La cronología de los acontecimientos que se suceden cuando la invasión ya se ha puesto en marcha, permite aventurar que Dolores apenas tiene margen para reaccionar. Tampoco debe perder mucho tiempo en tirarse de los pelos, antes de encerrarse a solas consigo misma para hacer lo que mejor sabe hacer ella desde siempre, pensar. Y a solas con su pensamiento, este icono del proletariado internacional que, antes que nada, fue la mujer de un obrero, un ama de casa experta en sacar a su familia adelante con muy pocos recursos, recuerda tal vez la principal lección de economía doméstica que se imparte tradicionalmente a las jovencitas españolas en hogares, escuelas y centros parroquiales. Es importantísimo que tengáis siempre a mano media docena de sobres bien rotulados, alquiler, luz, carbón, comida, medicinas, imprevistos… Como todas las mujeres españolas de su época, una Dolores recién casada habría repartido el jornal de su marido en esos sobrecitos que, según los expertos, aseguran la felicidad doméstica de cualquier matrimonio. A mediados de octubre de 1944, quizás esa receta vuelve a serle útil.
—Esa es más lista que el hambre.
Dolores comprende que lo último que le conviene es poner todos sus huevos en la misma cesta. Por eso, reparte el capital de su poder en, al menos, cuatro sobres distintos. Es verosímil pensar que en el primero escriba Pirenaica. Sabemos con certeza que Radio España Independiente anuncia la invasión, y eso permite calcular las diversas ventajas que reporta a la secretaria general del PCE la decisión de airear una operación militar que ha sido cuidadosamente mantenida en secreto por sus organizadores. Mucho ojo, porque lo sé todo y os estoy vigilando, sería la principal, pero no la única. El entusiasmo con el que sus locutores celebran el heroico arrojo de los guerrilleros de la Unión Nacional le permitirá aparentar ante todos los españoles, los del exilio y los del interior, que ella ha liderado esta operación, en el caso, en absoluto descartable todavía, de que acabe teniendo éxito. Para los oyentes de la Pirenaica, ella es una figura universal y Jesús Monzón un completo desconocido, de manera que no tendrán duda alguna de a quién deben agradecerle su victoria, si es que llega. Y si llega, siempre podrá sostener ante el propio Monzón que su intervención, con su correspondiente efecto agitador sobre las masas, ha sido tanto o más decisiva que el envío de tropas al interior.
—Esa es más lista que el hambre.
Franco tiene razón, y por eso, en otro sobre, Dolores escribe Málaga. Ella está en contacto con Carrillo a través de la embajada soviética en Argelia, y sabe que el objetivo principal de la reconstruida delegación de Oran consiste en organizar un desembarco de hombres armados en la costa de Málaga. Aunque después, la dirección del PCE intenta ridiculizar por todos los medios la invasión de Arán, tachándola de chapuza quimérica, improvisación irresponsable y lamentable brindis al sol, lo cierto es que Carrillo está montando una operación tan parecida que ya ha comprado las lanchas necesarias para transportar a la costa andaluza a los hombres a quienes está formando en una escuela de guerrilleros desde hace meses.
Respecto a la penetración por Arán, el desembarco en Málaga tiene muchas ventajas y un gran inconveniente. Los habitantes de la costa malagueña, jornaleros agrícolas, pescadores, obreros del puerto, cuentan con una larga y gloriosa tradición de lucha revolucionaria, tienen un grado de conciencia política incomparablemente superior al que pueden exhibir los pequeños propietarios rurales de Arán, y han sufrido una represión brutal, que coloca a su provincia entre las más castigadas de España. Pero Málaga no tiene frontera con Francia, ningún valle cerrado cuya situación geográfica pueda inquietar a los aliados. El desembarco andaluz jugará sin embargo un papel fundamental en el caso de que la maniobra de Monzón tenga éxito. Una invasión simultánea desde el sur no sólo afianzará las posibilidades del avance desde el norte, obligando a los franquistas a dividir su alarma y sus recursos. También situará a la secretaria general del PCE donde ella quiere estar, es decir, en la primera línea de decisión del nuevo conflicto.
—Esa es más lista que el hambre.
