(Durante)

Madrid, Palacio de El Pardo, 19 de octubre de 1944.

Un coche negro se detiene ante la fachada principal de la residencia del jefe del Estado. El conductor se apresura a bajar para abrirle la puerta a una mujer de baja estatura y considerable diámetro, proporciones de tentetieso coronadas por una cabeza pequeña, el pelo ralo, oscuro, recogido en un moño. La recién llegada tiene cuarenta y nueve años, aparenta bastantes más y viste de luto desde que, hace cuatro, su marido pasó a mejor vida para dejarla sola en este valle de lágrimas, con diez hijos y una pensión mensual de 190 pesetas. Con todo, gracias a su parentesco con el Generalísimo, su viudedad dista mucho de ser dramática.

Pilar Franco Bahamonde sonríe a los funcionarios, civiles o militares, con los que se va cruzando, y les pregunta por su salud —¿qué, cómo va esa rodilla?—, por los estudios de sus hijos —¿y el chico?, está ya con los curas, ¿no?, me alegro mucho, ahora lo que hace falta es que se aplique—, o por su situación sentimental —cásate ya, hazme caso, que cuanto más tiempo dejes pasar, más pereza te dará y luego será peor—, mientras entra en el palacio como Pedro por su casa, o simplemente, como una hermana que va de visita a casa de su hermano. En los primeros años de la dictadura de Paco, esta escena, que veinte años después empezará a ser más infrecuente, se repite casi a diario. Doña Pilar, Pila para sus allegados, forma parte del círculo íntimo del Caudillo, en el que se desenvuelve con una campechanía maternal tan acusada, que en ocasiones llega a ser desconcertante.

Hoy, sin embargo, Pila no podrá ver a Paco. Mientras avanza con paso firme por las mullidas alfombras de antesalas y corredores, lo último que puede imaginar es que un ujier, quizás un oficial del Ejército haciendo las veces de tal, porque la situación no está para protocolos, va a detenerla en la mismísima puerta del despacho de su hermano.

—Lo siento, doña Pilar, pero el Generalísimo ha suspendido todas las audiencias previstas en su agenda —el tono, respetuoso pero firme, llega quizás incluso a ser tajante—. Hoy no podrá recibirla. Está muy ocupado.

—Pero… No entiendo… ¿Qué pasa?

—Lo siento, doña Pilar.

—Mira, a mí no me vengas con esas, ¿sabes? Ya puedes ir largando…

—Lo siento, doña Pilar.

Para la hermana del dictador no resulta fácil aceptar una negativa en estas condiciones, y aún menos después de comprobar que este don nadie, erigido en guardián del santuario, no va a perder ni un segundo en explicarle las razones de tan inconcebible desaire. Por eso, en lugar de volver sobre sus pasos, se dirige tal vez a la antesala donde suelen esperar turno las personalidades citadas por Paquito. Es posible que allí encuentre a unas pocas personas de confianza, empresarios, asesores, altos cargos del Movimiento, quién sabe si algún obispo, tan pasmados como ella.

—Eminencia… Don Cosme… ¡Pepito, qué alegría verte! —y después de besar una mano, estrechar otra y plantar dos besos siempre maternales en unas mejillas descoloridas, se asombraría todavía más—. No me digan que a ustedes tampoco les han dejado pasar.

—Pues no, ya ves…

—¿Ni siquiera a usted, Ilustrísima?

—Ni siquiera a mí.

—¡Qué raro! —Pilar Franco se sentaría en una butaca, los iría mirando uno por uno, se sentiría incapaz de formular cualquier hipótesis—. ¡Qué raro!

Así empiezan a pasar los minutos, porciones de un tiempo misterioso en una jornada inédita, tanto que puede ser que ni siquiera se acerque un sirviente a ofrecerles un café. El 19 de octubre de 1944, los imprescindibles del Caudillo están de sobra en El Pardo. Lo mejor para todos sería marcharse por donde han venido, en silencio y sin rechistar, pero ninguno de ellos está acostumbrado a que nadie, si acaso el mismo Franco, les diga lo que tienen que hacer. Quizás por eso se quedan un rato, para ver si ocurre algo que ponga fin a este malentendido. Si efectivamente es así, sólo lograrán confundirse aún más.

