Toulouse, un día de primavera, seguramente mayo de 1945, poco después de la capitulación de Berlín.
La guerra ha terminado. Ella ha vuelto.
Está aquí, y para recibirla, Toulouse se ha puesto de fiesta. Los habitantes genuinos de la ciudad, los que aquí nacieron y aquí van a morir, los que no están deseando abandonarlo todo, casa, trabajo, bienestar, para volver con las manos vacías al pobre y polvoriento país del que salieron huyendo, no entienden este ajetreo de españoles endomingados que se atropellan por las aceras.
Los hombres caminan erguidos, incómodos en su único traje bueno, el de las bodas y los entierros, siempre oscuro, muy desgastado pero aún más limpio, las solapas de las americanas tristemente brillantes de tan usadas, por más que la parienta las haya protegido del calor de la plancha con un paño blanco, húmedo. La raya del pantalón es, a cambio, perfecta, y la camisa resplandece, de puro inmaculada, en esta jornada de huelga para las corbatas. Aunque muchos de ellos, empleados de banca, camareros, dependientes, oficinistas, se vean obligados a usarlas en los días laborables, las corbatas son para los señoritos, y ellos presumen hoy de no llevarlas puestas mientras caminan con la camisa abierta, la cabeza alta, las manos en los bolsillos del pantalón y un pitillo encendido colgando de los labios.
Las mujeres jóvenes, las que no desafían a su propio infortunio vistiéndose de negro todas las mañanas, también se han puesto su vestido bueno, aunque los suyos son de colores claros, con cuerpos camiseros, no muy ajustados, y faldas ceñidas, pero tampoco tanto. En el preludio del luto que las atrapará antes o después, todas llevan ropa de mujer decente y zapatos discretos, de medio tacón, una rebequita más o menos entonada sobre los hombros y el monedero en la mano, o un bolso, más viejo aún que el traje de su marido, colgando del codo. Donde más se han esmerado es en el pelo, aunque no han pisado una peluquería desde que viven en Francia. ¿Para qué? Son españolas. Eso significa que todas tienen un cestito con sus pinzas, sus rulos, sus avíos y, quien más y quien menos, una amiga peluquera, una vecina que se da mucha maña con el secador, una cuñada que estuvo de aprendiza en su pueblo, antes del 36. Toulouse también ha sido hoy un ajetreo de mujeres subiendo y bajando escalones con un paño sobre los hombros y la cabeza envuelta en una toalla, o repleta de rulos sujetos por una malla erizada de horquillas. Y luego, laca, mucha laca, eso que no falte, laca y más laca hasta que el pelo parezca una peluca, un casquete de ondas rígidas como las olas de un mar de cartón piedra, en el que alguna andaluza audaz se habrá atrevido incluso a dibujar con el dedo un caracol sobre su frente. Ya nadie lleva esos peinados de los años treinta, nadie excepto ellas, que han elegido vivir en un paréntesis, un tiempo detenido y sin tupés, como si esos rollos de pelo, armados con algodón en rama, que se llevan en España, no fueran más que otra versión del enemigo.
Tienen de quien aprender. A despecho de la moda moscovita, Ella ha vuelto igual que se marchó, con el pelo más blanco, eso sí, pero la misma onda aplastada sobre la misma esquina de la frente, el moño bajo, pequeño, dos discretos pendientes de oro con una perlita colgando de cada oreja, y las ropas de luto, blusa holgada, falda informe, negro sobre negro, que sin dejar de ser su gran creación intemporal de Sí Misma, son ahora, a la vez, la contraseña de un dolor íntimo y hondo. En la primavera de 1945 la estampa de Dolores Ibárruri es también un homenaje a la memoria de Rubén, el mayor de los dos hijos a quienes logró sacar adelante desde la miseria del hogar de un minero vizcaíno, aquella casa que Julián y ella construyeron con sus propias manos. Había tenido más hijos, pero uno se malogró antes de nacer, y otras tres, todas niñas, nacieron sólo para morir poco después.
En esa desgracia terca y negra, Pasionaria había acompañado a cientos de miles de mujeres españolas, el dramático coro de un país asolado por los ataúdes blancos, los cadáveres mínimos de los hijos muertos, víctimas de su hambre y del hambre de sus madres, de su enfermedad y de las enfermedades de sus madres, de su pobreza y de la pobreza de sus madres. Esa ha sido también su historia hasta el 3 de septiembre de 1942, sólo seis meses después de ascender al cargo de secretaria general del Partido Comunista de España. En el atardecer de ese día, el único de sus hijos varones que había sobrevivido, teniente del 13 Regimiento de la Guardia del 62 Cuerpo del Ejército Rojo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, cae derribado por una bala alemana mientras dirige el avance de una unidad de ametralladoras por los andenes de la Estación Central de Stalingrado, a los veintiún años. Héroe de la batalla que cambia el curso de la guerra mundial para decidir el destino del mundo, su madre tendrá que resignarse a la compañía de los discursos pronunciados en idiomas que no entiende, los toques de silencio en cementerios sembrados de lápidas blancas, todas iguales, las banderas ondeando a media asta, las condecoraciones póstumas y las placas de bronce en las fachadas de algunos edificios oficiales.
Hoy, en este cálido día de la primavera de 1945, van a acompañarla a cambio los suyos, los comunistas españoles que se apresuran por las calles de Toulouse. Mientras van a su encuentro, la recuerdan cómo era antes de la derrota, antes de la tragedia colectiva y de su trágico epílogo personal. Y avanzan por las aceras sin perder de vista a sus hijos vivos, pequeños, vestidos de domingo ellos también, los niños requetepeinados, como si sus madres les hubieran arado el cráneo con un peine de púas finas, para aplastarles el pelo con colonia después, aunque ni siquiera así pueden competir con sus hermanas, las rayas dividiendo sus cabezas en dos hemisferios tensos e idénticos, los cabellos recogidos en la disciplina de unas trenzas perfectas, tiesas, tirantes, un castigo inmerecido que en algún caso obtendrá su recompensa.
—¡Uy, pero qué rica! Y tú ¿cómo te llamas?, vamos a ver… —porque Dolores se fijaría en esta, o en aquella, para sonreír y acariciarle la cara antes de dirigirse a sus padres—. ¿Es vuestra esta preciosidad? Pues ya estaréis contentos, ¿eh? ¿Qué tiempo tiene?
Los suyos respiran tranquilos al comprobar que la bala que mató a Rubén Ruiz Ibárruri no ha acabado con su madre, Madre con mayúscula y por antonomasia, madre universal también con la minúscula de los mimos, las caricias que reparte hoy, y repartirá muchos otros días, entre sus nietos simbólicos, los hijos de sus hijos, Madre Dolores, que lo es de tanto, de tantos, que ha logrado regresar del frío, del llanto y de esa desolación tan absoluta como la orfandad, pero más cruel, que provoca la pérdida de un hijo joven y sano, con la ternura intacta, tendida entre los labios.
La sonrisa de Dolores, su alegría, inspira muchos malos poemas a partir de este momento. Muchos malos poetas y otros buenos, algunos hasta buenísimos, cantarán tenazmente a su sonrisa, la inagotable fuente de energía que nutre el sueño de una España libre, justa, mejor. Esa es otra de las grandes creaciones de Pasionaria, uno de sus hallazgos más admirables, más perdurables también. Ningún otro dirigente comunista, en ningún país, en ninguna época, llevará tan lejos el permanente elogio de la alegría en condiciones tan permanentemente adversas. Esa es la receta de Dolores para sobrevivir al franquismo, vivir de la alegría, masticarla despacio cuando no hay nada más que llevarse a la boca, abrigarse con ella para sentirse libre en la última celda de la cárcel más lóbrega, armarse de alegría para resistir lo irresistible, para soportar lo insoportable, para afirmar lo imposible, como ella lo resiste, como ella lo soporta, como sabe afirmar su inmarcesible sonrisa.