Lo es tanto, que le pide a Carrillo que lo deje todo preparado para que el desembarco en Málaga se lleve a cabo en el mismo instante en que ella lo ordene. Después, debe volver a ponerse en marcha. El tercer sobre que rotula Pasionaria lleva otro nombre de ciudad, París. Allí, y no todavía a Toulouse, debe encaminarse Santiago tan deprisa como le sea posible.
Dolores sabe que su figura, la de la dirección que preside, no es precisamente popular en el otoño de 1944 entre los comunistas españoles exiliados en Francia. El meteórico ascenso de Monzón nunca habría sido posible si los militantes no se hubieran sentido abandonados, víctimas del sálvese quien pueda de la dirección del Partido, esos gerifaltes que se apresuraron a ponerse cómodamente a salvo de la intemperie en la que les iba a tocar sobrevivir a duras penas a los demás. Ni ella ni ningún otro dirigente de su equipo estarán dispuestos a reconocer jamás los méritos personales del creador de la poderosa organización que van a heredar en Francia, pero tampoco pueden no ser conscientes de las circunstancias en las que ha prosperado tanto talento.
Objetivamente, ellos no son culpables de una decisión del Komintern a la que no han podido oponerse. Ningún dirigente de ninguna nacionalidad puede desobedecer una directriz de la Internacional Comunista, en un momento en el que esta organización constituye un único partido mundial, con delegaciones en cada país y una sola dirección que está por encima de los intereses nacionales particulares. Objetivamente, ellos no han hecho más que cumplir órdenes, con la misma incondicional disciplina que exigen a sus subordinados, pero no es fácil pedirle objetividad a una militancia que ha sufrido tanto, tanta injusticia, tanta cárcel, tanta hambre, tanta inseguridad, tanto frío, tanta esclavitud, tantas muertes, y que ha dado tanto, tanto esfuerzo, tanta audacia, tanto coraje, como los camaradas a quienes dejaron presos en Francia y ahora les esperan sentados, libres y victoriosos. Por eso, y porque es más lista que el hambre, Dolores ordena a Santiago ir a París, y no a Toulouse, a entrevistarse antes con los dirigentes del Partido Comunista Francés que con los de su propio partido. Porque si los franceses muestran un apoyo decidido e incondicional a la operación, sólo se puede actuar de una manera. Si su reacción es más neutral, seguirán existiendo diversas posibilidades entre las que escoger, a medida que progresen los acontecimientos.
Hasta aquí, todo está bastante claro. Existen numerosas evidencias y otros tantos indicios, testimonios, documentación, las memorias del propio Carrillo, de que estos fueron los tres primeros sobres que Dolores Ibárruri rotuló, para repartir su jornal entre ellos. Pero es inverosímil suponer que no exista un cuarto sobre. Y que la palabra escrita en él no sea Stalin.
En octubre de 1944 Hitler sigue resistiendo en Berlín y la guerra en el Pacífico está todavía en una fase que dista de ser terminal. Jesús Monzón ha estudiado este escenario con suma atención, y en él confía, más que en ningún otro factor, para lograr el éxito de su operación. Cuando se consuma su fracaso, los centros de poder que han intervenido en esta crisis, El Pardo, el Buró Político del PCE, el Kremlin, la diplomacia británica, confluyen en una única estrategia. Como si se hubieran puesto de acuerdo, todos coinciden en minimizar la invasión de Arán, en presentarla como una extravagancia, una aventura descabellada, una bobada intrascendente. Sin embargo, el 19 de octubre de 1944 Franco pierde los papeles, Pasionaria se tira de los pelos, Carrillo se precipita a cruzar el Mediterráneo, la embajada británica en Madrid se prepara para lo peor y Roosevelt, que no cultiva el antifranquismo con pasión, pero tampoco de boquilla, como otros, todavía está vivo. Acciones mucho más insignificantes que una invasión militar de estas dimensiones han puesto en marcha antes, y seguirán desencadenando después, crisis internacionales de primera magnitud. En esas circunstancias, parece imposible que Stalin no convoque a Dolores, o que Dolores no acuda a toda prisa a pedirle audiencia. Que jamás nadie haya hecho pública la menor noticia de esta entrevista no menoscaba en absoluto su verosimilitud. Si en efecto tiene lugar, Pasionaria no necesitaría mentir ni una pizca para explicarle al líder soviético que la invasión no la ha montado ella, que nadie le ha informado de antemano de lo que iba a suceder, y que, en primer término, se trata de un asalto al poder en el seno del propio PCE.
