cama, separando cada prenda para examinarla con atención, antes de tirarla sobre la almohada o colocarla con cuidado en el otro extremo. Pero sus silencios se fueron alargando a medida que se acentuaba una mueca de disgusto.
—No es suficiente —y negó con la cabeza antes de explicarse—. Necesitas, por lo menos, tres cosas que no tienes. Un buen abrigo, un buen sombrero y un par de corbatas de seda natural. ¿Cómo andamos de dinero?
En el invierno de 1945, el dinero todavía era asunto mío. Por eso intenté negarme, le dije que no, que ni hablar, que no iba a gastarme ni un céntimo en esas mamarrachadas, pero ella fue inflexible.
—Muy bien, pues entonces nos olvidamos —y fue doblando con cuidado todo lo que había desplegado antes—. Porque, si vas bien vestido pero sin abrigo y sin sombrero, lo único que vas a conseguir es llamar la atención.
El abrigo, largo y grueso, de un tejido extraño, que parecía tener pelo pero no era de piel, pesaba sorprendentemente poco para lo que abultaba. De un color marrón acaramelado, «camel», lo llamó Inés en sus conversaciones con el dependiente, era carísimo, pero me gustó. Sin embargo, habría preferido ahorrarme el sombrero, no sólo por la puñalada del precio, sino por su inutilidad. Nunca los había usado, no me gustaban. Quizás por eso me costó tanto trabajo aprender a ponérmelos.
—No, hombre, así no… —ella se partía de risa ante el espectáculo de mi torpeza—. No es una gorra, ¿sabes? Tienes que encajártelo por aquí, y bajar un poco el ala, así, levantándola por este lado… Muy bien. Ahora tú sólo…
Perdí una noche entera aprendiendo a ponerme el sombrero, y en ningún momento conseguí verme guapo, ni apuesto, ni distinguido, por mucho que Inés discrepara de mi opinión. Pero eso había ocurrido en enero de 1945. En mayo del 49 no renunciaba a él salvo en las ocasiones en las que pudiera perjudicar a mi cobertura. Ya tenía varios, de invierno, de entretiempo y de verano. Aquel día había entrado en la confitería con el más adecuado. Llevaba sobre los hombros una gabardina inglesa que me había comprado yo solo en una tienda de la Gran Vía. Sabía que, sólo por ir vestido así, mi aspecto habría infiltrado una considerable dosis de incertidumbre en los cálculos de los policías que me estaban esperando. Pero, además, el roce del fieltro sobre mi frente, la crujiente tiesura de la tela sobre mis hombros, me ayudaron a interpretar el papel que más me convenía.
—Si está buscando algo en concreto… —y eso fue lo que empecé a hacer justo después de que el dependiente se ofreciera a ayudarme.
—No, por favor, atienda a este señor —y me volví para comprobar que, efectivamente, el que no estaba interesado en la rubia, se encontraba justo a mi espalda—, que ha llegado antes que yo.
—No se moleste —percibí el desconcierto en su voz—. Sólo estoy mirando.
—¡Ah! Pues… tengo que hacerle un regalo a mi suegra, y me he fijado en esas bomboneras que tienen ahí —el chico se volvió y cogió una caja de cristal tallado, pero le corregí sobre la marcha—. No, esa no. Me refería a las que están más arriba, las de metal, esas, sí, ¿le importaría enseñármelas?
Eran dos esferas de un metal esmaltado, quizás bronce, con una técnica de nombre francés. Se lo había escuchado a Inés alguna vez, pero en aquel momento no conseguí recordarlo. Descarté la más grande, decorada con un motivo vagamente chino, porque la tapa se levantaba del todo. La más pequeña, que era a su vez un globo terráqueo, tenía un broche metálico por delante que permitía desprender el hemisferio norte y sustentarlo sobre una bisagra que parecía sólida. La sostuve entre las dos manos, celebrando su peso, y me acerqué al escaparate, como si quisiera apreciarla a la luz del día.
—Creo que me voy a llevar esta —proclamé en voz alta mientras estudiaba de reojo la luna que protegía del aire de la calle las tartas y pasteles dispuestos a diversas alturas en anaqueles de cristal, sobre una meseta de madera cuya altura no llegaba a medio metro—. La otra es más femenina, ¿no?, pero los colores son más apagados… —enfrente de la confitería, al otro lado de una acera por la que pasaba un río de gente, había un semáforo que en aquel momento estaba en verde—. Esto es esmalte, ¿verdad?
—Sí —me volví a mirar al dependiente y al comprobar que estaba recuperando el color, comprendí que él no había sido el traidor—. Cloisonné.
—Claro, cloisonné —lo pronuncié con un acento impecable, mientras el semáforo destellaba en ámbar, antes de recurrir a una frase típica de Inés que siempre me había parecido una gilipollez—. Gracias, había olvidado la palabra. Pues sí, me voy a llevar esta, pero no me gustaría regalarla vacía… ¿Con qué le parece que podríamos rellenarla?
Un instante después, el semáforo ya en rojo, me pareció ver el piloto verde de un taxi libre a través de los cuerpos que pululaban por la acera. Ahora, decidí.
—Pues tenemos… —ahora, mientras el dependiente se acercaba a las cajas de cristal rellenas de dulces de todos los colores, ahora—. Caramelos, bombones, marrons…
Antes de que le diera tiempo a decir glacés, levanté el brazo derecho en el aire, tiré la bombonera con todas mis fuerzas contra la luna del escaparate, y me abalancé sobre él, pisando tartas, pasteles, cajas de bombones y bandejas de bartolillos, para agrandar el hueco con mi cuerpo. Al atravesar el cristal, me protegí la cabeza con los brazos cruzados sobre la cara. Creí haber salido indemne, no como el pobre señor al que la bombonera había derribado sobre la acera, provocando un remolino de transeúntes caritativos que bordeé deprisa, por la derecha, mientras levantaba la mano para llamar la atención del taxista que, en efecto, esperaba a que se abriera el semáforo. Al entrar en el coche, vi que la suela de mi zapato izquierdo estaba pringada de una masa rosácea, en la que se distinguía un rizo de nata montada y un par de fresones aplastados. Cuando me acomodé en el asiento, sentí un dolor tan agudo en el costado derecho, que no reconocí mi voz en la que pronunciaba una dirección a la que nunca había tenido que recurrir hasta entonces.
—Buenos días —fui corrigiendo mi posición despacio, con cuidado, pero el dolor no cesó—. Al mercado de la calle Santa Isabel, por favor.
—¿Qué ha pasado ahí? —me preguntó él mientras arrancaba—. Parece que han roto la luna de la pastelería esa, ¿no?
—Pues… —me recliné en el asiento, estirando el cuerpo todo lo que pude, y el dolor aflojó ligeramente—. Yo no he visto nada.
En total, mi fuga no había durado más de dos minutos, pero cuando llegamos a Antón Martín ya sabía que no había salido bien del todo. Al notar el contacto de un líquido caliente y espeso en mi mano derecha, me sacudí la gabardina de los hombros y me la coloqué por delante. Pretendía taponarme la herida, pero me corté con un filo antes de lograrlo, y decidí esperar. Por fortuna, el taxista no era hablador, Lavapiés no estaba lejos, y el paseo del Prado, tan despejado como la calle Atocha. Pagué la carrera con mucha torpeza y la mano izquierda, y salí del coche apretando los dientes. Esperé a que su conductor se perdiera cuesta abajo, y crucé andando muy despacio, vigilando mis pasos, las gotas de sangre que, más allá del parapeto de la gabardina, goteaban sobre mis zapatos, despacio al principio, más deprisa cuando enfilé por fin la calle Buenavista. Al entrar en el portal del número 16, ya no podía andar erguido. El dolor me obligó a mirar mis propias huellas, nata, crema, mermelada y sangre, a lo largo de tres pisos de escaleras en penumbra. Al llegar arriba y tocar el timbre de la puerta marcada con la letra D, estaba a punto de desmayarme.
—Las naranjas, en invierno…
El hombre que me abrió la puerta, me sostuvo por las axilas antes de que pudiera terminar la contraseña. No llegué a perder el conocimiento por completo, pero tampoco estuve consciente del todo durante los minutos siguientes. Luego me contaron que les había encontrado comiendo y habían recogido a toda prisa para tenderme sobre el mantel, y yo conservaba un vago recuerdo de aquella escena. Pero no recordaba haberles advertido que limpiaran la escalera, y al parecer, lo hice. Lo que nunca podría olvidar fue la forma triangular del cuchillo de cristal que tenía clavado en el vientre, ni lo que dije cuando vi que la dueña de la casa hacía ademán de quitármelo.
—No… —eso fue lo que dije—. No, es mejor…
—¡Ay, madre mía! —y eso fue lo que dijo ella cuando dejó escapar un chorro de sangre que salpicó hasta la lámpara—. ¡Madre mía, madre mía!
