Lenin había dicho que la primera obligación de un comunista consistía en comprender la realidad. Ante aquella realidad, la paciencia no era una virtud, ni siquiera un defecto, sólo un chiste que no tenía ninguna gracia. Por eso no me moví, no reaccioné, no dije nada. El Bocas lo hizo por mí.

—¡Venid aquí, gilipollas, que sois gilipollas! —y soltó al soldado, avanzó hasta el centro del claro, abrió los brazos, siguió chillando—. Nosotros somos republicanos, igual que vosotros, hemos venido de Francia para liberaros, imbéciles, ¿me oís? Hemos cruzado la frontera por vosotros, coño. Anda, que a quien se lo cuentes… Esto es para no creerlo, desde luego. Pero ¿adónde vais? Me cago en la leche, ¡volved aquí ahora mismo! Pero ¿qué os habéis creído? ¿Qué íbamos a ser nosotros y qué íbamos a pintar aquí, si no fuéramos rojos? ¡Joder! Pero ¿qué queréis, seguir estando presos? ¿Eso es lo que queréis, pudriros aquí, allanando este monte a golpes de pico? Os hemos dado la oportunidad de volver a ser libres, ¿es que no lo entendéis? Os hemos liberado, ¡hostia!, ¿por qué salís corriendo? ¿Adónde vais, a que os cacen los fascistas como si fuerais conejos? ¡Volved aquí, joder! —al llegar a ese punto, se le quebró la voz y empezó a negar con la cabeza, los puños apretados, impotentes, al borde de sus brazos rígidos—. ¡Qué volváis aquí de una puta vez!

Su desolación me hundía más, y más, hasta que me hundió tanto que consiguió ponerme en marcha. Comprendes llegó antes, y le puso una mano en el hombro mientras la voz más indesmayable del ejército de la Unión Nacional se iba haciendo más gruesa, más ronca, gutural como una inminente contraseña del llanto.

—Lo siento, mi teniente —y cuando se volvió a mirarle, le brillaban los ojos—. Ya sé que hablo demasiado.

—Hoy no, Bocas —Comprendes le pasó el brazo por los hombros y se los apretó un instante—. Hoy has dicho lo que tenías que decir. Ni más ni menos, ¿comprendes?

En ese momento, el soldado gallego con el que había hablado antes, se acercó a mí, haciendo con las manos algo que, en mi aturdimiento, no supe interpretar.

—Yo me paso, me voy ahora mismo con vosotros —y sólo al escucharle me di cuenta de que se estaba arrancando las insignias de la guerrera—. A mí me han obligado a hacer la mili, pero soy de los vuestros, bueno, yo y toda mi familia. Mi padre era socialista, y hasta que lo fusilaron, secretario general de la UGT de mi pueblo, Covelo, en Pontevedra, no sé si…

Le miré como si no entendiera lo que me estaba diciendo, como si nunca hubiera visto a un chico como él, unos veinte años, ni muy alto ni demasiado bajo, el pelo castaño, los ojos marrones, los dientes blancos, todo tan corriente, tan extraño a la vez. Él se dio cuenta y se calló de pronto. Me miró y le seguí mirando, y me ordené a mí mismo hablar con él, darle la bienvenida, interrogarle, aferrarme al menos a sus ojos, tan corrientes, tan limpios, tan extraños, capturar aquella mirada para poder seguir mirando el mundo a través de ella. Pero no fui capaz de moverme. No logré hacer, decir nada, y él se asustó, frunció las cejas, torció la cabeza.

—Puedo quedarme con vosotros, ¿verdad?

—Claro que sí —y al escuchar mi propia voz, sentí que llevaba callado mucho tiempo, días, semanas, meses enteros—. Perdóname, claro que puedes quedarte, bienvenido, es que… —volví a mirarle—. Es que no entiendo nada.

—No me extraña —admitió, dándome la razón con la cabeza—. Yo tampoco lo entiendo. Pero tengo dos compañeros que seguro que se pasan conmigo. Si quiere, voy a buscarlos.

—Muy bien —me habría gustado sonreír, pero ni siquiera me atreví a intentarlo—. Y luego, os vais a hablar con aquel teniente.

Me volví para señalar a Comprendes y le vi mirando al monte en la dirección que el Bocas señalaba con un dedo, un punto por el que parecían bajar algunos de los hombres que habían huido antes.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté después.

—Domingo Porriño Fernández —recitó, con el tono de un alumno que se presenta a su maestro el primer día de clase.

—Gracias, Domingo —le ofrecí la mano y apreté con fuerza la suya entre mis dedos—. Gracias.

El Churrero, porque antes de que terminara aquel día, el Pollito le habría bautizado con ese nombre —de Porriño, porras, de porras, churros, y de churros, Churrero, mi capitán—, echó a andar hacia dos soldados que estaban juntos, esperándole, con las solapas limpias ya de insignias franquistas. Mientras le veía hablar con ellos, calculé el entusiasmo que me habría inspirado aquella escena si las cosas hubieran sido distintas, o si hubieran sucedido en mi país, y no en aquel que había suplantado su nombre, su espacio en todos los mapas, pero que ya no era el mismo, porque en él no ocurrían las mismas cosas. Sólo entonces logré calibrar una amargura tan extensa que había sido capaz de sobrepasar su propia naturaleza incorpórea, moral, para posar un regusto a podrido en mi paladar.

No podía huir de lo que sucedía dentro de mí, pero me puse en marcha para no llegar a ninguna parte. Eché a andar casi sin darme cuenta, tres pasos a la derecha, tres a la izquierda, y a la derecha, y a la izquierda otra vez, como una fiera enjaulada. Mientras tanto, los cuatro arrepentidos a los que el Bocas había distinguido antes que nadie, bajaron del monte de uno en uno, andando despacio y con mucha cautela, como si no hubiéramos visto la prisa que se habían dado en subir. Al llegar a la explanada, se pararon ante un montón de escombros y me miraron. Yo me quedé quieto para devolverles la mirada, pero no debió de gustarles lo que leyeron en mis ojos, porque decidieron dirigirse a Comprendes.

—¿Es verdad lo que ha dicho el chaval antes?

El que hacía de portavoz, acento arrastrado, seguramente madrileño, muy delgado, con la piel del color del cuero oscuro y poco pelo en la cabeza, no debía ser mucho mayor que yo, treinta y dos, treinta y tres años a lo sumo. Los dos hombres que lo flanqueaban tenían una edad, un aspecto semejante, aunque por detrás de ellos, como si pretendiera parapetarse tras sus cuerpos, asomaba un hombre más menudo que no cumpliría ya los cuarenta.

—¿Que si es verdad? —Comprendes puso los brazos en jarras para mirarle desde arriba, como a un insecto—. Pero vosotros ¿qué os habéis creído que…? No os entiendo, ¿comprendes?

—Es que… —y bajó la cabeza, como si se sorprendiera de sentirse avergonzado—. Es que nosotros no sabíamos quiénes erais, teníamos miedo, podía ser una trampa…

—¿Una trampa? —aquella palabra le hizo estallar por fin—. ¿Los de Franco iban a venir a soltaros diciendo que eran rojos? ¡Vamos, no me jodas!, ¿comprendes?

En ese momento, el mayor de los cuatro se atrevió a salir de su escondite, avanzó unos pasos, levantó la cabeza para mirar a Comprendes y le habló con una vocecita tímida, tan miedosa como el piar de un jilguero.

—Perdón, yo quería preguntar… ¿Es verdad que estamos libres? —mi lugarteniente no quiso darle la satisfacción de asentir—. Lo digo porque, en ese caso… Yo puedo irme a mi casa, ¿verdad?

—¡Sí, vete a tu casa! Pero vete corriendo, ¿comprendes? ¡Empieza a correr ahora mismo si no quieres que te mande yo de una hostia!

No será verdad, me dije, no será verdad, pero le vi subir a la misma velocidad que antes, atropellarse con sus propios pies, caerse, levantarse y seguir corriendo.

Ojalá te cojan y te fusilen, cabrón, pensé, y eso tampoco podía ser, yo no podía estar pensando eso, y sin embargo, tampoco podía pensar en otra cosa. Mis pies volvieron a ponerse en marcha, tres pasos a la derecha, tres a la izquierda, y a la derecha, y a la izquierda otra vez, y obligué a mis ojos a vigilarlos, aunque no pude evitar que se elevaran por su cuenta, de vez en cuando, hacia el monte del que no bajó ningún hombre más. Podría haber ordenado a los míos que fueran a buscarlos, podría haber enviado a los tres que habían tenido la decencia de bajar, para que subieran a convencer a sus compañeros, pero me sentía demasiado indignado, demasiado hundido hasta para eso. No me cabía en el cuerpo ni un gramo más de amargura, y no hice otra cosa que seguir andando como una fiera dentro de una jaula, una máquina averiada, un autómata sin más objeto que su propia decepción. Así fue pasando el tiempo fuera de mí, como una magnitud ajena al instante que me había congelado por dentro.

—Siete hombres, ¿comprendes? Cuatro soldados y los tres que han bajado, y armas para otros nueve. Eso es lo que hay.

Le miré como si no pudiera entender de lo que me estaba hablando y me sorprendió su entereza, el ánimo que había logrado conservar cuando yo ya ni siquiera habría sabido identificar el agujero por el que se había colado el mío. No era la primera vez que ocurría, ni sería la última. Los dos compartíamos el misterioso talento de conservar la calma por turnos, un don que nos había salvado la vida más de una vez, pero que aquel día no serviría para rescatarme de un peligro que empezaba y terminaba en mí mismo.

—Te vas a arrancar la lengua, ¿comprendes? —ni siquiera me había dado cuenta de que me la estaba mordiendo, pero me encogí de hombros igual—. Vamos, Galán, si lo piensas, no está tan mal. Siete voluntarios, ¿comprendes? Ningún día hemos llegado a reclutar tantos.

—¿Qué ha pasado aquí? —pero yo no estaba dispuesto a dejarme consolar por aquellos miserables cálculos—. ¿En qué clase de país de mierda se ha convertido España? Esos que han salido corriendo eran nuestros hombres, ¿me oyes?, los mismos que hace cinco años se habrían dejado matar por una orden tuya, por una orden mía… Ahora prefieren estar en una cárcel de Franco a luchar a nuestro lado. Y no me lo puedo creer, Comprendes —porque hasta aquel día, yo aún había podido aferrarme al orgullo de haber nacido, de haber luchado en España, pero nunca más podría volver a hacerlo—. Eso es lo que pasa, que no me lo creo.

Fue Inés quien me lo explicó, muchas horas después.

—Es que estás equivocado, Galán…

Aquella noche, cuando volvimos a Bosost, no quise entrar en el cuartel general. No me apetecía mirar a mis camaradas a la cara, asistir a las explicaciones de Comprendes, mostrarme fuerte y risueño, animoso y paciente como un buen comunista. El Lobo intentó recordarme cuál era mi obligación, y le mandé a la mierda. Me miró, y comprendí al mismo tiempo que no iba a insistir pero que tampoco iba a tirar la toalla, eso nunca, jamás. Cuando entró en la casa, me quedé fuera, sentado en el banco. Volvió a estudiarme desde el umbral, y aposté conmigo mismo a que Inés no tardaba ni cinco minutos en salir. Gané aquella apuesta y todo me siguió dando lo mismo.

La miré, y vi cómo me miraba. Arrugó las cejas y me di cuenta de que no necesitaba más para comprender cómo me sentía. También de que ella, eso nunca, jamás, iba a considerar la posibilidad de rendirse. Esa apuesta también la habría ganado. Risueña y fuerte, paciente y animosa como la mejor comunista, fue ejecutando en orden, paso a paso, cada una de las instrucciones de un manual que yo me sabía de memoria antes de que ella empezara a deletrearlo. Primero me abrazó, me besó, me dio apoyo, calor, la seguridad de que siempre estaría de mi parte.

—¿Te molesto? ¿Quieres que te deje solo? —y después, cuando consiguió que le respondiera que no me molestaba, se empeñó en hacerme comer—. ¿Quieres que te saque unas sopas de ajo? Me han salido muy ricas, de verdad…

—No lo dudo —ya había oído a Perdigón, proclamando que estaban para cantarles coplas y cantándoselas él mismo, sin perder tiempo—. Pero no tengo hambre.

—Pues te hago otra cosa, lo que quieras… ¿Qué te apetece? Deberías cenar algo —distinguía la preocupación en su voz, y sabía que era auténtica, pero me seguía dando igual—. Con las palizas que te pegas todos los días, no puedes acostarte con el estómago vacío.

—No, de verdad, no es eso. Las sopas de ajo me gustan mucho, pero ahora no tengo hambre.

—Bueno, pues vente conmigo mientras…

—Que no —sacudí con suavidad el brazo del que intentaba tirar de mí hacia arriba—. Prefiero quedarme aquí.

Entró a servir el segundo plato, y volvió a salir, y volvió a entrar, y salió otra vez, para agotar lo poco que me quedaba de la principal virtud de un comunista.

Yo había fracasado, tenía derecho a sentirme fracasado. Había tenido mala suerte, y lo menos que podían hacer por mí era reconocerlo, dejarme en paz. Inés me gustaba mucho. Me gustaba que me besara, que me abrazara, que me metiera mano mientras se apretaba contra mí con esos ojos de cordero que me decían, lo que quieras, como quieras, todas las veces que quieras, pero en aquel momento no, de aquella manera no, porque se lo hubiera pedido el Lobo, no.

Yo había fracasado y necesitaba sentirme fracasado, pasarme la moral revolucionaria por el forro de los cojones, aunque fuera sólo por unas horas, sólo aquella noche. A la mañana siguiente, estaba dispuesto a levantarme, a sonreír, a volver a ser paciente, fuerte, animoso, y a leer aquel puto manifiesto todas las veces que hiciera falta, pero hasta entonces necesitaba que me dejaran en paz. Fracasado, solo, y en paz. No era mucho pedir, aunque nadie pareciera dispuesto a concedérmelo. Cuando Inés volvió a salir con un plato entre las manos, creí que ya no tenía fuerzas ni para eso, pero doblé la lengua dentro de mi boca y me la mordí a conciencia. Estaba tomando impulso para mandarla a la mierda, pero detecté en el tono de su voz que su actitud había cambiado, y la miré con curiosidad por primera vez en aquella noche.

—Ya está bien, Galán.

Me dio la impresión de que estaba enfadada conmigo. Luego, como si quisiera demostrarme que había acertado, se sentó a mi lado, a una distancia suficiente para no rozarme, y empuñó una cuchara como si fuera un puñal.

—Toma —desprendió un trozo del postre que había traído consigo, y la levantó en el aire—. Abre la boca porque esto sí que te lo vas a comer. Es un tocino de cielo, lo he hecho yo.

Su acento, su actitud, la determinación que tensaba sus labios, me interesaron más que ninguna otra cosa que hubiera visto o escuchado desde que volví a Bosost aquella tarde, pero ni así me abrieron el apetito.

—Ya te he dicho que no tengo hambre —al salir de mis labios, aquellas palabras adquirieron por su cuenta un acento áspero, más severo de lo que me habría gustado, pero Inés ni se inmutó.

—Me da igual —acercó la cuchara a mi boca, como si estuviera alimentando a un niño pequeño, y tanteó mis labios con ella hasta que logró que los despegara por un reflejo involuntario—. ¿Sabes lo que decía mi abuela? Que al cielo no le hace falta el hambre —después golpeó mis dientes con el canto de metal hasta que los abrí, y deslizó la cuchara dentro.

—Está muy bueno —reconocí, porque era verdad, estaba muy bueno—. Guárdamelo y mañana me lo desayuno.

—No. Te lo vas a comer ahora mismo —cogió mi mano izquierda, me puso el plato encima y me encajó la cuchara en la otra mano—. Vamos.

Lo último que habría esperado de aquella noche cargada de mimos y de consignas, de besos maternales y promesas de manual, era una escena como aquella, aquella Inés furiosa que me daba órdenes. Su actuación no formaba parte de ningún repertorio escrito por otros, y por eso me gustó. Mientras me preguntaba hasta dónde estaría dispuesta a llegar, llené la cucharilla, me la llevé a los labios y disfruté a mi pesar de la lenta explosión del azúcar en el paladar, la textura concentrada, melosa, de la yema dulcísima impregnando con su espesura mi lengua, mis dientes, mis encías, con un sabor capaz de permanecer en toda mi boca después de haber desaparecido garganta abajo. Al verme, ella se animó a sonreír, pero aquel gesto cargado de melancolía, una tristeza que afirmaba y desmentía a la vez la curva de sus labios, tampoco se correspondía con ninguna reacción que yo hubiera podido esperar.

—Es que estás equivocado, Galán… Lo que te ha pasado no es tan raro, porque aquí nadie vive en paz. No estamos en un país pacificado, sino en un país ocupado. Hasta que no entiendas eso, no entenderás…

—Tú no estabas allí, Inés —la interrumpí, y ya logré reconocer mi verdadera voz, igual que acababa de reconocer la suya—. No les has visto correr, salir huyendo monte arriba, como conejos asustados.

—Y tú no has estado aquí. No has visto cómo nos rompían todos los huesos, una vez, y otra, y otra más. Cinco años de palizas, uno detrás de otro, cinco años seguidos, y nosotros cada vez más encogidos, más pequeños, más cobardes —hizo una pausa para mirarme, y entonces, para demostrar que estaba dispuesto a respetar lo que decía, cargué en la cuchara lo que quedaba en el plato y me lo comí de un bocado—. Eso es lo que ha pasado aquí, y tú has tenido la suerte de no tener que verlo. Desde Francia, eso no se ve.

—Sí, es verdad —y después de darle la razón, dejé el plato en el banco, me levanté, la miré, y contraataqué con mis propias razones—. Pero, si eso es así…, ¿quieres decirme para qué he venido? ¿Para qué hemos cruzado la frontera, eh? Dímelo tú, que parece que lo sabes todo.

Ella también se levantó. Se acercó a mí, me cogió de los brazos, me sostuvo la mirada y no se arrugó.

—Has venido porque eso era lo que tenías que hacer.

No, pensé. No, Inés, por ahí no, y negué con la cabeza, lamentando por dentro aquella frase hecha, la consabida píldora de responsabilidad histórica que más podía tocarme los cojones en aquel momento. ¡Qué pena! Ibas tan bien, me habría gustado añadir, tan bien, pero la firmeza con la que pronunció la consigna suprema me sacó de quicio antes de tiempo.

—¡Eso, lo mismo que el Lobo! —y fui mucho más ramplón, más vulgar de lo que me habría gustado—. Te advierto que él ya me ha soltado ese discursito, ¿sabes? Así que te lo puedes ir ahorrando.

Me solté de ella e intenté alejarme, pero no me lo consintió. Aún le quedaban palabras por decir, y a mí me aguardaba la sorpresa de escucharlas.

—¡No! —también la de descubrir que estaba más cabreada que yo—. ¡No te equivoques, Galán! El Lobo es igual que tú. Él también viene de Francia, él también se da mucha lástima a sí mismo, él tampoco sabe de lo que estoy hablando. El Lobo no ha estado en una cárcel de Franco, no le han detenido, no le han humillado, no le ha denunciado su hermano, ni su novia, ni su mejor amigo, no ha tenido que aprender cómo han sido las cosas aquí, ¿te enteras?, como siguen siendo…

Hablaba muy deprisa, con la vehemencia de quien no necesita comunicarse, sino escupir, vomitar un veneno que le está haciendo daño, y me miraba como si pretendiera taladrarme, subrayando con los ojos cada sílaba. Yo la escuchaba en silencio, aturdido por el asombro, consciente sin embargo de que ya había logrado hacerme un agujero y deslizaba por él, una tras otra, frases artilladas, explosivas, capaces de estallar en mi pecho como una secuencia de cargas de dinamita. Pero lo más extraño no era eso. Antes de que llegara al final, empecé a sospechar que no hablaba sólo para mí, que lo estaba haciendo también por ella misma. Y esa fue su arma secreta, decisiva.

—Al Lobo nadie le ha puesto nunca una pistola en la cabeza, ¿sabes? Ni él, ni tú, habéis tenido que oír cómo le quitaban el seguro a una pistola apoyada en vuestra cabeza, para obligaros a hacer cosas que no queríais hacer, y no habéis tenido que hacerlas, y no os habéis sentido igual que una mierda después. Así que no me vengas con tonterías. ¡No tenéis ni idea de lo que decís, ninguno de vosotros, ni idea tenéis! Pero yo sí lo sé, porque yo he pasado por todo eso, ¿me oyes? Por eso, y por cosas peores.

Se alejó unos pasos, se apartó el pelo de la cara, tomó aliento. Parecía haber terminado, pero cambió de opinión. Volvió a acercarse a mí, me agarró con las dos manos del cuello de la camisa, y me atrajo hacia ella como si quisiera besarme. En lugar de eso, me soltó de golpe y añadió algo más.

—Yo he tenido que pasar por cosas que tú ni siquiera te imaginas.

En eso estaba equivocada, porque sí me las imaginaba. No las sabía, pero las estaba viendo pintadas en su cara, las estaba escuchando en el ritmo entrecortado de su respiración, aquel jadeo de animal acosado que era más elocuente que las palabras. Sus ojos brillaban como un charco sucio, opaco y poco profundo, agitado por un temblor que me avergonzaba. Para huir de sus advertencias y de mi propia, súbita vergüenza, miré hacia la casa y me di cuenta de que llevábamos un rato discutiendo a gritos. El ruido había atraído hasta la puerta al Lobo, a Flores, a Comprendes, al Zurdo, y todos seguían allí, muy quietos, muy atentos. Cuando el coronel cerró los ojos, comprendí que Inés había seguido la dirección de mis ojos con los suyos, pero el inesperado aumento de su auditorio no la amilanó. Al contrario.

—Que me oigan —volvió a mirarme y asintió con la cabeza—, no me importa. Lo que digo es la verdad. Yo he cruzado el infierno para llegar hasta aquí, pero tú no tienes derecho a hablar así, a pensar así, tú no, ¿te enteras? Ninguno de vosotros tiene derecho a rendirse, eso lo primero.

—Yo podría… —contarte una historia muy parecida, Inés, eso iba a decir, pero no dije nada.

Avancé un paso, dos, llegué hasta ella. Le aparté un mechón de pelo que tenía suelto sobre la frente, y se lo coloqué con cuidado detrás de la oreja. Con el mismo dedo, le acaricié la cara, el cuello, intenté adivinar cómo reaccionaría, qué respondería si yo le hablara de mis propias humillaciones, de mis cárceles, de mis cicatrices. Pero no tenía sentido que nos enzarzáramos en una competición sobre lo peor, y además, los dos sabíamos que ella tenía razón. Todo lo malo que a nosotros hubiera podido sucedemos fuera, dentro habría sido peor. La hostilidad, la inclemencia, la crueldad de los campos extranjeros, nunca habría podido llegar a ser tan intensa, tan refinada, como la venganza de nuestros compatriotas. Inés pareció leerlo en mis ojos, porque atrapó el dedo con el que la acariciaba, mi mano entera, y la mantuvo entre las suyas mientras terminaba de hablar.

—España está llena de gente como yo, Galán. Gente que habría dado cualquier cosa, media vida, por salir de aquí en el 39, y que tuvo que quedarse para abarrotar las cárceles, para escuchar sus sentencias de muerte, para dormir durante treinta años en una baldosa y media de suelo sucio, con el cuerpo lleno de heridas gangrenadas, comidas por la sarna. ¿Y cómo quieres que estén? Pues muertos de miedo, claro. ¿Cómo no van a tener miedo, si les han pegado tanto que ya no se acuerdan ni de quiénes son? Pero otros están de pie, siguen estando de pie y os están esperando —apretó mi mano, y adiviné que no estaba muy segura de que fuera a gustarme lo que me iba a decir—. Yo os he estado esperando durante cinco años, así que a mí no me preguntes para qué has venido. Si no lo sabes, lo mejor que puedes hacer es volver a marcharte.

La miré y no dije nada, pero ella supo leer en mis ojos. Estábamos tan cerca que no tuvo que mover los pies para dejarse caer sobre mí, pero no me abrazó hasta que sintió mis brazos alrededor de su cuerpo.

—Lo siento —murmuró entonces—. Lo siento, de verdad —y parecía a punto de echarse a llorar—. No sé por qué te he dicho todas esas cosas, ni siquiera lo entiendo, no debería haberte hablado así, tú no te lo mereces, yo sólo quería que comprendieras… Lo siento, perdóname.

—No pasa nada —apreté mi cabeza contra la suya y la mecí como si fuera un bebé—. No tienes por qué pedir perdón. No me has ofendido, Inés.

Seguimos así, quietos y abrazados, hasta que el último de nuestros espectadores entró en la casa. Sólo después la besé. En aquel momento, me sentí muy orgulloso de Inés. Ella volvió a estar a la altura de mi orgullo.

—Lo que he dicho antes no era una frase hecha —y separó su cabeza de la mía para mirarme—. Yo sé mejor que nadie que has hecho lo que tenías que hacer. Porque yo estaba muerta y ahora estoy viva, Galán.