No escribas poemas tan tristes. Dolores regaña con una firmeza maternal sólo en apariencia, a un buen poeta español, Eugenio de Nora, en los años más feos, más duros, más tristes de cuantos le tocaría vivir, nosotros no somos, no podemos ser tristes. Y el pobre Eugenio de Nora, atrapado en la tristeza sin límites de vivir en España, en la tristísima cárcel que es España durante la década de 1940, aprieta los dientes del cuerpo, y los de la conciencia, para lanzarse a escribir poemas alegres, a cantar con la alegría que no siente, que no puede sentir, la sonrisa universal de Pasionaria.
Esa es la consigna, alegría. Para no acusar los mordiscos del destino, la muerte, el hambre, la farsa intolerable de los tribunales, el frío de los paredones al amanecer, la tenaz crueldad de una derrota que renace en la luz de cada mañana. Alegría para no venirse abajo, para no ablandarse, para no ceder al desánimo, para soportar las caídas, para caer con entereza, para aguantar la tortura con la boca cerrada en los sótanos de las comisarías.
—Me llamo… —Simón, Juana, Lucio, Soledad, y tantos, y tantos, y tantos, y todavía tantísimos nombres más—. Pertenezco al Partido Comunista de España y no os voy a decir nada más.
Alegría. Golpes. Alegría. Palizas. Alegría. Huesos rotos. Alegría. Quemaduras. Alegría. Descargas eléctricas en los genitales, en los pezones, en los labios, en las plantas de los pies. Alegría, alegría, alegría.
—Me llamo… —y el nombre ya sólo se entiende a medias, porque con tantos huecos en las encías y los labios hinchados, abiertos, rojos como fresones, el detenido o la detenida no articula bien las sílabas—. Soy miembro del Partido Comunista de España y ya sabéis que no os voy a decir nada más.
Habrían merecido una suerte mejor. Todos, también Ella, que fue capaz de convencerlos de que la alegría se come y se bebe, de que podían abrigarse, dormir en ella, porque no necesitaban más para aguantar, para resistir, para negarse a la tristeza que respiraban todos los días. Pero vivir no es sencillo, y vivir en la clandestinidad, muy complicado. La clandestinidad es el dominio del gris, que allí ni siquiera es un color, sino una exhaustiva escala de tonos intermedios, el ambiguo jardín donde lo mejor y lo peor del ser humano acierta a brotar de la misma raíz. En la legalidad, es relativamente fácil ser bueno, admirable, generoso, digno de ser recordado como tal, aunque muy pocos lo logren. En la clandestinidad, las sombras se alargan, los peligros se afilan, los sonidos se distorsionan, los enemigos brotan como níscalos en un bosque otoñal después de un chaparrón. Entonces, hasta la alegría se convierte en un arma de doble filo, un cuchillo puntiagudo, suspendido de una cuerda muy fina.
El irrevocable mandato de la alegría sirve para mantener fuerte y unido, vivo y cohesionado, al único partido político que se opone activamente a la dictadura de Franco desde abril de 1939, cuando es declarado ilegal en todo el territorio nacional, hasta abril de 1977, cuando es legalizado de nuevo en el mismo ámbito. Durante treinta y ocho años seguidos de clandestinidad, los comunistas españoles no dejan de luchar ni un solo día, y lejos de librar batallas simbólicas, congresos en países tropicales o conferencias en universidades extranjeras, se juegan la vida en el interior, en los montes y en las plazas, en las calles y en las fábricas, en las instituciones y en las universidades españolas. El precio de aquella lucha es astronómico e insignificante al mismo tiempo, porque por cada comunista que cae, se ofrecen más de dos para cubrir su puesto. Y así todos los días de cada semana, todas las semanas de cada mes, todos los meses de cada año, durante treinta y ocho años seguidos, uno detrás de otro.
Sin embargo, el deber de la alegría llega tan lejos que alcanza a desmentir a Lenin: la primera obligación de un comunista consiste en comprender la realidad. Cuando termina la Segunda Guerra Mundial, la realidad española es más triste que nunca, pero al regresar a Francia, desde Moscú, Dolores se mantiene imperturbable en la alegría de ser comunista, una presunta bendición en la adversidad que apareja indudables ventajas para su autoridad. Porque la alegría militante, este fervor sin fisuras, también sirve para reprimir el análisis, para maquillar las contradicciones, para sujetar a las bases en una férrea disciplina y atajar las discrepancias antes de que lleguen a producirse. Para resistir lo irresistible, desde luego, pero también para mentir y para mentirse, para ver condiciones revolucionarias donde cada vez las hay menos, para mirar al futuro con un optimismo progresivamente insensato. Y, en consecuencia, para resolver cualquier intento de disensión doblemente interna —porque siempre los plantean camaradas de la dirección, y porque esos camaradas siempre dirigen el Partido del interior, nunca el del exilio— con una renovada llamada a la alegría frente al pesimismo, que no es más que cansancio, soberbia, derrotismo.
—Los camaradas que trabajan en España están tan pegados a la realidad del país, que no tienen distancia para advertir su situación prerrevolucionaria, que desde aquí distinguimos con toda claridad.
Aparte de producir extraordinarios juegos de perspectiva, aquel proceso es responsable de errores de apreciación muy graves. Tanto, que aceleran de forma decisiva la —por otra parte seguramente irreparable— decadencia del PCE en los primeros tiempos de la Transición democrática.
Pero esa es otra historia.
La que se cuenta en este libro, llega en apariencia a su final en el luminoso día de la primavera de 1945 que Dolores Ibárruri ha escogido para regresar a Toulouse y recorrer sus calles como una imagen sacada en procesión. Ella lleva ya algún tiempo en Francia, su avión aterrizó en París a finales de abril, pero sólo hoy, al volver a pisar esta ciudad, la capital simbólica de la España exiliada, de la España comunista del exilio, ha vuelto de verdad. A partir de ahora, durante algo más de tres años, Dolores vivirá en París, pero viajará a Toulouse para pasar temporadas que hará coincidir con sus grandes apariciones públicas. Así podrán mirarla, admirarla otras veces, los hombres que hoy corren a su encuentro con un traje oscuro y un pitillo colgando de los labios, las ancianas enlutadas, las mujeres jóvenes muy bien peinadas, los niños a los que llevan de la mano. Para los militantes de base, los que pagan su cuota y hacen lo que se les dice, ella es mucho más que la secretaria general de su partido, un icono, un ídolo, un símbolo universal de la lucha de su patria y del porvenir de la Humanidad. Pasionaria es tan grande que no llegan a advertir conflicto alguno entre su regreso y la gestión de Jesús Monzón. Al fin y al cabo, pensarían si acaso los más suspicaces, Dolores eligió a Carmen, y Carmen eligió a Jesús. Y mira, ahí está ella, tan contenta…
Tienen razón. Aunque resulte difícil de creer, Carmen de Pedro, aquella chica tan vulgar, la insignificante mecanógrafa del Comité Central que recibió el Partido de manos de Dolores Ibárruri hace cinco años, para entregárselo a Jesús Monzón en el instante en que él —en el verano de 1939, más bien ¡Él!— decide posar sus ojos sobre ella, forma hoy parte, tácita o expresa, del sonriente cortejo que acompaña a Pasionaria por las calles de Toulouse. Este es uno de los detalles más inverosímiles, más asombrosos y rocambolescos de una historia real que supera con creces la capacidad de fabulación de cualquier autor contemporáneo de thrillers políticos. Porque lo interesante no es que Carmen vuelva a estar en gracia con el Buró Político del PCE, seis meses después de haber sostenido como una fiera la invasión del valle de Arán, y con ella, los intereses políticos de Monzón, desde la sede de Toulouse. Lo verdaderamente increíble es por qué. O, para ser más precisos, gracias a quién.
En los cuentos infantiles tradicionales, como los que recopilaron Charles Perrault en Francia a finales del siglo XVII, o los hermanos Grimm en Alemania a principios del XIX, las princesas, casi siempre medievales, reciben en algún momento de su vida, a menudo en la cuna, la visita de un hada madrina que les otorga un don, un regalo inmaterial, tan precioso que les salvará la vida. Carmen de Pedro no era una princesa. No nació en un palacio, no la bautizó un arzobispo, tal vez ni siquiera un simple párroco, y no se celebró un fastuoso banquete para festejar su nacimiento. Pero para entender qué pinta hoy, aquí, sonriendo a la sonrisa de Pasionaria, hace falta imaginar a un hada madrina muy especial, un espíritu bienhechor y heterodoxo, plebeyo, audaz, omnipotente y, sobre todo, comunista, que la hubiera bendecido en la cuna con el precioso don de encontrar a un dirigente dispuesto a sacarle las castañas del fuego un segundo antes de que suene la campana.