A partir de ahí, ya no recordaría nada hasta que me desperté a oscuras en una cama desconocida. Sentí algo extraño en el brazo derecho, y a tientas comprobé que estaba conectado a un tubo. Sentí también un dolor extenso, amortiguado, que sin dejar de existir en el presente, era a la vez un recuerdo y un presentimiento del mismo dolor. Su compañía me bastó para comprender que no podía levantar la voz, ni golpear la pared para llamar la atención. No podía hacer otra cosa que dormir, y eso acabé haciendo, una y otra vez, hasta que en uno de mis despertares comprobé que hacía calor. Me destapé y me di cuenta de que tenía mucha hambre, pero no pasó nada, sólo un tiempo parsimonioso, lento como las gotas de suero que entraban en mis venas sin anunciarse, hasta que sentí la necesidad de volver a taparme. En ese momento se abrió la puerta. Mis ojos, entumecidos por la oscuridad, se dolieron al percibir una luz amarillenta, el pobre resplandor de un farolito que alumbraba un pasillo.
—¡Vaya! Ya estás despierto… —una voz de mujer me devolvió de nuevo al mundo—. Menos mal, menudo susto. ¿Cómo te encuentras? ¿Tienes hambre?
—Muchísima.
—No me extraña. Llevas muchos días sin comer nada —me sonrió antes de levantarse—. Espera un momento, ahora mismo vuelvo…
Cuando lo hizo, trajo consigo una bandeja y, pegado a sus faldas, a un niño de unos doce años que se quedó en la puerta, mirándome.
—Es mi hijo Rubén —su madre, cuarenta y tantos, baja, regordeta, era agradable y olía a productos de limpieza—. No te preocupes, está muy acostumbrado…
Por la forma en la que me ayudó a incorporarme y me enganchó una servilleta en el cuello de un pijama desconocido, antes de colocarme la bandeja sobre las piernas, me di cuenta de que ella no estaba menos acostumbrada que su hijo a ocuparse de huéspedes como yo.
—¿Podrás comer tú solo? —asentí con la cabeza y ataqué una sopa de cocido—. Hoy no me atrevo a darte nada más. A ver qué dice el médico…
El 18 de julio de 1936, Guillermo García Medina ya había terminado la carrera de Medicina, pero le faltaba un año para completar la especialidad. La guerra triplicó ese plazo, y le ofreció una docena larga de especialidades donde elegir, pero en su caso, los vencedores no estuvieron dispuestos a reconocer ni una cosa ni la otra. Él se enteró a tiempo, antes de reclamar un título que le habría mandado derecho a la cárcel por un delito de adhesión a la rebelión, y se resignó a no ejercer su oficio. Se equivocaba. Cuando yo le conocí, llevaba más de ocho años ejerciéndolo clandestinamente.
—Todavía no le he cambiado la cara a nadie —me comentó con una sonrisa la primera vez que le vi—, pero todo se andará…
Había aparecido al borde de la medianoche, vestido de oficinista, con un maletín más acorde con su aspecto que con el instrumental que transportaba. Un año mayor que yo y algo más alto, delgado desde siempre, de los de antes de la guerra, llevaba unas gafas redondas, pasadas de moda, y tenía la piel cetrina, la cara larga, un vago aire de caballero antiguo pintado por El Greco. De entrada, su aspecto le habría hecho parecer serio, incluso adusto, si él no lo hubiera desmentido en menos tiempo del que yo tardé en pensarlo. Le gustaba hablar, tenía un sentido del humor inquebrantable, y el don de inspirar confianza desde el primer momento.
—¿Sabes lo que ha pasado? —por eso le pregunté lo que no me había atrevido a preguntarle a mi anfitriona—. ¿Dónde se ha parado?
—¿Dónde se ha parado… —él dejó de examinar mis heridas para mirarme con los ojos muy abiertos— qué?
—La caída.
—¿La caída? —meneó la cabeza y regresó a mi vientre—. No sé nada de eso. Pregúntaselo a Carmen, o a Cipri. Yo no soy comunista.
—¿No? —él sonrió a mi asombro.
—No. Es que, verás… —hizo una pausa, corrigió la posición de sus gafas, me miró—. Aunque parezca mentira, algunos millones de personas en el mundo no somos comunistas, ¿sabes? —me reí, y me dolió—. No te rías. Te he dicho que no te rías. No te conviene hacer movimientos bruscos.
—Pero, entonces, si no eres comunista… ¿Qué haces aquí?
—Bueno… —y se encogió de hombros antes de responder—. Tú tenías el hígado desgarrado, el vientre lleno de cristales, y una hemorragia interna de tres pares de cojones. Yo diría que necesitabas un médico, ¿no? Y yo no soy comunista, pero médico sí que soy.
—¡Joder! —cuando escuché aquel diagnóstico, su ideología dejó de inquietarme—. ¿Me vas a operar?
—No. Te he operado ya —y volvió a sonreír—. Dos veces. La recuperación será muy lenta, pero vas a salir de esta.
Guillermo García Medina, antifascista sin partido, no era comunista, pero sí uno de los mejores camaradas que yo tendría en mi vida. Generoso y constante, valiente, leal como el que más, fue mi principal contacto con el mundo durante los seis meses que tardé en volver a Toulouse. Sin él, nunca lo habría logrado, porque Cipriano y Carmen, los dueños de aquel piso reservado para casos de auténtica emergencia, no sólo no tenían contacto directo con la organización del Partido. También tenían prohibido enlazar con ella.
—Nosotros no sabemos nada —me explicó él cuando le pedí ayuda—. Ese es nuestro trabajo, estar aquí y no saber nada.
Su función se limitaba a esconder a clandestinos en apuros, esperar a que apareciera un hombre como yo, alojarle, alimentarle, curarle, y ayudar a que se recuperara para que dejara libre su casa lo antes posible. Sólo aquel aislamiento absoluto podía preservar la seguridad de aquella casa que contaba con una protección adicional, porque la hermana pequeña de Carmen estaba casada con un guardia civil, héroe de la Cruzada. Eso, y que el teléfono del médico les había llegado muchos años antes, escrito en una tarjeta postal sin remitente, fue todo lo que pudieron contarme. Yo entendí que, a partir de ahí, tendría que buscarme la vida sin la ayuda de nadie. Y no lo tenía fácil.
Aparte de lamentar la pérdida de mi abrigo, que se había quedado en una pensión de la calle Hortaleza con el resto de mi equipaje, no podía ponerme en contacto con ninguna de las personas con quienes había trabajado en los últimos meses. No sabía si, más allá de la luna de la confitería, había habido, o no, una caída, ni hasta dónde había llegado. Ni siquiera estaba seguro de no haber hecho el ridículo una vez más, pero si los hombres de quienes había escapado eran policías, habían tenido tiempo de sobra para retener mi cara y, a aquellas alturas, mi descripción circularía ya por todas las comisarías. Existía una posibilidad de que, incluso así, no hubieran llegado hasta la pensión donde me había registrado como Gregorio Ramírez de la Iglesia, identidad desconocida para el dependiente con gafas, pero aunque mi respetable patrona hubiera preferido quedarse con mis cosas a denunciar mi desaparición, no podía cambiar la foto del pasaporte y salir con él. Por eso, después de meditarlo mucho, confié en que el camino más largo resultara el más corto de los posibles, y cuando volví a ver al médico, le pedí un favor.
—¿Te importa que le escriba una carta a mi mujer, en una clave que no te comprometa, y que ponga en el remite tu nombre y tu dirección? —él frunció el ceño, como si no entendiera el sentido de aquella pregunta—. En este momento no me atrevo a usar ninguna identidad. Es posible que en Correos conozcan mi dirección de Toulouse, y comprueben la del remitente.
—No, no me importa, pero… —entonces asintió con la cabeza—. Ya, es para que sepan que estás aquí, ¿no? Puedo escribirla yo mismo, si quieres.
Abrió su maletín y sacó un papel de cartas con un membrete que me llamó la atención, el dibujo de un camión circulando por una carretera. Tuve la sensación de que ya lo conocía, y al girar la cabeza hacia la mesilla, comprobé que la cuartilla donde Carmen consultaba mi tratamiento era idéntica.
—¿Y ese papel? —volvió a mirarme como si no me entendiera—. Parece…
—De una empresa de transportes —me confirmó—. Yo trabajo allí. Ya te conté que no tengo un título oficial de médico, ¿no?
—Sí, pero eso nos lo pone todo mucho más fácil —me entusiasmé tanto que me incorporé con brusquedad, y mi cicatriz protestó—. Mi mujer trabaja en un restaurante. Puedes escribir allí, como si ella estuviera esperando un envío… Tiene que ser algo asturiano, unas botellas de sidra El Gaitero, por ejemplo, que era el nombre que yo tenía en el monte.
—Muy bien. Puedo decirle que no se preocupe, que ya las he localizado, pero que como son muy frágiles, se las estoy guardando para enviárselas sólo cuando esté seguro de que van a llegar en buen estado.
—Perfecto —con tantos años de clandestinidad a cuestas, yo no lo habría hecho mejor.
—¿Cómo se llama tu mujer?
—Inés Ruiz Maldonado, pero escribe mejor Inés de la Torre Sánchez.
—No sé cómo no os armáis un lío —sonrió—, con tanto nombre falso… ¿Y el restaurante?
