II. La cocinera de Bosost

La casa en la que entré detrás del capitán era grande, sólida, de muros de piedra, y estaba amueblada con lo justo, unos pocos muebles buenos y antiguos, como correspondía a la vivienda de un labriego rico, pero no tanto como para haber dejado de trabajar sus propias tierras.

Eso fue lo primero que pensé al atravesar la puerta, y ni siquiera me extrañó la atención que pude dedicar a los detalles triviales, la ausencia de un vestíbulo, la espartana sencillez de la decoración y, sobre todo, una borrosa fotografía de boda colgada sobre un aparador, el hombre de expresión seria, con el pelo muy corto y una corbata oscura, muy estrecha, que miraba a la cámara como si le diera miedo, la mujer de cara ancha, musculosa, velo negro y gardenia blanca en el ojal, que aparentaba más años de los que debía tener mientras ensayaba una sonrisa tímida, indecisa, impropia de una novia. En todo esto me fijé mientras avanzaba como si mis pies no tocaran el suelo, mi espíritu dividido entre la exaltación que me había desordenado por completo hacía un instante, y un sentimiento íntimo, confuso, que nunca podría compartir con nadie, una emoción semejante al pudor, la imprevista timidez que ni siquiera yo acertaba a descifrar, pero me impedía corresponder a la mirada de los quince pares de ojos que me estudiaban con la misma curiosidad.

Al fondo de aquella estancia, que hacía las veces de zaguán, comedor y cuarto de estar, había una mesa muy grande y, sentados a ella, tres oficiales que me esperaban como si formaran parte de un tribunal. El del centro, bajo y delgado, tenía la piel tostada por el sol y los ojos muy pequeños, oscuros como botones de charol, tan brillantes que echaban chispas. Parecía algo mayor que los demás, llevaba insignias de coronel y me cayó bien desde el principio. El comisario sentado a su izquierda no me gustó, quizás porque estaba demasiado gordo, y su aspecto orondo, sedentario, me pareció impropio de un soldado, incompatible con los cuerpos fibrosos, jóvenes y bien entrenados, de los hombres que le rodeaban. El que flanqueaba al jefe por el otro lado, muy alto, el pelo rizado, la nariz aguileña y las gafas sucísimas, era Comprendes, pero yo aún no lo sabía.

—Se llama Inés Ruiz Maldonado —Galán tampoco podía saber hasta qué punto nos uniría el primero de nuestros abrazos, pero decidió comportarse como mi ángel de la guarda—, y no es ni una invitada ni una prisionera —entonces se giró hacia mí, para volver a demostrarme que sabía sonreír con toda la cara—. Ven, acércate… Es una voluntaria.

—¿Una voluntaria? —el coronel, que conservaba un acento catalán tan elocuente como las serpentinas que rizaban las sílabas del sevillano que me había llevado hasta allí, se echó a reír, pero al comisario no le hizo gracia.

—¿Qué significa esto? —vi cómo dirigía a mi protector una mirada de advertencia, pero también que no conseguía afectarle en lo más mínimo.

—Pues una voluntaria es una voluntaria, su propio nombre lo dice —y me empujó con suavidad hacia delante—. Explícaselo tú misma, anda.

Le devolví la sonrisa, la mirada, y miré a mi alrededor mientras calculaba cómo podría contarles tantas cosas sin hablar durante horas, pero las palabras acudieron en mi auxilio con la docilidad de los mejores tiempos, y no fue difícil. Nada sería difícil aquella noche.

—Me llamo Inés, y soy la hermana pequeña de Ricardo Ruiz Maldonado, delegado provincial de Falange Española en la provincia de Lérida —en ese momento hubo respingos, murmullos, ceños que se fruncían, aunque nadie me impidió continuar, y ese silencio me dio confianza—. Ya sé que suena mal, pero yo soy de los vuestros. Podéis preguntar por mí a quien queráis, porque me he hecho muy famosa en esta provincia como la hermana roja del jefe de Falange. Podéis preguntar además a vuestra gente de Madrid, porque allí también soy muy conocida. Durante la guerra, monté una oficina del Socorro Rojo en la casa de mis padres. Trabajaba para Matilde Landa y todas sus colaboradoras me conocen, estuve con muchas en la cárcel… —estudié los rostros que me rodeaban, y la apaciguada expresión de la mayoría me animó a seguir—. Bueno, tampoco es tan raro. En Madrid, por lo menos, había muchos como yo. Pepe Laín Entralgo, sin ir más lejos, que era muy amigo de mi novio de entonces, Pedro Palacios, el secretario general de la JSU de mi barrio…

—¿Y cómo sabías que estábamos aquí? —el comisario me interrumpió, en un tono más propio de un interrogatorio que de una conversación.

—Porque lo oí por la radio hace tres días, el 17 sería… —aquel tono me puso nerviosa, y tuve que cerrar los ojos para concentrarme—. Sí, el día 17, bueno, el 18, ya, a las tres de la mañana. Radio España Independiente repitió el mismo noticiario cada media hora. Yo no podía oírla siempre, así que no sé cuándo empezaron a dar la noticia, pero aquella noche dijeron muchas veces que estabais a punto de cruzar la frontera, Operación Reconquista de España, lo llamaban. Yo ya me imaginaba que iba a pasar algo por el estilo, porque mi hermano estaba muy nervioso, y esta mañana le he oído decir que habíais llegado hasta aquí. Desde que vivo con ellos, me he convertido en una experta escuchando detrás de las puertas —sonreí sola al acordarme, y me fijé en que el coronel sonreía a mi sonrisa—. Me he enterado de que iban a cerrar la casa, y… Bueno, resumiendo mucho, le he quitado a mi cuñada la pistola de su marido, he robado un caballo, le he ofrecido cinco duros al chico que trabaja en los establos para que me guiara hasta aquí, y me he venido.

—¿Has venido a caballo? —el que no se limpiaba las gafas, se levantó, apoyó las manos en la mesa y se me quedó mirando con la boca abierta.

—Sí —su expresión de incredulidad me hizo reír—. La casa de mi hermano está en Pont de Suert, a unos cincuenta kilómetros, y el caballo es estupendo. Lo he dejado ahí detrás, en el establo.

—De todas formas —y dejó de mirarme para volverse hacia su coronel—, si es hermana del jefe de Falange, puede sernos útil como rehén, ¿comprendes?

El coronel se quedó callado, como si necesitara meditar esa propuesta, pero yo me precipité a aceptarla en su lugar.

—Como rehén, como prisionera, os limpio la casa, os lavo la ropa, os hago la comida… Lo que haga falta, con tal de que no me devolváis. Y no creo que mi hermano os dé un céntimo por mí, pero también os he traído dinero… —hice una pausa para meterme una mano en el escote, y puse los billetes sobre la mesa—. Tres mil seiscientas pesetas, lo que había en casa. Le he hecho un vale a mi cuñada, requisándolo en vuestro nombre, espero que no os importe.

—¿Qué? —el capitán soltó una carcajada, me miró, miró a sus compañeros—. ¿Es una voluntaria o no es una voluntaria?

—Así que has venido a caballo para unirte a nosotros… —recapituló el coronel muy despacio, al ritmo de su asombro, mientras señalaba con el mentón a la esquina de la mesa donde reposaba mi botín—, con tus sombreros y todo.

—¡No! —levanté la tapa de la sombrerera y volví a reírme—. No son sombreros, sino rosquillas. Cinco kilos, me salen muy ricas. Es que cuando me pongo nerviosa, me da por cocinar. Y esta mañana, como llevaba mucho tiempo pensando en escaparme, pues… Me he liado a hacer rosquillas.

—¿Y para qué queremos nosotros cinco kilos de rosquillas?

—¿Pues para qué las vais a querer? —aquella pregunta me sumió en un estupor tan profundo, que hasta me molesté en contestarla—. ¡Para coméroslas! ¿Es que no tenéis hambre?

En ese momento, el capitán Galán, con una expresión risueña y enigmática a la vez, porque parecía destinada solamente a sí mismo, cogió la sombrerera y empezó a repartir rosquillas entre sus compañeros.

—Hambre, lo que se dice hambre, no creo que tengamos, pero si las has hecho tú, nos las comemos —y mordió la suya para dar ejemplo—, no faltaría más…

—Oye, pues están riquísimas, ¿comprendes? —el que terminaba todas las frases con la misma pregunta, fue el primero en repetir—. Me recuerdan a las que hacen las monjas de mi pueblo.

—No me extraña —reconocí—. Aprendí a hacerlas en un convento.

—¿Tú eres monja? —y a pesar de lo sucios que estaban los cristales, vi cómo se le agrandaban los ojos.

—No, soy comunista. Pero en Ventas se me veía mucho, y mi familia me sacó de allí en el 41 para meterme en un convento. Me tiré allí casi dos años, hasta que las monjas me echaron, y mi hermano me trajo aquí.

—Ya, así que eres de Madrid, ¿no? —asentí con la cabeza—. Yo también, bueno, de Vicálvaro, ¿comprendes?

—¡De Vicálvaro! —al escuchar el nombre de su pueblo, sonreí, cerré los ojos y volví a verlo como si lo tuviera delante—. Pues yo me hice amiga en la guerra de una paisana tuya que se llamaba Faustina, pelirroja, grandona… Le echaron treinta años, igual que a mí, no sé dónde estará ahora.

—Sí, la conozco —él también sonrió—, la hija del panadero, una muchacha enorme, gordísima, ¿comprendes?

—Bueno, cuando yo la conocí, en Madrid ya no había mujeres gordas. Pero dime una cosa, camarada… ¿Tú nunca te limpias las gafas?

Mientras tanto, otros hombres se habían ido acercando poco a poco, y dos de ellos flanqueaban ya a mi interlocutor. El que estaba a su izquierda era muy guapo de cara, porque tenía los ojos ligeramente rasgados, negros, brillantes, y una nariz grande pero recta, de líneas delicadas y sin embargo firmes, masculinas, en el óvalo perfecto de un rostro infantil, las mejillas llenas y sonrosadas. El otro, un poco más bajo que yo y muy rubio, también tenía los ojos oscuros, pero azules, y una expresión risueña, traviesa, que le daba cierto aire de duende. Él fue quien más se rio al escuchar mi pregunta.

—Pues no mucho, ¿comprendes? —el guerrillero miope me contestó como si no estuviera escuchando las carcajadas de los demás.

—No mucho, no —pero el duende de ojos azules se apresuró a desmentirle con un acento suave y sinuoso, dulcísimo—. No se las limpia nunca, jamás, en la vida, parece que se lo ha prohibido el médico… —y después de Galán, él fue el primero que me tendió una mano para dirigirme un saludo formal—. Yo soy el Zurdo. Nací en Gran Canaria, en un pueblito donde no hay ningún convento, pero me gustan mucho tus rosquillas.

—Y a mí —el guapo se me acercó más que ninguno, y cogió una de mis manos entre las suyas mientras se presentaba—. Yo soy de Calatayud y me llaman el Sacristán, pero nunca lo he sido, ¿eh? Sólo era monaguillo, de pequeño, pero como estos me tienen envidia porque son más feos que yo, me llaman así para perjudicarme…

Le sonreí mientras comprobaba que ya estaba rodeada de soldados que me miraban con más o menos disimulo y la excusa de saludarme.

—Ya estamos con las tonterías —el que intervino era muy flaco y tenía las piernas largas, delgadísimas, aunque no le llamaban Tijeras sólo por eso, sino porque sus orejas, despegadas del cráneo como dos soplillos, parecían el mango de su propio nombre—. Te voy a decir una cosa, Sacristán, con que fueras sólo el doble de tonto que de guapo, ya estaríamos aviados… —él también me tendió la mano, y me aclaró que era de la margen izquierda.

—Del Nervión —supuse—, naturalmente.

—Del Nervión —sonrió—, ¿de cuál, si no?

—Yo soy el Afilador —se presentó el que estaba a su lado—. Y trabajaba en una tahona, pero desde que me hice guerrillero me han cambiado el oficio, porque siempre me ha tocado ir con este —señaló a Tijeras y volví a reírme.

A aquellas alturas, ya me había dado cuenta de que, a pesar de su juventud, porque los más viejos apenas sobrepasaban los treinta años, todos eran oficiales, el estado mayor del coronel que había presidido mi tribunal. Un par de días después, habría aprendido a identificarles sólo con oír su voz y, más allá de sus nombres, sabría muchas otras cosas, que Zafarraya era alérgico al pimiento verde, que al Botafumeiro le daban asco las tortillas de patata poco hechas, que el Cabrero prefería tomar leche a secas para desayunar, que a Perdigón sólo le gustaba la verdura cruda, que al Lobo, ni así, que el Afilador era muy goloso, y que el Sacristán, aparte de ser el más guapo y el más presumido de todos, solía tener hambre a todas horas.

—Bueno, el caso es que me alegro mucho de que estés aquí —aunque eso ya lo intuí cuando le vi entornar los ojos y ladear la cabeza—. Yo siempre he dicho que tener una mujer guapa cerca es media victoria.

—Cállate ya, joder, que es verdad que no se puede ser más tonto —el Pasiego, alto, serio, callado y con las gafas inmaculadas, insinuó un gesto de desánimo—. No tiene remedio…

—Bueno, os aseguro que yo estoy más contenta que ninguno de estar aquí —y me volví hacia el de Vicálvaro—. A ver, dame las gafas.

—No, de verdad, si no merece la pena.

—Dámelas, hombre, que no me cuesta nada…

—Que se las des, ¡jo… —y al final, fue el Zurdo quien se las quitó para dármelas—… der!

—Yo no os entiendo, a las mujeres, ¿comprendes? La mía es igual, todo el santo día con el coño de las gafas, y digo yo, qué más os dará, si los ojos son míos, y yo veo de puta madre con las gafas sucias, ¿comprendes? —de pronto dejó de hablar, de gesticular, y cambió de tono—. ¿Puedo comerme otra?

Al humedecerlos con mi aliento, había descubierto que aquellos cristales sólo recuperarían su primitiva transparencia con agua y jabón, pero estaba tan empeñada en mi tarea que no entendí lo que me estaba preguntando.

—¡Ah! —y sonreí antes de empezar a frotarlos con el pico de mi blusa—. Otra rosquilla, dices… Cómete las que quieras, las he hecho para eso.

—Bueno, las que quieras no, Comprendes —pero el Afilador también fue a por la segunda—, porque a este paso vamos a tener que racionarlas.

—Así que a ti te llaman Comprendes —concluí por mi cuenta.

—¿Y cómo quieres que le llamemos? —sabía que era Galán, y que estaba muy cerca, justo detrás de mí, porque le estaba oliendo.

—Ya, si el nombre está bien elegido —le concedí, y seguí frotando los cristales sin parar, hasta que al mirarlos al trasluz, encontré un resultado aceptable—. Toma, Comprendes, póntelas, y no me digas que no ves mejor.

—Pues… no mucho, ¿comprendes?, qué quieres que te diga…

Madera y tabaco, clavo y jabón, limón verde y una pizca de pimienta, Galán me cogió del brazo para apartarse conmigo y hablarme casi al oído, sin perder de vista al Sacristán, que no me quitaba los ojos de encima.

—¿Quieres venir conmigo? Voy a interrogarte.

—Claro —qué bien, murmuré para mí misma mientras le miraba despacio, con las ganas que tenía yo de que me interrogara alguien en condiciones…

A las siete de la tarde subí tras él por las escaleras que conducían al piso de arriba y no volví a bajarlas hasta la una de la mañana, cuando tuvimos un momento de calma para darnos cuenta de que no habíamos cenado. Sin embargo, al entrar en un gabinete espacioso, amueblado como un despacho, que se abría a un dormitorio con balcones al exterior, lo primero que hizo fue cerrar la puerta que comunicaba ambas habitaciones. Luego se sentó detrás del escritorio, recogió dos mapas que estaban abiertos, los enrolló con cuidado, sacó papel y pluma de un cajón y no me hizo ninguna pregunta.

—Dame la pistola —su tono era amable, pero era una orden—. Ahora ya no te hace falta.

Eso era verdad, ya no tenía de quién defenderme, así que me la saqué del cinturón y se la di, pero no me gustó que me la pidiera.

—Gracias —él la metió en un cajón, lo cerró con llave, se la guardó en un bolsillo, y al mirarme, me dejó comprender que había advertido mi disgusto, pero no me pidió disculpas—. El coronel me ha pedido que te pregunte si no has oído nada más escuchando detrás de las puertas, en casa de tu hermano.

—Sí —levanté la barbilla y le miré desde arriba, para que viera que yo también sabía ser distante—. He oído muchas cosas.

Se las conté todas, empezando por las más recientes, la conversación de la biblioteca, los nervios de Ricardo, los datos que aportaba Garrido, la cólera de Ayuso, nombres propios, graduaciones, topónimos, cifras, cuerpos militares, y él me dejó hablar mientras anotaba lo que yo decía como un colegial responsable, un alumno aplicado que de vez en cuando me pedía calma, no te embales, por favor, y sonreía, no puedo ir tan deprisa como tú… Hablar me sentó bien, y aún me sentó mejor verle asentir al escuchar algunos datos, en Viella, ahora mismo, sólo tienen mil novecientos hombres, él movía la cabeza como si no le estuviera contando nada nuevo, saben que aquí sois cuatro mil, que estuvisteis acampados cerca de Tarbes, que tenéis casi el doble en la reserva, pero no se atreven a concentrar tropas porque les da miedo desguarnecer las fronteras, su cabeza me iba diciendo que eso también lo sabía, el comandante Garrido reconoció que hasta el último momento no tenían ni idea de por dónde ibais a pasar, porque estaban entrando rojos por todas partes…

—¿Quién es el comandante Garrido?

—Un hijo de puta —Galán me miró como si estuviera esperando a que se lo explicara, pero no lo hice, porque la profecía del espejo se había cumplido, y todo lo demás había dejado de ser importante—. Está al mando del primer batallón de Infantería de Lérida capital, y es íntimo del gobernador militar de la provincia, el teniente general Ayuso, un borracho senil, pero muy condecorado.

Y seguí hablando, contándoselo todo, las cosas importantes y las que no lo eran tanto, los nombres, los apellidos, el cargo y el aspecto de los hombres y las mujeres que solían asistir a las fiestas que Ricardo ofrecía en fechas señaladas, y él seguía escribiendo mientras me escuchaba, pero de una manera cada vez más sosegada, apuntando datos sueltos con una parsimonia que le dejaba ratos libres para mirarme, para sonreírme, para reírse conmigo de algunos detalles, y ya no me molestaba que me hubiera desarmado, ya había empezado a comprender que aquello era distinto de los comités, de las oficinas, las organizaciones políticas a las que había pertenecido durante una guerra que era de todos, pero en la que estaban luchando otros. Esto era un ejército y yo estaba dentro, sometida a la misma disciplina, la misma jerarquía que los soldados a los que había visto en el campamento que bordeaba el pueblo. Esa idea me dio calor, pero también me sugirió que había llegado el momento de callarme cuando vi al capitán recostado en la silla, con los brazos cruzados, mientras escuchaba la receta de las rosquillas que me había enseñado a hacer la hermana Anunciación.

—Lo siento —y me di cuenta de que me estaba poniendo colorada—. Te estoy contando mi vida, y eso ya no te interesa.

—Claro que me interesa —protestó en un tono risueño—. Me interesa mucho todo lo que dices, pero… Bueno, no sé si al mando le interesará tanto como a mí. Voy a bajar a informar al coronel, ¿de acuerdo? No te muevas, vuelvo enseguida —se levantó, fue hacia la puerta, y al abrirla, los dos descubrimos al mismo tiempo que la cena estaba lista—. Huele a patatas guisadas. ¿Quieres que te suba un plato?

—No, gracias. No tengo hambre.

No lo hagas, Inés.

Tardó casi media hora en volver. Durante su ausencia, debería haber pensado, antes que en nada, en mí misma. Debería haber analizado mi situación, mis expectativas, mi futuro inmediato, decidir si iba a quedarme allí, cerca del ejército, o si sería mejor aprovechar la posibilidad de marcharme a Francia cuanto antes, a esperar tranquilamente el desenlace. Debería haber pensado en buscarme un alojamiento, un trabajo incluso, por si aquello se alargaba, o pedir una lista de los ocupantes, que tal vez incluiría el nombre de algún viejo amigo. Yo conocía la guerra, y no era tonta. Me daba cuenta de que tenía muchas cosas en las que pensar, muchas decisiones que tomar, pero durante media hora, sólo logré darle vueltas a una frase. No lo hagas, Inés.

Había vivido un día largo, intenso, las horas tal vez decisivas de mi vida. Había logrado romper el cerco, escapar de mi prisión, vencer en la mínima y descomunal batalla de mi propio destino, pero al poner un pie en el borde del futuro, todos mis cálculos se habían trastocado, todos los números se habían rebelado, habían roto las tranquilizadoras cadenas de la aritmética para improvisar una peligrosa disciplina de cifras borrachas, insensatas. No lo hagas, Inés. Intenté reagruparlos, devolverlos a un orden anterior y diferente, someterlos al rigor de otras operaciones, quería fugarme, y me he fugado, quería reunirme con los míos, y lo he logrado, son cuatro mil y han invadido España, qué emoción, eso me decía, ¡qué emoción!, pero los signos de admiración no me ayudaban. La ortografía se había sublevado al mismo tiempo que las matemáticas, y sus símbolos estaban al servicio de otros números.

Yo era comunista, pero tenía veintiocho años. Yo era antifascista, pero llevaba cinco y medio encerrada en una cárcel, en un convento, en la ratonera predilecta del comandante Garrido. Estaba segura, convencida de mi causa, pero aquel día era el 20 de octubre de 1944. Los nervios no me dejaban pensar con claridad, pero me había acostado siempre sola, en el suelo, en una cama incómoda, en otra más mullida, todas las noches que se habían sucedido desde el 25 de marzo de 1939. En el instante en que pudiera volver a pensar con claridad, comprendería que el olor del capitán no era importante, pero el capitán olía a madera y a tabaco, a clavo y a jabón, por debajo, algo dulce y ácido, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, por encima, algo que picaba en la nariz como una nube de pimienta recién molida. Eso era lo primero que había aprendido de él. Su olor había tenido la culpa de que mis manos obraran el prodigio de reconocer un cuerpo que no conocían, de que mi cabeza se acoplara a su cuello como si estuviera modelada para encajar en aquella y en ninguna otra curva, de que mi nariz supiera respirarlo mejor que el aire. Su olor tenía la culpa de que no lograra pensar con claridad.

—Y sed, ¿tienes? —no lo hagas, Inés—. He subido un poco de queso, del que has traído tú, que está muy bueno, para que no nos emborrachemos antes de tiempo…

Me miró como si hubiera descubierto la batalla que estaba librando conmigo misma, y sonrió, pero en lugar de volver al escritorio, decidió depositar las provisiones en una mesa baja colocada ante el diván donde el alcalde de Bosost debía de acomodar a sus visitas. Desde ese momento, todas mis palabras fueron inocentes, pero adquirieron un sentido extraño, rebelde, al brotar de mis labios, como si mi suerte estuviera echada.

—Pues, mira… Un poco de sed sí que tengo.

—Mejor —cuando me senté a su lado, me miró como si estuviera dudando entre servirme un vaso de vino o no, pero al final lo hizo.

Y al final, aparte de liquidar la botella, nos comimos todo el queso, que estaba buenísimo de verdad, y hasta nos fumamos un pitillo cada uno.

—Me habría encantado verte vestida de monja —murmuró mientras apagaba el suyo en un cenicero que me precipité a ponerle delante cuando vi que estaba a punto de sacudir la ceniza encima del plato del queso.

—No creas —yo estaba sentada de lado sobre una de mis piernas, y me incorporé sobre ella para inclinarme hacia delante y llegar al cenicero—. Estoy mucho más guapa sin hábitos.

Cuando giré la cabeza a la derecha, para mirarle, su cara estaba tan cerca de la mía que cerré los ojos. No lo hagas, Inés. Él me rodeó con sus brazos, pasando el derecho por debajo de mis axilas y el izquierdo por encima de mis caderas, como si fuera una niña grande. No lo hagas, Inés. Entonces me acomodó contra su cuerpo y me besó. Y todo lo que sabía, todo lo que pensaba y era capaz de decir, lo que había aprendido y lo que recordaba, lo que deseaba y lo que temía, se fundió en su lengua al mismo tiempo. Desde hacía más de cinco años, había pensado infinitas veces en lo que sentiría si alguna vez un hombre volvía a besarme, a abrazarme, a arrastrarme con él hasta una cama, y lo había imaginado como una especie de cataclismo, un diluvio universal, casi doloroso, una pasión física pero también sentimental, moral, ideológica, agridulce, cegadora y fría como la venganza. Eso era lo que iba a suceder, pero cuando Galán separó su cabeza de la mía, y me miró, y volvió a besarme, se me olvidó.

Las victorias militares trastornan a las mujeres. Unos días después, él me explicó la teoría del Pasiego, y yo estaba ya tan trastornada que le conté lo que me había pasado aquella noche, mientras sus dedos trabajaban deprisa debajo de mi ropa, encima de mi piel, una piel nueva que empezó a existir en aquel momento como nunca había existido la anterior. Yo ya no me acordaba de nada, pero mi cuerpo guardaba la memoria de la desolación, aquella soledad de aroma frío, musgoso, el hueco putrefacto del convento y la amargura de otra piel desconocida, vieja y hambrienta, que las caricias de Garrido erizaban contra mi voluntad. Mi cuerpo recordaba la tristeza y el pánico, mientras nacía de nuevo, terso y maleable, dócil a mi voluntad, tan sensible a la de aquel hombre, que le consintió levantarme con él sin dejar de besarme. Sus brazos me sujetaron para impedir que perdiera el equilibrio, sus manos me despojaron de la camisa, y sólo después, su cabeza me abandonó para que sus ojos pudieran mirarme de arriba abajo.

—Me gustas mucho, camarada —me miraba y se reía, yo le miraba y me reía mientras sus manos acariciaban los pechos, las caderas que volvían a nacer en las yemas de sus dedos—. Nunca he conocido a ninguna monja que me guste tanto como tú… —encajó los pulgares en la cintura de mis pantalones y los empujó hacia abajo para que yo pudiera salir de ellos levantando los pies con elegancia, como de un charco—. Y eso que estudié en un seminario.

Cuando pude volver a pensar con claridad, no perdí el tiempo calculando adonde habrían ido a parar mis propias previsiones, la solemne avidez de mi venganza, aquella nostalgia del placer que había estallado en pedazos bajo la presión de un placer real que se multiplicaba sin desvirtuarse, y a la vez era dulce, redondo, afilado, violento y luminoso, todo eso y más placer, una alegría limpia y salvaje. Después, todavía me reía sin saber por qué, y por eso, cuando pude volver a pensar con claridad, ni se me ocurrió seguir pensando.

—Vete a buscar el tabaco, ¿quieres?

Le miré, adiviné sus intenciones, sonreí y, mientras él sonreía, me levanté de la cama y fui desnuda hasta el gabinete. Al abandonarlo no habíamos apagado la luz. Cuando volví, había encendido además la lámpara de la mesilla que estaba a su lado, pero no me importó. Crucé la habitación sin apresurarme, y empezó a aplaudir antes de que tuviera tiempo para reunirme con él bajo las sábanas. Después me abrazó y me besó muchas veces, como si ni siquiera tuviera ganas de fumar, pero al rato, encendió un cigarrillo para darme la oportunidad de preguntar por la foto que había visto al volver, apoyada en la otra mesilla, una mujer morena cuya sonrisa me sobresaltó hasta que me fijé en sus hijos, una niña de unos diez años y un niño poco menor, cuyos ojos, pequeños y oscuros como botones de charol, eran tan brillantes que echaban chispas.