Es probable que algún capitán general vestido de uniforme y alicatado de medallas pase ante ellos como una exhalación, sin detenerse a saludar. Para él sí se abrirá la puerta del despacho, pero no tan deprisa como para no darles tiempo a contemplar una expresión desencajada, el rostro pálido, blanco como un papel de arroz, del recién llegado. Más probable todavía es que asistan a la aparición de algún hombre joven vestido de civil, con una carpeta entre las manos y una palidez diferente, congénita y entonada con el color de sus ojos, de su pelo, de las pecas que quizás tapizan sus mejillas. Él no llega corriendo, sino caminando, en una actitud cortés, incluso ligeramente cohibida, tanto por la trascendencia del mensaje que va a transmitir como por la personalidad del hombre que lo va a recibir. Si el cancerbero del Generalísimo sale a su encuentro, los cortesanos despechados llegarán a escuchar tal vez un breve diálogo, que inicia el visitante al presentarse en unos términos de cortesía exquisita, propia de su profesión, y un español más que correcto, pero con fuerte acento extranjero.

—Buenos días. Soy… —y pronuncia un nombre insignificante, antes de añadir «ábrete, Sésamo»— funcionario de la embajada británica. Tal vez su Excelencia se acuerde de mí. Hace unos meses, Sir Samuel Hoare me hizo el honor de presentarnos.

—Sí, sígame, por favor —y este desaprensivo que no se ha dignado siquiera hablar con ellos, se deshace a su vez en amabilidades—. Por aquí… Su Excelencia le está esperando.

Después, doña Pilar y sus compañeros de infortunio alcanzarán apenas a escuchar el ruido de una puerta que se abre y se cierra, y como mucho, en ese mínimo intervalo, algún grito lejano, o el eco de un puño estrellándose contra una mesa.

—¡Toma castaña! —reflexiona la hermana del Caudillo en voz alta, con la campechanía que la caracteriza—. Pues ese sí que ha entrado.

—Eso parece —y en su desconsuelo, el obispo no encuentra más palabras que añadir.

—Desde luego, es para echarse a temblar, porque si anda por medio la Pérfida Albión… Lo único que saben hacer esos cabrones es joderlo todo —en ese instante, don Cosme, o Pepito, desearía haberse mordido la lengua al recordar la dignidad de uno de sus compañeros de antesala—. Perdón por la expresión, Ilustrísima.

—No pasa nada, hijo. En estas circunstancias…

Pero ninguno de ellos sabe aún cuáles son las circunstancias de una escena en la que el azar les ha obligado a actuar como meros figurantes.

Los autores adictos a la figura y la obra del Caudillo de España por la gracia de Dios, coinciden en desestimar el testimonio que Pilar Franco Bahamonde sembró generosamente, durante los últimos años de su vida, en entrevistas, documentales y un impagable libro de memorias, Nosotros, los Franco. No es de extrañar, porque la única hermana del Generalísimo es una bocazas poco común. Y no merece tanto esta denominación por su desparpajo para evocar episodios que ningún otro miembro de su familia ha osado nunca siquiera mencionar, como por su escasa inteligencia, inspiradora de la descabellada estrategia a la que la empujan sus mejores intenciones.

Después de erigirse a sí misma en defensora incondicional de todos los Franco, por más que ninguno se lo haya pedido, y en lugar de optar por la única actitud que le parecería sensata a cualquier niño espabilado, esto es, pasar por alto todas las situaciones delicadas o decididamente escabrosas en las que se hayan visto envueltas las personas de su entorno, Pilar se dedica en sus memorias a pasar revista a todos los rumores, escándalos y conflictos de su familia, con una única excepción. Ella misma los plantea, los desmenuza y los analiza, proporcionando toda la información que su hermano Paco logró ocultar durante cuatro décadas de dictadura, para intentar desmontarlos después con sus propios argumentos, una asombrosa fuente de ineptitud sólo comparable con su vehemencia y, por encima de cualquier otra consideración, una mina de oro.