—Casa Inés —y por motivos que yo ni siquiera podía imaginar, su sonrisa se ensanchó hasta traspasar la frontera de la risa—. Boulevard d’Arcole…
—Cincuenta y dos, ¿verdad?
—No —respondí, con un hilo de voz—. Cincuenta y cuatro, pero… ¿Cómo lo sabes?
—Porque es clienta mía. No hace ni un mes que le envié noventa litros de aceite de oliva.
Cuando me lo contó, debería haberme cabreado. De hecho, volví a doblar la lengua dentro de la boca para mordérmela con fuerza por primera vez en mucho tiempo. No era para menos. Desde que empezó a cocinar en la taberna hasta que nos despedimos por última vez, Inés no había dejado pasar ni una semana entera sin darme el coñazo con aquel tema. Pero, vamos a ver, me decía una vez, y otra, y otra más, machacándome siempre al mismo ritmo, como si mis oídos fueran dos dientes de ajo en un almirez, ¿es que nosotros no mandamos gente a España continuamente? ¿Y en España no tenemos a nadie que pueda mandarme unos bidoncitos de nada? Yo qué sé, ochenta litros, cien… ¿Qué es eso para un camión?
Al principio, ni siquiera sabía si enfadarme o sonreír ante aquella extravagancia, aunque ni siquiera se me pasó por la cabeza la posibilidad de complacerla. Yo no podía utilizar la organización del Partido para tener contenta a mi mujer, pero ella, que debería haberlo sabido tan bien como yo, nunca se dio por vencida. Una dictadura nunca sería motivo suficiente para obligarla a abandonar. Por eso, al enterarme de que había aprovechado mi ausencia para montar una red que, a través de un desconocido de Jaén, llegaba hasta el hombre que sonreía al borde de mi cama, pensé que estaba salvado. No pasó mucho tiempo antes de que él mismo me lo confirmara.
—No, si al final, voy a acabar afiliándome a ese partido tuyo, aunque sólo sea porque es lo único que funciona bien en España…
Habíamos calculado que la carta tardaría entre cinco y siete días en llegar a su destino. El octavo, al salir del trabajo, una desconocida le preguntó la hora, y mientras él miraba el reloj, añadió que estaba interesada en unas botellas de sidra. Después le cogió del brazo para andar por la calle, y no estaba nada mal, añadió, no creas, hasta que entraron en un café. La chica escogió una mesa aislada y allí, sin dejar de sonreír, ni de aparentar que pretendía conquistarle, le contó todo lo que yo necesitaba saber.
La caída se había parado casi antes de empezar. El pobre dependiente ignoraba que su amante, la rubia resultona que estaba casada con el dueño, lo alternaba con un repartidor que le gustaba más, quizás porque era un golfo y siempre necesitaba dinero. Él fue quien dio el chivatazo. La rubia le había contado que el chico era comunista sin prever lo que podía pasar. No le gustaba la policía, pero en el momento en que llamó a su puerta, se asustó y se ofreció a colaborar. Nuestro camarada, que se había dejado sonsacar por ella el día y la hora de la cita, aguantó después lo que se le vino encima sin despegar los labios. No había habido ninguna detención más, aunque la red a la que pertenecía se había desactivado por razones de seguridad. A pesar de todo, yo debería permanecer, durante un plazo indefinido, en la absoluta inexistencia en la que había vivido durante el último mes.
—He quedado con ella pasado mañana —y el doctor García sonrió, para sugerirme que su trabajo le daba aquellas alegrías de vez en cuando—. Va a traerme la llave de la carbonera de un edificio de oficinas que tiene cuatro portales, dos a la Gran Vía y dos a Desengaño. Va a estar en obras todo el verano, y el capataz es de los vuestros. Luego, ya veremos…
A finales de noviembre de 1949, cuando faltaban menos de diez días para que se cumpliera un año de mi ausencia, me detuve ante una puerta de cristal serigrafiada con un letrero que había temido no volver a ver jamás, «Casa Inés, la cocinera de Bosost». En ese momento tuve tanto miedo como en mayo, en aquel taxi donde comprobé la consistencia espesa, caliente, de mi propia sangre. Tal vez, incluso más. Había vuelto, pero no me lo creía, y tampoco sabía si querrían creerlo detrás de aquella puerta. Me sentía otro, un hombre lejano, más viejo, distinto de aquel que solía entrar en aquel local como en su casa. Al ponerme de puntillas, para atisbar el interior por encima del visillo de encaje que lo protegía de la curiosidad de los transeúntes, vi a una mujer colocando flores en las mesas. La conocía desde hacía muchos años, no habría podido no reconocerla, y sin embargo, dudé de mis ojos. Estaba allí, y al mismo tiempo muy lejos, tanto como si la estuviera viendo en una película, una estampa antigua de colores deslucidos, apagados, marchitos.
Sólo había pasado un año, pero aquel viaje se había torcido desde el principio y la inquietud que siempre sentía al volver, una desazón que otras veces se había diluido en el aguafuerte del nerviosismo, la tensión del viaje de regreso, se había multiplicado por una cifra mucho mayor que dos. Sólo había pasado un año, pero durante más de la mitad, yo había permanecido rigurosamente fuera del mundo, muerto, como muerto. Para un cadáver, un año es mucho tiempo. Para mí, fue demasiado cuando lo medí con los laureles que me recibieron en aquella puerta.
Inés se había empeñado en ponerlos ahí, flanqueando la entrada en dos macetas enormes de barro rojizo, porque eran bonitos, decía, hasta elegantes, y además, cuando crezcan, me van a venir muy bien… Al marcharme, eran dos matas frágiles, raquíticas, sus ramas casi desnudas, unas pocas hojas tiernas, amarillentas y endebles, apenas más consistentes que los pétalos de las flores. Cuando volví, me los encontré convertidos en dos matorrales no muy altos, pero sí espesos, hojas recias, olorosas, de un definitivo color verde oscuro. Ellos no me habían echado de menos, y tampoco sabía cuántas cosas más habrían crecido o cambiado, cuántas habrían nacido o habrían muerto en mi ausencia. El miedo a descubrirlo me paralizó, llegó a congelar mi mano sobre el picaporte, pero estaba lloviendo, había logrado volver a casa, y mi casa no era una acera de Toulouse. Por eso, y porque un viento helado que ya no podía romperlas, zarandeaba las ramas de aquellos laureles como si tuviera alguna razón para odiarlos, el hombre que era yo, y el que ya no estaba muy seguro de seguir siendo, entramos a la vez en Casa Inés.
—Aprés, s’il vous plait —Angelita, que acababa de colocar el último florero, se limitó a despacharme con el discurso al que recurrían para ahuyentar a los mendigos—. Maintenant, nous n’avons ríen pour vous. La cuisine est encoré fermée…
Yo me propuse decir su nombre, pero mi voz no acertó a fabricar ningún sonido, y avancé despacio en su dirección, para escuchar la misma excusa en nuestro propio idioma.
—Que venga luego, cuando cerremos, que ahora no tenemos nada —por fin levantó la vista, dejó de verme, empezó a mirarme—. ¿No ve que la cocina…? ¡Ay, Dios mío! —y en la expresión de su rostro, aprendí que mi aspecto era mucho peor de lo que suponía—. ¡Inés! ¡Inés, sal, corre!
Había llegado hasta allí en un camión de la empresa en la que trabajaba Rafael Cuesta, el seudónimo bajo el que el doctor García ocultaba su identidad por razones que me dejó imaginar. Aquel verano, mientras pasaba los días en una carbonera limpia y fresca, bien ventilada pero sin más compañía que los libros y los periódicos que él mismo me prestaba, llegué a echar de menos a Rubén, que era muy pesado pero jugaba bien al ajedrez. En la carbonera no tuve visitas, ni de día ni de noche. Durante las horas de luz, tampoco me atreví a utilizar nunca la salida de emergencia que comunicaba mi escondite con un callejón. A cambio, cuando caía la noche y el edificio se quedaba vacío, salía para estirar las piernas y procuraba andar todo lo que podía. Escogía siempre calles anchas, transitadas, a veces Alcalá, hasta El Retiro, a veces el paseo del Prado, hasta Atocha, a veces la Castellana, hasta los Altos del Hipódromo, o Gran Vía abajo, hasta el Campo del Moro.
Aquellos paseos me sentaban bien, aunque me obligaban a negociar con mi hambre. El capataz me traía, cada lunes y cada jueves, un paquete de comida con lo justo para que no pasara demasiada. Al atardecer, solía golpear la puerta con los nudillos, me preguntaba si estaba bien, si necesitaba algo, y se marchaba enseguida, después de sacar mis provisiones de la bolsa en la que llevaba sus herramientas. Mi dieta, además de escasa, era monótona, sardinas en lata, arenques ahumados, algo de fruta, queso, galletas, y siempre, siempre, un paquete de carne de membrillo. Nunca le pregunté por qué me traía tanto membrillo, que era barato, pero no más que otras cosas que jamás se le ocurrió echar en la bolsa. Seguramente, a él le gustaba. Yo siempre había creído detestarlo, pero aquel verano lo devoré con auténtico placer. Después, cuando intenté volver a comerlo, comprobé que seguía detestándolo.