—Hola, Carmen, ¿cómo estás?
El 25 de octubre de 1944, cuando va a abrir la puerta y se encuentra con Santiago Carrillo en el umbral, ni siquiera ella misma habría dado un céntimo por el futuro político de Carmen de Pedro. Carrillo, al que no ha vuelto a ver desde la primavera de 1939, llega a Toulouse procedente de París, donde sus consultas han dado un resultado bastante esclarecedor. En la sede del Partido Comunista Francés los militares apoyaban tan abiertamente la acción de sus camaradas españoles, que ya habían empezado a reclutar voluntarios. El Buró Político, integrado por dirigentes civiles curtidos en el juego dialéctico más popular del estalinismo, el sacrificio de la táctica en aras de la estrategia, e inspirados por un gran galápago de incontables conchas, André Marty, mantenía sin embargo una actitud de neutralidad, a la espera de otras indicaciones de Moscú. Esa actitud precipita el fin de la invasión del valle de Arán sólo después de que el gran error de Jesús Monzón la haya abocado ya al fracaso.
Si el 25 de octubre de 1944 Viella hubiera estado en manos republicanas, los representantes del gobierno provisional cruzando la frontera, Carrillo no habría podido hacer otra cosa que celebrarlo en público, más allá del cauteloso criterio del PCF. Pero los jefes del ejército de la UNE han descubierto muy pronto que les han engañado, y sienten que han entrado por su propia voluntad no ya en España, sino en una ratonera cuyo fondo no alcanzan a divisar. Y el día 21, Emilio Álvarez Canosa, Pinocho, uno de los mandos guerrilleros más experimentados, más condecorados y prestigiosos de las fuerzas españolas integradas en la Resistencia francesa, respira el aire del túnel de Viella, decide que no le gusta, y se da la vuelta.
Si le hubieran ordenado que cruzara los Pirineos para asestar un golpe de audacia, en condiciones dudosas y con plena conciencia del peligro que implica, lo más probable es que hubiera asumido el riesgo de atacar el túnel. En los últimos años, en Francia, él y muchos de sus compañeros han afrontado peligros semejantes. Pero ni a Pinocho, ni a los demás, les han propuesto una operación de esas características. Nadie les ha advertido que se trata de una oportunidad irrepetible pero sin garantías, una aventura que puede culminar en una gesta heroica con las mismas probabilidades que tiene un buen jugador de billar de hacer una carambola difícil. Ellos juegan bien al billar, pero esperaban algo muy distinto, una marea humana de aliento y gratitud que los llevara en volandas si no hasta, al menos sí hacia Madrid. Eso es lo que les han prometido, y lo único que encuentran es miedo. Asombro, recelo y pánico. El fin de sus esperanzas. El fracaso de sus vidas. Una encerrona intolerable, imperdonable. O, en el menos dramático de los casos, la humillante sensación de quien ha invertido hasta su último céntimo en hacerse un frac a la medida, para descubrir a destiempo que nadie le espera en la fiesta a la que creía haber sido invitado.
Santiago Carrillo, recién llegado a Francia, no puede saber todo esto, pero lo que sabe es suficiente para convocar todo su aplomo en el instante en que llama al timbre de la sede de su partido en Toulouse, para enfrentarse a Carmen de Pedro cara a cara.
—Hola, Carmen, ¿cómo estás?
La pobre Carmen estaría muy mal, y más que nada, temblando como una hoja. No es para menos, porque la han pillado con las manos en la masa. Unas horas después, sin embargo, logrará estar mucho peor. El joven cachorro de dirigente, que se limita a actuar en esta ocasión como el largo brazo de Pasionaria, ya goza del instinto político que le permitirá mantenerse en la cumbre del Partido durante tres décadas, flotando con gesto impasible sobre crisis de las más variadas especies. Él ha abandonado sus ocupaciones para emprender un viaje accidentado, urgente e imprevisto, con el primordial propósito de afirmar la autoridad del Buró Político sobre la dirección monzonista. Abortar la invasión representa un objetivo secundario. Lo fundamental es que la militancia francesa en general, y el ejército de la UNE en particular, advierta sin margen de duda posible que quienes nunca deberían haber dejado de hacerlo, han vuelto a mandar en el Partido. Por eso decide que no le conviene cruzar los Pirineos a solas.
El 26 de octubre de 1944 Santiago Carrillo entra en España a la cabeza de una comitiva integrada por la flor y nata del monzonismo francés, Manolo Azcárate, Manuel Gimeno y, por supuesto, Carmen de Pedro. Si alguien no hubiera afirmado ya, antes de aquel día, que una imagen vale más que mil palabras, cualquier oficial de la UNE podría haberlo exclamado, sin ser ni siquiera consciente de estar componiendo una frase feliz, al contemplar los rostros sumisos, humillados, de quien aún es oficialmente la compañera de Jesús Monzón, y de sus dos colaboradores más cercanos, flanqueando a Carrillo en el instante de atravesar la puerta del cuartel general.
La escenificación es impecable, el golpe de efecto, abrumador. Pero Carrillo, que se ha asegurado la docilidad de sus camaradas insumisos volcando sobre ellos reproches de una extrema gravedad, se comporta como un poli bueno con los mandos militares que acataron con entusiasmo las órdenes de aquellos. Si en Toulouse ha hablado de irresponsabilidad, y de responsabilidades, de inconsciencia, de ambición, de deslealtad, de las graves consecuencias de una chapuza tramposa y prematura, en Arán se limita a pintar un paisaje realista de la situación. Los aliados no apoyan, los españoles ignoran lo que está pasando aquí, el ejército de Franco, en cambio, lo sabe tan bien que ya se ha puesto en marcha, habéis sido víctimas de la megalómana conspiración de un arribista, un aventurero sediento de poder y dispuesto a trepar a cualquier precio, incluido el de vuestro exterminio, ya sabéis que me parecéis admirables, que contáis con todo mi apoyo, con el apoyo de Dolores, y… El último que salga, que apague la luz.
Así fue. En Arán se apaga una luz que permanecerá desconectada durante más de treinta años, para que, en Toulouse, las aguas del partido hegemónico del exilio republicano español vuelvan a su cauce. La recanalización resulta mucho más complicada, más arriesgada y dificultosa, que la interrupción de las operaciones de Arán, tanto que ni siquiera hay expulsiones. Por un lado, el partido que Monzón ha creado en Francia es mucho más importante de lo que se intuía desde Moscú, y está más que consolidado. Por otro, el fracaso de Arán no basta para arruinar su prestigio ni siquiera entre los militares, que saben muy bien que están furiosos, pero no seguros de quiénes son en realidad los deudores de su furia.
En la primera parte de sus memorias, Derrotas y esperanzas, que no sólo es el principal, sino prácticamente el único testimonio directo de aquellos acontecimientos que sobrevivió a los rigores del invierno estalinista, Manolo Azcárate recuerda la incómoda ambigüedad que, de vuelta en Toulouse tras el fracaso de Arán, preside sus relaciones con la dirección, unos pocos años antes de que su amistad con Jesús adquiera la pública categoría de pecado mortal que acabará desembocando en lo que él denomina su semiexpulsión. Ni en el otoño de 1944, ni en los años siguientes, llegan a tomarse medidas disciplinarias graves contra el equipo de Monzón. Sin embargo, durante este periodo, sus colaboradores siguen formando parte, en teoría, del aparato del PCE, sin ser invitados a ninguna reunión, sin recibir ningún encargo, sin desempeñar ningún papel. Nadie, nunca, ha sabido explotar el silencio, gestionarlo, dilatarlo, infiltrarlo entre sonrisas pálidas y palmadas paternales, con tanta maestría como la dirección de un partido comunista.