—¿Y esto? —la cogí para estudiarla de cerca y él se pegó a mí, como si le divirtiera mucho la cautelosa expresión de mi cara—. Son…

—¿Mi familia? —hizo una pausa que no me atreví a rellenar, y sonrió—. No. Son la mujer y los hijos del Lobo… Bueno, del coronel. Él está al mando de este sector y cuando llegamos, naturalmente se quedó con el mejor dormitorio.

—¿Y tú?

—Yo no tuve suerte en ningún sorteo, así que me tocó dormir en un catre de campaña, en un cuarto que está justo debajo de este —se rio y me besó en la mejilla, como si le divirtiera mucho recordar el estrépito de los muelles del somier, los golpes del cabecero contra la pared—, con Comprendes, con el Zurdo y con el Cabrero.

—Pero… —me incorporé en la cama para mirarle—. No lo entiendo. Has ido y le has dicho, cámbiame el sitio, así, por las buenas…

—Bueno, no exactamente. En realidad, te ha cedido el dormitorio a ti, aunque podríamos decir… —me miró, sonrió, me besó en un pezón, luego en el otro—. El Lobo es mi coronel. Él manda y yo le obedezco, pero fuera de la guerra, los dos somos muy amigos. Estuvimos en Argelés, luego trabajando en el mismo aserradero, luchando contra los alemanes, siempre juntos, y… En fin, los amigos se hacen favores, ¿no? Cuando he bajado, le he recordado que él era el único que dormía solo en esta casa y que a ti teníamos que meterte en alguna parte. Tampoco íbamos a mandarte a dormir con la tropa, después de habernos comido tus rosquillas, así que…

A finales de octubre, las noches en el valle de Arán ya eran muy frías pero mi cuerpo no protestó cuando él apartó la sábana, las mantas, para mirarlo otra vez, como si antes no hubiera tenido bastante.

—De todas formas, me conoce tan bien que cuando le pregunté si no íbamos a interrogarte, levantó una ceja y me dijo… —e hizo una pausa para crear expectación antes de romper a hablar con una voz prestada—, ¿qué pasa, que te ofreces voluntario?

No sabía imitar sólo el acento del coronel, también imitaba sus gestos, su manera de torcer la boca, de mirar hacia arriba, y me hizo reír, y se rio conmigo mientras su mano izquierda se paseaba por mis pechos, y me acariciaba el estómago, el vientre, antes de hundirse entre mis piernas.

—Pues ya sabes lo que opino yo de estas cosas —el coronel seguía hablando por su boca pero eran sus labios los que me besaban en la oreja, en el cuello, en el hombro, siguiendo el ritmo lento, codicioso, de sus dedos—, y ya os lo dije antes de venir, que no quería mujeres, que bastantes disgustos nos dieron en el 36… —hasta que todo cesó, las palabras, los besos, las caricias, y abrí los ojos y me encontré con los suyos, muy serios, muy cerca de los míos, antes de escuchar su verdadera voz—. Aunque si tú no hubieras querido, me habría ido a dormir abajo. Eres una mujer muy valiente. Y hace ya muchos años que aprendí a respetar a las mujeres valientes.

Pero yo quería, quería más, quería tanto que me volví hacia él, le rodeé con mis brazos, me aferré a su cuerpo y me pareció más grande, más suave, más duro, más caliente, y rodamos sobre la cama, primero hacia un lado, luego hacia el otro, mientras la emoción en la que me habían sumido sus palabras se integraba sin llegar a disolverse en otra mayor, repleta de colores, de matices que agudizaron mis sentidos hasta el punto de que sin dejar de sentir, de acunarme en su respiración y respirar la tumultuosa intensidad que el sexo imprimía al olor de su cuerpo, logré escuchar el escándalo de una cama que crujía como si todos los tornillos se estuvieran saliendo de las tuercas. En ese momento, yo estaba encima, y me paré, le miré, le vi levantar las cejas y luego negar con la cabeza, mientras me cogía por la cintura para darme la vuelta.

—¡Que se jodan! —porque yo estaba pensando en los que dormían justo debajo y él se había dado cuenta—. Pues ya ves…

Después, me propuso un asalto a la cocina. Era la una de la mañana, estaba muerto de hambre y escogió bien las palabras, porque dijo exactamente eso, vamos a asaltar la cocina, y antes de que me hubiera dado cuenta, ya se había vestido. Yo me puse los pantalones tan deprisa como pude y todavía me los estaba abrochando cuando me tiró su guerrera.

—Toma, póntela. Hace frío.

Bajamos por la escalera a oscuras, sin hacer ruido, atravesamos el zaguán con el mismo sigilo, para no despertar a los que tal vez ya habrían podido dormirse, y en la cocina encontramos un plato cubierto por otro, lleno de patatas guisadas con costillas. Las calenté en un cazo y, mientras su aroma me susurraba que tenía mucha más hambre de lo que había creído, me parecieron pocas para los dos, así que las vertí en un solo plato.

—Cómetelas tú —le dije mientras las ponía sobre la mesa—. Yo tengo bastante con un bocadillo.

—No —y cuando me dirigía a la despensa, me enlazó por la cintura para detenerme—. Vamos a comérnoslas entre los dos y luego, si acaso, nos hacemos dos bocadillos.

Arrimó una silla, se sentó a mi lado, y comimos las patatas del mismo plato, con el mismo tenedor. Él las repartió escrupulosamente, una pequeña para ti, una pequeña para mí, cortando los trozos más grandes por la mitad, y me cedió la última.

—Estaban buenas, ¿verdad?

—Sí, aunque para mi gusto les faltaba un poco de pimentón —y el pimentón me dio la clave—. ¿Sigues teniendo hambre?

Empecé para él uno de los chorizos que Ricardo no compartía ni siquiera con Ayuso, le hice un bocadillo, y me senté sobre la mesa.

—¡Qué bueno! —exclamó, después del primer mordisco.

—¿A que sí? —y sonreí, porque acababa de descubrir que me encantaba verle comer—. A mi hermano se los mandan directamente de Salamanca. Él estuvo allí durante la guerra, en una oficina de relaciones internacionales.

—Bueno, por lo menos no mataría a nadie.

—No estaría yo tan segura, ¿sabes? —pero no quise pasar de ahí.

No quise hablarle de Virtudes, no todavía, no aquella noche, no en aquel momento tan tonto y tan perfecto, porque miré hacia abajo y vi que mis pies se movían solos, que estaban bailando en el aire sin que yo me diera cuenta, en aquella cocina de pueblo iluminada por una triste bombilla que relucía como un sol de caramelo, una estrella secreta, privada, en el cielo de un planeta con dos únicos habitantes, un mundo pequeño y flamante donde no cabía el dolor, donde no había lugar para la soledad, ni para la tristeza. Por eso no podía hablar de ellas, no mientras le miraba, mientras le veía mirarme, hacerme de nuevo en cada segundo, una mujer nueva que no podía recordar, y no quería, nada que no pasara en aquel lugar, en aquel momento, en una esplendorosa versión de la realidad que excluía y anulaba todas las demás. Y él se dio cuenta. Tuvo que darse cuenta porque se desplazó sin levantarse de la silla hasta que estuvo delante de mí y, sin dar importancia al chirrido de las patas sobre los baldosines, como tampoco se la había dado yo, y sin dejar de sonreír, como yo sonreía, me desabrochó un botón, y luego otro, y otro más, y separó las solapas con las dos manos para esconder la cabeza entre mis pechos. Entonces, de repente, se abrió la puerta.

—¿Qué está pasando aq…?

Era un soldado muy joven. No tendría más de veinte años y no supo interpretar la escena que estaba viendo, una mujer despeinada, sentada sobre una mesa, cubierta con una guerrera que no podía ser suya, y el hombre decapitado que estaba frente a ella, sentado en una silla, aferrado a sus solapas, hasta que se irguió para mirarle con la misma extrañeza.

—Lo siento muchísimo, mi capitán —parecía un niño al que acababan de pillar copiando en un examen—, perdóneme, yo no sabía, lo siento mucho…

—No te disculpes, Romesco —Galán se dirigió a él en un tono amable, tranquilizador—. No has hecho más que cumplir con tu deber.

—Gracias, mi capitán.

Y esperamos a que se marchara, pero no lo hizo y se quedó quieto, como pasmado en el umbral de la puerta.

—¡Hala! —la mano que sujetaba mi solapa izquierda la abandonó un instante para moverse en el aire, como si pudiera alejarle por sí sola, y el pobre centinela abrió mucho los ojos al entrever mis pechos desnudos—. Ya puedes irte a seguir cumpliendo con tu deber.

—Sí, mi capitán —se cuadró, saludó y se fue tan deprisa que cuando volvimos a escucharle ya había cerrado la puerta—. A sus órdenes, mi capitán.

—Vámonos arriba —eso era otra orden, y era para mí.

—No, que tengo que recoger la cocina.

—No, mañana…

Al día siguiente, cuando abrí los ojos, era él quien estaba desnudo de cintura para arriba. Aún no había amanecido del todo, pero la luz que entraba por el balcón, una claridad blanca e imprecisa, contaminada por los restos de la noche que se resistía a desaparecer, era suficiente para él, que se afeitaba ante un palanganero colocado en un rincón, y fue suficiente para mí, conmovida a distancia por el trapecio perfecto de su espalda, los hombros redondos, mullidos, los brazos largos, con los músculos bien marcados. Disfruté en silencio de aquella imagen, y vi cómo se repasaba las patillas, como se lavaba la cara, como se la secaba y se ponía la camisa, segura de que él me creía dormida aún, pero cuando se dio la vuelta, ya estaba sonriendo, y el día que comenzaba crujió de placer en esa sonrisa.

—Buenos días.

Mientras se acercaba a la cama, escuché pasos, voces en el gabinete, pero él se sentó a mi lado, metió una mano debajo de las sábanas, las apartó poco a poco, y me besó en los labios con una inesperada delicadeza.

—Voy a negociar con el Lobo para que nos deje quedarnos aquí —me miraba a los ojos mientras su mano se paseaba por mi cuerpo, acariciándome con mucha suavidad—, pero el gabinete seguirá siendo su despacho, porque no hay otro, así que será mejor que te acostumbres a entrar y salir por la otra puerta —señaló con la cabeza la que daba al pasillo—, y todavía mejor que esperes a que nos hayamos marchado.

—Eso haré —prometí, con la voz aún dormida.

—Muy bien —devolvió las sábanas a su sitio para arroparme como a una niña pequeña y me besó otra vez—. Hasta esta noche.

Esas tres palabras me despertaron del todo, y me senté en la cama para verle salir, pero no tuve tiempo de asustarme, porque cuando ya tenía la mano en el picaporte, se volvió para decirme algo que me devolvió a ese mundo perfecto y recién nacido en el que no había lugar para la desgracia.

—Yo creía que en España ya no quedaban mujeres como tú.

Su sonrisa flotaba aún en el aire cuando escuché el ruido de un cerrojo que no lograría aislarme del escándalo que su aparición produjo en el cuarto contiguo, un rumor confuso de silbidos, palmadas, exclamaciones de júbilo o censura sobre las que destacó nítidamente una voz.

—¡Joder! Menuda nochecita, ¿comprendes?

Luego, volví a quedarme dormida. Debería levantarme, pensé mientras me hundía lentamente en una nube tibia y espumosa, y me dejé caer, me dejé absorber por la blandura de un sueño pesado, narcótico, un descanso tan profundo que al abrir los ojos me alarmé. Pero aunque ya era completamente de día, en el reloj de la pared todavía faltaban diez minutos para que dieran las ocho. Me envolví en una sábana, abrí la puerta y no escuché ningún ruido. Sin embargo, cuando volví del baño, los balcones estaban abiertos, la cama hecha y el cenicero limpio, encima de la mesilla. Empecé a oler a café, y a limpieza, antes de llegar a la mitad de las escaleras.

La responsable de la mitad de aquel aroma era una chica más joven que yo, que tenía los ojos muy despiertos y las mejillas sonrosadas, ese aterciopelado rubor, de aire y de agua, que la gente que vive en el campo conserva más allá de la infancia. Llevaba el pelo recogido en una coleta que explotaba en una moña de bucles castaños, pequeños y apretados, los pies desnudos en unas alpargatas negras, con las cintas muy limpias, y los brazos al aire. Parecía inmune al frío y estaba contenta, porque canturreaba mientras fregaba el suelo con movimientos enérgicos, casi violentos.

—Salud —le deseé, aunque no la necesitaba.

—Salud —me contestó, sonriéndome con toda la cara.

En la cocina encontré a una mujer enlutada que parecía de mucho peor humor, porque correspondió a mi saludo con un gruñido apenas articulado.

—¿Hay café hecho? —no me respondió—. ¡Qué bien! Voy a desayunar, si no le importa, estoy muerta de hambre.

Tampoco comentó nada a eso, pero dejó de limpiar los fogones para mirarme con los brazos caídos. Tenía el ceño fruncido, los labios apretados y ninguna intención de ser amable. Por eso, aunque tuve que abrir muchas puertas antes de encontrar lo que necesitaba, no quise darle la satisfacción de hacer ninguna otra pregunta, y al final, cuando recopilé un tazón, un plato, una cucharilla, un azucarero, el cuchillo que necesitaba para rebanar una hogaza de pan, un salero y una aceitera, lo puse todo en una bandeja y me fui a desayunar a la mesa grande, sin decir nada.

Un instante después, ya me había comido una rebanada de pan con aceite y sal, y había liquidado la mitad de un brebaje que apenas se parecía en el color al café que desayunaba en casa de mi hermano, pero que me supo mucho mejor. Entonces, la mujer de luto salió de la cocina y me hizo una pregunta a bocajarro, como si quisiera demostrarme que no era muda.

—¿Usted se queda aquí, señorita? —y no esperó a que me diera tiempo a masticar el trozo de pan que tenía en la boca—. ¿Se queda con ellos?

—Sí —le respondí tan pronto como pude.

—Pues yo me voy a mi casa, que tengo muchas cosas que hacer.

Se marchó tan deprisa que cuando llegó a la puerta iba corriendo, y yo me quedé parada, sin saber qué decir, hasta que el aceite de la tostada que tenía en la mano traspasó la miga para empezar a gotearme en la palma. Entonces, la chica dejó de fregar el suelo y vino en mi auxilio.

—No se preocupe, que se vaya, estaremos mucho mejor sin ella… —me tendió una servilleta que había sacado de un cajón del aparador, y levantó la voz—. Yo me quedo, desde luego. En mi casa no tengo nada que hacer y este es un trabajo como otro cualquiera. Y muy bien pagado, además.

—¿Por eso estaba ella aquí? —me miró como si no entendiera la pregunta y me expliqué mejor—. ¿Por el dinero?

—No —y se echó a reír—. Dinero le sobra. Ella sabe cocinar, y se ofreció porque… —miró a su alrededor, como si temiera que alguien nos estuviera escuchando—. Porque estaba muerta de miedo, esa es la verdad. ¿No ve que en el 39 sus hijos denunciaron a un montón de gente de por aquí? Y ahora, vaya a buscarlos, a saber dónde estarán, en su casa no, desde luego. Por eso vino, pero como ha visto que no mataban a nadie, pues…

—O sea, que ella cocinaba y tú limpiabas, ¿no? —asintió con la cabeza y un gesto de recelo que desapareció enseguida—. ¿Y te importaría seguir limpiando? Yo prefiero cocinar.

—Pues sí, mucho mejor, porque a mí la cocina no me gusta ni pizca.

—¿Cómo te llamas?

—Montse.

—Yo me llamo Inés, y si vamos a trabajar juntas, prefiero que me tutees.

Asintió con la cabeza, dando al mismo tiempo la vuelta y la conversación por terminada, pero antes de avanzar un solo paso, volvió a mirarme con una expresión tímida y traviesa a la vez.

—Usted… quiero decir, tú… ¿eres como ellos? —al escucharla, me eché a reír.

—¿Roja, quieres decir? —me dedicó una sonrisa tímida, incompleta, como si le diera vergüenza contestar a mi pregunta—. Sí, soy roja. ¿Tú no?

—Yo… yo no sé lo que soy. Mis padres no eran de nada y cuando empezó la guerra, tenía catorce años, pero… —empezó a mover la cabeza, para negar cada vez con más vehemencia—. Lo que sí sé es que no me gusta que me digan lo que tengo que hacer, ¿sabes? Y que estoy hasta aquí —y se llevó dos dedos a la cabeza para apresar un mechón de pelo entre las yemas— de que todo sea pecado, de que todo esté prohibido, y de que todo el mundo tenga derecho a meterse en mi vida.

—Pues ten cuidado, Montse, porque por ahí se empieza.

Cuando terminé de desayunar, saqué del bolsillo el paquete de tabaco que Galán había dejado en su mesilla para mí, encendí un cigarrillo y, antes de darme cuenta, volví a tenerla encima, mirándome con los ojos muy abiertos.

—¡Ah! ¿Pero también fumas?

—Sí. ¿Quieres uno? —sonreí—. Seguro que está prohibido.

—Ya, pero… —cedió a un acceso de risa nerviosa, que se desparramó en una serie de carcajadas breves y frenéticas—. Sí, vale… No, no, mejor… Bueno, creo que me lo voy a pensar un poco más.

Todavía no me había fumado ni la mitad del pitillo cuando vimos entrar a un soldado, tan joven como Romesco y más alto que Comprendes, que no se parecía a ningún otro porque tenía la cara llena de pecas y un pelo ambiguo, indeciso, que no acababa de ser ni castaño anaranjado ni naranja amarronado. Cuando se acercó, me fijé en que tenía, además, una muñeca vendada.

—¿Inés?

—Sí —me levanté y le tendí la mano—, soy yo.

—Salud. Vengo de parte del capitán Galán, bueno, exactamente de su parte no, lo que pasa es que esta mañana me ha encargado que me ocupe de ti, o sea, que me ponga a tu disposición, por si quieres dar un paseo, o una vuelta por el pueblo, o comprar cualquier cosa, no sé, es como si me hubiera nombrado tu escolta, ¿no?, porque me ha pedido que te proteja, que me encargue de que no te pase nada, nada malo, quiero decir, no creas que voy a meterme en tu vida… —hizo una pausa que no fui capaz de rellenar, porque nunca había conocido a nadie que hablara tanto, ni tan deprisa—. Es que como estoy herido, ¿ves?, bueno, tampoco mucho, es sólo que se me ha abierto la muñeca porque me hice daño cuando vinimos, nada, que me caí rodando al bajar, ya ves tú, qué tontería, si en Francia he estado tres años viviendo en el monte, subiendo y bajando cuestas todo el rato, tan pancho, y justo ahora, cuando volvía aquí, con las ganas que tenía —fingió desequilibrarse y pareció a punto de lograrlo de verdad—, ¡zas!, pues me caí y me hice polvo la mano…

Montse se echó a reír con tantas ganas que sus carcajadas me arrastraron sin remedio, pero él creyó que nos reíamos de su escenificación del accidente, y nos demostró que era capaz de reírse y de hablar a la vez.

—Total, que esta mañana, pues, claro, el capitán ha ido a ver a los de Sanidad, y le han dicho que lo mejor era que hoy no la moviera mucho, para no fastidiármela del todo, y por eso estoy aquí, porque Galán me ha encargado que viniera, ve con Inés y así haces algo, aunque a ver si te mejoras pronto, porque a este paso, vamos a tener que empezar a llamarte Mediahostia.

—¿Y cómo te llaman ahora? —le pregunté, después de dejar pasar un segundo para cerciorarme de que aquel había sido efectivamente el punto final.

—Bocas —a Montse le dio otro ataque de risa—. Me llaman el Bocas, porque dicen que hablo mucho, pero es que… —él la miró, me miró a mí, sonrió—. Si nadie habla, yo me aburro estando callado.

Eso era tan cierto que en los diez minutos que tardé en llevar la bandeja a la cocina para lavar y secar su contenido, me contó muchísimas cosas más.

—Porque el capitán también es minero, ¿sabes?, pero, claro, estuvo en la mina poco tiempo, porque en el 34, cuando la revolución, tuvo que echarse al monte y luego le sacaron en un barco, por Tazones, estuvo en Francia hasta que ganó el Frente Popular, y… —entonces, consciente de que era incapaz de parar aquel torrente por otros medios, levanté la mano derecha en el aire, y él reaccionó como si estuviera acostumbrado a ese procedimiento—. ¿Qué?

—Encima de la mesa he visto un par de libretas. Arranca una hoja, busca un lápiz y ven, que vamos a hacer inventario de la despensa.

La cocinera malhumorada era también muy poco previsora, porque la comida que había venido conmigo rellenaba casi todo el espacio ocupado, aunque encontré un saco de patatas por la mitad, algunos huevos, lechugas, cebolletas y un poco de tocino.

—Ahora no hables, que me distraes. Ve apuntando lo que yo te diga, anda. Harina, azúcar, sal, arroz, patatas, bacalao, huevos, carne, a ver qué hay… Café, bueno, lo que sea, y lentejas, garbanzos, judías… Cuatro kilos de cada, ¿no?, por lo menos…

Estábamos terminando cuando escuchamos un estrépito de botas en el zaguán.

—Dentro de diez minutos, esta casa tiene que estar vacía —pero el hombre que irrumpió en la cocina, un oficial con la cabeza rapada y un acento característico, que le impulsaba a abrir las aes y a zamparse las eses de todos los plurales, cambió de tono cuando me vio—. Hola, ¿has dormido bien?

—He dormido muy bien —le llamaban Zafarraya, era de un pueblo de Granada, y me dirigió una sonrisa cómplice, favorable, aunque no desprovista de malicia—, muchas gracias.

—Pues eso, que vais a tener que salir a dar una vuelta. Hemos hecho un prisionero importante y el coronel quiere interrogarlo aquí.

—Ya nos vamos, pero antes quiero consultarte una cosa… —Galán me había contado que era el asistente del Lobo, y pensé que no merecía la pena molestar al coronel para contarle que me había convertido en su cocinera.

—Me alegro mucho, porque la vieja era bastante antipática. Aunque —volvió a sonreír—, si te sale todo tan rico como las rosquillas, vamos a engordar.

—Para eso necesitaría conseguir provisiones, porque la despensa está vacía, pero no sé… —y pasé del singular al plural con una naturalidad asombrosa hasta para mí—. ¿Qué hacemos, compramos o incautamos?

—No, no, compramos, compramos, voy a darte dinero y cuando necesites más, me lo pides —se sacó de un bolsillo un fajo de billetes, separó doscientas pesetas y me las dio—. Desde luego —se quedó mirando al Bocas mientras meneaba la cabeza, un gesto de incredulidad pintado en la cara—, hay que ver, lo que sabe esta mujer—. Sabía mucho, tanto que mi conocimiento me congeló en el umbral de la puerta cuando vi bajar desde lo alto de la cuesta a un hombre que de lejos se parecía al comandante Garrido, y había llegado a inspirarme tanto odio, pero tanto miedo a la vez, que no fui capaz de decidir si me gustaba o me repugnaba la idea de que estuviera prisionero tan cerca de mí. Sin embargo, antes de comparar argumentos a favor y en contra de esa posibilidad, descubrí que el oficial de Infantería que se acercaba entre dos soldados, con las manos esposadas, no era él, y un instante después, hasta pude reconocerle. No sabía su nombre de pila, pero su apellido, Gordillo, y su grado, teniente coronel, estaban en la lista que había hecho Galán la noche anterior, cuando lo nuestro era todavía un interrogatorio. Adela me lo había presentado hacía unos meses, una tarde en la que apareció por la cocina para pedir un analgésico mientras dábamos de merendar a los niños, y nunca más había vuelto a tenerlo cerca, aunque espié sus llegadas y sus partidas desde la ventana de mi habitación, como hacía con todos, en la época de las reuniones previas a la derrota alemana. En aquella época, siempre parecía preocupado. Ahora, además, estaba pálido, tenía un rasguño en la cara y andaba mirando al suelo hasta que algo, quizás el aspecto de mis botas de amazona, le llamó la atención. Cuando levantó la cabeza, me miró, y vio que yo le miraba.

Los dos nos miramos en silencio durante un plazo que no pudo ser muy largo y seguramente fue muy corto, medio minuto, quizás menos, aunque a mí se me hizo eterno y él no debió experimentar algo muy distinto, porque al descubrirme, sus ojos recorrieron un camino accidentado, tortuoso, que los llevó del asombro al miedo, del miedo al rencor, del rencor al odio y del odio a la ira, donde se encontraron con los míos, que habían llegado al mismo sitio por un atajo que les ahorró las dos primeras estaciones de su penitencia.

—Te ha faltado tiempo para venir corriendo, ¿eh? —y hasta llegó a dedicarme una sonrisa torcida, desviada por la amargura—. Desde luego, cría cuervos…

No debería haberme dicho nada. No debería haber hablado, no debería haberse parado a mi lado, no debería haber osado sostener mis ojos con los suyos, porque sus palabras rompieron el hechizo, los cauces de una ira retenida por la costumbre de la cautividad, los torpes reflejos de un ratón enjaulado, paralizado por los límites de un laberinto de alambre. Quien estaba prisionero ahora era él, no yo. Aunque después a mí misma me pareciera mentira, no me resultó nada fácil comprenderlo, pero cuando lo logré, el asombro se desvaneció, y todo lo demás cambió de signo.

Di un paso hacia delante y adivinó mis intenciones. Cuando le escupí en la cara, apartó la cabeza, pero no pudo impedir que mi saliva rociara su cuello, su mandíbula. Entonces, uno de los soldados que le escoltaban le empujó con la culata del fusil mientras me miraba con una expresión difícil de interpretar, donde el reconocimiento se mezclaba con otras cosas, complicidad, sorpresa, quizás admiración, pero también, y sobre todo, piedad. Porque Gordillo no quiso obedecer a la primera, y mientras su guardián le golpeaba con más fuerza, yo sentí que lo hacía por mí, para mí.

—¡Tira! —por lo que yo hubiera podido vivir, por lo que me hubiera podido pasar, por lo que hubiera llegado a inspirar lo que estaba viendo en mis ojos.

Enseguida sentí calor, una mano que me apretaba el hombro izquierdo. El Bocas no se había movido de mi lado y me miraba en silencio, con un gesto preocupado, distinto al de su compañero, más pacífico y sin embargo, a su manera idéntico, muy alejado del estupor que mantenía a Montse con la boca abierta. Por fin, a golpes de culata, Gordillo entró en la casa con su humillación a cuestas, royéndole por dentro como me había roído a mí la mía durante tantos años, y mientras le seguía con la vista, descubrí que el Lobo estaba muy cerca, indiferente a su prisionero, mirándome él también.

—Espera un momento, Inés —en aquel momento me pareció más alto, más corpulento, y su voz emitió un sonido distinto, imponente, autoritario, casi fiero—. No te vayas todavía.

Levantó dos dedos en el aire y Zafarraya, que también parecía otro, serio, concentrado y tan tieso como si se hubiera tragado una barra de hierro, fue inmediatamente hacia él, mientras Gordillo se dejaba caer en una silla.