Es muy verosímil que, como afirman sus detractores, la hermana del Caudillo sea, en el trance de escribir para la posteridad, una mujer fantasiosa, a la que le entusiasma darse más importancia de la que tiene en realidad, pero es igual de improbable que, considerando la pésima calidad de los argumentos que es capaz de fabricar, tenga la imaginación imprescindible para inventarse la información que proporciona.

Por ejemplo, para justificar el impulso que lleva a su hermano Nicolás a instalar en una suite del hotel Palace de Madrid a una nieta de Isaac Albéniz, tan guapa como parecen ser todas las descendientes femeninas del compositor, y mucho más joven que él, concluye que la gente es incapaz de comprender el sentido de una verdadera amistad.

Para explicar, a su vez, el disgusto que se lleva Paco cuando manda fusilar, en las primeras horas de la sublevación de julio de 1936, a su primo Ricardo de la Puente Bahamonde, que antes de convertirse en un oficial de Aviación leal a la legalidad republicana, fue el compañero de juegos más querido por el Caudillo en su infancia, argumenta que a su hermano le hacen una encerrona de la que no tiene más remedio que salir sufriendo, sacrificándose por amor a España.

Pero ni siquiera esta inefable combinación de estolidez y cinismo iguala su versión del accidente aéreo que le cuesta la vida a su hermano Ramón, alias Chacal, héroe del vuelo transoceánico del Plus Ultra, anarquista y republicano de primera hora, diputado del grupo Radical Socialista en 1931, amigo de Ignacio Hidalgo de Cisneros, de Francesc Maciá, de Blas Infante, a quien el presidente de la República, Manuel Azaña, envía de agregado militar a Washington en 1935 porque teme que lidere un golpe militar de extrema izquierda, y encarnación suprema de la figura del traidor en la guerra civil española. En aquella contienda, traidores hay muchos. Como él, que da el bandazo en el instante en que se entera de que su hermano se ha convertido en el jefe de los rebeldes —ni un minuto antes, ni uno después, ninguno.

Quizás por eso, la muerte que halla, junto con todos sus compañeros de tripulación, el 28 de octubre de 1938, cuando despega del aeródromo de Palma de Mallorca para bombardear por su propia voluntad el puerto de Valencia, a pesar de que las condiciones meteorológicas son tan malas que el mando ha suspendido todas las operaciones, representa un misterio apasionante para cualquiera, excepto para su hermana. Ella afirma en primer lugar que lo matan los masones —¿quién, si no?—, y luego aporta el testimonio de un compañero de Ramón para cuadrar el círculo del accidente perfecto, un primoroso encaje del azar en el que ya no se sabe adónde ha ido a parar la masonería internacional. Así, el teniente coronel Franco, que se mete en una nube por su propia voluntad, en una época en la que los aviones no están dotados de instrumentos capaces de garantizar la travesía de las nubes sin contratiempos, no muere de un disparo de bala, como indicaría el agujero perfectamente limpio y redondo que tiene en la sien izquierda cuando rescatan su cadáver del mar, el resto de su cara limpia hasta del menor arañazo, sino de mala suerte. En el traqueteo de una turbulencia, su cabeza va a golpear en un tornillo del fuselaje al que le falta, precisamente, la tuerca. Y es este fatal tornillo lo que, en un avión donde todos los tripulantes llevan al menos una pistola encima, le perfora los sesos.

Hasta ahí, y ni un milímetro más allá, llega la capacidad de fabular del privilegiado cráneo de Pilar Franco Bahamonde. No deja de ser curioso que la única historia familiar que se calla sea mucho más fácil de explicar.

—De mis tres hijos varones, el que más valía era Ramón. Nicolás es el más inteligente, y Paco…

En la madrugada del 23 de febrero de 1942, Nicolás Franco Salgado-Araujo deja este mundo a regañadientes y al borde de los ochenta y seis años de edad, para que su hijo Francisco descanse en paz más que él mismo.

—Si a Paco le gustaran las mujeres —o los hombres, cabe añadir, para evitar malentendidos cuya sugerencia está ausente del ánimo de don Nicolás—, otro gallo cantaría.