Tampoco tendría por qué mentir al afirmar que, en su opinión, y en la de cualquiera que se pare a pensarlo dos veces, es una operación prematura, que les complica las cosas a los aliados cuando menos les conviene, y compromete la posibilidad de intentar una acción más importante y mejor coordinada, con apoyo militar internacional, una vez finalizada la guerra mundial. La única razón de que Monzón la haya desencadenado en este momento consiste en que él es el único que no puede esperar. La eficacia de su golpe de mano reside, precisamente, en que el 19 de octubre de 1944 ella está en Moscú, Azaña muerto y enterrado, los dirigentes del PSOE repartidos por el apacible mundo neutral, la CNT-FAI reducida a una mera leyenda sin apenas operatividad, y ningún otro interlocutor, ningún control, ningún competidor posible en el caso de que aquella aventura logre el objetivo de herir de muerte al franquismo.
Otra cosa es que Stalin tuviera ganas de meterse en aquel jardín. A escasos meses del final de la guerra en Europa, cuando hasta Hitler sabe que su derrota es inevitable, la Unión Soviética ya ha escogido su parte del pastel de la victoria, y España es una guinda que cae justo en la otra punta del continente. Una cosa es la propaganda y otra, muy distinta, la realidad, como ya dejó muy claro Molotov al firmar con Ribbentrop el pacto nazi-soviético de 1939. En octubre del 44, Stalin no gana nada presionando a sus aliados. La causa de los parias de la Tierra, que en todos los países del mundo sienten la de la democracia española como propia, sí, pero ese es otro asunto. Lo último que le interesa a Dolores Ibárruri, símbolo universal de aquella lucha, es desplegar su influencia, su prestigio, para encumbrar en el poder al hombre que ha usurpado previamente su cargo de dirigente suprema de los comunistas españoles. Pero nadie debe ser tan inocente como para creer que, si Pasionaria se hubiera arrojado a los pies de Stalin, para suplicarle con lágrimas en los ojos que ayudara a los hombres que van a restablecer la bandera de la República en el valle de Arán, el dirigente soviético hubiera cambiado de opinión. Si la secretaria general del PCE le tantea en ese sentido, nunca, ni siquiera después de 1956, cuando se abre el tiro al blanco antiestalinista, trasciende nada de esta gestión. Y resulta muy difícil suponer que, en estos momentos, la más tibia indicación no ya del favor, sino simplemente del interés de Moscú, no desencadene una crisis de histeria en las representaciones diplomáticas anglosajonas en Madrid.
Por eso, es inevitable pensar que Stalin opta por hacerse el sueco y que, en consecuencia, dejando a un lado la ilimitada audacia y la aún más descomunal ambición de Jesús Monzón, los antifascistas españoles vuelven a quedarse solos en el mundo y con el culo al aire, para no variar. No parece verosímil que el dirigente soviético gaste saliva, mucho menos tinta, para explicar una decisión tan poco airosa, por lo que tiene de abandono de unos camaradas que, una vez más, están luchando contra el fascismo con las armas en la mano. Esa circunstancia ya hizo de España en 1936 un país único en Europa, sólo para que la diplomacia aliada confirme esa excepcionalidad al mantener un régimen fascista en el poder después de 1945. A Stalin, y no digamos ya a Dolores, tampoco les gustaría reconocer expresamente la debilidad interna del PCE que se transparenta tras el ascenso de Jesús Monzón. Por eso parece más razonable suponer que el Kremlin se limita a no intervenir, actitud que en la embajada británica en Madrid sabrán interpretar mejor que nadie. Porque si alguna vez han existido expertos en no intervenir en España, esos han sido, sin discusión, los británicos.