A las dos y media de la mañana, ya me había convencido de que el ejercicio de moral revolucionaria al que me había entregado en las últimas horas me convenía mucho más que seguir fracasado, solo, en paz, y sentado en un banco. Cuando anuncié que estaba a punto de morirme de hambre, Inés también se puso muy contenta. Lo he dejado todo preparado, no te muevas, me dijo, no tardo nada, y fue verdad. Diez minutos después, subió con una bandeja, una botella de vino, media hogaza de pan y una fuente con huevos y patatas fritas, acompañados por una carne rojiza y tierna, sabrosa y especiada, que al principio no supe identificar.

Mientras la masticaba, aquel sabor me fue devolviendo a mi infancia, a algunas mañanas de invierno y fiesta en las que los niños no íbamos a la escuela, aunque no vinieran marcadas en rojo en los calendarios. Al saborear el último bocado, cerré los ojos y sentí las manos de mi madre, húmedas y heladas de agua del río, acariciándome la cara. Cuando volví a abrirlos, Inés estaba arrodillada sobre la cama, mi guerrera abierta, sus pezones erizados por el frío, las piernas desnudas, los pies embutidos a cambio en unos calcetines gruesos, de lana. Me miraba como si esperara una respuesta muy importante, y no pude resistirme a la incestuosa perfección de aquel momento.

—No me digas que has hecho matanza… —murmuré, y se echó a reír.

—Bueno, no exactamente —hizo una pausa y negó con la cabeza, como si ni siquiera ella misma pudiera creer en lo que iba a decir—. Pero sí he comprado un cerdo.

—¡Un cerdo! —dejé la bandeja en el suelo para enroscarme alrededor de su cuerpo y apoyar mi cabeza en su regazo—. ¿De verdad has comprado un cerdo? ¿Entero?

—Y verdadero —ella se inclinó hacia delante, apartó mi cabeza de su vientre, me peinó con los dedos, se retorció hasta que logró llegar a mis labios con los suyos—. Me lo ha encontrado la novia del Bocas, la prima de Montse, sabes, ¿no?

—Un cerdo —volví a decir, pero ni así acabé de creérmelo—. Has comprado un cerdo.

—Sí, no sé… Me ha parecido buena idea.

—Lo es —entonces logré sonreír, me incorporé, la arrastré conmigo debajo de las sábanas—. Es una idea extraordinaria.

Y me faltó valor para decirle que lo más extraordinario de todo era su fe, su confianza en que íbamos a permanecer en España, en Arán, en aquella casa, el tiempo suficiente para comernos un cerdo entero. Pero quizás más extraordinario aún fue que, a pesar de todo, y sobre todo de la imagen de los presos que huían monte arriba, impresa en un rincón de mi memoria del que nada ni nadie podría desalojarla jamás, Inés consiguiera ponerme de buen humor. A la mañana siguiente volví a encontrarme bien, y celebré tanto como los demás la ausencia del Zurdo.

—¡Joder con el responsable! —protestó el Sacristán—. No, si al final, el único que no se va a estrenar aquí soy yo…

—Con lo guapo que eres —añadió Tijeras.

—Sobre todo eso, ¿comprendes? —y aquel fue el momento que escogió el Lobo para derivar la conversación hacia un final imprevisto.

—Le voy a dejar aquí, al mando, porque hoy no se podrá contar con él para nada… —asintió con la cabeza, como si quisiera darse la razón a sí mismo, y luego miró al Pasiego, por fin a mí—. Vosotros venís conmigo. Vamos a ir a Viella, a echar un vistazo.

La expresión deliberadamente coloquial que nuestro jefe había escogido no aligeró la repentina gravedad que nos mantuvo a todos quietos y en silencio hasta que el Zurdo entró por la puerta. Después, mientras bromeábamos y nos reíamos todos juntos, cada uno siguió pensando por su cuenta y nadie se atrevió a compartir sus pensamientos con los demás. Yo volví a ver a un centenar de hombres huyendo a trompicones por una ladera pero, como si mi cabeza fuera una balanza, compensé esa imagen con la de un cerdo abierto en canal, desangrándose lentamente. La hora de la verdad había llegado, y lo que se decidiera aquella mañana, decidiría todo lo demás.

Ocupar Viella no sería fácil. Requeriría una auténtica batalla, pero eso era lo de menos. La derrota resultaría insoportable. La victoria, por más que la deseáramos con todas nuestras fuerzas, abriría un paréntesis de incertidumbre, una tensión larga, peligrosa, que deberíamos aprender a soportar. Franco no iba a dejarse arrebatar España, su ejército no permanecería indiferente a nuestra presencia durante más tiempo. Mientras los aliados celebraran reuniones, tendríamos que volver a resistir, y éramos expertos en resistencias, pero nuestra experiencia no iba a ponernos las cosas más fáciles. Sin embargo, si lográbamos entrar en la ciudad, abrir sus puertas a un gobierno provisional, el fracaso del destacamento penal no volvería a atormentarme, y el cerdo de Inés dejaría de ser una extravagancia.

Mientras pensaba en todo esto, vi que Comprendes se levantaba, que salía a la calle, que al otro lado de la puerta estaba el Piñón, pero no les presté atención. Estaba más pendiente de ella, de sus propios cálculos, la súbita preocupación que ablandó los rasgos de su cara cuando se sentó sobre mis rodillas para mirarme como si nunca antes se le hubiera ocurrido pensar que yo era un soldado, que podía morir en cualquier momento. Le pregunté qué le pasaba y no me quiso contestar, pero siguió balanceándose encima de mí, colgada de mi cuello como una niña asustada. Sus mimos eran ahora tan sinceros como calculados habían sido los de la noche anterior. Entonces, Comprendes llamó al Lobo, el Lobo salió fuera, le vi hablar con el Piñón por la ventana, pero seguí disfrutando de Inés, de su habilidad para ser muchas mujeres distintas en una sola.

Aquella misma tarde, después de comer unas judías blancas que no se parecían a una fabada pero estaban casi igual de ricas, llegué a creer que aquel prodigio tenía una explicación muy sencilla. Inés era una traidora y yo un pardillo, un tonto fácil de engañar. Ella sabía darme lo que necesitaba en cada momento porque estaba entrenada para fingir, y yo sólo tenía que abrir la boca para que se me cayera la baba por las comisuras. El Lobo no tenía nada contra ella, ni falta que le hacía. Él era comunista, como yo, como Comprendes, como el Piñón. La sospecha formaba parte de nuestra condición, de nuestra naturaleza, tanto como la virtud de la paciencia, y mucho más que la tarea de comprender una realidad que a menudo se escapaba de nuestros ojos desenfocados, empañados por los reflejos de esa lente metódica, universal, que deformaba todas las cosas.

Inés me gustaba mucho, me gustaba tanto que ni siquiera sabía explicarlo. Precisamente por eso, mis argumentos para defenderla se agotaron muy pronto. Para llegar a ser un buen desconfiado, es preciso aprender a sospechar sobre todo de lo bueno, siempre antes de lo mejor que de lo peor, y yo no fui capaz de pararme a pensar, a razonar en voz alta. Ni siquiera se me ocurrió preguntar dónde estaban los que nos la habían metido dentro, de qué les había servido, si ni siquiera había podido abrirles la puerta del gabinete. La noche anterior, me habían faltado fuerzas, ánimo, para interpretar el papel risueño y paciente que se esperaba de mí. Aquella tarde, después de comer, me sobró a cambio entereza para condenarla, sin pruebas ni falta que me hacían. Después, cuando tuve que cargar con esa culpa, intenté defenderme ante mí mismo y no tuve mucho éxito, ni siquiera conmigo mismo. Pero quizás fuera cierto, al menos parcialmente cierto, que me vengué en Inés de la decepción de aquella mañana. Quizás, todos nos vengamos en ella de la trampa en la que habíamos quedado atrapados.

Teníamos Viella al alcance de la mano. Cuando nos bajamos del camión en un recodo de la carretera, mientras caminábamos hasta el mirador sobre el que llamaba la atención una vieja señal de tráfico, la chapa oxidada sobre la que apenas se distinguía el símbolo de las vistas panorámicas, la ciudad estaba tan cerca que casi daba vértigo mirarla. Me acerqué a la barandilla, contemplé a distancia las casas, los coches, las figuritas animadas que cruzaban las calles y las plazas, y por primera vez de forma consciente, desde que crucé la frontera, pensé en el glorioso futuro que esperaba a Monzón. Ahí está, Jesús, me dije, aquí estamos. Y sonreí, porque en aquel momento todo parecía muy fácil.

El Lobo había subido con Flores hasta una plataforma excavada en la roca, a la que se accedía por unos escalones resbaladizos, muy estrechos. Cuando llegaron los oficiales del sector sur, nos pidió que nos acercáramos y le tendió sus prismáticos a Romesco, que aquella mañana, para volver a ver su pueblo, aunque fuera de lejos, se había lavado y peinado con colonia, como si fuera a una boda. Las manos le temblaban cuando se llevó las lentes a los ojos, y tardó un rato en arrancar a hablar.

—Está todo muy tranquilo, mi coronel —carraspeó para que su voz se asentara en su tono de siempre, mientras movía la cabeza para orientarse en un panorama que conocía de sobra—. Estoy viendo el cuartel, la comandancia de la Guardia Civil… En la calle no hay tropas. Tampoco veo fortificaciones nuevas, parapetos…

—¿Hay tiradores en las alturas?

—Desde aquí no veo ninguno, mi coronel. Lo que veo… —su voz se derrumbó y volvió a recobrarse en un instante—. No. Nada.

Siguió mirando hacia la ciudad en silencio y el Lobo se acercó a él, frunció el ceño, le tocó en el brazo.

—¿Qué has visto, Romesco?

—Pues es que, me ha dado la impresión… —se separó los prismáticos de la cara y la voz le tembló más que las manos—. Creo que he visto a mi abuela, mi coronel, tendiendo ropa en el balcón de su casa, pero, claro, eso no es importante, así que…

El Lobo asintió con la cabeza y todos sonreímos a la vez, como si la abuela de Romesco no fuera una mujer, sino una válvula capaz de aligerar nuestra impaciencia.

—¿Algo más?

—Bueno, sí, que es día de mercado. En la plaza de abajo estoy viendo los puestos, las mujeres comprando con sus cestas…

—¿En serio? —Romesco asintió con la cabeza y el coronel extendió la mano derecha en el aire—. A ver, trae aquí.

Durante unos segundos, todos los hombres de aquel promontorio parecimos contagiarnos a la vez de la naturaleza rocosa, inerte, del suelo que pisábamos. El Pasiego, que acababa de liarse un cigarrillo, lo sostuvo entre dos dedos de la mano izquierda, el chisquero en la derecha, como si se hubiera congelado o estuviera posando para un escultor, o ambas cosas a la vez. Tenía los ojos fijos en el Lobo, el aliento suspendido en su veredicto, igual que el mío, el de los demás. Los signos externos de la vida, la acción, el movimiento, se habían detenido en todos nosotros a la vez, porque Romesco había dicho una palabra que sonaba igual que un grito. ¡Al ataque!

Esta misma tarde, Lobo, le rogué con los labios cerrados. Hoy, mejor que mañana, porque no hay tropas en la calle, porque están desprevenidos, porque ni siquiera han tenido la precaución de suspender el mercado semanal. Esta misma tarde, pero él seguía mirando por los prismáticos, mucho más sereno de lo que debería estar, como si no supiera que nosotros no éramos troyanos, que los fascistas no nos esperaban escondidos dentro de un caballo. Hay mercado, repetía para mí y le gritaba a él con los labios sellados, congelados por los nervios y el asombro. Hay mercado, coño, mercado, ¿sabes lo que significa eso? Ni siquiera les preocupa controlar las calles, despejarlas de civiles, impedir que entren y salgan furgonetas. Esta tarde, Lobo, y me entretuve en calcular los tiempos, en distribuir nuestras fuerzas, en hacer mi parte del trabajo. Hoy, mejor que mañana…

—Sí, hay mercado —el coronel lo admitió en voz alta antes de dejar caer los prismáticos sobre su pecho—. Estoy seguro de que tienen a sus hombres acuartelados pero, por lo demás, es como si no supieran que estamos aquí.

Se levantó, nos miró, se sacudió el polvo de los pantalones y me vine abajo. Le conocía tan bien que adiviné, antes de que hablara, antes incluso de que se moviera, que no íbamos a atacar Viella aquella misma tarde.

—Bueno, pues… Vámonos —se dio la vuelta y bajó el primer peldaño—. Ya hemos visto lo que teníamos que ver.

—¿Qué? —la voz de Flores sonó como una detonación, mientras el Pasiego seguía paralizado, tan inmóvil que todavía no había encendido el pitillo—. ¿Cómo que vámonos?

El Lobo giró sobre sus talones, le miró, levantó la barbilla. Ya había calculado que le tocaría pelear, pero había venido preparado.

—He venido a recoger información, y he recogido la que necesitaba. Si quieres quedarte aquí, allá tú. Yo me vuelvo al cuartel general.

—No —Flores se acercó a él, su actitud tan amenazante como el tono de su voz—. No puedes marcharte así como así, no te lo voy a permitir. Ahí abajo está Viella, tu objetivo, y está desprotegida, hay mercado, ya lo has visto. Tienes que atacar, Lobo, está clarísimo.

—Yo decidiré cuándo ha llegado el momento de atacar, si no te importa —y su voz se endureció—. No sé si te acuerdas de que quien manda aquí soy yo.

—Perdona, no quería ofenderte, pero es que no entiendo… —el comisario reculó, retrocedió unos pasos, intentó ganar tiempo, hallar otro camino para llegar al mismo sitio—. Yo creo que no vamos a encontrar un momento mejor. Retrasar el ataque es dar opción a los franquistas a enviar refuerzos en cualquier momento. Hay que aprovechar la ocasión, no sabemos cuándo…

—Efectivamente —el Lobo avanzó los mismos pasos que Flores había retrocedido—, no sabemos nada. Ese es el problema.

—No, Lobo, eso no es cierto. Sabemos que Viella está ahí, mírala. Sabemos que es posible tomarla, que podríamos lograrlo ahora, hoy, no sé si mañana, hoy sí, eso es lo que estamos viendo, ¿o es que tú no lo ves? —se volvió a mirarnos, y nos encontró dándole la razón con la cabeza—. Eso es todo lo que tienes que saber, que Viella está ahí, que puedes tomarla, que debes tomarla… —y con una astucia que me pilló desprevenido, me señaló con el dedo—. Díselo tú, Galán.

—Tómala, Lobo —me incliné hacia él con una vehemencia que habría podido resultar agresiva si mi voz hubiera tenido un tono menos suplicante—, tómala ya, hoy, esta misma tarde, con dos cojones, ahora que no nos esperan, ahora que piensan que no nos vamos a atrever…

Él me dirigió una mirada intensa, pero no hostil. Tenía un gesto preocupado, extrañamente amargo al mismo tiempo. No se decidió a decirme nada, y en el silencio que se abrió tras mis palabras, escuché el chispazo del chisquero del Pasiego, el ruido que hicieron sus labios al aspirar el humo, e inmediatamente después, su voz.

—Galán lleva razón —y me puso la mano izquierda en el hombro antes de seguir hablando—. Tómala, ahora, ya, lo antes posible. Es la capital del valle. Todo lo que hemos hecho no servirá de nada si no la tomas.

—Escucha a tus hombres, coronel —Flores insistió con suavidad—. Todos piensan lo mismo.

—Tómala, Ramón —volví a rogar—. Ya que estamos aquí, vamos a hacer algo grande.

En ese instante, el Lobo al fin reaccionó. Sacudió al mismo tiempo la cabeza y los hombros, consiguió desprender de sus ojos la gasa imaginaria, grisácea, melancólica, a través de la cual nos había mirado hasta hacía un instante, e incluso sonrió.

—Cuando llegue el momento —hizo una pausa y volvió a bajar el mismo peldaño que ya había bajado antes, dando la conversación por terminada—. Lo haremos cuando llegue el momento.

—¿Y cuándo va a llegar ese momento? —la pregunta de Flores le detuvo antes de que llegara a la mitad de la escalera—. No te entiendo, Lobo. ¿Qué te pasa, por qué dudas? No vamos a encontrar una oportunidad mejor que esta.

El Pasiego me quitó la mano del hombro, Comprendes se acercó a mí por el otro lado, y me di cuenta de que los tres habíamos detectado a la vez la misma alerta. Las preguntas de Flores, la suavidad con la que había infiltrado en ellas el verbo dudar, el tono irónico, amable en apariencia, de su última intervención, había deslizado una batalla verbal que había vuelto a ser de dos, desde el terreno de la guerra hasta el de la política, y más precisamente, al de la política del PCE. El Partido era nuestra casa, la de todos nosotros, por eso habríamos reconocido hasta con los ojos cerrados cada uno de sus recovecos, sus sótanos y sus desvanes, sus curvas y sus atajos. Todos. Ramón Ametller Rovira, alias el Lobo, tan bien como los demás, porque el comisario no le había llamado inepto, ni cobarde, porque había preferido sugerir que estaba dudando, y eso era lo mismo que invitar a que sospecháramos de él en público.

—¿No, eh? —pero el Lobo sabía hablar el mismo lenguaje, y se puso a su altura muy deprisa—. ¿Y tú, cómo sabes tanto? ¿Por qué estás tan seguro de lo que dices, y de que no podemos esperar hasta mañana?

—Sé lo mismo que los demás, lo que te están pidiendo tus propios oficiales. Todos queremos lo mismo, menos tú —y se tiró de cabeza a una charca de aguas turbias—. Parece que tienes tus propios planes. ¿O lo que tienes son tus propias fuentes de información?

En ese momento el Sacristán bajó de la peña donde se había sentado para pegarse a nosotros, y yo volví a acordarme de Jesús Monzón, en un sentido en el que nunca antes lo había hecho. La violencia de mis primeras conclusiones me asustó, y sin embargo, antes de que el Lobo aportara argumentos para confirmarlas, adiviné que eran ciertas. No deberían haberme sorprendido tanto, pero no pude evitarlo. Y aunque no llegué a percibir dentro de mí ningún indicio de un verdadero conflicto de lealtades, la desilusión me hizo más daño que las palabras que estaba escuchando. Yo quería a Jesús, le admiraba. Siempre había estado de su parte, de la parte de su ambición, que era compatible con la mía, con la de todos. La lealtad, la admiración, el afecto, no se pueden tirar al borde del camino de buenas a primeras, como si fueran un peso muerto, una maleta vieja, inservible, o al menos, yo no supe hacerlo. Pero tampoco logré mantenerlos intactos mientras el Lobo llegaba a las manos con Flores, Viella cercana e indefensa, tentadora e intacta bajo nuestros pies.

—Lo que yo tengo es la obligación de velar por la suerte de mis hombres —el coronel aún conservaba la calma—. Y no voy a arriesgar sus vidas sin estar seguro de que puedo sostener una posición después de tomarla. Para atacar, tendría que saber qué está pasando ahí fuera, y no lo sé, porque hace dos días que no puedo hablar con Toulouse, ni de día ni de noche. No descuelgan el teléfono a ninguna hora. Así que no tengo información, ni buena ni mala.

—Eso no tiene nada que ver. Tú eres un militar, no un político —Flores hizo una pausa antes de echar mano de su último recurso—. Tu deber es cumplir órdenes. Y tus órdenes son tomar Viella.

Cuando terminó de decirlo, giró la cabeza para mirarnos, como si esperara que le aplaudiéramos. Por eso, no vio venir al Lobo, que se le plantó delante en dos zancadas, le agarró de las solapas y le atrajo hacia sí, para hablarle desde tan cerca como si quisiera rematar cada frase con un cabezazo.

—Si quieres llegar a viejo —nunca en mi vida le había visto tan furioso—, no se te ocurra volver a recordarme, en tu puta vida, cuál es mi deber. ¿Me oyes?

—¡Suéltame! —el rostro de Flores revelaba que él tampoco esperaba tanta violencia, pero el Lobo no aflojó los puños.

—Que si me has oído —y le zarandeó un poco más.

—Sí, te he oído.

—Me alegro —sólo entonces le soltó, dándole un empujón que le hizo trastabillar—. Porque yo sé de sobra cuál es mi deber. ¿Está claro? Lo sé mejor que tú. Mejor que nadie.

Luego dejó caer los brazos, respiró hondo, y se volvió a mirarnos mientras Flores se recomponía la camisa, la guerrera, el rostro sudoroso, la mirada torva, desafiante y temerosa a la vez.

—Sé cuál es mi deber, pero también sé lo que me prometieron en Toulouse, antes de venir —y eso nos lo estaba contando a nosotros—. Que nunca me dejarían solo, y ya estoy solo. Que recibiría miles de voluntarios, y no han llegado. Que tendría enlaces, y no he visto a ninguno. No he escuchado ni una palabra de la huelga general que iba a darnos la bienvenida, y mi mujer, que es la única mujer con la que he logrado hablar en Toulouse, tampoco ha escuchado ni ha leído una sola noticia de protestas, manifestaciones a nuestro favor, ni disturbios de ninguna clase, en ninguna parte. Me aseguraron que estaría en contacto permanente con la organización del interior, y no han mandado a nadie para contactar conmigo, ni con ningún otro mando de ningún sector. Soy militar, pero no soy tonto, y no voy a atacar Viella en estas condiciones. No voy a hacerlo hasta que no me entere de qué ha pasado con el túnel, hasta que no sepa dónde está Pinocho, cómo están las cosas en mi retaguardia. Si es verdad que en Lérida, en Zaragoza, en Barcelona, en Madrid no se está moviendo nada, que nadie cuenta con nosotros ni sabe que estamos aquí, ¿para qué vamos a atacar? ¿Qué sentido tiene tomar una ciudad con cuatro mil hombres, para que el enemigo la cerque al día siguiente con diez, con veinte, con treinta mil? Hemos venido hasta aquí para derrocar a Franco, no para jugar a los soldaditos. Y tengo las mismas ganas de entrar en Viella que vosotros, pero mientras no cambien las cosas, no contéis conmigo para dar una orden que puede terminar en una masacre.

En ese momento fue cuando me atreví a creer que todavía me quedaba Inés, que aquel viaje me había dado algo que necesitaba. Si no un país, al menos una mujer donde vivir. Porque después de escuchar al Lobo, las pocas esperanzas que me quedaban se desplomaron de golpe. Llevaba demasiados años haciendo la guerra. Había escuchado ya demasiados discursos. Había perdido demasiadas batallas. Conocía muy bien el mecanismo de la derrota, la maquinaria de aquel agujero minúsculo que sabía agrandarse hasta el infinito para devorar cualquier sueño, por inmenso que sea, en una ínfima fracción de segundo.

Lo sabía todo pero me lo guardé para mí, y exactamente igual hicieron los demás. Bueno, todavía puede pasar cualquier cosa, ¿comprendes?, sí, es demasiado pronto, quién sabe si mañana…, por supuesto, sí, y Pinocho tendrá que aparecer, antes o después…, hombre, no se lo habrá tragado la tierra, si el túnel no fuera nuestro, ya nos habríamos enterado, ¿comprendes?, eso está claro… Esto último lo dije yo y estaba tan claro como una mierda, pero mis camaradas asintieron con la cabeza y la misma vehemencia con la que yo había asentido antes a sus fantasías. Después, como si mentirnos en todas las direcciones, por dentro y por fuera, los unos a los otros, íntima y públicamente, nos hubiera tranquilizado de verdad, subimos al camión en silencio, y en silencio volvimos a Bosost.

Por el camino, decidí que yo era el más desgraciado y, a la vez, el más afortunado de los oficiales del ejército de la Unión Nacional Española. Porque era amigo de Jesús, pero había encontrado a Inés. Si ella no hubiera estado allí, la certeza de que Monzón nos había mentido, de que nos había engañado para que nos precipitáramos por nuestro propio pie en una trampa que aún podía resultar mortal, y de que lo había hecho sólo para disponer de una pequeña posibilidad de hacerse con el poder, tal vez habría podido terminar conmigo. Que el hombre más inteligente, más simpático, más valiente y con más talento de cuantos yo había admirado nunca, hubiera sido capaz de planear una jugada tan brillante y tan sucia al mismo tiempo, me habría hundido si no hubiera podido agarrarme a Inés, si ella no hubiera servido para mantenerme a flote.

Cuando bajé de aquel camión, lo único que deseaba era meterme en la cama con ella, abrazarla, cerrar los ojos y olvidarme de todo lo que pudiera existir fuera de aquellas sábanas. Y celebré que aquellas judías blancas, que no se parecían a una fabada, estuvieran tan ricas, porque ya sabía que iba a pasar mucho tiempo antes de que pudiera volver a comer fabes en Asturias. Por lo demás, el ambiente de la comida resultó tan difícil, tan espantosamente tenso y sombrío, que me levanté antes de que estuviera hecho el café, pero el Lobo no me dejó marchar.

—Espera un momento, Galán —y tuve que volver a sentarme—. Quiero hablar contigo…

Media hora después, me ofrecí a detener a Inés, a ir a por ella y a encerrarla donde me dijeran. Luego, lo único que pude pensar fue que Dios existía.

Existía, pero nunca iba a cambiar de bando, el muy hijo de puta.