Esa noche, el dictador impermeable a las dulzuras y los tormentos de la carne mortal, comprende que sólo puede acudir a su hermana Pilar para despojarse de la cruz que le atormenta desde hace muchos años, porque ella es la única que se le parece. Y es Pilar quien coge un taxi para ir al número 47 de la calle Fuencarral, donde su padre vive con Agustina Aldana, la mujer, entonces casi una niña, por la que abandonó a su esposa legítima —una santa— en 1907, para irse a vivir con ella a Madrid.

El Caudillo sabe lo que se hace. La primera decisión que toma su hermana es llamar a un sacerdote para que conforte al moribundo. Inmediatamente después, se dirige a Ángeles, una joven de misteriosos orígenes, que desde siempre ha vivido en esta casa como sobrina de Agustina aunque algunos vecinos están convencidos de que es hija de la pareja, para ordenarle que le diga a su tía que se esconda en otro cuarto, porque va a venir un sacerdote y le da vergüenza que contemple al principal motivo de arrepentimiento de su padre en carne mortal. El cura llega, pero al moribundo no le da la gana de arrepentirse de nada, y muere sin confesión.

—Ese caudillo es un chulo y un cabrón —le gustaba gritar casi todas las noches, con varias copas encima, por los bares de uno de los barrios más céntricos y populosos de Madrid, a espaldas de la Gran Vía—. ¡Si lo sabré yo, que soy su padre!

La bocazas de la familia Franco, la que cuenta más de lo que se debe y de lo que no se debe contar, tiene mucho cuidado en pasar de puntillas por la personalidad de este intendente general de la Armada, liberal de toda la vida, librepensador, anticlerical, mujeriego, bon vivant, lector de Galdós, de Pardo Bazán, de Blasco Ibáñez, que no desprecia nada tanto como la moral burguesa, y representa todo aquello contra lo que se va a sublevar su hijo el 18 de julio de 1936.

—¿Paquito, jefe del Estado? ¡No me hagas reír!

Si el padre del dictador hubiera sido sólo un poco más antipático, si se las hubiera arreglado para gozar algo menos de la vida, quizás sus compatriotas podríamos habernos ahorrado la efigie y la obra de su hijo Francisco. Sin embargo, cuando este general bajo y barrigón, que pasará la vida obsesionado por la idea de España, la esencia de lo español, el concepto mismo de los españoles, los atributos de su raza y otra considerable porción de tonterías no mucho mejor estructuradas que el pensamiento de su hermana, tiene al espíritu español delante, reniega de él. Guerrillero y anárquico, arrogante e indómito, individualista y sentimental, verdugo de lo establecido y dispuesto a dar la vida por su libertad, el Cid Campeador y Don Juan Tenorio a partes iguales, si el genio español ha existido alguna vez, el padre de Francisco Franco Bahamonde, Asia a un lado, al otro Europa, y allá, en el frente, Estambul, lo encarna con mucha más propiedad que él mismo.

En un momento indeterminado de los últimos años del reinado de Alfonso XIII, Nicolás Franco Salgado-Araujo decide casarse con la mujer de su vida. Su esposa legítima aún vive. En España no existe el divorcio. Y ni se le pasa por la cabeza rebajarse a solicitar la nulidad eclesiástica de su primer matrimonio. Todo eso le trae sin cuidado. Porque a él no le va a casar un cura, ni le va a casar un juez. A él van a casarle sus santos cojones.

—Hala, ya estamos casados, ¿ves qué bien?

Esto le dice don Nicolás a Agustina Aldana cuando salen de un ventorro de la Bombilla, escenario habitual de letras de chotis y romanzas de las zarzuelas más castizas, donde ha pagado de su bolsillo una auténtica verbena privada, con sus puestos, sus chuletas, sus churros y su tiovivo, a la que no invita sólo a sus amigos íntimos. También están aquí sus conocidos, más de un centenar de personas en total, que le ven abrir el baile con su novia al son de un organillo mientras gritan ¡que se besen!, y ¡vivan los novios!