Gran Bretaña es la única potencia aliada que mantiene, desde el primer día de abril de 1939, una representación diplomática de alto rango en la capital de un estado fascista, aliado de las Potencias del Eje. En Madrid existe también una embajada norteamericana, pero hasta el verano de 1942, cuando llega Carlton Hayes, su superior desempeña funciones más propias de un encargado de negocios que del jefe de la diplomacia de una potencia en guerra. Sir Samuel Hoare, embajador británico en Madrid desde 1940, es en cambio una figura de primer orden, todo un talento político que unos años antes se ha desempeñado como ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Su Majestad. Su labor, que consiste básicamente en persuadir a Franco de que Churchill le quiere tanto como un hombre maduro, casado por dinero, querría a una amante joven, cariñosa y muy sexy, aunque las circunstancias, como es natural, no le permitan demostrar su amor en público, es clave para entender el desarrollo del régimen franquista a lo largo de aquella década.
Claro que nada de esto habría sucedido si, en la única entrevista personal que llegan a celebrar, Franco no le hubiera pedido a Hitler, a cambio de entrar en la guerra como aliado del Eje Roma-Berlín, las posesiones francesas en el norte de África, que pretende unir al Protectorado español de Marruecos para forjar su propio imperio colonial. Eso, la migaja con la que se ha conformado Pétain a cambio de dejarle ocupar Francia sin despeinarse, es lo único que al Führer no le conviene darle, aunque se apresura a aclarar que una ligera modificación en los términos puede hacer aceptable tal pretensión. Porque a Mussolini no va a gustarle nada que otra potencia le dispute su dominio del Mediterráneo, pero la posibilidad de atravesar España, tomar Gibraltar, apoderarse del Estrecho y expandirse por la costa norteafricana, es demasiado tentadora.
—Entra en la guerra —sin embargo, cuando cambia el orden de los factores, Hitler no tiene ni idea de lo que es un gallego—. Entra, y cuando ya seas un aliado, volvemos a hablar. Entonces, todo será más fácil.
El 23 de octubre de 1940, en la estación ferroviaria de Hendaya, Franco pide mucho a cambio de una vaga promesa. A partir de febrero de 1943, cuando se consuma la derrota alemana en Stalingrado, el clima ha cambiado tanto que está dispuesto a darlo todo con tal de sobrevivir.
—¡Ay, la Gran Bretaña…!
Es la mano de Sir Samuel Hoare la que Franco sostiene entre sus dedos poco tiempo después, mientras deja escapar un suspiro ante los miembros del raquítico Cuerpo Diplomático acreditado en Madrid, en una recepción que tiene lugar cuando la División Azul permanece aún desplegada en el frente del Este. Aquel cuerpo de voluntarios, concebido, reclutado y organizado, sin disimulo alguno, por el aparato estatal franquista, lucha del lado alemán pero bajo mando español, por lo que resulta muy extravagante sostener que no forma parte del ejército nacional. Por eso, nadie duda aún de la alineación de España con el Eje cuando Franco chaquetea, aunque sabe guardar los secretos de su corazón con la misma flemática discreción con la que Sir Winston ha sabido siempre mandarle recados de amor.
A cambio de condescender en la acrobática pirueta de considerar a España un país neutral, pasando por alto el pequeño detalle de las decenas de miles de soldados españoles que combaten contra la Unión Soviética, Hoare logra una enorme victoria. Gracias a sus gestiones, las exportaciones españolas de wolframio, un mineral estratégico, escaso en el resto del mundo e imprescindible para la industria armamentística de la época, dejan de representar un monopolio nazi para repartirse, en proporciones cada vez más favorables a sus intereses, entre Alemania y Gran Bretaña. Servidor de dos amos que se hacen mutuamente la guerra, Franco reparte también su angustia desde este momento, entre el temor de que se descubra su juego —no sólo en Berlín, sino también entre su propia gente, los altos mandos del Ejército y la Falange que siguen tragándose de buena voluntad el cuento de su germanofilia— y las dificultades para pagar, en una moneda que no sea wolframio, la descomunal deuda económica contraída con Alemania a cambio de su ayuda en la guerra civil.