Azcárate se siente hasta el final amigo de Monzón. Mientras puede, está a su lado, y cuando escribe sus memorias, en la última década ya del siglo XX, todavía le quiere, le admira, comparte y defiende sus puntos de vista. Por desgracia, o quizás por la costumbre de un temor fermentado durante más de la mitad de su vida, ni siquiera entonces se atreve a contar del todo una historia que sólo él habría podido contar, pero sí se asegura de que su lealtad a Jesús aflore por encima de cualquier cautela. Azcárate es amigo de Monzón, y tiene que pagar el precio de esa amistad, pero el navarro nunca ha delegado sus responsabilidades en él ni, muchísimo menos, se han acostado juntos durante cuatro años. Sin embargo, si Carmen de Pedro está hoy en Toulouse, asistirá al retorno de Dolores, la procesión triunfal donde a nadie se le ocurre preguntar ni por Azcárate ni por Gimeno, a pesar de que ella, y nadie más, ha sido la amante de Jesús, su chica, su instrumento, la escalera por la que trepó hasta la cima saltando los escalones de tres en tres. ¿Qué ha pasado? Ni Manolo Azcárate ni Manuel Gimeno tuvieron nunca un hada madrina alocada, promiscua y marxista, dispuesta a convertir en una carroza la calabaza que encontrara más a mano.
En noviembre de 1944, cuando la situación en Toulouse está ya relativamente controlada, la militancia apaciguada por la ausencia de represalias, Santiago Carrillo decide que ha llegado el momento de averiguar cómo andan las cosas en España. Él, por la cuenta que le trae al Buró Político, no puede moverse de Francia, pero en Madrid, donde Jesús Monzón sigue instalado en su chalé de Ciudad Lineal, dirigiendo el Partido del interior como si no hubiera pasado nada, está todavía Agustín Zoroa. El propio Carrillo lo ha recomendado hace cinco meses para desempeñar una misión de enlace entre ambas direcciones, la de Madrid y la del exilio, que es mucho menos inocente de lo que se pretende. Zoroa cruza la frontera con la oculta intención de socavar la autoridad del dirigente navarro, pero lo cierto es que no hace gran cosa en ese sentido.
Jesús Monzón, que fue demasiado hombre para Carmen de Pedro, es también demasiado líder para Agustín Zoroa, que no puede cumplir el principal encargo con el que llega a Madrid. Ni siquiera consigue ponerle nervioso. Monzón es consciente de su fortaleza, de los cimientos que la sostienen, y de que, cuando llegue el momento de echarse la Historia a la cara, podrá hacer más reproches que los que le toque recibir. La invasión de Arán ha sido un fracaso, sí, con su correspondiente lista de víctimas, muertos, heridos, prisioneros, pero los políticos no valoran el éxito de sus operaciones en esos términos, y él siempre podrá alegar que sus órdenes no se han cumplido, diluir su responsabilidad entre la de muchos, argumentar que el fin de la invasión justificaba sobradamente sus medios. El Buró Político no tiene nada más contra él en dos países, España y Francia, donde comunista español significa monzonista español, y donde eso sólo ha sido posible después de que sus miembros deslumbrarán a su propia gente con el brillo de su ausencia. En noviembre de 1944, Santiago Carrillo sabe todo esto, pero prefiere escucharlo de los labios de su hombre de confianza. Reclama a Zoroa para que le informe de la situación en el interior, y el propio Monzón, con toda tranquilidad, se ocupa de preparar su viaje. Así llega a Toulouse un hombre de aspecto sorprendentemente parecido al de su presunto rival. Y en ese instante, una varita mágica empieza a revolotear en el aire.
Agustín Zoroa es más joven que Jesús Monzón, pero, en la misma proporción que este en 1939, cuando llega a Toulouse aparenta más años de los que ha cumplido. También es más guapo de cara, aunque nada en sus ojos, grandes, bonitos, llega a producir la menor perturbación en el espectador de sus fotografías. Zoroa es guapo y tiene cara de buen chico. Monzón, y ahí es previsible que resida gran parte de su encanto, no lo es, pero insinúa todo lo contrario. Aparte de eso, los dos son igual de grandes, altos, anchos, corpulentos, un tronco robusto en lugar del cuello, la cabeza muy grande, la frente despejada, entradas hasta la mitad del cráneo y el poco pelo superviviente de color castaño. Además, deben hablar con un acento similar, porque uno es de Pamplona y el otro, de Bilbao. Las coincidencias entre ambos llegarán mucho más lejos en los primeros días de diciembre de 1944.
—Carmen, yo… Quiero hablar contigo.
Cuando llega a Toulouse, Agustín no ha visto nunca a la antigua mecanógrafa del Comité Central de Madrid. Él no sólo es más joven que Monzón, también ha hecho su carrera política en el exilio, y no se sabe que tenga pareja conocida, ninguna mujer que se haya quedado atrás, en España o en México. Nada de esto basta para explicar lo que va a ocurrir, porque en el sur de Francia en general, y en Tolosa la Roja en particular, viven miles de muchachas solteras y españolas, entre las que habría podido elegir una compañera adecuada, más o menos guapa, atractiva, divertida, cariñosa y sin pasado, conveniente para su porvenir en el Partido, confortable para su posición en el mundo, una chica tan joven e inocente como él.
—Verás, Carmen, yo quiero preguntarte una cosa…
Pero Agustín Zoroa se enamora de Carmen de Pedro. Entre todas las comunistas españolas de Toulouse, va a enamorarse precisamente de la más incómoda, la más desprestigiada, la más peligrosa. Una mujer marcada por su pasado, que no sólo ha cometido el error de apostar todo cuanto tenía a un caballo perdedor, con lo que eso implica cuando el premio de la carrera no es otra cosa que el poder, dentro y fuera del Partido, sino que además, ha babeado generosamente en público, durante años, mientras se ofrecía a otro hombre. Monzón es el gran traidor de la temporada, desde luego, pero además, antes de alzarse con ese papel, ha sido otro hombre, otras manos, otra boca, otro sexo, y Carmen, una mujer usada. En un entorno tan machista como la realidad, que no la teoría, del Partido Comunista de España en los años cuarenta, es difícil imaginar una elección más peliaguda.
—Pero, el chico este que te has traído… —le preguntarían a Carrillo algunos de sus viejos camaradas, con el mismo gesto con el que le darían una palmada en la mano a su hijo, si le vieran recoger del suelo un caramelo chupado—. ¿Está tonto, o en la inopia? Porque, vamos, una de dos…
Seguramente, ni siquiera Santiago sabe qué contestar. Agustín no sólo es su protegido. También se ha convertido en el candidato de Dolores para reemplazar a Monzón en la dirección del Partido del interior. En estas circunstancias, con un poco de imaginación y otro poco más de malevolencia, puede resultar fácil sospechar que el Buró Político está detrás del amor de Zoroa que es la propia dirección la que le induce a fingirse enamorado de esa mujer, y que él se limita a acatar una orden a la que no puede resistirse. Pero un análisis objetivo de la situación, indica que sus superiores no ganan nada con esta boda. Al contrario. Es más lógico pensar que, si el horno estuviera para bollos, que no es el caso, los superiores de Zoroa habrían intentado disuadirle de una unión que, en la ambigüedad del momento, no les queda más remedio que tragarse. De lo contrario, en 1994, Azcárate no tendría ningún motivo para no contarlo, como no lo ha contado ninguno de sus camaradas, ni antes ni después.
Carmen, en sí misma, sigue careciendo de valor. Nunca ha pintado un pimiento, y sólo por eso fue escogida en la primavera de 1939. Toda la luz que esta mujer logra emitir en su vida es un reflejo de focos inmediatos, pero ajenos, Pasionaria primero, Monzón después, y en diciembre de 1944, ni eso. Carmen está separada físicamente de Jesús desde que, en marzo del año anterior, él la manda a Ginebra antes de marcharse a Madrid. Aunque los militantes de base lo ignoren, la sustituye por otra mujer, una comunista valenciana llamada Pilar Soler, unos pocos meses después, y hasta le escribe una carta para comunicárselo expresamente, en lugar de confiar en que la noticia llegue a sus oídos por la más lenta vía del cotilleo. Si la ruptura no se hace pública es porque Carmen no quiere. Después, aquella mujer sucesivamente insignificante, todopoderosa e insignificante otra vez, demuestra que se siente tan unida de por vida a Jesús Monzón, que miente, engaña, conspira y sostiene por él, para él y en su nombre, la caprichosa aventura en la que ocho mil hombres se van a jugar la vida para que uno solo conserve una oportunidad de mantenerse en el poder, para que una sola mujer tenga una oportunidad de recuperar el amor de ese hombre.