Francisco Franco Bahamonde vive esta ceremonia como una afrenta, pero ni siquiera en el momento de su muerte es capaz de imitar a este hombre que se ha divertido tanto poniéndose el mundo por montera. Por eso, al conocer la noticia de su muerte piensa, antes que nada, en el qué dirán, y le pide a su hermana que le vista de uniforme para llevarlo al Pardo, donde tiene la intención de velarle toda la noche como el hijo amoroso que nunca ha sido.

De Agustina no le dice nada, no hace falta. A estas alturas, Paco y Pilar son unos expertos en esta clase de situaciones. Cuatro años antes, tras el accidente que le cuesta la vida a Ramón, resuelven entre los dos el problema que representa Engracia Moreno, la segunda esposa del teniente coronel Franco, cuyo matrimonio, civil y republicano, corre la misma suerte que todos los de su especie al ser anulado por el dictador. Ramón ha tenido con Engracia una hija que, curiosamente, también se llama Ángeles, nombre sin otra tradición conocida en la familia Franco que la misteriosa sobrina de Agustina Aldana, pero ni a ella, repentina hija natural, ni a su madre, de la noche a la mañana, simple concubina, se les consiente asistir al entierro del heroico piloto del Plus Ultra. Pilar despliega la misma eficacia para conseguir que la mujer de su padre esté ausente de todas las honras fúnebres de don Nicolás, desde el velatorio hasta el cementerio. Después, Nicolás Franco Bahamonde, que no se parece a su progenitor tanto como Ramón, aunque le gusten las mujeres igual que a cualquiera de ellos dos, se las arregla para que Agustina pueda cobrar una pensión de viudedad de la Armada, tras la muerte del hombre con el que ha convivido durante treinta y cinco años. Paco no se lo perdona nunca. Pilar también justifica eso, argumentando que su hermano mayor ha ido a meterse donde nadie le llamaba.

El 19 de octubre de 1944 sólo han transcurrido dos años y medio desde que el Caudillo le confiara a Pilar la delicadísima gestión de la muerte del padre de ambos. Esto es importante en la medida en que avala la intimidad del dictador con la única persona de su entorno que se atreve a contar lo que pasa en el despacho principal del palacio de El Pardo, el día en que el jefe del Estado suspende todas las audiencias previstas en su agenda.

—¡Yo llegué hasta aquí a tiros, y sólo a tiros saldré de aquí!

El hombre que grita eso ante los mandos más escogidos de su cúpula militar, sólo después de preguntarle a Dios qué ha hecho él para tener que estar siempre rodeado de inútiles, esa pandilla de ineptos con cara de circunstancias que le rodean en silencio, está descompuesto. «Fuera de sus casillas», escribe literalmente su hermana, que no se molesta en ocultar que esa expresión, tan ambigua, es intercambiable en este caso por otras más específicas, como muerto de miedo, por ejemplo. Tampoco va más allá de los síntomas porque, según su costumbre, después de soltar la bomba, le quita importancia a los destrozos, yo no me enteré hasta que todo pasó, eso fue lo que me contó alguien que estaba dentro, yo no llegué a oírlo en realidad, bien pensado, ni siquiera me lo creo, mi hermano Paco era un hombre muy bueno, y muy pacífico…

—¡Yo llegué hasta aquí a tiros, y sólo a tiros saldré de aquí!

En este momento, nadie debe dar dos duros, ni siquiera una peseta, por el futuro del general Moscardó, capitán general de Cataluña, por muy héroe del Alcázar que hubiera sido en el 36. No se cotizará en mucho más el porvenir del mando militar que, probablemente, le pide a Franco que considere la posibilidad de una salida negociada, aunque es imposible aventurar su identidad. Quizás, ni siquiera haya sido necesaria esa pregunta para que, a falta de la gracia de Dios, el Caudillo se lleve la mano a la pistola, pero esa frase aislada parece una respuesta a la única fórmula que parece sensata en un primer momento, considerando la situación en Europa, la marcha de la guerra mundial, la relación entre la victoria de Franco en 1939 y la indesmayable ayuda recibida de las potencias del Eje, la peligrosa idea que tuvo su cuñado Ramón Serrano Súñer al crear la División Azul, y la situación que se vive en el sur de Francia, donde los rojos españoles hacen y deshacen a su antojo, con la cariñosa complicidad de las nuevas, victoriosas y antifascistas autoridades.