—Más se gastó Mussolini y, mira, se ha portado como un señor —porque se diría que, hasta que le llega la cuenta de la Legión Cóndor, él tampoco ha tenido nunca ni idea de lo que es un alemán—, sin cobrarnos un duro…
Es también Sir Samuel Hoare quien consigue que la División Azul sea desarticulada en noviembre de 1943, y quien, a finales de enero del año siguiente, ya no ruega, sino exige sin contemplaciones que la Legión Azul, sucesora de la División integrada a todos los niveles en la Wehrmacht, ya sin relación orgánica aparente con el ejército franquista —excusatio non petita, accusatio manifesta—, sea desmantelada por completo. Francisco Franco Bahamonde, el mismo hombre que en 1940 había especificado, respondiendo a una pregunta de sus amigos del Tercer Reich, que los únicos españoles a quienes reconocía como tales vivían en España, y en consecuencia, podían hacer lo que mejor les pareciera con los exespañoles republicanos a los que tenían internados en sus campos de exterminio, recuerda en aquella entrevista a Sir Samuel la gran cantidad de —entonces ya de nuevo— compatriotas suyos, soldados y oficiales rojos, que están luchando en el ejército aliado. Después de dejar constancia de que siempre lo ha sabido, aunque nunca haya rechistado, agacha la cabeza. Y la Legión Azul desaparece.
Como si quisieran compensarle por tantas humillaciones, lo más probable es que sean los representantes de Londres quienes le dan por fin una alegría en la segunda mitad de octubre de 1944. Aunque, desde que empezó a cambiar el tiempo, Franco también corteja abiertamente al embajador norteamericano, Hayes —a quien no deben complacerle mucho sus arrumacos, porque presenta su dimisión a mediados de este mismo año—, sólo las garantías británicas, en el sentido de que su gobierno no tiene la menor intención de intervenir en un conflicto que considera un asunto interno del de Madrid, pondrán un punto final definitivo a la vertiente diplomática de la crisis de Arán. Eso no impide que todos los tontos bien informados de España, Pilar Franco Bahamonde a la cabeza, atribuyan la invasión a los designios y maquinaciones de la Pérfida Albión.
La larga y fructífera farsa de la hostilidad entre la España franquista y el gobierno británico resulta tan beneficiosa para ambas partes que cabe pensar que también es obra de Hoare, todo un experto en la materia. Llega a serlo tanto, que Ramón Serrano Súñer nunca le perdona su versión de la conversación telefónica que ambos sostienen el 24 de junio de 1941. Aquella mañana, mientras una marea de falangistas furiosos tira piedras contra las ventanas de la representación diplomática de su Británica Majestad para celebrar la creación de la División Azul, que a su entender, y al de cualquiera, no significa ni más ni menos que la entrada de España en la guerra al lado de Alemania, el cuñado y ministro de Asuntos Exteriores de Franco llama al embajador británico para ofrecerle más medidas de seguridad.
—No, Serrano, no me mande usted más policías —contaba Hoare que respondió al mismo hombre que, como falangista y no como jefe de la diplomacia española, había proclamado esa misma mañana, desde un balcón de la calle Alcalá, que el exterminio de Rusia era «una exigencia de la Historia y del porvenir de Europa»—. Mándeme usted mejor menos estudiantes.
—Mentira, mentira —repitió Serrano después, durante años, a quien le quiso escuchar—. No dijo eso, no lo dijo, será ingenioso, pero no es histórico, se lo inventó para quedar por encima de mí, para dejarme en ridículo, me saca de quicio oírlo…
Sir Samuel Hoare, enviado a España en 1940 para neutralizar cualquier tentación de Franco de entrar en guerra como aliado del Eje, cumple tan escrupulosa como admirablemente con esa misión. Por lo demás, pasa a la Historia como un hombre antipático, al que sus subordinados aprecian tan poco como la sociedad madrileña a la que él desprecia en la misma proporción. Quienes le frecuentan en aquellos años, cuentan que es un inglés distante, adusto, huraño y soberbio, a quien no le gusta el cocido, ni el flamenco, ni la siesta, ni la Iglesia católica. Es justo, sin embargo, anotar algo más.
El 16 de octubre de 1944, cuando las fuerzas de la UNE ya están concentradas, preparándose para cruzar la frontera, Hoare, que unos días antes ha regresado a Londres para pedir el relevo por su propia voluntad, envía un memorándum al Foreign Office para subrayar la evidencia de que la España de Franco es un estado fascista y colaboracionista, y recomendar que, en el momento oportuno, los aliados tomen las medidas necesarias para acabar con él. Quizás, esa es su opinión desde el principio, y por eso en Madrid le cae tan mal a todo el mundo. Quizás, al recibir su nombramiento, no tiene un criterio tan definido, pero lo cierto es que, en el umbral de la invasión, no vacila en manifestar su radical discrepancia con las tendencias de Winston Churchill, quien, tal vez por influencia de su primo Jimmy-Fitz-James Stuart, descendiente de Arabella Churchill y, pese a sus apellidos, duque de Alba, embajador oficioso del gobierno de Franco en Londres durante y después de la guerra civil, nunca oculta en qué bando están sus simpatías.