—No recuerdo haberte dicho que te sientes.

El Lobo esperó a que su prisionero se levantara antes de dar instrucciones a su asistente en un susurro. Después, mientras Zafarraya subía las escaleras, volvió a dirigirse a él.

—Puedes sentarte, si quieres.

Aquello fue demasiado para el teniente coronel Gordillo, que en lugar de aceptar esa oferta, intentó lanzarse contra su enemigo.

—¡Estáis locos! —sus guardianes le sujetaron para obligarle a sentarse, pero eso no le impidió seguir gritando—. ¡No tenéis ni idea de dónde os habéis metido! Los regulares ya deben estar en camino. Esto va a acabar muy mal.

—Así que los regulares, ¿no? —el Lobo se acercó a su prisionero andando despacio, se sentó en el pico de la mesa, empezó a liar un pitillo con mucha tranquilidad—. ¡Joder con el glorioso ejército nacional! No sois nadie sin los regulares, ¿verdad? Pues te voy a decir una cosa, pedazo de imbécil… —encendió el cigarrillo, se levantó, miró al teniente coronel desde arriba—. No has entendido nada, ¿sabes?, ni una mierda has entendido. Con regulares o sin ellos, esto no va a acabar mal, porque esto es lo de menos. Si no somos nosotros, serán otros, y si esos fallan, habrá otros después. Pero no dormiréis tranquilos nunca, ¿lo entiendes? Nunca.

Antes de que terminara de fumar, Zafarraya bajó las escaleras pisando con tanta fuerza como si sus botas llevaran suelas de piedra. Traía algo en la mano, y el coronel lo recogió sin dejar de mirar a su prisionero. Después, apagó el pitillo, le dio la espalda y vino hacia mí.

—Toma —era mi pistola.

—Ya no me hace falta —le respondí, sin decidirme a recuperarla.

—Lo sé —cogió mi mano derecha, puso el arma encima y la apretó con sus dos manos.

—Gracias —me la encajé en la cintura del pantalón y le devolví una mirada confusa, complicada por la emoción, pero él se limitó a sonreír.

—Cierra la puerta al salir, por favor. Y dile al centinela que avise al sargento Moreno de que, cuando le venga bien, puede mandar a alguien a buscar al comisario Flores, aunque no tengo ni idea de dónde estará. ¿Entendido?

Transmití sus órdenes sin vacilar, y sin saber tampoco hasta qué punto no había llegado a entender la última, pero en aquel momento, la tensión que había aflorado a los labios del Lobo al pronunciar el nombre del comisario no me pareció importante. Nada era importante después de lo que había pasado dentro de la casa, y mi revancha, mucho menos que su gesto. Porque era evidente que todos, Zafarraya, él mismo, los soldados que le acompañaban y los que trajeron a Gordillo esposado, habían procurado transmitir a su prisionero una imagen impecable, propia del estado mayor de un ejército experimentado y eficaz, disciplinado y temible. Su repentina marcialidad era muy diferente de la risueña escena que yo me había encontrado al llegar a aquella casa, la tarde anterior, pero en cualquier ejército habría ocurrido algo parecido, porque la guerra también es cuestión de propaganda, y de compañerismo. Y aunque estaba segura de que el Lobo había tenido en cuenta que su decisión de armarme serviría para darle otra vuelta de tuerca a la mortificación de Gordillo, eso no bastaba para justificar aquella prueba suprema de confianza, que me había convertido en uno de sus soldados. Mientras andaba por las calles de Bosost con la pistola guardada en el bolsillo, la emoción no me impidió advertir, sin embargo, que mi posición no había cambiado sólo para mí. La mujer enlutada debía de haberse apresurado a comunicar mi llegada a sus paisanos, porque la gente no me trataba como a una cocinera, ni para lo bueno ni para lo malo. Los vecinos del pueblo me miraban como a una ocupante más.

—¡Salud!

Un hombre joven al que le faltaban la mano y un buen trozo del antebrazo izquierdo, levantó el puño derecho en el aire para saludarme, cuando apenas nos habíamos alejado del cuartel general, y ese saludo rompió el silencio que había provocado mi encontronazo con Gordillo.

—¿Y este? —cuando bajé el brazo con el que le había devuelto el saludo, Montse frunció el ceño—. ¿Desde cuándo es rojo este?

—¿Le conoces?

—De vista. No es de aquí, vive en una granja, fuera del pueblo, pero que yo sepa… No sé, me extraña.

—Bueno, pero no es tan raro, porque la gente tiene mucho miedo, se nota que la represión ha sido brutal —y cuando más me interesaba escuchar su opinión, el Bocas decidió ser sorprendentemente escueto—. Ayer, en los pueblos que tomamos… Todo el mundo tiene mucho miedo.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso. Que tienen miedo.

Esperé a que se explicara mejor, a que se lanzara a comentar sus propias palabras, como había hecho antes en el zaguán, en la cocina, pero no quiso pasar de ahí y se quedó callado, escogió callarse sin que Montse dijera una palabra, sin que yo levantara una mano en el aire, sin que nada ni nadie le obligara a hacerlo. Se calló, y en el repentino silencio de una calle desierta, dimos un paso, luego otro, otro más, y cuando le miré, vi que ni siquiera me estaba mirando. Caminaba con los ojos suspendidos en el horizonte, como si al fondo de la cuesta hubiera algo interesante, pero al fondo de la cuesta no había nada, a los lados, sólo casas con las puertas cerradas. No quise preocuparme por su parquedad, porque yo sabía más que él de la dureza de la represión, de los fecundos frutos del terror, del miedo que la gente respiraba, el miedo que comía y bebía, el miedo en el que se arropaba para dormir, y Bosost no podía ser una excepción. En cada paso que di por sus calles, aquella mañana, pude detectar ese miedo, aunque percibí también algún gesto aislado de simpatía, detalles discretos, sonrisas a medias, una mujer que se escondió tras la puerta de su casa para asentir con la cabeza al vernos pasar, sin que nadie la viera, y nos mandó después a su hijo para ofrecernos unos pollos limpios, casi regalados. Era muy poco pero también era muy pronto, concluí, y la hostilidad manifiesta de Ramona, la dueña del colmado mejor abastecido del pueblo, que fue poniendo encima del mostrador todo lo que le pedimos sin desfruncir el ceño, se vio compensada por las sonrisas que algunas muchachas dedicaron al Bocas, que tenía buena planta incluso empujando la carretilla que habíamos pedido prestada para transportar nuestras compras.

—Si es que aquí somos cuatro gatos, la mitad parientes, y contando a los mozos que murieron en la guerra, los que están en la cárcel, y los que aprovecharon para irse y no volver, pues… —Montse me lo explicó sin levantar la voz—. Aquí casi no hay hombres jóvenes, solteros, ¿sabes? Y de repente llegan más de mil, así, de golpe, ¿y qué quieres? Pues más de una que se veía vistiendo santos está tonta perdida.

Ninguna tanto como su prima, la dependienta del bazar que era la otra tienda importante del pueblo, porque vendía de todo menos comida.

—¡Qué fort eres tú!, ¿no?

Mari hablaba un castellano mucho peor que el de Montse, que había vivido algunos años en Barcelona, en casa de una hermana casada con un andaluz, pero muy gracioso, porque tenía un acento cerradísimo, y en lugar de pararse a buscar las palabras que necesitaba, las sustituía alegremente por sus sinónimos en aranés. Sin embargo, al ver cómo la miraba, descubrí que el Bocas iba a entender su idioma a la perfección, así que les dejé tonteando mientras me paseaba por la tienda para echar un vistazo. Pero la prima de Montse no sólo era lanzada con los hombres. También era la vendedora más espabilada, la más perspicaz que yo había conocido nunca.

—Es polit, ¿eh? —la miré como si no la entendiera, y no por el adjetivo que había escogido, sino porque no creía haber mirado aquel vestido durante más de dos segundos—. Bonito, ¿verdad? —la perspectiva de vendérmelo la ayudó a encontrar las palabras justas—. Pues dentro tengo uno pariér…, lo mismo pero azul turquesa, que… Se lo voy a enseñar.

La puerta del cuartel general estaba abierta, el centinela nos confirmó que dentro no había nadie. Mejor, pensé, y subí corriendo al dormitorio con la intención de esconder mi botín, aquel vestido tan sugerente, tan favorecedor, tan pasado de moda, que no habría llamado la atención de nadie en otra época, cuando las mujeres podían ponerse guapas sin parecer indecentes, cuando resultar atractiva no estaba prohibido, cuando llevar un cuello tan original como aquel, con dos solapas pequeñitas que se cerraban con un botón casi en la garganta para enmarcar un escote redondo y ni siquiera muy profundo, no era pecado. Un vestido que, sin embargo, en el otoño de 1944 parecía un prodigio, un tesoro, un vicio escogido y clandestino.

No debería habérmelo comprado, me reproché mientras me lo ponía por encima para mirarme en el espejo y seguir regañándome, no debería haber cedido a aquella tentación, una frivolidad, una simpleza, pero tampoco podía dejarlo abandonado en su percha, porque aquella belleza de falda amplia, ondulante, mangas estrechas y cuerpo ceñido, era lo mismo que yo, una superviviente de la Segunda República Española que había llegado de milagro hasta aquel día, como si llevara más de cinco años en un almacén esperando a que yo fuera a rescatarlo, igual que el ejército de la Unión Nacional había venido a rescatarme a mí. Por eso, abrí el carmín que Mari me había regalado, lo probé en un dedo y me pinté con él los labios por encima, mientras me absolvía pensando en lo guapa que iba a estar y en que, al fin y al cabo, Zafarraya me había preguntado aquella mañana cuánto quería cobrar. Le había contestado que nada, porque no necesitaba nada, pero eso sólo era cierto antes de que empezara a necesitar aquel vestido. Él me había respondido que, de todas formas, me comprara lo que me hiciera falta, y desde que lo vi, aquel vestido era lo que más falta me hacía.

Había dejado la puerta del dormitorio abierta porque, al subir, no pensaba hacer ninguna de las tonterías que estaba haciendo delante del espejo, pero había asegurado a Montse, y al Bocas, que bajaría en un momento. Eso fue lo que hice cuando escuché un repentino estrépito de pasos y gritos, un rumor violento, confuso, que identifiqué con el sonido universal de las emergencias.

—¿Qué significa esto?

El comisario Flores giraba sobre sí mismo, como si estuviera furioso con el mundo en general, pero al verme me señaló expresamente con el dedo.

—¿Qué significa qué? —yo también miré a mi alrededor, pero no encontré nada que justificara su cólera.

—¿Dónde está el coronel?

—¡Y yo qué sé! —su mirada me recomendó que no le impacientara, y me expliqué un poco mejor—. La última vez que le vi fue aquí, pero de eso hace más de dos horas. Luego, he estado haciendo…

—No me refiero al Lobo —se acercó a mí, y fue más amable—. El coronel fascista, el prisionero, ¿dónde está?

—No lo sé —entonces recordé las palabras del Lobo, la extraña y perezosa fórmula que había escogido para mandar en busca de aquel hombre—. No sé nada de ese coronel fascista. Yo me he ido a hacer la compra, y cuando he vuelto, aquí ya no quedaba nadie. Y ahora, si me disculpas, me voy a la cocina —asintió con la cabeza y no dijo nada más—, que tengo mucho que hacer.

Yo sabía mucho, demasiado, pero por desgracia no sólo de tenientes coroneles, de comandantes fascistas. Pedro Palacios me había enseñado cómo podían llegar a ser las cosas en el otro bando, en el mío, antes de venderme con dos palabras. Durante el resto del día estuve muy ocupada, pero tampoco dejé de pensar un momento en Flores, en el Lobo, en Galán y en los demás, el espacio invisible, casi imaginario, que separaba a todos esos hombres delgados y atléticos de las carnes blandas de un civil uniformado que sin embargo había tenido que venir andando, igual que ellos.

Hasta que cayó la noche, estuve en la cocina, organizando la despensa, haciendo menús, cocinando. El Bocas me hizo de pinche y no dejó de hablar ni un momento, pero yo no le presté más atención que la imprescindible para contestarle con monosílabos mientras pensaba también en él, en lo que no había querido explicarme cuando íbamos andando al colmado de Ramona. Pues mi madre no le pone huevo duro a las croquetas, pues yo sí, ¿y para qué haces pisto si ya has hecho tortillas?, para que cada uno escoja lo que quiera, ¿y lo que sobre?, lo guardamos para mañana, que estará más rico, ¿y vas a hacer un bollo?, no, voy a hacer dos, uno con manzana y otro sin ella, Montse va a venir ahora para llevárselos al panadero, y así, mientras la despensa se iba llenando de fuentes, troceé los pollos, ¿y para qué guardas los despojos?, para hacer un caldo, pues no te va a dar tiempo, hoy no, pero mañana sí, y piqué dos cabezas de ajos para empezar a guisarlos sin dejar de pensar en lo que no podía ser otra cosa que un conflicto de autoridad, en la cima de una escala de mando de la que dependían miles de hombres armados que se estaban jugando la vida ahí afuera, sabiendo seguramente menos que yo.

Y Montse vino, se llevó los moldes rellenos de masa cruda, trajo los bollos cocidos, dorados, su superficie agrietada de puro crujiente, y seguí cocinando mientras me preguntaba por qué siempre tenía que ser así, siempre igual, cómo era posible que el coraje y la abnegación, el trabajo y el dolor de tantos, siguiera dependiendo aún de la ambición personal de unos pocos. Me acordé una vez más de la guerra, de la consigna del mando único, un millón de veces repetida y jamás acatada, ni siquiera entendida, y de la amargura de aquel capitán de artillería que me cortejaba como un caballero, la amargura en la que le acompañaba su comisario político, que era comisario pero no era imbécil, que sabía que lo único importante era ganar la guerra, y por eso se fiaba más de aquel militar de carrera, capaz, leal, seguro de sí mismo, que de los civiles que le daban órdenes desde un despacho. Cómo es posible, seguía pensando yo, que tantos años después, hayamos aprendido tan poco, cómo es posible que haber perdido una guerra no haya servido de nada, cómo es posible que sigamos igual después de haber ganado otra…

—¡Anda! —entonces llegó Comprendes, señaló al Bocas, y en lo único que pude pensar fue en que no me había dado tiempo a arreglarme—. No me digas que llevas todo el día con este. Pues te habrá puesto la cabeza como un bombo, ¿comprendes?

—No —miré al Bocas y le sonreí, pero no pude evitar que se sonrojara—, qué va. Me ha ayudado mucho. Pero ya se va, porque tiene una cita en el pueblo, ¿no?

Me miró con los ojos muy abiertos, asentí con la cabeza, y se quitó a toda prisa el mandil que le había obligado a ponerse encima del uniforme para ir derecho a la pila, a lavarse las manos.

—¿Qué pasa? —el teniente se le quedó mirando con una sonrisa y ninguna intención de dejar de tomarle el pelo—. ¿Se ha echado novia?

—Eso me temo —admití.

—Pues por su bien, espero que sea sordomuda, ¿comprendes? —y hasta el Bocas se rio, antes de que yo volviera a intervenir a su favor.

—No. Es muy parlanchina, y muy mona. Y por cierto, ¿qué tal os ha ido?

—Bien, mejor que ayer.

—¿Y Galán? —me atreví a preguntar por fin, sin controlar del todo una sonrisa boba, cuando el Bocas ya se había marchado.

—Está con el Lobo, interrogando a un prisionero conocido tuyo, por lo visto.

—¿Y lo sabe Flores? Porque antes ha venido en un plan…

—Ya —Comprendes me contestó tan deprisa como si no quisiera dejarme seguir—. Ahora está con ellos, así que tienen para rato, ¿comprendes?, porque eso significa que habrá que repetir cada pregunta dos veces, como mínimo.

—¿Quieres una croqueta?

—Claro que quiero.

Se comió tres en el rato que pasó conmigo en la cocina, casi una hora charlando y bebiendo vino, pero le prometí guardarle el secreto, igual que a los demás, que llegaron poco a poco para hacerlas desaparecer a tal velocidad que cuando la mitad de la fuente estaba vacía, guardé una docena entre dos platos. Hasta que llegó Montse, para poner la mesa, y casi a la vez, el Cabrero, que era a quien le había tocado ir más lejos.

—¡Mmm! —cerró los ojos para paladear la penúltima croqueta que quedaba en la fuente, y cuando los abrió, cogió mi cabeza con las dos manos y me estampó un beso en la frente—. Voy a proponerte para una condecoración, no te digo más. Me llevo la otra para el camino.

—¡Sí, hombre! —Comprendes protestó, pero no se lo impidió y yo aproveché para escabullirme.

Subí las escaleras a toda prisa y las bajé a tiempo de ver al Lobo y a Galán entrando por la puerta. A su alrededor, descubrí el mismo efecto óptico que había hechizado mis ojos la noche anterior, ese sol de caramelo que no brotaba de los pobres filamentos de ninguna bombilla, sino que, ahora me daba cuenta, nimbaba la cabeza del capitán como si toda la luz del mundo no bastara para iluminarle. Me pegué a la pared para verle andar, moverse, sin que él me viera, y ya no entendí cómo había podido clasificarle a primera vista como un hombre ni guapo ni feo, si mis ojos ya no sabían compararle con otro. Al rato, los suyos me encontraron y le empujaron hacia mí, obligándole a andar muy despacio mientras se paseaban por mi boca pintada, mi vestido azul turquesa, el vuelo de la falda que jugaba con mis piernas desnudas y los tacones que había cogido prestados de un armario. Aquellas sandalias eran de verano y me estaban grandes, pero daba igual. Desde la cabeza hasta la punta de los pies, yo estaba brillando y lo sabía, me sentía resplandecer mientras bajaba con la misma lentitud los escalones que faltaban, sin escuchar una conversación que quizás podría haberme ayudado a responder algunas de las preguntas que me habían atormentado durante toda la tarde. El Lobo hablaba con sus oficiales en el centro del zaguán, pero yo no les prestaba atención porque para mí, en aquella casa sólo había un hombre, y estaba concentrada en él, en la forma de sus labios, en el filo de sus dientes, en la curva de una sonrisa donde cabía el resto de mi vida.

—¡Qué guapa!

Y como si él también lo supiera, me tendió la mano derecha para ayudarme a salvar el último peldaño. Ese fue mi gran éxito de aquella noche, porque lo celebré mucho más que la velocidad a la que la comida fue desapareciendo de las fuentes, y más que la ovación que me obligó a levantarme a saludar después del postre.

—¿Estás muy cansado?

Terminé de secar el último plato, lo puse en su sitio, y al darme la vuelta contemplé una sonrisa maliciosa en los labios de Galán, que llevaba ya un rato apoyado en la mesa, con los brazos cruzados, esperándome.

—No —contestó, mientras me atraía hacia él para besarme en el escote.

—Es que he estado pensando… Como todavía es muy pronto, si no estás muy cansado, ni tienes mucha prisa… —me reí, le miré, se reía—. ¿Sabes lo que me haría mucha ilusión? Que me llevaras a ver nuestra zona.

—¿Nuestra zona? —y la huella de su risa encogió para dejar paso a una sonrisa que se desvaneció lentamente—. Nuestra zona… —repitió, como si no estuviera seguro de haber interpretado bien mis palabras.

—Sí, bueno, me refiero…

—No, no, si te he entendido —volvió a sonreír, pero esta vez tuve la impresión de que lo hacía porque se lo había ordenado expresamente a sus labios—. Lo que pasa es que… No sé cómo podríamos hacerlo. Ya es noche cerrada, todos los miradores están demasiado lejos como para ir andando, y… En fin, no creo que al Lobo le parezca buena idea que cojamos un camión sólo para dar un paseo a la luz de la luna.

—¿No? —y mientras le veía negar con la cabeza, encontré la solución—. Da igual. Yo tengo un caballo.

—¿Tu caballo? ¿Quieres que vayamos…? —se echó a reír, negando con la cabeza como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar, pero aceptó después de un instante—. Bueno, si quieres. Es más descansado que ir andando, desde luego. Yo casi no sé montar, aunque supongo que tú…

—Yo monto divinamente —y mientras volvía a reírse, me puse en marcha—. Me pongo las botas y bajo en un momento, espérame aquí.

Y diez minutos después, recorríamos al paso las calles de Bosost.

—Monta atrás —le había dicho después de ensillar a Lauro, pero él no se movió—. ¡Vamos!

—Es que yo… Yo debería ir delante, ¿no?

—Si supieras montar sí, pero como no sabes… —señalé el estribo con un dedo y tendí el brazo derecho hacia él—. Pon el pie aquí, y dame la mano… Eso es. Ahora, agárrate bien —se pegó a mí y metió la mano izquierda dentro de mi escote para rodear después mi cintura pasando el brazo derecho por debajo del vestido—. ¿Qué, estás cómodo?

—Sí, pero como me vean mis hombres sentado aquí, en el sitio de las mujeres, se van a reír de mí.

—¿Sí? —contesté, tapándome bien con una manta para que nadie descubriera dónde tenía las manos—. No creo.

Nadie se rio de él, aunque casi todos los soldados con quienes nos cruzamos sonrieron al vernos pasar. Eran sonrisas limpias, cargadas de una envidia limpia y cómplice, que emanaba con naturalidad de nuestra imagen, porque éramos envidiables mientras avanzábamos despacio hasta el puesto de control, más deprisa después, o así al menos me sentía yo, envidiable, única, escogida entre todas mientras sus manos me sujetaban, su barbilla apoyada en mi hombro, su nariz rozándome la oreja, madera y tabaco, clavo y jabón para asegurarme que seguía estando ahí, que no se había esfumado como los fantasmas de mis viejos sueños infelices. En Bosost, a medida que la situación se fue tensando para producir días intensos, frenéticos, decisivos, capaces de albergar en unas pocas horas acontecimientos tan graves y contradictorios como los que no llegan a sucederse en algunas vidas completas, no tuve muchos ratos libres para darme cuenta de lo feliz que era, pero en aquel momento, mientras cabalgaba con Galán por un valle iluminado por una luna como un gajo de naranja, fui consciente de mi suerte.

El camino de tierra que habíamos seguido desde el pueblo se cruzaba con la carretera a pocos metros de un promontorio rocoso defendido por un parapeto de rocas pintadas de blanco. Mientras guiaba hasta allí a Lauro, empecé a distinguir pequeñas manchas de luz, que revelaban otros tantos pueblos, tal vez sólo masías, pobremente iluminadas.

—¿Todo esto es nuestro? —pregunté sin desmontar, volviéndome hacia atrás, para poder mirarle.

—Sí —liberó sus dos manos para ayudarme a cambiar de posición, hasta que me quedé sentada de perfil, mis dos piernas sobre su pierna derecha, mi cuerpo recostado contra el suyo, y me besó en los labios antes de añadir una aclaración que sonó como una disculpa—. Aunque de día, impresiona más.

—Da igual, es que he estado pensando… —me separé un poco de él, para poder mirarle—. Igual te parece una tontería, pero como pensar sale gratis, pues… Cuando tomemos Viella y vengan los reservistas, si los aliados ayudan y sale todo bien… ¿Tú qué crees? ¿Vamos a ir derechos a Madrid o vamos a tomar primero Barcelona?

Él abrió mucho los ojos y no contestó enseguida, porque en aquel momento sólo pudo pensar en una cosa. Parece mentira el daño que puede llegar a hacer algo tan inofensivo como la Pirenaica. Eso fue lo que pensó, pero no me lo contó entonces, ni después. Pasarían muchos años antes de que me confesara por qué tardó tanto en contestar a aquella pregunta.

—Bueno —le insistí—, ¿qué me dices?

—No lo sé, la verdad. No creo que eso esté decidido todavía.

—¿No? En fin, yo preferiría ir derecha a Madrid, porque soy de allí y me han prohibido volver, pero creo que sería mejor tomar antes Barcelona.

—¿Sí? —sonrió, y volvió a besarme—. ¿Y por qué?

—Porque está muy cerca, eso lo primero, y luego, porque así tendríamos una salida al mar. Eso es importante, ¿no?

—Importantísimo.

—Por eso —me animé—. Luego podríamos desembarcar en Valencia, y por la Mancha, que es territorio leal, llegaríamos a Madrid en dos patadas.

Al escucharme, se echó a reír, me abrazó con más fuerza y me besó muchas veces, besos rápidos, ligeros, en los labios, en las mejillas, en toda la cara.

—¿Qué? —le pregunté, un poco preocupada por su reacción, aquellos besos que parecían destinados a una niña pequeña y no a una mujer como yo—. ¿Estoy diciendo tonterías o es que no te gusta mi plan?

—Me gustas tú, Inés.

—¿Y mi plan?

—También.

—¿Y tú crees que si le pregunto al Lobo…? —pero no me dejó seguir.

—No, no, al Lobo es mejor dejarle tranquilo, que él… Bueno, ya se lo preguntaré yo cuando llegue el momento —se tomó su tiempo para volver a besarme de una manera distinta, que prometía otra noche difícil de olvidar, y pronunció sólo una palabra más—. Vámonos, que aquí hace un frío que pela.

Era verdad que hacía mucho frío, pero a pesar de eso hicimos el camino de vuelta más deprisa que el de ida, y cuando atravesamos el pueblo, ya no me fijé en los hombres que seguían charlando en las puertas de las tabernas, ni en si nos miraban o no. Llegamos al establo bordeando la puerta del cuartel general, y después de acomodar a Lauro, completamos el recorrido a pie. A aquellas alturas, los dos teníamos ya la misma prisa, pero Comprendes estaba sentado en el banco de la fachada, con una rosquilla a medio comer en una mano, la sombrerera de Adela a un lado, y al otro, un hombre al que me bastó con mirar una vez para estar segura de que le conocía, aunque no lograba recordar dónde le había visto antes.

—Creía que estaban racionadas —Galán señaló las rosquillas.

—Pues sí, pero algunos no tenemos otra manera de entrar en calor, ¿comprendes?

Los dos me miraron a la vez, pero yo no les presté atención, porque en aquel momento, el soldado levantó la cabeza y le reconocí a la luz de la bombilla que iluminaba la puerta.

—¡José! —y cuando se volvió a mirarme, ya estaba segura de que aquel hombre flaco, de gesto sombrío, era el resultado de ocho años de guerra sobre el miliciano pequeño y cejijunto, como una estampa clásica de campesino español, al que había conocido en la cocina de Montesquinza, en septiembre de 1936—. Tú eres José, el de Cuatro Caminos, ¿no?

—Sí —me dirigió una mirada desconcertada, que me recordó que no nos habíamos visto tantas veces y que, para él, aquella reunión habría sido sólo una más—. Yo me llamo José y soy de Cuatro Caminos, pero no sé…

—¿No te acuerdas de mí? Soy Inés, la amiga de Virtudes que era novia de Pedro Palacios —y al escuchar aquel nombre, me miró con más atención—. Nos conocimos en el verano del 36, en un piso de la calle Montesquinza…

—¡Ah, sí, claro, Inés! —pero no sonrió al pronunciar mi nombre—. Sí, claro que me acuerdo de ti —tampoco se levantó para saludarme—. ¿Cómo estás?

—Ahora bien —me apreté contra Galán y él me correspondió estrechando su abrazo, aunque no pudo eliminar un resquicio del frío que se desprendía de la reacción de mi viejo camarada, una sequedad que en aquel momento no fui capaz de interpretar—. Lo he pasado muy mal, como todos, ¿no?, pero ahora estoy bien. Me alegro de verte.