—¡Yo llegué hasta aquí a tiros, y sólo a tiros saldré de aquí!

La cólera de Franco es comprensible. La indolencia de sus subordinados, no. Parece inverosímil que en una dictadura militar tan perfecta, tan admirablemente ajustada a su naturaleza que, con el permiso de Stalin, ha desencadenado sobre los españoles una de las represiones más concienzudas y sangrientas jamás registradas en tiempos de paz, pueda haberse cometido un error como este. Pero el caso es que el 19 de octubre de 1944 Franco tiene un ejército enemigo dentro de sus fronteras. ¿Qué ha pasado? Es difícil comprenderlo. La maniobra de distracción de la UNE ha sido todo un éxito. Desde el 20 de septiembre, en grupos al principio pequeños, de unos cincuenta hombres, luego mayores, de hasta doscientos, los rojos españoles van pasando la frontera como con cuentagotas, desde Irún hasta Puigcerdá, insistiendo en el Pirineo aragonés. En la fase inicial, el plan militar de Monzón ha sido ejecutado a la perfección, pero ni siquiera eso basta para explicar el desconcierto, la parálisis, la ineficacia del ejército franquista ante una invasión tan cantada que hasta la Pirenaica la anuncia para primar, en teoría, la agitación de la población civil sobre los intereses estratégicos de las tropas invasoras.

—¡Yo llegué hasta aquí a tiros, y sólo a tiros saldré de aquí!

¿Qué ha pasado? Es posible que los responsables de la seguridad de la frontera, José Moscardó a la cabeza, no se hayan tomado en serio estas advertencias, balandronadas, pensarían, amenazas sin base real, pura chulería de desesperados. Pero más probable parece que el terror, la feliz estrategia a la que Franco ha recurrido para afianzarse en el poder, no recorra sólo las calles, las casas, las fábricas, sino también los cuarteles, desde los dormitorios de la tropa hasta los despachos de los mandos. ¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién se arriesga a llamar al Pardo, a contar lo que está pasando, a pedir refuerzos, a reconocer que no es capaz de resolver en solitario esta situación? Nadie se atreve, ni en Viella, ni en Lérida, ni en el mismísimo Ministerio del Ejército de Madrid. Y el 19 de octubre de 1944 lo imposible, lo inconcebible, lo inexplicable, se convierte en un hecho consumado.

Francisco Franco afronta la crisis más grave por la que atravesará a lo largo de sus casi cuatro décadas de gobierno, sintiéndose tan solo como de costumbre, y como de costumbre dividido entre la ineptitud de sus subordinados y la necesidad de apoyarse necesariamente en ellos. Es lo que tienen los dictadores, que primero ponen mucho cuidado en eliminar de su entorno a cualquier persona con el talento suficiente para hacerles sombra, y después echan de menos su brillantez. Y sin embargo, aunque él no puede saberlo mientras da una imagen lamentable de sí mismo, tan bajito, tan gritón y tan cabreado, en su propio despacho, una de las pocas personas a quien jamás ha condescendido a admirar en su vida, se ha sentado delante de una mesa, ha sacado unos sobres de un cajón, y está pensando qué palabra va a escribir en cada uno de ellos.

—Esa es más lista que el hambre.

El 19 de octubre de 1944, Dolores Ibárruri, que nunca ha admirado, ni admirará a Francisco Franco, no está mucho más tranquila que él. Cuenta, eso sí, con la ventaja de conocer la situación unos días antes que el dictador. No sabemos cómo, porque ella no tiene ninguna hermana bocazas, pero sabemos a cambio que, en aquella época, la sede de la Pirenaica, que jamás ha emitido desde ningún lugar de los Pirineos, está en el mismísimo centro de Moscú.