No es probable que, al abandonar España, Hoare esté absolutamente en la inopia de lo que se trama al otro lado de los Pirineos, aunque sólo sea porque, en octubre de 1944, Madrid sigue siendo una de las ciudades del mundo con más espías por metro cuadrado. Pero tampoco parece razonable suponer que, al pronunciarse en Londres contra el franquismo, Sir Samuel quiera formular un hipotético apoyo personal a la operación de Arán. Si esa hubiera sido su intención, habría hecho una mención explícita. En cualquier caso, y por más que sus superiores no van a prestar, ni entonces ni después, la menor atención a sus recomendaciones, su oportuna retirada le ahorra el mal trago de asistir a lo que está a punto de suceder como representante oficial del gobierno británico.
Porque Gran Bretaña es una potencia aliada y los aliados están en guerra con Alemania. En 1939, muy poco antes de convertirse en un territorio ocupado por el Tercer Reich, Francia ha recibido a medio millón de refugiados y soldados republicanos españoles que se integran después, por decenas de miles, en la Resistencia francesa, para jugar un papel decisivo en la vertiente occidental de la derrota alemana. Esos mismos hombres, que siguen vistiendo el uniforme del ejército aliado, son quienes acaban de cruzar los Pirineos bajo la bandera de una plataforma democrática que aspira a restablecer la legalidad constitucional suspendida por un golpe de Estado militar. Pero Gran Bretaña, en lugar de ayudarles, como la han ayudado ellos a ganar la guerra, va a ponerse de parte de su enemigo, viejo amigo a su vez de sus enemigos de Roma y de Berlín.
Si en el Palacio de El Pardo alguien se atreve a formular alguna vez un cálculo inverso, no estará desde luego entre los colaboradores del dictador, entre quienes inspira tanto terror como en cualquiera. Franco, para no desmentir a su padre, no tiene amantes. Tampoco amigos. Entre sus allegados más próximos hay que ir descontando al primo hermano a quien manda fusilar en el 36, al hermano menor que se mata en un inverosímil accidente aéreo en el 38, al hermano mayor a quien manda a Lisboa aquel mismo año para quitarse de en medio sus iniciativas, con o sin faldas de por medio, y por último, al cuñado —conocido por unos como «Cuñadísimo», y por otros, más específicamente otras, como «Jamón Serrano» Súñer, apodo que no requiere más explicaciones que cualquiera de sus retratos de juventud, y aún de madurez—, a quien destituye como responsable de Asuntos Exteriores en septiembre del 42, en teoría por ponerle los cuernos a la hermana de su señora con, entre otras, la marquesa de Llanzol, esposa legítima de otro de sus ministros, y seguramente, en la práctica, por mantener incólume su lealtad por la causa alemana cuando eso ya no le conviene. Así, en 1944 sólo le quedan su hermana Pilar y su primo Pacón, Francisco Franco Salgado-Araujo, militar de carrera que comparte su nombre de pila y los apellidos de su padre. Sin embargo, a juzgar por las memorias que el pariente y secretario privado del dictador publica tras la muerte de aquel, a él tampoco le permite nunca grandes confianzas, más allá de confesarle su admiración por la inteligencia de Dolores Ibárruri.
Si en el Palacio de El Pardo alguien se atreve a decir en voz alta, alguna vez, lo que está pensando, a la fuerza tiene que llamarse Carmen. Y no resulta difícil imaginar lo que Franco habría respondido si cualquiera de las dos Cármenes de su vida le hubiera recordado que jamás habría podido ganar la guerra civil sin la ayuda de Italia y de Alemania, y hasta que está muy feo traicionar a un amigo sólo porque han empezado a irle mal las cosas. Te voy a decir lo mismo que les digo a mis ministros, esa habría sido su respuesta, tú hazme caso y no te metas en política. En 1932, cuando le deja colgado en una intentona golpista que no prospera, el general Sanjurjo lo explica con más gracia.