La carne de membrillo no daba para muchas alegrías, pero el doctor García, que era quien me había mandado andar, también se ocupó de eso. Nos encontrábamos cada dos o tres noches, cada vez en un lugar distinto, que habíamos acordado en nuestro encuentro anterior, y paseábamos juntos. Después, con el argumento de que no podía consumir calorías sin reponerlas, me invitaba a tomar algo en alguna taberna del centro, oscura y pequeña, discreta y popular, donde yo solía pedir lo más barato que hubiera. Hambriento como estaba, era incapaz de resistirme a la tentación, pero con el estómago lleno, me resentía de aquel abuso que se prolongaba semana tras semana, sin que ni él ni yo alcanzáramos a distinguir su final.
—¿Qué? —él se reía cuando le confesaba que me sentía culpable—. ¿Un pincho de tortilla? ¿Un chorizo frito? Ya ves, ni que me fuera a arruinar por eso.
Entretanto, hablábamos y hablábamos. Yo le contaba mi vida, y él me contaba la suya, que en algunos momentos hasta me parecía más inverosímil, más aventurera que la mía, aunque nunca hubiera estado en el frente y no se hubiera movido de Madrid. Entretanto, las cosas fueron cambiando sin que cambiara nada para mí, y en septiembre, cuando los oficinistas volvieron al trabajo, él me encontró uno para ir tirando. Tenía que dejar libre la carbonera, y una de las secretarias de su empresa, Juana, una mujer callada, discreta, viuda de un republicano, alquilaba habitaciones. Vivía con sus padres en una casita baja, cerca del Manzanares, en una colonia apartada donde a ninguno de los vecinos le llamaría la atención un nuevo huésped.
—Allí estarás bien, pero yo no puedo pagarte el alojamiento, el sueldo no me da para tanto. He hablado con Rita, y…
—¿Rita?
—Sí —sonrió—. La chica de las botellas de sidra. Se llama Rita.
—Vaya… —pero eso no quiso contármelo.
—El caso es que ya sé cómo vamos a sacarte de aquí. La empresa para la que trabajo no se dedica solamente a hacer transportes dentro de la península. El dueño está muy bien relacionado con el Régimen, y algunos de sus clientes, todavía mejor. Así que, untando algunas manos, aquí y allá, nuestros camiones entran de vez en cuando en España cargados de productos libres de aranceles. A la ida van llenos, para no llamar la atención, pero descargan cerca de la frontera y no suelen pasar por la aduana. Rita ha hecho averiguaciones y resulta que tenemos un camionero de fiar. En la próxima expedición irregular, yo me encargare de ponerle de conductor, pero no tengo ni puta idea de cuándo ocurrirá eso. Mientras tanto, puedo colocarte en el almacén y hablar con Juana, para que te alquile por semanas una habitación. Vas a sacar lo justo para comer y pagar el alquiler, pero…
No hay vida como la clandestinidad. Ni tan buena ni, sobre todo, tan mala. En 1949, cuando me despedí de ella para siempre, tuve ocasión de verle todas las caras. La de Guillermo García Medina me acompañaría durante el resto de mi vida. Y casi veinte años después, cuando tuve la oportunidad de devolverle el favor, seguí sintiéndome en deuda con él.
—¿Y tú nunca has pensado en marcharte dentro de un camión? —la última noche le invité a cenar en su restaurante favorito—. Lo tendrías muy fácil.
—Pues lo he pensado muchas veces, no creas, pero siempre tengo a algún paciente esperándome en un sótano, o en una buhardilla —sonrió—. Siempre hay alguien con las tripas fuera en alguna parte, alguna mujer a punto de parir, un herido de bala, un detenido al que han soltado con la cabeza abierta… Me gusta ser médico. Eso es lo que sé hacer.
—Pues no sé cómo voy a poder pagarte todo esto.
—Ya me has pagado, y por adelantado. Si no hubieras atravesado un escaparate con el hígado, este verano me habría muerto de aburrimiento —y se animó a añadir un par de frases que, con ligeras variaciones, yo ya había escuchado, e incluso pronunciado cientos de veces—. Esto me sienta bien, ¿sabes? Es lo único que me hace sentirme bien.
—Ya… Yo tengo un amigo que dice que no hay vida como la clandestinidad. Ni tan mala ni, sobre todo, tan buena.
—Y tiene razón —levantó su copa para brindar conmigo.
—¿Sí? —le devolví el gesto sin mucha convicción—. No estaría yo tan seguro…
Después, me acompañó al almacén y me presentó a Herminio, el camionero, que ya había abierto un pasillo entre dos murallas de cajas de patatas para que yo llegara hasta el fondo y me sentara con la espalda pegada a la cabina. Cuando me deseó buena suerte, ya no pude verle la cara. Antes de poner el motor en marcha, entre los dos habían vuelto a colocar en su lugar las cajas que faltaban, y así, emparedado entre patatas, por si nos paraba la Guardia Civil, llegué hasta La Junquera. El trayecto duró toda la noche y buena parte del día siguiente, pero no fue tan espantoso como temí al principio, porque Herminio levantó la trampilla que comunicaba la cabina con la trasera e hizo todo el viaje con las ventanas abiertas, para dejarme respirar y avisarme con antelación de las paradas. Antes de descargar las patatas, se metió por un camino forestal y aparcó entre los árboles para volver a abrir el mismo pasillo por el que había llegado hasta allí.
—Quédate aquí. Ahora vuelvo a buscarte.
Le ayudé a completar otra vez la carga del camión y le esperé menos de una hora. Entonces empezó lo peor. Cuando volvió, en la trasera sólo había unos cuantos sacos vacíos. Los apartó para levantar una tapa que había en el suelo y mostrarme un habitáculo de metal, oscuro y sofocante, que estaba diseñado para transportar herramientas y una segunda rueda de repuesto.
—Ni se te ocurra abrir los ojos —me recomendó cuando ya estaba incrustado en él, intuyendo que aquello iba a ser peor que cruzar a pie—. Ciérralos, piensa en algo agradable y a ver si no encontramos mucha cola en la aduana…
Se desvió de su ruta para acercarme hasta Toulouse, pero me dejó muy lejos del centro y se me olvidó pedirle prestada una moneda para telefonear. Sólo llevaba pesetas en los bolsillos y no encontré dónde cambiarlas, así que llegué al restaurante andando bajo la lluvia. Cuando llegué, me dolían todos los huesos. Hacía meses que no me cortaba el pelo, me había dejado la barba para dificultar mi identificación, y vestía ropas extranjeras, livianas, unos pantalones con peto y una chaqueta sin solapas de mahón azul oscuro, el uniforme de obrero madrileño que me entregaron cuando empecé a trabajar en el almacén. Sin embargo, Inés me vio al salir de la cocina, y aquella vez, ni siquiera se quitó el gorro antes de venir corriendo.
—¡Galán! —ella había engordado, sobre todo en los pechos, redondos, llenos, mucho más grandes que la última vez que la vi—. ¡Galán!
Aspiré el olor dulzón, inconfundible, de la leche, y por una vez se me llenaron los ojos de lágrimas antes que a ella.
—Pero ¿qué te ha pasado? —porque antes de alcanzarme, frenó, como si al verme de cerca, hubiera descubierto que yo ya no era el hombre al que esperaba—. Te has quedado en la mitad, estás en los huesos…
Tendió las manos hacia mí mientras me miraba con una extrañeza casi dolorosa. Luego, al principio con cuidado, como si temiera hacerme daño, derribarme con la punta de los dedos, me acarició el pelo, la cara, los brazos. Yo me quedé quieto, mirándola hacer, sin atreverme siquiera a tocarla mientras veía sus manos, tan limpias, su delantal blanco, inmaculado, y esa cara redonda, misteriosamente sonrosada e infantil, que se le ponía cuando amamantaba, cada vez más sucias, tiznadas con la mugre de mi viaje, manchas pardas de tierra, manchas negras de grasa, y otras distintas, húmedas, del color del barro que crea la lluvia al disolver el polvo.
—No me toques —eso fue lo primero que le dije después de un año de ausencia, y al mismo tiempo, la apreté contra mí—. Te estoy poniendo perdida.
—Pero ¿cómo no voy a tocarte? —sus ojos, sus labios temblaron a unos milímetros de los míos, hasta que mi boca desesperada se encontró con la suya, la reconoció, se dejó reconocer por ella—. ¿Cómo no voy a tocarte si estás aquí? —y volvió a besarme, y volvió a decirlo—. Estás aquí —y siguió besándome, diciéndolo sin parar—. Estás aquí, aquí, estás… ¡Amparo!
—¿Qué? —la mujer del Lobo estaba muy cerca, pero Inés volvió a gritar.
—¡Me voy a mi casa!