* * *

A las cinco y media de la mañana, aún no era de día. Hacía frío.

Durante las últimas horas no había sentido otra cosa, sólo frío, un hielo implacable, avariento, que brotaba de mí para impregnar todo lo que me rodeaba y retornar crecido, más intenso y feroz, tan poderoso como una glaciación súbita, la negra desolación de un hielo negro, hielo y húmedo, helado pero vivo, sus dientes puntiagudos ávidos de morder, de desgarrar, penetrando en mi piel como el vaivén de un cuchillo oxidado que aserraba los músculos, los huesos, los cartílagos, su blanca lengua arrasando lo demás, deteniéndolo todo, paralizando el ritmo de la vida, mi corazón un pedazo de hielo, mi cuerpo un helado vestigio de mi amor, mi amor un triste charco de sangre congelada, derrumbada en una silla fría, en una casa fría, aquel comedor feo y negro, negro y triste, y la sopa fría, tristísima, de mi destierro.

—¿No quiere más?

Era una niña. Tan alta como la dueña de la casa y más corpulenta, pero una niña, con la cara redonda, los mofletes mullidos y sonrosados, tersos, y la frente, la nariz, tapizadas de granos. Tenía las manos fuertes, los dedos hinchados, la piel áspera, rojiza y tirante, pero ni siquiera era una adolescente, sólo una niña grande, doce años vestidos de luto, el raído borde de su vestido asomando bajo una bata a cuadros muy desgastada, las alpargatas también negras, las piernas desnudas y un acento extraño, muy lejano y sin embargo familiar, el acento de Eugenia, la portera de mi casa de Montesquinza.

—¿Me llevo el plato, entonces?

Antes de asentir con la cabeza, la miré un momento y descubrí la costumbre de una tristeza demasiado vieja para una cara tan joven, una pena amarillenta que entonaba muy bien con aquella habitación de muros deslucidos, muebles de madera ahumada, las sillas desparejas y, en el techo, una araña de muchos brazos y sólo dos bombillas pequeñas, como enfermizas llamas de cristal. Una niña extremeña con las manos quemadas por la lejía era lo único que faltaba aquí, pensé mientras miraba las placas de metal grabado, una Sagrada Cena y unas Bodas de Canaán, que colgaban en las paredes del comedor donde mis anfitriones habían liquidado sin hablar, él sorbiendo a cambio cada cucharada, un tibio sopicaldo de fideos. Al rato, la niña volvió con tres platos, una tortilla francesa de un huevo en cada uno, y el dueño de la casa se sintió en la obligación de disculparse.

—Nosotros comemos muy poco, porque, a nuestra edad, figúrese…

—No se preocupe —le contesté, mientras su mujer me miraba por el rabillo del ojo—. No tengo hambre.

Pero ya había empezado a comerme la tortilla, sosa como todas y con poca sal, cuando se abrió la puerta para dejar pasar a otros dos niños, el mayor ya un muchacho, el menor, más pequeño que la criada. No había más que verlos para comprender que eran hermanos. Tampoco hacía falta fijarse mucho en ellos, los pantalones sucios de barro, las uñas negras, y tierra en las camisas, en el pelo, en las alpargatas, para adivinar a qué se dedicaban.

—Con permiso, señor, y que aproveche —el mayor inclinó la cabeza, el pequeño se escondió detrás de él—. Ya hemos dado de comer a las mulas.

Él tampoco era de Bosost, ni del valle, no era catalán, ni siquiera aragonés, pero su acento era distinto al de la niña, y cada una de sus palabras incrementó la presión del aire sobre mi cabeza, el peso de una atmósfera enrarecida y turbia, tan miserable como la tortilla que dejé por la mitad mientras presentía que nunca tendría ganas de volver a comer.

—Muy bien —mi anfitrión asintió con la cabeza, satisfecho—. Pues a cenar, y luego a la cama, ¿eh?, que a las cinco hay que estar de pie.

Con una sopa de fideos y una tortilla de un huevo, concluí, y mis conclusiones debieron asomarse a mi cara, porque volvió a disculparse.

—Son buenos chicos, ¿sabe?, pero hay que estar encima de ellos, porque no les gusta trabajar… —cuando parecía dispuesto a justificar esa afirmación, su mujer terminó de doblar su servilleta y se levantó.

—Nosotros nos acostamos ya. Aquí nos levantamos con las gallinas. Y nunca tomamos postre, pero si quiere una pera…

Me dieron las buenas noches, se las devolví, y me quedé sola con los muebles ahumados y la lámpara tullida, la violencia de los objetos, de los gestos y las palabras, que se derramaba sobre mi tristeza para sumar la incalculable temperatura de un frío definitivo.

Yo no me merecía lo que había pasado y no entendía nada, ni siquiera podía imaginar cuál había sido mi culpa, qué había hecho yo, qué había dicho para que los ojos de Galán se volvieran de hierro, mineral su garganta, aquella voz metálica, dura, infranqueable como los barrotes de una celda, puntiaguda como la espada de fuego que me había expulsado del paraíso. Yo era inocente, sólo sabía eso, que era inocente, que no había dicho nada, no había hecho nada excepto tratarles bien, a todos y a él más que a ninguno, esa era mi culpa, hacer unas sopas de ajo que estaban para cantarles coplas y chillar de placer después, sólo eso, y no era la primera vez que se me venía encima una desgracia injusta, no era la primera vez que me maltrataban sin que lo mereciera, para apartarme a la fuerza del lugar al que pertenecía, pero nunca me había dolido tanto. La traición de Pedro Palacios, fea y sucia, tenía un sentido, feo y sucio también, pero sentido. La suya no, porque no tenían derecho a tratarme así, a hacer conmigo lo que habían hecho. Ninguno, y él menos que ninguno.

Eso sí lo sabía con certeza, que nunca me habían hecho tanto daño, porque las heridas que inflige el enemigo se pueden soportar con la cabeza alta, sin dudar, sin descreer de lo que se sabe, de lo que se siente, pero las que abre un amante no se cierran jamás, y yo amaba a Galán. En la helada compañía de aquel frío infinito lo comprendía mejor que en la tibieza narcótica de su piel mullida, dulce, un sol de caramelo nimbando su cabeza. Le amaba entonces, a solas, en una noche negra y helada, más que en ninguna, la nostalgia de su cuerpo más poderosa que su cuerpo, el deseo tan intenso en la ausencia que sólo deseaba no haberlo sentido jamás, para no tener nada que recordar. E intentaba pensar, consolarme pensando que apenas le conocía, que una semana antes no formaba parte de mi vida, y que no era él, madera y tabaco, clavo y jabón, limones verdes y un grano de pimienta recién molida, lo que latía detrás de aquel amor. Intenté pensar que ni siquiera era amor, sólo un espejismo de mi corazón maltrecho, las esperanzas perdidas que él había levantado, como si pudiera sostener el universo entero con una sola mano mientras empleaba la otra en acariciarme, cuando nuestros caminos se cruzaron por azar, sólo por azar. Eso intentaba pensar, pero me daba igual, porque el origen del dolor no afectaba al dolor, su naturaleza no lo disminuía.

Mientras sentía que la cabeza iba a estallarme por el esfuerzo de repasar, una y otra vez, todas las acciones, las frases, los gestos que hubiera podido hacer en el día de mi desgracia, ya sabía que había una explicación obvia, y que no era buena. También sabía, y demasiado bien, cómo eran las cosas en mi bando, y que un ataque de cuernos, la incomprensible conjura de un centinela dispuesto a contar que Arturo y yo nos habíamos besado con pasión, habría provocado una crisis diferente a aquella cuyo aroma, clásico y pestilente, poco elaborado, parecía surgir de una única y clásica palabra, traición. Si hubieran sido celos, lo habríamos arreglado los dos solos, gritos, lágrimas, ofertas y juramentos detrás de una puerta cerrada. Yo me habría arrastrado con ganas, ojalá hubiera podido arrastrarme ante él. Eso llegué a pensar, y por no seguir pensándolo, recogí los platos y los llevé a la cocina.

—¡Uy, señorita, deje eso, que ya lo hago yo!

Mientras la niña me los arrancaba de las manos, vi que los dos hermanos jugaban con un botón, impulsándolo por turnos con un movimiento de los dedos como si fuera una canica, para intentar colarlo entre dos migas de pan, sobre el mantel de hule de la mesa donde habían cenado.

—¡Gol! —el mayor simuló un grito mientras alzaba los brazos en el aire.

—No, no ha sido gol, ha sido poste —se quejó el pequeño, señalando el hule con un dedo—. La portería llegaba hasta aquí, ¿ves?, hasta esta florecita. Lo que pasa es que el balón ha chocado con el poste y lo ha movido.

—Pues eso, poste y luego gol.

—No, ha ido fuera, fuera… ¡Eres un tramposo, Matías!

Volví al comedor para quitar los vasos y el mantel, que sacudí con cuidado sobre el cubo de la basura.

—Deje eso, señorita, por favor… —insistió la niña—. Es mi trabajo.

—No me llamo señorita —aclaré, mientras me resignaba a que no se dejara ayudar—. Me llamo Inés. ¿Y tú?

—Yo me llamo Mercedes García Rodríguez —me contestó mientras terminaba de sacudir el mantel, pero antes de doblarlo, dio un respingo, cerró los ojos y se mordió los labios, como si estuviera arrepentida de algo—. ¡Hala, ya me he vuelto a equivocar! —y entonces me miró—. Es que ahora no me llamo así. Me llamo Mercedes Rodríguez Calvo, eso es.

—¿Y qué ha pasado con el García? —le pregunté al rato, mientras cogía un paño y empezaba a secar los platos que iba fregando.

—Es que… ¡Pero estese quieta, señorita, en serio, que me van a regañar!

—¿Quién? Si están los dos durmiendo… —y señalé el escurridor con la barbilla—. ¿Los pongo ahí?

—Bueno, sí, póngalos… —y la vi sonreír por primera vez—. Gracias.

—De nada. ¿Y el García?

—Pues, el García… Es que, como a mis padres no les casó un cura, pues, ahora, por lo visto, resulta que no estaban casados… —dejó de fregar para explicarse mejor—. O sea, que casados sí estuvieron, porque yo he visto la foto, que mi madre estaba embarazada y me decía, mira, sí tú también estabas, y se señalaba la tripa, que no se le notaba, pero ella lo sabía, claro, lo que pasa… —y volvió a hundir las manos en el agua, sacó un plato, lo aclaró—. Pues que ahora esa boda no vale, que no estaban casados, pasa. O algo así, no sé… Total, que ahora me apellido sólo como mi madre.

—Pero eso es mentira, Mercedes —al escucharme, soltó el plato que estaba fregando, y la loza hizo ruido al caer sobre el fondo de la pila—. Anular los matrimonios fue una decisión política, pero sólo cambia las cosas por fuera, no por dentro. Pueden quitarte el García en los papeles, pero tus padres estaban casados y tú tienes que saberlo. Por ti, pero sobre todo por ellos.

—A mi padre lo fusilaron, señorita… Digo, Inés. Y mi madre, la pobre… Bastante tiene encima, para preocuparse por los apellidos.

Siguió fregando y aclarando en silencio, un plato, dos, tres. Yo los secaba, la miraba, y me asombraba verla tan entera, una mujer de doce años recogiendo la cocina, mientras dos hombres que no sumarían muchos más de veinte entre los dos, nos miraban en silencio, con los ojos muy abiertos.

—¿Y dónde está tu madre, Mercedes? ¿Por qué no estás con ella?

—Se quedó en Zafra, con los pequeños. Es que en casa no había para tantos, y… A mí me mandaron a servir aquí las del Auxilio Social —volvió la cabeza para señalar a los niños—. A ellos también, pero son de un pueblo de Toledo.

—Urda —Matías pronunció su nombre sin que yo se lo preguntara, cuando me volví a mirarles—. ¿Lo conoce? —negué con la cabeza—. Pues tiene un Cristo muy nombrado, ¿sabe? De allí somos Andrés y yo.

Andrés acababa de cumplir nueve años, pero Matías siempre le había echado dos encima para que no los separaran, porque estaban solos, bueno, casi solos, añadió. Su padre había muerto en la guerra, y el cadáver de su madre amaneció tirado en una era al día siguiente de que cayera su pueblo. Tenían una hermana mayor en alguna parte, y un tío en Francia. El resto de su familia seguía en Urda.

—Pero lo están pasando muy malamente, y por eso, cuando nos dijeron de venir, Andrés no quería, porque es un cagado y todo le da miedo, pero yo dije que sí. Lo hago casi todo solo, porque él es muy pequeño, pero como el amo no nos ve, pues… No es que estemos bien, pero mal tampoco estamos.

Matías aún no tenía catorce, pero hablaba como una persona mayor. La gravedad de sus juicios, esa responsabilidad precoz y forzosa que encogía sus hombros y oscurecía su mirada, me pareció más dura, más cruel que su historia. Entonces recordé aquel lema, ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan, y cómo me impresionó su acierto la primera vez que lo leí. Qué bueno, pensé, y lo comenté en la cárcel, con mis compañeras del Socorro Rojo, tendría que habérsenos ocurrido a nosotras, ¿cómo no se nos ocurriría una cosa así? Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan, una frase sencilla, elemental, pero capaz sin embargo de transmitir fe, calor, una modesta y, por tanto, verosímil confianza en un modesto porvenir sin hambre, sin frío. Aquel era el lema del Auxilio Social, ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan. Lo demás, lo que estaba aprendiendo aquella noche, no se leía en ninguna parte.

—A la cama —y chasqueé los dedos para que comprendieran que hablaba en serio—. Vamos, los tres a la cama, que ya recojo yo todo esto. ¿Es que no estáis cansados? —Andrés se levantó, se estiró, bostezó, asintió con la cabeza—. Yo no tengo sueño.

Cuando se fueron, metí las dos manos en el agua, helada como el mundo, y dediqué toda mi atención al estropajo, al jabón, la efímera resistencia de la grasa. Estaba más triste que antes y sin embargo mejor, más entera, como si la cantidad de tristeza que me cabía hubiera llegado a su límite, mi desolación, a anularse a sí misma. Mientras limpiaba el fregadero, había comprendido ya que no era eso, sino la certeza de que, por mucho que pudiera pasarme todavía, mi destino nunca sería tan negro como el de aquellos niños. Tenía muchas cosas que hacer, pero acabé con todas, y no me quedó más remedio que meterme en una cama helada para empezar a tiritar. Era normal, porque en aquel cuarto no había calefacción, ni una triste estufa, así que me levanté, me puse otro jersey, otros calcetines, volví a la cama y no logré entrar en calor. Tampoco quería llorar, porque llorar cansa y no sirve de mucho, pero mis ojos lo decidieron por mí, se abandonaron al llanto durante mucho tiempo, me obligaron a llorar por Galán, por los niños a los que acababa de conocer y por aquellos a quienes no conocería jamás. Por eso lloré, porque mis ojos quisieron, pero no logré dejar de temblar, sólo llorar, y el llanto me dio sueño, y dormí un rato hasta que el frío me despertó otra vez, y volví a llorar, y volví a dormirme, y al despertar, mis ojos volvieron a ser útiles, disciplinados y dóciles, secos. Seguía estando muerta de frío, pero ya ni siquiera lo sentía.

A las cinco y media de la mañana, aún no era de día y Bosost parecía un pueblo abandonado de calles desiertas y puertas atrancadas. No me crucé con nadie por el camino, pero antes que la fachada del cuartel general, distinguí de lejos al centinela. A tanta distancia y a la luz de una sola bombilla, no era fácil que me reconociera, pero me metí por la calle paralela para vigilar la casa. Desde aquella esquina se veía el balcón de nuestra habitación. Al otro lado de esas persianas, estaría él, solo en la cama, y pude verlo como si estuviera a su lado, las sábanas, la manta, los barrotes dorados de la cama, una Madonna de Rafael enmarcada con un listón dorado sobre mi mesilla, el palanganero al fondo y, en primer plano, su cuerpo, una cicatriz muy fea, como un tronco con dos ramas torcidas, en el brazo derecho, y el pie izquierdo al aire, porque lo sacaba de la cama antes de dormirse.

Por aquel hueco se fue también mi aplomo. Allí, escondida como una espía en el portalón de aquel establo, me pregunté a mí misma qué pensaba hacer y no supe responderme mientras una luz se encendía en la planta baja. Casi al mismo tiempo, escuché una pisada, y otra, y otra más, cada vez más cerca. Abandoné mi escondite, avancé por una calle que desembocaba en la fachada del cuartel general sin hacer ruido, y al principio me sentí tan expuesta como si me estuviera ofreciendo a una pistola nerviosa, codiciosa de un cuerpo donde hacer blanco, pero reconocí a tiempo el origen, la naturaleza de aquellas pisadas que no venían del pueblo, sino del camino por el que los dos nos habíamos alejado una noche a caballo. Antes de verle, supe que era él. Volví a preguntarme qué iba a hacer, volví a comprobar que no tenía ninguna respuesta para aquella pregunta, di un paso, otro más, llegué a la esquina y le vi venir, andando despacio. Él me vio, pero apenas me miró. Se pegó al lado derecho de la calle para apartarse de mí y siguió andando, más deprisa. Aquello no fue fácil, nada fácil.

—¡Galán! —cuando pasó a mi lado sin volverse, me pareció extraño pronunciar su nombre, extraño el cuerpo de aquel hombre que no volvía la cabeza, extraña mi voz, reclamándole—. ¡Galán, espérame!

No me esperó. Iba derecho a la casa, la casa estaba cerca, y si entraba dentro, ya no habría nada de que hablar. Por eso corrí hacia él, le enganché de la camisa y le rodeé con mis brazos por detrás. Pero no llegué a estar abrazada a él ni un instante, porque lo primero que hizo fue apartarme de su cuerpo con las manos, y sólo después, por fin, se dio la vuelta.

—¿Qué quieres? —y fue como si no le conociera de nada, como si nunca hubiera visto a aquel hombre, como si no supiera por qué no había dormido.

—Mira, yo no sé lo que te han contado… —olía a madera y a tabaco, a clavo y a cansancio, y la explicación obvia no era la buena, pero no tenía otra—. Yo no conocía de nada a ese chico, te lo juro, pregúntaselo a Romesco, él estaba delante cuando le conocí, vino a decirme que quería ayudar y le pedí comida, eso fue lo único que hice, pedirle que nos trajera comida, Romesco lo sabe, sabe que no le conocía, y ayer, cuando se me tiró encima, me lo sacudí tan deprisa como pude, esa es la verdad y tienes que creerme, créeme, por favor, por lo que más quieras, yo…

—Te has acostado conmigo sin conocerme de nada, ¿no? —le miré, y lo que vi en sus ojos me enseñó que la noche anterior apenas había aprendido algo de la naturaleza del frío—. Así que no hace falta que me des explicaciones. Puedes acostarte con otro, con cualquiera…

—No me hables así —murmuré, y apenas logré escucharme a mí misma, como si aquellas palabras me hubieran dejado sin aire en los pulmones.

—¿Por qué? Es la verdad —sus labios se curvaron en una mueca retorcida, que quizás quisiera ser una sonrisa pero no llegó a tanto—. No necesitas conocer a un hombre para meterte en la cama con él, desde luego…

—¡No me hables así! —descubrí que hasta sin aire en los pulmones podía gritar y me lancé sobre él con los puños cerrados, para estrellarlos contra su pecho una, dos, tres veces—. ¡No me digas esas cosas! No me hables así porque tú no piensas eso, no lo crees, no puedes decirlo, sabes de sobra que… —yo creía que en España ya no quedaban mujeres como tú, recordé, y no supe por dónde seguir.

—Lo único que sé —sujetó mis brazos con sus manos para privarme hasta del consuelo de pegarle— es que he picado como un pardillo. Eso sí que lo sé.

—¿Que has picado? —y ni siquiera logré sospechar a qué se refería—. ¿En qué has picado? No te entiendo.

—¿No? —me soltó del todo y dio un paso hacia atrás—. Pues lo que no entiendo yo es qué hacía ese tío ayer, registrando la casa, mientras tú le cubrías desde la cocina, con el pretexto de llenar la despensa de patatas.

—¿Que yo…? —mis pies trastabillaron por su cuenta mientras me doblaba por la cintura, la boca abierta, los brazos muertos, un asombro tan inmenso que ni con todo el cuerpo podía albergarlo—. ¿De verdad crees que hice eso? —me alejé de él sin controlar mis pasos, mis ojos moviéndose sin cesar, sin hallar un punto donde fijarse—. ¿Qué yo le cubría mientras…? No puede ser —le miré, me miró, y me di cuenta de que estaba empezando a dudar—. No puede ser, dime que no es verdad —pero por eso, porque ya dudaba, cuando intenté avanzar hacia él, se dio la vuelta—. Es imposible, no puedo creerlo… —entró en la casa—. Es que no me lo creo, ¿me oyes? —y levanté la voz—. ¡No me lo creo!

Todavía di algunos tumbos más, moviéndome sin objeto, sin dirección, mis pies trazando un caos de curvas sin sentido, eses de bailarina borracha más allá de los límites de la peor borrachera. Al principio, ni siquiera lograba procesar las palabras que acababa de escuchar. Comprenderlas resultó peor, mucho peor, más asqueroso que lo que hubiera podido imaginar yo sola en los días de mi vida. Dar tanto, entregar tanto, sufrir tanto y haber sido tan feliz durante tan poco tiempo, sólo había servido para que al final pensaran que ni siquiera era una impostora, una pusilánime o una cobarde, sino una infiltrada, el enemigo en casa, una mala puta capaz de hacer cualquier cosa sólo para engañarles, para hacerles daño, para abrirle la puerta a sus verdugos cuando menos lo esperaran. Eso era lo que pensaban de mí y no me habían dado la oportunidad de hablar, de defenderme, eso no, eso nunca, porque nosotros no hacíamos las cosas así, mejor la inquietud que ablanda, la incertidumbre que destroza los nervios, la expulsión fulminante antes que nada, y después, el miedo de no saber, de no entender jamás lo que está pasando.

—Inés…

Montse volvía de su casa con el Zurdo, y al escuchar su voz, dejé de pensar en círculo, de moverme como una peonza, y me enderecé despacio, me quité el pelo de la cara, la miré, la vi acercarse, dar un paso, después otro, antes de que su amante la cogiera por la cintura, para besarla en la cabeza y apartarla de mí. Ella hizo un gesto extraño con la mano, a medio camino entre un saludo y una caricia en el aire, pero él no me miró y el centinela dejó de hacerlo cuando nos quedamos solos en la calle. Mientras le miraba yo, rígido, tieso como si tuviera el cuello escayolado, terminé de comprender mi condición, una mujer transparente, incorpórea y sordomuda, a la que no se podía mirar, ni hablar, ni escuchar, ni siquiera ver por muy cerca que estuviera. En ese instante, y aunque la comprensión no alivió ni un ápice mi sufrimiento, mi razón se recuperó, y cuando Montse me contó lo que había pasado, ya lo sabía todo, o casi todo. Lo había adivinado yo sola, agazapada en el portalón de aquel establo, mientras les veía salir, reunirse con sus hombres, despedirse hasta la noche. El Zurdo fue el último en marcharse, pero cuando atravesó la puerta, Galán todavía estaba allí, mirando en todas direcciones, y era evidente que me estaba buscando, pero más evidente todavía que no me iba a encontrar. Me pegué a la puerta hasta que escuché a Comprendes reclamándole, recordándole a gritos el nombre del pueblo al que deberían llegar antes de la hora de comer.

El ruido, pisadas, voces, algún motor que se alejaba, se fue amortiguando hasta cesar por completo, pero no me moví hasta que distinguí la silueta de Montse en el umbral de la puerta, un paso por detrás de la línea visual del centinela. Entonces salí de mi escondite, me dejé ver y le hice una seña para que me esperara. Salí del pueblo, atravesé el Garona por un puente alejado de las casas, rodeé el campamento por detrás y tardé casi una hora en llegar hasta la ventana de la cocina. No vi a Montse, pero cuando golpeé con los nudillos en el cristal, vino enseguida.

—¡Inés! —y estaba tan nerviosa que no atinó a abrirla a la primera—. Inés, ¿qué ha pasado? Espera un momento, que ahora mismo salgo…

—No, no salgas. Es mejor que no te vean hablando conmigo —y no la dejé preguntar por qué—. Escúchame, Montse, tranquilízate, eso lo primero. Necesito saber qué pasó ayer, cuando me echaron de aquí.

—¿Te echaron? —y abrió mucho los ojos—. Yo creía que…

—Sí, me echaron, y creo que sé por qué. Luego te lo cuento, pero primero quiero que me cuentes tú… —la vi cerrar los ojos, ponerse seria, asentir con la cabeza, y no terminé la frase.

—Yo estaba en mi casa. Habíamos recogido ya, te acuerdas, ¿no? El Zurdo todavía no había vuelto, y llegaron el Lobo, Comprendes y Galán… —lo único que no había podido adivinar por mi cuenta era que habían forzado la puerta del despacho, que habían visto a Arturo andando por el piso de arriba—. Y me preguntaron que si creía que tú estabas de acuerdo con él, y les dije que no, porque… Tú no le conocías de nada, ¿verdad, Inés?