La vieja y nueva, eterna dirección del PCE, decide no tomar represalias sobre el equipo de Monzón pero, como se verá cinco años más tarde, esta es sólo una decisión provisional, aconsejada por las circunstancias. Incluso después del fiasco de Arán, e incluso estando ausente, Jesús es demasiado fuerte, demasiado popular y prestigioso, como para atacarle de frente. La situación recomienda prudencia, y la prudencia consiste en esperar, pero la simbólica leprosería en la que se confina a los dos Manueles, Azcárate y Gimeno, y a la que es lógico pensar que Carmen estaba también destinada, demuestra que la clemencia del Buró Político respecto al monzonismo francés —porque su actitud frente al español, como también se verá, va a ser muy distinta— constituye, desde el primer momento, una virtud relativa. Los culpables pagarán antes o después, aunque aún no está decidida ni la fórmula, ni la fecha, ni la gravedad de su castigo.
En este laberinto, la relación de Carmen con Zoroa no reporta ninguna ventaja, y Jesús no va a dolerse de que le arrebaten a una mujer que, a estas alturas, es más bien un problema que le quitan de encima. A Carrillo tampoco le conviene dar una imagen de blandura con la principal cómplice de Monzón, la más culpable de todos los partidarios que le han sostenido en Francia. Y, puestos ya a imaginar, la salvación de Carmen implica el riesgo de que, permaneciendo en una posición próxima a la dirección, pueda reverdecer su amor por Jesús cuando este acuda a Toulouse a rendir cuentas. Lo mejor para la dirección es que Carmen de Pedro se desvanezca, que desaparezca sin hacer ruido para recluirse discretamente en un lugar alejado de los focos y las preguntas de los curiosos, pero el regreso de Zoroa impide que la chica de Monzón alcance en este momento el que será, en efecto, su destino definitivo sólo después de 1950.
Porque Agustín toma una decisión que la devuelve al primer plano del exilio comunista español en el sur de Francia. Él no está tonto, ni en la inopia, pero sí enamorado de Carmen, y es un hombre valiente, lo bastante como para actuar en consecuencia. Por eso, a principios de diciembre, quizás todavía en noviembre, poco más o poco menos de un mes después de la invasión de Arán, se aparta con ella a un sitio discreto, donde nadie pueda oírles, y le hace una pregunta.
—¿Quieres casarte conmigo?
Entonces, esta chica del montón, que a los veintiocho años ya ha vivido tanto, vuelve a mirar a un hombre alto, corpulento, acogedor como una casa, y vuelve a pensar que es un regalo del cielo, el final de todas sus preocupaciones, la solución a todos sus problemas. Su hada madrina ha rizado el rizo y ella no va a ser menos.
—Sí, quiero.
La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales. Cuando se cruza con el amor de la carne de un hombre en la trayectoria de una mujer despechada, no hace ya cosas raras, sino rarísimas. Antes de que termine 1944, Agustín Zoroa y Carmen de Pedro se casan en Toulouse. Azcárate, que no aclara si él asistió o no, describe su boda como una ceremonia discreta, casi secreta, sin banquete ni apenas invitados. No es para menos. Pero tampoco hace falta nada más. Así, dos hombres españoles de aspecto físico parecido, altos, anchos, cabezones, calvos y corpulentos como buenos chicarrones del norte, se suceden en el pequeño cuerpo de una sola mujer, española también, antes de reproducir el mismo rito, en idéntico orden de precedencia, respecto a la posesión del cargo de secretario general de la organización clandestina del PCE en el interior, para cerrar el círculo del poder ortodoxo de un partido español ilegal en España, a través de un continente desgarrado por una guerra mundial.
La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con la naturaleza de los cuerpos mortales, pero el deseo no es la única atribución de la carne capaz de trastornarla. Antes de que el azar vuelva a complicar la relación de los cuerpos con la Historia, Agustín Zoroa goza en Toulouse, durante los tres primeros meses de 1945, de los beneficios de una ley no escrita que se ha respetado, y se seguirá respetando escrupulosamente mientras dure el exilio antifranquista. En la clandestinidad, las lunas de miel son sagradas. Agustín sigue siendo el elegido para reemplazar a Jesús, porque una esposa más o menos afortunada no es suficiente para cambiar los designios del Buró Político, en un país repleto de fervientes monzonistas más o menos emboscados. Eso significa que, antes o después, tendrá que irse a Madrid, y a partir de ese momento nadie sabe lo que será de él, qué destino le espera, si logrará volver, o no, a Toulouse, una, varias veces, o ninguna. Las circunstancias han cambiado tanto que no es previsible que esta vez Carmen insista en acompañarle. Lo más probable es que le tiemblen las piernas sólo de pensar en la hipótesis de un encuentro de dobles parejas en un chalé de Ciudad Lineal, así que ella también se dedica a disfrutar del momento, apurando cada instante de una felicidad precaria, una paz con fecha de caducidad.
Este es el panorama que Dolores Ibárruri se encuentra al volver a Francia en la primavera de 1945. Su antigua colaboradora, aquella mosquita muerta que le salió rana, la recibe como esposa del bueno de Agustín, como si Jesús Monzón no hubiera pasado por su vida, como si no hubiera puesto boca abajo, primero, en sentido literal, a ella, y después, en otro no tan figurado, a todos los demás. Zoroa ya no está a su lado. En las últimas semanas del invierno, ha vuelto a Madrid, con una carta en la que Carrillo, actuando por última vez en esta crisis como el largo brazo de Pasionaria, conmina a Jesús a viajar a Toulouse para discutir la política del Partido. En su ausencia, Carmen sigue estando casada con, y por tanto blindada por, el nuevo secretario general del PCE del interior.
—¡Carmen! Cuánto tiempo… —Dolores no debe disfrutar nada de su reencuentro, pero tiene preocupaciones más urgentes que coger por banda a esta Mesalina de vía estrecha—. Y enhorabuena, por cierto, que ya me he enterado de que te has casado.
Vicente López Tovar, comandante en jefe del Ejército de la Unión Nacional Española que cruzó los Pirineos en octubre, para invadir el valle de Arán de acuerdo con el plan militar y las directrices políticas diseñadas por Jesús Monzón, también ha venido hoy a saludar a Pasionaria. No le ha pedido a nadie que le acompañe, y sin embargo, no está solo. Los jefes militares que actuaron bajo sus órdenes en aquella operación han venido por su propia voluntad, para rodearle en un solo silencio expectante. El fuerte sentimiento corporativo que se incentiva en las aulas de las Academias Militares funciona en la guerrilla de manera semejante, bajo la etiqueta más plebeya del compañerismo. La cuenta que le van a pasar a Vicente será más fácil de pagar si puede compartirla con los amigos.
Eso es lo que esperan estos hombres tiesos, taciturnos, apiñados en un grupo compacto, que en este momento no conceden ningún valor a las palabras de comprensión, pero aún más de circunstancias, que Carrillo les dedicó antes de que abandonaran España. Ellos son comunistas, y conocen por experiencia la temperatura a la que hierve el agua en la dirección de su partido, el tiempo necesario para que los procesos internos alcancen su punto de ebullición. Por eso están tan inquietos. Y mientras contemplan en silencio las sonrisas de Pasionaria, envidian quizás la acrobacia del azar que ha librado a Carmen de Pedro, su responsable política en Toulouse, entre el 19 y el 27 de octubre de 1944, de la cólera de Dolores. Todavía no han descubierto que a ellos les librará una novedad de naturaleza muy diferente.