—Gracias a tus rosquillas, ¿comprendes? Se han hecho famosas hasta en el campamento… Ahora, que ya se lo he dicho a este —y le dio un codazo a José—, que como siga corriendo la voz, más que racionarlas, las voy a esconder, ¿comprendes?, y se acabó lo que se daba.

Agarró la sombrerera, se la puso encima de las rodillas y me sonrió. Había tanto calor en aquella sonrisa, y aquel calor me sentó tan bien, que me acerqué a él para hacerle una promesa.

—Cuando entremos en Madrid, Comprendes, voy a hacer cinco kilos de rosquillas para ti solo —y una pausa añadió solemnidad a mis palabras—. Te lo prometo.

Luego entré en la casa, crucé el zaguán donde algunos hombres charlaban o jugaban a las cartas y, a punto de empezar a subir por la escalera, me di cuenta de que Galán no venía detrás de mí. Volví sobre mis pasos hasta que le vi hablando con Comprendes en el quicio de la puerta. Él me vio, me señaló con el dedo y echó a andar hacia mí, muy sonriente.

—¿De qué te ríes?

—De Comprendes —pero sólo terminó la frase mientras recorríamos el pasillo del segundo piso, donde nadie podía oírnos—, que me ha regañado mucho por decirte que íbamos a llegar a Madrid, como si eso fuera tan fácil.

Cuando terminó de decirlo, ya me había levantado el vestido con las dos manos, me lo había arrugado por encima del pecho, y avanzaba hacia la puerta del dormitorio sin soltarme, sin dejar tampoco de recorrer mi cuerpo con las manos, obligándome a andar de espaldas hasta que me aplastó contra la puerta. Pero eso no amortiguó el comentario de Comprendes, ni borró de mi memoria sus palabras.

Lo que pasó después, fue algo más que una noche difícil de olvidar. Galán apartó la cama de la pared, para no oírlos, me dijo sonriendo, y ya no hablamos más, mientras cada una de las acciones, de los gestos, de los rituales que habíamos estrenado la noche anterior se cargaban de un significado nuevo, más complejo, más arduo y peligroso, porque no iba a ser fácil llegar a Madrid y aquella cama, sin haber dejado de ser el centro del mundo, había vuelto a ser lo que era antes, lo que había sido siempre, la cama del alcalde de Bosost, un pueblo ocupado por un ejército invasor y rodeado de territorio enemigo, una isla incierta, recién nacida, en un océano furioso y encrespado por una perpetua tempestad. Allí estaba yo, y conmigo, un hombre que me poseía con la misma intensidad, tanto entusiasmo como la noche anterior, pero me daba un placer que era distinto, más dulce, y en la misma proporción, más venenoso, raro y sublime como todas las cosas efímeras por naturaleza, todo lo que puede llegar a terminar antes de tiempo, lo que depende de un azar tan sutil que puede expresarse en un segundo, en un milímetro, en el suspiro que logra desviar la trayectoria de una bala.

En eso se había convertido mi vida y eso seguiría siendo durante mucho tiempo, por amor a aquel hombre que, al conocerme, sabía todo lo que yo aprendí aquella noche con él, por él, en sus cicatrices, sus pausas y sus silencios. No iba a ser fácil llegar a Madrid, nunca lo sería, más allá de las consignas, de las proclamas, del manifiesto de la Unión Nacional. Ellos lo sabían, pero Galán me había dejado hablar, había sonreído al escucharme, me había besado para alejar de mí su propia incertidumbre, para protegerme de su miedo, para mantener a raya, lejos de mí y de la cama donde nos amábamos, la amargura conocida y la que todavía nos arrasaría muchas veces la garganta. Yo me había lanzado a hablar como una tonta y él me había abrazado, me había sonreído, me había besado para que estuviera contenta, porque le gustaba verme contenta, allí, en el ojo del huracán, donde echábamos un polvo detrás de otro como si todo no se nos fuera a venir encima en cualquier momento. Y sin embargo, la repentina conciencia del peligro, la posibilidad de que aquella cuenta atrás no estuviera descontando días del triunfo definitivo, sino de una derrota que aún no sería la última, no enturbiaba nada de lo que estaba sucediendo entre nosotros. Al contrario, nos iluminaba con una potencia asombrosa y radical que extremaba todas las cosas para enfatizar su esencia, y hacía la materia más densa, el espíritu más aéreo, la piel más sensible, el sexo más feroz, y el corazón más rojo, más caliente. Porque no hay vida como la clandestinidad. Ni tan mala ni, sobre todo, tan buena.

Aquella noche comprendí todo eso, y que ni siquiera sabía cómo se llamaba el hombre que acababa de salir de mí y me acariciaba mirándome a los ojos, como si pudiera ver mi pasado a través de ellos.

—Háblame de tu novio —me ofreció la cómoda intrascendencia de una conversación propia de dos amantes primerizos, como si pretendiera arrancarme de la gravedad de mis reflexiones.

—¿De qué novio?

—Pues de ese que tuviste, Pedro como se llame, el que conocía al Piñón —y fruncí las cejas, porque no sabía de quién me estaba hablando—. El Piñón, el que estaba con Comprendes ahí fuera, hace un rato…

—¡Ah, José! Pues Pedro… Pedro Palacios, porque se apellidaba Palacios —¿y tú, cómo te apellidarás?, me pregunté—, era muy guapo, muy buen orador, muy atractivo para las mujeres… —hice una pausa para comprobar que no le gustaba nada lo que estaba oyendo—, y un traidor de mierda, un pedazo de cabrón que me denunció a la policía en abril del 39.

—¿En serio?

—Y tan en serio.

Le conté aquello y lo demás, cómo le había conocido, cómo me había deslumbrado, cómo me había toreado y lo que pasó después, aquellas mañanas en las que aparecía sin avisar para llevarme a la cama mientras Virtudes y las chicas estaban trabajando en el comedor, aquellas noches en las que me dormía con la luz encendida, esperándole, aunque ya me hubieran contado que estaba de juerga con una, o con otras, en la calle Echegaray, en la Corredera, en la Plaza Mayor, y que nunca me lo acababa de creer del todo.

—Y cuando Virtudes me contó que alguien le había visto entrando en un cuartelillo de Falange, con chaqueta y corbata, tampoco me lo creí. Imposible, le dije, la gente habla por hablar, todo el mundo está muerto de miedo… —entonces dejé de mirar al techo, le miré a él, y él me miraba—. Fue culpa mía. Tendría que haber hecho caso, aunque no quisiera creérmelo, tendría que haber sacado a los camaradas que tenía escondidos, pedirle a Virtudes que los escondiera en otro sitio, esconderme yo con ella… Pero es que no me lo podía creer, no podía, te lo juro, de él no, de Pedro, no. Los cuernos, los desplantes, las borracheras, bueno, pero eso… Tanto no, pensé aquella noche, no puede ser, porque creerlo sería lo mismo que admitir que mi vida entera se ha ido a la mierda. Y lo que pasó a la mañana siguiente fue exactamente eso, que todo se fue a la mierda —y volví a mirar al techo, como si ya no pudiera seguir mirándole—. Le trajeron con ellos, ¿sabes? Supongo que le obligarían a ir con ellos, pero el caso es que allí estaba, en el descansillo de la escalera, señalándonos con el dedo. Y nos cazaron como a ratones, a Virtudes, a mí y a los siete que teníamos en casa, uno detrás de otro.

En aquel momento, él alargó la mano izquierda para posarla sobre mi cara y obligarme a girarla, a mirarle, y me besó en los labios.

—Cuando entré en la cárcel, hice circular su nombre y su descripción. Ya lo conocían, porque había entregado a más, bastantes, no sé cuántos, aunque nadie volvió a verle nunca más. No sé en qué agujero se metería, pero se escondió bien, motivos tenía, desde luego, porque te juro por lo que más quieras que, si hubiera podido, le habría matado yo misma —le vi sonreír de una manera extraña, casi triste—. Te lo juro. Si le hubieran detenido, si le hubieran torturado, si le hubieran obligado a ver cómo torturaban a su madre… Yo qué sé, tampoco sé qué habría hecho yo, eso nunca se sabe, pero vendernos así, de aquella manera, para salvarse él cuando ni siquiera estaba en peligro… Espero que, por lo menos, no haya vuelto a dormir por las noches.

—Seguro que sí, que duerme mejor que nosotros —Galán volvió a besarme, y volvió a sonreír de una forma diferente, como si quisiera absolverme de todas mis culpas—. De todas formas, me alegro.

—¿De qué? —y me asusté durante una fracción de segundo.

—De todo. Hasta de que no lo mataras.

—¿Sí? —yo también sonreí, porque le había entendido—. ¿Y por qué?

—Porque me alegro.

Dos días después, aquella conversación que, al empezar, no parecía tener otra función que la de consentirnos descansar un rato, y al terminar, había servido para que Galán se me declarara de una extraña manera, se volvería en mi contra, pero aquella noche, un instante antes de quedarme dormida, lo único que alcancé a preguntarme fue si a él, que aquel día había andado un montón de horas, y al día siguiente andaría quizás más, le convendría follar tanto. Me contesté que sí, porque si no, ni siquiera podría intentarlo, y me dormí riéndome de mi propia inquietud.

Todavía lo hicimos otra vez, por la mañana, antes de que él se reuniera con los demás y yo bajara disparada por las escaleras para tener el desayuno preparado a tiempo. Corté pan, embutidos, escaldé unos tomates, los pelé, los rallé, llené una fuente grande de huevos fritos con tocino, y aunque Zafarraya protestó al bajar, joder, Inés, vamos a engordar pero de verdad, para sonreírme un instante después, qué rico todo, ¿no?, se lo comieron tan deprisa que cuando saqué los bollos que había hecho con el Bocas la tarde anterior, sólo llegué a ver el fondo de loza blanca, grasienta. El Cabrero me bendijo con la boca llena, y el Sacristán abrió los brazos para gritarme, desde el fondo de la mesa, que dejara a esa birria de gaitero y me casara con él. Galán dejó de masticar por un instante, se volvió a mirarle, le dijo que con la gaita, de momento, pocas bromas, y siguió despachando en solitario la mitad del bollo con manzana. Mientras hacía mentalmente la lista de lo que iba a tener que volver a comprar, les miraba comer a todos, sobre todo a él, y me sentía tan bien como si lo que estaban comiendo me alimentara más que a ellos. Entonces llegó Montse, empezó a recoger la mesa, la ayudé a llevarlo todo a la cocina y cuando todavía no habíamos empezado a fregar, apareció el Bocas.

—Salud, ¿se puede? —dijo, aunque la puerta estaba abierta.

—Claro que se puede —y me alegré de verle sin la venda—, pasa.

—Que vengo a saludaros, para que sepáis que ya tengo bien la mano y que hoy no voy a poder quedarme a ayudaros, pero que si hace falta traer otra carretilla, podéis decirle a la tendera que la deje en la puerta, y cuando volvamos, os la acerco en un momento, porque no sé a qué hora vamos a llegar, pero no creo…

—¡Bocas! —y Comprendes asomó la cabeza por la puerta—. Nos vamos.

—Sí, si ahora mismo termino, sólo estaba diciendo…

—¡No! Nos vamos ya, ¿comprendes?

—Bueno, pues que me voy a tener que ir.

—Espera un momento —y ni siquiera me paré a quitarme el delantal—, que voy contigo. Vuelvo enseguida, Montse.

Cuando salí a la calle, él ya estaba subiendo la cuesta.

—¡Galán! —volvió la cabeza, se paró y tuve que echar a correr para alcanzarle.

—Creía que no querías despedirte de mí.

—No seas tonto —me colgué de su cuello, le besé, y después seguí con los dedos los contornos de sus solapas, para retenerlo todavía un instante—. Y ten mucho cuidado, por favor.

—Ayer no me dijiste eso.

—Ayer no —y volví a besarle—. Pero hoy sí te lo digo.

Nos quedamos quietos, callados, en medio de la calle, hasta que escuchamos la voz de Comprendes, ¡Galán, vámonos ya, que eres peor que el Bocas!, y él desprendió mis dedos de sus solapas y empezó a andar hacia atrás sin dejar de mirarme. Yo conté sus pasos, le vi darse la vuelta en el sexto, ponerse a la altura de Comprendes y alejarse de mí.

Cuando le perdí de vista, me prohibí a mí misma pensar en qué podría pasar después, y no lo logré. Pero nada habría podido prepararme para recoger sus pedazos tal y como volvió a mí aquella noche, roto por dentro, por fuera entero, sin un rasguño.

—¿No quieres que te saque unas sopas de ajo, por lo menos? —cuando les serví el primer plato a los demás, salí a verle y le encontré en la misma postura en la que le había dejado, sentado en el banco de piedra que había al lado de la puerta, con los brazos caídos, la cabeza apoyada en el muro, los ojos clavados en la casa de enfrente—. Me han salido muy ricas, te lo advierto. Perdigón ha dicho que están para cantarles coplas. De hecho, aunque no te lo creas, se ha arrancado a cantar por Angelillo después de probarlas.

—Sí, ya le he oído —amagó con sonreír, sin lograrlo del todo—. Es que él es muy flamenco. Y además, seguro que hoy ha tenido más suerte que yo.

Yo también había tenido un buen día, tranquilo y provechoso, o eso creía, y que había logrado resolver la cuestión de los suministros, que era lo que más me preocupaba.

—La verdad es que me estoy asustando —le confesé a Montse cuando me senté a desayunar a solas con ella en la casa vacía—, porque fíjate cómo comen. Me he quedado sin leche, sin patatas, sin fruta, sin tomates y con cuatro huevos. Y con lo pequeño que es este pueblo, no sé… ¿Tú crees que Ramona tendrá suficiente para vendernos todos los días lo mismo que ayer?

—Que sí, mujer, y si no tiene, lo buscará… Pues buena es esa para perderse dos pesetas. Claro, que lo mejor sería que le encargáramos la compra de un día para otro, ahora vamos a hablar con ella, pero dime una cosa… —bajó la cabeza, entornó los ojos, me miró de reojo y cambió de tono, como si lo que fuera a decir a continuación fuera mucho más importante, más grave y trascendental que la posibilidad de que nos quedáramos sin comida al día siguiente—. El Zurdo… ¿Por qué habla así?

—¿El Zurdo? —la miré y seguí sin entender lo que quería decir—. No sé. ¿Cómo habla?

—Pues así… —y se dedicó a hacer dibujitos en el mantel con el dedo índice—, con esa voz tan… Tan suavísima.

—¿Suavísima? —repetí, y luego me eché a reír—. Pues porque es canario, Montse. Los canarios tienen ese acento, todos hablan así.

—Ya, ya sé que es canario, aunque sea tan rubio, que es raro, ¿no? —y me miró, antes de lanzarse—. O sea, que habla así con todo el mundo.

—Eso no lo sé —y sonreí al ver cómo se sonrojaba—. Porque no sé cómo habla contigo.

—Conmigo… —me miró, y a pesar del incendio que la consumía, se echó a reír—. Mira, el día que llegaron, cuando vine a ofrecerme para trabajar, él fue quien salió a recibirme, ¿sabes? Al preguntarme cuánto quería cobrar, sonrió, sin venir mucho a cuento, la verdad, pero sonrió, y parecía que se me estaba declarando, en serio. Y anoche… Bueno, salimos a dar una vuelta, y otra vez tuve la sensación… —se rio, me reí con ella, y juntas nos reímos más todavía—. Te juro, Inés, que alguno se me ha declarado con la voz más rasposa.

—Y le dijiste que no.

—Sí, pero no por eso. Yo ni siquiera sabía que había hombres que no raspaban al hablar. Y por cierto, hablando de aquel, que era payés… —sacudió la cabeza, se irguió en la silla y cambió de tema—. También podríamos comprarle directamente a alguno, y nos saldría más barato.

—Ya, pero eso es lo que hacen los del campamento, y no vamos a meternos nosotras por en medio, ¿no?

Aquella mañana, Romesco estaba de centinela. Poco después de las diez, cuando salimos después de limpiar a medias, le avisé de que igual necesitábamos ayuda con la carretilla, y me dijo que no me preocupara, que ya mandaría a alguien a recogerla. Después, Montse decidió que lo mejor sería que fuéramos primero a ver a su prima, y ella no necesitó ni dos minutos para demostrarnos que era espabilada para algo más que para vender vestidos.

—De momento, lo que necesitáis es un pórc, o sea… —nos dijo, con un acento en el que parecía pesar más el cansancio de pronunciar una obviedad semejante que la dificultad para encontrar un sinónimo que yo pudiera entender—. Un cerdo, se dice, ¿no?, un cerdo entero —insistió, ante el asombro que mantenía la boca de Montse, la mía, abiertas de par en par—. Un…

—Ya, ya, si lo he entendido —le dije cuando conseguí cerrarla—, lo que pasa es que, no sé, no se me había ocurrido.

—Pero ¿cómo vamos a comprar un cerdo ahora, Mari —su prima fue mucho más rotunda—, si todavía no estamos ni en noviembre?

Entonces, las dos primas se lanzaron a hablar en aranés, volviéndose hacia mí de vez en cuando para traducirme sus propios argumentos, una discusión en la que acabé poniéndome de parte de Mari, porque si no queríamos hacer matanza, pero sí tener la despensa llena de carne, daba igual que el animal aún no estuviera cebado del todo.

—Podemos adobar los lomos y las costillas, para que duren más —fui calculando por mi cuenta, para convencer a Montse—, asar las patas, e ir comiéndonos lo que se estropee antes, ¿no? Pero lo que no sé es dónde vamos a encontrarlo.

—Yo —Mari sí lo sabía—. Yo os lo busco, y hoy mismo, que sé dónde hay. Digo que es para mi casa, que nosotros no hemos engreishat ninguno este año, lo compro, se lo llevo al carnicero… —hizo el ademán de cortar algo, golpeando el mostrador con el canto de la mano en varias direcciones—, y ya está. Ya hace frío, y si lo guardáis en un sitio fresco…

—Y cuánto nos vas a cobrar, ¿eh? —pero Montse todavía no quiso darse por satisfecha—, que tú eres muy lista para todo, Mari.

—Lo que me cueste —volví a ver al Bocas empujando la carretilla—. Y lo que me cobre el carnicero. Ni un céntimo más.

Las dos primas se miraron en silencio durante un instante, y aquella mirada fue definitiva, mucho más relevante que la conversación que tuvimos después, el precio que calculamos por encima y el dinero que pagué por adelantado para salir del bazar de mucho mejor humor. Así, con la misma sensación de facilidad, de euforia justificada, entré en la tienda de Ramona, un zaguán oscuro que olía a especias, a escabeche, a laurel, un aroma denso y agradable que me compensó por el sombrío aspecto de su propietaria, una mujer que aparentaba más edad de la que debía tener, vestida con un hábito morado que no llegaba a ceñir un cordón sucio, que alguna vez debió ser dorado y ahora era de un indefinible tono ocre. El día anterior había sido muy antipática con nosotras, pero al volver a verla, decidí por su gesto hosco, la mirada altiva, la boca torcida de desprecio, que no debía de ser muy simpática con nadie. Sobre su cabeza, dos chapas grandes de metal, una Inmaculada Concepción y un Sagrado Corazón pintados con colores chillones, parecían bendecir tanta hostilidad.

—Buenos días, Ramona —no me contestó, pero yo insistí con el acento más amable—. Se acuerda de mí, ¿verdad? —y aunque no se molestó en asentir con la cabeza, seguí adelante como si no me estuviera dando cuenta de nada—. Pues el caso es que, a pesar de todo lo que le compramos ayer, necesito casi otro tanto de algunas cosas —miré una de las dos listas que había hecho antes de salir de casa—, harina, patatas, tomates, huevos… Bueno, aquí lo tiene.

Siguió mirándome con los brazos cruzados, sin hacer ademán de moverse.

—¿Quiere mirar la lista, por favor? —insistí, en un tono más serio.

—Es que tengo muy poca cosa, ya lo ve —contestó por fin.

—No —y me molesté en sonreír mientras miraba a mi alrededor—, lo que veo es que tiene muchas. Los estantes están llenos, ¿no?

—De conservas, eso sí, pero… —y por fin se dignó coger el papel y leerlo por encima—. Patatas y huevos, por ejemplo, no sé si me quedan. Y tomates… Aquí no hay, ¿verdad?

—A lo mejor hay dentro, Ramona —intervino Montse, con mucha más dureza que yo—. A lo mejor no le ha dado tiempo a colocarlo todavía.

—A lo mejor —admitió con desgana.

—¿Y le importaría ir a ver, por favor? —volví a insistir con una sonrisa que no se merecía.

Tardó un siglo en ponerse en marcha, otro en entrar en la trastienda arrastrando los pies como si no pudiera con ellos, y menos de dos minutos en salir, pero Montse no necesitó más para advertirme que lo estaba haciendo muy mal. Así, no, añadió, así no vamos a sacar nada, tú déjame a mí…

—Pues no, ya se lo había dicho —la tendera tensó los labios en algo que quería parecerse a una sonrisa—, no tengo nada.

Esa respuesta acabó con la paciencia de Montse, que me cogió del brazo izquierdo, lo apretó un momento para anunciarme que iba a tomar la iniciativa, y se inclinó sobre el mostrador.

—Mire, Ramona, usted y yo nos conocemos muy bien, ¿verdad?, desde hace muchos años. Y no es que le tenga aprecio, pero aunque sólo sea por eso, me gustaría explicarle algunas cosas. La primera es que, desde hace unos días, las cosas han cambiado mucho, no sé si se ha dado usted cuenta… —yo la miraba, la escuchaba, me preguntaba de dónde habría sacado tanto aplomo de repente, y no acababa de creer lo que estaba viendo, lo que estaba oyendo—. La tortilla se ha dado la vuelta, como se dice vulgarmente, y aquí ya no mandan los que mandaban, así que… Si nosotras, al salir de aquí, dijéramos una palabra —y levantó el dedo índice en el aire—, pero una sola palabra, no crea, en un santiamén se le llenaría la tienda de soldados, la llevarían presa y nos quedaríamos por las buenas con todo lo que tiene usted aquí —en ese momento, Ramona ya se había empezado a asustar, y no me extrañó, porque llegar a Madrid no iba a ser fácil y Montse me estaba asustando también a mí—. Usted lo sabe, porque ya se acordará de cómo logró quedarse con la única tienda del pueblo cuando acabó la guerra, ¿verdad? A mí no me gustaría decir esa palabra, porque no quiero nada suyo, y mucho menos que alguien piense que nos parecemos, pero si se niega a vendernos, le cerramos el negocio, eso por descontado. Tampoco nos importaría, no crea, porque mi amiga, aquí donde la ve, sabe conducir, y con pedirle la furgoneta a mi tío… Así que, si no quiere que su competencia empiece a ganar lo mismo que está usted perdiendo, deje de hacer tonterías y póngase a despachar, que es lo suyo —Ramona se fue para dentro sin perder ni un segundo en mirarnos, pero Montse todavía no había dicho la última palabra—. ¡Joder!

Después, se volvió a mirarme y la vi temblar entera, de arriba abajo. Temblaba de rabia, pero también de asombro, una oscura, espesa excitación, que brotaba del susto de haber sido capaz de llegar tan lejos, hasta un lugar desde el que no le iba a resultar fácil volver. Eso pensé yo, pero ella se frotó con fuerza la cara, respiró hondo varias veces, y sonrió antes de decir algo más, en voz baja, sólo para mí.

—Ya verás como esto sí que lo ha entendido.

Lo entendió tan bien que después de poner sobre el mostrador todo lo que le habíamos pedido, cogió la lista del día siguiente, la miró y asintió con la cabeza. Mientras tanto, Montse y yo llenamos la carretilla, pagamos la cuenta, y no necesitamos palabras para ponernos de acuerdo en que, después de aquello, nos sobraban fuerzas para llevarla a casa nosotras mismas.

Bajamos el primer tramo de la cuesta sin hablar, pero en la primera curva, cuando Ramona ya no podía vernos ni saliendo a la puerta de su tienda, apoyé la carretilla en el suelo, me quedé mirando a Montse con la mezcla de miedo y de admiración que expresaba mejor lo que sentía, y sonreí.

—Te advierto que no sé conducir.

—Sí es por eso… Mi tío tampoco nos habría dejado la furgoneta —y se echó a reír—. Pero no te imaginas lo a gusto que me he quedado.

—Sí, claro que me lo imagino, lo que pasa… Tú eres de aquí, Montse. A ti, aquí, te conoce todo el mundo, y lo que me da miedo… —tomé aire y lo dije de un tirón—. Después de lo de hoy, si esto sale mal…

—No puede salir mal —y negó con la cabeza, varias veces—. No me digas eso, Inés.

—Pero es que puede salir mal —y me dirigió una mirada tan desamparada que me corregí enseguida—. No todo, eso no, yo creo que saldrá bien, pero a lo mejor, antes de echar a Franco, hay que irse de aquí, moverse a otra zona, replegarse, y entonces… ¿Qué vas a hacer tú?

—¿Y tú?

—¿Yo? —nunca lo había pensado, pero tampoco tenía mucho donde elegir—. Irme con ellos. Si quieren llevarme, claro, irme… A Francia o adonde sea. Pero yo soy de Madrid, estoy muy lejos de Madrid y no me dejan volver, Montse, no podría vivir allí ni queriendo. Tú, en cambio, eres de Bosost, y si el ejército se retira, ya no vas a poder seguir viviendo aquí sin que te pase nada —la miré con inquietud, pero no me dio la impresión de haberse asustado.

—Dame un pitillo, anda.

Se lo di, se lo encendí, le vi tragar una bocanada de humo, arrugar la boca en una mueca de repugnancia, toser varias veces, moviendo la mano para apartar el humo de su cara, y devolvérmelo enseguida.

—Toma, fúmatelo tú. ¡Qué asco! No sé cómo esta porquería os puede gustar tanto, de verdad —y mientras me miraba fumar, tomó una decisión—. Si esto sale mal, yo me voy contigo, Inés. Total, para lo que hay que ver aquí…

Cogió la carretilla, la llevó durante otro tramo hasta que apagué el pitillo para relevarla, y así fuimos avanzando hasta que Romesco pudo vernos desde la puerta del cuartel general, y vino corriendo a ayudarnos. Mientras nos regañaba por no haberle avisado, vi delante de la puerta a aquel hombre joven, manco, que había levantado el puño para saludarme la mañana anterior, para que Montse se preguntara en voz alta desde cuándo sería rojo.

—Salud, camarada —y mientras Romesco metía la carretilla en casa, le sonreí—. ¿Cómo estás?