—Bueno, mujer…
Juana tenía cuarenta años y la carne triste. Estaba muy delgada, casi escuálida, pero no era sólo eso. Tenía cara de pájaro, el pelo frito, estratificado en diversos tonos de amarillo, las puntas tan achicharradas como si acabara de bajarse de un poste de alta tensión, la raya oscura. Pero tampoco era eso, ni que se pintara siempre las uñas y los labios del mismo tono rosa, nacarado, infantil. La tercera noche que dormí en su casa, se perfumó de arriba abajo con una colonia barata, de esas que vendían a granel en los bazares de todo a noventa céntimos, antes de meterse en mi cama sin decir nada. Yo estaba despierto y ella se dio cuenta porque me vio girar la cabeza hacia la puerta, y hasta le pregunté qué pasaba, antes de comprender lo que estaba pasando. Llevaba un camisón ajado y ridículo, largo hasta los pies, con todos los botones abrochados y unos volantes pequeños, muy rizados y muy juntos, en el lugar donde otras mujeres tenían pechos. Los suyos no llegaban a abultarlo más allá de los pezones, y le hacían parecer una niña vieja. Después, cuando se tomó una confianza que yo nunca le di, cambió aquel camisón por otros más cortos, de tirantes, con puntillas roídas por el uso, igual de deslucidos pero más crueles, porque revelaban lo que era en realidad, una mujer de piel triste, más triste cuanto más desnuda, triste su perfume, triste la cinta con la que se sujetaba el pelo, y su deseo, poderoso y humilde al mismo tiempo, triste, y más triste todavía. Cuando se corría, dejaba escapar unos quejidos sofocados, agudos, una especie de i intermitente, a medio camino entre un pitido y el chillido de un mono, que eran el colmo de la tristeza.
—Hemos tenido otro hijo, ¿sabes? —Inés me dio la noticia en la puerta, antes de abrir el paraguas, y sólo después me miró a la cara—. Un niño.
—Ya me he dado cuenta.
—Por las tetas, ¿no? —asentí con la cabeza y se echó a reír mientras se apretaba contra mí—. Le he puesto Fernando, por si no volvías…
Y cuando apenas habíamos echado a andar, se paró de repente, volvió a mirarme y ya no pudo verme bien.
—Qué alegría que estés aquí —tampoco se limpió las lágrimas, pero rodeó mi cuello con sus brazos y me besó—. Estaba muerta de miedo, ¿sabes? Tenía tanto, tanto miedo de que no volvieras…
Al llegar a casa, conocí a Fernando en los brazos de Mercedes, aquella cría de Bosost que, al borde de 1950, estaba a punto de cumplir veinte años, estudiaba para maestra, y se sacaba unos francos haciendo de niñera por las tardes. A sus hermanos mayores no pude verlos todavía. Amparo había mandado a su hija a buscarlos, para que se los llevara a dormir a su casa y no nos estorbasen. Después de quitarle el bebé para dármelo a mí, mira, Fernando, este es tu padre, ¿lo ves?, Inés le dijo a Mercedes que podía marcharse ella también. Luego, mientras yo procuraba aprenderme los diminutos rasgos de aquella criatura que sólo tenía tres meses pero siempre se llamaría Fernando González, igual que yo, su madre nos dejó solos.
Reapareció a los diez minutos, envuelta en una bata de raso de color rosa pálido que siempre le había sentado muy bien. Se había quitado los zapatos para ponerse unas zapatillas que hacían juego con la bata. Se había recogido el pelo en uno de esos moños altos que sabía rematar sacándose unos pocos mechones estratégicos que parecían casuales, y la favorecían más que ningún otro peinado. Se había pintado los labios de rojo y todavía le había dado tiempo a hacer un montón de cosas más, abrir los grifos de la bañera, rociar el fondo con unas sales verdes que olían a manzana, y colocar el cochecito del niño en el pasillo, al lado de la puerta del baño.
—Trae, dámelo —lo besó en la cabeza, besó mis labios, volvió a besarle—. Es muy bueno, ya verás…
Juana necesitaba un hombre y yo, conservar la vida. Ella me deseaba o, más exactamente, deseaba algo que podía obtener de mí como mejor le convenía, sin tener que salir a buscarlo por las calles, sin llamar la atención de nadie sobre su ansiedad, sin comprometer su precaria reputación de viuda de un rojo. Lo mío era más sencillo, sólo miedo. Ella lo sabía, pero no le importaba. Se metía en mi cama sin hablar, y sin hablar, buscaba mi sexo y no lo encontraba, pero tampoco tenía prisa. Yo estaba en sus manos, y los dos lo sabíamos. Ella hacía lo necesario para recordármelo, y yo había tenido amantes menos aplicadas, mucho menos devotas, pero mi cuerpo nunca había sido tan ingrato con ninguna. Su carne era fría como la de un pez, más triste que la del membrillo, pero no me daba tregua, y al final, me las arreglaba para acabar haciendo lo que tenía que hacer, siempre a oscuras, con los ojos cerrados, respirando por la boca para no oler el triste perfume que enmascaraba apenas el tristísimo aroma de su cuerpo. Ella no pedía más. La primera vez, al terminar, intentó abrazarme y sacudí el hombro sin decirle nada. Le di la espalda y se marchó sin hablar. Por la mañana, cuando me senté entre sus padres para desayunar en la cocina, me dedicó una sonrisa triste, que le coloreó de tristeza las mejillas y deslizó entre mis huesos un frío repentino, que hizo aún más amargo el sabor de la achicoria que bajaba por mi garganta.
Después de acostar al niño, Inés me desnudó. Me metí en la bañera y entonces, con la misma energía, la misma dedicación que la había visto emplear con nuestros hijos, me enjabonó el cuerpo, frotándome bien con una esponja, y me lavó la cabeza, repitiendo la operación varias veces. Mientras tanto, no dejaba de hablar. El escote de su bata se abría, se cerraba, me dejaba ver el surco de sus pechos apretados por la tensión de sus brazos, y ella hablaba y hablaba, moviendo la lengua al mismo ritmo que las manos que amasaban mi cabeza, para salpicar la suya cada dos por tres de burbujas de espuma blanca. Se las limpiaba con los dedos húmedos y seguía hablando, no dejó de hacerlo, alternando siempre las noticias más graves con novedades domésticas, intrascendentes. Que Vivi estaba aprendiendo a leer. Que la úlcera de estómago del Lobo le estaba amargando la vida. Que habían condenado a muerte al dependiente de la confitería donde yo me había librado por los pelos. Que su abogado no tenía muchas esperanzas de que se la conmutaran por treinta años. Que a Miguelito le habían regalado un triciclo y corría que se las pelaba por el pasillo. Que se rumoreaba que el Partido iba a abrir un proceso contra los monzonistas. Que lo único que se sabía con certeza era que no pensaban meterse con los militares. Que el parto de Fernando había sido tan bueno, tan rápido que ni siquiera le habían dado puntos. Que después de la carta de Guillermo, nadie había vuelto a contarle nada de mí. Que no sabía si estaba vivo o muerto, o si había conocido a otra mujer en España. Que no podía imaginarme cuánto me había echado de menos.
Cuando dijo esto último, el agua, que había ido vaciando y rellenando sin cesar, ya estaba limpia. Para celebrarlo, se quitó la bata y se metió en la bañera conmigo.
—Estás guapo con barba, ¿sabes?
Ella escogió el momento. Despegó su vientre del mío, balanceó apenas las caderas, y sin dejar de mirarme a los ojos ni levantar las manos de mis hombros, las hizo descender en el ángulo exacto, para montarse encima de mí como si pretendiera demostrarme que ninguno de los dos servíamos para otra cosa.
—Pero creo que luego te voy a afeitar, porque así no pareces tú, sino un brigadista inglés de aquellos, tan raros…
Mi habitación no tenía cerrojo. Algunas veces pensé en colocar la cómoda contra la puerta, pero nunca me atreví. Juana hablaba poco. Desde fuera, parecía mansa, amable, porque obedecía cualquier indicación de sus padres como si fuera una orden, acatando sus caprichos sin discutir, con una docilidad inconcebible en una mujer de su edad. Sin embargo, en el fondo de sus ojos pequeños, arratonados, latía una veta oscura, una sombra de dureza mineral. Su impasibilidad, esa miserable conformidad con la que aceptaba lo poquísimo que yo le daba, me convenció de que podría llegar a ser despiadada. También era astuta, y no abusaba demasiado. Nunca vino a verme dos noches seguidas, aunque al principio, cuando alternaba mi condena y mis indultos, a veces me hacía el dormido. Ella se retiraba después de un rato, pero mi pereza no tardó en tener consecuencias. La mañana siguiente a la tercera noche que la dejé plantada, tuve que irme al trabajo sin desayunar. Se había acabado el pan, la leche, el carbón para encender la cocina. Y por la tarde, cuando volví, mientras servía la cena, comentó en voz alta que debía de haber pasado algo, porque había visto mucha policía por la calle. Llegué a fantasear con matarla, pero no podía permitírmelo. Tampoco podía buscarme otro alojamiento sin arriesgarme a que me denunciara, a que denunciara incluso a Guillermo si yo desaparecía sin avisar, así que me dediqué a cultivar con ahínco otra clase de fantasías. Si hay que follar, se folla, me discipliné a mí mismo, ¿desde cuándo eso es un problema? Había pasado muchas temporadas en el monte y años enteros en un campo de concentración, era un experto, pero nunca había almacenado tantas bocas, tantas lenguas, tantas mujeres desnudas con los pezones de punta y las piernas abiertas, dentro de mi cabeza, con tan poco provecho ni durante tanto tiempo. Aquel otoño, negocié con mi polla mucho más duramente de lo que había tenido que negociar con mi hambre el verano anterior.