—No, Montse, claro que no —tampoco pude entender cómo había podido ser tan imbécil, picar de aquella manera, una pardilla yo, la más pardilla, deslumbrada por la luz de aquellos días y aun más por la luz de aquellas noches, como si el mundo entero sólo pudiera moverse en la dirección correcta, la que mi vida había recuperado—. Te juro que no le conocía de nada.

—Lo sabía —me sonrió, y su sonrisa fue el primer indicio de que el calor seguía existiendo, aunque todavía estuviera fuera de mi alcance—. Lo sabía.

—¿Y les oíste hablar entre ellos?

Meneó la cabeza para darme a entender que preferiría no contármelo, pero yo era inocente, ella mi amiga, y así salieron a relucir Pedro Palacios y una larga serie de casualidades de las que nunca había sido consciente. Cuando creí que habíamos terminado, descubrí que no me lo había contado todo.

—Y luego, Galán, pues… —pero arrugó los labios y se resistió a volver a abrirlos—. Nada.

—No, nada no. Luego, ¿qué, Montse?

—Luego… Luego, Galán le pegó una patada a una carretilla, que debió de hacerse polvo el pie, y dijo, pues la detenemos, la detengo yo, si queréis, voy ahora mismo a por ella y la encierro donde me digáis… No llores, Inés.

—No estoy llorando —era sólo que se me caían dos lágrimas de los ojos—. Sigue, por favor.

—Pues eso, nada más. Me dieron las gracias y se marcharon. Y por la noche, cuando vine, yo creía que seguías aquí, arriba, con Galán, porque no le vi, y pensé, pues habrán tenido una bronca, y… —dejó la frase a medias y miró a sus espaldas—. Espera aquí un momento. Viene alguien.

Cerró la ventana y me senté en el suelo, para unir los fragmentos hasta que integraron un relato completo, pero eso, Galán ofreciéndose a detenerme, a encerrarme donde le dijeran, no fue lo peor. Lo peor era que les entendía, que podía entender su recelo, sus sospechas, me hacía mucho daño pero podía entenderlo, y al llegar a ese punto, ya había descubierto dos verdades más. La primera era que nunca lograría resolver aquel problema a mi manera. La segunda, que sólo lograría arreglarlo a la suya.

—Inés, ¿sigues ahí? —y eso era lo que iba a hacer, arreglar aquello como lo haría uno de ellos—. Era el carnicero… ¿Y qué hago yo ahora con el cerdo?

El cerdo, pensé, y sentí lo mismo que si acabara de caérseme encima, el cerdo…

—Filetes —pero yo era su amiga, y no podía dejarla sola—. Dile que te haga filetes de aguja, que para fritos tendrán demasiada grasa, pero guisados, con aceitunas, por ejemplo, salen muy buenos…

Y nunca, durante el resto de mi vida, descubriría de dónde saqué la serenidad suficiente para explicarle la receta paso a paso mientras ella la iba apuntando en un papel, y hasta para recomendarle al final que escurriera muy bien las aceitunas y tuviera cuidado con la harina, porque si la salsa salía demasiado espesa, el plato se echaba a perder.

—Dile que te limpie los lomos —añadí todavía—, que trocee las costillas, y que lo traiga todo. Lo guardas en la despensa, en el sitio más fresco, en una fuente bien tapada con un paño limpio, y esta noche, o mañana, cuando vuelva, lo adobamos entre las dos.

—Porque vas a volver, ¿verdad?

—Claro. Bueno, si tú me ayudas… —asintió con la cabeza y con tanto énfasis como si quisiera asegurarme que podía pedirle cualquier cosa—. Pues sube arriba, ¿quieres? En el maletero del armario, entre dos mantas, tiene que haber una pistola. Tráemela. Es mía.

—No, ni hablar —me dedicó una mirada espantada antes de empezar a negar con la cabeza—. Una pistola no. ¿Qué vas a hacer?

—Tú, tráemela, Montse, por favor. No pienso suicidarme, si eso es lo que estás pensando.

—¿Suicidarte? —mi última afirmación sólo había logrado asustarla más todavía—. ¿Pero cómo voy a pensar yo…? Tú te has vuelto loca.

—No —y de repente me sentí tan fuerte que volví a sonreír—. Yo voy a ir a por Arturo. Voy a ir a por él de todas formas, lo tengo decidido y eso es lo que voy a hacer. Con mi pistola, si tú me la traes, o sin ella, y entonces será peor, aunque yo siga teniendo dos brazos y él uno solo. Así que tú verás.

Me quedé mirándola y dejé que me mirara, hasta que la expresión de mi cara la convenció mejor que mis palabras.

—¡Ay, madre mía! —y volvió a cabecear, más despacio—. Madre mía, madre mía… Madre mía.

Pero sin dejar de invocar a su madre, se apartó de la ventana, salió de la cocina y volvió con mi pistola en la mano.

—¡Joder, Inés! Yo no debería hacer esto —me la puso en la mano con una inquietud casi maternal—. Si te pasa algo…

—Ya me ha pasado, Montse —respondí, mientras comprobaba que nadie había vaciado tampoco el cargador—. Me ha pasado lo peor que podía pasarme. No tengo nada que perder. Sólo hace falta que me digas dónde vive el manco.

—Espera un momento. Ahora sí que salgo.

—Que no, de verdad, que… —pero ya había cerrado la ventana.

Vino corriendo y nos abrazamos sin hablar, un abrazo muy fuerte que duró mucho tiempo, balanceándonos como lo que éramos, dos crías asustadas, porque las dos teníamos mucho miedo, aunque ella lo demostrara y yo no. Me explicó cómo se llegaba a la masía, y nos despedimos sin hablar, pero cuando salí del establo llevando a Lauro de las riendas, todavía estaba allí para decirme adiós con la mano.

Avancé muy despacio para salir del pueblo por una callejuela desierta, y seguí caminando campo a través, bordeando una loma antes de atreverme a montar. Suponía que en aquella dirección, que sólo conducía a Les, a Caneján, y por fin a Francia, no habría controles, pero vi uno en la carretera, y seguramente ellos me vieron a mí aunque no pudieron pararme, porque cabalgaba lejos de cualquier camino, por la falda del monte. Así, me desorienté, y tardé algún tiempo en identificar el cerro del que Montse me había hablado, pero todo lo demás fue sorprendentemente fácil, y cuando distinguí la masía, en un claro cercado por un bosque muy espeso, no vi movimiento ni escuché ningún ruido, aunque eran cerca de las diez de la mañana. Los árboles llegaban casi hasta la tapia, y dejé a Lauro atado a uno de ellos mientras me acercaba con tanta cautela que hasta fui escogiendo el lugar en el que iba a poner cada pie antes de posarlo, aunque pronto descubrí que mis precauciones habían sido excesivas. La casa tenía todas las contraventanas aseguradas, la puerta trasera atrancada aunque saliera humo por las chimeneas. Al esconderme tras el portillo de madera que la comunicaba con el pinar, pude ver una serie de barracones alargados, establos o gallineros, con las puertas tan cerradas como si aún no hubiera amanecido, y un poco más allá, un huerto donde, a aquellas horas, tampoco era lógico que no hubiera nadie trabajando.

El Lobo tenía razón. Los masoveros debían pertenecer al Somatén porque tanto abandono no tenía sentido, y aquella casa a oscuras, blindada contra las miradas ajenas a media mañana, menos aún. Allí dentro tenía que haber algo que justificara tantas precauciones, armas, hombres armados, y al pensarlo, sentí la tentación de abandonar, tal vez lo habría hecho si no se hubiera abierto la puerta para dejar salir a los dos hombres que habían ido a buscarme a Bosost la mañana anterior. El que había llegado tirando del carro fue derecho al tocón de un árbol que tenía un hacha clavada en el centro. Mientras tanto, Arturo, con la misma cesta de mimbre en la que me había traído los huevos enganchada en el muñón del brazo izquierdo, fue derecho al barracón más alejado de la casa. Yo me moví con sigilo, pegada a la tapia, hasta que alcancé un punto desde el que podía ver la puerta por donde había entrado Arturo, abierta, la de la casa, cerrada, y el tocón donde el criado de la masía, porque eso debía ser, convertía un tronco en astillas suficientes para llenar el serón que había traído consigo. Después, volvió a dejar el hacha clavada en el tajo, entró en la casa y cerró la puerta por dentro.

¿A que me caigo?, me pregunté a mí misma. Empuñé la pistola, respiré hondo y conté hasta tres. ¿A que engancho un pie en una piedra y me abro la cabeza? Busqué un saliente en la tapia para impulsarme, me senté encima para no correr riesgos, y tanteé con el pie hasta encontrar un punto de apoyo. ¿A que ahora me descubren, a que me disparan, a que me matan? Busqué la protección de los barracones, avancé pegada a ellos para que no me vieran desde la casa, la puerta atrancada, las contraventanas cerradas, y así, apostando conmigo misma y con el corazón desbocado, llegué a lo que resultó ser un gallinero, entré en él y me escondí detrás de la puerta.

Esto no puede salir bien, me dije, no va a salir bien, mientras le estudiaba a distancia. Arturo llevaba ropa de trabajo, un jersey azul con un roto grande en el cuello, otros más pequeños, como picotazos, repartidos por todas partes, y unos pantalones muy desgastados, los bolsillos dados de sí, flotantes y ahuecados como una bolsa vacía en cada pierna. Allí no podía llevar un arma, y en la cintura de los pantalones tampoco. O alguien había metido aquel jersey en agua caliente, o lo había heredado de un pariente más menudo que él, porque apenas llegaba a taparle el estómago. Cuando estuve segura de que yo llevaba en la mano un arma de fuego cargada con cinco balas y él, sólo una cesta de mimbre, me sentí reconfortada, aunque no dudé menos que antes de mis capacidades. Ajeno a mis cálculos, Arturo recogía los huevos con la mano derecha para colocarlos en el cesto. ¿Y ahora qué?, me pregunté cuando terminó, y volvió sobre sus pasos para echar a andar hacia mí. ¿Y ahora, qué?, pero estaba manco, no ciego, y distinguió una sombra junto a la puerta, porque se paró, frunció las cejas, abrió los labios. Va a gritar, comprendí, y que no podía consentir que abriera la boca.

—Manos arriba —le exigí en voz baja, saliendo de mi escondite con la pistola por delante. Él levantó la única que tenía y dejó caer el otro brazo para que la cesta se estrellara contra el suelo, todos los huevos rompiéndose a la vez—. No te muevas, no hables, y haz sólo lo que yo te diga. Más te vale, porque no me cuesta nada pegarte un tiro, como te puedes figurar.

Caminé hacia él muy despacio y vi cambiar la expresión de su cara, la sorpresa cediendo espacio al pánico a toda prisa. Me tenía miedo. Al descubrirlo, mi propio miedo empezó a aflojar, y aunque en ningún momento dejé de temblar por dentro, al menos conseguí aparentar por fuera el aplomo suficiente para dar órdenes.

—Abre la boca.

La abrió enseguida, y la rellené con un trapo que no estaba muy limpio, pero era el único que encontré por allí. Cuando terminé de embutirlo y retorcerlo entre sus dientes, seguía estando muy nerviosa, y sin embargo mi nerviosismo había cambiado de signo. Ya no se asemejaba a ninguna sensación que hubiera probado antes, porque nunca en mi vida había hecho nada ni remotamente parecido, y aquella excitación cercana a la euforia, un optimismo insensato que a mí misma me parecía peligroso mientras no lograba reducirlo, controlarlo, evitar que se desparramará por mis venas como una droga, era nueva para mí. Tengo que pensar, me advertí a mí misma, tengo que pensar y no meter la pata, porque sólo lograré salir de aquí si consigo hacer las cosas bien, en orden.

—Dame la llave del gallinero —obedeció sin rechistar y me la guardé en el bolsillo—. Muy bien. Ahora, bájate la manga del brazo izquierdo.

Cuando lo hizo, le cogí la mano derecha, se la pegué en la espalda, y le até la muñeca con la manga vacía, haciéndome un lío con la tela, mis dedos y la pistola, antes de conseguir apretar un nudo corriente. Las jaulas de las gallinas estaban cerradas con un trozo de soga fijado entre los barrotes. Abrí dos, uní las cuerdas entre sí, y luego, mientras los animales cacareaban sin decidirse a saltar al suelo, me coloqué a la espalda de mi prisionero y atravesé el cañón sobre la cara interior de su antebrazo derecho, manteniéndola sujeta con el pulgar mientras trabajaba con los otros dedos.

—Sólo tienes una mano, te acuerdas, ¿verdad? —movió la cabeza para asentir—. Pues no hagas tonterías, no vaya a ser que te quedes sin ella.

Eso fue lo que me salió peor, atarle, porque no sabía, nunca había atado a nadie, excepto a Adela y a su doncella, que ya estaban sentadas. Eso había sido fácil, porque bastaba con dar vueltas alrededor del respaldo de las sillas, pero se me ocurrió a tiempo que atar la mano de Arturo a su manga vacía no era tan distinto a preparar un pollo para meterlo en el horno, y eso fue lo que hice, dejando un cabo de cuerda colgando, como si necesitara deshacer el nudo sin estropear las patas, un churro que daba pena verlo, la verdad.

—Y ahora, pedazo de cabrón, te vas a venir conmigo —cuando su atadura me pareció fea pero segura, me acerqué a él y le apoyé la pistola en el cuello—. Vamos a salir los dos muy despacio, sin hacer ruido, y te voy a llevar a Bosost para que expliques lo que pasó ayer, ¿entendido? —giró apenas la cabeza para mirarme, y hundí el arma en su cuello un poco más—. Que si lo has entendido —asintió con la cabeza y mucho cuidado—. Pues eso. Le vas a contar al coronel que yo no te conocía de nada, que me tendiste una trampa y por qué, y para qué. Como hagas cualquier gesto extraño, cualquier movimiento que no me guste, te dejo en el sitio… —me moví para mirarle de frente, la pistola apoyada en su pecho—. Te lo juro por mi madre. Me crees, ¿verdad? —volvió a mover la cabeza, me creía—. Pues vamos.

Antes de salir del gallinero, asomé la cabeza y comprobé que nada había cambiado. La casa seguía estando cerrada, el terreno desierto, ni siquiera un perro a la vista. Salí, moví la pistola en el aire para indicarle que saliera, cerré la puerta con llave y, él por delante, yo parapetada tras su cuerpo, fuimos avanzando, cubriéndonos con los muros de barracón en barracón. Todavía no habíamos alcanzado el más cercano al portillo cuando escuchamos el ruido de un motor y los dos levantamos a la vez la cabeza.

Le obligué a cruzar los metros que nos separaban del último parapeto y, antes de que pudiéramos dar dos pasos, oímos, aún mejor que el rumor del coche que se acercaba, el eco de puertas que se abrían, chirridos, pisadas, voces de hombres llamándose unos a otros. Calculé que desde el otro extremo de la pared podría ver algo, y vi más de lo que me habría gustado desde que una furgoneta negra derrapó en la arena y se detuvo frente a mí, ante media docena de hombres que la estaban esperando. Dos de ellos levantaron una trampilla que, en la fachada lateral del edificio, debía de dar acceso a un sótano o una bodega, mientras un señor de unos sesenta años, tan parecido a Arturo como si fuera su padre, y con el impreciso aspecto de ser el amo de todo aquello, aparecía por la esquina del porche con una gran sonrisa en la cara. El conductor de la furgoneta salió a abrir las puertas traseras y los hombres de la masía echaron al suelo unas cuantas balas de paja, después una lona, y por fin el verdadero cargamento que esperaban, cajas de madera y sacos abiertos, munición y fusiles, pensé, antes incluso de ver las ametralladoras que montaron en el suelo para guardarlas con lo demás. Entonces ya había visto bajar al acompañante del conductor, un hombre muy alto, muy grande, con un abrigo negro y una boina, de los que se despojó antes de apartarse a un lado para hablar con el masovero.

En ese instante, me olvidé de Arturo, de la pistola, del lugar en el que estaba, el momento en que vivía, y me tapé la boca con la mano izquierda, pero fue sólo un instante. Ya no me estaba jugando mi amor, mi honor, el éxito que parecía dispuesto a coronar mi audacia, la vuelta al paraíso del que había sido expulsada injustamente. Ni siquiera me estaba jugando la vida, porque lo que podría llegar a pasarme sería peor que la muerte, mientras Alfonso Garrido, vestido con su uniforme, le ofrecía tabaco a su anfitrión, encendía un pitillo, echaba un vistazo a su alrededor para que yo renunciara a seguir mirándole y me pegara a la pared como una lapa. Luego, sin pensar mucho en lo que hacía, le quité el seguro a la pistola, la apoyé en la nuca de Arturo, y le acaricié con el cañón, muy lentamente, toda la cabeza, hasta que llegué a la coronilla para hacerla descender con la misma lentitud.

—Pórtate bien y no hagas tonterías. Acabo de quitarle el seguro a la pistola, lo has oído, ¿verdad? Así que no te muevas, ni respires siquiera…

Ya están aquí, fue lo primero que pensé cuando pude volver a pensar, ya han llegado, más allá del pánico que aquel hombre lograba inspirarme a distancia, y del asco que me amargó repentinamente la boca para desatar una alarma incontrolable que acabó con todo, el miedo, la euforia y los nervios, para devolverme a un temblor antiguo. No podía consentir que mi prisionero se diera cuenta, y por eso seguí acariciando su cabeza con mi pistola, una y otra vez, hasta que me atreví a asomarme de nuevo. Garrido había desaparecido. Debía de haber seguido al dueño de la finca hasta la casa, porque sólo alcancé a ver a los hombres que habían descargado las armas, bajando por la trampilla para cerrarla por dentro después. Un segundo más tarde, todo estaba tan desierto, tan silencioso como al principio, excepto por la furgoneta negra, las balas de paja tiradas por el suelo. Arturo seguía a mi lado, tan quieto como si estuviera muerto, tan dócil como un niño pequeño.

—¿Tienes la llave del portillo? —le pregunté, y negó con la cabeza—. Pues lo siento por ti, pero si no quieres que te mate, vas a tener que saltar la valla…

Volvió a negar, con más vehemencia, y me di cuenta de que movía mucho el brazo derecho, como si quisiera señalar algo con el índice extendido. Fui haciéndole preguntas, él contestándolas con la cabeza, hasta que me enteré de que había una llave escondida entre dos piedras. La encontré sin dificultad, abrí el portillo, lo cerré, me la guardé en el bolsillo donde estaba ya la del gallinero, y le guie hasta Lauro, que, una vez más, me miró como si me estuviera esperando.

Volví a poner el seguro de la pistola con disimulo antes de montar, y sin dejar de encañonarle desde arriba con la mano derecha, me eché hacia atrás, le pedí que pusiera un pie en el estribo, le agarré de la axila, le impulsé y estuvimos a punto de caernos los dos, pero Arturo sabía montar, y yo supe aguantar su peso hasta que se enderezó sobre la silla, siempre delante de mí. Salimos a galope entre los pinos y tardamos muy poco en encontrar la carretera que yo había esquivado con tanto afán en el camino de ida.

—Trae —le quité la mordaza, la miré con asco, la tiré al suelo—. Siento mucho haber tenido que usar este trapo tan sucio, pero no había otro.

Él no se molestó en contestar, yo se lo agradecí y seguimos cabalgando a un trote vivo, pero no tan rápido como para alarmar a los centinelas, que pudieron darnos el alto con mucho tiempo.

—¿Inés? —el jefe del puesto era Romesco—. Pero ¿qué haces tú aquí?

—Yo… —le miré, le sonreí, y por fin me sentí a salvo—. Es muy largo de contar. Mira, coge a este, llévaselo al Lobo, y dile que lo he traído yo. Él lo entenderá. Y le dices también que cuando estábamos en su casa, que le pregunte a Montse, que ella sabe dónde es, ha llegado una furgoneta camuflada que transportaba un montón de armas. Dentro del coche había un comandante del ejército vestido de civil, y los hombres de la masía estaban esperándole. Lo han guardado todo en la bodega, fusiles, ametralladoras y munición, pero tropas no he visto. ¿Te acordarás de todo?

Romesco pidió ayuda para bajar a Arturo del caballo, y se quedó mudo de asombro al ver el nudo que inmovilizaba su única mano.

—¡Joder, parece el pavo de Navidad a punto de entrar en el horno!

—Sí, bueno, es que no he sabido hacerlo mejor, vosotros le ponéis ahora unas esposas, o lo que sea. Y otra cosa… ¿Por dónde se va a Vilamós?

Bordeé el pueblo para esquivar el primer puesto de control y a la altura del segundo, en pleno campo ya, me saludaron con la mano desde muy lejos, como si el Lobo hubiera tenido tiempo de ordenar que no me detuvieran. Cabalgué casi en solitario hasta las inmediaciones de Arrós y encontré el desvío antes de cruzarme con ningún vecino. La carretera de Vilamós era, al mismo tiempo, una de las más hermosas que había recorrido en mi vida y la maldición del ingeniero que la diseñó, a juzgar por las agudas, incontables curvas que la torturaban. Sin embargo, y sin llegar a ser nunca recta, su trazado mejoraba algo en el último tramo, mientras la silueta del pueblo, cuestas y más cuestas bordadas de tejados de pizarra negra, permanecía visible en el horizonte durante intervalos cada vez más largos.

Antes de llegar a las primeras casas, vi que la placa con su nombre exhibía todavía el yugo y las flechas que los soldados siempre eliminaban, tapando o doblando el metal, inmediatamente después de detener a los guardias civiles, pero tal vez no habían tenido tiempo, no eran todavía las dos de la tarde. El lugar donde había desmontado por última vez para que Lauro descansara y bebiera agua, no estaría a más de tres kilómetros y decidí dejarle allí, para tapar aquel símbolo con sus riendas y encontrarlo con facilidad a la vuelta. Entonces, por segunda vez en una sola mañana, escuché el silencio, y su sonido me sobrecogió.

Mis oídos no fueron capaces de percibir ruido alguno, voces, pasos, el eco de ningún ser vivo, humano o animal, cerca o lejos de mí, en aquel pueblo donde todas las contraventanas estaban cerradas, las puertas atrancadas, los perros escondidos tras los gruesos muros de piedra de unas casas que habrían parecido deshabitadas si no fuera por el humo que escapaba de las chimeneas. Empecé a subir una cuesta, muy despacio, y me asaltó por sorpresa el rebuzno de un burro, un estrépito agudo, tres veces repetido, que me provocó una inquietud tan instantánea como el sonido de una alarma. El campanario de la vieja iglesia románica, armonioso y elegante, esbelto, muy hermoso, se recortaba sobre la irregular silueta de los techos de pizarra como la única referencia posible. En Bosost, la plaza donde estaba la parroquia era el único lugar llano de un barrio de casas trepadoras, un milagro de equilibrio sobre un terreno tan escarpado como una montaña rusa, y el perfil de Vilamós no era distinto, pero no me resultó fácil llegar hasta la iglesia.

—¿Adónde va? —un cabo apostado en una esquina volvió su arma contra mí—. Váyase a casa, ande. Hoy es peligroso andar por aquí.

—Yo no soy de este pueblo —le contesté mientras descubría a otros hombres, otros fusiles repartidos por toda la calle—. Vengo de Bosost, del cuartel general. Tengo que ver al capitán Galán.

—Ahora no. No puedo dejarla pasar.

Me acerqué a él para descubrir que, pese a su corpulencia, era demasiado joven para llevar en la guerra mucho tiempo. Tenía una cabeza enorme, las cejas, los pómulos, las mandíbulas muy marcadas, y sobre un acento del norte, un casi imperceptible soniquete francés, semejante al que había detectado ya en otros soldados de veinte años, como el Bocas, o Romesco, que no eran conscientes de la híbrida naturaleza de sus úes, la cantarina finura que adelgazaba el final de cada palabra que pronunciaban. Aún no sabía que le llamaban el Tarugo pero, descontando la ambigüedad de su acento, con aquella cabeza y aquel cuerpo, dentro de poco daría miedo. Sin embargo, aún debía de estar acostumbrado a obedecer a su madre.

—Sí, tengo que verle —y me puse seria para insistir en un tono solemne, ligeramente maternal—, es muy urgente. El ejército ha llegado ya. Está armando al Somatén en los pueblos de los alrededores. El coronel ya lo sabe. El capitán tiene que saberlo también.

Cuando pregunté por el camino de Vilamós, esperaba encontrar un paisaje completamente distinto, el pueblo tomado, controlado, los vecinos reunidos en la escuela, Galán leyendo el manifiesto o comiendo con sus hombres, tomando quizás un vino en la taberna. Al verme aparecer, se quedaría atónito, tan desorientado que no sabría por dónde empezar a hacer preguntas, pero yo se las ahorraría todas al contarle de un tirón lo que había hecho aquella mañana, lo que había descubierto yo sola, lo que ahora sabían gracias a mí, y daría un taconazo en el suelo antes de darle la espalda, recoger a Lauro y volver a Bosost dando un paseo, a tiempo para aceptar las excusas del coronel antes de encerrarme con Montse en la cocina, hasta que fuera él quien viniera de rodillas a pedir perdón. Eso era lo que esperaba encontrar en Vilamós, para eso había ido hasta allí, y la distancia que separaba mis cálculos de la realidad debería haber bastado para animarme a cambiar de idea, pero ni siquiera me paré a considerar aquella posibilidad.