—¡Hay que joderse con la mosquita muerta! —repetiría entre dientes Pasionaria ese día, y al siguiente, y al siguiente—. Y todo para que al final, el otro, con suerte, la mande de embajadora a Tegucigalpa, que es que no se puede ser más tonta…

La secretaria general del Partido Comunista de España, probablemente la única personalidad española que Franco considera a la altura de sí mismo, habrá tenido su propio empacho de rabia. Ella también se habrá llevado las manos a la cabeza antes de gritar y torturar su mesa a puñetazos delante de sus íntimos, con la seguridad de que ninguno de ellos va a atreverse a contarlo después. Lo que ha ocurrido es, en gran medida, culpa suya, y lo sabe. Ella escogió a Carmen de Pedro, delegó toda la responsabilidad en sus manos y, desde la otra punta de Europa, se desentendió después, sin haber llegado a calibrar en ningún momento ni la debilidad ni la falta de ambición de su subordinada. Tampoco la capacidad de maniobra de un seductor tan implacable como Jesús Monzón, aunque tal vez nada le hace tanto daño como comprender que el gran acierto de su vida, volver a tener a Paco Antón sano, salvo y entre sus brazos, ha sustentado, al mismo tiempo, uno de los mayores errores de su carrera política.

Es razonable pensar que la noticia de la invasión llegara hasta Dolores a través de Agustín Zoroa, el hombre a quien el Comité Central envía a Madrid en junio de 1944. Sin embargo, la situación, que ya es complicada de por sí, con el Buró Político en Moscú y el Comité Central repartido entre Buenos Aires y La Habana, se complica todavía un poco más aquel verano, porque el mentor de Zoroa, Santiago Carrillo, se encuentra en el norte de África.

El futuro sucesor de Pasionaria en la secretaría general del PCE, entonces conocido sobre todo por su liderazgo de las Juventudes Socialistas Unificadas durante la guerra civil, es el primer dirigente en apoyar en público la candidatura de Dolores Ibárruri a la secretaría general del Partido en 1942. A mediados de marzo de aquel año, el líder comunista español José Díaz, desahuciado ya por los médicos, muere al caer al suelo desde la ventana de la habitación que ocupa en un hospital de Tiflis, capital de la república soviética de Georgia. Aquel suicidio, quizás sólo un accidente, desata una feroz batalla por su sucesión, en la que Jesús Hernández, rival de Pasionaria, la ataca, entre otras cosas y como era de esperar, por su relación adúltera con Francisco Antón. La victoria de Dolores representa el primer peldaño de la futura carrera política de Santiago Carrillo, a quien su jefa, porque durante muchos años lo será sin discusión alguna, envía enseguida a viajar por el mundo, Nueva York, La Habana, México, Buenos Aires, para que intente establecer vías de contacto que vinculen a los diseminados centros de la dirección comunista española entre sí y con el interior. En la etapa mexicana de aquel periplo, Carrillo intima con Zoroa, y lo recomienda para que entre en contacto con Jesús Monzón en Madrid. Mientras su hombre cumple con esa misión, él se instala en la Oran argelina, cervantina, y a la sazón republicana, porque está repleta de exiliados españoles, para trabajar en la reconstrucción de la delegación del PCE, después de que una monumental caída de hombres, armas y documentación haya cortado de un tajo sus relaciones con el interior.

Que Carrillo esté haciendo partido en Oran, y no en la Francia ya liberada, donde la colonia comunista es incalculablemente más importante, sólo se explica por la necesidad de la dirección de consolidar sectores afines, leales a los dirigentes que han permanecido ausentes durante cinco años, antes de asaltar la fortaleza monzonista del principal núcleo del exilio. No necesitan poner un pie en Francia para calcular que esta va a ser una tarea muy peliaguda, pero tampoco es demasiado importante que sea Zoroa, o no, quien informa a Carrillo de la invasión, y este quien le pasa, o no, el recado a su secretaria general. Al parecer, la misión con la que Zoroa ha sido enviado a Madrid consiste, más que en evaluar la situación, en intentar removerle la silla a Monzón. Si en efecto es así, el éxito no le acompaña, porque no sólo no logra proyectar la menor sombra de inquietud sobre su presunta víctima, sino que ni siquiera llega a enterarse de lo que se trae entre manos hasta que la inminencia de la fecha prevista para una operación militar de tales dimensiones lo hace inevitable.