Cuando salimos de la bañera, Inés me secó con mucho cuidado, me colocó delante del espejo y me afeitó.
—¿Quieres que te corte el pelo?
—No —me eche a reír y me asombró volver a ver la risa en mi propia cara—. Que me dejarás hecho un Cristo, de trasquilones.
—¡Qué va! Si he aprendido muy bien, ya verás… —me dio la espalda para ir hacia el armario y volvió con un peine en la mano izquierda, unas tijeras en la derecha, y una sonrisa triunfal en los labios—. Me ha enseñado esa vecina de Angelita que se da tanta maña, y ahora se lo corto yo siempre a los niños, lo que pasa… A ver, siéntate aquí.
Me acercó un taburete antes de descolgar el espejo de la pared para encajarlo en el lavabo y poder ver toda mi cabeza.
—Sólo te voy a cortar estas greñas tan horrorosas que tienes por aquí detrás, ¿vale? Luego, te vas a ver al Peluca y que te repase él bien.
—A ti te voy a repasar yo bien…
—Pues sí, mira, qué buena idea —y fue ella la que se echó a reír—. Porque no te imaginas la falta que me hace.
Pero todavía me cortó las uñas de los pies antes de consentir que nos fuéramos a la cama.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó cuando me tumbé en la otra punta.
—Te miro —y alargué una mano para acariciar la silueta de su cuerpo, vuelto hacia mí—. Antes no he podido verte bien.
Ella cerró los ojos y me dejó hacer. Yo los mantuve abiertos todo el tiempo, hasta que cada pliegue de aquella piel suavísima, los pequeños accidentes de aspereza que la desmentían en los codos y en un pedacito de su muslo izquierdo, aquella cicatriz tan fea, de forma casi circular, que parecía el hierro de una ganadería, se superpusieron con ventaja a mis recuerdos. Así, su olor, sus manos, su boca, fueron borrando sus viejas imágenes, despojándome del mezquino capital de mi pobreza. Y la Inés a la que yo me había aferrado para sobrevivir, estalló en pedazos, como una funda vieja, inservible, incapaz de aprisionar por más tiempo a una mujer que fue más mía, más poderosa que mi memoria, durante aquella noche larga, violenta y dulce.
—¿Ves? Ya le has despertado —a medianoche, el niño empezó a llorar—. Tanto chillar, tanto chillar…
—No es por eso, tonto —estaba bromeando, pero ella me lo explicó igual—. Es que le toca comer.
Le cogió de la cuna sin llegar a levantarse, y me dio la espalda para amamantarlo. Durante unos minutos, sólo escuché su voz, un susurro casi inaudible, pautado por el eco del esfuerzo del niño, un ruido de succión que sólo se interrumpía de vez en cuando para dar paso a un suspiro inesperado, como si necesitara pararse a descansar, tomar aliento. Después, su madre se dio la vuelta sobre las sábanas con él, sus manos pegándolo con suavidad a su cuerpo, y lo acostó con cuidado entre nosotros dos, para acunarlo entre sus brazos. Le vi mamar del otro pecho, su cabeza tan pequeña, su mano derecha, mínima y perfecta, apoyada en él, para asegurarse de que no se le escapaba, y me emocioné mucho. Inés se dio cuenta. Se le cayó una lágrima del ojo derecho, pero no se molestó en advertirme que no estaba llorando.
Llegó un momento en el que ya ni siquiera me ponía nervioso, y sin embargo, me resultó más fácil aprender a empalmarme sin ganas que aficionarme a Juana. Así, por lo menos, acababa deprisa, siempre fuera. Una noche, en la cena, se lamentó con su boquita de niña vieja de que no podía tener hijos, pero yo no me fiaba ni mucho ni poco de sus pequeñas astucias, y míos, desde luego, no iban a ser. Mi semen era lo único que podía hurtarle a mi miedo, el último reducto de soberanía donde aún tenía una oportunidad de hacerme fuerte y resistir. Por lo demás, había que follar, y se follaba. Eso no era un problema. Mis noches tampoco habían sido nunca, y nunca volverían a ser, tan sórdidas, tan feas como aquellas que atravesé sin verla, sin sentirla, agarrándome al cabecero de la cama para no tener que tocarla, desprendiendo el cuerpo en el que penetraba de una cara que nunca besaba, de un nombre que nunca decía, mientras me movía en su interior como lo que era, un hombre desarmado, acorralado, que sólo luchaba por conservar la vida.
En 1949, me acostumbré a comer membrillo, a Juana no. Y aunque no la hice feliz, logré funcionar satisfactoriamente, encontrar dentro de mí una tecla capaz de convertirme en una máquina potente, insensible y bien engrasada. Aprendí a follármela sin placer, sin dolor, sin pagar siquiera el precio de odiarla. Jamás creí que llegaría a compadecerla, pero eso fue lo que ocurrió cuando Fernando terminó de mamar y su madre se levantó desnuda de la cama para pasearse por la habitación con él en brazos.
—¿Y tú, qué? —cuando el niño eructó, Inés lo metió en la cuna, me sonrió, y aquella sonrisa acabó con todo—. ¿No tienes hambre?
Pero no todo fue tan fácil como volver a cenar huevos fritos en la cocina, a la una de la mañana.
Mi carrera de clandestino había terminado. En mayo de 1949, rompí por última vez un cerco, y con él, cualquier posibilidad de que mi vida siguiera siendo la mejor, la peor de las posibles. Al salir como un acerico de aquella confitería de la plaza de Canalejas donde no había metido la pata ni había hecho el ridículo, me convertí al mismo tiempo en un héroe y en un montón de cenizas. La primera condición me mantuvo ocupado menos de un mes. La segunda hizo de mí un cesante. Quemado a los treinta y cinco, tenía tres hijos que mantener, una mujer que nos mantenía a los cuatro, ningún oficio y menos beneficio. Hacía más de quince años que no bajaba a una mina y, aparte de eso, lo único que sabía hacer era la guerra.
El camarada que había fabricado la documentación de Gregorio Ramírez de la Iglesia, me pidió que se la devolviera. En su taller, con las persianas bajadas, examinó el pasaporte a la luz de un foco tan potente como la lente de aumento que llevaba encajada en el ojo derecho. Fue acariciando sus hojas, de una en una, y las miró al trasluz, por los dos lados, antes de arrancarlas casi con ternura. Luego, sostuvo un momento la cédula entre los dedos, como si estuviera meditando la posibilidad de indultarla, y negó con la cabeza antes de cortarlo todo por la mitad, cada mitad por la mitad a su vez, y enviar los fragmentos al fondo de la papelera. No valían para nada. Yo tampoco. El Partido celebró mi regreso, me organizó un par de homenajes, publicó un reportaje sobre mi fuga en Nuestra Bandera, y me despidió entre sonrisas paternales y palmaditas en la espalda. No esperaba otra cosa. Cuando descanses, y te recuperes, ven por aquí, a ver qué podemos hacer por ti… Descansé, me recuperé, me cansé de descansar, de recuperarme, y no fui.
En mi casa, las cosas habían cambiado en unas proporciones naturales, comprensibles. Volvía a haber un bebé y sus hermanos mayores cada vez hacían más ruido. Eran más sucios y más desordenados, pero también más divertidos. Eran niños, y daban el coñazo, y yo era su padre y tenía que aguantarlos, jugar con ellos, reírme de sus ocurrencias, llevarlos los domingos a montar en bici y castigarlos de vez en cuando. También me cansé de eso, ni más ni menos que los otros padres que conocía. De su madre no. De su madre no me cansé nunca, y sin embargo, unos meses después de mi regreso, cuando ella no estaba dentro, la casa se me caía encima.
En otras circunstancias, habría seguido trabajando para el PCE. No durante mucho tiempo, porque después de haber sido clandestino durante cinco años, las tareas burocráticas me interesaban aún menos que antes, pero seguramente habría acabado refugiándome en su seno hasta que me saliera algo mejor. En aquel momento ni me lo planteé. Ellos tampoco vinieron a buscarme. En el Partido, las cosas no habían cambiado como en mi casa. Algunos aspectos de esa evolución, como el abandono de la lucha armada, un cambio de estrategia imprescindible desde que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial nos dejaran tirados una vez más, eran tan comprensibles como el crecimiento de mis hijos. Pero otros eran mucho más difíciles de aceptar.
—Mira, quiero proponerte una cosa… Pero tienes que dejarme hablar hasta el final, ¿de acuerdo? —y en ese momento, los dos nos dimos cuenta de que aquello no iba a salir bien—. Hemos tenido una reunión, y Amparo ha vuelto a quejarse de que no da abasto. Está desbordada. Hace tiempo que necesitamos un gerente, y a mí se me ha ocurrido…
—¡Inés, por favor! —y bajó la cabeza para no ver cómo me mordía la lengua—. Pues sí, era lo que me faltaba, después de aguantar a su marido tantos años, que ahora Amparito me diera órdenes.