—El capitán está arriba, en la plaza —me explicó aquel muchacho—. Al llegar, el cuartelillo estaba vacío, el ayuntamiento también. Creemos que están en el campanario y que van a oponer resistencia. El tiroteo puede empezar en cualquier momento.

—Me da igual —procuré que mis palabras sonaran como una orden—. Tengo que ver al capitán. Cumplo un encargo del coronel.

—A su propio riesgo —asentí con la cabeza—. Si le pasa algo—. Pero él mismo me acompañó hasta la plaza, avanzando delante de mí mientras nos cubríamos con las paredes de las casas. Yo andaba otra vez con la pistola en la mano pero ya no tenía ni pizca de miedo, porque me bastaba recordar de dónde venía, para sucumbir a un razonamiento defectuoso, perverso, todo un espejismo de sensatez. Si no me había pasado nada en Can Fanés, pensaba, si Garrido ni siquiera se había enterado de que estaba allí, menos me iba a pasar ahora. Era un disparate, una barbaridad, pero todavía iba a correr riesgos mayores.

La plaza, una explanada de forma irregular, estrecha y alargada, estaba bordeada por edificios que se habían ido levantando por su cuenta, sin integrarse en ninguna disciplina preconcebida, y rodeada de soldados que ni siquiera pestañeaban. Mientras les miraba, los pies como clavados en el suelo, los brazos tensos, sosteniendo un fusil que parecía una prolongación natural de sus propias manos, las piernas flexionadas, listas para saltar, y la cabeza tan rígida que ni siquiera la movieron para mirarme, me parecieron los habitantes de un pueblo encantado, un ejército paralizado por el hechizo de una bruja poderosa. Pero el aire se ensució, se hizo espeso, turbio de repente, y cada segundo empezó a pesar también en mis piernas. Hasta aquel día, para mí la guerra había sido una sirena sonando en medio de la noche, boquetes abiertos en el asfalto de las calles, disparos en la Casa de Campo, cristales rotos en los escaparates y la primera página de todos los periódicos, pero nunca había respirado esa atmósfera metálica que va cuajando lentamente en el tiempo denso, plomizo, que antecede a las batallas. Y sin embargo, no tuve miedo, ni siquiera cuando empecé a sentir que el aire me picaba dentro de la nariz.

—El capitán está detrás de la fuente —el Tarugo señaló hacia un rincón donde sólo se veía un murete blanco con varios caños de los que manaba el agua que iba a parar a una balsa de piedra, como un abrevadero—. Puede llegar por detrás, bordeando esas casas. Si quiere, la acompaño.

Le di las gracias, rechacé su oferta y emboqué una callejuela que transcurría en paralelo a la plaza, más soldados, a los que ahora sólo veía de espaldas, apostados en las esquinas opuestas de los edificios que fui dejando atrás hasta que topé con una pared que me cortó el paso. Giré a la izquierda, avancé unos metros por otra calle estrecha, paralela a la anterior, y al llegar a la primera bocacalle, miré a la derecha y vi, antes que a nadie, al Bocas, apoyado en la pared de una casa muy bonita, las contraventanas de madera clara, barnizada, contrastando con los muros de piedra oscura. En un balcón lateral, tras una balaustrada de madera festoneada de geranios rojos, Galán miraba hacia el campanario con unos prismáticos. La fuente estaba delante, casi alineada con el lado derecho de la iglesia, y tras ella, Comprendes miraba también hacia la torre. No me lo pensé, y crucé la calle corriendo.

—El ejército de Franco ya está aquí —le solté a bocajarro, para no darle opción a preguntar—. Lo he visto.

Él me miró con la boca abierta, miró a Galán, que no me había descubierto aún, volvió a mirarme, y empujó las gafas sobre su nariz hasta que tropezaron con su entrecejo, como si en aquel momento dudara de todo, de sus ojos, de sus lentes, y hasta de su miopía.

—¿Pero tú de dónde sales? —preguntó de todos modos.

—Yo… —resoplé—, no tengo tiempo para darte explicaciones, pero les he visto. He visto a un comandante del ejército en una furgoneta llena de armas, a unos dos kilómetros al norte de Bosost. No sé cómo ha podido llegar hasta allí, pero allí estaba. Tropas no había, pero igual vienen por detrás. Por eso he venido, para avisaros. No esperaba encontrarme esto así, y…

No llegué a terminar la frase porque en aquel momento, en una plaza donde la vida parecía haberse extinguido, un pueblo que parecía un decorado, una fotografía de sí mismo o el recuerdo del último de sus habitantes al abandonarlo para siempre, un ruido vulgar, difícil de confundir, estalló en el silencio como un trueno en el manso cielo azul de una tarde de verano.

—Eso ha sido un portazo, ¿comprendes?

—Sí —había sido un portazo, y los dos nos asomamos con cuidado para contemplar el mismo paisaje de puertas atrancadas, ventanas cerradas, que unificaba todas las casas del pueblo.

Pero enseguida, al otro lado de la plaza, volvió a abrirse una puerta situada bajo un letrero con una cruz roja y grandes letras negras, médico, y se mantuvo abierta gracias a la determinación de un hombre vestido con traje y corbata, de unos treinta años, que sujetó el picaporte mientras forcejeaba con una mujer de su edad, embarazada de muchos meses. La puerta siguió abierta mientras el hombre la abrazaba para apartarse con ella al interior. Un par de minutos más tarde, cuando volvimos a verlos, la mujer se había tapado la cara con las manos, y él, sin llegar a alinearse con el umbral, para no servir de blanco a los tiradores de la iglesia, nos miró y señaló a la torre con un dedo.

—En el campanario… —susurré—. Nos quiere decir qué hay dentro… —entonces levantó cuatro dedos en el aire, y a continuación, dibujó algo parecido a la silueta de un tricornio sobre su cabeza—. Cuatro guardias civiles…

—Y tres soldados, ¿comprendes? —completó él, después de que marcara el número tres y se llevara la mano a la sien, para hacer el saludo militar—. ¿Y esto? —me preguntó mientras el médico se tocaba las solapas de la americana, simulaba sostener una escopeta en el aire, levantaba cuatro dedos, después cinco, y movía la mano derecha de un lado a otro, con los dedos abiertos.

—Civiles armados —respondí—, cuatro o cinco, no está seguro.

Mientras le veía encoger los hombros, dejar caer los brazos y abrir las manos como si quisiera pedirnos perdón por no saber nada más, Comprendes se volvió hacia la izquierda y le hizo una seña a Galán para que se reuniera con nosotros. Al verle, comprendí que no sólo me había visto, sino que había tenido tiempo de sobra para formarse un criterio sobre mi aparición, porque me estaba mirando con la lengua doblada dentro de la boca y se la mordía como pocas veces. Permaneció un instante inmóvil, enseñándome los dientes como si quisiera asegurarse de que los estaba viendo bien, antes de descolgarse por el balcón con una agilidad asombrosa.

—Tú no te muevas de aquí —le dijo al Bocas antes de correr hasta la fuente, y al llegar, como todo saludo, me dio un codazo—. ¡Quita de ahí!

—¿Lo has visto? —le preguntó Comprendes.

—Bien no. Me ha parecido que había alguien haciendo señas…

Antes de que tuviera tiempo para valorar lo que el médico nos había contado, un chico que aún no tendría veinte años salió de detrás de una de las casas que estaban al otro lado de la iglesia, y nos miró desde la única esquina de la plaza que los hombres de Galán no habían cubierto, porque los tiradores de la torre podían batirla con todas las ventajas. Llevaba una escopeta de caza, de madera, tan vieja que parecía un trabuco, colgada del hombro, una camisa blanca y alpargatas en los pies. Llevaba también una luz transparente prendida en los ojos, los labios tirantes, el cuerpo en tensión. Nos miró, miró al campanario, volvió a mirarnos, y me di cuenta de que sabía lo que iba a hacer y no lo sabía, de que lo había pensado bien y no lo había pensado, de que era un chico con una escopeta y no lo era, porque en aquel instante era sólo su propósito, una idea acariciada noche tras noche en la imprecisa frontera del sueño y la vigilia, un formidable vehículo de su propio rencor, de su rabia, el odio que le inspiraba un ansia feroz, tan absoluta que no le dejaba medir los metros, los minutos, la hostilidad objetiva, implacable, de un tiempo y un espacio que le codiciaban. Yo nunca había respirado aquel aire caliente, picante, que seca la nariz e irrita las encías para arder en la garganta como un zumo de guindillas. Nunca me había bañado en las aguas estancadas de unos segundos tan largos como vidas enteras de un tiempo elástico, perezoso, capaz de dilatarse hasta el infinito del presente, del pasado, y contraerse después en el instante en que un solo dedo aprieta un gatillo. Aquel charco de inquietud, cálido y turbio, era nuevo para mí, y sin embargo, al mirar a aquel chico sólo pude pensar en una cosa, no lo hagas, no lo hagas, por favor, no lo hagas, mientras Galán y Comprendes negaban a la vez con la cabeza como si fueran dos péndulos de un mismo reloj que sólo supiera decir no, no, no, en cada segundo.

Entonces, una voz de mujer gritó dos veces el mismo nombre, Joanet, y luego algo más, un par de frases que deberían haberme resultado incomprensibles y traduje en cambio a la perfección, porque aquella debía de ser la voz de su madre, y la angustia que la atormentaba habría sonado igual en cualquier otro idioma. Yo, que no entendía el aranés, la entendí como si hablara en mi propia lengua mientras le pedía a su hijo a gritos que se estuviera quieto, que se diera la vuelta, que no hiciera tonterías. Ni el miedo ni el sufrimiento necesitan traducción, pero los hijos desobedecen a las madres en todos los idiomas, y aquel chaval no fue una excepción. Miró hacia atrás una vez, dos, y cuando la figura pequeña y regordeta de una mujer de luto apareció al fondo de la calle, volvió a mirarla y salió corriendo.

—¡No! —Galán se irguió completamente, sacó la cabeza por encima de la fuente, movió en el aire el brazo derecho—. ¡No! ¡Vuelve atrás! ¡Vuelve…!

Corría tan deprisa que por un momento pensé que lo iba a conseguir. Alguien disparó desde el campanario y no le derribó, alguien gritó desde allí, ¿quién ha sido?, con una voz temblorosa de cólera, alguien, esta vez de los nuestros, les llamó hijos de puta mientras Galán y Comprendes abrían fuego para intentar cubrir el último tramo de su carrera, y el mundo estalló de pronto, pero su explosión no impidió que una bala se incrustara en la espalda del corredor, que cayó de bruces en el suelo, a unos pocos pasos de la fuente.

—¡Me voy a cagar en Dios! —Galán no sabía que aquel disparo no lo había matado, tampoco que no llegaría vivo al día siguiente—. ¡Comprendes, cúbreme! Voy a rodear la iglesia con unos cuantos, para atacar desde dentro… ¡Bocas! —pero antes de que se fuera, le cogí del brazo y le obligué a mirarme.

—Dame un fusil.

—¿Un fusil? —y si no se desgarró la lengua en aquel momento, ya no se la desgarraría jamás—. ¡Dos hostias es lo que tendría que darte, que no sé qué estás haciendo aquí, aparte de estorbar!

Eso me dijo, y se marchó, le vi reunirse con el Bocas, rodear la casa bonita, llamar a otros hombres, marchar ante ellos mientras Comprendes se unía a un grupo que había atravesado un carro en medio de la plaza para meterse debajo y disparar sin cesar sobre el campanario, aquella torre tan elegante, tan airosa, sus siete ventanas, tres pares de vanos de tamaño decreciente y una pequeñita como la aspillera de un castillo sobre la puerta, vomitando fuego sin parar. Yo me quedé detrás de la fuente, sola y desarmada, intentando comprender lo que ocurría, lográndolo sólo a medias, hombres que corrían para cambiar de posición o reptaban sobre el suelo de piedra, una explosión, otra más, y siempre disparos y más disparos, gritos de voces desconocidas, ¡a cubierto!, ¡por aquí!, ¡no!, ¡mira!, hasta que la puerta de la iglesia se abrió desde el atrio para que alguien chillara desde allí, ¡vamos!, y otro respondiera desde fuera, ¡estamos dentro!

Todavía escucharía muchos más disparos antes de ver una bandera blanca en una de las ventanas del campanario, y poco después, a Galán en la que estaba justo debajo, ordenando que cesara el fuego. Al rato, empezaron a salir soldados de la iglesia, muchos más de los que yo había creído ver entrar, y entre ellos, el Bocas, con una herida muy aparatosa en un brazo.

—¡Joder, Mediahostia! —Galán se le quedó mirando al pasar por su lado, mientras los últimos sacaban a cuatro prisioneros indemnes, un soldado y tres civiles con los brazos en alto y otros tantos heridos.

—Esto no es nada, mi capitán, de verdad que no, sólo un rasguño, mucha sangre, pero nada grave, me lo he mirado bien y lo sé, porque además, acuérdese de aquella vez que me hirieron en Chambord y me apañé yo sólo para curarme, porque es lo que yo tengo, que sangro mucho pero luego se me cierran las heridas muy deprisa, yo creo que debe ser porque mi abuelo…

—Cállate ya, coño, que te reventarán la cabeza un día de estos, y seguirás hablando como una cotorra después de muerto.

No estaba contento, no podía estarlo. Había ganado una batalla minúscula, una victoria carísima, tres bajas sin contar al muchacho que agonizaba en el suelo, varios heridos, demasiados para haber tomado aquel pueblo tan pequeño, tan incrustado en la montaña que, al principio, cuando avanzaban frontalmente sobre Viella, ni siquiera habían considerado la posibilidad de desviarse para apoderarse de él. Cinco días después de pasar la frontera, las cosas habían cambiado mucho también en Vilamós, hasta en Vilamós, y Galán se daba cuenta. Ni siquiera se molestó en mirarme mientras cruzaba la plaza para reunirse con Comprendes, que estaba acuclillado junto al cuerpo de aquel chico, mientras el médico lo examinaba con una expresión que sólo servía para acrecentar el llanto de su madre, a la que dos vecinas sujetaban por los brazos, como si temieran que fuera a desplomarse.

—¿Cómo está? —preguntó al llegar.

—Muy mal —se llamaba Carlos Pardo y no era de por allí, sino de un pueblo de Cuenca al que le habían prohibido volver—. Habría que llevarle a la cama, aunque es peligroso moverle.

Al escucharle, él asintió, la madre sollozó, y Comprendes, que nunca se mordía la lengua, que nunca la doblaba ni blasfemaba a gritos, que jamás se acostaba sin cenar ni se pegaba con el aire, porque nada le sorprendía y se burlaba de casi todo, escogió aquel momento para perder el control.

—Vamos —y cogió a Galán del brazo para tirar de él hacia la iglesia.

—¿Adónde? —él, de quien habría esperado mucho antes aquella reacción, no se movió, y conservó la calma por los dos mientras Comprendes se alejaba unos pasos, se daba la vuelta, volvía a su lado, le miraba a la cara.

—¿Tú le has visto bien? —señaló con el dedo hacia los hombres que improvisaban una camilla junto al cuerpo del muchacho malherido.

—Sí, le he visto bien —y en su manera de decirlo, aprendí que no era la primera vez que mantenían una conversación como aquella.

—¿Y entonces? —Comprendes se sujetó la cabeza con las dos manos, cerró los ojos, volvió a abrirlos, levantó la voz—. ¡Es un crío, Galán, un niño! Todavía no le ha crecido la barba, y ya le han disparado por la espalda. Primero matarían a su padre, ¿comprendes? Primero a su padre, o a su hermano, y ahora, a él. ¿Es que no vas a tomar represalias?

—¿Represalias? —Galán también chillaba y, aunque todavía no entendía por qué, me di cuenta de que estaba tan furioso como Comprendes, aunque siguiera teniendo todos los nervios en su sitio—. ¿Contra qué? ¿Contra quién quieres que tome represalias? Estamos solos en el culo del mundo, ¿me oyes?, jugándonos la vida sin saber por qué, para qué, qué estamos haciendo aquí, dónde está todo eso que nos íbamos a encontrar, mujeres con ramos de flores, fábricas vacías, pancartas en la entrada de los pueblos, las masas asaltando los cuarteles para venir corriendo a unirse a nosotros y esa huelga general de la que nadie sabe una mierda… ¿Y tú quieres que tome represalias? ¿Y para qué van a servir? ¿Me lo quieres decir?

—No te entiendo —empezó a andar hacia atrás, para alejarse de él.

—¿No? Pues yo no te entiendo a ti —pero Galán avanzó los mismos pasos hasta que volvió a tenerlo delante—. ¿Qué quieres, hacer una escabechina para que los periódicos de medio mundo vuelvan a decir que no somos más que una partida de asesinos? ¿Eso es lo que quieres? ¿Te parece que no hemos tenido ya bastante?

Comprendes siguió retrocediendo y esta vez Galán le dejó ir, llegar hasta el centro de la plaza, abrir los brazos, levantar la cabeza, chillarle al campanario como si sus piedras tuvieran ojos para verle, oídos para oírle.

—¡Fascistas, hijos de puta! —su voz resonó como el trallazo de un látigo sobre el mudo pavimento de una plaza muda—. ¡Esta es la justicia de Franco, asesinar a niños por la espalda!

—¿Y qué? —Galán le interpeló con una pregunta amarga, cargada de ironía—. ¿Has arreglado España ya, te has quedado contento?

A aquellas alturas, estaba claro que España no tenía arreglo, y sin embargo, los insultos de Comprendes tuvieron el mérito de resucitar a un muerto, una consecuencia que ninguno de los dos logró apreciar. La aprecié yo por ellos, y fue pura casualidad, una simple e inocente asociación de ideas.

—Galán… —intenté avisarle.

Si él no hubiera mencionado los periódicos de medio mundo, jamás se me habría ocurrido tenerlos en cuenta. Y si no le hubiera preguntado a Comprendes si no había tenido ya bastante, tampoco me habría acordado de Virtudes, de Madrid, del 19 de julio de 1936, del Cuartel de la Montaña. Si no hubiera pensado en el Cuartel de la Montaña, no habría mirado hacia la bandera blanca que ondeaba en lo alto del campanario. Y si no la hubiera mirado, nunca habría visto que había dejado de ondear.

—Galán… —pero él no quiso volver la cabeza hacia mí.

Toda la tela estaba ahora dentro de la ventana, como si algo tirara de ella. Me fijé mejor y no vi nada más, e inmediatamente después, el esfuerzo de una mano ensangrentada, unos dedos aferrándose al trapo blanco. Sin perderlos de vista, me fijé en un fusil que alguien había dejado apoyado en una pared. Hacía más de siete años que no tenía uno entre las manos y nunca había disparado sobre blancos en movimiento, sólo latas, botellas, cascotes, lo que hubiera podido encontrar aquel capitán de artillería que me enseñó a manejar armas en el solar de un chalé bombardeado, cerca de mi casa. ¡Muy bien, Inés!, recordé, ¡muy bien!, y nos reíamos, cuando te vengas conmigo a Córdoba, voy a enseñarte a disparar cañones…

Nunca me fui con él a Córdoba, ni disparé un cañón. Tampoco había vuelto a coger un fusil, pero cuando vi asomar un arma idéntica junto a la bandera blanca del campanario, me agaché para recoger el que había visto antes y se me ocurrió pensar que aquello debía ser como montar en bicicleta, una destreza que nunca se pierde.

—¡Galán, mira! —no me quedó más remedio que pensarlo—, ¡Galán, por favor! —porque ni siquiera chillando logré que me mirara.

Al apoyar el arma en mi hombro, extrañé la presión de la culata, pero no dudé, no vacilé un instante mientras le quitaba el seguro, buscaba un ángulo de tiro y apuntaba a un hombre malherido, la cabeza, las manos, el uniforme manchados de sangre, los movimientos bruscos, mal coordinados, de quien apenas puede tenerse en pie. En un esfuerzo agónico, sacó un brazo por el alféizar de la ventana, se incorporó sobre un codo y sujetó su fusil, para apuntar hacia Galán y Comprendes, que seguían discutiendo a grito pelado, sin más armas que su respectiva indignación, en el centro de la plaza. Yo nunca había tirado sobre un blanco en movimiento, pero cuando le vi inclinar la cabeza hacia su izquierda para acercar el ojo a la mirilla, apunté a su hombro derecho y apreté el gatillo.

Me acordé de todo, excepto de abrir las piernas y prepararme para aguantar el retroceso del cañón, pero mientras me tambaleaba, el estruendo metálico de una campana atronó en el aire de la plaza para revelarme que había hecho un blanco desastroso. El disparo se me había desviado hacia arriba más de un metro, pero antes de que tuviera tiempo de volver a apuntar, escuché otra detonación. Un tirador más certero que yo, acertó al moribundo de tal manera que se desplomó hacia atrás, y su fusil, al caer al suelo, se disparó solo, dejando un impacto redondo, visible a distancia, en el muro de piedra.

—¡Hostia!

El Bocas, que estaba apoyado en la torre, y el Tarugo, que le vendaba el brazo, me miraron con cara de alucinados, antes de descubrir que yo no era la única persona en la plaza que tenía un fusil entre las manos. Machuca todavía no había soltado el suyo cuando echó a andar hacia mí. Mientras me resignaba a aceptar que no era lo mismo darle a una lata a medio metro, que a un tirador agazapado en la ventana de un campanario, comprendí que su puntería había resuelto el desaguisado provocado por mi torpeza.

—Menos mal que le has dado a la campana —al llegar a mi lado, sonrió—, porque si no… Ni lo había visto, la verdad.

Galán y Comprendes necesitaron más tiempo para enterarse de lo que había pasado, pero cuando se reunieron con nosotros, los dos me miraban con los ojos igual de abiertos. Al afrontar su asombro, descubrí que estaba agotada, pero mi cansancio no era sólo físico. Ya no necesitaba hablar con ellos, explicarles lo que había pasado, ni qué estaba haciendo allí. Lo único que quería era marcharme, salir lo antes posible de Vilamós, de Arán, de España, y no volver a ver un uniforme militar en lo que me quedaba de vida.

—Esta mañana he ido a buscar al manco —por eso resumí todo lo que pude—. Quería traértelo, para que te contara la verdad, pero cuando estábamos en su casa, he visto llegar a un comandante del ejército en una furgoneta camuflada, llena de armas, y me he imaginado que te interesaría saberlo. Por eso he venido corriendo —me quité la correa del fusil del hombro y se lo di—. No para estorbar.

Él me miró, cerró los ojos, volvió a abrirlos, abrió también la boca.

—Inés…

—He dejado el caballo en la entrada del pueblo —añadí, al comprobar que no era capaz de decir nada más que mi nombre—, podéis usarlo para trasladar a los heridos. Yo me vuelvo andando. Supongo que, aunque tenga mala puntería, ya no seré sospechosa, ¿no?

Se tapó la cara con las manos y le di la espalda para avanzar entre dos confusas hileras de hombres pasmados, que me miraban a la vez sin decir nada. Su silencio me escoltó hasta que salí del pueblo, pero volví a escuchar la voz de su jefe antes que ninguna otra.

—Si andas tan deprisa, lo único que vas a conseguir es cansarte antes.

Llevaba casi una hora andando al mismo ritmo cuando me dio alcance. Había bajado montado en el estribo del coche donde el médico de Vilamós abandonaba el pueblo, transportando a tres soldados heridos en el asiento trasero. Junto a él, su mujer llevaba sentada en las rodillas a una niña pequeña que me sonrió moviendo la mano en el aire. Le devolví la sonrisa, el saludo, y sólo cuando su cabeza morena y sonriente desapareció, camino de Bosost, me volví a mirar a Galán.

Él me miraba con una expresión que no logré descifrar del todo, sus ojos anclados en una intersección casi perfecta de sentimientos dispares, incluso antagónicos, vergüenza, admiración, inquietud, orgullo, desazón, una sombra muy parecida al miedo, una luz muy parecida al amor. Parado al borde de la carretera, en el mismo lugar donde se había bajado del coche con dos fusiles al hombro, basculaba ligeramente sobre sus piernas. Esperaba que me acercara a él, pero no le complací.

—Toma —se resignó a tomar la iniciativa mientras me tendía uno de los dos fusiles que había traído consigo—. Y perdóname.

Eso fue todo lo que dijo, perdóname, con una naturalidad sorprendente, como si ya estuviera todo hecho, todo dicho, como si no tuviera nada que añadir a aquella palabra liviana, ingenua, pálida, perdóname, un niño que le da un codazo a otro, que falla un gol, que rompe un plato y no dice más que eso, perdóname, lo mismo que había pensado decirle yo cuando salí a su encuentro sin saber aún qué había hecho, qué había dicho, qué era lo que tenía que perdonarme. Perdóname, cuando aún no sabía lo que pensaba de mí, cuando aún no había escuchado que me había acostado con él sin conocerle de nada, ni que unas horas antes había estado dispuesto a detenerme para encerrarme donde decidieran los demás.