—Franquito —como le apodaban sus compañeros de carrera, debido a su baja estatura— es un cuquito que va a lo suyito.
Al margen del desmesurado crecimiento de estos diminutivos, y para poder valorar en todos sus matices la tierna, aunque discreta, amistad que vincula a Francisco Franco con el gobierno de Londres, resulta útil recordar cuál es la situación política de Francia, por citar un país cercano a España en todos los sentidos, en octubre de 1944. Aquí, donde el papel de los comunistas ha sido decisivo para lograr la derrota alemana, no está en marcha, por ejemplo, ninguna revolución proletaria. Los comunistas se integran en un gobierno de concentración nacional, respetando las reglas del juego democrático con la misma transparencia que proponen, por ejemplo, los estatutos de la Unión Nacional Española fundada por Jesús Monzón. Esa es la misma actitud adoptada por los partidos comunistas en otros países situados fuera del área de influencia de Moscú, por más que sus miembros hayan desempeñado un papel tan destacado en la liberación de sus respectivos territorios como el que juegan, por ejemplo, los comunistas italianos o, por no abandonar el parentesco mediterráneo, los griegos, que lejos de asaltar el poder, van a ser compensados por su contribución a la victoria con una fulminante ilegalización. Este desarrollo es ya tan evidente antes del fin de la guerra mundial, que no llegan a producirse ni siquiera intentos revolucionarios aislados, al margen de la más o menos sangrienta represión de colaboracionistas, en la que los comunistas nunca están solos, en ninguno de estos países.
Pero España siempre ha sido una excepción, el pecado original de los campeones de la democracia y la libertad del mundo. El hombre que el 19 de octubre de 1944 no altera ninguna de sus agradables rutinas cotidianas en su casa madrileña de Ciudad Lineal, un chalé apartado, confortable y con jardín, ya cuenta con eso. Jesús Monzón lo tiene todo pensado. Sabe muy bien lo que ha hecho, dónde se ha metido, pero no confía solamente en la parcialidad de la suerte, su amorosa debilidad por los audaces.
Monzón sabe que en el mismo instante en que sus hombres logren instalar un gobierno republicano provisional en Viella, todo lo que hayan logrado levantar hasta entonces Franco, Dolores, Stalin, Churchill y cualquier otro actor del panorama internacional, se vendrá abajo como un castillo de naipes.
Todo, entrevistas secretas y telegramas cifrados, movimientos de tropas y conspiraciones cuarteleras, recomendaciones amistosas y órdenes tajantes, actividad diplomática y exabruptos blasfemos, perderá cualquier valor al estrellarse con una fotografía que va a dar la vuelta al mundo desde las portadas de todos los periódicos.
Porque no es lo mismo no apoyar en secreto la instauración de un gobierno que representa una causa tan universalmente prestigiosa como la de la Segunda República Española, que derrocar en público a ese mismo gobierno.
Porque las autoridades británicas pueden permitirse intrigar de lo lindo para impedir que don Juan Negrín vuelva a presidir un gobierno republicano en España, pero nunca se atreverán a afrontar el coste político y moral, la ruina de su reputación a los ojos de sus aliados y de sus propios ciudadanos, que les reportaría apoyar abiertamente a Franco cuando exista ya otro gobierno español que represente la legalidad constitucional interrumpida por un golpe de Estado en 1936.
Porque Stalin puede considerar que camina mucho mejor, más cómodo y ligero, sin otro conflicto español en el zapato, pero en el momento en que exista un gobierno en Viella, no le va a quedar más remedio que mandar un telegrama de felicitación y un embajador al mismo tiempo.
Porque Dolores tampoco podrá hacer otra cosa que escribir uno de esos discursos suyos, tan arrebatados, tan conmovedores, tan condenadamente buenos, para llenar de lágrimas de felicidad los ojos de los antifascistas del mundo entero, que compartirán de corazón lo que ella nunca podrá no confesar que ha sido la mayor alegría de su vida.