En enero de 1950, cuando Jesús Monzón llevaba cuatro años y medio en la cárcel, la dirección del Partido por fin se atrevió con él. Ese fue el propósito al que destinaron todas sus energías mientras yo descansaba y me recuperaba, el montaje de uno de aquellos fantasmales procesos a los que se habían vuelto tan aficionados. Una acusada principal, Carmen de Pedro, ningún abogado defensor, todos los demás, fiscales. Y no me gustó.
—Pues no es un mal trabajo, ¿comprendes? Yo llevo allí casi tres años, y estoy contento. No es que el sueldo sea gran cosa, pero las comisiones…
—Pero tú eres más simpático que yo, Sebas, más paciente. A ti te gusta hablar, estar rodeado de gente. Yo no sirvo para vender coches, en serio.
Aquel proceso recrudeció la úlcera que el Lobo sufría desde el otoño de 1945, cuando empezó a correr por Toulouse el rumor de que el asesino de Gabriel León Trilla, la mano derecha de Monzón en el interior, había sido Cristino García Granda. Aquel nombre le hizo un agujero tan grande en el estómago que, después de cinco meses, cuando volví de España y me enteré, lo encontré todavía desencajado. No se trataba sólo de que Cristino fuera íntimo amigo del Gitano, ni de que él lo conociera desde nuestra guerra. Era algo más, y era peor. ¿Y si me lo hubieran encargado a mí? No contesté a esa pregunta, y me hizo otra. ¿Y si te lo hubieran encargado a ti? Yo nunca habría matado a Gabriel, respondí. Estaba diciendo la verdad, pero en Casa Inés, rodeado por todas partes de camaradas con los oídos bien abiertos, me faltaron huevos para levantar la voz. Me sentí tan mal, tan cobarde, que añadí algo más, yo he sido tan monzonista como él, nunca lo he ocultado, pero el Lobo no se dejó convencer por mis susurros. Es muy fácil decir eso, ¿sabes?, porque lo que él estaba diciendo también era verdad, es muy fácil decirlo aquí, ahora, en esta mesa, con una copa en la mano. Así, lo único que conseguimos fue que al Gitano se le saltaran las lágrimas. ¡Me cago en la hostia! Pero ni siquiera él levantó la voz para hacerse a sí mismo la pregunta que no había llegado a brotar de nuestros labios cerrados como ostras. Pero ¿por qué han tenido que encargárselo a él, precisamente a él? Y, en el mismo murmullo, llegó a una conclusión que los demás tampoco nos atrevimos a compartir jamás con nadie. ¡Qué hijos de puta! Después nos enteramos de que Cristino se había negado a matar a Trilla con sus propias manos. Soy un revolucionario, alegó, no un asesino, pero al final, tras muchos forcejeos, transmitió la orden de ejecución a dos de sus hombres. Aquel epílogo no nos consoló. Después, a principios de 1946, Cristino fue detenido, fusilado casi inmediatamente. Y Francia cerró la frontera como represalia por la ejecución de un héroe de la Resistencia, para cuadrar el círculo de nuestra desolación.
—He hablado con Émile Perrier… —el Zurdo levantó las manos en el aire, para que no protestara antes de tiempo—. Ya sé que tú no querías, pero comimos juntos el otro día, estuvimos hablando, y me dijo que le llamaras, que buscaría la manera de hacerte un hueco…
—Pero si acabo de volver a casa, Antonio, he estado un año entero fuera, y la idea de pasarme la vida viajando, como tú, de un lado para otro… No valgo para representante. Y tampoco sé nada de maderas.
Cuando se consumó el macabro aviso para navegantes que convirtió al mejor de todos nosotros en un asesino, estaba a punto de cumplirse el primer aniversario de la invasión de Arán, pero sólo habían pasado cuatro meses desde la rendición de Alemania. Todas las espadas estaban en alto todavía. Aún teníamos esperanzas de que los aliados derrocaran a Franco, o de que, al menos, nos dejaran volver a intentarlo, y por eso, cada uno se aguantó como pudo con su dolor de estómago. Lo demás, que Trilla fuera un traidor, que por eso, y no por miedo, se negara a venir a Francia a informar, que resultara demasiado peligroso para la organización del interior como para dejarlo vivo y expulsarlo sin más, nunca nos lo creímos. Nosotros no. A nosotros nos sobraban elementos para comprender aquella lógica sangrienta y, más allá de la teoría, los cadáveres de los camaradas a quienes habíamos enterrado con nuestras propias manos antes de retirarnos de Arán. Nuestros muertos eran las víctimas de Trilla, las víctimas de Monzón. Y sin embargo, quienes los desenterraron del limbo de los héroes incómodos para agitarlos como una bandera ante nuestras narices, los habrían sacrificado con la misma alegría si eso les hubiera servido para ganar la partida que perdió Jesús. Por eso, todavía me gustó menos que los utilizaran para aplacarnos. Pero nosotros éramos militares, la guerra era nuestro oficio. En la guerra, se mata y se muere. La guerra es cruel, y siembra crueldad, es temible, y siembra miedo, es arbitraria, y siembra arbitrariedades. La guerra es también, a veces, el precio de la libertad, de la justicia, del futuro. Por eso, en la guerra hay que tragarse cosas que en la paz dan arcadas. Y en septiembre de 1945 estábamos en guerra. En enero de 1950, no.
—Me voy a España dentro de dos meses —el Cabrero era el único que seguía en la brecha—. Estoy hasta los cojones de mi suegro, porque además, no se puede ser más rácano, pero si quieres mi furgoneta para ir tirando…
—No, Manolo, déjalo.
—Claro —y se echó a reír—. ¿Cómo vas a querer, con lo que acabo de decirte? Pero ya sabes lo exagerado que soy. Tú, piénsatelo, y si acaso…
—Que no, de verdad. Gracias, pero no me apetece ser pescadero.
En enero de 1950, no hacía falta putear a Carmen de Pedro. No después de haber bendecido su boda con Zoroa, de haber vuelto a admitirla en la dirección como a la esposa de un dirigente, de haber comprobado el entusiasmo con el que se apresuraba a arrastrar a Jesús por el barro a la menor insinuación. Quizás, precisamente por su deslealtad, lo mereciera, pero no hacía falta. Monzón había jugado y había perdido. Había perdido y había pechado con las consecuencias. Cuando le detuvieron, podría haber cantado. No lo hizo. Cuando le condenaron a muerte, podría haber ofrecido un trato a cambio de un indulto. No lo hizo. Cuando su familia recurrió a sus viejas influencias para lograr que le conmutaran la pena capital por treinta años, podría haber pagado con delaciones una reducción de condena. No lo hizo. Nunca lo hizo, ni siquiera cuando se enteró de que, tres meses después de su caída, dos hombres de Cristino habían matado a Gabriel por la espalda, como dos jodidos navajeros, en un descampado de Madrid. Jesús no había abierto la boca ni para pedir perdón, y a pesar de todo, y de los muertos de Arán, yo no era sólo de los que lo celebraban. Aunque seguían faltándome huevos para decirlo en voz alta, yo era, además, de los que opinaban que otros tenían más pecados que hacerse perdonar. Pero, por más que no se hubiera arrepentido, a pesar de que no se hubiera sometido ni humillado en ningún grado ante sus enemigos, la figura de Jesús Monzón no implicaba ningún riesgo para la organización, ni en Francia ni en España. No existía ninguna razón objetiva para putear a Carmen de Pedro, para humillarla en público, para divertirse un rato zarandeando por dentro y por fuera, hasta llegar a la ropa interior, a una mujer que ya no tenía un marido que la defendiera. Aquel proceso no era más que teatro, un auto sacramental alrededor de una hoguera encendida, la escenificación pública de un poder que nadie discutía. No hacía falta. Y menos, cuando no habían tenido cojones para venir a por nosotros.
—¿Gregorio?
—¿Perdón? —porque en julio de 1950, hacía mucho tiempo que nadie me llamaba por ese nombre.
—Gregorio, soy Herminio —entonces lo entendí—. ¿Te acuerdas de mí?
Estaba en Toulouse, quería verme, y era difícil que hubiera podido encontrar un momento peor. Mi desmoralización había tocado fondo. Unos días antes, al levantarme, me había jurado solemnemente a mí mismo que iba a aceptar la próxima oferta que me hicieran, pescadero, representante, vendedor, o lo que fuera, sin discutir el sueldo ni las condiciones. Me dio hasta vergüenza que Herminio me encontrara en casa a la una de la tarde, con una mano encima de la otra y Fernando gateando por el pasillo, para que Inés se ahorrara la guardería. Pero al entrar, me dio un abrazo y no hizo ningún comentario. Después, aceptó una cerveza y me pidió un favor que me arregló la vida.