—Bueno, ¿qué? ¿Me perdonas?

Y hasta se atrevió a sonreír, a insinuar una sonrisa tímida, apenas ensayada, pero una sonrisa a la que no me dio la gana de responder. No quise coger el fusil y tampoco encontré nada que decir, así que me volví y seguí andando, recontando en voz baja las heridas que no estaba dispuesta a que viera sangrar. Él tuvo que correr para ponerse a mi altura, acopló su paso con el mío y me recomendó que no anduviera tan deprisa, pero no le hice caso. Entonces añadió algo más.

—Y si no comes, tampoco vas a llegar muy lejos… —giré la cabeza hacia la izquierda y vi de nuevo su mano tendida hacia mí, y en ella, un paquete de papel de estraza que no me decidí a aceptar—. Tú me has dado de comer muchas veces —insistió—. Déjame darte de comer esta vez.

Qué cabrón eres, pensé, pero le miré y ya no pude pensar ni siquiera eso. Aparté mis ojos de los suyos como si me quemaran, cogí el paquete, lo abrí, y al oler su contenido, una tortilla francesa con jamón y unas cuantas rodajas de tomate metidas en media hogaza de pan, me di cuenta de que estaba muerta de hambre. Hasta aquel momento no me había preocupado por eso, pero eran más de las cinco de la tarde, llevaba doce horas de pie, había capturado a un hombre, había disparado sobre otro, había recorrido a caballo más de veinte kilómetros y ni siquiera había desayunado. Cogí el paquete, le di las gracias e, inmediatamente después, la espalda, para ir a sentarme en el borde de la carretera, mirando hacia las montañas, mis pies enterrados entre la hierba alta que bordeaba el asfalto, y comí muy deprisa, tanto que me atraganté, y tuve que hacer una pausa que él aprovechó para acercarse y ofrecerme agua. Después, como si ya hubiera hecho lo más difícil, se sentó en la hierba, frente a mí.

—Lo siento, Inés —me dijo, cuando le devolví la cantimplora—. Lo siento muchísimo, yo… Ni siquiera sé cómo explicarte lo mal que estoy. Lo siento en el alma, de verdad, y entiendo que estés enfadada conmigo, ¿cómo no voy a entenderlo, si me has salvado la vida?

—¿Yo? Si ni siquiera le he acertado…

—Eso es lo de menos. Perdóname, por favor, dime que me perdonas aunque no me hables nunca más —y se dio cuenta antes que yo de lo que pasaba en mi cara—. No llores, Inés, por favor, no llores…

Se acercó a mí, se abrazó a mis piernas, apoyó la cabeza en mis rodillas y siguió hablando mientras yo comía sin dejar de llorar, sin lograr tampoco aplacar un hambre que parecía crecer en cada bocado, mientras sus hombres se acercaban, nos rebasaban, se alejaban por la carretera, y entre ellos, pasaba Lauro, tirando de un carro.

—No deberíamos haber sospechado de ti, y yo menos que nadie, es culpa mía, no debería haber sospechado de ti, pero estamos tan solos, tan nerviosos, sin saber qué estamos haciendo aquí, sin saber qué está pasando ahí fuera… Lo que le he dicho antes a Comprendes es verdad. Todo está saliendo mal, al revés de como debería salir. No tenemos nada de lo que nos prometieron. No ha pasado nada de lo que nos juraron que iba a pasar, y cada día nos sentimos más débiles, más solos, rodeados por peligros que no conocemos, de los que ni siquiera sabemos cómo defendernos… Es para volverse loco, nos estamos volviendo locos, eso es lo que pasa—. Estuvimos así mucho tiempo, mientras la tristeza de la tarde caía sobre nosotros, yo sentada en el borde de la carretera, él abrazado a mis piernas hasta que todo se acabó, el llanto, el hambre, las palabras, sus argumentos y mi resistencia. Seguramente, ya le había perdonado cuando le acaricié la cabeza, cuando metí mis dedos en su pelo y le dije que deberíamos seguir antes de que la noche se cerrara del todo. Seguramente, ya le había perdonado, pero no sabía cómo decírselo, cómo explicarle que podía entenderlo todo, aceptar las razones de su soledad, de su miedo, esa desconfianza tan cercana a la estupidez, esa estupidez cerrada herméticamente al aire, a la razón, como las celdas sucias donde florecen los mohos y la locura, pero que no quería volver a tocarle, que volviera a tocarme, porque tenía la piel abierta, porque las heridas me escocían y sus dedos las agravarían, porque avivarían el dolor en lugar de aliviarlo. En Vilamós, ni siquiera me había dado cuenta de lo maltrecha que estaba. En Vilamós, mientras el aire me picaba en la nariz, mientras el enemigo disparaba desde la torre, mientras él se comportaba como lo que era, un minero asturiano en guerra, para abrir el hueco justo, con la dinamita justa, en la pared de la iglesia, yo no era importante, pero en el camino de vuelta, todo era distinto. Él no necesitó que se lo explicara, porque se levantó sin hablar, y sin hablar caminó a mi lado durante más de una hora, hasta que Comprendes vino a buscarnos.

Andábamos juntos y separados por la carretera, muy cerca y muy lejos a la vez, vigilándonos mutuamente con el rabillo del ojo, él pegándose con el aire y mordiéndose la lengua a cada rato, cuando vimos unos faros que se acercaban. Comprendes había recogido al grupo más rezagado, que nos sacaba un par de kilómetros de ventaja, y nos esperó en el lugar más cercano donde pudo dar la vuelta con el camión. Galán abrió la puerta de la cabina y me invitó a subir, pero rechacé su oferta y le indiqué con la mano que subiera él primero. Comprendes me saludó en un susurro, con cara de circunstancias, y no le contesté mientras me disponía a mirar por la ventanilla hasta que llegáramos a Bosost, porque el camión llevaba la trasera cargada de hombres y avanzaba muy despacio, pero el trayecto era ya tan corto que cuando Galán lo intentó otra vez, ya distinguíamos a lo lejos las luces del pueblo.

—Oye, Inés —antes había rozado el meñique de mi mano izquierda con los dedos de su mano derecha, para asegurarse de que le mirara, aunque allí dentro no se veía gran cosa—. Bueno, lo que te he dicho esta mañana de… Eso también lo siento mucho, que se me haya calentado tanto la boca, porque… En fin, hablo de eso que… Ya sabes, ¿no?

—No —le mentí, mientras mis ojos, habituados ya a aquella penumbra, reconocían sus labios temblorosos, vacilantes.

—Hablo de eso de que… Lo de que tú… —y hasta vi que se limpiaba la cara con una mano, como si hubiera roto a sudar de repente—. Bueno, tú sola no, o sea, yo también, porque… Me refiero a lo de que los dos nos hayamos acostado sin conocernos… Pues mucho, ¿no?, de antes, y… Que ya has dicho tú que no te dijera eso porque yo no podía pensar así, que no te lo creías, y bueno, que tenías razón, ¿sabes?, porque la verdad es que yo nunca…

—Galán —pronuncié su nombre sin alterarme.

—¿Qué?

—Vete a la mierda —y tampoco me alteré al decir eso.

Él asintió varias veces con la cabeza, los ojos cerrados, los labios apretados, el gesto serio, compungido, de un niño pequeño que acepta un castigo que se tiene bien empleado, pues bueno, pues sí, pues me voy a la mierda, antes de que Comprendes intentara interceder a su favor.

—Mujer, yo creo que tampoco…

—¡Tú te callas!

Entonces sí levanté la voz, y volví a mirar por la ventanilla, pero su dedo meñique siguió posado en el mío mientras mi nariz se abría de pronto para oler a madera, para oler a tabaco, para oler a clavo, y a jabón, un fondo ácido y dulce al mismo tiempo, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, y una punta que picaba en la nariz, como el rastro de la pimienta recién molida. Reconocía el olor del hombre que estaba a mi lado, y reconocí sus manos, tan grandes, su tacto áspero y suave a la vez, el volumen del brazo que rozaba mi brazo, mientras el aire de aquel camión se volvía denso y caliente, mientras su presencia lo impregnaba de una nube de incienso imaginario, perfumado, espeso. Por eso dejé de mirarle, pero al cerrar los ojos, comprobé que era peor. Abrí la ventanilla, saqué la cabeza por ella, y al entrar en el pueblo, vi antes que nadie a dos niños que movían los brazos en el centro de la calle, para parar el camión.

—Mercedes —murmuré, cuando los reconocí—, y Matías… ¿Pero qué hacéis vosotros aquí?

—Esperarla. Le he dejado la cena hecha —y Mercedes me abrió una puerta por donde escapar—, que se habrá quedado helada, pero…

Aquella noche, había guisado un puré de verduras que estaba mucho más rico que la sopa de la noche anterior o, al menos, yo lo ataqué con muchas más ganas después de abrazarles y mandarlos a la cama con un beso. De segundo, había patatas con costillas de cerdo, un incremento de calorías tan notable que me hizo sospechar que mis anfitriones habían leído en mis ojos lo que pensaba de ellos, y se habían asustado de mis conclusiones. También me comí las patatas muy deprisa, y cuando me levanté a fregar los platos, Galán estaba mirando ya por la ventana.

—¿Qué quieres? —repetí la misma pregunta que él me había hecho por la mañana, mientras me comía la pera que había rechazado veinticuatro horas antes, pero ni siquiera así logré disimular del todo una sonrisa.

—Mira, Inés, yo ya no sé qué más hacer —él también sonrió y también intentó disimularlo, bajando la cabeza para rascársela con mucho empeño—. Te he pedido perdón de todas las maneras que conozco, y en este pueblo no hay nada, ya lo ves. No puedo comprarte bombones, ni llevarte a bailar, que tampoco es que sepa bailar, pero… En fin, tú ya sabes lo que yo sé hacer —volví a sonreír y ya no me importó que me viera—. Así que he venido a preguntarte que qué más quieres, porque como no me ponga de rodillas…

—No —tiré el corazón de la pera al suelo y fui hacia él—, de rodillas no.

A partir de ahí, todo fue muy fácil, abrazarle, besarle, adivinar la intención de las manos que me recorrieron de arriba abajo para apresar mis muslos e izarme como si me hubiera vuelto ingrávida, cruzar las piernas alrededor de su cintura y dejarme llevar, dando tumbos cuesta abajo, hasta que nos chocamos con un muro que él no pudo ver, tan concentrado en mí estaba. Hasta allí me llevó en brazos. Desde allí fuimos andando, no sé cómo, porque yo no miraba y no escuchaba, no veía nada fuera de mí, no sentía nada más allá de mi boca, porque de repente todo mi cuerpo era boca, todo mi cuerpo labios, toda mi piel, de la cabeza a los pies, las comisuras de mis labios, la punta de una lengua que era yo y lo era todo, y que no veía nada, pero lo sentía todo con esa forma extremada, radical, de sentir que es propia de la boca, de los labios. No sé cómo logramos volver a casa, porque yo era sólo boca, y él sólo dientes, pero al llegar arriba, hasta las sábanas de franela que me habían enseñado que las resurrecciones siempre son más felices que los nacimientos, me dejé anonadar por la perfección de aquel mundo pequeño y suficiente, la estrella líquida, recién nacida, que brillaba en cada centímetro de mi piel, de la suya, sólo labios, dientes todavía.

—No sabes cómo te eché anoche de menos —Galán trajo de vuelta las palabras, aunque me mantuvo apretada contra él mientras hablaba, como si no quisiera que le viera en el trance de pronunciadas—. Con lo furioso que estaba, que te habría matado, y la rabia que me daba echarte tanto de menos…

—Pues menos mal que no me mataste, ¿no? —me separé de él, me incorporé sobre un codo para mirarle, y me di cuenta de que mis ojos, aquellos ojos tontos, frívolos e insufribles, que me crecieron en Arán, habían fabricado dos lágrimas nuevas, pero no me impidieron sonreír.

—Menos mal —él cerró los suyos, me dejó besarle, me devolvió el beso, me miró con atención, sonrió también—. Porque si no… ¡A ver quién me iba a hacer ahora a mí dos huevos fritos!

El tradicional asalto nocturno a la cocina terminó de poner las cosas en su sitio, porque al entrar, vi en la mesa que había junto al fogón una cacerola de aluminio cubierta por un paño y me sorprendió que el cerdo hubiera dado tan poco de sí, pero al mirar en su interior descubrí que Montse me había dado la bienvenida a su manera, dejando preparadas las migas del día siguiente.

—No te atiborres —le recomendé al ponerle el plato delante—, porque mañana va a haber migas para desayunar.

—No te preocupes —me enlazó por la cintura, me apretó contra él, apoyó la cabeza en mi estómago—. Mañana voy a tener hambre de sobra.

Y la tuvo. Por segunda noche consecutiva, dormí mucho menos de lo que habría debido, pero mi cuerpo no necesitaba ni un segundo más de reposo, porque me levanté tan fuerte, tan descansada como si cada hora de sueño se hubiera multiplicado varias veces por sí misma, y cuando volví a encontrarme a solas en la cocina, preparando el desayuno, estaba tan contenta que el Lobo me sorprendió riéndome entre dientes.

—Inés… —me miraba con una expresión abrumada de seriedad, que entonaba muy bien con su flequillo repeinado, los surcos del peine tan perceptibles todavía como el olor de la colonia en la que se había empapado—. Lo siento. Lo siento mucho, todo fue culpa mía, nunca habría debido…

—No, por favor. Ayer ya escuché eso demasiadas veces —y le sonreí—. No me digas nada, no hace falta.

—Claro que hace falta, yo… Te debemos mucho, ¿sabes? Cuando asaltamos la masía, y vimos la cantidad de hombres que se habían concentrado allí, y el arsenal que tenían en la bodega… En fin, que espero que me perdones, aunque… —se paró en seco, para mirarme con atención—. Hay una cosa que no entiendo. ¿Cómo lo hiciste? —fruncí las cejas y se explicó mejor—. Lo del tío aquel que me trajo Romesco atado como un pollo.

—¡Ah, pues…! Lo de atarle, es que no supe hacerlo de otra manera, y lo demás… Bueno, tenía mi pistola.

—¿Tu pistola? —y abrió mucho los ojos—. ¿Galán no te la quitó? —negué con la cabeza—. ¡Joder! Debería arrestarle.

—Sí, hombre, eso era lo que me faltaba, ya…

Entonces, el Cabrero entró en la cocina con el gesto urgente, apresurado, de quien tiene algo imprescindible que hacer, para venir derecho hacia mí, coger mi cabeza con sus manos y besarme en la frente, como había hecho la primera vez que se comió una de mis croquetas.

—Que sepas que se lo dije, que le dije que la estaba cagando, que era imposible que a una traidora le saliera tan buena la comida —y se volvió para señalar al Lobo con un dedo—. ¿Te lo dije o no?

—Sí —su jefe lo reconoció con un acento desganado—. Me lo dijo.

Se marchó sin decir nada más, como si no le apeteciera ahondar en las razones de su equivocación, y yo me quedé mirando al Cabrero, que había nacido una semana antes que yo pero parecía mayor, porque tenía la piel curtida, menos morena que oscura, y al borde de los ojos, algunas arrugas tiesas, tan decididas como los rayos de sol que pintan los niños, para completar un aspecto propio de su apodo y absolutamente impropio de un cocinero.

—¿En serio? —asintió con la cabeza—. ¿Y por qué lo sabes? ¿Tú cocinas?

—¿Yo? —me miró con los ojos muy abiertos—. Por supuesto que no… —pero me contó una historia que nunca podría olvidar.

El Cabrero era el penúltimo hijo del menor de ocho hermanos, y su abuela, ya una anciana cuando él iba a su casa todas las mañanas para recoger las cabras que le devolvía al atardecer. Ella le recompensaba con un premio especial, que era al mismo tiempo un secreto entre los dos. Poco antes de que apareciera con el rebaño, se iba al huerto, escogía unas cuantas hojas de limonero, todas tiernas, pequeñas, del mismo tamaño, y se encerraba en la cocina a hacer paparajotes, un dulce barato aunque muy trabajoso, difícil de conseguir, porque no es fácil rebozar las hojas de limonero, ni freirías sin que se rompa la cobertura dorada, crujiente, que se rocía con azúcar antes de que se enfríe. Pero la abuela del Cabrero era una maestra, y cada tarde, le hacía a su nieto unos paparajotes deliciosos, porque sabía que le encantaban, aunque nunca se le ocurrió imaginar que al verla tan vieja, tan encorvada, subiéndose a una escalera para llegar a las ramas más altas de los árboles y afanándose en la cocina después, él pensara siempre lo mismo, pobrecica, con lo mayor que está, darle tanto trabajo y total, para no comerme las hojas… Hasta que una tarde, los paparajotes le amargaron el paladar y se atrevió a preguntar, pero, abuela, ¿no te cansas? Y en vez de decirle que sí, o quedarse callada, ella le miró, se echó a reír y le hizo otra pregunta. ¿Te cansas tú de venir a por las cabras? Pues yo tampoco, ¿y sabes por qué? Porque te quiero. Si no te quisiera, los paparajotes me saldrían tan malos que me pedirías pan con manteca para merendar.

Después, todas las veces que algo o alguien me devolvió a la emoción de aquellos días amargos y dulcísimos, recuperé siempre aquel instante, el instante en que abracé al Cabrero, en el que me dejé abrazar por él, en aquella cocina mía y prestada donde pasaron tantas cosas memorables. Estuvimos abrazados un rato, sin hablar, y sin hablar, como si ninguno de los dos tuviera nada que añadir, nos separamos. Él salió para reunirse con los demás, y yo, sabiendo ya que nunca, por muchos años que llegara a vivir, dejaría de tener presente la lección de su abuela, le di la última vuelta a las migas.

Antes, había pelado peras y manzanas, las había cortado, había rallado tres tomates, había rebanado una hogaza de pan, había untado las rebanadas con aceite y sal, y les había puesto por encima lo que pude rebañar del jamón que había traído de casa de Ricardo. En el último momento y en dos sartenes a la vez, freí una docena y media de huevos y un par de butifarras, y cuando empecé a sacar las fuentes a la mesa, me los encontré a todos sentados y calladitos, como una clase de párvulos castigados sin recreo, con la excepción del Cabrero, que atacó la comida con mucha tranquilidad, y de Galán, que me tocó el culo cuando pasé a su lado. Entonces llegó Montse, me vio, me sonrió, y se quedó parada en medio del zaguán, su figura recortándose sobre la lechosa claridad del amanecer, la luz recién nacida que entraba por la puerta para fabricar otro recuerdo difícil de olvidar.

—¿Qué tal? —le pregunté—. ¿Cómo te salieron los filetes?

—Buenos, y muy tiernos. Tenías razón, aunque la salsa me quedó demasiado espesa.

—Te lo advertí.

Su respuesta consistió en salvar la distancia que nos separaba en tres pasos, para abrazarme con la misma decisión, y hasta con más fuerza que el Cabrero antes, y allí, en el centro del zaguán, nos balanceamos como si las dos niñas asustadas del día anterior, necesitaran celebrar a la vez que habían perdido el miedo al mismo tiempo, sin saber que el miedo nos estaba esperando, agazapado en los pliegues de las horas inmediatas, para dejarnos sentir sus zarpazos antes de que el sol coronara el cielo. Estábamos viviendo el único momento feliz de aquel día, un momento tan feliz como los que ya no se repetirían al día siguiente, el último del tiempo que aún pasaríamos en Arán, pero cuando nos separamos, yo sentí exactamente lo contrario, que lo bueno había vuelto a empezar, y volví con Montse a la rutina, a la cocina, sin comprender lo que estaba viendo al ver al Sacristán despedirse de nosotras con la mano, desde la puerta, antes de salir andando con sus dos pies, sus dos piernas intactas. Como todas las mañanas. Como nunca jamás.

Todavía pasarían cosas peores aquel día que amaneció cargado de besos, de abrazos, de sonrisas, una alegría que se consumió, como el último cohete de un castillo de fuegos artificiales, cuando le llevé a Mercedes las tres rebanadas de pan con tomate que había guardado para ella y para los niños. Su felicidad, el júbilo instantáneo, incondicional, que resplandeció en sus ojos al morder el jamón, fue el último reflejo de la mía. Cuando nos despedimos de ella, aún no logramos escuchar nada. Aquel ruido, como un zumbido impreciso, aún lejano pero capaz de crecer muy deprisa, se enredó en el eco de nuestros pasos mientras volvíamos a casa.

—¿Qué es eso? —me preguntó Montse.

—No lo sé —contesté, pero sí lo sabía.

No puede ser, me dije, no puede ser, me estoy confundiendo… Y para desmentirme, tres aviones de caza, uno en punta, otros dos escoltándolo a derecha e izquierda, dibujaron un triángulo perfectamente regular por encima de nuestras cabezas. Al verlos, Montse se tapó la cara con el delantal. Yo los seguí con la vista hasta que desaparecieron en el horizonte.

—Esos eran… De guerra, ¿no? De los que tiran bombas.

Se le había puesto la cara blanca, e imaginé el color de la mía mientras las dos nos mirábamos sin hablar, sin movernos, pálidas y rígidas como dos estatuas, dos bloques de piedra dura, fría, que no querían comprender ni podían expresar lo que estaban pensando.

—Bueno —y mientras mentía, estaba convencida de que decía la verdad—, esos aviones son más rápidos que los otros. Los habrán mandado para reconocer el terreno, porque tres, solos, tampoco pueden hacer gran cosa—. Así logramos ponernos en marcha, volver a andar las dos al mismo ritmo, y hasta fingir que habíamos olvidado lo que acabábamos de ver.

—Oye, Montse, ¿en casa tenemos limones? —pero yo sólo podía pensar en aquellos aviones.

—¿Limones? —y ella tampoco podía pensar en otra cosa—. No creo. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque estoy pensando… Yo creo que, de momento, los lomos del cerdo vamos a dejarlos como están, sin adobarlos, ¿sabes? Por lo menos, uno. El otro, lo vamos a cortar en filetitos y los vamos a aliñar.

—Para comerlos enseguida, ¿no? —lo preguntó con tanta naturalidad como si no hubiera adivinado que yo temía que no nos diera tiempo a comérnoslos de otra manera—. ¿Esta noche?

—Sí —y con la misma naturalidad pregunté yo—. ¿No te parece?

—Claro —asintió con la cabeza y mucho brío—. ¿Para qué vamos a esperar? ¡Qué tontería! Estará más rico ahora, ¿no?, más fresco.

—Dentro de un rato, los ponemos en un cacharro hondo, con sal, aceite, zumo de limón y unos ajos cortados en rodajas… —y mientras enumeraba los ingredientes, moviendo mucho las manos, como si necesitaran explicación, me fui sintiendo mejor—, los dejamos macerar, dándoles una vuelta de vez en cuando, y a la plancha, simplemente, no sabes lo ricos que están.

—Seguro. Y no se parecen nada a los de anoche.

—No, porque podemos servirlos de entrada. Son capaces de comerse dos o tres, y luego cenar, ya sabes. Pero necesitamos limones.

—Puedo preguntarle a la Celina, que trae fruta de Viella de tapadillo —lo había dicho muy deprisa y no se tomó mucho más tiempo para aclararlo—. Para no ir donde Ramona, ¿no?, mejor…

—Sí —entonces fui yo quien asintió con brío—, mucho mejor.

—Pues vete tú a casa, si quieres, y yo…

—No, yo voy contigo —y seguí hablando como si me hubieran dado cuerda—. También podríamos asarlo, el lomo, digo, pero como pienso asar las patas, mañana quizás, pues… Y no quiero que el panadero piense que soy una aprovechada, porque esta tarde vamos a hacer magdalenas.

—¡Magdalenas! Qué bien, qué ricas.

La verdad era que no quería separarme de Montse, no quería quedarme sola, no quería saber, no quería pensar, no quería darme cuenta de nada, sólo cocinar, encerrarme en la cocina y ensuciar todos los cuchillos, todas las sartenes, todas las cacerolas, para lavarlas, y secarlas, y ensuciarlas otra vez. Eso era lo único que podía hacer, poner toda mi atención, mi habilidad, mi capacidad de trabajo, al servicio de mi amor, cocinar con amor, por amor, derramarme entera sobre los fogones, para combatir las siluetas de aquellos cazas. Cocinar, pensé, cocinar, decidí, cocinar es lo importante, tengo que cocinar muchos platos salados y dulces, contundentes y ligeros, de cuchara y de tenedor, vaciar la despensa y volver a llenarla para conjurar el peligro, para proteger a los hombres que tienen que volver a casa a comérselo todo, para salvar mi amor, por amor, cocinar todo el día.

—¿Y naranjas? —le pregunté a Celina cuando nos trajo los limones—. ¿Tienes? Pues dame… Tres kilos, por lo menos.

—¿Y para qué las quieres? —me preguntó Montse, poniendo mucho cuidado en no dejar de sonreír.

—Las ralladuras se las voy a poner a las magdalenas. Y después, voy a cortarlas en rodajas para echarles azúcar, aceite y canela, mucho de todo, ¿sabes? —y a pesar del aplomo en el que había decidido hacerse fuerte, abrió los ojos más de la cuenta al escucharme—. Ya sé que suena raro, pero están buenísimas, porque sueltan mucho zumo, y hacen un almíbar… En el convento las hice muchas veces.