A su regreso de Moscú, donde ha podido contemplar de cerca el virtuosismo de un gran maestro, Dolores Ibárruri ha perfeccionado otra de sus grandes creaciones, un hallazgo feliz que la sobrevivirá tanto o más que su aspecto de mujer del pueblo, con su moño, y su luto, y sus pendientes dorados con una perlita colgando. En este momento ya ha decidido situarse por encima de las políticas concretas, cotidianas, de la organización que preside.
En la primavera de 1945, entre sus camaradas de Toulouse, Pasionaria ya no forma parte del Partido Comunista de España, no lo dirige, no lo representa, no pertenece exactamente a él. Pasionaria es el Partido Comunista de España. El Partido es Pasionaria, y por tanto, su imagen es la de todos, su prestigio, el de la causa, los aciertos de los demás, sus aciertos, y sus errores, ninguno. Madre universal de los comunistas españoles de todos los tiempos, ella no puede cometer errores, no puede asumirlos, ni mancharse las manos desatascando las tuberías del subsuelo. Para eso, manda por delante a los fontaneros, pero en noviembre de 1944, seis meses antes de su triunfal regreso a Francia, el jefe de la cuadrilla volvió de Madrid para avisar de que la avería era muy grave y salvar, de paso, a la tonta de Carmen de Pedro. Y mientras un hombre de su tamaño le aguanta todavía el pulso con una determinación, una soltura a las que no está acostumbrada, esta mujer sin estudios, que se ha levantado sobre sí misma leyendo por las noches, después de hacerle la cena a su marido y de acostar a los niños, comprende que nada le conviene más que hacerse la tonta.
—¡Vicente!
Al acercarse a López Tovar, su sonrisa se ensancha, sus brazos se abren en el aire, el júbilo hace brillar sus ojos para que el destinatario de tan inmensa alegría se pregunte qué está pasando.
—¡Vicente!
Lo que pasa es que la obra de Monzón es una organización digna de alabanza, una inversión demasiado rentable, un beneficio demasiado evidente, una herencia tan valiosa que sería estúpido renunciar a sus ventajas por una venganza que, total, tampoco es que corra prisa. El agua se calienta despacio, antes de empezar a hervir, en la dirección de un partido comunista. Por eso, esta mujer tan inteligente siempre, y aún más en la adversidad, ha escogido una fórmula oblicua, incluso retorcida, y sin embargo airosa, para reconocer los méritos de su adversario. Así, el trabajo de Jesús, el fecundo fruto de su talento, se convertirá en el marido imaginario que, sin intervención de hada madrina alguna, le sacará las castañas del fuego a los oficiales de su ejército.
—¡Ay, Vicente! —porque por fin va a por él, le mira a los ojos, le agarra por los antebrazos y le aprieta fuerte, para manejarle como sabe ella manejar a los hombres—. ¡Pero qué partido tan hermoso habéis hecho en Francia!
Ni que fuera tonta. Eso sí que no. Eso, nunca jamás.
Dolores ha llegado a Toulouse levitando sobre el suelo, su inmaculado candor de Virgen María del proletariado internacional a salvo de las salpicaduras de cualquier sucio charco de este mundo. Sólo después de dejar esto muy claro para todos los hombres de traje oscuro, todas las mujeres muy bien peinadas, elige a un militar, y no a un político, para absolver en público de sus pecados al PCE de Francia, el admirable capital del que, en este instante, acaba de apropiarse. Sabe que los militares se han sentido utilizados por Monzón y que, si llega el caso, les resultará sencillo escudarse en la obediencia que le debían. Pero, al mismo tiempo, y por más que Jesús sea hoy, más que nunca, el gran ausente, no podrá evitar que quienes la escuchan concluyan que el verdadero destinatario de su admiración, ese cálido elogio de manos fuertes y sonrisa dulce, es el único autor del partido que se ha encontrado al bajar del avión, su enemigo, su rival, Jesús Monzón Reparaz, que sigue estando mucho más cerca que ella de la Puerta del Sol. De hecho, aunque ni Dolores, ni ninguno de sus colaboradores, lo reconocerá jamás, el PCE del exilio, y el del interior, evolucionan desde entonces a partir de la hermosa organización de Monzón, cuya estructura, más allá del nombramiento de personas de confianza para todos los cargos, no llega a desmontarse.
Mientras su secretaria general se aleja para saludar a otros camaradas, el comandante en jefe del Ejército de la UNE se vuelve hacia sus oficiales para compartir con ellos una conclusión más urgente.
—Menos mal —confiesa en un susurro que reproducirá después, en muchas ocasiones, con la misma sonrisa—, porque la verdad es que los tenía aquí…
El ademán con el que acompaña esta expresión, apresando un pellizco de piel de su garganta entre el dedo pulgar y el índice de la mano derecha, resulta tan elocuente como la pirueta verbal a la que Pasionaria ha recurrido para zanjar sus responsabilidades.
Así termina en Toulouse este día de primavera de 1945 que parece poner punto final a una historia cuyas consecuencias aún se dilatarán algunos años, antes de esfumarse por completo de la memoria colectiva. Pero eso todavía no lo saben los comunistas españoles que se disuelven, para retornar apaciblemente a sus hogares, mientras Dolores se retira a descansar, sola o con Francisco Antón, de quien no consta si la acompañó o no en esta jornada. Carmen de Pedro, protegida por la poderosa sombra de su marido, se va también a casa, mientras su hada madrina, exhausta, la pobre, después de tanto trajín, se dispone a dormir un sueño merecido. El mismo camino emprende López Tovar, aunque él quizás se detendrá en algún bar, para invitar a sus oficiales a una copa y brindar por su asombrosa absolución. Mañana será otro día, pensarían todos, antes de acostarse. Efectivamente, lo es, porque el día siguiente es el primero, desde la primavera de 1939, en el que Dolores Ibárruri vuelve a tomar públicamente decisiones en Francia sobre los asuntos del PCE.
Sin embargo, ha tomado ya la más importante en Moscú, antes incluso de que el 7 de mayo de 1945, en Reims, el general Jodl firme, en nombre del almirante Dönitz, instituido por Hitler en su testamento como póstumo jefe del gobierno del Tercer Reich, el Acta de la Rendición Militar de Alemania. A mediados de marzo decide llamar a capítulo a Jesús Monzón, que debe regresar a Toulouse y, si llega antes que ella, esperarla allí. La secretaria general del Partido Comunista de España quiere hablar, cara a cara, con el jefe de la Junta Suprema de la Unión Nacional Española para dejar claro, de una vez por todas, que ya se han acabado las direcciones provisionales en el seno del comunismo español, a un lado o al otro de los Pirineos. Pero esa entrevista nunca llega a celebrarse.
Cuando Agustín Zoroa le entrega la carta donde la nueva o, para ser más exactos, la restablecida dirección del Partido requiere su presencia en Toulouse, Jesús Monzón responde con otra, que se resume en una frase que basta a su vez para definir el carácter, la naturaleza del hombre que la escribió. «Yo soy el único responsable de todo, lo bueno y lo malo, que se haya hecho en Francia». Con esa declaración, inspirada tal vez por la inclusión de su mujer, Pilar Soler, y de quien había sido su mano derecha en España, Gabriel León Trilla, en la convocatoria procedente de Toulouse, Monzón pretende seguramente proteger a Azcárate, a Gimeno, y al resto de los miembros de su equipo, tanto político como militar, que se han quedado allí, pero también defenderse a sí mismo, alegando la calidad del trabajo realizado, un mérito del que sin duda es muy consciente. Por eso, porque sabe que lo primero es mucho más importante que lo segundo, alude de forma expresa, con la enfática colaboración de dos comas, a lo bueno y a lo malo, después de reclamar para sí todas las responsabilidades. Esto es lo único que podemos saber con certeza. A partir de aquí, las especulaciones, hipótesis, acusaciones y sospechas, se disparan en todas las direcciones.
Si se tratara de un personaje de ficción, y no de una persona real, sólo un narrador muy torpe escribiría que, después de redactar esa frase, Jesús Monzón se siente paralizado por el miedo. Que esté asustado es muy razonable, que el pánico se apodere de él, no. Pilar Soler explica más tarde que, si tarda algunos días en ponerse en marcha, es porque pretende realizar el viaje él solo después de dejarla en un lugar seguro, dentro de España. Ella, que sí tiene miedo por él, y esto es más verosímil, se niega, y al final, en los primeros días de abril de 1945, los dos salen juntos de viaje. En fin, el amor y la Historia inmortal, ya se sabe.