—Bien, muy contento de que estéis aquí, la verdad, porque anda que… Pasar todo lo que yo he pasado, estando tan cerca de Francia. Si no fuera por mi madre, y por…

Levantó el muñón en el aire, y mientras Montse iba a devolverle la carretilla a Ramona, le pregunté si le habían herido en la guerra. Me contestó que sí, que en el Ebro, y que ya no servía para nada, pero que lo había estado pensando y le gustaría ayudarnos, aunque no sabía cómo. Yo le di algunas ideas. Mira a ver si puedes encontrar dos sacos de patatas, o unas docenas de huevos, o unos kilos de tomates, o unos pollos a buen precio, le dije, y Romesco se echó a reír. A estos no sé, añadí, señalándole con el dedo, pero a mí, desde luego, es lo que mejor me vendría. Arturo, que así se llamaba, me prometió que podía contar con él, mañana te traigo algo, añadió, no sé si podré encontrarlo todo, pero algo seguro que te traigo…

Cuando me metí en la cocina, pensé que era una exagerada, pero me animé enseguida. Si mis gestiones con Arturo tenían éxito y Ramona se portaba bien, podía freír los tomates que me sobraran y guardar la salsa en tarros herméticos, para conservarla más tiempo, patatas y cebollas nunca iban a sobrar, porque duraban mucho, el bacalao, ya no digamos, y huevos…

—Toma —justo cuando estaba pensando en eso, Montse puso encima de la mesa dos cestas que tenían veinticuatro cada una—. Mi prima. Que están recién cogidos, que se los ha comprado regalados a los mismos que le han vendido el cerdo, que sigue habiendo dinero de sobra y que esta tarde hacemos cuentas —se quedó mirando los huevos que le habíamos arrancado a Ramona, puso los brazos en jarras y me miró—. Así que, ya me contarás…

—Tocinos de cielo —le conté, después de pensarlo un minuto.

—¡Ah! ¿Pero tú sabes hacer eso?

—Claro, ¿no ves que yo aprendí a cocinar en un convento? Y mañana, merengues, para aprovechar las claras. Hacemos unas natillas para echárselas por encima, y así, como parece que leche también va a sobrar…

Antes de que terminara de decirlo, ya se había arremangado y estaba esperando a que le dijera lo que había que hacer. Estuvimos el resto del día juntas, en la cocina, y se nos pasó el tiempo volando. Montse era tan eficaz como el Bocas pero mucho más silenciosa, y como no me pedía explicaciones sobre cada cosa que me veía hacer, fuimos mucho más deprisa. A las cuatro de la tarde, cuando miré y remiré en todos los rincones sin encontrar unos moldes de repostería que me sirvieran, ya habíamos hecho el caldo para las sopas de ajo, dos empanadas grandes de atún en escabeche, que era lo único que Ramona confesaba tener de sobra, una fuente enorme de la ensalada de bacalao con cebolla y aceite de oliva a la que Montse llamaba esqueixada y yo llamé igual desde aquel día, y otra de croquetas, otra vez del jamón de mi hermano, porque del pollo de la noche anterior no habían sobrado ni las alas. Entonces salí a comprarle unos moldes a Mari, y aún no había encontrado una fórmula para aprovechar mi considerable excedente de patatas cuando la vi poner una olla encima del mostrador.

—El cerdo ya está muerto, abierto y desangrándose —me dijo, con una gran sonrisa de satisfacción—. ¿Quieres la prueba?

—¡La prueba! —repetí, y levanté la tapa de la olla para comprobar que, efectivamente, allí estaba.

Cuando le anuncié que ya teníamos carne para la cena y una buena excusa para freír un montón de patatas, Montse se llevó las manos a la cabeza. Va a sobrar comida, pronosticó, y yo le contesté que daba igual, que eso siempre era alegría. Sin embargo, no sobró nada, porque hubo más comensales de los previstos. El Lobo invitó a cenar a los tres hombres que habían llegado con Galán. Él, a cambio, ni siquiera quiso sentarse a la mesa.

—Deberías cenar algo —le dije un montón de veces—. Con las palizas que te pegas todos los días, no puedes acostarte con el estómago vacío.

—No tengo ganas —me contestó las mismas veces, cogiéndome de la mano para que no volviera a preguntarle si le molestaba que estuviera con él, como al principio.

Aquella tarde, ellos habían sido los primeros en volver, antes incluso de que Montse trajera las empanadas y los tocinos de cielo que había mandado al horno del panadero. Cuando escuché la voz de Comprendes en el zaguán, me puse muy contenta y salí de la cocina corriendo, pero al verle, mis pies se pararon de golpe en una baldosa, como si aquel trozo cuadrado de cerámica fuera la frontera de un abismo infranqueable. Yo ya conocía esa cara. Nunca la había visto en aquella cabeza, con aquellos rasgos, aquella nariz, aquellos ojos, las gafas tan sucias, pero la conocía, conocía la expresión muerta de su mirada, el tono macilento de la piel, el súbito hundimiento de unas mejillas que parecían haber envejecido años enteros en unas pocas horas y ese falso aire de serenidad que tal vez lograría engañar a otros, a mí no. Porque aquella era la cara de la derrota, y yo la había visto demasiadas veces.

—Por eso Galán no ha querido entrar, y se ha quedado sentado, ahí fuera —el Lobo vino a buscarme a la cocina y me contó lo que había pasado—. Deberías salir a verle, ¿sabes? Y tratarle bien.

—¿Por qué me dices eso? —protesté—. Yo siempre le trato bien.

—Ya, me lo imagino. Pero es que ahora está muy mal, muy desmoralizado, y yo no puedo quedarme sin él, Inés, no puedo permitirme que se hunda, y tampoco sé cómo evitarlo —le miré a los ojos y me di cuenta de que estaba hablando en serio—. Tú, seguramente, sí sabes.

Aquella confidencia me asustó, pero no tanto como el aspecto del hombre al que encontré sentado en el banco, con la espalda erguida, apoyada en la fachada de la casa, los ojos clavados en el muro de enfrente, y el gesto de desorientación absoluta de quien no sabe nada, ni quién es, ni cómo se llama, ni dónde está, ni qué hace, ni por qué, ni para qué. La cara de Galán no era la de un hombre derrotado, sino la de un hombre hundido, pero cuando intenté tratarle bien, no funcionó.

Tuve que tratarle mal para que empezara a reaccionar, tan mal que hasta me arrepentí, y cuando lo malo se convirtió en lo peor, le pedí perdón por las cosas que le había dicho. Él me respondió que no tenía nada que perdonarme, me rodeó con sus brazos, me besó, y en aquel beso se acabó todo, su desánimo, el mío, lo que había pasado aquel día y lo que pasaría al día siguiente, porque los días ya no contaban, ni siquiera contaban las horas, sólo aquel instante, la sucesión de instantes brevísimos, aislados, absolutos, a la que había quedado reducido el paso del tiempo. No hay vida como la clandestinidad, ni tan mala, ni tan buena. Yo tampoco había vivido nunca una vida como aquella, y una sola noche, ocho, diez horas repartidas entre el sueño y la vigilia, jamás había representado tanto para mí.

—Ahora sí que tengo hambre, ¿ves?

A las dos de la mañana, cuando bajé las escaleras, fui a avisar al centinela de que era yo la que iba a hacer ruido antes de meterme en la cocina. Freí un par de huevos, tres patatas y lo que había guardado de la prueba del cerdo para él, sonreí como una boba al verle devorar, y unas pocas horas después, nos levantamos como si el día anterior no hubiera pasado nada.

El que estaba comenzando sería mucho peor, sobre todo para mí, y sin embargo, al despertarme me sentí fuerte, casi eufórica, como si mi estado de ánimo ya dependiera solamente del ánimo del hombre que había dormido a mi lado. Los demás también se levantaron de buen humor, y con tanto apetito como el día anterior. Mientras les veía liquidar todo lo que iba poniendo encima de la mesa, volví a sentir la confusa satisfacción maternal que me había asaltado la mañana anterior, esa exaltación de las cosas pequeñas, pequeños elogios y grandes sonrisas, que puede llegar a convocar una tortilla de patatas, unas rebanadas de pan recién tostado, untado con tomate, aceite de oliva y sal, todo bien camuflado por unas lonchas de jamón, o una ensaladera de fruta fresca, recién pelada y cortada en trozos. Como había sobrado pan, aquel día también hice migas, con chorizo y torreznos, y eso fue lo que más les gustó. Se las comieron tan deprisa que les prometí hacer más al día siguiente, sin saber que aquella escena no volvería a repetirse, que ni ellos ni yo volveríamos a sentir esa clase de felicidad, tan elemental pero tan completa, en la misma casa, en mañanas más sombrías. Aún ignoraba eso, pero mientras les miraba, como mira una gallina a sus polluelos, me di cuenta de que me faltaba uno.

—¿Y el Zurdo?

—No ha dormido aquí —fue el Cabrero quien me lo dijo—. No me extraña, ¿comprendes? Cualquiera duerme en esta casa.

—No creo que se haya ido para dormir más —el Cabrero sonrió—. Seguramente habrá dormido menos.

—Pues eso. Lo mismo me da, ¿comprendes?

Sonreí al oírle, y miré a Galán, y Galán me sonrió. El Lobo también sonreía, y aquella mañana no iba a quejarse de los disgustos que dan las mujeres, porque Galán estaba entero, porque había vuelto a ser él, mientras comía, y fumaba, y se reía con los demás. Él me había pedido que se lo devolviera y yo se lo había devuelto. Por eso, tampoco dijo nada cuando el Zurdo, con una sonrisa de oreja a oreja, entró en la casa y se sentó en su sitio entre los aplausos, los silbidos previsibles.

—¿Has desayunado?

—Sí —y ese simple monosílabo desató otra oleada de carcajadas a las que ni él ni yo prestamos atención—. Pero me tomaría otro café, ¿sabes?

Después, Montse y yo recordaríamos muchas veces aquella mañana, que fue el principio del resto de su vida y el final de la alegría, de aquella bendita, gloriosa, incomparable alegría de Arán, el signo de unos días que nos enseñaron a ser felices, porque ninguna de las dos había sido nunca tan feliz como en aquel dorado paréntesis de placer crujiente, fugacísimo, que no parecía tan importante mientras lo estábamos viviendo aunque nos vinculó siempre, para siempre, a todos los habitantes de aquella casa que nunca desaparecerá, que seguirá existiendo mientras quede uno solo de nosotros para recordarla. Lo que nos esperaba sería muy duro, muy amargo, pero nunca recordaríamos así aquella mañana en la que todo se echó a perder, el preludio de un día en el que yo iba a perder mucho más, tanto que no podía ni imaginar lo que se me venía encima cuando fui a la cocina a hacer más café para llenar la taza del Zurdo, y al salir, vi otro hueco en la mesa y a José en la puerta, hablando con Comprendes.

Qué raro, pensé, pero enseguida decidí que no lo era tanto, porque los hombres del campamento no solían venir a la casa, y menos aún a aquella hora, cuando deberían de estar preparándose para marchar, pero José era amigo de Comprendes, de Galán, desde la guerra. Así y todo, tuve que pensarlo despacio, como si necesitara convencerme a mí misma de su complicidad, porque su actitud me pareció extraña, y las cejas se me fruncieron solas al verlos a los dos allí, de pie, tan serios, mi viejo camarada moviendo los labios como si cuchicheara mientras controlaba la puerta con el rabillo del ojo, el destinatario de sus susurros asintiendo despacio con la cabeza, sin levantar los ojos del suelo. Hacían una pareja misteriosa, incompatible su sigilo, la gravedad de sus gestos, con los rostros satisfechos de quienes despachaban ya sin ganas, por pura gula, los restos del desayuno, aunque tampoco tuve tiempo de fijarme mucho en ellos, porque cuando acababa de dejar la cafetera en la mesa, Montse les embistió como un toro bravo para abrirse un hueco y cruzar el zaguán como una exhalación, sin levantar los pies del suelo.

—Pero, bueno, ¿y a ti qué te pasa?

Había arrimado una silla a la puerta de la despensa, lo más lejos posible de la que comunicaba la cocina con el resto de la casa, y se había sentado allí, con el cuerpo inclinado hacia delante, los codos apoyados en las rodillas, las piernas muy juntas y la cara oculta entre las manos, como una tortuga escondida en su caparazón. Al escucharme, levantó la cabeza y abrió una rendija entre los dedos, como si quisiera asegurarse de que estábamos solas, antes de dejarme ver el sonrojo que coloreaba una expresión radiante, y cuando empecé a reírme, ya se reía más que yo.

—¡Montse!

—¿Qué?

—No sé. Haz algo, levántate, mírame… —y me volvió a dar la risa—. Cuéntamelo.

—Ni hablar.

—¿No? Pues te advierto que ahí afuera ya lo sabe todo el mundo.

—Me lo imagino —y por fin se levantó—. Dame un pitillo.

—¿Otro? Pero si no te gustan —empezó a toser antes de que me diera tiempo a terminar la frase—. ¡Tíralo, Montse!

—Que no, que este me lo fumo entero. A estas alturas, ya, total…

Me miró, se echó a reír, y empezamos a oír voces, gritos, el eco sincronizado de muchas botas avanzando por la calle.

—Sabes lo que es eso, ¿no? —le pregunté.

—Sí, que se van.

—¿Y no quieres salir a despedirte?

—¿Yo? Ni loca —y se puso colorada mientras conseguía dar una calada con auténtica naturalidad—, ¿qué quieres, que me muera de vergüenza? Aunque… —hizo una pausa, y de nuevo logró fumar y no toser—. Dile que venga, ¿quieres? No creo que le importe, porque, vamos, es que, ya, sería lo último…

Estaba de pie, recogiendo sus cosas, y sonrió cuando le pregunté si no le importaba ir un momento a la cocina. El Cabrero, que estaba esperándole, resopló antes de apoyarse en la pared, como asumiendo que aquello iba para largo, mientras Galán y el Pasiego seguían sentados en el mismo lugar donde les había dejado, como si aquel ajetreo no fuera con ellos.

—¿Y vosotros? ¿No os vais?

Galán negó con la cabeza antes de responder.

—Nosotros vamos a ir con el Lobo a inspeccionar Viella.

—¿Sí? —y tardé un segundo en encontrar algo que añadir—. ¡Joder!

Él se echó a reír al escucharme, y me cogió de una mano para sentarme encima de sus rodillas. En ese instante pude ver a través de la puerta, y de las siluetas de los hombres que esperaban a que el Zurdo se despidiera de Montse, que el Lobo se había unido a la conversación de José y Comprendes, y ahora era él quien asentía con la cabeza, el gesto grave, a los susurros del primero, mientras el segundo les contemplaba en silencio. Estarán hablando de Viella, me dije, seguro que están hablando de eso, pero tampoco dediqué mucho tiempo a aquella hipótesis, porque cuando giré la cabeza, vi la de Galán, muy cerca, y por primera vez desde que llegué a Bosost, tuve miedo.

Yo no conocía exactamente el plan militar, pero me lo imaginaba. Sabía que Viella era la clave desde que escuché a escondidas la conversación del comedor, la última noche que dormí en casa de Ricardo. Había memorizado los datos, las cifras, y no necesitaba más para estar segura de que mi destino, el de todos nosotros, dentro y, tal vez, también fuera del valle, dependería de lo que se decidiera aquella mañana, atacar la ciudad o no atacarla, tomar Viella o no tomarla. Hasta entonces, yo había tenido muy claro lo que había que hacer, pero en aquel momento, sentada encima de Galán, mis labios rozando los suyos, las dos opciones me parecieron igual de arriesgadas, igual de peligrosas, nefastas, porque la invasión fracasaría si el mando optaba por renunciar a su objetivo principal, pero la opción contraria supondría inevitablemente una batalla, algo más que los tiroteos de todos los días, esas ocupaciones en las que bastaba con rendir a cuatro guardias civiles que casi siempre salían con las manos detrás de la nuca al comprobar, en el primer intercambio de disparos, que el número de los asaltantes multiplicaba el suyo por varias cifras. Mil novecientos hombres son menos que la mitad de cuatro mil, pero siguen siendo mil novecientos pares de brazos, mil novecientos fusiles, mil novecientas balas por segundo durante todos los segundos que caben en muchas horas. Tomar Viella no sería fácil, y exigiría un combate duro, tal vez encarnizado, al precio de una larga lista de nombres propios, soldados muertos, cuerpos heridos, miembros mutilados, vidas destrozadas, y en la guerrilla, los jefes siempre van por delante de la tropa, siempre se exponen más que sus hombres.

—Y a ti… —Galán me cogió de la barbilla, me obligó a mirarle—. ¿Qué te pasa?

—Nada —y mi voz sonó tan falsa que no me la creí ni yo—. De verdad que no me pasa nada.

Hasta aquel momento, no había pensado en eso. Hasta aquel momento, ni siquiera se me había ocurrido pensar que el triunfo de aquella operación que había deseado, invocado, agradecido y elogiado tanto, pudiera quitarme más de lo que me había dado, porque el cadáver de Galán en un ataúd sería una tragedia más grave que no haberle conocido jamás. Por no pensarlo, miré al Pasiego, que sonreía mientras miraba a la puerta de la cocina, donde el Zurdo y Montse seguían acoplados en un beso interminable, y escuché al Cabrero, ¡coño, Zurdo, ya está bien!, y vi que, fuera, el Lobo se estaba despidiendo de José. Galán seguía pendiente de mí, pero no podía contarle lo que estaba pensando, que entre la invasión y él, entre España y él, entre la Historia y él, me quedaba con él. Nunca sería capaz de decir eso en voz alta, y él tampoco se atrevería a reconocer que le gustaba escucharlo, pero no podía arrancarme aquellos cálculos de la cabeza mientras me daba cuenta de que lo que estaba viviendo no había sido una aventura, ni una verbena, ni un baile de verano al aire libre, por más que yo lo hubiera vivido así, como si me hubiera tocado el premio gordo en una rifa. Por fortuna, antes de que me diera tiempo a recordar que a mí nunca me había tocado ningún premio gordo en ninguna rifa, todo lo que había permanecido inmóvil durante los últimos minutos, se puso en marcha a la vez.

—Salud —Romesco, limpio, repeinado y muy nervioso, entró en aquel momento y se quedó mirando los restos de tortilla que había en la mesa.

—Salud —le contesté, levantándome para coger una rebanada de pan y untarle la tortilla deshecha encima—. ¿Hoy no estás de guardia?

—No —aceptó el regalo con una sonrisa y le dio un mordisco antes de contestar—. Voy a ir a Viella, con el coronel. Es que yo soy de allí, ¿sabes?

El Zurdo por fin salió de casa y se cruzó en la puerta con el Lobo.

—Nos están esperando, tenemos que irnos ya —Comprendes se quedó fuera mientras Flores se bajaba de un camión que se detuvo a su lado—. Seguramente vendremos a comer, Inés.

—¡Qué bien! —miré a Galán, y le sonreí porque, pasara lo que pasara en Viella, no iba a pasar aquel día—. Aprovecharé para hacer fabada.

—¿Fabada? —él levantó mucho las cejas—. ¿Con las alubias de aquí?

—Ponles butifarra —sugirió Romesco.

—¿Butifarra? —Galán volvió hacia él sus cejas levantadas—. ¡Pues sí, eso era ya lo que nos faltaba! Mira, tú no des ideas…

—Que sí —el aranés insistió—, hazme caso, Inés, que salen muy ricas.

—¿Podemos irnos ya? —Flores interrumpió una conversación, impropia desde luego de un momento de trascendencia histórica, en un tono menos autoritario que impaciente—. ¿O vais a escribir entre los dos un recetario?

Serás imbécil, pensé, pero no dije nada, y me limité a besar a Galán otra vez antes de verles marchar. Luego, por más que busqué, no encontré en ninguna parte morcillas parecidas a las asturianas, pero me acordé a tiempo de que habíamos comprado un cerdo. No convenía comer la carne hasta el día siguiente, pero la oreja no requería tantas precauciones, y con ella, y un par de butifarras, hice unas judías blancas que salieron tan ricas como había augurado Romesco y más de lo que yo misma esperaba, aunque se les atragantaron a todos, porque cuando se sentaron a comer, ya tenían a Viella atravesada en el paladar. Pero yo no habría podido adivinarlo mientras enseñaba a Montse a espantarlas y ella me hacía preguntas todo el tiempo, como si se hubiera convertido en la reencarnación del Bocas, o estuviera tan distraída que no pudiera retener ni una sola palabra de las que le decía.

—Montse…

—¿Qué?

—Que las cueles y las remojes en agua fría.

—Ya. ¿Y ahora?

—Ahora hay que hervir agua otra vez.

—¿Otra vez?

—Claro, si te lo acabo de decir, mujer, hay que espantarlas tres veces.

—¡Ay, perdona, es que no me entero de nada! —se echó a reír, y lo hizo con tantas ganas que me arrastró a su risa—. Dime una cosa, Inés, tú… Antes de ahora, ya has estado casada, o algo, ¿no?

—Más bien algo —y le quité la cazuela de las manos para llenarla de agua—. Nunca he estado casada, pero durante la guerra viví con un hombre igual que si lo estuviera.

—Ya, es que… Yo creo que estoy trastornada, ¿sabes?, fíjate lo que te digo —y entonces fui yo la que se rio primero—, porque la verdad… No es que tenga miedo de que pienses mal de mí, Inés, no es eso, es que… Yo no soy así, en serio, nunca he sido así, ni siquiera cuando me fui a vivir a Barcelona, a casa de mi hermana, que me salieron pretendientes… —y movió la mano en el aire con los dedos apiñados, hacia arriba— a montones, te lo juro, y yo ni caso, pero ni caso les hacía, de verdad, y ahora, lo que me está pasando… Es que no lo entiendo, ni siquiera me lo creo, vamos. Debe de haberme trastornado todo esto, qué sé yo, tanto hombre, tanto uniforme, tanto fusil por todas partes, los guardias civiles presos y el disgusto que se ha llevado la Ramona, en fin… Que no es que me queje, pero todo esto me tiene fuera de quicio.

—Y el Zurdo, que es tan suavísimo.

—Pero de verdad —y nos reímos todavía más—, suavísimo, suavísimo, que empezó quejándose de cómo roncaba el Cabrero con esa voz que tiene, que parece un niño del coro de la iglesia, y cuando quise darme cuenta, se me había metido en la cama, y ni niño ni nada, claro, es que ni te lo imaginas…

—¿Y en tu casa?

—¿En mi casa, qué? En mi casa sólo está mi abuelo, sordo como una tapia, por desgracia… —se quedó callada, giró la cabeza, me miró—. Bueno, por desgracia tampoco —y las dos nos reímos más que antes.

Aquella mañana todavía fue sonrosada, luminosa como las mejores, los dorados frutos de aquel trastorno que había puesto boca abajo nuestras vidas, la vida del pueblo, también la de Arturo, porque cuando se me tiró encima para intentar besarme en el zaguán, ni se me pasó por la cabeza que alguien pudiera interpretar aquella escena como otra cosa que un puro trastorno.

—¡Déjame! —chillé, un instante antes de que el centinela, al que nunca había visto antes de aquella mañana, entrara corriendo—. ¡Que me dejes ya!

—¿Qué es esto? —me lo estaba preguntando a mí, y yo no supe qué contestarle, pero Arturo se apresuró a responder.

—Nada —y bajó la cabeza, como si se avergonzara de lo que había hecho, antes de disculparse—. Perdóname, no debería… Lo siento mucho —y se excusó después ante el centinela, como si fuera mi padre, mi hermano, alguien de mi familia—. Es que, por aquí no hay mujeres así.

Luego se fue corriendo, y yo me limité a asombrarme del éxito que tenía con los hombres últimamente, pero cuando el centinela me dejó a solas con Montse, le dije algo distinto.

—Mira, otro que está trastornado —y nos volvimos a reír mientras me daba cuenta de que había unas servilletas en el suelo, y las recogía para guardarlas en el cajón del aparador, antes de volver a la cocina.

Eso fue lo que pasó, o al menos, eso fue lo que yo creí que había pasado. Arturo había llegado a mediodía, con un amigo que empujaba un carrito con varios sacos llenos de patatas, cebollas, coles y verdura de distintas clases. Traían también un cesto lleno de huevos y muchas prisas. Su padre no sabe que os hemos traído esto, me dijo, y tiene que volver con los sacos antes de que se dé cuenta, yo me quedo fuera, a vigilar el carro… Y le creí, no tenía motivos para no creerle, así que no le eché de menos mientras Montse y yo colocábamos en la despensa todo lo que su amigo nos iba pasando. Tú eres la que paga, ¿no?, me preguntó al final. Le dije que sí y en ese instante dejó de tener prisa, porque tardó un buen rato en hacer la cuenta, pero el precio que me pidió era barato y se lo pagué sin rechistar. Luego, cuando le acompañé hasta la puerta, el centinela me preguntó dónde estaba el manco, y le dije la verdad, que no lo sabía, que me había dicho que se iba a quedar fuera, cuidando del carro. Pues ha entrado detrás de vosotros y no ha salido, me informó con el ceño fruncido. Volví a entrar, me lo encontré apoyado en la pared del fondo, al lado de la escalera, y no entendí lo que estaba pasando hasta que ya se había abalanzado encima de mí, para intentar agarrarme con su único brazo.

—Pues es una pena, ¿no? —se lamentó Montse cuando volvimos a estar solas y tranquilas, en la cocina—. Porque lo que nos ha traído está muy bien, y no creo que vuelva.

—Habrá que buscar a otro.

—Sí, y más vale que seas antipática con él —y nos reímos las dos a coro, otra vez, como si aquella mañana no sirviéramos para hacer otra cosa—, que no sé adónde vamos a ir a parar, con tantísimo trastorno…

Porque ni siquiera Montse, que había recelado de Arturo cuando le vio saludarme con el puño en alto, sospechó que aquel episodio pudiera interpretarse de otra manera, que él se hubiera escondido para algo que no fuera tener una oportunidad de quedarse a solas conmigo.

—Espera un momento, Galán —por eso, cuando escuché al Lobo, ni se me pasó por la cabeza que su petición tuviera algo que ver con el asalto de Arturo—. Quiero hablar contigo…

Yo les había visto llegar, entrar de uno en uno, más encolerizados que serios, pero cada uno de una manera distinta, Flores con el rostro coloreado de indignación, el Lobo con los labios tensos, las mandíbulas apretadas y la expresión de una fiera en sus ojos negros, acharolados, el Pasiego con la mirada clavada en sus zapatos y los puños cerrados, el Sacristán pegado a él como una sombra, Galán mordiéndose la lengua doblada entre los dientes, como hacía siempre que se enfadaba, y Comprendes mirándolos a todos, de uno en uno, con un gesto sombrío de preocupación. Trajeron consigo a cuatro oficiales más a quienes yo no había visto nunca, y ellos fueron más amables, los únicos que saludaron, que sonrieron al entrar y elogiaron la comida, hay que ver, menuda suerte tenéis por aquí, vamos a venir a comer todos los días…, aunque Galán me cogió de la mano y me la apretó cuando le pregunté si quería más, mientras negaba con la cabeza.

La tensión era tan abrumadora que creí que el Lobo sólo buscaba una oportunidad de serenarse, y de serenar a sus hombres, cuando retuvo a Galán, después de despedir a sus invitados. En aquel momento, casi las cinco de la tarde, Montse y yo ya habíamos terminado de recoger la cocina.

—Sube arriba y espérame —murmuró él en mi oído, antes de salir—. Ahora mismo voy.

Vi como el Lobo le ponía una mano en el hombro al atravesar la puerta, y sucumbí a un acceso de tristeza súbita, una sensación húmeda, mohosa, tan conocida como la cara con la que había visto llegar a Comprendes la tarde anterior. La derrota me pesó en cada pierna como una tonelada mientras subía por la escalera, muy despacio. Después, cuando me senté en la cama intenté no pensar, no recordar, no reconocer ante mí misma que ya conocía el final de aquel cuento. No lo logré, y sin embargo, sólo dos horas después, mis peores presagios, y la invasión, y España, y la Historia, valdrían tan poco como la colección de canicas de un niño pobre. Porque fui capaz de adivinarlo todo, todo excepto que el mundo entero estaba a punto de desaparecer, de deshacerse entre mis dedos como un puñado de tierra seca.