Porque, en el instante en que los miembros del gobierno de Viella posen ante la prensa, alguien se ocupará de aconsejar a Franco, seguramente en inglés, que se guarde la pistola y vaya pidiendo un avión con autonomía suficiente para cruzar el Atlántico.
Porque en el caso, sumamente probable, de que Franco escoja la pistola, el alto mando aliado sentirá que se le abren las carnes ante la posibilidad de que ese general español, a quien les ha costado tanto trabajo mantener fuera de juego, pueda irrumpir en el escenario de una guerra que parece ya liquidada, para meter un balón de oxígeno en los pulmones de una Alemania a medio asfixiar.
Porque eso es lo que puede llegar a ocurrir si, dando la espalda a las declaraciones políticas, a la actividad diplomática, al clamor popular, al apoyo del gobierno francés, y al reclutamiento de voluntarios internacionales, Franco envía a su ejército contra un heroico y reducido núcleo de defensores de la libertad atrincherados en Arán.
Porque, por más que la orografía del valle permita una resistencia larga, que la facilidad de comunicaciones con la retaguardia francesa hará además relativamente cómoda, los aliados no pueden dudar de que la abrumadora ventaja de recursos de los atacantes garantizará su éxito antes o después.
Porque quien ha chaqueteado una vez, ya sabe cómo se hace, y un éxito militar de Franco, a diez kilómetros escasos de Francia, implica la amenaza de tener un ejército completo desplegado en la falda de los Pirineos, a un paso de la Europa liberada.
Porque este despliegue apareja a su vez la posibilidad de que un dictador despechado, acorralado como un toro contra las tablas de la hostilidad mundial, rabioso contra los británicos, que le han seducido en secreto para sacrificarle en público, y arrepentido de haber abandonado a Alemania, que, y ahora se da cuenta más que nunca, ha sido su único amor verdadero, decida pagar con la misma moneda y cruzar los Pirineos para desplegar sus tropas al otro lado.
Porque, entonces, apaga y vámonos.
Y porque existe una solución fácil, limpia, cómoda y práctica para neutralizar, en poco tiempo y con total garantía de felicidad, todas estas amenazas.
El ejército aliado cuenta en Europa Occidental con gran cantidad de unidades en situación de reserva, que ya no juegan ningún papel pero aún no han sido desmilitarizadas. Basta con mandarlas a España, y así, de un plumazo, se resuelven todos los problemas al mismo tiempo. Sus jefes saben ya, por experiencia propia, que en el instante en que su ejército pone un pie en cualquier país ocupado, por muy tibia que haya sido la respuesta antifascista de su población hasta ese momento, empiezan a salir guerrilleros, resistentes y voluntarios hasta de debajo de las piedras. En el caso de España, es razonable esperar una respuesta incomparablemente más favorable y un porcentaje de deserciones en el bando enemigo —monárquicos, tradicionalistas, falangistas puros, liberales y, por supuesto, oportunistas de cualquier pelaje— muy abundante. La soledad de Franco será, por otra parte, absoluta, porque esta vez no podrá recibir los acostumbrados refuerzos del norte de África. El estrecho de Gibraltar, como el resto del Mediterráneo, es territorio aliado, de modo que, adiós a los regulares. En el contexto histórico de la inevitable victoria sobre Alemania, no es previsible que la campaña española resulte muy larga, ni demasiado costosa, aunque cualquier precio es barato a cambio de que Franco no entre en la guerra a destiempo. Y si España vuelve a ser el bastión marxista de Occidente, como teme Churchill, ya habrá tiempo para arreglarlo después, porque un mal menor nunca debe paralizar la consecución de un bien mayor.
Todo eso sabe Monzón, y sin embargo, no lo sabe todo.
El 19 de octubre de 1944, en su casa de Ciudad Lineal, el creador de la Unión Nacional Española se siente Dios, tan autosuficiente como el entrenador de un equipo de fútbol que le lleva un montón de puntos de ventaja a sus rivales. Tantos, que se atreve a mentir a sus propios jugadores, a engañarles, a esconderles la prensa, a fabricar sus propias noticias y a falsear los resultados de la tabla de clasificación, para convencerles de que sólo dependen de sí mismos.
Pero los seres humanos no son máquinas, y hasta el mejor delantero falla un penalti.
Eso es lo único que no se le ocurre pensar a Jesús Monzón.