Jesús Monzón tiene motivos para tener miedo, pero su carácter, su naturaleza no hacen verosímil que lo demostrara. Que intente ganar tiempo para pensar, para reunir información, para definir su defensa contra los cargos que van a recaer sobre él, es otra cosa. Jesús Monzón tiene motivos para tener miedo porque es un dirigente comunista, porque sabe cómo se hacen las cosas en los partidos comunistas, porque él mismo ha recurrido a su oscura, pero eficaz tradición, para limpiar su camino de competidores, y porque, como en 1945 no puede ser de otra manera, no es ni más ni menos estalinista que sus adversarios de la dirección. Pretender lo contrario es una ingenuidad que ni siquiera le favorece, porque le aísla de la realidad de su tiempo, convirtiéndole en un pálido, fantasmagórico, y sobre todo, incomprensible espectro. Sin embargo, él no es el único que tiene miedo. En Toulouse, también hay camaradas con motivos para temer a Jesús Monzón.
La primera de la lista es, una vez más, la señora de Zoroa, que opta siempre por la solución más fácil, la que suelen elegir los pobres de espíritu, y en ningún momento intenta defender su propia obra, ese hermoso partido que ha forjado al lado de Monzón. Resituándose a toda prisa en el ala radical de la ortodoxia, se apresura a convencerse a sí misma de que sólo ha sido la víctima inocente de un perverso y demoníaco seductor, una desprevenida jovencita que ni siquiera se lo ha pasado bien mientras él la conducía con pulso experto por los sórdidos sótanos del vicio. La pobre Carmen reniega de su amor como si fuera una infamia, olvida el precio de la invasión de Arán antes que nadie, y hasta llega a creer que ha escapado, sana y salva, del campo de minas que ella misma ha sembrado, el rosario de bombas que le estallará debajo de los pies cuando menos se lo espere. Ella sería la primera con motivos para temer a Jesús, pero no la única.
Santiago Carrillo tampoco debe de tener muchas ganas de medirse en persona con Jesús Monzón. Porque Pasionaria, de acuerdo con su nueva e inmaculada concepción, no tiene previsto descender hasta el nivel de una bronca en la que se ha reservado el más prestigioso y descansado papel de juez. En consecuencia, su colaborador más próximo no sólo será el encargado de acusar, sino también de recibir unos reproches que no van a llegar hasta el olímpico trono desde el que la legendaria personificación del Partido presidirá las sesiones. Y hasta sin contar con que las bases del exilio francés siguen siendo extremadamente sensibles al argumento del abandono en que las sumió la dirección, al irse de vacaciones más o menos lejos de una guerra que se veía venir, el carisma de Monzón, que tan calurosos recuerdos ha sembrado en el sur de Francia, le convierte, como mínimo, en un adversario duro de pelar.
—A Monzón le vendió Carrillo —esa es una de las principales especulaciones que se barajan todavía hoy—. Fue un chivatazo y él lo organizó todo, se las arregló para que lo detuvieran.
Porque, efectivamente, Jesús Monzón Reparaz es detenido por la policía en junio de 1945, en Barcelona, durante una operación en la que van cayendo, antes y después que él, más de veinte jóvenes comunistas catalanes, entre ellos quienes le han acogido en lo que no iba a ser más que una breve etapa de su viaje, y resulta ser la última de su existencia de dirigente clandestino. Su estancia en Barcelona se alarga durante más de dos meses porque se entretiene en acabar de formarlos, en mejorar su estructura, en dotarles de planes, de objetivos, y hasta en fundar con ellos un periódico clandestino, como si no pudiera resistir la simple contemplación de unos pocos militantes descoordinados, o como si llevara el don de la organización inscrito en los genes.
Son ellos, sus últimos discípulos, quienes caen y le arrastran en una caída de la que se libra su compañera, que está escondida en otra casa. En su declaración ante la policía, Jesús no la llama por su verdadero nombre, sino por el alias con el que es conocida en la clandestinidad, Elena Olmedilla. La auténtica Pilar Soler logra escapar del cerco de una manera peculiar y literaria como la protagonista de un lance de novela costumbrista. Cuando escucha el sonido del timbre en la casa donde está alojada, se esconde detrás de la puerta de su habitación y, al comprobar que los visitantes son dos policías, sale del cuarto llevando en la mano un orinal, con el que se abre paso entre los agentes, los ojos púdicamente fijos en el suelo, en su rostro una expresión azarada, propia del malestar de quien se ve obligada a proceder, contra su modestia, a evacuar aguas menores en presencia de extraños. Así baja al patio, tira el orinal y sale corriendo. Cuando la policía empieza a sospechar de su tardanza, ya ha ido al encuentro de los militantes del PSUC que la ayudarán a pasar la frontera.
Pilar Soler llega a Francia, y es alojada por la dirección de su partido en una casa de la que no sale hasta después de haber informado por escrito de su etapa como compañera y colaboradora de Monzón en Madrid. Eso es exactamente lo que hace, desde la más escrupulosa lealtad hacia Jesús. Después, se esfuma en un anonimato en el que su predecesora, Carmen de Pedro, no tardará muchos años en acompañarla. Santiago Carrillo cuenta en sus memorias que Pilar Soler sigue militando en el Partido, en Francia, durante muchos años y que colabora en numerosos proyectos, pero no consta que jugara un papel relevante en ninguno de ellos. Este detalle podría apoyar la tesis de un oportuno chivatazo de la dirección, si no fuera porque la redada policial que hace caer a su amante arranca, nada más y nada menos, del mes de junio de 1944, y su progreso, de caída en caída, está perfectamente documentado en los archivos policiales de la época. Esa circunstancia desmiente por igual las otras dos grandes hipótesis sobre lo que sucedió el 6 de junio de 1945, en Barcelona.
—Monzón se hizo detener a sí mismo porque era un cobarde, y un traidor —esta es la primera—, y porque no tuvo cojones para ir a Francia, a explicarse con Dolores mirándola a los ojos.
El policía que le detiene declara que al principio le cuesta trabajo creer en la suerte que ha tenido, al pescar a un pez tan gordo en lo que parecía una simple redada de pececillos temerarios y desorientados. Pasando esto por alto, los partidarios de la hipótesis de lo que podríamos denominar su autodelación, insisten en que, al identificarle, y averiguar que el verdadero nombre del secretario general del Partido Comunista de España en el interior incluye uno de los apellidos más ilustres de Pamplona, los policías no le torturan, ni siquiera le pegan ni le insultan, tratándole en todo momento como lo que es, un señor.
Este sorprendente tratamiento podría reforzar su postura, si no fuera porque, incluso en los primeros momentos de la primavera de 1939 —cuando cae, por ejemplo, Matilde Landa, que será sometida a presiones tan insoportables que culminan, en 1941, con su suicidio en la cárcel de Palma de Mallorca, sin que, entretanto, nadie le haya tocado un pelo—, los comunistas de buena familia han recibido siempre el mismo trato respetuoso, que se reproducirá en las décadas de los cincuenta y los sesenta, cuando entre los detenidos empiecen a proliferar los vástagos de grandes familias franquistas o los hijos de miembros de las fuerzas armadas de la dictadura. Además, Jesús Monzón no denuncia a nadie. Al margen de las debilidades de la organización que le acoge en Barcelona, y que determinan su detención, las consecuencias de su caída comienzan y terminan en él mismo. Sus apellidos tampoco impiden que sea condenado a muerte, una pena que su familia consigue conmutar, gracias a la intercesión de un obispo amigo de toda la vida, por treinta años de cárcel.
—Porque él mismo tuvo que dar el chivatazo para salvar la vida —esta es la segunda de las hipótesis que atribuyen a Jesús Monzón la responsabilidad sobre su propia detención—. Tuvo que hacerlo porque sabía que, si llegaba a Francia, lo iban a liquidar, como liquidaron después a Trilla.