Después las haría miles de veces más, para que aquel día siempre viviera conmigo, para tener siempre entre las manos el fruto de aquellas horas frenéticas que pasaban por los relojes con tanta lentitud como si cada segundo llevara colgando una bola de hierro, un lastre incompatible con la velocidad de mis movimientos, de mi pensamiento, la energía con la que arrastraba a Montse de un lado a otro para que ella me siguiera al mismo ritmo, con una sola respuesta entre los labios.

—Vamos a la carnicería, ¿quieres? Voy a ver si compro unos despojos de pollo y hago unas sopas de ajo como las del otro día.

—¡Ah! Muy bien.

—Tenemos verdura de sobra, y patatas, pero como voy a hacer tortillas…

—¡Ah! Muy bien.

—Si no se las comen esta noche, se las desayunan mañana. Y creo que también vamos a hacer una esqueixada, para aprovechar el bacalao…

—¡Ah! Muy bien.

—Y a lo mejor me animo y hago unos pimientos rellenos de segundo… ¿Te acuerdas de que le compramos a Ramona tres latas grandes?

—¡Ah! Muy bien.

A Montse todo le parecía muy bien, tanto que tampoco quiso separarse de mí en ningún momento, y no volvimos a ver los aviones, pero sí sus efectos, los efectos de las tropas a las que acompañaban, en las caras de los hombres con los que nos cruzamos, en el silencio compacto, sin risas, sin bromas, que llegaba hasta la cocina, ni una palabra acompañando al eco de los tenedores que batían huevos en los platos, al chisporroteo del aceite caliente, los chorros de agua y el chirrido de los estropajos sobre la loza. Yo tampoco hablaba, sólo cocinaba, pelaba cebollas, patatas, zanahorias, espumaba el caldo, amasaba, rehogaba, rellenaba, freía, guisaba sin hablar, sin saber cómo interpretar aquel silencio, bueno o malo, que hacía temblar las manos de Montse mientras rallaba las naranjas hasta la pulpa sin darse cuenta, y hacía temblar las mías para que se me resbalaran los cuchillos una y otra vez, por más empeño que pusiera en secarme los dedos en el delantal. Ella hablaba sola, en un murmullo, yo ni siquiera eso, pero cociné más, mejor que nunca. Aquel día, Montse aborreció la cocina para siempre, pero yo descubrí que cualquier desgracia me dolería menos si me pillaba cocinando.

Así estaba cuando me sobresaltaron aquellos gritos, ¡paso!, ¡paso!, y mientras Montse salía a toda prisa, terminé de rellenar el pimiento que tenía entre las manos, y hasta me las lavé antes de ver al Sacristán tumbado en la mesa donde comíamos, con una pulpa informe de carne y sangre donde antes estaban sus pies, más sangre manando de su cabeza, y al Pasiego ensangrentado, con las mandíbulas desencajadas, la boca abierta, la camisa empapada de una sangre que parecía suya, pero manaba del hombre acostado sobre el tablero. Antes de que me diera tiempo a comprenderlo, el médico de Vilamós, que se había instalado en la casa de su colega de Bosost, uno de aquellos vecinos que se habían largado sin llevarse consigo nada más que su pánico, entró corriendo para escuchar un relato inconexo, entrecortado por el esfuerzo del hombre que había subido la cuesta con su compañero a hombros mientras el camión iba a recoger a otros heridos, una granada, de pronto, mala suerte, se ha golpeado en la cabeza con una roca al caer…

—Necesito que alguien vaya a buscar a mi mujer.

—Voy yo —se ofreció Montse.

—Muy bien. Cuéntale lo que ha pasado, dile que me traiga el serrucho, y… —pero al descubrir que su interlocutora se había puesto pálida, decidió resumir—. Bueno, ella sabe, fue mi enfermera durante la guerra. Que traiga también anestesia, morfina o mejor, las dos cosas, lo que encuentre…

Yo no quiero comer, no tengo hambre, me advirtió el Pasiego cuando se sentó conmigo en la cocina, después de lavarse y ponerse una camisa limpia, la suerte del Sacristán temblándole en los ojos todavía. Claro que vas a comer, le repliqué, rehuyendo su mirada, son las tres de la tarde. Entonces apareció el Lobo, ¿qué ha pasado?, y ni él ni Zafarraya querían comer, pero también comieron, porque yo ya había cortado un solomillo en trozos, ya había pelado unas cuantas patatas, las había cortado, estaba a punto de ponerlas a hervir. Mientras el Pasiego repetía su relato con más calma y más detalles, tripliqué la cantidad, nos han cogido por sorpresa, hice la carne a la plancha, con poco aceite, procurando que quedara jugosa por dentro y dorada por fuera, ha sido un infierno, eran muchos más que nosotros, disparaban desde arriba, con ametralladoras, picaba una cebolla, la rehogaba en el aceite de la carne con un poco de harina, exprimía dos naranjas pensando que era una suerte haberlas comprado, añadía su zumo a la salsa, no entiendo cómo han podido llegar hasta allí, es un fallo demasiado gordo, Lobo, ha debido empezar la desbandada, le daba unas vueltas, añadía un buen chorro de coñac, la flambeaba, hemos salido bastante bien parados, no creas, hemos retrocedido sin demasiadas bajas hasta un cerro, les hemos aguantado bien, y dejaba que la salsa espesara a fuego lento mientras trituraba las patatas, mientras las trabajaba con un chorro de aceite y otro de leche, moviéndolas sin parar con una cuchara de madera, cuando me he venido, había cesado el fuego y mis hombres estaban seguros, a cubierto, la situación estable, pero ahora tenemos un frente, te das cuenta, ¿no?, hasta que el puré estuvo a punto, y lo repartí en tres platos, con dos trozos de solomillo cada uno, la salsa por encima, así que tienes que decidir qué hacemos, si mantenemos la posición o nos retiramos, lo que tú decidas, porque lo del Sacristán, corté pan, abrí una botella de vino, y le puse a cada uno su plato delante, lo del Sacristán no tiene remedio…

—A comer.

—No, de verdad, yo no puedo…

—Sí puedes —porque en el borde de mis párpados brillaban las mismas lágrimas que estaba viendo en los suyos—. Tienes que comer, Pasiego.

Mientras nos mirábamos, la mujer del médico entró corriendo en la cocina, la bata ya más roja que blanca.

—¿Alcohol tenemos?

—¿Vale esto? —me volví, cogí la botella de coñac que había usado para flambear la salsa, asintió con la cabeza, se la di, y cuando salió, tan deprisa como había entrado, volví a mirarles—. Comed, por favor. La carne es del cerdo que compré, está muy buena…

—¿Y tú? —preguntó el Lobo.

—Yo tengo que hacer la cena.

Media hora después, la enfermera volvió a entrar, cansada, sudorosa, pero mucho más tranquila.

—Su amigo está muy grave y no va a volver a andar sin ayuda, pero tampoco se va a morir. Ha perdido mucha sangre, aunque los torniquetes estaban muy bien hechos. Mi marido quiere hablar…

Pero Zafarraya ya se había desabrochado el botón de la manga izquierda, se la había subido y estaba andando hacia la puerta.

—Soy donante universal.

—¿Seguro? —le preguntó el médico.

—Y tan seguro —se echó a reír y señaló al Lobo—. Toda la sangre que tiene este en el cuerpo es mía.

—Es verdad —el Lobo sonrió—. Es agarrado para todo, menos para eso.

—Ya ves tú, el catalán fue a hablar…

El médico no tenía tiempo para bromas. Yo tampoco, porque les escuché sin mirarles, pendiente del Sacristán, dormido sobre la mesa, dos vendajes blancos, inmaculados, alrededor de sus piernas, el primero un poco más abajo de la rodilla derecha, el segundo a la altura del tobillo de su pierna izquierda, otro cubriéndole casi por completo la cabeza. Aquellas vendas destacaban por su limpieza en un lugar estampado de manchas rosas de todos los tonos, del más pálido al más intenso, sangre en la manta sobre la que estaba el herido, sangre en la bata del médico, en la de la enfermera, sangre en la mesa, en las sillas, en el suelo de aquella habitación que tenía todas las ventanas abiertas de par en par, en el intento de ahuyentar la pestilencia a carne quemada que había dejado en el aire la cauterización de las heridas.

—Vamos a transfundir directamente —Zafarraya se sentó en una silla, con el brazo estirado, muy tranquilo, pero cuando el médico estaba a punto de pincharle, se le quedó mirando—. ¿Y tú cómo estás? ¿Has comido?

—¡Claro que he comido! —sonrió mientras me miraba, para que yo le sonriera a la vez—. En esta casa, como para no comer.

—Muy bien. Voy entonces… —pero antes miró al Lobo—. No nos vendría mal otro donante.

—Ahora mismo —y el Lobo se puso en marcha enseguida, con tanta prisa como si se reprochara a sí mismo no haberlo pensado antes.

Aparte de traer al Novillero, que entró muy tranquilo y con los dos brazos ya arremangados, el Lobo cedió al herido su dormitorio, un cuarto pequeño pero con una ventana, que era un trastero antes de que Galán y yo le echáramos del dormitorio del piso de arriba. Mientras sus compañeros lo trasladaban, la mujer del médico volvió a su casa, Montse, que se había quedado cuidando de su hija, a la nuestra, y a media tarde, ya nos había dado tiempo a limpiarlo todo, aunque en el cacharro donde maceraban los filetes que había aliñado por la mañana, quedaban menos de la mitad. Había hecho montaditos para todo el mundo, Montse, el médico, Zafarraya, el Novillero, el Lobo, el centinela y al final, cuando el Sacristán ya estaba fuera de peligro, el zaguán limpio, vacío de hombres, y él sentado en una silla, esperando a que su compañero se despertara, también para el Pasiego.

—No te lo vas a creer, pero ahora, de repente, tengo mucha hambre.

Le preparé una bandeja y al llevársela, me lo encontré volcado sobre el herido, acariciándole la frente con una gasa. Al verme, se enderezó corriendo, tiró la gasa al suelo, como si no supiera qué estaba haciendo con ella entre las manos, dejó la bandeja en la silla donde estaba sentado, y me dio otro de los abrazos memorables de un día que yo habría preferido no tener que recordar. Pero cocinar era importante y seguí cocinando, no dejé de hacerlo, de ensuciar todos los cacharros para lavarlos y ensuciarlos otra vez, al principio con Montse y después, cuando vi entrar al Cabrero con una caja de cartón llena de magdalenas recién cocidas, sola. Ella había salido corriendo cuesta abajo para reunirse con el Zurdo, que había llegado andando con sus propios pies, sus piernas intactas, igual que sus brazos, sus dedos, su cabeza, y así, silenciosos y preocupados, pero enteros, fueron llegando los demás, todos menos Flores, que mandó a un soldado a avisar de que iba a quedarse a dormir en el puesto de mando de López Tovar, todos menos Comprendes, menos Galán, que no llegaban, que no habían llegado aún cuando Montse apareció por la puerta con el Zurdo, cerca ya de las nueve de la noche, mientras yo terminaba de limpiar lentejas sólo por entretenerme, por tener algo que hacer.

—Voy a llevarle unas magdalenas a los niños. Pon tú la mesa, ¿quieres?

Podría haber tardado menos de cinco minutos, pero hice el camino de ida muy despacio, me entretuve un rato hablando con ellos, los invité a desayunar al día siguiente, y aún tardé más tiempo en volver, pero a las nueve y veinte no habían llegado todavía.

—Si les hubiera pasado algo, a estas horas lo sabríamos ya —el Lobo parecía muy seguro de lo que decía, pero no le creí, no conseguí creerle.

Todos estaban sentados a la mesa y tenían hambre, pero en aquel momento eso me daba lo mismo. Y sin embargo, logré volver a la cocina, freír los filetes que quedaban, darle a Montse las tortillas que habíamos hecho, una fuente de croquetas, la esqueixada, y terminar la sopa, cuajar los huevos, probarla, servirla con cuidado mientras calentaba los pimientos a fuego lento, y en cada fracción de segundo pensaba lo mismo, ya, ahora mismo vendrán, voy a contar hasta tres, uno, dos, tres, pero ya, antes de que llene este plato, antes de que llene este otro, antes de que hierva la salsa, voy a contar hasta diez, uno, dos, tres, cuatro, cinco, y habrán vuelto, seis, siete, ocho, nueve, ahora, ya, están a punto de entrar por la puerta, diez, voy a contar otra vez, uno, dos, tres… Todo eso hice, tantas veces conté, tantos platos serví, y no llegaron.

A las diez y cuarto, dejé las naranjas en el centro de la mesa, cogí una manta, un paquete de tabaco, salí a la calle y nadie me preguntó adónde iba. Ha sido un fallo muy gordo, Lobo, ha debido empezar la desbandada, las palabras del Pasiego se fundían en mi memoria con el estrépito de los aviones mientras recorría las calles de Bosost, llenas de hombres que aún bebían, que aún hablaban y se reían, y por no oírles apreté el paso, seguí andando hasta que salí del pueblo, y unos metros más allá del último letrero, encendí un pitillo, y luego otro, y otro más, mientras contaba mis pasos. Cuando escuché el ruido de unas botas que se acercaban a un ritmo lento, desganado, había cruzado la carretera ochenta y tres veces.

—¡Galán! —grité con todas mis fuerzas.

—¡Viene por detrás! —me respondió una voz que no era la suya.

—¡Galán! —y seguí gritando mientras corría—, ¡Galán! —mientras me tropezaba con sus hombres—, ¡Galán! —mientras el aire me picaba en la nariz—, ¡Galán! —hasta que me contestó.

—¿Inés? —el tono de su voz, apagado como una vela a punto de consumirse, debería haberme advertido de que había pasado algo malo, pero seguí corriendo, gritando, sin querer saberlo, sin pensar en nada.

—¡Galán! —cuando le encontré, me abracé a él y cerré los ojos—. Galán, por fin… —pero él apenas se paró para besarme, me rodeó con sus brazos sin llegar a detenerse, y siguió andando con su brazo izquierdo alrededor de mi cintura, mirando hacia delante—. ¿Qué ha pasado?

Él no me lo quiso contar, pero la luna bastó para explicármelo. Comprendes llevaba un brazo vendado, en cabestrillo, y tras él, en unas parihuelas improvisadas, el Bocas parecía dormido. Estaba muerto. Había caído a media tarde, en una emboscada que les sorprendió en el camino de vuelta a Bosost. No fue la única víctima de la invasión de Arán, no fue la única baja de aquel día, ni siquiera de aquella brigada. Galán perdió otros hombres el 25 de octubre de 1944, pero la guerra, que es feroz, que es cruel, caprichosa, despiadada, es también tan injusta que ninguno nos dolió tanto como él.

Cuando llegamos al cuartel general, yo seguía llorando por el Bocas, él no. No le vi llorar aquella noche, mientras le contaba al Lobo lo que había pasado, mientras iba conmigo hasta la casa del médico, mientras se sometía a la operación de donar casi medio litro de sangre, porque aquella noche hacía falta tanta que Carlos Pardo no sabía ya de dónde sacarla. No le vi llorar cuando me abrazó antes de dormirse, ni después, al borde del amanecer, mientras descubrí que estaba tan despierto como yo. Entonces, yo tampoco lloraba, y sin embargo, lo que sentí formó parte de un duelo raro y extenso, sincero, aunque tan ambiguo que la memoria del Bocas se mezcló en él con mi propio futuro, la vida que me esperaba después de aquel día. Porque mientras volvía a verme en casa de mi hermano, bajo la limitada protección del cariño de Adela, a merced de los caprichos de Garrido, o en un convento distinto, tan frío como el que conocía, tal vez en una cárcel como aquella en las que había visto a mis compañeras mientras se les morían los bebés en los brazos, lo único que deseé con todas mis fuerzas fue un hijo de Galán. Desde que llegué a Bosost, ni siquiera había pensado en esa posibilidad, una complicación descomunal pero un camino, una razón, una semilla de futuro y la huella del amor más extraño, más poderoso y benéfico de mi vida, una pasión tan breve, tan concentrada e intensa que jamás se marchitaría. Eso pensé mientras deseaba un hijo de Galán, un niño que se le pareciera, que me lo recordara, que permaneciera en mí, a mi lado, cuando él se marchara.

La hora de la amargura comenzó con el entierro del Bocas, Miguel Silva Macías, que había nacido en Fabero, país del Bierzo, provincia de León, en 1923, para ir a morir en un paraje sin nombre conocido del valle de Arán, veintiún años después. Fue un mal comienzo para un día peor. Cuando volvimos a casa, Matías y Andrés me estaban esperando en el banco de la puerta, y no supieron explicarme por qué no habían entrado, pero lo comprendí enseguida, al ver la expresión confusa, a ratos sombría, a ratos temible, de los oficiales que habían vuelto del cementerio antes que nosotros, de los que entraron después para sumar nuevas versiones de un único gesto donde se mezclaban la rabia y la desolación, la furia y la tristeza. Era, una vez más, la cara de la derrota, la misma impotencia, la misma incredulidad, la misma resistencia a aceptar la verdad que todos habíamos visto ya demasiadas veces.

—Sentaos aquí —acomodé a los niños en dos sillas libres, entre Galán y Comprendes, y me obligué a sonreír—. ¿Qué queréis tomar? ¿Leche?

—Sí —Andrés contestó enseguida—. Y magdalenas, como las de ayer. Y pan con salchichón… —cogió una rebanada de la fuente y me miró con una ansiedad que hizo sonreír a aquellos hombres tristes—. Puedo, ¿no?

Mientras tanto, Matías me miraba sin pestañear, en sus ojos oscuros la misma gravedad, la misma precoz sabiduría que me había sobrecogido la noche que le conocí, un adulto de catorce años que había comprendido la verdad, que se acababa lo que se daba, los desayunos, las cenas, la esperanza. No fui capaz de afrontar aquella mirada, no quise sostenerla, responder sin palabras a las preguntas que leía en ella, y me fui corriendo a la cocina, pero allí tampoco encontré una salida.

—¿Qué está pasando, Inés? —Montse me agarró de los brazos para que tampoco pudiera escapar de su angustia—. ¿Qué va a pasar?

Negué con la cabeza y me solté con suavidad, cogí un cazo, lo llené de leche, la puse a calentar, y al volverme, la vi tan perdida, tan sola, tan igual a mí, que alargué las manos para abrazarla, hasta que volvimos a estar unidas como dos niñas asustadas en una sola mujer.

—No lo sé, Montse. Lo único que puedo decirte es que hoy se van a quedar aquí. No van a salir de Bosost, he oído a Galán comentarlo con Comprendes en el cementerio, pero a mí no me ha contado nada y no me he atrevido a preguntarle, esa es la verdad —y era la única—. Las cosas no están saliendo muy bien, ya lo sabes. Y por lo visto, están esperando a alguien para decidir… qué van a hacer.

—¿Se van a ir?

—No lo sé, Montse —sus ojos se llenaron de lágrimas y me miré en su tristeza como en un espejo—. Estoy igual que tú. Te juro que no lo sé.

—Se van a ir —afirmó, y lo repitió como si necesitara ir haciéndose a la idea—. Se van a ir… ¡La leche! —añadió entonces—. ¡Que se derrama!

No la entendí, no logré comprender lo que gritaba, ni por qué me quitaba de en medio como si la estorbara para lanzarse sobre el fogón. No entendí nada hasta que la vi apartar del fuego un cazo coronado por una orla de espuma blanca que se hundió de repente, sin llegar a rebosar el borde. Era yo quien la había puesto a calentar, quien habría tenido que estar pendiente de ella, yo, que todavía era la cocinera de Bosost, que debería serlo mientras los míos siguieran viviendo en aquella casa. Por eso, serví la leche en dos tazones, se la llevé a los niños, volví a por más cuando llegó Mercedes, y me fui a preguntarle al Sacristán si le apetecía desayunar.

—¿Cómo estás? —incorporado en la cama, con una camisa blanca y la cabeza vendada, me pareció más guapo que nunca.

—Jodido —pero sonrió, como si quedarse inválido a los treinta años tampoco fuera para tanto.

—¿Y aparte de eso?

—Pues, aparte de eso, más jodido, pero… Ahora no tengo fiebre.

—¿Quieres un poco de leche? —negó con la cabeza—. ¿Y una tortilla? —volvió a negar—. He hecho migas, pero no creo que te convengan.

—No, no tengo hambre. Luego, cuando venga el médico, le pregunto… —y cuando ya estaba a punto de levantarme, me cogió por la muñeca—. Oye, Inés, menos mal que no dejaste al Gaitero para casarte conmigo, ¿eh? Menudo negocio habrías hecho.

Me incliné sobre él y le besé en la mejilla. Cuando levante la cabeza para mirarle, él la agarró con su mano izquierda, pegó su boca a la mía, y me devolvió el beso.

Aquel día de muchas lágrimas, fue también un día de muchos besos, como si los abrazos ya no fueran suficientes, como si todos necesitáramos más, dar más, recibir más, besarnos para protegernos, para reconocernos, para sentirnos seguros. Toma, el Afilador, que era muy bromista, le dio a Andrés dos magdalenas cuando ya se estaban despidiendo, llévatelas para el camino, y el niño le preguntó, ¿y si se enfada el coronel?, no pasa nada, ¡ah, no!, ¿y por qué?, pues porque yo soy general, ¿es que no me ves? Los dos se echaron a reír, pero el adulto puso una condición, me tienes que dar dos besos, eso sí… Yo también besé a Andrés, besé a Mercedes, a Matías y al Afilador, que me enlazó por la cintura mientras los niños salían por la puerta, para besarme a su vez. Montse también me besó, me voy a dar una vuelta con este, y nos besamos, nuestros besos más fuertes, más sonoros, de los que hacían ruido, y besé también al Zurdo en la mejilla, sin pensarlo, y él sonrió, me besó mientras Galán nos miraba desde la mesa, con una expresión melancólica, triste pero apacible a la vez. Fui hacia él, me senté a su lado y le besé muchas veces, tengo que ir a poner las lentejas, le dije al final, salpicando de besos todas mis palabras, vuelvo enseguida, y él me besó en la boca, un beso largo antes de dejarme ir, bueno, pero no tardes… Cuando salí de la cocina, en la mesa sólo quedaban tres hombres, y uno se levantó enseguida, para llevarme hacia las escaleras. Desde allí, vi al Lobo, con los hombros encorvados, los ojos clavados en el tablero, y a Zafarraya a su lado, pendiente de él, como si intuyera lo solo que llegaría a sentirse su amigo aquel día.

El coche llegó hacia la una de la tarde, cuando ya nos había dado tiempo a todo, besarnos, desnudarnos, quedarnos dormidos, despertarnos, vestirnos, besarnos mucho más e incluso, bajar las escaleras de vez en cuando para echarle un vistazo a las lentejas, aunque eso lo hice yo sola, para volver corriendo a su lado. Estaba a punto de hacerlo otra vez cuando escuché el ruido del motor y los pasos de la gente que atravesaba el umbral, tres hombres vestidos de paisano y una mujer a la que no reconocí, porque ni siquiera la miré. No pude mirar nada, ver nada, entender nada, después de identificar al que encabezaba la comitiva, un chico apenas mayor que yo, no muy alto, no muy flaco, con gafas redondas y el pelo ondulado, cuyo nombre me había acompañado durante tres años, su firma al pie de mi carné de la JSU. Y contemplé mi asombro en los ojos de los oficiales que fueron entrando en la casa muy despacio, perdiéndose en sus pasos, tan desorientados como una expedición de viajeros sin mapas y sin brújulas en un país extranjero. Hasta que el Lobo volvió la cabeza, me buscó con los ojos, me encontró, y movió la cabeza hacia arriba para hacerme una seña.

—Ya han venido —subí la escalera corriendo, pero me aseguré de cerrar bien la puerta antes de acercarme a la cama—. Santiago Carrillo está abajo.

Él cerró los ojos, apretó los párpados, los aflojó antes de volver a abrirlos. Luego me miró.

—¿Carrillo? —me preguntó, como si antes no me hubiera oído bien.

Asentí con la cabeza y le vi incorporarse muy despacio. Luego se estiró la camisa, se la metió dentro del pantalón, se acercó a mí, y me besó en los labios antes de bajar las escaleras tan deprisa como yo las había subido. Fui tras él y presencié a distancia su escueta ceremonia de bienvenida, antes de esconderme en la cocina, porque si habían venido a llevárselo, a arrancarlo de mi vida, no quería saludarlos, no quería saber quiénes eran, cómo se llamaban, cuáles eran las razones que les habían traído hasta nosotros tan tarde, tan a destiempo, cuando mi amor ya no tenía remedio. Y sin embargo, tuve que darles de comer, porque cuando escuché el ruido de un coche que se alejaba, salí al zaguán para encontrarme a dos desconocidos, y a la mujer que los acompañaba, sentados en un extremo de la mesa, ellos tranquilos, hablando entre sí, ella doblada sobre sí misma, con los brazos cruzados bajo el pecho, la cabeza baja, el rostro oculto bajo el ala de un sombrero que no se había molestado en quitarse. El Lobo se había ido con Carrillo a ver a López Tovar, la reunión sería en su puesto de mando, no en el nuestro, pero los demás se habían quedado conmigo, Zafarraya también, porque distinguí su cabeza rapada entre el remolino de hombres que entraban y salían del cuarto más pequeño de la casa, con la excusa de hacerle una visita al Sacristán y el verdadero propósito de hablar entre ellos. No se escondían, y los visitantes se estaban dando cuenta de todo mientras la atmósfera se impregnaba de un espesor rojizo, caliente, pura violencia, como un improvisado remolino de polvo preludiando una tormenta, tensando por sus dos extremos el hilo frágil, transparente, al que había quedado reducida una normalidad que parecía incapaz de conservar su forma. Nadie sostenía un arma entre las manos, pero el aire me picaba en la nariz, tanto o más que en la plaza de Vilamós.