Eran ya más de las siete cuando alguien llamó a la puerta con los nudillos. Cuando fui a abrir, volví a ver a aquella cocinera enlutada, malhumorada, que había aprovechado mi llegada para salir corriendo. Galán estaba tras ella, y no se molestó en atravesar el umbral para decirme lo último que esperaba escuchar de él.

—Recoge tus cosas, Inés —quizás por eso no logré reconocer sus ojos, ni su voz distante, cortés, semejante a la que había empleado para desarmarme en una tarde que parecía ya muy lejana—. Te vas a mudar a la casa de esta señora.

—Pero… —busqué frenéticamente una razón, y no la encontré— ¿por qué? ¿Qué ha pasado?

—Motivos de seguridad —él tampoco quiso mirarme—. En esta casa ya no puede vivir ningún civil. Son órdenes de arriba y no tengo tiempo para discutirlas contigo.

Antes de terminar de decirlo, ya había girado sobre sus talones y se alejaba por el pasillo.

—¡Espera un momento, por favor! —y no me esperó—. ¡Galán!

Salí corriendo detrás de él, y no le alcancé.

—Pero tú vendrás a verme, ¿no? —le grité al hueco de la escalera—. ¿Es que no vas a venir a verme?

Y el hueco de la escalera no supo contestar a esa pregunta.

* * *

Hasta aquel momento, creí que me quedaba Inés.

Hasta aquel momento, creí que aquel viaje me había dado algo que necesitaba. Si no un país, al menos una mujer donde vivir. Eso creía, y a eso me había agarrado al mirar Viella por última vez desde aquel mirador de la carretera, un instante antes de subir al camión que me devolvería a un territorio y a un calendario, una campaña que para mí ya no serían otra cosa que el cuerpo de una mujer. Mejor eso que pensar adónde iba en realidad aquel camión, adonde nos íbamos todos nosotros en él. Mejor eso y, una vez más, me cago en tus muertos, Jesús Monzón.

También creí que el Lobo lo sabía. Cuando me sacó de la casa, cuando me puso una mano en el hombro y lo apretó con sus dedos para guiarme un buen trecho cuesta arriba, hasta que llegamos a un lugar desde el que nadie podía oírnos, creí que sólo pretendía absolverme, asegurarme que se daba cuenta de lo mal que lo estaba pasando. Antes, en el mirador, no me había portado bien con él, pero aquella encerrona estaba siendo más dura para mí que para los demás. Y sin embargo, a pesar de lo que hubiera podido decir allí arriba, yo nunca me alinearía con Flores contra mi jefe. Ni siquiera había llegado a hacerlo aquella mañana, aunque el Pasiego y yo le hubiéramos dado la razón antes de escuchar las razones del Lobo. Él tenía que haberlo advertido, pero no me paré a extrañar tanta consideración. Quizás porque todo lo que sabíamos el uno del otro, lo que habíamos aprendido en aquellos malos tiempos que los dos interpretamos como los peores con la misma ingenuidad, no había bastado para enseñarnos a superar lo que nos tocó vivir el 23 de octubre de 1944.

—Galán, yo… —aquella decepción, aquel fracaso, tanta impotencia—. Siento mucho lo que voy a decirte. Lo siento en el alma, de verdad, pero no puedo hacer otra cosa.

Entonces me di cuenta de que estaba equivocado. El Lobo dio un paso hacia mí, se metió las manos en los bolsillos, miró al suelo, cogió aire, y no fui capaz de adivinar qué podría ser más grave que mis propios cálculos.

—Esta mañana un tipo ha estado registrando el cuartel general —y frunció el ceño, como si le doliera mirarme—. Se ha paseado por el piso de arriba y ha intentado forzar la cerradura del despacho. Lo han visto desde el campamento, por la ventana del pasillo.

—¿Y qué se ha llevado? —en realidad no me interesaba saberlo, sino acelerar aquella declaración lenta, costosa, que parecía llagarle la lengua en cada sílaba, con la que está cayendo, pensé, con la que se nos va a venir encima, ahora que hemos renunciado a tomar Viella.

—Nada. No se ha llevado nada porque no ha podido abrir la puerta. Sólo hay una llave y Zafarraya la lleva siempre encima, ya lo sabes… —giró la cabeza, miró hacia fuera, volvió a mirarme—. La cuestión no es esa. Lo importante es quién le ha dejado entrar.

—No te entiendo, Lobo —y sin embargo, ya había empezado a entenderle—, no sé por qué me cuentas…

—Ese hombre ha venido a ver a Inés —cuando pronunció ese nombre, volvió a respirar con naturalidad, como si se hubiera quitado un peso de encima—. Ella le estaba esperando. Ha venido con otro que traía un carro lleno de comida. Patatas, creo, y verdura, y una cesta con huevos, eso me ha contado el Ferroviario, que estaba de centinela. Él los vio entrar, y al rato, vio salir a Inés con uno de ellos, despedirle, darle las gracias. Ese, que tenía dos brazos, se marchó con el carro, y cuando el Ferroviario le preguntó a Inés por el otro, que era manco, ella le dijo que no sabía dónde estaba, que creía que se había quedado fuera. Fue a buscarle, y como no salía ninguno de los dos, el Ferroviario entró sin avisar, y en ese mismo momento vio que el manco se abalanzaba encima de Inés para intentar besarla. Ella se resistió, o… —torció la cabeza para mirarme de lado—. O por lo menos, hizo como que se resistía.

No puede ser, me dije, no puede ser. No podía ser, yo no podía aceptarlo, no podía creérmelo. No, repetí para mis adentros, no, no, y le di la espalda. Comprendes estaba subiendo la cuesta. Vi la expresión de mi cara reflejada en la suya, y me di cuenta al mismo tiempo de que mi cabeza llevaba un rato moviéndose de izquierda a derecha, para negarlo todo, y de que yo había sido el último en enterarme. Igual que los maridos cornudos de los chistes.

—Eso no significa nada, Lobo —me di la vuelta, volví a mirarle, intenté ganar tiempo mientras acumulaba argumentos a mi favor—. Absolutamente nada. Inés está muy preocupada por conseguir comida, yo lo sé, tú lo sabes, habla de eso todo el tiempo, y… ¿No te has enterado de que hasta ha comprado un cerdo vivo y lo ha mandado matar?

—Sí, ya me lo han contado —él vino hacia mí, me cogió por los brazos, asintió con la cabeza y siguió hablándome en un tono suave, sereno, que me cabreó más que el acento receloso del principio—. Lo sé todo, y a lo mejor tienes razón. Puede ser que él se haya aprovechado de ella, que la haya engañado. Y también puede ser que sólo buscara una ocasión para meterle mano, pero… Es que no es sólo eso, Galán.

—¿No? —y me solté con tanta violencia que él se apartó a la vez, como si intuyera el trabajo que me estaba costando no tirarme a su cuello.

—¡Eh, eh, eh! —Comprendes me sujetó por sorpresa, por los codos—. Un poco de…

—¡Suéltame, joder! —y a él sí le pegué en un brazo, antes de separarme de los dos con las manos abiertas en el aire—. No me toques, ¿está claro? ¡No me toquéis!

En ese momento, empecé a oler a Inés, a percibir su olor con tanta nitidez como si tuviera su vientre encima de la nariz. Me senté en el umbral de una puerta cerrada, me tapé la cara con las manos, y el olor se hizo más intenso. Tenía las manos secas, limpias, pero las encontré húmedas, pringosas. Las yemas de mis dedos tocaban en mi rostro una piel que no era mía, sino el producto de una larga hilera de tarros de crema sobre una superficie lisa, aún más sedosa gracias a ciertos pequeños accidentes de aspereza. Recorrí de memoria la rugosidad que sobrevivía en los codos, en las plantas de los pies, y una cicatriz muy fea, de forma vagamente redondeada, que marcaba su muslo izquierdo como el hierro de una ganadería. No me toques ahí, ¿por qué?, porque no, porque es horrible, me la hice a los catorce años, ¿sabes?, un día que el caballo me tiró y me arrastró un montón de metros. Me clavé un hierro que había en el suelo, y estaba oxidado, encima…

—No tengo nada contra ella, Galán. No estoy seguro de nada, pero creo que es demasiada casualidad. Toda la historia que nos ha contado no es más que una larga serie de casualidades…

Y en el ombligo tampoco me toques, ¡ah!, ¿no?, ¿y por qué?, no sé, me da frío, es como si se me saliera el calor del cuerpo por ahí… Escuchaba al Lobo, pero oía la voz de Inés, y después, ni siquiera eso, el ritmo de su respiración, que se iba agitando poco a poco, haciéndose cada vez más veloz, más sonora, hasta que abría la boca. Me había tapado la cara con las manos, pero la estaba viendo abrir la boca y la oía respirar de otra manera, los labios apenas entreabiertos al principio, luego más y más grande el hueco de su boca, las cordilleras gemelas de sus dientes, la lengua replegada, una oquedad oscura, rojiza, que parecía infinita, como si nada pudiera nunca rellenarla, y una vocal desconocida, que no era la a, ni era la e, abriéndose paso desde el fondo. Después, al final, se reía como una tonta. Como si le diera vergüenza haberse desnudado tanto. Eso era lo que más me gustaba de ella, cómo se reía al final.

—Era de los nuestros, sí, y después de la guerra fue a la cárcel, pero la sacó de allí un hermano falangista, qué casualidad, y se la llevó a vivir a cincuenta kilómetros de aquí, qué casualidad, y estaba escuchando la Pirenaica la noche que anunciaron la invasión, qué casualidad, y encontró a tiempo un caballo, una pistola, alguien que conocía el camino, qué casualidad, y ni siquiera es sólo eso…

Entonces, yo le metía un dedo en el ombligo, lo encajaba dentro de su ombligo, lo movía despacio y ella me dejaba hacer durante un instante. Me miraba con los ojos medio cerrados, una sonrisa rendida, los brazos abandonados, las piernas abiertas, y de pronto me daba un manotazo. Te he dicho que no me toques el ombligo. Luego se pegaba a mí, apresaba mis brazos con los suyos para impedir que volviera a intentarlo, y en ese momento su olor rellenaba ya todos los orificios, impregnaba todos los tejidos, humedecía todos los huesos de mi cabeza. Y dentro de mí no había otra cosa, no cabía otra cosa que aquella marea, aquel latido, una luz oscura, un fuego tibio, la piel de aquel cuerpo perfumado de sí mismo que sentía en todo mi cuerpo como una sombra cosida, puntada a puntada, sobre mi propia carne, mientras seguía sentado, inmóvil, con la cara tapada, las manos secas, húmedas, mis manos limpias, pringosas, y el Lobo hablando, y hablando, y hablando.

—El Piñón ha venido esta mañana a vernos. Le ha contado a Comprendes que, durante la guerra, Inés era la novia de un traidor, de un hijo de puta que entregó a mucha gente…

—A Inés —intervine sin ser muy consciente de que lo estaba haciendo, las palabras acudieron a mi boca, las fuerzas a mis piernas, y me destapé la cara, me levanté, me acerqué al Lobo—. Entregó a Inés, a una amiga suya a la que fusilaron después, y a siete camaradas que tenían escondidos en casa. Lo sé porque me lo contó ella misma.

—Yo también lo sé. Tú se lo contaste a Comprendes, y él me lo ha contado a mí. Te enteraste por ella misma, la misma noche que os encontrasteis con el Piñón, ¿no? Cuando descubrió que aquí había alguien que conocía su pasado, te lo contó entre polvo y polvo.

—Pero… —en ese instante, la duda penetró en mi interior, que no era más que un puro olor a Inés, como una lenta, espesa, perversa gota de ácido, y ni siquiera fui capaz de recordar en voz alta que había sido yo quien había preguntado, yo quien había estimulado aquella confesión—. Que fuera la novia de un traidor, no quiere decir…

—Que ella sea una traidora —completó el Lobo—. Sí, en eso tienes razón. Puede ser, otra vez, una casualidad. Pero ya van muchas, ¿no? Seis o siete seguidas. Una mujer joven, atractiva, llega aquí a caballo, como llovida del cielo, con tres mil pesetas y cinco kilos de rosquillas, un pasado turbio que no nos cuenta, una historia familiar muy sospechosa, y a la primera de cambio, se mete contigo en la cama, se emplea a fondo para que se te caiga la baba con ella, se convierte en nuestra cocinera, se sigue empleando a fondo para encandilarnos a todos desde el desayuno hasta la cena, y de repente, la puerta del despacho está forzada, un cabrón registrando el cuartel general y, al ser descubierto, ¿a quién usa para encubrirse?, ¿quién está con él mientras intenta aparentar lo que no es?

Hasta entonces, no me había dolido. Hasta entonces, sólo había sentido deseo, una imprecisa nostalgia del deseo, una punzada del peligro que planeaba sobre mi deseo para ponerme en guardia, pero que aún no me hacía daño, todavía no. Sin embargo, mientras el Lobo seguía enumerando casualidades, me vi a mí, no a Inés. Me vi por fuera, ya no desde dentro, y lo que vi, aquel pedazo de gilipollas que babeaba con los ojos cerrados y la boca abierta, me enfureció tanto que ni siquiera intenté responder a las respuestas de mi jefe.

—No estoy seguro de nada, Galán, de verdad que no —el Lobo había abandonado el tonillo irónico al que había recurrido para instruir el sumario, pero la sinceridad que detecté en su voz no me consoló—. Y si las cosas fueran de otra manera, habría hablado yo con ella para descartar mis dudas antes de decirte nada. Pero ni siquiera tengo tiempo para eso, y tú lo sabes. Esta situación es demasiado jodida como para perder el tiempo en sutilezas. Estamos aislados, vendidos, expuestos a cualquier cosa. No podemos permitirnos ni siquiera sospechar de alguien que está dentro, ¿te das cuenta? Y por más vueltas que le doy… Que te pidiera que le enseñaras los límites del territorio que controlamos, que se diera tanta prisa por escupirle en la cara a aquel oficial de Moscardó que la conocía… No sé, es demasiado, Galán.

Era demasiado, pero muy poco comparado con mi humillación. Ese fue el sentimiento más poderoso, el que desbancó a todos los demás y el único disolvente capaz de arrancar el olor de aquella mujer de mi cabeza. Porque yo ni siquiera me pare a sospechar de Inés, no me hizo falta. No necesité dudar, comparar mis dudas con mis certezas, para elaborar una decisión antes de tomarla. Nunca en mi vida me había sentido tan humillado. Me daba tanta lástima a mí mismo que me quedé sin fuerzas para recordar hasta qué punto se había empleado conmigo aquella mujer. La conciencia de mi credulidad, de mi inocencia, aquella alegría sin límites ni precauciones con la que había abierto las manos de par en par, igual que un niño al que le llueven dulces de una piñata, funcionó como una palanca capaz de invertir el proceso de mi pensamiento.

Así, logré ver a Inés como nunca la había visto, recordar gestos que no había contemplado, escuchar palabras que jamás había oído. Una mujer retorcida, pensé, y sonreí amargamente para mis adentros. Me hubiera gustado pegarme a mí mismo, liarme a hostias con mi propia cara, el cuerpo incauto que me había entregado sin condiciones a la amante más generosa, tan valiente montada en su caballo, tan voluptuosa retorciéndose en mi cama, tan dulce al despertar, que sólo un imbécil habría creído que fuera de verdad. Habría preferido pegarme una paliza de las buenas, abrirme los labios, hincharme los ojos, pero lo que hice tampoco estuvo mal. Logré hacerme bastante daño a mí mismo mientras convertía en defectos cada una de sus virtudes, hasta que conseguí abominar de lo que más me gustaba de ella. Eso era más fácil, me dolía menos que seguir recordando lo que sabía.

—Pues la detenemos —porque nunca en mi vida me había sentido tan humillado—. La detengo yo, si queréis —tan pequeño, tan tonto, tan despreciable—. Voy ahora mismo a por ella y la encierro donde me digáis.

Decir eso tampoco fue complicado, aunque Comprendes se asustara al escucharlo.

—Vamos a hacer las cosas bien, ¿comprendes? —porque se acercó a mí, me puso las manos en los hombros, me miró con las cejas arrugadas—. No hay por qué detenerla. Lo primero que tendríamos que hacer es ir a hablar con Montse, que ha estado en la casa, con ella, toda la mañana.

Antes de asentir con la cabeza, doblé mi lengua dentro de la boca, le clavé los dientes, recordé lo que mi amigo me había dicho en un aparte, cuando nos lo encontramos sentado en el banco de la fachada, al lado del Piñón, y tuve ganas de arrancármela de una puta vez.

—Anda que tú, también… Has ido a elegir el mejor momento para encoñarte, ¿comprendes?

La invasión se torció desde el principio, desde que parecía que nada estaba torcido. El primer día, todos estábamos demasiado emocionados como para darnos cuenta, y los aspectos prácticos del despliegue, ocupar Bosost, instalar el cuartel general, montar los campamentos, asegurar la intendencia, estudiar el plan asignado a nuestro grupo, nos mantuvo ocupados, excitados y en tensión, el estado ideal de un soldado. Además, por la noche, cuando nos fuimos a la cama, las transmisiones con Toulouse funcionaban, y no sólo para felicitarnos. También nos garantizaron desde allí que en los otros dos sectores todo se había llevado a cabo de acuerdo con el orden previsto. Angelita tenía razón, habíamos vuelto a la guerra, pero eso no nos inquietaba. La guerra era lo que mejor sabíamos hacer.

Las tropas bajo el mando del Lobo tenían encomendada la toma de las poblaciones al norte de Viella, y a eso nos dedicamos desde la mañana siguiente. Antes del mediodía, Comprendes y yo entramos a la cabeza de nuestros hombres, algo más de doscientos, en el pueblo que nos habían asignado, y ahí se empezó a torcer todo, aunque tomarlo fue tan fácil como quitarle un caramelo a un niño.

—Esto no me gusta —murmuré en dirección a Comprendes, aunque acabábamos de rendir el cuartelillo sin disparar una bala.

—¿No? —él se volvió a mirarme, muy sorprendido—. ¿Por qué?

—Pues… —y esperé a que mis hombres se llevaran a los cuatro guardias civiles que en ese momento salían a la calle con las manos encima de la cabeza—. No sé decirte por qué, pero no me gusta.

Porque el aire no tenía el aroma, la consistencia que debería haber tenido. Porque los vecinos no habían salido a mirarnos. Porque todas las puertas, todas las ventanas estaban cerradas, y ningún niño, ninguna mujer curioseando en la calle. Porque podía respirar su miedo a través del hueco de las cerraduras. Porque nadie me había abrazado, nadie me había sonreído, nadie había levantado el puño ni había aplaudido desde que llegamos allí. Porque yo me acordaba muy bien de cómo eran las cosas antes, y me daba cuenta de que ahora eran distintas, aunque no sabía cómo, ni por qué.

—Pues yo creo que ha salido todo muy bien, ¿comprendes?

—Sí… —le miré, le sonreí, me guardé mis razones para mí—. Tienes razón. Vamos a por el alcalde.

Toda la información que teníamos antes de llegar allí consistía en el número de guardias del puesto, muchos para un pueblo tan pequeño, pocos para estar tan cerca de Francia, suficientes para convencernos de que no nos esperaban, y la doble autoridad del hombre que reunía la condición de jefe de Falange y la de alcalde, aunque la suma de ambas responsabilidades no fue bastante para animarle a salir de su casa, a dar la cara.

—Buenos días, señora —después de un cuarto de hora de aporrear la puerta y llamar a gritos desde la calle, sólo conseguí vislumbrar un rostro femenino, desencajado, al otro lado de una mirilla antigua, cuadrada, que se abría hacia dentro como una ventana—. ¿Está su marido en casa?

—Pues no… —su voz era ronca, pero tan fina al mismo tiempo como un cabello a punto de romperse—. No está.

—¿Y no sabe cuándo va a volver? —estaba tan seguro de que me mentía que extremé la cortesía, por si él mismo podía escucharme—. Necesitaría hablar con él. Solamente eso, hablar, informarle de la situación. No va a pasarle nada malo, se lo aseguro. Él es la máxima autoridad de este pueblo, y me gustaría contarle qué estamos haciendo aquí, por qué hemos venido…

—Ya, pero yo no sé nada —cerró la mirilla a toda prisa, aunque seguí adivinándola a través de las rendijas.

—Verá usted, señora, la situación de España ha cambiado —no renuncié a la cortesía, pero mi voz se hizo más firme, más segura, porque estaba diciendo la verdad, lo que yo creía que era la verdad—. Franco tiene los días contados. Sus aliados han perdido la guerra y no podrán seguir ayudándole. Nosotros lo sabemos mejor que nadie porque en el 39 tuvimos que exiliarnos a Francia, porque allí hemos derrotado a los alemanes, y porque formamos parte del ejército aliado —entonces oí a lo lejos el estrépito de una carrera, una voz conocida llamándome a gritos—. Somos el ejército aliado y, créame, por favor, no hemos vuelto para hacerle daño a nadie…

—¡Mi capitán! —el Bocas me interrumpió cuando más entonado estaba, y esperé a que llegara a mi lado—, ¡mi capitán! —a que recuperara el resuello—, ¡tenemos un problema, mi capitán!

—¿Qué ha pasado? —pero, por una extraña inspiración, no me aparté de la puerta.

—¡El cura! Que se ha tirado por el balcón, el cura, ahora mismo, desde un segundo piso se ha tirado, el tío, que ha oído gritar, ¡que vienen los rojos!, ¡que vienen los rojos!, se ha puesto nervioso, y en vez de salir por la puerta, que habría sido lo suyo, digo yo, pues ha saltado por la barandilla, cinco o seis metros que habrá, por lo menos, y claro, pues debe de haberse roto algo, la tibia, la rodilla, qué se yo, él sólo dice que le duele mucho la pierna, pero no ha dejado que nadie se la mire y ahí sigue, un hombre mayor, que tendrá sesenta años, lo menos, y no podemos dejarlo ahí, tumbado en la calle, con la sotana levantada, quejándose, pero tampoco sabemos…

—¿Que no sabéis? —lo que me faltaba a mí ahora, pensé, el gilipollas del cura saltarín, mientras sentía el grosor de mi lengua doblada entre los dientes—. Pues yo te lo voy a decir. Lo primero, procurar no tocarme más los cojones, ¿está claro? Y luego, ¡pues qué vais a hacer, Bocas, parece mentira que me lo preguntes! Ir a avisar a los de Sanidad, ¿no? Ya se te podía haber ocurrido a ti sólito.

—Y que le escayolen, ¿verdad? —me miró, y me limité a asentir con la cabeza para dejarle seguir hablando, porque vi con el rabillo del ojo que la puerta de la casa del alcalde se había abierto, y su mujer se había asomado tras la hoja entornada, para escuchar mejor—. Que le escayolen, o que le entablillen la pierna, que le miren bien, a ver qué tiene, porque se queja mucho, pero a lo mejor no es…

—Lo que sea, Bocas, me da lo mismo. Que lo curen, y después, le lleváis hasta la escuela, como a los demás. Y si no puede andar, lo cargáis entre dos en una silla.

—¿Van a curar al mosén?

Estaba tan pendiente de vigilar la sombra de la alcaldesa con el ojo derecho, que tuve que volverme para descubrir que ya se habían acercado algunas personas, entre ellas la que había hecho aquella pregunta, una mujer joven que llevaba a un niño de la mano y a otro en los brazos.

—Claro. ¿O es que aquí hay médico?

—Hoy no —me contestó la mujer—. Sólo viene los lunes y los jueves.

En ese momento la alcaldesa se asomó un poco más, y Comprendes me dio un relevo.

—Dígale a su marido que salga, por favor. Ya tenemos bastantes problemas, ¿comprende?

—Le prometo que no le va a pasar nada —insistí yo—. Se lo juro por mi madre. Piense un poco, mujer. Si hubiéramos querido hacerle daño —agarré el cañón de mi fusil y se lo enseñé, como si no lo hubiera tenido siempre delante—, no habríamos perdido ni un minuto en hablar con usted, ¿no lo entiende?

Me miró, asintió con la cabeza, muy despacio, y se fue para adentro sin cerrar la puerta del todo, para volver enseguida. Tras ella, apareció un hombre con poco pelo, blanco, despeinado, una camisa mal abrochada, coja desde el segundo botón, y una expresión de pánico que le prestaba un aspecto casi animal. Le di la mano para saludarle y, al margen de los motivos que pudiera tener para temernos tanto, volví a pensar que aquello no me gustaba. Lo mismo sentí un cuarto de hora después, al entrar en el aula más grande de la escuela de aquel pueblo, mientras recuperaba la imagen de otra escuela, otra aula, otro pueblo donde pronuncié palabras parecidas. Si me lo hubieran contado, no me lo habría creído. Tenía ante mí un auditorio mucho más numeroso que aquel pequeño grupo de oficiales alemanes. Estos eran civiles y entendían perfectamente mi idioma, pero me acogieron con la misma frialdad que habría esperado de un ejército enemigo. De ellos, no. De ellos, nunca.

Paseé la mirada por sus rostros antes de empezar a hablar, y apenas logré contemplar algunos ojos, porque la mayoría de los vecinos los tenían fijos en su regazo, como si no sintieran curiosidad por enterarse de qué les estaba pasando, o como si ya tuvieran preparada una respuesta para cualquier cosa que yo pudiera decirles. En la primera fila estaban los guardias civiles, el alcalde, su mujer, y dos señores vestidos con traje y corbata, un atuendo que destacaba sobre la ropa campesina, de trabajo, que llevaban los demás. Mientras tomaba aliento, volví a extrañar el aire, su tibia temperatura, su deshilachada consistencia, y busqué en los rostros que procuraban esconderse de mis ojos algún indicio, algún rastro de la antigua energía, el viejo coraje que aún calentaba mi memoria, pero no lo encontré.

Mis hombres me estaban esperando, sin embargo. Tiesos, formados, rodeando el aula como aquella vez, cada uno de ellos me miraba desde el lugar que tenía asignado. Pero ahora estoy en España, me obligué a pensar, estoy en mi país, un país que no se rindió, que no se resignó, que se desangró antes de perderlo todo… En los años que estuve preso en Francia había pensado en eso muchas veces, mientras veía cómo se venían abajo los franceses, cómo se derrumbaban bajo la menor presión, toda una línea Maginot cada casa de cada pueblo, de cada ciudad. Mientras los europeos iban entregándose a los alemanes como una voluntariosa manada de corderos desorientados, los españoles recordábamos, comparábamos nuestros recuerdos todos los días, nos aferrábamos al orgullo de haber caído con un fusil en la mano, luchando hasta el final, a la desesperada. Ese orgullo, lo único que teníamos, nos había sostenido, nos había alimentado, nos había levantado, nos había armado, y nos había empujado hasta una gran victoria que nos importaba exactamente una mierda. Porque habíamos luchado en Francia, pero no por Francia. En Francia, pero no para Francia. En Francia o donde fuera, pero sólo por volver, para volver a casa.