Jesús Monzón tenía motivos para tener miedo, pero no era un cobarde, nunca lo fue. En el momento de su detención tiene muchos partidarios, muchos argumentos con los que defenderse, tantos que, quizás, si su condena a muerte, después a treinta años de cárcel, no hubiera dejado muchas manos completamente libres, el destino de Trilla podría haber sido distinto o, al menos, su vida más larga. Pero, además, si hubiera optado por traicionarse a sí mismo, un señor como Jesús Monzón nunca se habría hecho detener el 6 de junio de 1945, un día en el que su caída se complica con un grave problema personal.
La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con la carne de los cuerpos mortales, y mientras permanece escondido en Barcelona, a la espera del enlace que le ayudará a cruzar los Pirineos, la carne mortal de Jesús Monzón decide manifestarse de una manera rabiosa, con una saña tan inoportuna como desairada. De hecho, la policía lo halla en la cama, con cuarenta grados de fiebre debidos a una infección muy poco presentable, un contratiempo impropio de un hombre tan elegante como él. Desde hace bastante tiempo, Monzón tiene un divieso en el ano, un forúnculo enorme, tenaz y muy doloroso, que escoge el peor momento, el de una fuga a pie, a través de una cordillera montañosa, para llegar a su apogeo. Y es por esa razón, porque no puede levantarse de la cama, por la que, tal y como machaca la dirección del Partido una y otra vez en los años sucesivos, no acude a la cita con su enlace.
Hasta sin contar con ese purulento accidente, en el fiel de la balanza, a idéntica distancia de un número equitativo de versiones intermedias, está el azar, la imperfección congénita de los seres humanos, la traicionera confianza en su buena estrella que acompaña a quienes se arriesgan una y otra vez sin pagar jamás por su osadía, y el destino burlón de los toreros que han matado a centenares de toros de cinco años, seiscientos kilos y dos pitones afilados como puñales, para acabar partiéndose el cuello en una plaza de tientas, cuando una vaquilla mocha, frágil como una jovencita vestida de blanco, les pega un revolcón durante una capea festiva, dominguera.
La única hipótesis que parece verosímil de cuantas se manejan en los poquísimos, especializadísimos círculos cuyos miembros aún saben quién fue Jesús Monzón Reparaz, es la determinada por la combinación de la mala suerte con una larga y fecunda redada policial, y así lo establece su único biógrafo hasta la fecha, Manuel Martorell, después de haber investigado cuidadosamente el desarrollo de aquellos acontecimientos. Más allá del azar, que pese a su, en teoría, imprevisible naturaleza, desarrolla casi siempre una irritante tendencia a favorecer a quienes son más poderosos de antemano, con independencia de que lo merezcan o no, la involuntaria colaboración de la policía franquista en la tranquilidad del Buró Político del PCE cierra el capítulo de las impensables conexiones que perforan, como un laberinto de túneles entrecruzados, el subsuelo de la invasión del valle de Arán.
La detención de Monzón, además de quitarle un peso de encima a Santiago Carrillo, aportaría al espíritu de Dolores Ibárruri una paz no muy distinta a la que Francisco Franco experimenta en su despacho del Palacio de El Pardo siete meses antes, cuando le pone el capuchón a la pluma con la que acababa de firmar un montón de ceses. A principios de noviembre de 1944, Sir Samuel Hoare sólo espera un relevo que, a mediados de diciembre, le deparará la propina de un título nobiliario, con el que su Majestad Británica recompensa sus madrileños desvelos por los intereses de su patria. Y por estas mismas fechas, Stalin, su espíritu libre de enojosas perturbaciones españolas, vuelve a contemplar con serenidad el avance de sus ejércitos sobre Berlín.
Después, se hace el silencio.
Durante más de sesenta años no hay nada más, sólo silencio, una tácita condena a la inexistencia de una campaña militar que no existe para nada, para nadie. En ese punto confluyen las estrategias de todos los centros de poder que se ven implicados en una operación que pudo haber cambiado para siempre el destino de España.
Franco no quiere volver a oír hablar, en lo que le queda de vida, de aquel susto de muerte que revela una de las más tenaces deficiencias de su régimen. Porque ni entonces, ni en lo sucesivo, logra evitar que los Pirineos sean un coladero, una frontera tan simbólica como la verja de un jardín que los comunistas saltan y vuelven a saltar, en una y otra dirección, cuando y como les da la gana.
La dirección del Partido Comunista de España, por razones igual de evidentes, hace lo que puede, que es casi todo, para que no se hable del valle de Arán, ni de las circunstancias del ascenso de Monzón, ni de las causas que lo hacen posible, ni de su gestión al frente del Partido en Francia y en España, ni de la actuación de los miembros del Buró Político, ni antes, ni durante, ni después de la invasión. Y nadie ha sabido nunca gestionar el silencio con tanta maestría.
Los aliados, tanto en la época en la que el poder de Hitler bendice su unión como inmediatamente después, cuando su victoria común les permite ya reconocer hasta qué punto son enemigos, se guardan mucho de incluir la invasión en sus relatos de la última etapa de la Segunda Guerra Mundial, y aún más de las crónicas de sus, en teoría, espinosas relaciones con el régimen de Madrid, aquel dictador fascista tan desagradable al que, de una u otra manera, siendo más o menos conscientes de las decisiones que están tomando, apuntalan entre todos en el poder durante el mes de octubre de 1944.
En el silencio, perece la memoria de unos cuantos miles de hombres que arriesgaron su vida por la libertad y la democracia de su país. Ellos aportan el único elemento íntegramente positivo de este episodio. Mientras en las alturas, muy por encima del nivel de sus cabezas, los poderosos deciden su suerte, los hombres de la UNE no hacen más que lo que creen que tienen que hacer. En el contexto de un conflicto mundial que sigue deparando su trocito de gloria a héroes tan dudosos, tan accidentales como Klaus von Stauffenberg o el falso general Della Rovere, hoy nadie los recuerda porque nadie sabe que existieron, ni el precio que pagaron por ajustar sus acciones a su conciencia.
La Historia con mayúscula la escriben siempre los vencedores, pero su versión no tiene por qué ser eterna. Algunos países europeos, como Polonia o Hungría, han sabido integrar el fracaso de sus luchadores por la libertad en el patrimonio de su orgullo nacional, asumiendo que ciertas derrotas, lejos de implicar deshonor, pueden ser más honrosas que muchas victorias. Pero España es un país anormal, que circula a su aire, a trompicones, en dirección contraria a la del resto de las naciones del continente. Por eso, aunque parezca mentira, nadie se ha tomado nunca el trabajo de hacer un censo de los invasores de Arán, una lista con los nombres de los hombres que entraron y otra con los nombres de los que salieron, ni de comparar ambas.
Aquel intento le costó la vida a un número todavía, tal vez para siempre, indeterminado de soldados del ejército de la Unión Nacional Española. Ninguna cifra puede aceptarse como definitiva, porque el recuento de bajas varía en proporciones drásticas según las fuentes. Ciento veintinueve muertos es el dato que más se repite, aunque a juzgar por los testimonios de los supervivientes, se puede aventurar casi con certeza que no fueron tantos. Los números que se manejan para evaluar las pérdidas en el otro bando son abrumadoramente inferiores, pero también mucho menos fiables. El ejército franquista procuraba no declarar bajas, porque anteponía la propaganda a las honras fúnebres. Y en operaciones contra la guerrilla, sus mandos tenían órdenes de encoger, hasta el límite de lo verosímil, el número de los hombres que habían perdido, y eso sólo cuando no podían ocultarlo del todo.
Ciento veintinueve, algunos más o muchos menos, los soldados de la UNE que no lograron salir vivos de Arán, murieron para que nadie lo sepa. La Historia con mayúscula de los documentos y los manuales los ha barrido con la escoba de los cadáveres incómodos, hasta esconderlos debajo de la alfombra que marca el sendero que condujo a su patria hacia el futuro, y allí siguen, cubiertos de polvo, rebozados en pelusas.
Encima, sobre una sólida arpillera tejida con lana de buena calidad y colores cálidos, brillantes, se leen los nombres de los héroes útiles, públicos, confortables, los hombres y mujeres que consagraron su vida a consolidar, junto con su futuro personal, la libertad y la democracia de España.