Acababa de comprarse un camión, y quería preguntarme si conocía en el sur de Francia alguna empresa de importación que fuera seria y pagara bien. No era previsible que los franceses volvieran a cerrar la frontera, pero tampoco iba a resultarle fácil establecerse por su cuenta. Si yo pudiera darle algún contacto, él podría dedicarse a transportar productos españoles cobrando menos que una empresa grande, y ganando mucho más que su sueldo actual. Le pregunté adónde iba y me contestó que a Holanda. Le pedí que volviera a pasar a la vuelta, y cuando se marchó, vestí a Fernando, lo senté en su silla y me eché a la calle Durante cuatro días, hablé con todas las personas, españolas y francesas, de las que me fiaba dentro y fuera de Toulouse. Cuando Émile me dijo que sí, descolgué el teléfono y marqué un número de Madrid.
—Dígame —volví a escuchar la voz de Juana, pero tampoco aquella vez hablamos más de lo imprescindible.
—Quiero preguntarte una cosa, Rafa —Guillermo, a cambio, se alegró mucho de volver a escucharme—, pero necesito que seas sincero conmigo…
Antes de que me diera tiempo a terminar, se ofreció a jurarme por lo que yo quisiera que, lejos de perjudicarle, le iba a hacer un favor. Y de la hostia, añadió. Los encargos de Inés nunca eran lo suficientemente importantes como para llenar ni una furgoneta, y cada vez le resultaba más difícil colocarlos.
—El día menos pensado, alguien me va a preguntar por qué me tomo tantas molestias por tan poca cosa. Y no es sólo eso. Aparte de Francisco, puedo pasarte algunos clientes más.
—¿Francisco? —le pregunté, porque me había perdido.
—Sí, hombre, el de Jaén. El que compra el aceite…
—Pero ¿ese no era Pepe?
—Antes —y se echó a reír—. Antes era Pepe. Ahora es Francisco.
—¡Ah! —apunté su nombre y su teléfono en un papel—. ¿Y los otros?
—Pues… Rita. Te lo puedes imaginar.
—¿Sí? —lo que no imaginaba yo era que las cosas hubieran llegado tan lejos—. ¿Y qué tal?
—Bien, pero discutimos mucho —volvió a reírse—. Está empeñada en convertirme, y se pone muy pesada. Yo ya le he explicado que perdí la fe hace muchos años, pero no hay manera… Últimamente, cada vez que la veo, me toca rezar el rosario antes de merendar.
—Pues lo siento por ti —le dije cuando pude dejar de reírme—. Aunque a lo mejor, ella tiene más suerte que yo.
—Hombre, no creo, pero qué quieres que te diga… Como predicadora, tiene méritos muy superiores a los tuyos, Gregorio. Es mucho más convincente.
Empecé en el salón de mi casa, con el camión de Herminio, que tampoco se llamaba Herminio, sino Pablo, y setecientos litros de aceite de oliva que mi mujer me ayudó a colocar entre sus colegas españoles, italianos y armenios, antes de que la carga pasara la frontera. Oficialmente, aquella importación no la hice yo, sino Émile Perrier. Sin embargo, antes de que llegara el camión, retiré sin contratiempos de la ventanilla del consulado español en Toulouse una licencia librada a mi verdadero nombre. Cuando ya no lo esperaba, la clandestinidad volvió a enseñarme su mejor cara, y hasta me devolvió una parte de lo que me había quitado. Para las autoridades franquistas, Fernando González Muñiz era un simple oficial de milicias del Ejército Popular, uno más de los que se habían retirado en febrero del 39 y no había vuelto a dar señales de vida hasta la fecha. No tenían nada contra él, y menos todavía contra las divisas en las que iba a pagar sus operaciones.
—Lo tuyo sí que es bueno, ¿comprendes? No querías ser vendedor, ni representante, ni repartir pescado… ¿Y qué haces ahora? Comprar, vender, representar y repartir. Pescado, entre otras cosas, ¿comprendes?
—Ya, si tienes razón —nunca se la quité—. Pero esto me divierte.
Quizás por eso me fue tan bien. A mediados de los años cincuenta, ya era el primer importador de aceite de oliva español de Francia, pero importaba muchas otras cosas, productos de primera calidad y muy baratos, desde algodón, muebles, carbón y zapatos, hasta conservas de todas clases, zumos, espárragos, mermeladas, pimientos del piquillo, encurtidos, aceitunas, tomate, atún, sardinas, mejillones, berberechos… Los aduaneros españoles, en su bendita ignorancia, nunca me echaron atrás un cargamento. Aquel negocio era lo más parecido al trabajo clandestino que podía hacer sin poner los pies al otro lado de la frontera y, como solía decir Angelita, mientras no abolamos la propiedad privada, cuanto más dinero ganemos, mejor para todos. Yo nunca dejé de formar parte de ese todo, pero seguí estando al margen de los que tomaban las decisiones, hasta que el Lobo me llamó por teléfono una mañana.
—Ya sé que estás muy liado, pero necesito que me hagas un hueco para que nos tomemos una copa —hablaba en el mismo tono que usaba cuando era mi coronel, pero 1954 estaba a punto de expirar—. Tengo que hablar contigo.
En la primavera de 1951, volví a salir con Fernando todas las mañanas, una escena que no volvería a repetirse hasta que acabó la carrera y empezó a trabajar conmigo. Ya no podía seguir haciéndolo todo solo, ni en casa. Necesitaba una oficina, una secretaria, una línea de teléfono, dejar de ser un agente, empezar a ser una agencia. Cuando Ramón volvió a darme una orden, tenía agentes asociados en muchas capitales de provincia, dos secretarias, tres empleados, una participación en lo que ya era la empresa de transportes de Herminio y, por fin, unos ingresos superiores a los de mi mujer.
—El otro día me llamó Miranda —lo que quería contarme el Lobo, era que mi partido se había acordado de mí—. Me preguntó qué pasaba contigo, se quejó de que nunca vas por allí, de que apenas te ven, de que estás raro, perdido…
—Pero eso no es verdad. El domingo pasado nos encontramos en el restaurante a la hora de comer —asintió con la cabeza, como si no necesitara que se lo recordara, pero lo hice igual—. Tú lo sabes porque estabas comiendo en la misma mesa que yo.
—Ya, bueno… —sonrió, y se encogió de hombros—. Qué me vas a contar. Yo le dije que tenías mucho trabajo, y me respondió que precisamente por eso le preocupaba no saber de ti. Me explicó que desde que somos ilegales en Francia, todo se ha puesto más difícil. El Partido ya no puede tener propiedades, alquileres, imprentas, cuentas corrientes… Oficialmente, el PCE no puede hacer nada con sus siglas. Por eso necesitan testaferros, personas de confianza, titulares de empresas o fundaciones que dejen vías aprovechables para que las cosas sigan funcionando en Francia y, sobre todo, en España. En pocas palabras, les interesa invertir en tu negocio.
—Ya —lo entendía muy bien—. Pero a mí no me interesa que inviertan.
Tomé aire y se lo expliqué lo mejor que pude. Yo era comunista, siempre había sido comunista, y me iba a morir siendo comunista. Me había jugado la vida por el Partido durante muchos años, y en caso de extrema necesidad, lo más fácil era que me la volviera a jugar. Pero ni ese era el caso que se estaba dando, ni me gustaban las cosas que estaban pasando. La organización de combate a la que yo me había afiliado cuando era casi un niño, no se parecía a aquel ministerio de oficinistas vestidos de gris, que sólo sabían guardarse las espaldas mientras cuchicheaban por las esquinas. Tú no sabes ni la mitad, eso no es lo que me han contado a mí, algún día te enterarás de la verdad, tú sólo sabes una parte de la historia, el criterio de la dirección no es ese, ten cuidado con lo que vas diciendo por ahí, te lo estoy aconsejando como amigo, por ahí no, Galán, Fulanito no es de fiar, por ahí tampoco, no te conviene que te vean tanto con Menganito, yo que tú, no pondría la mano en el fuego por Zutanito… Me tenían hasta los cojones de cuchicheos, y hasta más arriba de ciencia ficción, el próximo congreso va a ser importantísimo, se va a fijar una línea trascendental, tienes que leer la ponencia política, es un documento clave, pone los pelos de punta, por fin vamos a abordar el problema del mercado de cereales, los camaradas han preparado un informe de primera… Yo les leía a mis hijos, por las noches, cuentos más elaborados y mucho mejor escritos. Si no podía seguir trabajando dentro, y eso era lo mismo que optar por el suicidio, prefería seguir pagando una cuota proporcionada con mis ingresos y mantenerme en el discreto anonimato de la base.
—Mañana, en cuanto llegue al despacho, yo mismo llamaré a Miranda. Estoy dispuesto a colaborar en todo lo que haga falta, a poner la agencia entera a la disposición del Partido —resumí—. Pero no quiero deberles favores. Prefiero que ellos me los deban a mí.
El Lobo asintió con la cabeza, y me atreví a decirle algo que no le había contado ni siquiera a mi mujer.
—No sé si lo entenderás, pero a veces pienso que, si viviera en España, me marcharía del Partido mañana mismo.
—Claro que lo entiendo —y mientras removía un antiácido en medio vaso de agua, sonrió—. Si viviera en España, yo me habría marchado ayer.