Los campos, las cárceles, el hambre, la intemperie, los trabajos forzados, la guerrilla y la guerra, todo lo que habíamos hecho, lo que habíamos sufrido, tenía un solo sentido. Habríamos dado más a cambio de una oportunidad como la que yo tenía aquella mañana, un pueblo español, una escuela española, una victoria española, pequeña, tierna como el brote de una rama en una mañana de abril, el primer grano de arena de la montaña del futuro. En todo eso pensé antes de empezar a hablar. Y en que tendría que haber estado eufórico, porque había pagado un precio muy alto para llegar hasta donde estaba. Todos habíamos pagado un precio muy alto, y sobre nuestros hombros pesaban los nombres, las historias de los que no habían podido acompañarnos, porque habían dado sus vidas a cambio de una oportunidad que no llegarían a tener.

Pensé también en ellos antes de empezar a hablar, a leer el manifiesto de la Unión Nacional Española, ningún español honrado puede dejar de acudir al llamamiento de la Patria, y al principio, todavía les miraba, queremos que todos, fraternalmente unidos, puedan honrarse con su participación en la causa que hoy exige el esfuerzo unánime de la nación, todavía esperaba un grito, un gesto, una sonrisa, el desarrollo de la lucha tenaz de nuestro pueblo y la fatal derrota de Hitler hacen inminente el hundimiento de Franco y su Falange, pero sólo veía cabezas agachadas, escuchaba solamente silencio, y con ellos, el de todos cuantos han contribuido a prolongar el martirio de España, y Comprendes estaba nervioso, el Bocas estaba nervioso, el Pollito estaba nervioso, se acerca la hora de las batallas decisivas, y no se movían, no hablaban, no se miraban, debemos estar preparados, y preparados quiere decir unidos, pero tampoco sabían mirarme a mí sin mover la cabeza, sin apartarse el cuello de la camisa de la garganta, removiéndose en la ropa como si la tela les irritara la piel, unidos no en la espera pasiva que atrofia, me estaba acercando al final de mi discurso y me sentía peor por ellos que por mí mismo, sino en la acción combativa que fortalece, porque presentía que lo que había sabido hacer con un comandante de la Wehrmacht iba a estrellarse contra la indiferencia de mis propios compatriotas.

—¡A la lucha! —aunque, cuando llegó el momento de gritar, grité—. ¡Abajo Franco y Falange! —y por fin, unas pocas voces respondieron a mis gritos—. ¡Viva la Unión Nacional de todos los españoles! —dos hombres, tres muchachos, una docena de mujeres se pusieron en pie para gritar conmigo—. ¡Viva la República!

Mis hombres gritaron a la vez, para hacer bulto, y se lo agradecí, pero no me sentí mucho mejor. Sin embargo, mientras la mayoría de los vecinos enfilaba la puerta en silencio, vi que al fondo se había formado un grupo y calculé que estaban esperando a que se despejara el aula para acercarse a mí. Cuando lo hicieron, más que calcular, estaba ya a punto de ponerme a rezar en latín, como en mis viejos tiempos de seminarista, pero por fortuna no tuve que llegar tan lejos.

—¡Salud! —un hombre de mi edad, vestido de jornalero, levantó el puño antes de darme la mano—. Me llamo Eusebio.

—Yo me llamo Martín —el que estaba con él, era algo más joven pero tenía el mismo aspecto—. Y de verdad que me alegro de veros—. Antes de responder a su saludo, ya me había dado cuenta, por sus acentos, de que ninguno de los dos era de allí. Eusebio era de un pueblo de Alicante, Martín, de uno de Segovia, y no se conocían de nada hasta que coincidieron en el valle de Arán. Los dos habían estado en la cárcel, el primero en Valencia, el segundo en Madrid, y todavía les había tocado hacer el servicio militar al salir. Al encontrarse en libertad, los dos habían tenido la misma idea, mudarse a una provincia fronteriza con Francia, buscar trabajo por allí, ahorrar un poco, y esperar a la primera ocasión para cruzar los Pirineos.

—¿Y qué vais a hacer? —me preguntaron, después de contarme todo esto—. ¿Vais a abandonar el pueblo o vais a dejar un retén?

—Desde luego, abandonarlo no, pero todavía no sé… No tenemos tropas suficientes para defender todos los pueblos sin perjudicar nuestras posibilidades de avanzar. Lo mejor sería armar a los hombres de izquierdas.

—No hay —me interrumpió Eusebio—. Mujeres hay bastantes, y chicos también, pero hombres… Yo no conozco a ninguno.

—Bueno, estamos nosotros —sonrió Martín.

—Y nosotros…

El que acababa de ofrecerse era casi tan alto como yo, pero no tendría más de quince años y parecía hablar en nombre de otros dos, tan críos como él y bastante más bajos.

—Puede contar con nosotros, capitán —insistió, con un acento aranés muy fuerte—. Somos tres. Ellos nos conocen. ¿O no? —añadió en un tono desafiante.

—Sí —Eusebio sonrió—. Claro que los conocemos. Y son muy buenos chicos, pero… —se inclinó hacia mí y bajó la voz—. Bueno, ya les estás viendo.

El portavoz, un guaje, habrían dicho en mi pueblo, tenía las piernas tan largas como el Bocas cuando le conocí, y la piel de la cara como una paella a medio hacer, algunos granos grandes, aislados, con la punta amarillenta, otros arracimados, pequeños y oscuros como lunares minúsculos. No me gustaba la idea de armarle. Nunca había sido partidario de armar a los adolescentes, por muy hombres que les hiciera parecer su estatura. Y no porque me pareciera más inmoral que la vida a la que les había abocado la miseria, al ponerles un azadón, en lugar de un fusil, entre las manos, antes de que dieran el primer estirón, sino porque no eran de fiar. Los niños, incluso los que estaban acostumbrados a trabajar como adultos, se ponían nerviosos, hacían barbaridades, no aguantaban la presión. Podían ser tan valientes como los hombres, pero eran más crueles, impacientes y muy irresponsables. En casos de extrema necesidad, prefería armar a las mujeres. Sin embargo, en los ojos de aquellos chicos había calor. Había dolor, y fe, mucho más de lo que yo había recibido de sus vecinos, los adultos que les habían visto nacer, crecer, sufrir, y levantarse de su silla para aplaudir mi discurso de aquella mañana, en un pueblo donde no quedaba ningún hombre de izquierdas.

—¿Sois huérfanos? —les pregunté, y dos de ellos, el alto y el que estaba a su izquierda, asintieron con la cabeza—. ¿De padre?

—Yo, de padre y de madre, que los fusilaron a la vez —respondió el que no había hablado todavía—. Vivo con mi abuela y mis hermanos pequeños.

—Yo no soy huérfano —precisó el tercero—. Bueno, creo que no, pero tampoco sé dónde está mi padre. Mi madre cree que salió cuando la retirada, pero… Hace cinco años que no sabemos nada de él.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete —y al contestarme, estiró el cuello, levantó la barbilla, intentó parecer más alto y más hombre a la vez.

—No —sonreí—. No tienes diecisiete. Dime la verdad.

Tenía catorce, sus amigos, quince, al más alto le faltaban dos meses para cumplir dieciséis, pero su determinación era la única señal alentadora que me iba a llevar de aquel pueblo.

—Bueno, vamos a hacer una cosa. Os voy a armar. A los cinco —los críos me miraron con una sonrisa que no les cabía en la boca—, y voy a dejar a diez hombres aquí. Pero vosotros —señalé a Eusebio, a Martín— sois responsables de los chicos, ¿de acuerdo? Que no hagan ninguna tontería. Guardias y vigilancia, sí, pero nada más. Y en el momento en que pueda mandaros refuerzos, los desarmáis y que se vayan a su casa.

—Has hecho bien, ¿comprendes?

Yo no estaba muy seguro de eso, pero cuando salimos del pueblo para volver andando a Bosost, mi lugarteniente aprobó aquella decisión en voz alta antes de que tuviéramos tiempo de dejar atrás las últimas casas.

—Aunque sean tan pequeños, si no los hubieras aceptado, se habrían desmoralizado, y habrían desmoralizado a sus familias, a sus madres, a sus hermanos, ¿comprendes? No van a correr ningún riesgo, pero así es posible que avergüencen a algunos vecinos, que den ejemplo, ¿comprendes? Porque es imposible que no haya ningún hombre de izquierdas en este pueblo. Que esté emboscado, puede, que no hable, que no se señale, pero que no haya ninguno… —hizo una pausa, me miró, levantó las cejas para subrayar su asombro—. ¿En España? —y él mismo negó con la cabeza, para responderse—. Yo, por lo menos, no me lo creo, ¿comprendes?

¿De dónde habrás sacado tú tanto optimismo?, pensé, pero le di la razón con la cabeza, me guardé mis preguntas para mí mismo, y al llegar a Bosost me limité a informar al Lobo de que habíamos alcanzado los objetivos.

El ambiente que se respiraba en el cuartel general era muy bueno. La sorprendente falta de resistencia de los guardias civiles, que habían abandonado los cuarteles con las manos en alto antes de que empezara el tiroteo, nos había dado una ventaja con la que no contábamos. Era, sin embargo, un dato ambiguo, difícil de interpretar. Los guardias habían abandonado su puesto por su propia voluntad, pero sin haberlo decidido previamente, sin que nadie les hubiera dado la orden de hacerlo, sin la menor intención de unirse a nosotros después. Todos declararon lo mismo, que se habían entregado porque no nos esperaban. Porque nadie les había avisado de que hubiera un ejército enemigo dentro de sus fronteras. Porque nadie les había pedido que resistieran.

Al escuchar otros relatos casi idénticos al que yo había hecho de aquel día, me di cuenta de que eso era lo que no me había gustado. Desde el punto de vista militar, la pasividad del enemigo representaba un regalo que compensaba con creces la indiferencia de la población. Eso era indiscutible, pero aún lo era más que sólo la desinformación general podía explicar a la vez la frialdad de las escuelas y la desconcertante resignación de los cuarteles. Sin embargo, no encontré un buen momento para compartir mi aprensión con ninguno de mis compañeros. Cuando ya estábamos a un paso de los bailes regionales, Perdigón cantando por alegrías, el Lobo comiendo butifarra negra con los ojos cerrados, el Sacristán haciendo en voz alta la lista de las novias que tenía desperdigadas por Aragón, total, a un paso, decía, y el Zurdo suspirando porque, pasara lo que pasara, él iba a ser el último en llegar a su casa, aparecieron dos soldados diciendo a la vez que teníamos una invitada y una prisionera. Como no se ponían de acuerdo, salí a curiosear, y me encontré en la puerta con mi propia versión de la patria perdida.

España medía un metro setenta. Nunca antes había sido tan alta, pero su estatura no era lo único que llamaba la atención en ella. Llevaba el pelo, liso, casi negro, recogido en un moño medio deshecho, algunos mechones sueltos, tan estratégicos como si los hubiera liberado con sus propios dedos, enmarcando su rostro. A partir de ahí, nada era previsible. España era guapa y no era guapa. Su rostro no encajaba del todo en la definición clásica de la belleza, pero estaba muy lejos de los dominios de la fealdad, aunque lo que más la favorecía era que ni Amparo, ni Angelita, podrían haberla despachado diciendo que era «una chica mona». Tenía los ojos oscuros, la piel bronceada, colores típicos en una cara atípica, angulosa, de huesos finos y expresión decidida, un rostro delicado pero no frágil, alargado pero nada espiritual. España podía presumir de nariz, estar contenta con su barbilla y celebrar aún más la desnuda elegancia de sus mandíbulas. A cambio, tenía una boca tan grande que no le daba opción a pintarse sólo el centro de los labios en forma de corazón, según la moda de la época, y para compensarla, una cabeza redonda, demasiado pequeña para tanta mujer, que desmentía sus pómulos eslavos. Mucho más indiscutible era su cuerpo.

España tenía un esqueleto interesante, poderoso, incluso vestida de aquella extraña manera, un cruce pintoresco entre señorita amazona y miliciana aficionada, botas y pantalones de montar, una camisa blanca con volantes en el pecho, una americana de terciopelo, un chubasquero muy usado, una manta sobre los hombros y una pistola bien visible, encajada en la cintura del pantalón. Hasta con tanta tela encima, adiviné que tenía los hombros anchos, aunque no tanto como parecían, unos pechos lo suficientemente rotundos como para abrir un hueco entre el tercero y el cuarto botón de una blusa que no le estaba pequeña, unas caderas prometedoras, a pesar del ridículo abultamiento de los pantalones, y las piernas muy largas. Eso fue lo primero que vi de ella, porque cuando salí, se había tapado la cara con el pico de la bandera, como si fuera un quinto obligado a besarla en el patio de un cuartel. Yo nunca había besado aquella bandera por la que llevaba diez años jugándome la vida, y aquel gesto me pareció excesivo, teatral, un poco histérico. Pero cuando le di las buenas tardes, España me saludó como un soldado de los de antes, llevándose el puño cerrado a la sien, y sus ojos me enseñaron que no había estado besando la bandera, sino limpiándose la cara con ella. Porque cuando salí a su encuentro, España estaba llorando.

Eso fue Inés para mí, un país cuyos límites coincidían exactamente con el que yo añoraba, la España que había poseído, a la que había pertenecido una vez y ya no sabía dónde encontrar fuera de mi memoria. Eso fue Inés desde que empezó a darme con creces, cada noche, todo lo que buscaba de día, en vano, fuera de su cuerpo. Una fuente de energía tan formidable que, si su beneficiario no hubiera sido yo, lo habría sido cualquiera de los hombres que se quedaron dentro de la casa, sin presentir lo que se estaban perdiendo. Aunque, tal vez, si se hubiera abandonado en otros brazos, su dueño no habría sido tan torpe como yo, ni habría provocado en ella la torpeza que contribuyó a que, en lugar de mover nuestras cabezas hacia fuera para separarlas, las moviéramos hacia dentro, y a la vez, para darnos un cabezazo sonoro, doloroso y mutuo, antes de soltarnos.

Luego, cuando la acompañé adentro, mientras la oía hablar, explicarse, contar que había venido a caballo, que nos había traído tres mil pesetas y cinco kilos de rosquillas, que estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de que no la devolviéramos, la miré, miré a los demás, y comprendí que estaban pensando lo mismo que yo. Aquella mujer encajaba como un guante en nuestras esperanzas, y su llegada le daba sentido, consistencia, a la invasión. Porque habíamos cruzado la frontera para luchar por gente como ella, al lado de personas como ella, y en su nombre. Veinticuatro horas después de nuestra llegada, cuando cualquier desarrollo, cualquier presentimiento de felicidad era aún posible, Inés fue nuestra primera voluntaria, la primera que vino a nosotros libre y espontáneamente, sin que hubiéramos tenido que reclutarla ni convencerla, sin que hubiéramos salido a buscarla. Sería también la última, pero antes de que empezáramos a sospecharlo, yo estaba ya tan enconado como un niño pequeño y no demasiado listo.

—¿Qué tal? —porque al día siguiente, cuando volvimos a Bosost y nos encontramos al Lobo, esperándonos en la puerta del cuartel general, sólo pensaba en eso.

—Muy bien —y ni siquiera me di cuenta de que no tenía buena cara—. Mucho mejor que ayer.

Era verdad, porque aquel día no habíamos tenido curas saltarines ni alcaldes escondidos debajo de la cama. En el valle de Arán se habían enterado por fin de que estábamos allí, de quiénes éramos y de qué pretendíamos. Ya sabían cómo hacíamos las cosas, y aunque el entusiasmo seguía siendo excepcional, el miedo se había ido transformando poco a poco en simple tensión, una actitud expectante de hostilidad encubierta por parte de algunos, y aparente simpatía por parte de otros. En la intersección de ambas distancias, los nuestros empezaban a dejarse ver como si la boca de un cuentagotas se hubiera dilatado hasta el humilde punto de dejar escapar su contenido de dos en dos unidades, y no ya en una sola dosis cada vez.

Fuera de mí, las cosas no habían mejorado mucho. Dentro, en cambio, eran tan distintas que cada dos por tres se me escapaba la risa sólo de pensarlo. Mientras encañonaba a los guardias civiles, mientras leía el manifiesto de la UNE, mientras atisbaba con el rabillo del ojo la reacción de los vecinos, de mis soldados, mientras organizaba a los hombres que iba a dejar allí y armaba a los civiles que iban a quedarse con ellos, era consciente en cada segundo del volumen de mi sexo, que crecía, y disminuía, y volvía a crecer a su aire, sin consultarme ni dejarme nunca tranquilo del todo.

Tenía que tomar muchas decisiones en muy poco tiempo y no pensaba conscientemente en Inés, pero cualquier idea, cualquier palabra que pudiera decir para expresarla, procedía a la fuerza de una caverna carnosa y sonrosada, de paredes elásticas, brillantes, que me había acolchado el cráneo para suplantar el lugar de mi cerebro. No tenía otra cosa dentro de la cabeza. Procuraba ignorarlo para evitar una reacción en cadena, el fulminante efecto que cualquier imagen nítida, deliberada, provocaba en el otro órgano rebelde de mi cuerpo, pero mis ojos veían a Inés donde no estaba, mis oídos oían su voz sin escucharla, las yemas de mis dedos la tocaban al tocar el aire, y Comprendes tenía que darme un codazo en las costillas para que acabara las frases que empezaba. Entre unas cosas y otras, estaba muy entretenido conmigo mismo. Por eso le dije al Lobo que me había ido mucho mejor que el día anterior, y no le mentí.

Luego me di cuenta de que el aire que escapaba del cuartel general estaba envuelto en un aroma antiguo y doméstico, un olor que me devolvió a Asturias, a la cocina de mi madre. Cerré los ojos para apreciarlo mejor e identifiqué sin vacilar la causa de aquel fenómeno, calabacines, tomates, cebollas. Pisto, aposté, y mi madre no solía hacerlo. Inés, imaginé, y no me hizo falta abrir los ojos para ver sus manos, cortando, pelando, picando, la expresión atenta de su rostro, los ojos concentrados en la sartén, una cuchara de madera en una mano, la boca entreabierta… Bien pensado, lo más seguro era que cocinara con la boca cerrada, pero en aquel momento estaba ya tan agotado de sujetarme a mí mismo, que decidí dejarme ir.

—¿Adónde vas, Galán? —y cuando la voz del Lobo me detuvo, tenía una erección de las que hacen daño.

—Adentro, a saludar —su dedo índice negó en el aire—. Si todo ha ido muy bien, en serio, Lobo, pregúntale a Comprendes, o ya te lo cuento yo, dentro de un rato.

—Que no, que no es eso. Hoy hemos hecho prisionero a un oficial del estado mayor de Moscardó. Yo ya lo he interrogado esta mañana y no le he sacado gran cosa, pero cuando Flores se ha enterado, se ha puesto como una fiera. Me ha obligado a repetir el interrogatorio y ha pedido que tú estés delante, así que… Lo demás tendrá que esperar.

Lo demás, Inés, atacarla por la espalda, levantarle la falda, meter las manos debajo de su ropa, aplastarme contra ella mientras no le quedara más remedio que seguir dándole vueltas al pisto con una cuchara de madera, y disfrutar de su desconcierto, el nerviosismo que le impediría atendernos a mí y a su guiso al mismo tiempo, había dejado de ser urgente antes de que el Lobo terminara la frase. El comisario había logrado en un instante lo que nada, ni las dos caminatas de aquel día, ni la Guardia Civil, ni el mitin de la escuela, ni la reacción de mis hombres, ni la de aquellos pocos a los que había logrado reclutar, había conseguido antes. No me gustaba Flores, no me fiaba de él, y aún me fiaba menos de la súbita predilección que demostraba por mí. Porque yo era amigo de Jesús, no suyo. Yo le debía a Jesús la lealtad que se merece un amigo, a él ninguna. Y no dudaba de que el Lobo sabía todo esto tan bien como yo, pero mientras mi sexo se autoexiliaba al limbo de los placeres aplazados, busqué una manera de asegurárselo.

—Yo no tengo ningún interés en estar en ese interrogatorio, Ramón —él asintió con la cabeza, para asegurarme a su vez que me creía—. Más bien, me da mucho por culo tener que irme ahora. Así que eso tienes que decidirlo tú. Si quieres que vaya, te acompaño. Si es por Flores, que se joda. Para mí, aquí no hay más jefe que tú, ya lo sabes.

—Lo sé, Fernando, lo sé… —vino hacia mí, me dio una palmada en la espalda, me empujó hacia delante con la misma mano—, pero yo también prefiero que estés delante. Primero, por tener la fiesta en paz. Después, porque este individuo, Gordillo se llama, estaba en la lista de Inés. Flores se me quejó anoche, y se ha vuelto a quejar esta mañana, de la hospitalidad con la que le hemos abierto los brazos a una aventurera, una señorita de Madrid, hermana de un falangista, y al escucharle, Juanito ha hecho un chiste, ya sabes cómo es. Sí, hombre, le ha dicho, sólo faltaría que ahora nos quedáramos sin cocinera, a ver si los demás vamos a pagar las consecuencias de que tú tengas ese culo de panadero… —sonreí, porque podía imaginarme perfectamente la expresión de Zafarraya, esa mala folla congénita a la que debía la asombrosa habilidad de poner siempre el dedo en la llaga, sin llamar a las cosas por su nombre ni levantar la voz—. Y ya te puedes imaginar que no le ha gustado nada que se metiera con su culo. Pero tampoco le ha gustado que defendiera a Inés.

—Claro. Porque, hasta sin pensar mal, él no puede entender esto —mi coronel me dio la razón con la cabeza—. Porque no es un militar, no sabe nada de la guerra. Él no ha venido aquí a luchar, sino a controlarnos. Y para sentirse seguro, necesitaría que todo estuviera planificado, cuadriculado, intervenir en cada asunto, en cada detalle, y que nadie tomara decisiones sobre la marcha. Pero esto no es así, esto no es una sede del Partido…

—Precisamente por eso quiero que vengas. Porque creo que es mejor que seas tú, tan amigo de Monzón, quien le explique a Flores que ya conocíamos a Gordillo, y lo que Inés te contó de él. Pero, además…

Hizo una pausa, aceleró el paso sin dejar de guiarme, volvió la cabeza para comprobar que no había nadie cerca.

—Hoy no he podido hablar con Toulouse.

—¿Qué dices? —entonces fui yo quien se paró, y le cogí de los hombros para obligarle a mirarme.

—Lo que oyes —estaba tranquilo, serio, y no me mentía—. Yo no he podido. Flores dice que él sí, que ha informado con normalidad, pero yo siempre he encontrado problemas en la línea. En Transmisiones están seguros de que la avería es francesa, pero el caso es que no ha habido manera de conectar. Y estamos a 21, lo sabes, ¿no?

—Pinocho —y eso era lo mismo que decir el túnel de Viella, nuestra retaguardia, la garantía con la que contábamos para avanzar sobre la ciudad.

—Tú lo has dicho. Y no sé nada. No tengo ni idea de cómo están las cosas a estas horas, si el túnel es nuestro o del enemigo. Pero me apostaría cualquier cosa a que Flores sí lo sabe. Y prefiero que vengas conmigo, porque él no desconfía de ti, y cuatro ojos ven más que dos.

Sin embargo, mis ojos y los del Lobo vieron lo mismo. El comisario nos recibió con una expresión ofendida, a medio camino entre el reproche y la indignación, que me pareció tan falsa como si la hubiera ensayado delante de un espejo. Se estaba defendiendo, y al verme la cara, no se animó a incluirme en su defensa. En eso acertó, porque la amargura que impregnaba sus preguntas, ¿es que yo no pinto nada aquí?, ¿es que no formo parte de la escala de mando?, ¿no merezco siquiera que se me informe de lo que está pasando?, me pareció tan retórica como su sintaxis, una artimaña, y no de las más hábiles, para eludir nuestras preguntas. Tampoco nos dio opción a hacer ninguna. Él mismo eligió el momento de hablar y el de callarse, y un instante después, giró sobre sus talones con aires de mariscal napoleónico, para entrar por delante de nosotros en la sala donde nos esperaba el oficial de Moscardó. Pues sí que tiene el culo gordo, pensé, cuando me dio la oportunidad de contemplarlo. Pensé también que lo del túnel se había jodido, pero no me atreví a decírselo al Lobo.

El interrogatorio fue, de principio a fin, una gilipollez. El prisionero estaba cabreado, el coronel estaba cabreado, yo estaba cabreado. Flores, en cambio, siguió jugando al mariscal de campo. Mientras formulaba una pregunta detrás de otra, recorría la habitación a pasitos cortos, con las manos unidas a la espalda y un gesto de furia contenida arrugándole los labios en una mueca ambigua, que inspiraba más repugnancia que temor, aunque era más ridícula que otra cosa. Así fueron pasando los minutos, quince, treinta, cuarenta y cinco. Hasta que el Lobo se cansó.

—Comisario, ¿podemos hablar un momento, por favor? —y por si acaso, le cogió con suavidad de una manga antes de dirigirse a él con mucha más cortesía de la que yo habría empleado.

Salieron juntos de la habitación y no pude escuchar lo que hablaban, aunque me lo imaginé. El prisionero se negaba a declarar, iba a seguir negándose por mucho que Flores repitiera una y otra vez las mismas preguntas, y antes de cruzar la frontera, ya habíamos decidido renunciar a cualquier otro procedimiento.

El domingo previo a la invasión, el Lobo convocó una reunión en su casa, y ya no hubo paella, ni mujeres, pero a cambio vinieron Tijeras, el Afilador, Perdigón y el Botafumeiro, el estado mayor de Bosost al completo y todos de uniforme. Hasta nueva orden, no quiero volver a veros vestidos de civil, nos había anunciado por teléfono. Aunque le obedecí, mi aspecto no le gustó.

—¡Hay que joderse con el romanticismo!

—Pero si no pasa nada, Lobo, la verdad es que no entiendo…

—¡Mi coronel! —me interrumpió cuando todavía no me había dado tiempo a completar mi defensa—. A partir de ahora, mi coronel, si no te importa.

—Muy bien, pues mi coronel —me cuadré, saludé, el Cabrero se rio, dejó de reírse cuando el Lobo lo fulminó con la mirada—. Los galones que llevo son muy importantes para mí, mi coronel. Son los únicos que siento míos de verdad. Seré un romántico, un sentimental y hasta un gilipollas, si quieres, pero me gustaría volver a España con ellos, porque con ellos salí.

—Pues no puede ser —pegó un puñetazo en la mesa, y estaba tan furioso que al Cabrero le volvió a dar la risa, aunque se tapó la boca a tiempo—. Porque esos galones tan preciosos para ti, interrumpen la escala de mando.

—Eso tampoco es así, Lobo… —el Pasiego, que sí llevaba puestas sus insignias francesas, de comandante, acudió en mi auxilio.

—¡Mi coronel!

—Bueno, pues mi coronel. Tampoco es así, mi coronel, porque ni lo que tú mandas es un regimiento, ni el Zurdo, Galán, Tijeras, Perdigón y yo mandamos exactamente cinco batallones, ni Zafarraya va a mandar una sección, por muy teniente coronel que hayas conseguido que le nombren…

—Eso me da igual. Lo que yo no puedo tener es este caos de estado mayor, con un montón de capitanes, otro montón de tenientes, un solo comandante y hasta un brigada —y entonces miró al Botafumeiro, que ya llevaba un rato con las barbas en remojo—. ¡Joder, Bota, parece mentira!