Seguramente los han dejado aquí por eso, calculé, para prevenir un motín o, al menos, para poder contarlo después. En aquel instante, Montse, que no había querido acompañar al Zurdo antes, entró por la puerta y cruzó el zaguán taconeando con una furia desconocida para mí, tal vez incluso para ella. La cogí del brazo para llevarla a la cocina, y cuando estuvimos solas, abrí una botella de vino, llené dos vasos, le ofrecí uno.

—Vamos a brindar —era lo último que esperaba, pero levantó su vaso en el aire sin dudarlo—. Por nosotras, Montse. Porque, pase lo que pase a partir de ahora, siempre me alegraré de haberte conocido, y… —en ese instante, se me quebró la voz, y me limité a chocar mi vaso con el suyo—. Por nosotras.

Me bebí el vaso de un trago y me sentí mejor. Ella vació el suyo a la misma velocidad, lo dejó en la mesa, me miró.

—Llevo toda la mañana pensando en lo que me dijiste cuando salimos de la tienda de Ramona, ¿te acuerdas? —asentí con la cabeza—. Bueno, pues… No me arrepiento de lo que he hecho, ¿sabes? No me arrepiento de haberme juntado con el Zurdo, de habérmelo llevado a mi casa a dormir, de que se haya enterado todo el mundo… No me arrepiento.

—No —sonreí—. Yo tampoco.

—Voy a poner la mesa.

—Sí. Ve a ponerla.

Se iban. Nadie nos lo había dicho, nadie estaba seguro de lo que iba a pasar, nadie debía de haber asumido aún la responsabilidad de la retirada, pero Montse lo sabía y yo también. Las dos sabíamos que se iban y nada más, las dos ignorábamos por igual qué iba a pasar con nosotras, pero yo no quería pensarlo, y ella tampoco, como si las horas que teníamos por delante valieran por toda la eternidad. En ese pensamiento me refugié, queda mucho tiempo, y lo conté para mí misma como un avaro recuenta su tesoro, toda la tarde, una noche entera como mínimo, todavía puede pasar cualquier cosa… Así pude concentrarme en la comida, planificar las sobras de la noche anterior para sacarlas antes o después de las lentejas, y estofarlas, probarlas, asombrarme de lo buenas que me habían salido sin haberles prestado apenas atención, mientras la cocina empezaba a llenarse de hombres que, por una vez, no estaban interesados en meter los dedos en ninguna fuente, ahora, ¿no?, ahora sí, ¿y por qué no ha venido nadie antes?, para que nos dejáramos matar nosotros solos, ¿comprendes?, no fuera a ser que esto saliera bien y ellos acabaran siendo los padres de la patria… Hablaban y bebían, hablaban y fumaban, y volvían a hablar, y a beber, y a fumar, y yo les oía aunque no quisiera escucharles, les oía aunque no quisiera entenderles, no quería saber nada pero seguía oyéndoles, y sentía que mi cabeza se rompía, que estaba a punto de estallar por la presión de tanto humo, tantos vasos que chocaban, tantos puntos suspensivos, tanto amor. Cuando decidí que ya no podía más, los mandé a todos a la mesa y me obedecieron como una familia de niños bien educados. Entonces, me estiré el delantal, llené la sopera de lentejas, y al salir de la cocina los encontré a todos muy juntos, apiñados en el extremo de la mesa opuesto al que ocupaban los enviados del Partido. En medio, habían dejado un espacio vacío equivalente a dos sillas por cada lado, que aproveché para posar la sopera y volverme a mirarlos.

—He hecho lentejas estofadas —proclamé, con el acento de madre universal que brotaba de mi garganta en el instante en que los veía a todos sentados, esperándome—, pero anoche sobró mucha comida. Hay pimientos rellenos, esqueixada, una tortilla entera, otra por la mitad y unas cuantas croquetas, así que, de momento… ¿Quién va a querer lentejas?

Todos levantaron la mano, y empecé a servirles mientras Montse iba sacando de la cocina las fuentes que había dejado preparadas, hasta que se quedó a mi lado, con un plato entre las manos.

—Para el Sacristán —cuando terminé, me lo puso delante—. He ido a preguntarle y también quiere lentejas —el Pasiego se levantó, pero ella movió la mano hacia abajo—. Yo se lo llevo, Román, sigue comiendo.

Al escucharla, sonreí por dentro, en la misma dirección en la que debió sonreír el Pasiego al escuchar su nombre de pila, el auténtico, el de antes de la guerra, el que usaba con el don por delante cuando daba clases de latín, el que sólo conocían los íntimos. El suyo y el del Sacristán eran los dos únicos nombres verdaderos que conocíamos, porque cuando Pepe estaba al borde de la muerte, había nombrado varias veces a su compañero, vete, Román, iros todos, dejadme aquí, yo ya estoy listo, para que él se negara a hacerle caso, que no, Pepe, que no, que yo me quedo contigo porque tú no te vas a morir… Montse no había usado aquel nombre por capricho, ni por un descuido. Lo había elegido para subrayar el abismo que dividía la mesa en dos sectores, para proclamar en qué lado estaba ella, en qué lado iba a quedarse para siempre, pasara lo que pasara aquel día, al día siguiente. Estábamos todos tan mal, ellos tan furiosos, nosotras tan asustadas, que cualquier gesto, cualquier mimo, la mano de Montse rozando la mejilla del Pasiego al pasar junto a él, la cabeza del Pasiego descansando un instante sobre aquella mano, adquiría de pronto un valor inexplicable. Por eso, y porque justo entonces cambió el turno de guardia y el centinela que abandonaba su puesto entró a despedirse, hice algo que nunca había hecho antes, algo que nunca habría sentido la necesidad de hacer si no hubiera escuchado sin querer la conversación de la cocina.

—¿Quieres quedarte a comer, Hormiguita?

Era un soldado raso, y no se atrevió a aceptar mi oferta hasta que el Zurdo le dio permiso con un movimiento de la cabeza. Mientras le servía antes que a mis invitados, les vigilé con el rabillo del ojo, y sólo cuando me aseguré de que lo habían visto todo bien, cambié la sopera de dirección.

—¿Y vosotros? ¿Queréis comer?

De toda la gente que había en aquella casa, Inés, me contaría Manolo Azcárate después, nadie me dio tanto miedo como tú, y los dos nos reíamos mucho mientras él seguía contando, y mira que yo tenía motivos para tener miedo, y de todos, además pues, bueno, a pesar de que la mitad de los oficiales estaban comiendo con la pistola en la cartuchera, de que no tenía ni idea de lo que me podía pasar cuando volviera con Santiago a Francia, de que tampoco sabía cómo iba a reaccionar Carmen, cuando te volviste a mirarme y me preguntaste si quería comer, es que me cagué de miedo, te lo juro… Eran camaradas, mis camaradas, y no debería haberles tratado tan mal, pero estaba más asustada que ellos. Por eso, cuando les miré, la mirada de la Medusa, decía Manolo, ninguno se movió enseguida. Después, los hombres fueron levantando sus platos hacia mí, tímidamente, mientras la mujer permanecía inmóvil.

—¿Y tú? —le pregunté al ala de un sombrero—. ¿No quieres comer?

Negó con la cabeza, pero un segundo más tarde cambió de opinión y levantó en un solo movimiento los ojos y el plato hacia mí. En ese instante, el cazo se me escurrió de entre los dedos y chocó con el fondo de la sopera, que estaba vacía. Acababa de ponerle cara, historia, a Carmen de Pedro, y no me lo podía creer. Por eso, saqué el cazo vacío de la sopera sin dejar de mirarla, y a punto estuve de servirle aire sin darme ni cuenta.

—Se han acabado —pero me corregí a tiempo—. Ahora traigo más.

Antes de entrar en la cocina, reconocí el ruido de los pasos de Galán, tras los míos. Cuando me preguntó qué pasaba, le respondí con otra pregunta, porque me resultaba imposible admitir que aquella vieja conocida de Madrid, la chica que abría la puerta y nos ofrecía un vaso de agua cuando iba con mis compañeras del Socorro Rojo a la sede del Comité Central, fuera la mujer de Monzón, la delegada del Buró Político, la que daba las órdenes desde Toulouse. Era tan increíble que dudé de mis ojos, de mi memoria, y la saludé con la remota esperanza de que me desmintiera.

—Perdona, no te había reconocido, antes. Con ese sombrero…

—Yo a ti sí —y asintió con la cabeza, como si pretendiera disipar todas mis dudas—. Tú eres Inés no sé qué, la del Socorro Rojo de Montesquinza, ¿no? —yo también asentí—. No has cambiado nada.

—Claro que he cambiado. Todos hemos cambiado.

Mis palabras quedaron flotando sobre la mesa, y después nadie dijo nada más. Me llevé los platos sucios, saqué otros limpios, el postre, y no escuché otra cosa que el ruido de los tenedores, de los vasos posándose en el mantel, los mecheros que se encendían por todas partes. Cuando la mesa estuvo despejada, Montse sacó sin consultarme una botella de coñac, otra de anís y una garrafa del orujo que hacía su abuelo. Vamos a emborracharnos, pensé, pues mira qué bien, y cuando volví a salir, después de recoger la cocina, comprobé que las botellas estaban casi vacías y Perdigón cantando fandangos. Le había escuchado otras veces y siempre me había asombrado la potencia de aquella voz en un cuerpo tan pequeño. Le había escuchado otras veces desde que el sabor de unas sopas de ajo hizo brotar una copla de su garganta, pero las protestas de aquella noche —¡joder!, qué pesado eres, macho, yo soy gallego, ¿me oyes?, no tengo por qué aguantar esto, ¡pues anda que yo, que soy de Bilbao!— no tenían nada que ver con el silencio en el que sus camaradas le escuchaban ahora, como si necesitaran que siguiera cantando, que no dejara de cantar para que la tristeza que nos aplastaba se disolviera en la conmovedora amargura de su voz.

—Ahora por soleares, Perdigón —pidió el Cabrero.

Y cantó por soleares y nadie habló, nadie se quejó, nadie hizo otra cosa que escucharle, y fumar, negar con la cabeza y vaciar una copa detrás de otra. Yo también me serví un vaso de orujo, me bebí la mitad de un trago y miré a mi alrededor con el paladar arrasado, una sensación que hizo vibrar la maravillosa voz del Perdigón en mi garganta. Galán estaba sentado en una butaca, y me llamó con la mano. Me acomodé encima de él, vacié el vaso, apoyé la cabeza en su hombro y le advertí en un murmullo que me estaba quedando dormida. Duérmete, me contestó, y me rodeó con sus brazos. Estaba agotada, pero el origen de mi cansancio no era físico. No estaba cansada por lo que había hecho, sino por haber sentido tanto, tantas cosas a la vez, en tan poco tiempo. Escuché la voz de Galán, pidiéndole a Montse una manta para taparme, y después dormí profundamente durante una hora que me pareció una noche entera. Al despertar, descubrí que Perdigón ya no cantaba y que era Galán quien se había dormido. Me quedé un rato mirándole, y luego me levanté con cuidado, le tapé con la manta, fui a hacer café. Cuando el Lobo volvió en el mismo coche que se lo había llevado, ya había empezado a atardecer y estábamos todos muy despiertos.

La ceremonia de las despedidas fue escueta, silenciosa, porque Carrillo no llegó a bajarse del coche y sus acompañantes apenas musitaron unas palabras colectivas, desganadas, desde el umbral, donde el coronel esperó a que se perdieran de vista para avanzar hasta el centro de la habitación y disparar, sin concedernos siquiera el consuelo de un preámbulo.

—Nos vamos —sus ojos, pequeños y redondos, seguían siendo negros, pero habían perdido el brillo de los botones de charol que relucían en su cara la primera vez que le vi—. Mañana, al amanecer, repasamos la frontera. El orden de la operación, igual que cuando vinimos.

Nunca llegaría a saber lo que sentí en aquel momento. Apenas podría recordar que mis venas se vaciaron de golpe, que las piernas no me sostenían, que me quería morir, que había empezado a morirme. Tambaleándome, busqué una pared donde apoyarme y miré sin ver, vi sin mirar la absoluta quietud de aquel instante, las figuras inmóviles de una docena de hombres partidos por la mitad entre lo que sabían y lo que deseaban, entre lo que les convenía y lo que deseaban, entre lo que les esperaba y lo que deseaban, hasta que Galán, la lengua doblada, sus dientes mordiéndola dentro de la boca, dio un paso hacia delante, luego otro, y otro más, le va a pegar, y me asusté, se van a pegar… Montse vino corriendo, se apoyó en la pared, a mi lado, y se tapó la cabeza con el delantal para no verle, tan cerca del Lobo que parecía a punto de comérselo o de besarlo en la boca.

—¡No! —pero no hizo más que gritar—. No nos vamos. Me toca los cojones lo que hayáis decidido en esa reunión, ¿me oyes? ¡No nos vamos!

—Galán… Párate a pensar lo que estás diciendo, por favor.

El Lobo hablaba en un tono sedante, parecido al que él mismo había escogido en la plaza de Vilamós, la tranquilidad de quien sabe que lleva razón y ni siquiera niega que existan razones para la rabia, para la desesperación de quien se empeña en sostener lo contrario, pero sólo espera a que la tempestad amaine. La semejanza de sus voces me hundió más que las palabras que pronunciaban, pero Galán no quiso aceptarlo todavía.

—No nos vamos —insistió, más sereno en apariencia—. No podemos irnos. No podemos abandonar, no podemos regalarles España otra vez.

—¿Y qué te crees, que a mí me gusta? ¿Que estoy deseando volver a Francia? ¡No me jodas, anda!

—Pero es que… No… —Galán se apartó de él, empezó a andar en círculo, dibujó uno completo alrededor del Lobo antes de seguir—. No hemos planificado esto bien. No lo hemos hecho bien. Hay que encontrar una manera, tiene que haber… Esta zona no es propicia para nosotros.

—Ese no es el problema, Galán, y tú lo sabes. Si la gente nos hubiera apoyado, todo habría sido distinto, aquí, en Toulouse, en todas partes. Si la gente nos hubiera apoyado, sólo dependeríamos de nosotros mismos.

—Pero aquí no hay fábricas, no hay jornaleros, la población no está politizada. ¡Si hubiéramos desembarcado en Asturias! Mira que os lo dije…

—¡Escúchame de una vez, Galán! —el Lobo fue a por él, le cogió por los brazos, le obligó a mirarle—. España ya no es nuestro país, te guste o no, esa es la verdad. Los españoles que nosotros conocimos ya no existen. Están todos muertos, o en la cárcel, o tienen tanto miedo que no saben ni cómo se llaman.

—¡Eso no es verdad! —él se zafó con tanta fuerza que su contrincante estuvo a punto de perder el equilibrio—. En el monte hay un ejército, decenas de miles de hombres que sí saben quiénes son, que nos están esperando…

Y eso fue lo que me hundió del todo. Mientras Galán repetía su propia versión del discurso con el que yo había intentado consolarle una noche en la que él no quería saber nada, excepto que los presos a quienes acababa de liberar habían salido huyendo monte arriba como conejos, comprendí la medida de mi desgracia, la desgracia de mi amor y de mi amante, la desgracia de España, mi pobre país aterrorizado, humillado, cada día un poco más pequeño, más encogido, más cobarde, su pequeña gente harta de sufrir, y nuestra propia desgracia, aquel círculo vicioso de energía y desesperanza, de fe y desconsuelo, en el que nos íbamos intercambiando los papeles, las mentiras, a medida que nos fallaban las fuerzas o las recobrábamos, aferrados todos al mismo poste, el mástil tambaleante de un barco que hacía agua, eso éramos nosotros, hasta que alguien gritaba ¡tierra!, sin verla, y no la veía, pero los demás sí, los demás la veíamos donde no existía, y hasta se la enseñábamos con el dedo, ¡tierra!, y no había tierra, sólo aire, la aérea inexistencia de la nada, sobre ella pisábamos, pero no era tierra, y el aire cedía, y nos caíamos, nos hacíamos daño, aunque siempre había alguien para levantarse, para levantarnos, y cuando uno se rendía, otro volvía a empezar.

—Tienes razón, Lobo —por eso, el Pasiego abrió su propio frente mientras Galán se dejaba caer en la butaca donde me había acunado un rato antes, en la misma habitación, en un mundo distinto—. No podemos irnos así como así. No podemos tolerar que nos mangoneen de esta manera, y siempre porque sí, porque lo dicen ellos, que son los que mandan, y nosotros, a callar y a obedecer, eso no puede ser…

—Lo sé, Pasiego, lo sé. Y tenías que haberme oído…

—¡No! —y aquel profesor de latín que nunca decía una palabra más alta que otra, empezó a chillar como un energúmeno—. No sigas por ahí, porque a mí también me toca mucho los cojones esa reunión, ¿me oyes? ¡No quiero más palabras, estoy harto de palabras!

—¿Sí? ¡Pues vas a tener que oír algunas más! —el Lobo se fue a por él, pero Zafarraya llegó antes a sujetarle—. Yo no he planeado nada, no he decidido nada, no soy responsable de lo que ha pasado aquí, y lo dejé bien claro antes de venir. Os dije que no me fiaba un pelo, ¿o no os lo dije? —les fue mirando, uno por uno, y uno por uno agacharon la cabeza—. Pero vosotros queríais venir. Todos queríais venir y lo demás os importaba una mierda, el plan es cojonudo, el plan es cojonudo… Y qué queréis que haga ahora, ¿eh? ¿Qué queréis?

Montse estaba llorando. Lloraba bajito, ahogando los sollozos en su delantal y ellos no la escuchaban, absortos como estaban en su propia derrota. Yo sí, porque mi fracaso era el suyo, pero no tenía fuerzas para consolarla.

—Esto se ha acabado —el coronel lo confirmó en voz alta—. No podemos elegir. Mañana por la noche, los regulares estarán aquí. Pero en Europa, la guerra no se ha terminado todavía. Cuando Hitler capitule, los aliados…

—Los aliados no van a hacer una mierda por nosotros, Lobo —terció Galán desde su butaca—. Nadie ha hecho nunca nada por nosotros, ya lo sabes.

—Nunca es una palabra demasiado grande. Es posible que dentro de un año, quizás antes, volvamos aquí, con respaldo aliado y todas las garantías.

—No, Lobo, no —insistió Galán—. Eso es un cuento chino, y tú lo sabes.

—Volváis o no, yo me quedo —Comprendes, que había permanecido en silencio, comiendo rosquillas sin parar, cogió la última y le dio la vuelta a la sombrerera de Adela para sembrar el suelo de azúcar—. Yo soy un luchador y he venido a luchar. Mala suerte, ¿comprendes?, pues ya será mejor.

—Nosotros también nos quedamos —Tijeras se acercó a Comprendes y le dio una palmada en la espalda—. Ya lo tenemos hablado.

—Sí —completó el Afilador—. En Francia no se nos ha perdido nada.

—Yo me lo voy a pensar —pero hasta yo sabía que el Cabrero, como Zafarraya, estaba enamorado de una francesa—, aunque, igual…

Entonces repetí para mí la frase del Lobo, esto se ha acabado, y mientras la tensión se aflojaba, mientras volvían a sonar los mecheros, los chorros de licor sobre el fondo de los vasos los pasos, de las botas sobre las baldosas, comprendí lo que significaba en realidad. Se iban. Era verdad que se iban, que se marchaban igual que habían venido, que se llevaban lo que habían traído, que nos abandonaban a nuestro destino. Y en ese instante, dejé de sentir que me moría para empezar a desear mi propia muerte.

—Pero si os vais… —hablaba como si estuviera borracha y no lograba reconocer mi voz—. Si os vais… —andaba como si estuviera borracha y no sabía hacia dónde iban mis pies—. ¿Qué va a ser de Mercedes García Rodríguez, si os vais?

Todos se me quedaron mirando a la vez. No me entendían, y yo no entendía que no me entendieran, porque estaba perdida, estaba acabada, estaba furiosa y no entendía nada mientras me chocaba con los muebles, y miraba al Lobo, a Galán, sin saber lo que veía, porque sólo podía escuchar los sollozos de Montse, más violentos ahora que mis palabras habían vuelto a imponer un silencio tan sólido que me hería en los oídos.

—¿Qué va a ser de Matías, de Andrés, que están tan lejos de casa, que no tienen a nadie en el mundo, si os vais? —ninguno quiso responder a esa pregunta—. Son de un pueblo de Toledo que tiene un Cristo muy famoso… —pero Galán se tapó la cara con las manos mientras la voz se me rompía en la garganta, para caerse al suelo y hacerse pedazos en cada sílaba—. Ahora no me acuerdo del nombre.

Subí las escaleras corriendo, entré en el que todavía era mi cuarto, cerré la que todavía era mi puerta, abrí el que todavía era mi armario, y al coger mi pistola, las manos me temblaban, me temblaban las piernas y los párpados, pero ya daba igual, ya todo daba igual, y me senté en el borde de la cama, recordé que aún tenía cinco balas, me pregunté qué más tenía y no encontré nada en mis manos vacías, en mi cuerpo hueco, en mi memoria despedazada.

No tenía ningún motivo para seguir viviendo.

Cuando lo comprendí, me recordé a mí misma, aquella madrugada, y ya no pude creer que fuera cierto lo que había sentido, lo que había pensado, no logré creer que hubiera sido yo esa mujer que deseaba con todas sus fuerzas un hijo de Galán, un niño desgraciado, una niña desgraciada, una criatura condenada a vivir sin culpa y sin esperanza en el país que amaba tanto, que odiaba tanto, que era el único que tenía y donde me había quedado sin fuerzas, sin ganas de seguir estando viva.

—Inés… —Galán abrió la puerta, la cerró, vino andando hacia mí.

—No —le interrumpí, y abandoné la pistola en mi regazo para coger sus manos con las mías, las miré, las abrí, las cerré, conté sus dedos, los acaricié mientras hablaba—. No me digas nada, no quiero escuchar nada. Voy a hablar yo, quiero pedirte un favor, pero antes… Necesito saber cómo te llamas.

Le miré a la cara, y lo que vi me gustó tanto, me pareció tan hermoso, tan deseable, tan digno de ser amado durante una vida entera, que estuvo a punto de hacerme flaquear.

—Me llamo Fernando —esperarle no ha sido buena idea, pensé, no es una buena idea—. Fernando González Muñiz.

—Fernando… Me gusta, así que… Hazme un favor, Fernando, el último —le miré otra vez, a través de unas lágrimas que ya no me pesaban, que no me estorbaban ni me daban vergüenza—. Mátame.

—No —y sonrió, a pesar del brillo líquido que empañaba sus ojos.

—Sí, mátame —no pude aguantar su mirada y volví a sus manos, tan grandes, su tacto áspero y suave, qué mala suerte, pensé, qué mala suerte—. No me dejes viva, no quiero quedarme aquí, no quiero ver lo que va a pasar ahora, no quiero verles llegar… Eso no, otra vez no, no quiero volver a verlo, volver a estar delante, prefiero morirme —levanté sus manos con las mías, me cubrí la cara con ellas y olí a madera, olí a tabaco, a clavo y a jabón, la última vez, me advertí, la última—. Tengo veintiocho años pero ya he vivido mucho antes de ahora, ¿sabes?, y tú has sido… —apreté sus manos contra mis ojos, la ralladura ácida y dulce de un limón no demasiado maduro, contra mi boca, y una nube de pimienta negra recién molida excitó mi nariz—. Mi abuela decía que al cielo no le hace falta el hambre. Por eso es mejor que me mates tú.

—No —pero cogí la pistola, se la puse entre las manos, las apreté a su alrededor.

—Sí, haz eso por mí, por favor —dejé de tocarle y sentí frío, un viento helado congelando mi sangre, escarchando mis huesos uno por uno—. Lo haría yo, ya lo intenté una vez, no creas que soy cobarde. Lo haría yo, pero es que… —tenía tanto, tanto frío—. Si estás tú aquí delante, me va a dar mucha pena morirme.

Él lo hizo todo muy deprisa. Comprobó que la pistola tenía el seguro echado, alargó una mano, la dejó en la mesilla, usó las dos para incorporarme, me abrazó con fuerza.

—No voy a matarte, Inés —y me besó en los labios, en las mejillas, en las sienes, en la frente, en el pelo, en la boca otra vez—. Te voy a sacar de aquí.