—Vale, vale… —y levantó las manos en el aire para pedir paz—. Esta misma noche me autoasciendo a capitán, no te preocupes.

—¡No te autoasciendes, hostia! —volvió a pegarle a la mesa y se hizo daño—. ¡Ya eres capitán!

—Que sí, Lobo… Digo, mi coronel.

—Vamos a hacer un trato, mi coronel —me animé a proponer en ese punto—. Lo del Bota, vale, porque un brigada no pinta nada en un estado mayor. Pero a mí me gustaría entrar en España siendo capitán. Y en el primer instante que tenga libre después de tomar Viella, me pongo las insignias de comandante. Me las coso yo mismo, si hace falta. Y dos días más tarde, cuando nos asciendan a todos, las de teniente coronel. Te lo juro por lo que más quieras.

—¡Hay que joderse con el romanticismo! —clavó los codos en la mesa, se sujetó la cabeza con las manos, la meneó varias veces, e hizo una de sus típicas asociaciones de ideas, tan abruptas como fulminantes—. Y por cierto… —antes de seguir, se volvió para mirar al Sacristán—. Supongo que no hace falta que os recuerde la cantidad de disgustos que nos dieron las mujeres en el 36, ¿verdad? Pues eso. Que no quiero verlas ni en pintura, ¿está claro? Ni a una sola, quiero ver.

—¿Y por qué me lo dices a mí? —el Sacristán protestó—. A ver, por qué…

—Porque sí, Pepe, porque hace mucho tiempo que nos conocemos.

Comprendes, que estaba sentado a mi derecha, me dio un codazo para señalarme al Zurdo, tan invisible para el Lobo como de costumbre, por más que fuera tan juerguista como el Sacristán y llevara galones de capitán siendo tan comandante como yo.

—Y ese cabrón… Yo no sé cómo lo hace —Antonio se dio cuenta y nos sonrió desde la otra punta de la mesa—, pero se libra siempre de todo, ¿comprendes?

Aquel murmullo alertó al Lobo, que se volvió con el dedo extendido, preparado para señalarme.

—Y a ti te digo lo mismo.

—¿Y al Zurdo? Porque a él nunca le dices nada, ¿comprendes?

—El Zurdo es más responsable —sentenció el Lobo, o sea, nuestro coronel, mientras el responsable sonreía con esa cara de niño rubio de ojos azules que le servía para engañar a cualquiera—. Y ahora, vamos a hablar de las cosas importantes.

Lo eran tanto que no volvimos a interrumpirle. Las normas fijadas para nuestra actuación dentro del territorio nacional eran tan indiscutibles como el plan militar. No volvíamos a España para vencer, sino para convencer, y eso implicaba un trato exquisito, fraternal y cortés al mismo tiempo, con la población civil. Éramos un ejército de ocupación, pero a la vez no lo éramos, porque no íbamos a invadir una nación extranjera, sino nuestro propio país, y eso implicaba una manera peculiar de hacer las cosas.

—Que le quede muy claro a todo el mundo —nos advirtió el Lobo, y ninguno sonrió, nadie se atrevió a hacer bromas, ni chistes, al escucharle—. No pienso tolerar el menor acto de pillaje, la más leve tentativa de abuso de las mujeres ni, muchísimo menos, un solo acto indiscriminado de represalia. No volvemos a España para tomar represalias, ¿entendido? Espero que vuestros hombres se lo aprendan de memoria. Y me dan igual las historias que les cuenten los civiles, las escenas de odio o de venganza que puedan contemplar, lo que hayan podido sufrir los nuestros en los pueblos por donde avancemos, y hasta los hijos de puta que puedan llegar a ser los fascistas que hagamos prisioneros. Porque, por descontado —y levantó el dedo índice de la mano derecha en el aire—, vamos a hacer prisioneros. Los únicos fusilamientos que estoy dispuesto a firmar son los de los soldados que se atrevan a tomarse la justicia por su mano, y hasta los de quienes permitan que alguien se la tome en su presencia. No voy a consentir, de ninguna manera, ejecuciones sumarias, torturas, ni malos tratos a civiles, sean quienes sean, hayan hecho lo que hayan hecho, o lo reclame quien lo reclame con las lágrimas temblándole en los ojos… —hizo una pausa, nos miró, uno por uno, y de nuevo se detuvo en el Sacristán—. Por muy guapa que sea, por muy buena que esté, y por muy bien que haga las cosas que mejor sepa hacer. ¿Está claro?

—Clarísimo —y el Sacristán ni siquiera se quejó de que hubiera vuelto a dirigirse a él.

—No se trata de que yo no tenga ganas de devolver las hostias, sino de demostrar por todos los medios posibles que nosotros somos la legalidad —remachó el Lobo de todas formas—. Aprendéroslo bien, porque ya va siendo hora de que en el resto del mundo se enteren de una puta vez. Nadie nos ha regalado nunca nada. Nadie nos ha puesto jamás las cosas fáciles, y no podemos permitirnos ni un solo error, porque no podemos contar con nadie. La solidaridad, el internacionalismo y el amor a España, se quedan en los mítines, en las pancartas y en la fachada de la Sociedad de Naciones, pero nunca llegan hasta los despachos. Ninguno de vosotros necesita que yo se lo recuerde.

Esa era la verdad más indiscutible de todas las que se pronunciaron en aquella reunión. Nadie nos había regalado nunca nada, todos lo sabíamos y Flores no era una excepción. Por eso, cuando me quedé a solas con aquel teniente coronel fascista que tenía la cabeza baja y los ojos fijos en sus pies para no devolverme la mirada, estuve seguro de que a Pinocho se le habían torcido las cosas. El comisario había insistido en alargar un interrogatorio infructuoso para escurrir el bulto, pero aún no me desanimé, no quise desanimarme. La guerra es impredecible, escapa a la lógica de las fechas, de los mapas, de las correlaciones de fuerzas y las ofensivas trazadas con tiralíneas. La guerra es caprichosa, caótica, rebelde. De lo contrario, nunca habríamos podido aguantar casi tres años frente a un ejército profesional, más poderoso, mejor armado y con una escala de mando impecable, tan jerarquizada y completa como la que el Lobo echaba de menos desde el verano de 1936. En una guerra, siempre puede pasar cualquier cosa. Eso también lo sabíamos todos, incluido el teniente coronel Gordillo, que no entendía los motivos de que le hubieran dejado a solas conmigo, y pasó un rato muy malo hasta que el Lobo abrió la puerta para reclamarme.

—¿Capitán?

Me cuadré antes de contestarle.

—A sus órdenes, mi coronel.

Me hizo un gesto con la cabeza y, al salir, ya no vi a Flores.

—Vámonos a cenar, anda —y me sonrió—, que tú, desde luego, te lo has ganado.

Gané algo más, porque cuando entré en el cuartel general y descubrí a Inés bajando por la escalera, el tumulto de mi sexo trepó hasta mi corazón sin ceder un milímetro del terreno conquistado. Llevaba un vestido que parecía nuevo, unas sandalias de verano y los labios pintados de punta a punta, palpitando entre las comisuras como una promesa generosa, coloreada y carnal. Parecía más mujer y más joven a la vez, porque el tejido azul se ceñía a sus brazos, a sus hombros, a sus pechos, como ningún traje de amazona, pero se había sujetado el pelo como suelen hacerlo las niñas pequeñas, con unas horquillas a ambos lados de la frente. Sin embargo, ninguno de estos detalles aislados me emocionó tanto como su conjunto. Aposté conmigo mismo a que se había comprado el vestido aquel mismo día, y me enterneció imaginarla en aquel pueblo tan pequeño, sin aceras, sin tiendas, sin escaparates, buscando ropa imposible de encontrar, y arreglándoselas para encontrarla. La primera vez que la vi, no pude adivinar que iba a gustarme más desnuda que vestida. Después de descubrirlo, jamás se me habría ocurrido imaginar que un vestido sobre su desnudez pudiera llegar a conmoverme tanto.

—¡Qué guapa!

Le ofrecí una mano para ayudarle a bajar el último escalón, y mis oídos siguieron captando por su cuenta la conversación de los demás. Las revelaciones del Lobo sobre sus dificultades para hablar con Toulouse, impregnaban con un tono familiar las respuestas del Pasiego, del Zurdo, de Comprendes. Yo conocía aquel acento, el cansancio de la confusión, del desánimo, y podía oírles, pero no lo reconocí, porque no podía escucharles. La noche acababa de empezar y llegaría mucho más allá de los postres de una cena espléndida, como la que ninguno de nosotros estaba acostumbrado a probar en un cuartel.

—Ya puedes tenerla contenta, camarada —después de ovacionar a Inés, que tuvo que levantarse y saludar, el Pasiego declaró que, para ser justos, deberían aplaudirme también a mí, y Zafarraya aprovechó la ocasión para susurrarme una advertencia—. Porque como tengamos que volver al rancho del campamento, vas derecho a un consejo de guerra. El que avisa no es traidor.

Nos reímos tanto como habíamos disfrutado de la cena antes, pero aún quedaba mucha noche por delante. Para los demás, Inés sería, desde aquel mismo momento, una bendición del cielo en forma de cocinera. Yo me seguí llevando sorpresas que me fueron atando más y más a aquella mujer imprevista, tan imprevisible al mismo tiempo que, después de preguntarme si estaba muy cansado, no me llevó a la cama, sino a inspeccionar el frente.

—Pero ¿tú estás tonto, o qué?

Y al volver, cuando ella le prometió que iba a hacerle cinco kilos de rosquillas para él solo, al día siguiente de que entráramos en Madrid, Comprendes se me quedó mirando como si nunca me hubiera visto antes.

—Pero ¿cómo se te ocurre decirle que vamos a llegar a Madrid? —se levantó y se apartó unos metros conmigo, para que el Piñón no oyera cómo me regañaba—. Es lo más irresponsable que he oído en mi vida, ¿comprendes?

—Ya, pero tú…

Tú no has estado allí, dije sólo para mí. Tú no has ido con ella a caballo hasta el mirador de arriba con las manos escondidas debajo de su ropa, y no has visto cómo su entusiasmo encendía media docena escasa de luces mortecinas. No la has visto sonreír, no la has besado, no has escuchado el cuento de la lechera, tomar Barcelona, salir al mar, desembarcar en Valencia, atravesar La Mancha y llegar a Madrid en dos patadas. Tú no sabes, Comprendes, porque no la has mirado, no has sucumbido a esta inexplicable borrachera de sentimientos opuestos, casi contradictorios, que me tiene empalmado como un asno y con los ojos blandos a la vez. Todo eso tendría que haberle dicho, y lo más probable es que ni siquiera así lo hubiera entendido. Porque yo tampoco lo entendía muy bien.

—Además, yo no le he contado nada —por eso, opté por resumir—. Se lo cuenta todo ella sólita, y se pone muy contenta. Me gusta mucho. Y me gusta verla contenta.

—Anda que tú, también… Has ido a elegir el mejor momento para encoñarte, ¿comprendes?

Podría haber protestado. Podría haberle recordado que él tampoco había tenido el don de la oportunidad. Podría haberle dicho, ya sabes, hoy por ti, mañana por mí, ayer en Francia, hoy en España, pero no tenía tiempo que perder. Aún ganaría mucho más antes de que amaneciera. Y al día siguiente, cuando creí que lo había perdido todo, Inés volvió a estar allí para lo peor, con el mismo fervor, la misma intensidad con la que hasta entonces había sabido estar para lo mejor.

El 22 de octubre de 1944, yo había vivido ya muchos días malos. Me había hundido muchas veces en la tristeza, en el fracaso, en la rabia, en los puestos fronterizos, en la arena de la playa de Argelés. Conocía la derrota mejor que la victoria, y sin embargo, no encontré en mi memoria nada comparable a aquel anonadamiento. De la moral revolucionaria, el arrollador impulso de la Historia, la inercia liberadora de las masas, ni me acordé. Lenin había dicho que la paciencia debía de representar la principal virtud de un comunista. Pero también había dicho que su primera obligación consistía en mirar a su alrededor y tratar de comprender la realidad.

—Ten mucho cuidado, por favor —me pidió Inés al despedirse de mí.

—Ayer no me dijiste eso.

—Ayer no —y me sostuvo la mirada sin soltar las solapas de mi guerrera—. Pero hoy sí te lo digo.

Aquellas palabras me pusieron de buen humor, mucho antes de que el sol hiciera una aparición tan espectacular como si hubiera decidido amanecer sólo para mí.

Cuando salimos del pueblo y la carretera empezó a empinarse, las copas de los árboles nos escamotearon la luz. La humedad que la noche había posado en los helechos que crecían al borde del monte, contribuía a crear el efecto de un túnel descubierto, una penumbra agitada, cambiante, que olía a tierra mojada y mordía como el frío del invierno. Mientras avanzaba, sólo podía escuchar el eco de mis pisadas, multiplicado por la respuesta de las botas de mis hombres, el susurro disperso de conversaciones lejanas y, de vez en cuando, el rumor del agua que se movía dentro de la cantimplora que llevaba enganchada en el macuto. Comprendes caminaba a mi lado y se me quedaba mirando de vez en cuando, pero yo no le devolvía la mirada, no tenía ganas de hablar. Me encontraba bien. Me gustaba estar allí, caminar en aquella penumbra húmeda y fría, apurar una armonía solitaria, efímera, que tenía las horas contadas pero se aferraba a su naturaleza como si ignorara que el sol viajaba por el cielo, que se movía deprisa, codiciando el centro, para acabar con ella en un instante. Me encontraba bien, y no necesitaba nada que estuviera fuera de mí para seguir estando bien. No todavía.

—Cuéntame algo —Comprendes me dio un codazo cuando llevábamos una hora y media de marcha—, que me aburro, ¿comprendes?

—¿Sí? Pues vete con el Bocas, que seguro que te entretiene.

—Que no, que prefiero hablar contigo…

—Ya, pero hoy yo no tengo ganas de hablar —le miré, le vi resoplar, sonreí—. Lo siento, Comprendes.

Media hora después, el sol empezó a filtrarse entre las copas de los árboles, y sólo entonces empezó a hacer un buen día. El cielo estaba azul, despejado, limpísimo, y la visibilidad era tan buena que, al fondo, las montañas se recortaban sobre el horizonte con la precisión de una fotografía. La carretera empezó a describir curvas más y más amplias mientras se desprendía de su monótona escolta vegetal, y al alcanzar un mirador natural, decidí dar el alto, veinte minutos para descansar y beber agua. El pueblo al que nos dirigíamos estaba al otro lado del monte. Trepé hasta unas peñas próximas a la cima para comprobar si podía verlo, y cuando ajusté los prismáticos a mis ojos, contemplé algo muy distinto.

La vertiente opuesta estaba explanada en la base por la construcción de una pista forestal. Una serpentina de tierra rojiza, apisonada, de la anchura suficiente para que transitara por ella un camión, desembocaba en un ensanchamiento donde había un centenar de hombres trabajando. Un tercio de ellos se dedicaba a limpiar y allanar el tramo recién terminado. Otros tantos picaban y desescombraban el sucesivo. Por delante de ellos, y todavía serán asturianos, calculé, sonriendo para mis adentros, otro grupo barrenaba la montaña. Repartidos entre todos ellos, unos quince soldados de Infantería, cada uno con un subfusil ametralladora montado entre las manos, les vigilaban paseando, sin demasiado interés.

Cuando vi todo esto, dejé caer a la vez los prismáticos y los párpados, y me obligué a contar hasta diez. No puede ser, me dije, no te hagas ilusiones, pero mi corazón no debió escucharlo, porque siguió latiendo muy deprisa, con tanta fuerza como si pretendiera romperme las costillas. Volví a ajustar las lentes antes de acoplarlas a mis ojos, y el aire me picó en la nariz, el silencio del monte se hizo sonoro, ruidoso, cada músculo de mi cuerpo se tensó en la misma fracción de segundo. Convoqué toda mi atención para volver a mirar aquella escena. Buscaba una trampa, un error, cualquier indicio que desmintiera la interpretación que mis ojos habían impreso en mi cerebro. No lo encontré.

Los detuve en cada uno de los soldados, tan inofensivos desde el otro lado de los cristales de aumento como una colección de figuritas de plomo, y comprobé que no estaban a las órdenes de un oficial, sino de un simple sargento. Ese detalle confirmó mi impresión de que en Arán no nos esperaba nadie, en una situación muy diferente a la estampa de un simple cuartelillo de pueblo. Porque ni siquiera nosotros, ni siquiera en el verano del 36, cuando aún éramos mineros, campesinos, albañiles o panaderos, y no todavía soldados, nos habríamos permitido una chapuza semejante. Yo llevaba cinco años viviendo fuera de España, pero era español, y sabía cómo se hacían las cosas en mi país. Lo que estaba viendo, sólo podía interpretarse de una manera, y ni en mis mejores sueños habría podido concebir un golpe de suerte semejante.

Miré hacia abajo, hacia mis propios hombres, y aunque estaba seguro de que desde el otro lado no habrían podido oírme, renuncié a gritar para reclamar a Comprendes. No estaba dispuesto a correr el menor riesgo, y por eso, cuando me reuní con ellos, puse la mano encima de una peña.

—Ven aquí, Bocas —existía una mínima, remotísima posibilidad, de que, desde el último extremo de la explanada, alguien, con unos prismáticos más potentes que los míos, pudiera vislumbrar una silueta en aquella curva, pero no estaba dispuesto a arriesgar ni eso—. Hasta que yo diga lo contrario, tú te quedas en esta peña, y que nadie pase de aquí. Ni un paso, ¿está claro?

—Sí, mi capitán, no se preocupe. O sea, que tenemos que estar resguardados contra la curva, como si dijéramos, de aquí hacia mi izquierda, ¿no?

—Justo —aprobé con la mano derecha extendida hacia él—, y cállate ya, que no tengo tiempo que perder. Comprendes, ven conmigo.

—Pero ¿qué pasa?

—Ahora lo verás.

Cuando llegamos arriba, le pasé mis prismáticos y no quise anunciarle nada, porque todavía me costaba trabajo creérmelo. Y eso fue lo primero que dijo él, al mirar hacia abajo.

—No me lo puedo creer, ¿comprendes?

Luego me devolvió los prismáticos, se quitó las gafas y, por primera vez en mi vida, le vi limpiarse los cristales con un pico de la camisa.

—Es imposible —repetía mientras tanto, meneando la cabeza como si le hubieran dado cuerda—. No puede ser verdad, no puede ser. Nosotros nunca tenemos tanta suerte, ¿comprendes?, nosotros no, sería la primera vez… No sólo haría falta que Dios existiera, sino que además hubiera decidido cambiar de bando, ¿comprendes? Trae, anda.

Volvió a ajustar las lentes para mirar más despacio, de izquierda a derecha, y reconstruí sin dificultad la secuencia de su mirada, los sectores en los que estaban divididos los trabajadores, el número y la posición de sus guardianes, aquel milagro insólito de un dios desconocido, camarada.

—Es un destacamento penal… —murmuró al fin, y levantó la cabeza, sonrió—. ¡Un destacamento penal! —repitió, en voz alta—. ¿Te das cuenta?

—¡Claro que me doy cuenta! —y me eché a reír.

—Pero es… —volvió a llevarse los prismáticos a la cara—. ¡Es increíble!

Era increíble, inconcebible, una carambola a infinitas bandas, el más sofisticado retruécano del destino. Lo que nos habíamos encontrado por casualidad, de camino a un pueblo al que nunca llegaríamos, no era ni más ni menos que un destacamento penal, una brigada penitenciaria de trabajadores, una compañía de presos dispuestos a redimir su pena trabajando gratis para la España de Franco. Y esos presos sólo podían ser de una condición. Antiguos combatientes del Ejército Popular o, en otras palabras, nuestros, de los nuestros.

—¿Cuántos dirías tú que son? —me preguntó sin soltar los prismáticos.

—Unos cien, ¿no? Los he contado antes, por encima.

—Cien o más, ¿comprendes? —y por fin se los despegó de los ojos, me los devolvió, se puso de pie—. ¡Joder! Ya puedes estar contento.

—Sí —y volví a sonreír—. Aunque no sé cómo nos las vamos a arreglar para armarlos a todos.

—Bueno, que todos los problemas que tengamos sean como ese, ¿comprendes?

Mientras bajaba la cuesta, fui dándole vueltas a la cuestión del armamento, y hasta me entretuve en imaginar mi regreso a Bosost, a la cabeza de una columna de más de trescientos hombres, un empujón que los demás necesitaban tanto como yo. Podía permitírmelo, porque nuestra superioridad numérica era tan abrumadora que habría garantizado el éxito en cualquier circunstancia. En aquella, además, todas las ventajas estaban de nuestra parte.

—Cambio de planes —anuncié a mis suboficiales, mientras dibujaba un croquis en la tierra con un palo—. Vamos a bajar por donde hemos subido, en orden y en silencio, para rodear el monte por la base. El objetivo es liberar a los prisioneros de un destacamento penal que está construyendo una carretera al otro lado del monte.

—¿Qué?

Varios hicieron la misma pregunta a la vez, pero me limité a explicarles la situación por encima y ninguno volvió a interrumpirme, como si hubieran comprendido a la vez que no teníamos tiempo para perderlo en detalles. Decidí dividir mis fuerzas en ocho grupos, atacar los tres sectores de la obra por el norte y por el sur al mismo tiempo, y situar uno en cada extremo para cerrar la explanada, aunque no creía que el enemigo ofreciera resistencia. Las obras estaban bordeadas por montones de tierra y de cascotes que ofrecían parapetos útiles para cubrirse, y esperar a que los grupos destinados a las posiciones más alejadas llegaran hasta ellas. Al comenzar la ascensión, fijé el ataque para una hora más tarde.

—Y no creo que vayamos a tener muchas más oportunidades como esta —advertí a los jefes de cada grupo antes de dividirnos—. Así que vamos a aprovecharla bien.

Sesenta minutos después, salí de detrás de un montón de arena, y vi a Comprendes avanzar hacia mí, y al mismo ritmo, desde el otro lado de la explanada.

—¡Alto! —grité, mientras le ponía a un soldado la pistola en la nuca—. Tira el fusil, levanta las manos y no hagas tonterías, o te vuelo la cabeza.

Me obedeció antes de que tuviera tiempo de terminar de decírselo, y miré a mi alrededor para comprobar que todos mis hombres habían cumplido su parte de la misión. Cuando Machuca inmovilizó al sargento, le hice un gesto con la cabeza al Castañas, para que se ocupara de recoger las armas del enemigo, dejé a mi prisionero a cargo del Bocas, y avancé hasta el centro de la explanada para dirigirme a los prisioneros. Antes de empezar a hablar, les miré y vi que me estaban mirando con los ojos muy abiertos, la boca de par en par, las herramientas de trabajo aún entre las manos. Me sonreí por dentro, y dirigí una sonrisa a los que estaban más cerca de mí, pero no me la devolvieron.

—¡Camaradas! —y durante una fracción de segundo, llegué a darme cuenta de que había previsto acercarme a los más próximos, darles la mano, saludarles, y de que no lo había hecho—. Somos los representantes de la Junta Suprema de la Unión Nacional Española, una plataforma que integra a todas las fuerzas democráticas comprometidas en la lucha contra la tiranía de Franco. ¡Uníos a nosotros!

Hice una pausa y no escuché nada, miré a mi alrededor y nada se movió, me pregunté qué estaba pasando y no fui capaz de responderme.

—El momento de las batallas decisivas se acerca —pero seguí hablando, gritando, deshaciéndome en cada grito, derramando todo cuanto tenía en cada una de las sílabas que pronunciaba—. Mussolini ha caído ya, la derrota de Hitler es inminente, la dictadura de Franco toca a su fin. El mundo entero vuelve a mirar a España. El ejército aliado, del que hemos formado parte en Francia, no va a tolerar esta situación durante mucho más tiempo. Con su ayuda, y la de todo el pueblo español, pronto la Unión Nacional podrá tomar el poder para restablecer la República y las libertades…

A aquellas alturas, ya habían empezado a correr.

Antes de que me diera tiempo a pronunciar la mitad de mi discurso, los que estaban más lejos habían tirado ya el pico, la pala, y habían empezado a huir, monte arriba.

Mientras hablaba, mientras repetía la fórmula de una verdad en la que hasta hacía un instante había creído a ojos cerrados, y que resonaba ahora en mis oídos como la cascara de una consigna, pura propaganda hueca, los veía saltar como conejos, esconderse entre los matorrales, asomar un instante y desaparecer de nuevo, cada vez más lejos de mí. Mis hombres los miraban, me miraban, volvían a mirarlos, y no sabían qué hacer. Yo tampoco, porque no sabía cómo retener a los que huían, ni ordenar a mis hombres que abrieran fuego contra aquellos fugitivos que eran nuestros, de los nuestros. Hasta que llegó un momento en el que, por no poder, ni siquiera pude seguir hablando. Dejé una frase a medias para asistir en silencio a aquella desbandada, aquella imagen tristísima, una realidad tan dolorosa, tan vergonzosa, tan insoportable de admitir, que intenté refugiarme en un error que no creía haber cometido.

—No lo entiendo… —murmuré, y miré al Bocas, que me devolvió una mirada desamparada mientras mantenía una pistola imperturbable contra la cabeza del hombre al que yo había desarmado—. Parecía un destacamento penal.

—Y es un destacamento penal —me contestó el soldado, tan joven que debía de ser un recluta, con un acento gallego muy marcado y una serenidad que tampoco logré comprender en aquel momento—. Son presos políticos, republicanos.

—Pero no puede ser —y me hubiera gustado estar solo, ser un soldado raso y estar solo, para sentarme encima de una piedra, taparme la cabeza con las manos y echarme a llorar—. No puede ser…

Por no seguir mirando mi propio desconsuelo en los ojos del Bocas, levanté los míos hacia el monte, y vi una ladera repleta de figuras grises que se movían deprisa. Corrían tanto, por una pendiente tan empinada, que tropezaban y se caían cada dos por tres. Pero se levantaban sin perder tiempo y seguían ascendiendo, cubriéndose con los árboles, con las peñas, trepando y trepando, huyendo despavoridos en todas las direcciones, deteniéndose apenas para mirar hacia atrás de vez en cuando, como animales torpes, asustados.

Esos eran los nuestros, de los nuestros. Esos eran los que no nos habían vitoreado, los que no habían dejado escapar ningún suspiro, ningún grito de júbilo, ni una sola palabra de alivio, los que no habían celebrado su libertad antes de escapar a toda prisa de nosotros. Esos eran los nuestros, los que huían de los suyos, nosotros, los hombres que los habían liberado, los que habían cruzado la frontera para derrocar al tirano que los mantenía presos, cautivos condenados a trabajos forzados por haber luchado una vez a nuestro lado. Preferían ese cautiverio a la libertad que les habíamos ofrecido, la libertad de volver a luchar, con las armas en la mano, por su propio futuro, por el futuro de sus hijos. Y yo no podía aceptar eso, no podía. Para mí, en aquel momento, no eran sólo ellos, no eran sólo cien. Para mí, mientras los veía huir, eran todos, lo eran todo. El fracaso de mi vida entera, el final de mi última esperanza, el hundimiento definitivo. Así me sentía, sumergido en un pantano donde apenas podía respirar por la nariz, mi boca llena de barro y el deseo de estar muerto, de caer fulminado por un rayo y estar muerto, de dormir, y morir, y dormir, y no despertar jamás.